Concilio II de Constantinopla (553)
El concilio se reunió en esta metrópoli imperial del 5 de mayo al
2 de junio del 553. Fue convocado por el emperador Justiniano (527-565) de
acuerdo con el papa Vigilio (537-555). Se celebró en un edificio anejo a la
basílica de Santa Sofía en presencia de 150 obispos, aunque en la sesión de
clausura su número ascendiera a 164.
El problema que intentaba resolver el emperador con el concilio
era el planteado por los monofisitas, especialmente en Egipto. Justiniano había
condenado, mediante un decreto imperial: 1) la persona y los escritos de
Teodoro de Mopsuestia; 2) los escritos de Teodoreto de Ciro (+460); 3) una
carta de Ibbas de Edesa defendiendo a Teodoro. Esto es lo que se conoce
abreviadamente como los «Tres capítulos», y sobre ellos debía definirse en
concilio.
Entre tanto, el papa Vigilio había sufrido grandes presiones por
parte del emperador, que le hizo ir a Constantinopla desde Italia, tratándole
luego como a un prisionero. Sin su presencia y, a pesar de su protesta,
inauguró Eutiquio el concilio. El 14 de mayo el papa Vigilio en unión con
dieciséis obispos firmaron una declaración en la que condenaban sesenta
proposiciones de Teodoro de Mopsuestia, pero rehusaban condenar su memoria y
reexaminar los casos de Teodoreto de Ciro e Ibbas de Edesa, porque ya habían
sido rehabilitados por el Concilio de Calcedonia. Justiniano no se dio por
enterado de esta declaración y no la comunicó al concilio.
En las sesiones quinta y sexta el concilio condenó los «Tres capítulos».
En la octava y última sesión, el 2 de junio, la asamblea conciliar pronunció
catorce anatemas, de los cuales los doce primeros eran contra Teodoro de
Mopsuestia, el decimotercero contra Teodoreto, y el último contra Ibbas.
El papa Vigilio, enfermo y presionado por el emperador, envió una
carta a Eutiquio el 8 de diciembre en la que se adhería al concilio, y por
último, el 23 de febrero del 554, accedió Vigilio a la condenación de los «Tres
capítulos», preparando así el camino para la aceptación ecuménica del concilio.
Los resultados del concilio no surtieron los efectos que el
emperador había previsto con su convocatoria, y aunque sea loable su intento de
buscar la unidad de la fe atrayéndose a los monofisitas, los procedimientos
empleados —especialmente por lo que se refiere al papa Vigilio— no parecen
dignos, aun aceptando las ideas cesaropapistas de la época.
Concilio III de Constantinopla (Trullano) (680-681)
La iniciativa de la convocatoria se debió al emperador Constantino
IV (668-685) que así se lo ordenó al patriarca de Constantinopla Jorge el 10 de
septiembre del 680, para que invitara a los obispos de su patriarcado, así como
a Macario, patriarca de Antioquía, que se encontraba en Constantinopla con sus
obispos. Ya el año anterior había invitado al papa Dono (676-678) para que
enviara a Constantinopla una delegación compuesta por obispos y monjes, pero la
carta llegó cuando el papa ya había muerto. Su sucesor Agatón (678-681), en
agosto del 680, mandó una delegación compuesta por tres obispos italianos, tres
apocrisarios pontificios, un representante del arzobispo de Ravena y tres
monjes.
El 7 de noviembre del 680 se reunió el concilio en la gran sala de
la cúpula (in trullo) del palacio imperial, bajo la presidencia de Constantino
IV. El número de participantes osciló a lo largo de las diversas sesiones entre
43 y 164. La cuestión que había motivado el concilio era la del monotelismo,
consecuencia inevitable del monofisismo; pero dado que los fautores principales
de esta tendencia eran los patriarcas de Alejandría y Jerusalén, que ya no
formaban parte del Imperio, al caer sus sedes en manos de los árabes, esta
temática había perdido virulencia.
El emperador tomó parte personalmente en las once primeras
sesiones. Después de un profundo estudio del monotelismo, su portavoz Macario
de Antioquía y su discípulo el abad Esteban reconocieron haber mutilado los
textos que exhibieron en el concilio, y fueron depuestos. En la sesión 13.a la
asamblea sinodal condenó a todos los que habían defendido ideas próximas al
monotelismo: los patriarcas de Constantinopla: Sergio, Pirro, Pablo II y Pedro,
el patriarca de Alejandría Ciro, Teodoro de Farán, y Honorio de Roma. La sesión
de clausura, realizada en presencia del emperador, adoptó una profesión de fe
en la que se declaraba la existencia en Cristo de dos naturalezas, dos
energías, dos voluntades, de acuerdo con la doctrina de los cinco concilios
ecuménicos anteriores. El papa León (682-683), sucesor de Agatón, aunque
refrendó las decisiones de este concilio, restringió, sin embargo, el juicio de
éste sobre el papa Honorio (625-638), culpándole sólo de negligencia al no
reprimir el error monotelita.
Concilio II de Nicea (787)
Bajo este nombre se conoce el séptimo concilio ecuménico reunido
en la misma ciudad donde cuatro siglos y medio antes se había celebrado el
primero de esta denominación. Inicialmente la emperatriz Irene lo había
convocado en Constantinopla en la iglesia de los Santos Apóstoles, el 17 de
agosto del 786, pero una revuelta militar hizo que se transfiriera el siguiente
año a la nueva sede de Nicea.
La razón principal de esta reunión conciliar fue atajar el error
iconoclasta, que se había traducido en auténticos actos de persecución contra
el culto a las imágenes por parte de emperadores, como Constantino V (741-775)
y León IV (775-780).
El concilio comenzó sus sesiones el 24 de septiembre del 787 en la
iglesia de Santa Sofía. El papa Adriano (772-795) había enviado como legados
suyos al arcipreste romano Pedro y al archimandrita del monasterio griego de
San Sabas, con algunas cartas en las que exponía la doctrina católica sobre el
culto a las imágenes. Las ocho sesiones fueron presididas por el patriarca
Tarasio de Constantinopla. En la primera sesión, Tarasio hizo leer una carta de
la emperatriz Irene, y se examinó el caso de algunos obispos que habían
participado en el conciliábulo de Hiereia del 754. En la segunda reunión fue
aprobada la exposición de la doctrina cristiana, que el papa Adriano había
presentado en una de sus cartas al concilio. Tarasio respondió solemnemente a
la pregunta de los legados papales declarando la veneración por el culto
relativo a las sagradas imágenes, aunque reservaba la adoración y la fe
únicamente a Dios. En la tercera sesión se leyeron unas cartas sinodales de Tarasio
y de Teodoro de Jerusalén en las que se declaraba la validez del culto a las
imágenes. Las sesiones sucesivas se dedicaron a mostrar los argumentos de la
Santa Escritura y de tradición favorables a la doctrina propuesta
anteriormente. Luego, en la séptima sesión se aprobó una solemne definición
sobre el culto a las imágenes, afirmando que es lícito representar en imágenes
a Cristo, a la Virgen Santísima, a los ángeles y a los santos. El culto que se
da a las imágenes va dirigido al modelo, al prototipo representado por ellas, y
se debe distinguir de la adoración debida a Dios. La octava sesión tuvo lugar
en el palacio imperial de Magnaura, con la asistencia de la emperatriz Irene y
de su hijo, así como 300 obispos, que rubricaron las actas del concilio. Se
lanzaron también en esta sesión cuatro anatematismos contra los iconoclastas.
En las actas conciliares griegas se añadieron 22 cánones de
carácter disciplinar sobre la vida eclesiástica, que recogían, en buena parte,
prescripciones conciliares dadas anteriormente.
El Concilio II de Nicea, aunque no acabó totalmente con el
iconoclasmo, contribuyó de forma relevante a su desaparición. En Occidente
encontró algunas dificultades su aplicación por parte de Carlomagno (768-814) y
sus teólogos, debido a la defectuosa traducción de sus documentos. El concilio
constantinopolitano IV lo declaró ecuménico, y es el último de los concilios
ecuménicos aceptados por los católicos y los ortodoxos.
Concilio IV de Constantinopla (869-870)
Como precedentes de este concilio hay que tener en cuenta la
negativa del papa Nicolás I (858-867) a reconocer al patriarca Focio de
Constantinopla, que había conseguido la sede gracias a la abdicación forzada de
su predecesor Ignacio. Añádase a esto el que Focio no estaba dispuesto a renunciar
a la jurisdicción sobre la Italia meridional y Dalmacia. Estos hechos fueron
determinantes, en buena medida, de la condena de Focio por un sínodo romano del
863. Focio envió una circular a los demás patriarcas orientales en la que
lanzaba graves acusaciones contra el papa y la Iglesia latina: la inserción del
Filioque en el símbolo, la doctrina del purgatorio, etc. No contento con estas
acciones, Focio reunió un sínodo en Constantinopla (867) y anatematizó a
Nicolás I. Poco después hubo un cambio dinástico y se hizo con el poder el
emperador Basilio el Macedonio (867-886), que depuso al patriarca Focio de la
sede Constantinopolitana, e Ignacio volvió de nuevo a ella. El emperador y el
patriarca Ignacio escriben al papa Nicolás I una carta indicándole la
conveniencia de convocar un concilio ecuménico con el fin de serenar los ánimos
dentro del mundo de Bizancio por las secuelas del iconoclasmo y la actitud de
Focio. A esta misiva responde el papa Adriano II (867-872), sucesor de Nicolás
I, aceptando la convocatoria del concilio y enviando como legados al diácono
Marino, a los obispos Donato de Ostia y Esteban de Nepi.
El concilio comenzó sus sesiones el 5 de octubre de 869 en la
iglesia de Santa Sofía y se clausuró el 28 de febrero de 870. Se celebraron diez
sesiones. Al principio no contó con muchos asistentes, pero en las últimas
sesiones asistieron alrededor de cien obispos. Los patriarcas de Antioquía y
Jerusalén enviaron sus representantes, y en la sesión novena también se personó
un representante del patriarca de Alejandría. El objeto principal de los
debates conciliares se centró en el proceso contra Focio y sus seguidores. En
la primera sesión se proclamó el llamado libellus satisfactionis, que contenía
la profesión del primado del obispo de Roma, la condena del iconoclasmo y de
los errores de Focio. En las sesiones quinta y séptima estuvo presente Focio,
pero se negó a reconocer su culpabilidad. La última sesión tuvo una especial
solemnidad por la asistencia del emperador Basilio y su hijo Constantino, así
como los legados del rey de Bulgaria y del emperador de Occidente Ludovico II
(855-875). En ella se promulgaron una profesión de fe y veintisiete cánones.
Estos cánones tenían la intención de evitar que se repitieran los incidentes en
torno a Focio, y volvieron a confirmar la legitimidad del culto a las imágenes
(c. 3). Llama la atención el c. 21, que establece el orden de precedencia de
los cinco patriarcas: en primer lugar el papa de Roma, luego los patriarcas de
Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén.
La Iglesia católica reconoce este concilio como ecuménico. Como
tal aparece en una amplia tradición, que va desde Anastasio el Bibliotecario,
pasando por las colecciones canónicas occidentales —desde la segunda mitad del
siglo xi— hasta el testimonio del Concilio Vaticano I. No ocurre lo mismo en la
Iglesia ortodoxa griega, que considera como octavo concilio ecuménico, otro
reunido por Focio en la misma capital imperial durante los años 879-880, que
rechaza las decisiones del Concilio IV de Constantinopla.
Concilio I de Letrán (1123)
Una vez liquidada la querella de las investiduras en el Concordato
de Worms (1122), entre el papado y el Imperio, con la renuncia del emperador a
la investidura del báculo y el anillo, el papa Calixto II (1119-1124) quiso
confirmar esta decisión con un concilio general, que se celebró al año
siguiente en Roma. Se reunió esta asamblea en la basílica Lateranense, la
iglesia episcopal del papa, el 18 de marzo de 1123, con una gran concurrencia
de padres conciliares. Según el abad Sugerio pasaban de 300 los obispos, y
según Pandulfo —biógrafo de Calixto II— habían acudido 997 obispos y abades.
No se han conservado las actas, ni otros escritos de las
deliberaciones, ni siquiera las listas de los participantes. Sí, en cambio, han
llegado hasta nosotros los cánones de este concilio. Son 25 cánones, que
renuevan en parte decisiones anteriores: se condenó toda ordenación o promoción
por simonía; se renovó la observancia de la «tregua de Dios», que había sido
proclamada en el Concilio de Clermont (1095). A los cruzados se les concede
indulgencia plenaria y se les aseguró la protección de sus familias y sus
bienes; también se dio un decreto en favor de la cruzada española. Se prohibió
el concubinato de los clérigos y se declaró nulo cualquier matrimonio de
presbítero, diácono o subdiácono. También se determinó que los monasterios y
sus iglesias estuvieran sometidos a los obispos. Finalmente, se leyeron en
público los documentos del Concordato de Worms para que los asistentes les
diesen una ratificación oficial. En el concilio también se canonizó al obispo
Conrado de Constanza (+976). Este concilio es considerado como el IX concilio
ecuménico.
Concilio II de Letrán (1139)
A la muerte del papa Honorio II (1124-1130) se produce la elección
de Inocencio II (1130-1143), pero no de un modo pacífico, ya que un grupo de
cardenales elige a Anacleto II (1130-1138), dando origen a un cisma. Una vez
reestablecida la unidad de la Iglesia con la muerte de Anacleto, el papa
Inocencio II convoca un «sínodo plenario» en el 1138. El concilio abre sus
sesiones el 3 de abril de 1139, y duraría hasta mediados del mismo mes y año.
En cuanto al número de los participantes tenemos referencias muy dispares: los
Anales de Melk hablan de 500, mientras que la Crónica de Otón de Freising eleva
la cifra a unos mil. Entre los asistentes abundan los procedentes de Occidente,
aunque también hay algunos que vienen de sedes orientales, recuperadas por la
acción de los cruzados.
En la sesión inicial el papa lamentó la confusión producida por el
cisma de Anacleto y depuso a todos los obispos y abades nombrados por el
antipapa, incluso a los que estaban arrepentidos, como el cardenal Pedro de
Pisa, lo que daría lugar a un cierto disgusto de san Bernardo de Claraval (1090-1153).
También se ocupó el concilio de ciertos errores dogmáticos de
predicadores populares, como Pedro de Bruys y Enrique de Lausana, que
rechazaban el bautismo de los niños, la eucaristía, el sacerdocio y el
matrimonio.
Como aconteció en sínodos precedentes, el concilio legisla sobre
temas relacionados con la disciplina del clero, reproduciendo cánones que
asientan las ideas de la reforma gregoriana, especialmente contra la simonía y
en favor del celibato de los clérigos ordenados in sacris. Así, el c. 7
prescribía la invalidez —no sólo la ilicitud, como se había considerado
anteriormente— del matrimonio contraído por los clérigos (a partir del
subdiaconado) y los monjes. El c. 28 confirma a los cabildos catedralicios y a
los superiores de órdenes religiosas el derecho a elegir al obispo. Otros
cánones prohiben la usura, los torneos, el estudio del derecho civil y la
medicina a los monjes, etc.
Concilio III de Letrán (1179)
Como en el anterior Concilio Lateranense, las luchas entre el papa
Alejandro III (1159-1181) y el antipapa Calixto III (1152-1190), alentado por
Federico Barbarroja (1168-1178), terminan con una paz, que es rubricada por un
concilio. El concilio fue promovido por Alejandro III en 1178 y celebró tres
sesiones los días 5, 7 y 19 de marzo de 1179. Intervinieron cerca de 400
obispos y un gran número de abades y dignatarios eclesiásticos. El grueso de la
representación episcopal procedía de Italia, pero también estuvieron presentes
padres conciliares de España, Francia, Inglaterra, Irlanda, Suecia, Alemania,
Dinamarca, Hungría y ocho representantes de los Estados que los cruzados tenían
en Tierra Santa. El cronista inglés Roger de Hoveden dice que también se
hallaban presentes «casi todos los embajadores de los emperadores, de los reyes
y de los príncipes de la Cristiandad».
Aunque las actas conciliares no han llegado hasta nosotros, sí
conocemos los 27 cánones elaborados por este sínodo. Esos cánones tuvieron gran
trascendencia jurídica al ser incorporados a las colecciones de Decretales,
especialmente a las Decretales de Gregorio IX. Los dos primeros cánones tratan
de prevenir futuros cismas y establecieron la necesidad de una mayoría de dos
terceras partes para la válida elección del papa, y declaran.inválidas las
ordenaciones realizadas por los anteriores antipapas. El c. 3 exige la edad
mínima de 30 años para la elección de un obispo. También se prohibe la
acumulación de beneficios. Se reitera la prohibición de la simonía y se
establecen determinadas sanciones a ciertos delitos cometidos por clérigos. Un
curioso precepto declara que incurren en excomunión quienes suministren armas o
materiales bélicos destinados a los sarracenos. El c. 27 condena bajo anatema a
los cataros o albigenses, así como a quienes les den alojamiento y trafiquen
con ellos; quienes, por el contrario, tomen las armas contra ellos quedarán,
como los cruzados, bajo protección eclesiástica.
A la vista de este último canon y teniendo presentes otros
semejantes de los concilios medievales, podemos observar una diferencia notable
en el tratamiento de los herejes, si lo comparamos con los concilios de la
Antigüedad: la diferencia está en que los concilios medievales consideran la
herejía no sólo un error contra la fe, como la entendían los antiguos, sino
también un atentado contra la Iglesia y la sociedad.
Concilio IV de Letrán (1215)
Por iniciativa de Inocencio III (1198-1216) se convocó este
Concilio Lateranense el 19 de abril de 1213. En la bula de convocación Vinea
Domini el papa señala los dos objetivos que se proponía: la recuperación de los
Santos Lugares y la reforma de la Iglesia. Fueron invitados obispos de Oriente
y Occidente, así como los superiores de las grandes órdenes monásticas y los
reyes cristianos. Asistieron 412 obispos; entre ellos hay que consignar la presencia
de algunos procedentes de Bohemia, Hungría, Polonia, Estonia y Livonia, que a
pesar de ser países del Este de Europa, se consideraban miembros del Occidente
cristiano. Aunque fueron invitados, faltaron los griegos del patriarcado de
Constantinopla. El número de abades asistentes ascendió a unos 800,
El 11 de noviembre del 1215 se hizo la solemne apertura del
concilio en Roma, con un discurso de Inocencio III, comentando el pasaje del
Evangelio de san Lucas: «He deseado ardientemente celebrar esta Pascua con
vosotros antes de padecer» (Lc 22,15), palabras que fueron como un presagio de
su proxima muerte. Además de esta sesión, el concilio celebró otras dos más,
los días 20 y 30 del mismo mes. Entre los asuntos tratados figura la cuestión
litigiosa que planteaba la sede primacial de Toledo, por boca de su arzobispo
don Rodrigo Jiménez de Rada, en relación con los metropolitanos de Braga,
Compostela, Tarragona y Narbona. Inocencio III se limitó a reconocer al
arzobispo de Toledo sólo una precedencia de honor. También se ocuparon los
padres sinodales de la cuestión suscitada sobre la titularidad del condado de
Toulouse, que era un foco de los albigenses. Esa titularidad le fue concedida a
Simón de Montfort. Otra temática fue la planteada por el emperador Otón IV
(1182-1215) que, pese a las intervenciones de sus representantes, fue
considerado culpable de atentar contra los derechos de la Iglesia. También
intervino el concilio para repudiar la Charta Magna arrancada por la fuerza a
Juan Sin Tierra (1199-1216). El concilio ratificaría igualmente el decreto del
papa sobre la Cruzada de Tierra Santa.
Con todo, la aportación de mayor relieve del concilio fue la
publicación de 70 cánones o decretos, que luego se incorporarían a la colección
denominada Decretales de Gregorio IX. El primero de estos cánones es una
profesión de fe contra los cataros y valdenses, aunque sin nombrarlos
expresamente, en la que se reafirma la bondad de la creación, incluso material,
toda ella salida de las manos de Dios, desautorizando el dualismo cátaro. En
esta misma profesión de fe se consagra la palabra «transubstanciar» referida a
la eucaristía, que se había utilizado en las discusiones surgidas a raíz de la
herejía de Berengario de Tours. También se condena en el c. 2 la doctrina trinitaria
de Joaquín de Fiore. Se dan normas condenatorias de los herejes, que en algunos
casos se traducen en prescripciones inquisitoriales. El c. 21 tendrá un amplio
eco a lo largo de la historia al ordenar que todo cristiano, llegado al uso de
la razón, está obligado una vez al año a confesar y a recibir la comunión
pascual. Otros cánones se refieren más especialmente a los obispos para que
mejoren la formación de los fieles, obligándoles a que designen en las
catedrales predicadores y confesores idóneos (c. 10), y a que se preocupen de
la predicación en lengua vernácula a los fieles (c. 9). Para fomentar la
formación del clero, el concilio establece que en cada catedral debe haber un
maestro de gramática, y teólogos bien formados en las iglesias metropolitanas
(c. 11). Para velar por la disciplina eclesiástica se dispone que se reúnan
anualmente sínodos provinciales (c. 6) y capítulos generales para las órdenes
religiosas (c. 12). Para que no proliferasen las órdenes religiosas, el
concilio prohibió la fundación de nuevos institutos (c. 13). Se dieron normas
muy severas para favorecer las buenas costumbres del clero y contra los abusos
de la incontinencia, el exceso en las bebidas y determinadas actividades
impropias de los eclesiásticos (cc. 14-18). Los seglares son destinatarios de
algunos cánones que tienden a evitar los matrimonios clandestinos (c. 51) y a
modificar los impedimentos de consanguinidad y afinidad (c. 50). Se protege la
autenticidad y la veneración de las reliquias sagradas (c. 62). En las últimas
disposiciones conciliares se tratan de regular las relaciones con los judíos,
prohibiendo el comercio con ellos cuando los cristianos habían suscrito
contratos usurarios con los judíos (c. 67); también se ordenó que vistiesen de
forma distinta a como lo hacían los cristianos (c. 68) y que no pudiesen
ejercer cargos públicos (c. 69). Por último, el concilio dedica el capítulo
final [71] a impulsar la liberación de Tierra Santa.
A la hora de pasar revista a los asuntos tratados y a las normas
promulgadas por este concilio, se puede afirmar que es el más importante de los
que se celebraron en la Edad Media, y que tendrá un gran influjo en la Iglesia
y en la sociedad de su tiempo. Cabría decir que la figura extraordinaria de
Inocencio III se proyecta sobre esta magna reunión conciliar, que se convierte
así en un gran instrumento papal para la reforma de la vida eclesiástica y para
la resolución de los graves problemas surgidos entre el poder político y la
Iglesia.
Concilio I de Lyon (1245)
El 13.° concilio ecuménico tuvo su justificación más inmediata en
el conflicto suscitado por el emperador Federico II (1194-1250) contra el
papado, en tiempos de Gregorio IX (1227-1241) y de su sucesor Inocencio IV
(1243-1254). El concilio había sido proyectado por Gregorio IX para la Pascua
de 1241 en Roma, pero no se pudo llevar a cabo por la acción violenta del
emperador con un grupo de obispos. Inocencio IV hizo suya la convocatoria del
concilio, pero no sintiéndose seguro en Roma se trasladó a la ciudad libre de
Lyon el 2 de diciembre del 1244, estableciéndose en el monasterio de Saint
Just. La convocatoria conciliar fue anunciada por el papa en un sermón de 1244.
Además de citar al emperador para que compareciera ante el concilio, se
cursaron invitaciones a todos los obispos del mundo. Sin embargo, sólo pudieron
asistir 150 prelados, la mayor parte de ellos de países como Francia y España;
menos numerosa fue la representación de Inglaterra e Italia, y todavía menor la
presencia de obispos alemanes, debido sobre todo a la hostilidad de Federico
II.
De este concilio conservamos una breve relación de las actas y una
Chronica maiora de Mateo de París. La sesión de apertura se celebró en la
catedral de Lyon, el 28 de junio de 1245. En ella el santo padre expuso las
grandes preocupaciones que albergaba en esos momentos: la persecución de la
Iglesia por parte de Federico II, la caída de la ciudad santa de Jerusalén en
manos de los sarracenos y la derrota de los cruzados en Gaza, la irrupción de
los mongoles o tártaros en Europa, el cisma griego y la moralidad del clero y
del pueblo cristiano. En esta primera reunión Tadeo de Sessa, representante del
emperador, defendió a Federico II de las acusaciones que se hacían contra él,
pero el papa refutó puntualmente sus alegatos. El 5 de julio tuvo lugar la
segunda sesión en la que intervinieron los obispos de Carinola, Compostela y
Tarragona, pidiendo que se procediera contra el emperador. Tadeo de Sessa no
consiguió rebatir los argumentos contra Federico II, aunque logró un
aplazamiento de doce días para que se difiriera la sentencia, con el fin de
recibir nuevas instrucciones de su soberano. En el intervalo de esta sesión y
la siguiente, se despacharon en el concilio algunos asuntos eclesiásticos. Así,
se acordó ratificar ocho decisiones anteriores al concilio. También se
prepararon doce decretos de índole jurídico-canónica, en los que se regulan
asuntos de gran interés, como la elección de los obispos, la celebración del
cónclave, y algunas disposiciones litúrgicas. La tercera sesión se llevó a
efecto el 17 de julio, tal y como estaba previsto, aprobándose los 22 capítulos
o cánones anteriormente preparados. Se leyó también una colección de
privilegios de la Iglesia romana, entre los que figuraba alguno sobre los
beneficios de Inglaterra, lo que provocó la protesta de los barones ingleses.
El punto central, sin embargo, fue la sentencia contra Federico II, acusado de
perjurio, de perturbar la paz, de perseguir a la Iglesia y de sospecha de
herejía; fue depuesto en cuanto emperador y excomulgado. La deposición del
emperador fue firmada por todos los obispos presentes y los franciscanos y
dominicos fueron encargados de hacerla pública por toda la cristiandad. El
concilio terminó el 25 de agosto de 1245 con un solemne Te Deum.
Concilio II de Lyon (1274)
Después de un largo período de sede vacante fue elegido papa
Teobaldo Visconti de Piacenza, que tomó el nombre de Gregorio X (1271-1276). El
13 de abril de 1273 anunció el papa a los obispos y príncipes de la cristiandad
su decisión de reunir un concilio en la ciudad de Lyon. Invitó también al
emperador Miguel VIII Paleólogo (1261-1282) y al patriarca griego de
Constantinopla, al rey y al kathoUkós (cabeza suprema de la Iglesia) de
Armenia, y al Gran Khan de Mongolia. El concilio tuvo su sede en la iglesia
catedral de San Juan. La asistencia fue numerosa, aunque no llegara en número
al alcanzado por el cuarto Concilio de Letrán. La cifra de obispos cuya
asistencia se puede comprobar es de 200, aunque los cronistas dan cifras
superiores que rebasan el millar, al incluir también a los abades y a otros
dignatarios y representantes. No pudo estar presente uno de los convocados:
santo Tomás de Aquino, fallecido en el monasterio de Fossanova, cerca de Roma,
el 7 de marzo de 1279, yendo de camino a Lyon para participar en el concilio.
Se comenzó el concilio el 7 de mayo de 1274. En este acto
inaugural tuvo el papa sentado a su lado al único rey que asistía personalmente
al concilio, Jaime I de Aragón. Gregorio X empezó su discurso repitiendo las
palabras que otrora pronunciase Inocencio III en la apertura del Concilio IV de
Letrán: «Ardientemente he deseado...» Luego señalaría el triple objetivo que
proponía al concilio: la ayuda a Tierra Santa, la unión de los griegos y la
reforma de las costumbres.
La segunda sesión fijada para el 14 de mayo no pudo llevarse a
cabo hasta el 18 del mismo mes y, entre tanto, el papa fue negociando
privadamente con cada uno de los representantes de las provincias eclesiásticas
para conseguir de ellos que durante seis años destinaran a la Iglesia de
Oriente los diezmos de las rentas de sus iglesias. En la segunda sesión se
promulgó un decreto dogmático sobre el Espíritu Santo, en el que se decía que
«el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, no como de dos principios sino
como de un principio único, y con una sola espiración, no con dos».
La tercera sesión se tuvo el 7 de junio, y después de un sermón de
Pedro de Tarantasia sobre la unión de la Iglesia griega, se promulgaron unos
capítulos sobre las elecciones, postulaciones y provisiones eclesiásticas (cc.
3-9), órdenes sagradas (c. 15), promulgaciones (c. 24), excomuniones y
entredichos (cc. 29-30).
El 24 de junio llegaron los embajadores griegos que eran
portadores de una carta de Miguel Paleólogo para Gregorio X. Esta embajada
estaba presidida por el logoteta (canciller) Jorge Acropolita, el antiguo
patriarca de Constantinopla Germán III y el metropolitano Teófanes de Nicea.
Estos embajadores manifestaron su adhesión y «omnímoda obediencia» a la fe y al
primado de Roma. El 29 de junio, durante la misa se cantó en latín y en griego
la epístola, el evangelio y el Credo con el Filioque.
En la cuarta sesión del 6 de julio tuvo lugar el acto más
significativo. El papa hizo leer tres cartas, del emperador Miguel, de su hijo
Andrónico y de los obispos griegos, aceptando los primeros el símbolo de la
Iglesia de Roma, y anunciando los últimos su entrada en la unidad de la
Iglesia. Inmediatamente después, Jorge Acropolita juró en nombre del emperador
el abandono del cisma y la perfecta obediencia al pontífice romano. A
continuación, se entonó un Te Deum y el papa pronunció un sermón, terminando
con el canto de Credo, en latín primero y luego en griego, repitiendo las
palabras: Qui ex Patre Filioque proceda. El día 15 de julio murió san
Buenaventura, que había participado activamente en el concilio. Fue sepultado
el mismo día en la iglesia de los Menores de Lyon.
Con el fin de evitar la posibilidad de otra sede vacante tan
prolongada como la última, se promulgó, en la quinta sesión del 16 de julio, el
célebre decreto sobre la elección papal Ubi periculum. En este decreto se
establecía que pasados diez días de la muerte del papa, debían los cardenales
reunirse en una misma sala (cónclave), aislados del mundo exterior. Si pasados
tres días no habían realizado la elección, se les serviría un solo plato al
mediodía y a la noche y, pasados cinco días, solamente pan, vino y agua. En
esta misma sesión se bautizaron solemnemente el embajador de Tartaria y dos
personajes de su séquito. También se decretaron diversas normas sobre la
recepción de las órdenes sagradas, apropiación de bienes eclesiásticos,
beneficios vacantes en curia, dignidad del culto divino, así como contra los
bigamos y usureros.
La sesión de clausura tuvo lugar el día 17 de julio, y en ella el
papa hizo un balance del trabajo realizado. De los tres objetivos propuestos,
dos se habían logrado: la unión con los griegos y las medidas en favor de
Tierra Santa. Pero por lo que hace a la reforma de las costumbres de los
prelados y a la residencia de los párrocos, como el concilio por falta de
tiempo no se había ocupado de estas cuestiones, el papa prometía que se
ocuparía próximamente de ellas. En esta sesión se aprobó el c. 23, que confirmó
los privilegios de las cuatro órdenes mendicantes: dominicos, franciscanos,
ermitaños de san Agustín y carmelitas.
Además de los temas eclesiásticos el concilio se ocupó igualmente
de asuntos políticos. Jaime I de Aragón (1213-1276), que había asistido al
concilio con la esperanza de obtener la corona imperial, no consiguió sus
propósitos, porque Gregorio X le había exigido juramento de fidelidad y un
tributo feudal. Tampoco Alfonso de Castilla (1252-1284) logró sus deseos sobre
el Imperio, ya que el papa se había decidido por Rodolfo de Habsburgo (1273-1291)
como el candidato más idóneo para la corona imperial. La delegación del Gran
Khan de Mongolia se esforzó por alcanzar una alianza contra Egipto, aunque no
lo consiguió.
Las decisiones del concilio fueron puestas en vigor el 1 de
noviembre de 1274.
Concilio de Vienne (1311-1312)
Este concilio fue convocado por Clemente V (1305-1314) desde
Poitiers, el 12 de agosto de 1308. La bula de convocación señalaba como temas a
deliberar: el problema suscitado por la Orden del Temple, la reforma
eclesiástica y el rescate de Tierra Santa. Conviene anotar en relación con los
obispos invitados, que no lo fueron todos, como se venía haciendo hasta
entonces, sino que, tras un acuerdo con el rey de Francia, se invitaron
nominalmente. La llamada «lista de París» estaba compuesta por 165 nombres,
mientras que la lista definitiva de los convocados es de 231.
El comienzo se demoró más de un año hasta el 16 de octubre de
1311, debido a los procesos abiertos contra los templarios. El número de los
asistentes fue de unos 120 entre obispos y abades mitrados; si añadimos los
procuradores de obispos ausentes, de cabildos y de monasterios, el número
podría ascender a unos 300. La reunión tuvo lugar en la catedral de San
Mauricio. El discurso del papa se centró especialmente en el arreglo de la
cuestión de los templarios. Por iniciativa de Clemente V se creó una comisión
para resolver este espinoso asunto, pero sin fijar plazo para la próxima
sesión, como se solía hacer en otras ocasiones.
La comisión determinó por amplia mayoría que el proceso contra los
templarios se reemprendiese desde el principio y se permitiese la defensa de la
orden. Pero la presencia del rey de Francia en la propia ciudad, dada su
conocida animadversión hacia los templarios, debió de ejercer fuertes presiones
sobre el papa. La realidad fue que no se llevó a la práctica lo decidido por la
comisión, sino que el papa siguió una vía, que podríamos calificar de
administrativa, y decretó por la bula Vox in excelso de 22 de marzo de 1312 la
supresión de la orden del Temple. Sus codiciados bienes fueron atribuidos a la
Orden de Malta, a excepción de los existentes en los reinos de la península
ibérica (Castilla, Aragón, Portugal) y Mallorca. La disolución de la orden se
hizo pública en la segunda sesión del 3 de abril de 1312. Es interesante
subrayar este nuevo modo de proceder sinodal, a través de comisiones, cuyos
dictámenes se aprueban en las sesiones plenarias, pues marcará el procedimiento
de los concilios posteriores.
En la tercera sesión del 6 de mayo de 1312 se solventaron unas
cuestiones relacionadas con la pobreza de los franciscanos y con la doctrina de
Juan Pedro de Olivi, a través de las constituciones Fidei catholicae y Exivi de
paradiso, respectivamente. La pobreza había sido un punto de fricción entre los
«espirituales» que invocaban la autoridad del fundador, san Francisco de Asís,
y la mayoría de la orden. Los «espirituales» achacaban a la mayoría la pérdida
del ideal primitivo de pobreza. La mayoría de la orden denunciaba, a su vez, la
heterodoxia de uno de los jefes de los «espirituales», Juan de Olivi. La
comisión conciliar encargada del caso decidió descargar de culpabilidad a la
mayoría, aunque les impuso determinadas normas sobre la práctica de la pobreza.
Por otra parte, se condenaron tres tesis atribuidas a Olivi sin mencionar el
nombre de su autor.
Por lo que hace a la reforma de la Iglesia conviene recordar que
el papa había pedido a los obispos presentes la denuncia de los abusos
dominantes en sus diócesis. Así, por ejemplo, Guillermo Durando, obispo de
Mende, había presentado al concilio una voluminosa obra, titulada Tratado sobre
el concilio general, que recogía amplias ideas de reforma de la organización
eclesiástica. Las denuncias presentadas podían clasificarse en dos grupos
principales: las quejas sobre intromisiones de los poderes seculares en el
campo eclesiástico y las que provenían del creciente centralismo de la curia
romana. No se conocen con precisión las disposiciones del concilio en estas
materias, porque los cánones conciliares que las recogen fueron redactados de
nuevo por Juan XXII (1316-1334), sucesor de Clemente V, e integradas en la
colección canónica de las Clementinas, que formarían parte del Corpus luris
Canonici. Se legisló sobre cuestiones relacionadas con la exención de los
religiosos y las facultades de los obispos sobre ellos, dejando también a salvo
los derechos de los párrocos. Se condenaron algunos errores de los begardos y
beguinas, que tenían una fuerte implantación en territorios holandeses y
alemanes. También se reiteraron medidas anteriores sobre la usura.
El asunto de las Cruzadas se trató de nuevo, pero de un modo
superficial. Los obispos acordaron conceder una contribución de un diezmo
durante seis años con este fin, pero esta concesión no se realizó hasta que se
tuvo la aprobación del rey de Francia. Hay que tener en cuenta que iba tomando
cada vez más cuerpo la idea de misionar a los infieles con preferencia a
hacerles la guerra. En este sentido tuvo una buena actuación Raimundo Lulio
(1235-1315), ya que por iniciativa suya el concilio promulgó el llamado «canon
de lenguas», que ordenaba la creación de cátedras de hebreo, árabe y caldeo en
la curia romana y en las universidades de París, Oxford, Bolonia y Salamanca.
Concilio de Constanza (1414-1418)
Para situarnos en el contexto histórico de este concilio, es de
capital importancia tener presente que la Iglesia de Occidente estaba afectada
por un gran cisma, que la dividía en tres obediencias: Gregorio XII
(1406-1415), Juan XXIII (1410-1415) y Benedicto XIII (1394-1423). Otro factor a
considerar es el movimiento nacionalista de Bohemia capitaneado por Juan Hus
(1369-1415), que tenía también connotaciones heréticas, amén de los problemas
políticos que planteaba a los alemanes. Estos hechos explican, en buena medida,
el interés del monarca alemán Segismundo (1410-1437) por impulsar la
realización de un concilio en la ciudad de Constanza, que propiciara la unidad
de la Iglesia. El emperador anunció este fausto acontecimiento el día 30 de
octubre de 1413, después de haber realizado intensas negociaciones con los tres
papas del momento.
Debido a las presiones de Segismundo, Juan XXIII convocó el
Concilio de Constanza el 9 de diciembre de 1413 con una bula en la que
manifestaba el deseo de extirpar la herejía husita, poner fin al gran cisma y
promover la anhelada reforma de la Iglesia. Juan XXIII consideraba este
concilio como una continuación del de Pisa, puesto que si se reconocía la
legitimidad de este último concilio se afirmaría la validez de su elección y,
en consecuencia, la licitud de la convocatoria del Concilio de Constanza.
El 5 de noviembre de 1414, Juan XXIII comenzó la primera sesión
conciliar con una misa del Espíritu Santo en la iglesia catedral. La
participación fue muy numerosa, puesto que además de los obispos y prelados,
que superaban el número de trescientos, se reconoció el derecho a voto de los
representantes de príncipes, doctores y procuradores de universidades y
cabildos. Con ello el número de votantes ascendía a unos dieciocho mil. Ante
tal cifra de votantes se acordó expresar el voto por naciones, y ésta sería una
de las características más propias de este concilio.
El monarca Segismundo llegó a Constanza en la Navidad de 1414 y
poco después comenzaron a oírse acusaciones contra Juan XXIII en el seno del
concilio. Al ver frustradas sus esperanzas de ser confirmado papa por el
concilio, se fugó a Schaffhausen el 20 de marzo de 1415, para estar bajo la
protección de Federico de Austria. Con esta acción pretendió, sin conseguirlo,
la disolución del concilio. La oportuna intervención de Segismundo, junto con
la de Ludovi-co, conde del Palatinado, fueron decisivas para la continuación
del concilio. Juan Gerson, canciller de la Universidad de París, pronunció el
23 de marzo un gran discurso en favor de la continuidad conciliar, fundándose
en ideas tomadas del conciliarismo. Esas ideas fueron recogidas por el concilio
en su famoso decreto Sacrosancta del 6 de abril, que sostiene la superioridad
del concilio sobre el papa. No se debe perder de vista que este decreto vio la
luz a raíz de la fuga del papa y que fue dictado ante un caso de necesidad
extrema.
En la sesión duodécima fue depuesto Juan XXIII, como culpable de
cisma, simonía y vida escandalosa. Un poco más tarde, en la sesión
decimocuarta, el cardenal Juan Dominici, en nombre de Gregorio XII, legitimó el
concilio, convocándolo de nuevo, y confirmó cuanto se hiciera en adelante. En
esa misma sesión presentó su renuncia al pontificado por medio de su legado
Carlos Malatesta. Por lo que se refiere a Benedicto XIII, resultaron vanos los
esfuerzos llevados a cabo para que renunciara, así que el concilio tuvo que
deponerlo el 26 de julio de 1417. Con ello quedaba libre el camino para la
elección de un nuevo papa. Durante la 40.a sesión, el 30 de octubre de 1417, se
llegó a un acuerdo, antes de proceder a la elección del nuevo papa, con la
publicación de un programa de reforma que el futuro papa debía llevar a cabo
«en la cabeza y en los miembros» de la Iglesia.
El 8 de noviembre de 1417 se reunieron en cónclave los 53
electores, a saber, los cardenales y seis representantes por cada nación
conciliar. El 11 de noviembre resultó elegido Otón Colonna, que tomó el nombre
de Martín V (1417-1431).
Otro punto programático que se llevó a término fue el proceso y la
condena de Juan Hus. Éste se había presentado en Constanza con salvaconducto
imperial. En la decimoquinta sesión del 6 de julio de 1415 el concilio lo
declaró hereje y tomó la lamentable decisión de consignarlo al brazo secular,
que lo condenó a la hoguera. Igual suerte le cupo un año más tarde a su
discípulo y amigo Jerónimo de Praga. Sus ideas estaban inspiradas en las tesis
de Juan Wyclef, que había sido condenado el 4 de mayo de 1414. En la misma
sesión en que se condenó a Hus se reprobaron las tesis del franciscano Juan
Petit acerca de la licitud del tiranicidio.
En cuanto a la reforma interna de la Iglesia, se puede afirmar que
no fue abordada en profundidad y se reenvió su tratamiento a un próximo
concilio. Martín V, en la sesión 43.a (21 de marzo de 1418), promulgó siete
artículos genéricos de reforma sobre los beneficios, la tonsura y el hábito
eclesiástico, los diezmos papales y los impuestos de otras autoridades
eclesiásticas. Tienen interés también los llamados «concordatos» (no en el
sentido moderno) estipulados entre Martín V y las naciones de Francia, España e
Italia, con una duración de cinco años, excepto el firmado con Inglaterra, que
era por tiempo indefinido. En ellos se estipulaba, entre otras cosas, el
reconocimiento por el papa de las elecciones de obispos y abades, la
restricción de las indulgencias, el pago de las contribuciones a la curia
romana por la colación de dignidades, etc.
En la sesión 44.a del 19 de abril de 1418 se determinó que sería
Pavía la sede del próximo concilio ecuménico. Por último, Martín V clausuró el
concilio el 22 de abril de 1418. El carácter ecuménico del Concilio de
Constanza fue objeto de una declaración de Eugenio IV (1431-1447) en 1446, en
la que se precisaba, frente a posibles veleidades conciliaristas, que esta
aprobación la hacía el papa «sin perjuicio del derecho, dignidad y preeminencia
de la Sede Apostólica». Un buen resumen de lo que fue este concilio lo
encontramos en el diario del cardenal Fulastre, cuando escribió: «El Concilio
de Constanza fue más difícil de convocar que todos los concilios precedentes,
su marcha fue más singular y admirable, pero también más peligrosa; por último,
también los sobrepasó en duración.»
Concilio de Basilea - Ferrara - Florencia (1431-1442)
Poco antes de morir Martín V, el 2 de febrero de 1431, envió la
bula de convocación del Concilio de Basilea y nombró al cardenal Cesarini para
que lo presidiera. Estos actos fueron confirmados por su sucesor Eugenio IV el
12 de marzo de 1431. El concilio tuvo su primera reunión el 14 de diciembre de
1431 y en ella estuvieron presentes tres obispos, catorce abades y diverso
clero. Se definieron los objetivos a conseguir: la extirpación de la herejía
husita, el establecimiento de la paz entre los cristianos y la reforma de la
Iglesia. Entre tanto, Eugenio IV, informado de la escasa participación
conciliar, tomó la decisión de disolver el concilio y así se lo comunicó al
cardenal Cesarini. Pero el 21 de enero de 1432 el concilio rehusó la disolución
y renovó el decreto Sacrosancta de Constanza, declarándose legítimo
representante de la Iglesia. Dos años duró el conflicto entre el concilio y el
papa. Eugenio IV se vio obligado a ceder y reconoció la legitimidad del
concilio el 15 de diciembre de 1433. En el ínterin, el Concilio de Basilea había
logrado la pacificación de los husitas, cuando éstos aceptaron los «Compactara
de Praga», bajo ciertas condiciones que les favorecían. También durante este
período el concilio creó cuatro comisiones: de cuestiones generales, de la fe,
de la reforma y de la paz. Estas comisiones tenían la particularidad de que
todos sus miembros —prelados o simples eclesiásticos— tenían la misma
autoridad.
Entre los años 1433 y 1436 el concilio emanó una serie de decretos
de reforma eclesiástica, que de ponerse en práctica hubieran supuesto una
renovación en la vida de la Iglesia. Entre ellos destacan los que se refieren a
la liturgia, contra el concubinato de los clérigos, y contra el abuso de los
interdictos. Otras disposiciones estaban más bien en la línea de reducir los
poderes papales, como la abolición de las tasas y anatas a la curia por la
colación de beneficios.
En el verano de 1437 se suscitó la cuestión de elegir la sede en
la que debía celebrarse el concilio para la unión con los griegos. Eugenio IV
era partidario de escoger una ciudad italiana, y ésta era también la
preferencia de los griegos; mientras que la mayoría de los conciliaristas de
Basilea preferían esta misma ciudad o Aviñón. Después de largas negociaciones,
la minoría del concilio, el papa y los griegos se pusieron de acuerdo en la
elección de Ferrara como la ciudad más idónea. Y a esta ciudad trasladó el papa
el Concilio de Basilea el 17 de septiembre de 1437.
Ante esa decisión papal la mayoría conciliarista de Basilea se
opuso, declarando dogma de fe la superioridad del concilio sobre el papa y
deponiendo a Eugenio IV el 25 de junio de 1439. El 5 de noviembre del mismo año
eligieron al duque Amadeo de Saboya para sustituirlo con el nombre de Félix V
(1439-1449). Pero este antipapa, en poco tiempo, fue perdiendo apoyos políticos
y eclesiásticos y terminó por resignar su cargo al concilio en 1449. El
concilio, que se había convertido en cismático, se disolvió, después de haber
reconocido al nuevo papa Nicolás V (1447-1455).
Ferrara. Con el cambio de sede a Ferrara, el concilio entra en una
nueva fase caracterizada por la búsqueda de la unión entre las Iglesias
orientales y la Iglesia latina. Con ello, Eugenio IV consigue un gran éxito al
superar la división existente con las Iglesias de Oriente. La apertura se
realiza el 8 de enero de 1438 en la catedral de San Jorge con la presencia del
legado pontificio, cardenal Nicolás Abergati. Estuvieron presentes 24
arzobispos y obispos procedentes de Italia, Francia y España. Con la llegada
del papa el 27 de enero de este mismo año aumentó considerablemente el número
de asistentes, gracias sobre todo a la llegada de 20 obispos orientales, al
frente de los cuales venía el patriarca de Constantinopla José II, así como el
emperador bizantino Juan VIII Paleólogo (1425-1448). También hicieron acto de
presencia los representantes de los patriarcas de Alejandría, Antioquía y
Jerusalén, el metropolita de Kiev, seis procuradores de monasterios griegos,
cuatro diáconos de Santa Sofía y algunos laicos insignes como Demetrio, hermano
del emperador, y Jorge Scholarios, que sería más tarde nombrado patriarca.
En la segunda sesión (10 enero) se declaró la ilegitimidad de la
continuación del Concilio de Basilea y de los actos emanados en esas
circunstancias. Durante la tercera sesión (15 de febrero) se establecieron
penas canónicas contra los conciliares que permanecían en Basilea. También se
determinó el modo de proceder en las votaciones, abandonando los criterios
anteriores de naciones y de comisiones, se dividió a los asistentes en tres
clases: 1) patriarcas y obispos; 2) superiores religiosos, 3) prelados y
teólogos.
La cuarta sesión (9 abril) tuvo el interés añadido de ser la
primera en la que estaban presentes los griegos. En ella se promulgó una bula
en la que el papa y los padres asistentes declaraban la legitimidad y
ecumenicidad del concilio, frente a las afirmaciones de los basilenses.
Asimismo, se decidió estudiar en comisiones privadas los puntos de divergencia
entre latinos y griegos con el siguiente procedimiento: los griegos exponían
sus objeciones contra los latinos, y éstos les respondían. Los puntos
controvertidos fueron los siguientes: 1) cuestión del Filioque; 2) la
utilización del pan ázimo en la eucaristía; 3) la doctrina sobre el purgatorio;
4) el primado del romano pontífice sobre toda la Iglesia.
El emperador bizantino quiso que se comenzase por discutir la
cuestión del purgatorio. El 17 de julio se llegó a una fórmula de compromiso.
Hubo un largo período de inactividad durante el verano, debida, en buena medida,
a la espera propiciada por el emperador de Bizancio, ante la posible llegada de
otros príncipes cristianos occidentales, a los que también se había invitado al
concilio, y de quienes el citado emperador confiaba recibir ayuda militar
contra los turcos. Después de una inútil espera, el 14 de octubre se comenzó a
discutir el tema del Filioque, es decir, sobre esta palabra añadida por los
latinos al símbolo nicenoconstantinopolitano. Entre los griegos, Marcos
Eugénicos fue quien más se opuso a los latinos en este punto, acusándolos de
haber modificado el Credo, mientras los latinos alegaban que se trataba de una
simple clarificación. Después de una serie de discusiones, se tomó el acuerdo
de estudiar este asunto en una comisión paritaria de doce griegos y doce
latinos. Las discusiones se hubieran prolongado mucho más, pero los
acontecimientos externos al concilio motivaron que éste fuera transferido a
Florencia. En efecto, la seguridad de Ferrara se veía amenazada por las tropas
de los Visconti, las dificultades financieras de la curia, que pagaba la
estancia de los padres conciliares, y las facilidades económicas ofrecidas por
la ciudad de Florencia, fueron importantes razones para decidir el cambio de
ciudad.
Florencia. El 26 de febrero de 1439 se reanudó el concilio (sesión
18.a) en la iglesia de Santa María Novella. Se dedicaron ocho sesiones al
Filioque, en las que destacaron el dominico Juan de Montenero por los latinos y
Marcos Eugénicos por los griegos. Las intervenciones del patriarca de
Constantinopla y de Bessarión de Nicea facilitaron entre los griegos que se
llegara a un acuerdo, sin olvidar las actuaciones del emperador de Bizancio,
que era partidario de la unión. Después de diversos retoques y correcciones se
aprobó el decreto de unión y fue firmado el 5 de julio por el papa y el
emperador, ocho cardenales, dos patriarcas, 60 obispos latinos y 20 griegos
(excepto Marcos Eugénicos y el obispo de Stauropolis). Al día siguiente, en la
solemne misa de pontifical oficiada por Eugenio IV fue leída la bula Laetentur
caeli sobre la unión. Terminada la eucaristía se leyó por el cardenal Cesarini
el texto latino del decreto y después el cardenal Bessarión hizo lo propio con
el texto griego. En el decreto se definía la procesión del Espíritu Santo del
Padre y del Hijo; se reconocía el primado del sucesor de Pedro como cabeza de
la Iglesia universal, la existencia del purgatorio y la validez de los
sufragios por los difuntos, así como la validez del pan ázimo o fermentado para
confeccionar la eucaristía.
Conseguida la unión, los griegos trataron de regresar cuanto antes
a sus lugares de procedencia. Pero no por eso se dio por terminado el concilio.
Los armenios firmaron también un acuerdo de unión con la Iglesia de Roma el 22
de noviembre de 1439, en el que reconocían el aditamento del Filioque, la
doctrina de las dos naturalezas, dos voluntades y dos operaciones en Cristo,
los siete sacramentos, el Concilio de Calcedonia, el símbolo Quicumque y el
decreto florentino de unión con los griegos.
Los jacobitas, cuyo error era el monofisismo, renunciaron a él
públicamente el 4 de febrero de 1442, haciendo suya una larga profesión de fe.
Eugenio IV decretó que el concilio se trasladase a Roma (24 de febrero de
1443), donde pensaba volver a residir, después de una prolongada ausencia. De
esta continuación del concilio sólo sabemos que tuvo una sesión en septiembre
de 1444 y otra en agosto de 1445, pero no tenemos más datos, ni siquiera el de
su terminación.
En resumen, podríamos decir que, aun cuando los resultados del
concilio fueron brillantes, en especial por lo que atañe al fin del cisma con
los griegos y con otras Iglesias de Oriente, sin embargo hay que anotar
igualmente el carácter efímero de esta unión, como consecuencia del fanatismo
antilatino de una parte considerable del clero griego alentado por Marcos
Eugénicos de Éfeso.
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