lunes, 13 de marzo de 2017

Giovanni Battista Tiépolo, un vuelo espacial por Alemania

Giovanni Battista Tiépolo (1696-1770)
Pareja de faunos con ánfora
Causas, efectos. Es noviembre y acabo de regresar de un viaje de varios meses. Sumido en el incómodo vacío que me embarga al regreso de un viaje, deambulo por Ámsterdam con mi alma a unos pasos de mí mismo, como suele sucederme en tales circunstancias.
Al llegar al Rijksmuseum veo un rótulo sobre la puerta de entrada derecha, Grabados de Tiépolo, y resuelvo que tal vez sea ésta la mejor manera de pasar una desapacible tarde de invierno. Tiépolo. ¿Qué sé yo en realidad de Tiépolo?, me pregunto al entrar en el museo recordando vagamente unos cuadros grandes de gamas claras. No soy capaz de evocar mucho más y la exposición no me aporta gran cosa: la información es escasa, los grabados están sin fechar y no existe catálogo. Las obras expuestas en la primera sala no tienen nada de particular y sin embargo ejercen sobre mí una fuerte atracción, motivada tal vez más por mi estado de ánimo y por los títulos que por los grabados en sí. Esas vagas imágenes de seres más imaginarios que reales y su absoluta falta de actualidad encajan a la perfección con mi estado mental de ausencia transitoria: podría convertirme en uno de ellos y unirme en ese mismo instante a ese «mago, presidiendo el séquito, junto a un altar humeante». Mi figura grabada entre el conjunto no llamaría la atención.
En la primera sala se exponen dos series: Vari Capricci (Caprichos varios) y Scherzo di Fantasía (Bocetos fantásticos). La muerte concede audiencia, se titula uno de los caprichos. Es la lámina que más me gusta. La muerte, con sus piernas raquíticas y las carnes flácidas, está sentada en el suelo rodeada de sus atributos. Viste bien, eso sí, y al parecer entretiene a los presentes con su discurso. El viento agita una planta seca, similar al carrizo. Aunque manteniendo una prudente distancia, una ávida multitud se inclina hacia ella con la esperanza de adquirir algún conocimiento útil para el futuro. El hermano Perro tampoco se fía demasiado. Ahí está el animal, canijo y maltrecho, pero del lado de la vida, con la mirada fija en las ajadas facciones del orador, en una postura por la que uno no sabe si se dispone a ladrar o a salir corriendo.
En este grabado el movimiento se orienta hacia la muerte, efecto que el grabador alcanza mediante unos finos trazos, en ocasiones un poco difuminados, y espacios abiertos de luz, que no son sino papel en blanco. Esto último, entiendo, tiene su importancia: Tiépolo se atreve con el vacío.
Doy unas vueltas por la sala. Me deleito con los títulos de los grabados: Mago sentado estudiando cráneos, Cabeza de hombre en una pira, Dos magos y un pastor, El descubrimiento del sepulcro de Pulcinella, Seis personas observando una serpiente. Me divierte la ligereza de estas imágenes. Cada una de ellas captura un instante, como si el grabador hubiera deambulado invisible por ese mundo imaginario de sátiros, magos, serpientes, lechuzas y astrónomos armado de una plumilla polaroid para atrapar a los presentes durante un larguísimo segundo en sus mudas labores.
Ignoraba yo la existencia de sátiros femeninos. Tiépolo ha convertido a esas criaturas en una enternecedora familia unisex: padre, hijo y madre, tres pares de patas peludas de macho cabrío con las pezuñas hendidas, en pacífica coexistencia. La madre es la más bella. Su tronco desnudo de formas suaves y redondeadas se articula de modo misterioso (todos los mitos son por esencia misteriosos) con la parte inferior de su cuerpo huesudo, aunque la forma de colocar sus patas de macho cabrío tiene un algo muy lascivo. Está sentada en una postura que las mujeres antiguamente no adoptaban: las patas, muy femeninas a pesar de todo, descaradamente separadas; la pata derecha con la pezuña hendida levantada. Detrás de la familia, posada sobre un palo alto y erguido, vela una lechuza. Sabiduría para los griegos; muerte, noche, frío y pasividad en los jeroglíficos egipcios. Compendio de todo esto, la lechuza aparece aquí como un Beobachter, un observador, un ave con máscara, una reminiscencia de algo ajeno a las lechuzas. Aparece en otros grabados, este testigo mudo. Con su pose silenciosa acentúa la rareza de las imágenes. La última etapa de la vida de Tiépolo transcurrió en Madrid. El joven Goya debió de conocer su obra.
En la sala siguiente encuentro un grabado que me desconcierta un poco. ¿Qué sucede aquí? En algún lugar se ha producido una explosión, criaturas de diversa naturaleza surcan el espacio vacío. Pero ¿dónde se desarrolla la escena? Mi desconcierto, claro está, procede del hábito de ver la imagen representada en el centro, más o menos, de esos espacios rectangulares enmarcados, imagen que soy capaz de señalar. Sin embargo, en el centro de este grabado no hay nada. No hay sino un vacío donde no hace mucho debió de producirse un big bang. Lo demuestra la velocidad con que los ángeles y su pequeña variante rolliza, los llamados putti, han sido arrojados al espacio.
No todos los protagonistas del grabado están sometidos a semejante impulso. En otra parte de ese mismo vacío se asoma a toda velocidad un tiro de cuatro centauros con Hércules subido a un carro de la victoria medio oculto entre las nubes. Las ruedas del carro van en dirección contraria a la de los hombres-caballo. ¿Se trata de una curva pronunciada o es que las ruedas han salido disparadas por la enorme velocidad? ¿Cómo interpretar la escena? ¿Acaso se trata de un insólito caso de navegación espacial mitológica? ¿Una variante tardía del manierismo tal vez?
Recuerdo el ridículo que hice en cierta ocasión al imaginarme que había descubierto el origen del gótico en un monasterio de Navarra. En las arquivoltas románicas del portal de la iglesia se insinuaba el arranque de un tope puntiagudo. Desde entonces soy un poco más humilde. Siempre hay por ahí algún verdadero historiador del arte que me supera con creces en conocimientos. Al fin y al cabo yo no soy sino un amante de la observación. Y eso es estupendo, pues la escasez de conocimientos desata la imaginación y permite ver las cosas más peregrinas.
Además, eso de percibir mal las cosas cuando las miras por primera vez tiene su lado bueno, aunque sólo sea por el hecho de que luego las ves mejor. Y eso mismo es lo que me sucede con esa obra. Al acercarme a ella, descubro que se trata de un grabado de Giandomenico hijo, realizado posteriormente en el Palazzo Canossa de Verona e inspirado en un fresco de su padre Giovanni Battista Tiépolo. De modo que lo que yo estoy mirando es en realidad una pintura de techo colgada en la pared. Pero eso implica que dejo de estar con los pies en el suelo, porque a una pintura en el techo se la mira no de frente sino con la cabeza inclinada hacia atrás. Visto desde esta perspectiva, todo se ve mal, claro está. Ese grabado debería estar en el techo y yo debajo del mismo en posición horizontal, suspendido en el aire como en una sesión de espiritismo, convertido en cuerpo espacial. Sólo así formaría yo parte del conjunto.
Después de esto, el resto de la exposición me atrae menos. Hay todavía una maravillosa serie de cabezas (Raccolte di Teste) de Giandomenico hijo, pero el ansia se ha apoderado de mí, me pica la curiosidad por averiguar algo más de esos frescos. Lo mejor sería trasladarme de inmediato a Verona. Pero en lugar de ello acudo a un amigo, comerciante de obras de arte, quien posee un voluminoso libro con bellísimos dibujos a lápiz de Tiépolo. Sin embargo no es eso lo que busco. Los mejores frescos del artista se encuentran en Würzburg, me indica mi amigo. Yo no tengo ni idea de dónde está eso y me pregunto qué haría Tiépolo en Würzburg. Unos cincuenta metros más allá, en el Anticuario Erasmo, encuentro la respuesta, un libro de 1956 lujosamente editado: Tiepolo, die Fresken der Würzburger Residenz (Tiépolo, los frescos del palacio residencial de Würzburg).


Giovanni Battista Tiépolo, Europa, 1753
Tardaré aún dos meses antes de poder emprender el viaje. Entretanto he averiguado que la Wurzburger Residenz (primera piedra 1720) fue el súmmum de lo que la arquitectura europea podía ofrecer. Los castillos franceses, el barroco imperial vienés y la arquitectura religiosa y profana del norte de Italia, todo ello converge en esta construcción con una perfecta y majestuosa unidad de estilo.
Los príncipes-arzobispos de Würzburg fueron hombres poderosos. Fundado el arzobispado en 741 por Bonifacio, los arzobispos no tardaron en convertirse en poderosos monarcas del Sacro Imperio romano. En 1168 el arzobispo de Würzburg se convierte en duque de los francos. Sigue a ello un periodo de gran florecimiento, aunque al mismo tiempo se eterniza la lucha entre los villanos y el soberano, que concentra en su persona el poder espiritual y temporal. Hasta principios del siglo XVIII éste reside en un lugar elevado de la villa: en la fortaleza Marienburg, desde donde domina el río (el Meno) y la villa.
Johann Philipp Franz von Schonberg ha sido educado en la tradición absolutista y le mueven grandes anhelos. Con los 600 000 florines que ha obtenido en un juicio, puede permitirse hacer realidad sus deseos. Encarga a Baltasar Neumann el diseño de un palacio imponente, que aún sigue en pie. La historia de su construcción está salpicada de toda suerte de chismes acerca de las habituales intrigas entre arquitectos y decoradores rivales. Comoquiera que sea, mientras los arzobispos van y vienen, Neumann conserva la cabeza fría y veinticuatro años después (entretanto, Neumann ha pasado de los 32 a los 56 años) el esqueleto del palacio está en pie.
A continuación se produce un triste intermezzo protagonizado por un arzobispo extremadamente avaro. Una vez que éste pasa a mejor vida, aparece en escena un magnífico —y fastuoso— personaje: Carl Philipp von Greiffenklau. Éste concede vía libre a Neumann y recurre a Tiépolo, movido por el afán de legar su ilustre nombre a la invisible posteridad. Y lo ha conseguido, desde luego, pues acabo de teclear su nombre en mi máquina de escribir.
Viajando por Alemania descubro la transición del grabado al fresco. En Siebengebirge el sol tardío traza una pincelada de rojo poniente sobre un campo cubierto de nieve ilustrado con dos cepas retorcidas. El sol no se deja ver en su forma de bola, pues es demasiado fuerte: es un orificio del que emana fuego, que se derrama espeso y viscoso sobre las colinas. Luego oscurece rápidamente y mi estado de ánimo se torna sombrío. Azul, violeta, negro, ésos son los tonos que adopta el crepúsculo que desciende sobre la tierra. Y no puedo dejar de pensar que Alemania no es un país real, porque la autopista no atraviesa ningún pueblo o ciudad —la flanquea un gran vacío negro— y, mientras capturo el firme de la carretera con los faros de mi coche, tengo de repente la impresión de que estoy conduciendo en dirección contraria, contra corriente, como si ese río de asfalto discurriera de modo natural hacia el país de donde procedo.
En Würzburg ha caído la noche, hace frío y reina el silencio. Me alojo en el Hotel Bratwurstherzle en la Theaterstrasse, me entregan una llave y salgo a la calle. La Residenz no está lejos de aquí. Paseo por las alamedas desiertas, me cruzo con un negro, un hombre solitario. En la gran plaza abierta me encuentro por un instante cara a cara con la belleza del edificio, desafiante y rigurosa, y me pregunto cómo se sentiría un veneciano como Tiépolo en este destierro nórdico. Ahí dentro, en algún lugar de esa impresionante mole oscura, deben de estar los luminosos frescos. Pero aplazo la visita hasta el día siguiente.
Presa del gélido viento de invierno procedente de las colinas francas me encamino hacia el restaurante Rebstock, me pido «un lomo de conejo asado poco hecho con hierba luisa, verduras frescas y pasta de huevo de fabricación casera», y para beber un «Würzburger Abtsleite del año 79 con uva riesling, Prädikat Kabinett de los viñedos Bürgerspital zum Háligem Geist, 1309, delicado, afrutado, persistente», y luego salgo a la calle que no está más concurrida que antes. ¿Por qué me siento siempre tan raro en Alemania? No es que me sienta mal, sino raro. Tal vez se deba al contraste entre el frío y el exotismo: no estoy acostumbrado a pasar frío en un lugar tan diferente de mi país. Es una sensación que me embarga sobre todo en ciudades de provincia como ésta. Todo me recuerda un pasado regional, no nacional: me hallo en un ducado, un arzobispado, espacios impregnados de tiempo pasado que no logro conciliar con mi idea de Alemania.
En realidad es una sensación agradable. El camino me conduce al famoso Mainbrücke, el puente sobre el río Meno. Figuras barrocas empuñando dagas, espadas y cetros. Mitras, coronas, capas de piedra abiertas. Mártires, arzobispos y reyes, se alzan cual guardianes y divinidades fluviales en el angosto puente medieval, sobre el estruendo del agua. Doy la vuelta y me encamino hacia mi cama.
Giovanni Battista Tiépolo nació en Venecia en 1696. El esplendor de la ciudad acuática había llegado a su fin, y sin embargo es como si toda la genialidad de aquel mundo en extinción se concentrara por última vez en un único hombre. Nadie supo enfrentarse como él a las vastas superficies vacías en los techos de mansiones y palacios. Su fama alcanzó los países nórdicos. El rey de Suecia solicitó sus servicios para su palacio en Estocolmo, pero él rehusó. En cambio aceptó Würzburg.
La dimensión de la tarea debió de suponer para Tiépolo un gran reto. El 12 de diciembre llega a Würzburg en compañía de sus dos hijos. Su remuneración, registrada en un contrato redactado por banqueros, se fija en «10 000 florines, todos los utensilios y pinturas, oro batido, pensión completa y vivienda». Permanecerá ahí tres años. En Würzburg conoce a Neumann, con quien habrá de colaborar. Ambos tienen aproximadamente la misma edad. No sabemos qué pensaría el pintor cuando vio aquel campo de fútbol celeste todavía vacío que le habían encargado pintar (llegaría a ser el fresco más grande del mundo). Por desgracia, las cartas que escribió a su familia se han perdido.
La pintura al fresco —a diferencia de las técnicas a secco— se realiza mezclando la pintura con pegamento, albúmina o soluciones de azúcar y aplicando esta mezcla sobre una capa de argamasa húmeda compuesta de cal y arena. La capa de pintura se fija en la superficie gracias al proceso de secado de la cal, por lo que ya no puede ser disuelta. Ello imposibilita los retoques. Comparado con eso, el famoso terror de los escritores ante la «hoja en blanco» no es sino un suspiro de niña en la brisa primaveral.
Pensando en todas estas cosas me despierto lentamente en el Hotel Bratwurstherzle. Para introducir algo de rima en la vida, vuelvo a empezar el día en el Mainbrücke. Agua agitada, sol pálido. La fortaleza Marienberg se erige cuadrada sobre la colina, las cepas se alzan sobre los terraplenes. Los automóviles avanzan por entre las mitras de san Kiliano y san Federico en dirección a la catedral. Una fachada, extraña e impasible, con cuatro torres cuadradas.
A su lado, el barroco del palacio residencial es puro lujo. Su fastuosidad no se debe tanto al edificio en sí, que es más bien clásico, como a la rica ornamentación que corona las ventanas, los ángeles con sus trombones flanqueando el escudo arzobispal, las altas figuras teatrales sobre la balaustrada que bordea el tejado. Poder y esplendor del poder. El mensaje dirigido a los coetáneos debió de ser claro. No se trataba únicamente de rendir honor al poder autocrático, sino también de marcar distancia respecto a la sobriedad calvinista que la Reforma había traído a los países nórdicos. La entrada al palacio resulta un poco decepcionante. El techo del gran vestíbulo es bajo y el espacio frío y oscuro. Automáticamente te diriges hacia el único lugar por donde es posible escapar: la caja de la escalera. Y has acertado, pues ahí empieza el espectáculo. A gran altura descubres una orgía de figuras pintadas, y ello no es más que una pequeña parte de la bóveda celeste que asoma ante tus ojos. En tu ansia por verlo todo, subes la escalera a toda prisa hasta que comprendes que, por mucho que te apresures, no vas a poder abarcar con la vista todo ese espectáculo, de modo que te detienes en el primer rellano.
Bóveda celeste, tal vez sea ésta la mejor palabra para describir lo que ven mis ojos. A partir del rellano, la escalera se divide en dos. Pasando junto a toda clase de figuras que representan el día y las horas del día (afortunadamente no tiene fin el ornato alegórico del tiempo invisible) me encamino a paso lento hacia el cosmos. Así es como hay que llamarlo. A partir de Copérnico la imagen del universo cambió drásticamente, y eso se manifiesta aquí.
La tierra, representada por los cuatro continentes, ha dejado de ser el centro; no es sino una atalaya. Australia no contaba aún, y además el número cuatro encajaba mejor con las cuatro unidades clásicas, como las estaciones del año y los puntos cardinales. Las figuras «terrenales» —europeos, africanos, indios, asiáticos— están todavía más o menos materialmente enganchadas a la galería. Sobre sus cabezas ha estallado la violencia del big bang, pues, al igual que en el grabado que vi en el Rijksmuseum, también aquí se ha producido una gran explosión.
Hay una velocidad increíble en todas esas figuras arrojadas en derredor, aunque también rige el orden en este universo. Hasta la propia iglesia sabe hace ya un tiempo que el sol es el centro del sistema. Muy arriba, Apolo se lanza al espacio como dios del sol rodeado de siete planetas representados por los dioses cuyos nombres ostentan. Son siete, pues Urano y Neptuno no se descubrieron hasta 1781 y 1846 respectivamente. Una quimera, eso es lo que es, pues si te sitúas debajo del continente asiático y miras hacia arriba echando la cabeza todo lo posible hacia atrás, se desvanecen los límites entre la arquitectura y la pintura. En las cuatro esquinas de la sala están sentados unos gigantes de estuco con sus enormes pies flotando en el aire. Parecen unos pies pintados pero son reales.
El espectáculo es tan impresionante que me causa desazón. ¿Qué ven mis ojos en realidad? Una superficie ligeramente abovedada de 19 x 32,5 metros. De la multitud apelmazada que habita los continentes más próximos emerge de repente esa idea tan extraña de espacio. Nubes en tonos grises, blancos y del color de la sangre reseca albergan a todas esas figuras alegóricas que van dando tumbos por el espacio. Incluso los continentes han sido tocados por ese movimiento: los pájaros alzan el vuelo, el tocado de los indios se dobla hacia atrás impulsado por un viento cósmico, un pez asciende en vertical, ondean banderas deshilachadas, la espesa humareda de una antorcha sigue el dedo de América, un mono sujeta a un avestruz por su falda abombada de niña… y todo ello sucede simultáneamente en el gélido silencio invernal sobre el techo de un palacio alemán.
Recorro la galería de un lado a otro, intento leer mi guía de viaje, intento fijarme en ciertos fragmentos, intento abarcar con la vista el conjunto, intento no oír la voz chillona de un guía alemán, pero no lo consigo. Todo esto es excesivo, me enfrento a decenas de Rondas de noche, necesitaría al menos una semana para abarcarlo. Tiépolo ha logrado transmitir de forma asombrosa la ilusión de altura y espacio valiéndose de toda suerte de trucos: enanos y perros, repoussoirs o realces empleados para hacer parecer más altas las figuras del fondo con capas que penden y piernas e imágenes cuyo tamaño disminuye. Aun así, todavía hay decenas de escenas dentro de ese gran proyecto que pueden verse como pinturas independientes.
Como si yo también estuviera flotando encima de una nube, empiezo a sentirme un poco mareado, abrumado por esa violencia visual de las imágenes. Y sin embargo, al mismo tiempo todo es claro, en ocasiones casi diáfano. La mirada encuentra una línea de fuga a través de esos maravillosos y desafiantes vacíos que el artista ha creado.
Me enfado conmigo mismo por no resistir el frío, y cuando al fin decido marcharme, me encuentro de repente en un rincón de Europa, cara a cara con el propio pintor. Al lado de su hijo ataviado con peluca, él semeja un hombre del Renacimiento. Ahora que lo veo mejor, me doy cuenta de que no nos encontramos cara a cara; yo le miro a él a los ojos pero él no me mira a mí, él mira su propia obra. Su boca tiene una expresión un poco triste, pero su mirada es clara y analítica. ¿Qué estaría pensando?
La gran corriente del Renacimiento había llegado a su fin. La época en que un artista era a la vez un científico había dejado de existir. La imaginación buscó un sendero diferente al de las complejas abstracciones de la nueva ciencia, un sendero que conduciría a la suntuosa ornamentación del barroco. Curiosamente, las alusiones mitológicas que Tiépolo pinta para los monarcas absolutos, que al cabo de poco tiempo dejarían de ser monarcas, no tenían ya ninguna repercusión en una religión viva. El pueblo que financiaba estos palacios hacía tiempo que no era capaz de «comprender» tales imágenes. Ahora bien, es indudable que Tiépolo fue un nobody’s fool. ¿Acaso presagió el esencial vacío de lo que acontecería después de él? No es probable, de lo contrario no hubiera sido capaz de pintar de esa manera. Inmerso en la duda me dejo llevar por las horas que avanzan (y por el frío) hacia la «sala blanca» que está justo enfrente de la escalera.
Aquí todo es blanco y gris. El aficionado al arte románico, como yo, nunca llegará a aficionarse al rococó. Esto que ven mis ojos es la máxima expresión del delirio. La sala entera es un decorado trémulo y frenético, las paredes se te echan encima. El autor de este espectáculo, Antonio Bossi, acabó perdiendo el juicio, tal vez literalmente enajenado por su obsesión ornamental. El contraste con el sólido mundo exterior alemán debió de potenciar los efectos alucinógenos de su obra. Huyo de esta estilizada cueva de serpientes y vuelvo a dar con Tiépolo en la Kaisersaal, la sala del emperador. Frescos, lunetas, oro, trompe-l’oeils, espejos.
Es excesivo, no puedo más. Rodeado por ese fastuoso esplendor, miro hacia fuera, al laberinto artificial de jardines, pero ya no soy capaz de asimilar nada más. Entonces trato de ver mi propia persona reflejada en los espejos del techo, pero por más que lo intento, no me encuentro. Esto no es un misterio, es técnica.
Nooteboom Cees El enigma de la luz 

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