En
la planta superior del museo Lakenhal cuelga un plano de la ciudad de Leiden y
de su territorio circundante. El plano data de 1573, más de treinta años antes
del nacimiento de Rembrandt y dos años después del levantamiento del sitio de
Leiden. Extramuros se encuentran las fortificaciones; el Rin y otras vías
fluviales atraviesan la ciudad de tal manera que su pequeña forma redonda
semeja un animal flotante con tentáculos extendidos en todas las direcciones. A
las afueras se ven las líneas rectas de un pólder dirigiéndose como flechas
hacia ese animal redondo. Vacío, eso es lo que rodeaba la ciudad por aquel
entonces, lo que conferiría a aquella sociedad una especial intimidad. En esa
ciudad, Leiden, vio la luz Rembrandt en 1606. Un universo pequeño, cerrado, que
aun estando vinculado con el resto del mundo por su universidad e industria, no
dejaba de ser una ciudad amurallada, no tan redonda como aparece en ese plano
de 1573 sino con forma de estrella irregular, dentada. En un par de horas podía
rodearse a pie el contorno de la estrella. Algo parecido acabo de hacer ahora,
cuatrocientos años después, en una tarde fría y húmeda de otoño. Con el paso
del tiempo la ciudad se ha extendido hacia afuera y ha ido carcomiendo los
pólders, pero con la fuerza de la imaginación puedes intentar aproximarte a
aquella época. Ayuda que existan todavía los molinos, que las calles se sigan
llamando como entonces: Papengracht y Rapenburg, Morssteeg,
Pieterskerkchoorsteeg y Gerecht, donde en su día se levantó la casa natal de
Rembrandt. Ayuda asimismo que el agua del puerto y del Galgewater (cuyo nombre
significa agua del patíbulo) estén tan quietas como en las antiguas
ilustraciones. Te hallas en una Leiden que es otra y sin embargo la misma en la
que se crió aquel muchacho que se convertiría en un gran pintor, y tratas de
imaginar cómo fue aquello. Pero antes hay que desconectar en parte la imagen y
el sonido. Y hay que hacerlo sin la nostalgia y la nostálgica aflicción por los
paraísos perdidos. Quien se pasea por la Weimar de Goethe debe ser también
consciente de que en sus calles de lodo hozaban los cerdos. Aquí sucedería
probablemente algo similar. ¿Qué sonidos oiría Rembrandt? ¿Cómo sonaría la
ciudad de Leiden en 1606? Para llegar a saber eso hay que lograr primero un
silencio profundo. Hay que eliminar casi todo: los coches, las motocicletas,
incluso el tren del fondo. Inténtalo. La televisión a través de una ventana
abierta, un partido de fútbol en una radio portátil, el quejido de un teléfono
móvil, la sirena de una ambulancia. ¿Qué obtienes a cambio? El viento, la
lluvia, el graznido de las gaviotas, tus propios pasos, una voz llamando a
alguien sobre el agua, el chapoteo de unos remos, cascos de caballo sobre el empedrado
o sobre la tierra apisonada, el pregonero de la ciudad, voces humanas que tal
vez sonaron de otro modo al no tener que competir con otros sonidos. Quien haya
entrado alguna vez en un molino sabe el estruendo que produce el giro
enfurecido de las aspas del exterior.
Rembrandt (1606-1669)
Autorretrato, 1628
Ese
sonido también lo debió de oír el joven Rembrandt, ése y las voces de sus
padres en su pequeña casa. Con diez años, el chico se dirige a diario hacia el
callejón detrás de la iglesia grande donde está la escuela latina. Oye sus
propios pasos, ligeros, pues todavía es un niño. En el museo Lakenhal, junto al
plano de la ciudad, se muestran los zapatos que se usaban en aquella época. El
sonido de esos zapatos, eso es lo que oye el joven Rembrandt, y el latín con
acento neerlandés, pues en la escuela se emplea únicamente el latín hasta en
las clases de matemáticas. He seguido sus pasos y no ha sido muy difícil.
Algunas ciudades han logrado conservar gran parte de sí mismas. La continuidad
de ciertas cosas es a veces más asombrosa que su desaparición. Los nombres no
han cambiado, el trayecto es el mismo, sólo que el alumno de entonces se
sorprendería si durante la clase de griego mirara por la ventana hacia el
presente. Me coloco de espaldas al Gravesteen, donde tenían lugar las
ejecuciones públicas, ¿y qué ven mis ojos al mirar hacia dentro por esa misma
ventana? El muñeco de un alumno tras un pupitre. Bajo la gorra del alumno asoma
una gran mata de pelo rizado. El fabricante del muñeco debió de fijarse en los
primeros autorretratos de Rembrandt y se imaginó la parte posterior de la
efigie. ¿Permitirían a los alumnos mirar por la ventana cuando alguien era
decapitado o sometido al suplicio de la rueda ahí cerca? De regreso al Lakenhal
he visto esa rueda que todavía existe, un hombre cubista de pesada madera
negra, los brazos extendidos, las piernas abiertas, un pequeño hueco para
depositar la cabeza. ¿Oirían los alumnos los espeluznantes gritos que lanzarían
al romperse los huesos de los brazos y las piernas? Leo los textos que figuran
en las ventanas de la escuela. Son para mentes simples, pero hoy yo soy una de
ellas. Durante un par de horas he observado la vertiginosa variedad de los
dibujos de Rembrandt, imágenes oscuras y claras, bíblicas, religiosas y
mitológicas que en parte tienen su origen en los años que pasó en esta escuela.
Un niño de diez años, un muchacho de catorce, cuya imaginación se alimenta con
las historias de la antigüedad y del Israel bíblico que conoce de la iglesia
próxima. Deseo ahora que toda esa compleja y apasionante vida se reduzca a la
simplicidad de aquellos primeros años tal como figuran en estas ventanas,
numeradas y todo. 3: El padre era
molinero. Sin embargo permitió que su hijo fuese pintor. 4: Empezó como
mezclador de pinturas en un auténtico taller de pintor. 5: Luego aprendió a
retratarse a sí mismo. 6: Su mejor amigo, Jan Lievens, es también pintor. 7:
Gentes de la alta sociedad compran sus pinturas. Junto a ello hay un
retrato del pintor de rodillas frente a un poderoso. Y la imaginación vuelve a
la carga intentando oír algo. Imagino las conversaciones entre los dos amigos
pintores. Son conversaciones que yo habría podido entender, pues hablaban mi
lengua. Rembrandt y Jan Lievens recibieron clases de Pieter Lastman. Tenían
dieciocho y diecinueve años. ¿Hablarían de eso? En los cuadros se aprecia cómo
los aprendices representan los temas del maestro de la misma manera y sin
embargo de forma distinta. ¿Acaso hablarían de eso? ¿Hablarían de que querían
representar de otra manera lo que habían aprendido de él? Desde el ímpetu de su
juventud ¿considerarían a su maestro anticuado? ¿O acaso pesaba más la
admiración por su maestro y no eran capaces todavía de distanciarse de sus
temas ni de su método? ¿Qué dirían de Durero, de la poderosa técnica de Lucas
van Leyden y de los grabados que venían de lejos, de Italia, algunos de cuyos
elementos penetraron en sus obras? ¿Qué de la revolución de Caravaggio, con su
inmediata repercusión en la obra de Van Honthorst y de la escuela de Utrecht,
una isla de catolicismo teatral en un sobrio mundo calvinista? Es un amor que
se llama amistad. Dibujan y pintan los mismos modelos, unas veces sus propios
rostros, otras veces el uno al otro, como si realizaran autorretratos de otra
persona. Más cerca de otro apenas se puede estar.
En
1628, el joven de veintidós años tiene en Leiden un alumno, Gerrit Dou, de
quince años entonces, que se convertirá en un pintor de lo fino, muy
meticuloso, que padecerá un trastorno mental, la fobia al contagio. Dou recibe
por aquel entonces las influencias de Rembrandt y sin embargo va a ser muy
diferente a su admirado maestro en muchos aspectos. En ese mismo año tiene
también lugar el encuentro con Constantijn Huygens, que acudirá a Leiden a
visitar los talleres de Lievens y Rembrandt.
Huygens,
diplomático, astrónomo, compositor y poeta, es el autor del más bello poema
jamás escrito en neerlandés sobre la nieve. Tizne
blanca, plumas troceadas, así se refirió a ella, y con idéntico tino
reconoció el futuro de grandeza en la obra de los dos muchachos de Leiden. Aún
en ese mismo año de 1628 Rembrandt realiza uno de sus autorretratos más bellos,
hoy expuesto en el Rijksmuseum. Extraordinariamente joven todavía, el rostro
lleno, los ojos medio en penumbra, porque el tiempo de los autorretratos mucho
más reveladores no ha llegado aún. La luz cae sobre su mejilla derecha, todavía
sin arrugas ni líneas, la decepción no le ha marcado el rostro todavía, el
cabello revuelto y espeso, los rizos rebeldes marcados con la punta de madera
de su pincel sobre la mata de pelo, en actitud expectante, como si presintiera
lo que va a suceder en adelante. Cuatro años después abandona Leiden por una
mujer y por una carrera sin parangón en éxitos y fracasos, en esplendor y
duelo, riqueza y calamidad, éxtasis y reflexión.
¿Se
acordaría alguna vez de Leiden? ¿De aquellos primeros años, del molino de su
padre, de la escuela del callejón, de su amistad con Lievens, de la hilarante
serie de autorretratos en que se dibujaba con tocados siempre distintos? No lo
sabemos. El monumento del joven escultor alemán Stephan Balkenhol que hoy se
descubre, es un recuerdo del artista joven que fue Rembrandt en esta ciudad de
Leiden. Está hecho en el idioma de otra época, la nuestra, y describe, si puede
decirse así, el inicio de una increíble aventura que atraería a esta ciudad a
gente de épocas futuras y de mundos por aquel entonces inimaginables, para
acercarse a la vida, aunque fugazmente, de uno de los más grandes artistas que
jamás ha conocido el mundo y que nació en el lugar en el que ahora mismo nos
encontramos.
Nooteboom Cees el enigma de la Luz
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