Concilio V de Letrán (1512-1517)
Este concilio fue convocado por el papa Julio II (1503-1513) en
Roma el día 18 de julio de 1511. Aunque la fecha prevista para celebrarlo era
el 19 de abril de 1512, no pudo empezar sus reuniones hasta el 3 de mayo,
debido a las operaciones militares que se desarrollaban por aquel entonces en
el norte de Italia. La primera sesión tuvo lugar el 10 de mayo y estuvo
presidida por Julio II. El papa señaló en su alocución los objelivos a
alcanzar: supresión de herejías y cismas, reforma de
la Iglesia y cruzada contra los infieles. Estuvieron presentes 15 cardenales,
79 obispos, dos abades, cuatro superiores generales o vicarios de órdenes
religiosas, los embajadores de España, Venecia y Florencia y un gran número de
doctores. El papa estableció el reglamento de las sesiones y nombró los
funcionarios. Una novedad en relación con los anteriores concilios fue que los
decretos emanados de este concilio lateranense adquirieron la forma de bulas
papales.
El objeto primordial de este concilio era poner coto a las
herejías y a los cismas existentes, neutralizando especialmente las actuaciones
del anticoncilio de Pisa (1511-1512). Se puede decir que el concilio alcanzó
con relativa facilidad este último objetivo. Ya a partir de la segunda sesión
(17 de mayo) el rey de Inglaterra y Fernando el Católico (1474-1516) tomaron
partido por el papa y apoyaron el concilio. Poco después, lo haría también el
emperador Maximiliano (1493-1519), declarándose contra el conciliábulo de Pisa.
En la segunda sesión se aprobaron unas censuras contra el Concilio
de Pisa y se declaraba su nulidad, a la vez que se decretaba la legitimidad del
Concilio Lateranense.
La muerte de Julio II (21 febrero de 1513) fue, sin duda, un
acontecimiento que coadyuvó a que Luis XII de Francia (1498-1515) dejara de
apoyar al conciliábulo pisano y que los cardenales disidentes volvieran a la
obediencia del nuevo papa León X (1513-1521). El nuevo pontífice romano fue
continuador del concilio y se ocupó de algunos temas, que habían quedado
pendientes.
En la octava sesión (19 de diciembre de 1513) se declaraba la
definición dogmática de la inmortalidad individual del alma humana contra la
tesis del filósofo Pedro Pomponazzi (1462-1525), aunque sin mencionarlo
expresamente.
El concilio se centró luego en algunos aspectos de la reforma de
la Iglesia. Los camaldulenses Giustiniani y Quirini enviaron el año 1513 un
memorial de reformas a León X, en el que con claridad y espíritu constructivo
denunciaban los males que padecía la Iglesia y proponían los remedios
convenientes: mejora de los estudios eclesiásticos para combatir la ignorancia
del clero, ejemplaridad de los miembros de la jerarquía, desde el papa a los
simples sacerdotes, unificación de la vida monástica y de la liturgia, reanudar
las negociaciones con los orientales para la búsqueda de la unión de las
Iglesias. La realidad de las aspiraciones del concilio era, sin embargo, más
modesta que las expresadas en el citado memorial.
De todas formas, hay que decir que los decretos de reforma
promulgados por el Lateranense V fueron muy útiles: así, en la sesión octava
(19 de diciembre de 1513) se redujeron considerablemente las tasas de la curia
romana. En la sesión novena (5 de mayo de 1514) se tomaron medidas para que la
provisión de obispados y abadías recayese sobre personas dignas y se hiciera
según la normativa canónica. También se legisló sobre la enseñanza del
catecismo. En la 10.a (4 de mayo de 1515) se trató de los llamados «montes de
piedad» para evitar los préstamos usurarios, se limitó la exención de los
religiosos, y se estableció la censura de libros. En la 11.a (19 de diciembre
de 1516) hubo una tensa discusión entre los regulares y el clero secular a
propósito de la predicación; también se aprobó en ella la bula que confirmaba
el Concordato con el rey de Francia y la abolición de la «pragmática sanción»
galicana.
A pesar de los esfuerzos realizados quedaban aún sin solventar los
grandes temas de la reforma de la Iglesia. El 16 de marzo de 1517 se concluía
el V Concilio de Letrán, y no deja de ser significativo que el 31 de octubre
del mismo año Martín Lutero (1483-1546) proclamara sus 95 tesis en la ciudad de
Wittemberg.
Concilio de Trento (1545-1563)
Una vez surgido el conflicto protestante por iniciativa del joven
Martín Lutero, se había generalizado la idea de resolverlo a través de un
concilio, y así se puso de relieve en la Dieta de Nüremberg (1522-1523).
Incluso los mismos luteranos reclamaban un «concilio general, libre, cristiano
en tierra alemana», pero con una clave de lectura muy peculiar al entender
«libre» en el sentido de «libre de la intervención del papa», y «cristiano», es
decir, participado por clérigos y laicos, que habían de proceder únicamente
según el criterio de la Sagrada Escritura. La afirmación de hacerse en
territorio alemán tenía una cierta lógica, puesto que la crisis se había
producido en Alemania.
La propuesta de un concilio no fue inicialmente bien acogida en
Roma, donde se temía un cierto renacer de las ideas conciliaristas. El papa
Clemente VII (1523-1534) trató de dilatar una respuesta afirmativa a la
celebración de un concilio. No ocurría lo mismo con el emperador Carlos V
(1519-1556), que se convirtió en el principal valedor de la necesidad de reunir
una asamblea sinodal para solventar la crisis protestante. Después de varios
intentos fracasados con Clemente VII, la subida al solio pontificio de Paulo
III (Alejandro Farnesio) (1534-1549) abre unas expectativas más esperanzadoras.
En 1536 el emperador visita Roma y consigue de Paulo III su consentimiento para
convocar un concilio general, cosa que realiza el papa el 2 de junio del mismo
año con la bula Ad Dominici gregis curam, proponiendo como sede a Mantua y como
tareas a realizar: la condenación de las herejías, la reforma de la Iglesia, el
restablecimiento de la paz entre los príncipes cristianos para hacer frente al
peligro de los turcos. Pero la guerra declarada entre Carlos V y Francisco I
(1515-1547) y otras dificultades impidieron la reunión conciliar en Mantua y en
Vicenza. Por fin, la paz de Crépy de septiembre de 1544 facilitó el camino
hacia el concilio. El papa convocó nuevamente el concilio en noviembre de 1544
con la bula Laetare Jerusalem, pero esta vez en la ciudad imperial de Trento.
Los protestantes se negaron a participar en el concilio.
El concilio fue inaugurado el 13 de diciembre de 1545 con un
discurso de apertura del cardenal legado Del Monte. Asistieron 31 obispos, la
mayoría italianos; luego, en sesiones posteriores, el número de participantes
iría en aumento. La dirección del concilio estaba asignada a tres legados
pontificios: el ya citado Del Monte, el cardenal Cervini y el también cardenal
Pole. Sobre el derecho al voto se llegó a un acuerdo en las primeras sesiones:
lenían derecho a voto todos los obispos, los superiores generales de las
órdenes mendicantes y dos abades en representación de las congregaciones
monásticas.
Durante las sesiones que van de febrero a junio de 1546 se
aprobaron decretos de índole dogmática y de reforma: sobre las fuentes de la fe
católica, el pecado original, la justificación, los sacramentos en general y
los dos primeros sacramentos —bautismo y confirmación— en particular. El
decreto sobre las fuentes de la fe católica precisaba, de nuevo, el canon
escriturístico, aprobado ya en el Concilio de Florencia, y declaraba a la
Vulgata latina como el único texto auténtico para la enseñanza y la
predicación; al lado de la Escritura debía admitirse también la tradición, como
fuente de la revelación divina. Pero, sobre todo, el decreto sobre la
justificación tiene una especial relevancia en todo el magisterio del concilio
tridentino. Establece que la justificación se realiza por la gracia, que en
virtud de los méritos de Cristo, obra el Espíritu Santo en las almas; de este
modo el hombre, de injusto se transforma en justo. También se rechazaban las
ideas protestantes de la justificación por la sola fe.
Los trabajos del concilio tuvieron que interrumpirse en marzo de
1547, al desatarse en Trento una epidemia de tifus exantemático, que motivó una
resolución de trasladar la sede conciliar a Bolonia, ciudad situada en
territorio pontificio. Allí se celebró la novena sesión (21 de abril de 1547),
pero no se publicaron sus decretos.
El traslado a Bolonia había suscitado una enérgica repulsa de
Carlos V, porque —entre otras cosas— los luteranos no asistirían a un concilio
en una ciudad papal. Este hecho supuso también una ruptura entre el emperador y
el papa. En 1548 Paulo III decidió suspender las sesiones conciliares que, tras
su muerte, serían reanudadas en Trento por el nuevo papa Julio III (1550-1555).
La actividad conciliar se volvió a poner en marcha el 1 de mayo de
1551 con la sesión undécima, presidida por el cardenal Crescencio. En este
tercer período, por iniciativa de Carlos V, que había derrotado en Mühlberg
(1547) a la Liga de Smakalda, acudieron a Trento algunas representaciones
luteranas, que mantuvieron conversaciones fuera del aula sinodal, pero que no
llegaron a estar presentes y a intervenir en el seno del concilio. En este
período se celebraron seis sesiones y se aprobaron varios decretos
disciplinares, así como otros referidos a los sacramentos de la eucaristía, la
penitencia y la extremaunción. Pero el concilio tuvo que suspenderse de nuevo
en 1552, debido a la enfermedad del cardenal legado y a la traición de Mauricio
de Sajonia, que de aliado del emperador pasó a serlo de su enemigo el rey de
Francia, dando un vuelco a la situación política de Alemania.
La elección de Juan Pablo Caraffa como Paulo IV (1555-1559) supuso
una interrupción de la actividad sinodal, porque este papa era partidario de
realizar directamente la reforma eclesiástica, sin la intervención de un
concilio. Además de esta convicción tenía una profunda animosidad contra
España. Hubo que esperar a su muerte para que su sucesor Pío IV (1559-1565)
reanudara los trabajos conciliares.
Esta última etapa del concilio se inaugura el 28 de enero de 1562
con la presencia de 111 prelados con derecho a voto. Desempeñaba la presidencia
el cardenal Hércules Gonzaga y asistían también como legados el cardenal
Seripando, Hosius, Simonetta y Altemps. Los protestantes habían rehusado la
invitación para asistir al concilio. Para esquivar un asunto muy politizado
como era el de la «continuación» del concilio se comenzó a trabajar en un
esquema de reforma sobre la obligación de residencia de los obispos. Este tema
se hizo especialmente álgido en la sesión 19.a (14 de mayo de 1962), y se
tomaron en consideración las propuestas generales de reforma recogidas por
Seripando. Los problemas que se ventilaban con la reforma no eran pacíficos.
Casi dos meses quedó estancado el concilio. Por fin, a primeros de junio se
superó la crisis de confianza y fue un acierto de los legados reanudar las
discusiones dogmáticas en el lugar que habían quedado en 1551, y en la sesión
21.a (16 de julio) se aprobó un decreto sobre la comunión. En la sesión 22.a
(17 de septiembre) se dio el plácet al célebre decreto sobre el sacrificio de
la misa.
La tensión entre episcopado y primado, que se había puesto de
manifiesto en las discusiones sobre el deber de residencia y el sacramento del
orden, se acentuaron con la llegada el 13 de noviembre de 1563 del cardenal
Carlos de Lorena y trece obispos franceses. Una intervención del emperador
Fernando I (1556-1564) cerca del papa aumentó algo más la disparidad de los
grupos enfrentados. Pero la muerte de los dos legados de más rango, Gonzaga y
Seripando, permitió a Pío IV nombrar en su lugar a su mejor diplomático Morone
y al veneciano Navagero. Morone sería el hombre que encauzaría el rumbo del
concilio y lo llevaría a feliz término. Consiguió tranquilizar a Fernando I y
se ganó el favor del cardenal de Lorena. Por su parte, el papa había escrito a
Felipe II (1556-1598) persuadiéndole de su firme propósito de realizar la
ansiada reforma y terminar el concilio. Así las cosas, la sesión 23.a (14 de
julio de 1563), marcó el punto de viraje del concilio. En dicha sesión se
reprueba la doctrina de Lulero sobre el sacramento del orden y se da una
formulación más rigurosa al deber de residencia. También se promulgará el
famoso decreto sobre erección de los seminarios diocesanos. El 30 de julio de
este mismo año entrega Morone un esquema de reforma que abarcaba 42 artículos,
y que fue discutido y aprobado en las sesiones 24.a y 25.a El decreto general
de reforma comprendía 21 capítulos y contenía normas para el nombramiento de
obispos, sínodos, visitas episcopales, cabildos, provisión de parroquias, etc.
Estos decretos serán el núcleo de la llamada «reforma tridentina».
Paralelamente se aprueban en la sesión 24.a un decreto sobre el sacramento del
matrimonio, completado por el decreto de reforma Tametsi. La sesión 25.a de
clausura promulgó decretos sobre el purgatorio, las indulgencias, el culto a
los santos y reliquias.
Morone tenía prisa en finalizar el concilio a causa de las
noticias alarmantes que le llegaban sobre el agravamiento de la enfermedad del
papa, y los dos días que duró la 25.a sesión (3-4 diciembre de 1563) se
dedicaron a aprobar, de una vez, todos los decretos anteriores. El papa
confirmaría el 26 de enero de 1564 mediante la
bula Benedictas Deus todos los decretos conciliares, dándoles con ello fuerza
de ley.
En el terreno dogmático, el tridentino supuso una enorme
clarificación doctrinal en temas controvertidos por los protestantes: la
Sagrada Escritura y la tradición como fuentes de la fe revelada; la
justificación por la gracia y los méritos de Cristo; el decreto sobre los
sacramentos, que subrayaría aspectos tan relevantes como la transubstanciación
eucarística y la sacramentalidad del orden y la unción de los enfermos; la
doctrina sobre el purgatorio, el culto a los santos y las indulgencias.
En el campo disciplinar la actuación conciliar fue también de gran
envergadura. Señalemos algunas disposiciones más destacadas: el deber de
residencia de los obispos; sobre la acumulación de beneficios; la creación de
seminarios para la formación del clero, que propiciará una mejora considerable
del sacerdocio ministerial; sobre las cualidades que deben tener los candidatos
al episcopado; creación de la Congregación del índice y el decreto Tametsi, que
sólo considera válidos los matrimonios celebrados en presencia del párroco y
dos testigos.
Considerado en su conjunto, este concilio fue la respuesta del
supremo magisterio eclesiástico a la Reforma protestante. Es el gran concilio
de la Reforma católica, que no se limitó a reiterar lo ya conocido, sino que
hizo una puesta a punto de la legislación y la cura de almas en la vida de la
Iglesia. El éxito del Concilio de Trento se debió especialmente a su
aplicación. Sin el perseverante empeño del pontificado de la Reforma católica
para que se cumplieran los decretos tridentinos, no se podría explicar el gran
influjo que tuvo en los siglos posteriores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario