Pedro apóstol, san Príncipe de los Apóstoles.
En la Iglesia católica los papas
de Roma son reconocidos como sucesores de aquel a quien, según los Evangelios,
el propio Jesús consideró como primero de los apóstoles, siendo ésta y no otra
la razón de la primacía romana. Simeón (Simón es únicamente la grafía griega),
nacido en Bethsaida, a orillas del mar de Galilea, hijo de cierto Jonás, y
hermano de otro apóstol, Andrés, que fue discípulo de Juan el Bautista, vio
cómo el propio Jesús cambiaba su nombre por el de Cefas, que ha dado el latino
Pedro, con la significación de «piedra». Los Evangelios sinópticos le presentan
como verdadero portavoz del grupo de discípulos, y los Hechos como dirigente de
la primitiva comunidad cristiana. Un párrafo especialmente significativo de Mt.
16, 13-20, atribuye a Simón Pedro la confesión pública («tú eres el Mesías, el Hijo
de Dios vivo») que provoca, por parte de Jesús, la misión: «Sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo
te daré las llaves del reino de los cielos y cuanto desatares en la tierra será
desatado en los cielos.» En estas palabras se encierra y fundamenta el primado
de los obispos de Roma, en cuanto sucesores de san Pedro, sobre toda la
Iglesia.
Consta la actividad misionera de
Pedro en Jerusalén, Cesárea y Antioquía, aunque es de suponer que enseñó también
en otras partes; durante estos viajes, aunque la misión se dirigía
preferentemente a los judíos, abrió a los gentiles las puertas de las iglesias,
contribuyendo decisivamente a que se aligerara a los neófitos de las
prescripciones de la ley mosaica. Una firme tradición señala que Pedro pasó los
últimos años de su vida en Roma. Probablemente no es muy preciso considerarle
obispo, ya que su condición de apóstol le colocaba, al igual que a Pablo,
considerado como «la otra columna», por encima de cualquier oficio ministerial.
Es más correcto definir a san Lino, segundo papa, como primer obispo. La
palabra «papa», derivada del griego pappas, «padre», no aparece en Roma, sino
tardíamente. La más antigua mención comprobada, en la tumba de Marcelino, data
del año 296. En ese momento se aplicaba también a otros obispos orientales. Es
sólo a finales del siglo iv que aparece referida exclusivamente al obispo de
Roma.
Pedro, en Roma. Los historiadores
no discuten la veracidad de la noticia de la estancia de san Pedro en Roma:
aparece corroborada por fuentes de las que no es posible dudar. Si aceptamos
que la noticia de Tácito (54? - 117?) acerca de la expulsión de los judíos por
Claudio el año 49, a
causa de las alteraciones que en ellos causaba un cierto Chrestus, demuestra la
existencia de una primitiva comunidad cristiana, es necesario admitir que la
llegada del príncipe de los apóstoles a la capital del Imperio se produjo
estando ya constituida dicha comunidad. La I Epístola de san Pedro, datada en
torno al 64, en la que se menciona la colaboración de Marcos, se escribe desde
«Babilonia», que es el nombre clave para referirse a Roma. La Carta de san
Clemente Romano hace referencia expresa cuando Pedro y Pablo «moraban entre
nosotros». San Ignacio de Antioquía (50? - 115?) («yo no os mando como Pedro y
Pablo») da por sentada la presencia de ambos apóstoles. Lo mismo señalan
expresamente Ireneo de Lyon, hacia el 180, y Tertuliano en el 200. Pocas
noticias de la Antigüedad aparecen confirmadas por testimonios tan próximos y
fehacientes. Habría que añadir que no existe dato alguno que indique
contradicción. Numerosas leyendas se elaboraron más tarde en torno a esta
estancia, que no deben ser tenidas en cuenta.
Al final del Cuarto Evangelio
(«Cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde
no quieras; esto lo dijo [Jesús] indicando con qué muerte había de glorificar a
Dios») encontramos un testimonio acerca del suplicio que acabó con la vida de
san Pedro. Esa noticia aparece corroborada en la Ascensio Isaiae, en torno al
año 100, y en el apócrifo Apocalipsis Peta: «marcha, pues, a la ciudad de la
prostitución y bebe el cáliz que yo te he anunciado». No hay duda, pues, de que
Pedro murió en Roma y ningún autor ha podido aportar pruebas en contra. Es
imposible fijar la fecha exacta, si bien se abrigan escasas dudas acerca de que
su martirio debe incluirse en el de la «gran muchedumbre» que, según Tácito,
pereció a consecuencia de la persecución de Nerón, debido a que la nueva
religión cristiana no había obtenido el reconocimiento de su licitud como parte
de la judía. En la época del papa Ceferino (198-217) el presbítero Gayo
confirma la noticia de que Pedro y Pablo murieron respectivamente en la colina
Vaticana y en la vía Ostiense, siendo enterrados en lugares inmediatos al de su
ejecución. Las excavaciones efectuadas entre 1940 y 1949 en el subsuelo de la
basílica de San Pedro revelaron la existencia de un cementerio y en él un
sepulcro modesto, anterior a la construcción de la gran iglesia constantiniana,
pero rodeado de tales muestras de respeto que bien puede indicar la ubicación
de la primera tumba del apóstol.
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