viernes, 17 de marzo de 2017

Diccionario de los papas y concilios (1758-1799)

Clemente XIII (6 julio 1758 - 2 febrero 1769)

Personalidad y carrera eclesiástica. Carlos Rezzonico nació en Venecia el 7 de marzo de 1693. Su padre, Juan Bautista, pertenecía a una familia oriunda de Como que se había trasladado a Venecia a mediados del siglo xvii y se había enriquecido con el comercio, accediendo a la nobleza en 1687; en cambio, su madre Vitoria Barbarigo era de estirpe noble. Hizo los primeros estudios en el colegio de los jesuítas de Bolonia y luego cursó derecho en la Universidad de Padua. En 1714 pasó a Roma y, después de completar sus estudios, entró en la carrera curial, que inició con el cargo de protonotario apostólico y refrendatario de la Signatura. Luego fue nombrado gobernador de Rieti (1716-1721) y de Fano (1721-1723), miembro de la Consulta (1723-1728) y auditor de la Rota por Venecia (1727-1737). El 20 de diciembre de 1737, a instancias de la república de Venecia, Clemente XII le creó cardenal del título de San Nicolás in carcere. Dos años más tarde el mismo papa le designó prefecto de la congregación De Propaganda Fide y en 1743 Benedicto XIV le nombró obispo de Padua, cuya sede ocupó quince años consecutivos, preocupándose por la revitalización de la vida religiosa, la disciplina eclesiástica y la formación intelectual del clero.
Ya antes de que muriera Benedicto XIV, las cortes católicas de Madrid, París y Viena pedían informes acerca de los cardenales papables, a fin de dar instrucciones a sus cardenales sobre la táctica a seguir en el próximo cónclave. Éste se inició el 15 de mayo de 1758, y en seguida se observaron dos facciones: los zelanti, que querían un papa que luchara por restaurar a todos los niveles la autoridad de la Iglesia, y el partido de las «coronas», favorable a que se continuase la política del antecesor. Dos influyentes cardenales, Corsini y Portocarrero, patrocinaban la candidatura de Cavalchini, y el 28 de junio estuvo a punto de ser elegido, pero el cardenal Luynes interpuso el veto en nombre del monarca francés. Al día siguiente se incorporó al cónclave el cardenal Rodt, representante de la corte imperial, y con el apoyo de Spinelli lanzaron la candidatura de Rezzonico que, después de duras negociaciones, fue elegido papa el 6 de julio de 1758. Quiso llamarse Clemente XIII en honor de Clemente XII que le había nombrado cardenal. El día 16 fue coronado y el 13 de noviembre siguiente tomó posesión de San Juan de Letrán.
Clemente XIII era la antítesis de su predecesor. No era un sabio, ni siquiera un gran talento, pero no le faltaba viveza de ingenio. Los soberanos católicos, que esperaban un papa que continuara la línea de Benedicto XIV, se sintieron desde el primer momento defraudados y se aprestaron a darle batalla. Pero se encontraron con un pontífice que, con toda su natural bondad y amabilidad, no admitía condescendencia y transacciones en la defensa de los derechos de la Iglesia. Actitud que se acentuó con el nombramiento del cardenal Torrigiani como secretario de Estado en septiembre de 1758. El nuevo secretario era amigo fiel de los jesuítas y autoritario, y dice Roda que «es de genio fuerte, casi insolente; no atiende que su ministerio principal es serlo del vicario de Cristo, se imagina serlo del rey de Prusia y obligaría al papa a la guerra para defender derechos y posesiones».
El regalismo y las expulsiones de los jesuítas. El nuevo papa, al defender las reservas y derechos pontificios, se enfrentó a los soberanos católicos celosos de sus regalías y dispuestos a limitar los poderes de la Iglesia. Las teorías que otorgaban al Estado amplias prerrogativas en materia eclesiástica (jurisdiccionalismo, galicanismo o regalismo) se fueron desarrollando gradualmente desde el final de la Edad Media y alcanzaron su apogeo en la segunda mitad del siglo xviii, en que los monarcas trataron de recuperar los «derechos originarios» que habían sido «usurpados» por Roma: privilegios jurídicos y fiscales, plena jurisdicción de los obispos, autoridad del soberano sobre el clero, etc. Pero, mientras que los monarcas se conformaron con «reformar» a la mayoría de los regulares, en el caso de los jesuítas optaron por la expulsión y posterior extinción, porque la Compañía representaba «la encarnación del espíritu obstinadamente conservador que los reformadores combatían en la Iglesia» (W. Bangert, Storia della Compagnia di Gesu, Roma, 1990). Las etapas de la gradual expulsión de los jesuítas de los principales Estados católicos se sucedieron a lo largo del pontificado de Clemente XIII.
Fue Portugal la primera nación que expulsó a los jesuítas. Sin una investigación adecuada se los declaró «reos de negociación ilícita» y, tras el fallido atentado contra el rey José I (3 septiembre 1758), se les acusó de haber tomado parte en el complot. Al año siguiente los jesuítas fueron expulsados de la metrópoli y de sus colonias y sus bienes confiscados (J. Caeiro, Historia da expulsao da Companhia de Jesús da provincia de Portugal, Lisboa, 1991). El papa protestó por el hecho y el nuncio también fue expulsado el 15 de junio de 1760.
El ejemplo de Portugal no tardó en ser imitado por Francia, donde también un atentado contra Luis XV (1715-1774) dio motivo para iniciar una campaña difamatoria contra los jesuítas (L. Pastor, Historia de los papas, XXXVI, pp. 194-296). La última gota que colmó el vaso fue el escándalo que suscitó la quiebra del padre Lavalette en las Antillas, que se metió en vastas especulaciones comerciales, prohibidas por el derecho canónico y la Compañía. Como el provincial de París se negó a pagar las deudas, el parlamento de París hizo responsable a toda la Compañía y presentó una moción para que se cambiaran sus constituciones y se instituyera en Francia un vicario general. El general de los jesuitas, padre Ricci, de acuerdo con el papa, rechazó la propuesta y un decreto del parlamento de París (6 agosto 1762), que pronto fue imitado por otros parlamentos provinciales, declaró a la Compañía «incompatible con cualquier Estado» y la privó de existencia legal. El 1 de diciembre de 1764 el rey aprobó la decisión parlamentaria. El papa levantó su voz muchas veces en defensa de los jesuitas, y lo hizo solemnemente con la bula Apostolicum pascendi (7 enero 1765) para hacer una apología de los jesuitas; pero la bula fue recibida con desprecio en los medios oficiales franceses, y los gobiernos de otras naciones, por amistad con el rey de Francia, prohibieron su publicación.
La expulsión de los jesuitas de España vino a ser el tercer acto de la tragedia. En 1765 ya se empezó a susurrar, pero había que esperar a la muerte de Isabel de Farnesio, gran defensora de los jesuitas. Apenas falleció, el motín contra Esquilache (22 marzo 1766) sirvió de pretexto para incriminar a la Compañía y decretar su expulsión (27 marzo 1767) «de todos mis dominios e Indias, islas Filipinas y demás adyacentes [...] y que se ocupen todas las temporalidades» {Historia de la Iglesia en España, IV, Madrid, 1979, pp. 745-94). Para las misiones fue un golpe tremendo e irreparable, pues más de 2.000 jesuitas tuvieron que abandonar su trabajo. Apenas el papa tuvo noticia de la resolución tomada por Carlos III (1759-1788), le dirigió la carta ínter acerbissima (16 abril 1767), conjurándole con sollozos más que con palabras a revocar el edicto.
El 31 de octubre del mismo año de 1767 se decretó la expulsión de los jesuitas del reino de las Dos Sicilias y, para hacer comprender a su joven rey, Fernando IV (1759-1791), hijo de Carlos III de España, la conveniencia de su expulsión, el poderoso ministro Tanucci le hizo una descripción de los jesuitas como si fueran la encarnación del mal. El gran maestre de Malta firmó el decreto de expulsión el 22 de abril de 1768, declarando que lo hacía en virtud de sus obligaciones feudales para con Nápoles.
El último acto tuvo lugar en el ducado de Parma, antiguo feudo de la Santa Sede (que los Borbones desde 1731 se negaban a renonocer). El duque Fernando de Borbón (1765-1802), sobrino de Carlos III, y su ministro Du Tillot, llevaron a cabo una política eclesiástica regalista y Clemente XIII protestó con el Monitorio de Parma (30 enero 1768), condenando las injerencias en asuntos considerados como eclesiásticos y declarando incursos en todos los anatemas posibles de la bula In coena Domini a sus ejecutores y a los que a ella se opusieran. La reacción de las cortes borbónicas fue inmediata. Parma decretó la expulsión de los jesuitas el 3 de febrero de 1768 y se amenazó al papa con invadir los Estados Pontificios si no retiraba el monitorio, aunque se contentaron con que Francia ocupase Avignon y el condado de Venaissin, y Nápoles las ciudades de Benevento y Pontecorbo. El conflicto internacional fue aprovechado por Carlos III de España, que restableció la pragmática del exequátur (se sometían a rigurosa censura previa del Consejo de Castilla todas las bulas, breves y demás despachos de Roma para juzgar si contenían nada contrario a las regalías), y se consumó la práctica incomunicación con Roma, una vez que la nunciatura se hallaba vacante a causa de la muerte del nuncio Lucini. La decisión española surtió efectos inmediatos. Nápoles, Módena, Milán y Viena se apresuraron a prohibir el Monitorio y la publicación de la bula In coena Domini. Y lo más decisivo, se acusó al general de los jesuitas de ser el inspirador del breve conminatorio y las cortes católicas formaron una coalición formidable, cuya meta se centró en lograr la extinción de los jesuitas. En enero de 1769 los embajadores de España, Francia y Nápoles pidieron al papa la supresión total de la Compañía. Clemente XIII se aprestó a la resistencia, pero pocos días después murió.
La actividad eclesiástica. Aunque el pontificado de Clemente XIII estuvo oscurecido por la expulsión de los jesuitas, también desarrolló una importante actividad eclesiástica, tanto luchando contra las nuevas ideas como impulsando la renovación religiosa. La lucha contra la Ilustración irreligiosa constituyó la primera fase de la restauración religiosa proyectada en 1758, y se tradujo en potenciar la actividad de la Congregación del índice, que en 1759 condenó L'esprit de Helvetius, la celebre Encyclopédie de D'Alembert y Diderot, y el Émile de Rousseau (1671-1741); en 1761 condenó mediante un breve la Exposition de la doctrine chrétienne del jansenista Mésenguy en todas las lenguas y ediciones, lo que enfrentó a Roma con Nápoles y Madrid; y en 1764 lo hizo con la De statu Ecclesiae de Febronio, que había sido publicada el año anterior por el obispo coadjutor de Tréveris, Nicolás Hontheim (1701-1790) y defendía que la autoridad suprema en la Iglesia primitiva residía en los obispos y en el concilio. Aunque Roma incluyó el libro en el índice, los obispos alemanes se mostraron indecisos y más bien reacios a intervenir. Varios decenios duró la polémica suscitada por el libro, extendiéndose desde Polonia hasta Portugal y desde Nápoles hasta Bruselas. Aparecieron varias refutaciones de la obra, entre las que destacó por su solidez el Antifebronio del jesuíta Zacearía, que contribuyó a la renovación de la apología romana que se desarrolló en el último tercio del siglo xviii. Como los decretos del índice no tenían fuerza de ley en la mayoría de los países, Clemente XIII prohibió la lectura de los libros perniciosos para la doctrina católica e hizo una condena general de la «filosofía» y de la irreligión con la encíclica Christianae reipublicae de 25 de noviembre de 1766.
Como jefe espiritual de la Iglesia, en uno de sus primeros actos de gobierno recordó a los obispos el deber de residencia impuesto por el Concilio de Trento y los exhortó a mostrarse hombres de oración y de doctrina, padres de los pobres y ángeles de la paz (1758). Con la bula Cum primum de 17 de septiembre de 1759 renovó los antiguos cánones que prohibían a los clérigos el ejercicio del comercio y de la industria. Por la encíclica In dominica (1761) exhortó a los obispos a servirse del catecismo romano de san Pío V para instruir a los fieles en la doctrina cristiana. Promovió el culto a la eucaristía, puso a España bajo el patronato de la Inmaculada Concepción y otorgó al reino de Polonia y a la Archicofradía romana del Corazón de Jesús el rezo propio y la misa del Corazón de Jesús.
Durante su pontificado la situación financiera del Estado pontificio se agravó aún más por los muchos socorros que tuvo que distribuir entre sus súbditos durante la grave carestía de 1764. En 1766 nombró tesorero general a Braschi, futuro Pío VI, para que modernizara el sistema financiero y la economía en general. Suavizó el sistema penitenciario, fomentó los montes de piedad y reglamentó la biblioteca y el museo vaticanos. Prosiguiendo el embellecimiento de Roma, terminó la Fontana di Trevi y levantó la Villa Albani. Protegió al pintor Mengs y al arqueólogo Winckelmann, al que nombró comisario de antigüedades en 1763.
Clemente XIII, próximo ya a cumplir los 76 años, atacado repentinamente por una apoplejía, falleció en la noche del 2 de febrero de 1769. Con él desapareció el único baluarte que les quedaba a los jesuítas. Enterrado en la basílica de San Pedro, el escultor neoclásico Canova (1757-1822) levantó en su memoria uno de los más egregios y expresivos monumentos sepulcrales de la basílica vaticana.

Clemente XIV (19 mayo 1769 - 21 septiembre 1774)

Personalidad y carrera eclesiástica. Antonio Ganganelli nació en Sant'Arcangelo de la Romagna el 31 de octubre de 1705, donde su padre ejercía la profesión de médico. Después de estudiar en modestos colegios de Rímini, en 1723 tomó el hábito franciscano y cambió su nombre por el de Lorenzo, en recuerdo de su padre. Concluido el año de noviciado en Urbino, hizo los votos perpetuos en 1724. En los cuatro años siguientes completó su formación teológica en los conventos de Pesara y Fano, y en el trienio siguiente en el colegio de San Buenaventura de Roma, donde se doctoró en teología. Entre los años 1731-1740 enseñó teología en diferentes conventos de su congregación. En 1740 fue llamado a Roma para que se hiciera cargo de la dirección del colegio de San Buenaventura y en 1741 le nombraron definidor general de la orden. Supo ganarse la estima de algunos cardenales, entre ellos de Andrés Negroni, familiar del papa, que sin duda influyó para que le nombraran consultor del Santo Oficio en 1746. Desempeñó este cargo durante quince años y tomó parte en las primeras condenas de la filosofía de las luces. Clemente XIII le concedió el capelo cardenalicio el 24 de septiembre de 1759 y, en los años siguientes no tomó posición por ningún partido, pero a partir de 1764, en gran parte por los enfrentamientos con el secretario de Estado Torrigiani, se hizo «aficionadísimo a la corte de España, que lo quiso por ponente de la causa de Palafox, y muy amigo de don Manuel Roda».
El cónclave de 1769, que siguió a la muerte de Clemente XIII, fue el más politizado de la historia pontificia. Duró tres meses largos (15 de febrero a 19 de mayo). Quienes manejaban su lento desarrollo y el subir y bajar de las candidaturas no eran los cardenales, sino los embajadores de las cortes católicas, árbitros de la situación eclesiástica. No se trataba de elegir un buen papa, sino de elevar al solio pontificio a un enemigo de los jesuítas o, al menos, a un cardenal de carácter débil que cediese a la presión de las cortes borbónicas. Lo que allí se jugaba era la suerte de la Compañía de Jesús. El cardenal Ganganelli entró en el cónclave sin haberse adherido explícitamente ni al partido filojesuítico, fiel a la política practicada por Clemente XIII y capitaneado por el cardenal Torrigiani, ni al partido «zelante» moderado, conducido por el cardenal Albani, ni siquiera al poderoso «partido de las coronas», a cuyo frente estaban los cardenales españoles Solís y Spínola de la Cerda, y el francés Bernis, que gozaban del apoyo de los embajadores de España, Francia y Nápoles y estaban decididos a conseguir que el nuevo papa se comprometiera a suprimir la Compañía de Jesús. Dos meses y medio gastaron los conclavistas en propuestas y discusiones, explorando las tendencias de los papables y dando largas a la elección, hasta que a fines de abril llegaron los cardenales españoles Francisco Solís, arzobispo de Sevilla, y Buenaventura Spínola de la Cerda, patriarca de las Indias Occidentales. Después de múltiples negociaciones, combinaciones y presiones, el 19 de mayo los cardenales eligieron por unanimidad al cardenal Ganganelli, que tomó el nombre de Clemente XIV en memoria de su antecesor que le había hecho cardenal. Consagrado obispo el día 28 de mayo en la basílica de San Pedro, el 4 de junio recibió la tiara de manos del cardenal Albani y el 26 de noviembre entró en posesión de San Juan de Letrán.
La supresión de la Compañía de Jesús. Mucho se ha discutido acerca de si hizo promesa formal de suprimir la Compañía de Jesús. Promesa formal parece que no hubo y así lo afirmó el cardenal Bernis, presente en el cónclave, rechazando esa calumnia y confesando que a él le había dado buenas palabras, pero nunca una promesa formal. Lo rechazaron igualmente Cordora {De suis ac suorum rebus, Turín, 1933) y otros jesuítas. Con todo, el rumor de un pacto circuló como verosímil cuando ya era una realidad la abolición de la Compañía, y algunos quisieron probarlo después cuando en 1848 se dio a conocer un billete que Ganganelli había escrito en el cónclave. Pero en él solamente se afirmaba la opinión teológica de que el papa podía suprimir la Compañía de Jesús observando las reglas canónicas y, que si lo reyes lo deseaban, sería bueno complacerles. Esto podría intepretarse, a juicio de Ravignan (Clément XIII et Clément XIV, París, 1854, pp. 368-72), como una debilidad, pero no como un pacto formal.
Clemente XIV pensó que adoptando la política de conciliación que había practicado el papa Lambertini se captaría la benevolencia de los sobemos. El intransigente Torrigiani fue sustituido en la Secretaría de Estado por el cardenal Pallavicini, que había sido nuncio en Nápoles y Madrid; se apoyó en los consejeros personales, no buscó ayuda en los cardenales y trató de establecer relaciones directas y personales con los soberanos. Clemente XIV cosechó algunas alabanzas de las cortes, pero no consiguió que detuvieran la política anticurialista ni que dejaran de reclamar la supresión de los jesuítas. En la encíclica Cuín summi apostolatus (12 diciembre 1769), que dirigió a los obispos y monarcas católicos, notificándoles su ascenso al trono pontificio, les manifestó su deseo de «guardar la paz y la unión con las cortes católicas a fin de que le ayudasen contra sus enemigos, para oponerse a los progresos de la irreligión que invadía la sociedad». Fiel a su política de conciliación, sin abolir explícitamente el Monitorio enviado por su antecesor al duque de Parma, renunció a su aplicación, a la vez que concedió la dispensa necesaria al duque para casarse con la archiduquesa María Amalia, hija de la emperatriz María Teresa. No protestó por la abolición del derecho de asilo en Toscana (1769) y, en breve tiempo, consiguió restablecer las relaciones diplomáticas con Portugal, rotas diez años atrás. Nombró nuncio en Lisboa y premió a Pombal concediendo el capelo cardenalicio a su hermano Pablo Carvalho. Dejó de publicar la bula In coena Domini, que se consideraba contraria a las prerrogativas reales. Los frutos de esta política conciliadora no se dejaron esperar: se restablecieron las relaciones con Portugal, Carlos III de España revocó la pragmática que había publicado el año anterior contra los derechos de Roma y mejoraron las relaciones con Francia y Nápoles, aunque no devolvieron los territorios pontificios (Avignon, condado Venaissin, Benevento y Pontecorbo) ocupados en 1768.
A pesar de las concesiones pontificias, cada vez era más fuerte la presión de las coronas, exigiendo al papa que decretara la supresión de la Compañía de Jesús (L. Pastor, Historia de los papas, XXXVII, pp. 118-250). Clemente XIV trató de ir dando largas al asunto, y con objeto de complacer a las cortes borbónicas comenzó a tomar algunas medidas contra los jesuítas: visita al colegio romano, secularización del colegio de los irlandeses, etc. Esperó la caída de Choiseul (1770) y alguna moderación en la postura española, pero la situación internacional evolucionó en sentido contrario. La influencia de José II (1765-1790), corregente de Austria desde 1765, y de su hermana Carolina, reina de Napoles desde 1768, indujeron a la emperatriz María Teresa, anteriormente neutral, a ponerse del lado de las coronas borbónicas; por otra parte, el primer reparto de Polonia (1772) debilitó aún más la situación de la Compañía, que de forma paradójica era sostenida por la Prusia protestante de Federico II (1740-1786) y la Rusia ortodoxa de Catalina II (1762-1796). El nombramiento de José Moñino (1727-1808), buen jurista y convencido regalista, como embajador de España en Roma el 7 de julio de 1772, precipitó la situación. La presión combinada de Moñino con los embajadores de Francia y Nápoles acabó con la resistencia del papa. El 21 de julio 1773, Clemente XIV firmó el breve Dominas ac Redemptor, por el que se suprimía la Compañía de Jesús, aunque no se comunicó al padre Ricci y a los asistentes de la orden hasta el 16 de agosto. El breve, después de recordar la capacidad de la Santa Sede para suprimir institutos religiosos y denunciar los abusos y desórdenes de los jesuítas, decretaba la supresión: «extinguimos y suprimimos la susodicha Compañía, anulamos y abrogamos sus oficios, ministerios, administraciones, casas, escuelas, colegios, hospicios [...], estatutos, costumbres, decretos, constituciones [...]. Es nuestra mente y voluntad que los sacerdotes sean considerados como presbíteros seculares». Para ejecutar el breve y confiscar los bienes de la Compañía en los Estados Pontificios se constituyó una comisión cardenalicia: los colegios fueron cerrados, el general padre Ricci y sus principales colaboradores fueron encarcelados en el castillo de Sant'Angelo, los jesuítas ordenados in sacris fueron secularizados, los legos reducidos al estado laical y los novicios mandados a sus casas. En las naciones católicas no hubo dificultad en la promulgación y ejecución del breve, pero sí la hubo en Prusia y en la Rusia Blanca, cuyos monarcas estaban interesados en mantener los colegios de los jesuitas. En compensación, Francia y Nápoles devolvieron al papa la jurisdicción sobre Avignon y el condado Venaissin, Benevento y Pontecorbo en los primeros meses de 1774.
El breve pontificado de Clemente XIV aparece eclipsado por la supresión de los jesuítas y la historia apenas se ha ocupado de su actuación en otros campos. Atento a las necesidades de la Iglesia, erigió varios obispados en Portugal y creó en Hungría uno de rito católico-griego, y en 1771 aprobó la instalación en España de un tribunal de la Rota para recibir apelaciones en representación de la autoridad pontificia. Al igual que su predecesor, combatió con decisión el anticristianismo de la filosofía de las luces, incluyendo en el índice las obras más representativas: Compendio de la Historia eclesiástica de Fleury, atribuida al abate Prades (1770), la Histoire philosophique de Raynal, el tratado De l'homme de Helvetius (1774), etc.
Como soberano del Estado pontificio, bajo la dirección del tesorero general Braschi, el futuro Pío VI, tomó algunas medidas para la reforma del sistema fiscal y el desarrollo del comercio y de la industria, se trabajó en la desecación de las lagunas pontinas, y en el invierno de 1772-1773 tuvo que hacer grandes expensas para comprar trigo y distribuirlo a los que morían de hambre por la carestía. En Roma favoreció las artes y las ciencias; para enriquecer la colección de esculturas ya existente en el Belvedere, compró valiosas antigüedades, que formaron el museo, llamado primeramente Clementino y después Pío-Clementino, por las aportaciones de Pío VI.
Después de la abolición de la Compañía de Jesús, el papa sólo vivió un año y dos meses, dudando si los móviles para extinguir la Compañía eran válidos y conducentes para el bien de la Iglesia, dado que los buenos efectos no se veían por ninguna parte. Falleció el 21 de septiembre de 1774 y fue enterrado de momento en la basílica de San Pedro, pero en 1802 fue trasladado al sepulcro que construyó Canova en la iglesia franciscana de los Santos Apóstoles. El agente imperial escribía el 2 de octubre que «a la muerte de Clemente XIV la situación de la Santa Sede quedó en total confusión, efecto necesario de la inercia del papa en materia de negocios y la versatilidad y caprichos de sus pocos favoritos, tan ineptos como cínicos, que todo lo tenían en sus manos» (L. Pastor, Historia de los papas, XXXVII, p. 465). Entre los mismos cardenales había muchos que estaban descontentos del gobierno débil de Ganganelli, pero como las cortes borbónicas y sus aliados estaban firmemente resueltas a no cambiar de política, el horizonte de la Iglesia aparecía oscurecido.

Pío VI (15 febrero 1775 - 29 agosto 1799)

Personalidad y carrera eclesiástica. Juan Ángel Braschi nació en Cesena el 25 de diciembre de 1717. Hijo del conde Marco Aurelio y Ana Teresa Bandi, familia noble venida a menos, fue educado junto a los jesuítas en el colegio romano y consiguió la licenciatura en ambos derechos (1735). Pasó después a Ferrara para ampliar estudios en la universidad, bajo la protección de su tío materno Juan Carlos Bandi, que era auditor del legado pontificio cardenal Ruffo, y al poco tiempo fue nombrado secretario del cardenal. Acompañó a éste al cónclave en el que se eligió papa a Benedicto XIV (1740), que designó al cardenal Ruffo decano del sacro colegio y obispo subvicario de Ostia y Velletri, y Braschi ascendió al puesto de auditor del cardenal, sucediendo a su tío que había sido nombrado obispo. En el desempeño de su nuevo cargo se ocupó de la administración de los dos obispados y el papa le encargó solucionar algunos conflictos de tipo jurisdiccional surgidos entre Roma y Nápoles. Braschi desarrolló su cometido a satisfacción del papa y le nombró camarero secreto, y después de la muerte del cardenal Ruffo en 1753, secretario particular, canónigo de San Pedro y refrendatario de la Signatura. En 1758 se ordenó de presbítero y, al año siguiente, después de la elección de Clemente XIII, su sobrino, el cardenal Carlos Rezzonico le hizo su auditor y secretario. En 1766 Clemente XIII le nombró tesorero de la Cámara apostólica (auténtico ministro de finanzas) y trató de sanear las finanzas del Estado pontificio y potenciar la actividad económica, que continuará después siendo papa. El 26 de abril de 1773 Clemente XIV le creó cardenal del título de San Onofrio y abad comendatario del monasterio de Subiaco.
El 5 de octubre de 1774 se reunió el cónclave que debía nombrar sucesor a Clemente XIV y, una vez más, el colegio cardenalicio se encontraba dividido: los zelanti anhelaban un papa que defendiese la inmunidad de la Iglesia, liberándola de la servidumbre en la que la tenían los gobiernos; enfrente se movía el partido de las cortes borbónicas, que rechazaban cualquier candidato filojesuita; y en medio oscilaba el partido de los independientes, dispuestos a unirse a uno u otro según las circunstancias. Francia y España abogaron por la candidatura de Pallavicini, secretario de Estado de Clemente XIV, pero fue rechazada por Viena. Entonces, el cardenal Albani, jefe de los zelanti, destacó la figura del cardenal Braschi, que figuraba entre los independientes y parecía la única solución. Apoyado por las cortes borbónicas, fue elegido papa en la mañana del 15 de febrero de 1775, a pesar de la oposición de Portugal. Escogió el nombre de Pío VI, en recuerdo de san Pío V y al que se proponía imitar en su pontificado; fue coronado el 22 de febrero y el 30 de noviembre tomó posesión de San Juan de Letrán.
El nuevo papa era irreprochable en su conducta y se hacía notar por su prudencia en el gobierno, su elegancia y la afición a la solemnidad y al fausto. «Tanto é bello quanto é santo», decía el pueblo romano de Pío VI. El único vicio que se le notó fue el nepotismo, que parecía desterrado ya de la corte romana. Monumento perenne de aquel nepotismo fue el palacio Braschi, que levantó el sobrino del papa con el dinero pontificio. Su largo pontificado fue también atormentado y se desarrolló durante un período de profundas crisis para la Iglesia católica, atacada primero por las reformas de los ilustrados y después por la Revolución francesa.
La defensa de la integridad doctrinal. En su primera encíclica Inscrutabile divinae sapientiae (25 diciembre 1775) hizo una dura condena del movimiento ilustrado, afirmando que le aterraba el estado actual del pueblo cristiano por causa de «esos filósofos perversos que intentan disolverlo todo, gritando hasta la náusea que el hombre nace libre», y amenazan con romper la tradicional concordia entre los Estados y la Iglesia. Al mismo tiempo, asustado ante las infiltraciones liberales en el Estado pontificio, usó de su autoridad contra los judíos prohibiéndoles leer el Talmud y los libros que contuviesen afirmaciones anticristianas, y para poder adquirir o poseer cualquier otro libro tenían que someterlo al nihil obstat eclesiástico. También condenó en 1778 las tendencias cismáticas de la Iglesia de Utrecht, siguiendo el ejemplo de Benedicto XIV y Clemente XIII; en 1786 volvió a condenar la doctrina de Febronio y en 1792 puso en el Index las Institutiones theologicae (conocida como Theologia Lugdunesis) del oratoriano francés Valla, por sus resabios jansenistas y galicanos. A pesar de su intransigencia doctrinal, en los primeros años de su pontificado practicó una hábil política para superar las disensiones en el interior de la Iglesia y recuperar la unidad del catolicismo en torno a la autoridad papal. Sin embargo, la acentuación del absolutismo y del primado pontificio le condujo al enfrentamiento con los jansenistas. Para potenciar la propaganda católica el papa apoyó la publicación del Giornale ecclesiastico di Roma, que se convirtió en el órgano oficioso del papado y fue uno de los instrumentos más eficaces para la defensa de la doctrina católica (G. Pignatelli, Aspetti della propaganda cattolica da Pio VI a Leone XII, Roma, 1974).
Las relaciones con buena parte de los Estados católicos no fueron fáciles por problemas doctrinales y jurisdiccionales. En Italia, el papa encontró las mayores dificultades en Toscana, donde el gran duque, Leopoldo de Austria (1765-1790), que venía practicando una política eclesiástica jurisdiccionalista desde 1769, inició en 1778 una reforma religiosa de signo episcopalista con la ayuda del obispo de Pistoia, que culminó en los «cincuenta puntos eclesiásticos» (carta magna del reformismo leopoldino) que envió a los obispos en 1786 y en el sínodo de Pistoia (1786), donde se acordaron reformas radicales (M. Batllori, El conciábulo de Pistoya, Roma, 1954). Como al año siguiente, en el sínodo nacional celebrado en Florencia, casi todos los obispos rechazasen tales reformas, Leopoldo disolvió la asamblea y continuó las reformas por su cuenta. Su nombramiento para el trono imperial en 1790 comportó un cambio rápido en Toscana. El obispo de Pistoia tuvo que renunciar a su sede en 1791 y Pío VI condenó en 1794, con la bula Auctorem fidei, 85 proposiones del sínodo de Pistoia. En Nápoles, la acentuación de la política jurisdiccionalista en la década de los ochenta y la negativa de seguir prestando el secular tributo de vasallaje de la chinea al papa, situaron las relaciones al borde de la ruptura.
El reformismo religioso en ninguna parte fue tan sistemático como en la Austria de José II (1780-1790). El objetivo eclesiástico-político del «josefinismo» era la plena subordinación de la Iglesia al Estado, es decir, José II quería lograr un especie de Iglesia nacional con la mayor independencia de Roma. En 1781 comenzó las reformas con el decreto sobre la tolerancia y las disposiciones sobre las dispensas matrimoniales; en 1782 decretó la supresión de los conventos y la aplicación de sus bienes a un «fondo para la religión», reforma de las cofradías, reducción de las fiestas, etc. Ante este proceder, Pío VI se decidió a realizar un viaje a Viena para frenar las reformas del emperador (1782). José II recibió al papa con toda magnificencia, pero apenas le hizo concesiones en los asuntos eclesiásticos. El éxito del viaje estuvo en el entusiasmo y veneración que el pueblo tributó al pontífice. José II continuó dando disposiciones sobre la formación del clero, la creación y dotación de parroquias, límites de las diócesis, ceremonias litúrgicas, etc., con tanta minucia que Federico II de Prusia le puso el apodo de «hermano sacristán» (L. Pastor, Historia de los papas, XXXVIII, pp. 357-407). Ante la creación de una nunciatura en Munich (1785), a instancias del príncipe elector de Baviera, los arzobispos de Colonia, Tréveris, Maguncia y Salzburgo se sintieron mermados en sus derechos y acudieron al emperador (1786), y en la declaración de principios de Ems formularon un plan de Iglesia alemana que eliminaba los recursos a Roma, las exenciones y la jurisdicción de los nuncios.
Mejores fueron las relaciones con Portugal, pues a la muerte de José I (1777), su hija María (1777-1807) destituyó a Pombal y frenó la política regalista. En España continuó con gran vitalidad la política de reformas religiosas hasta la muerte de Carlos III (1788). Pero los gobiernos de Carlos IV (1788-1808) carecieron de la sensibilidad religiosa patente en el reinado anterior y los problemas fundamentales que se ventilaron con Roma obedecían más a motivaciones políticas y económicas que eclesiales.
Gran dinamismo desplegó Pío VI en el gobierno del Estado pontificio durante los años de paz, tanto en el campo de las artes como de la administración. Fue un gran mecenas de las letras y de las artes. Creó nuevas cátedras en la Universidad de Roma. Sin ser erudito, tenía gustos de bibliófilo y de arqueólogo, coleccionó libros selectos, grabados y medallas; animó al cardenal Lorenzana en sus labores de editor de los Padres y concilios toledanos; apoyó al ex jesuíta Zaccaría, apologista del pontificado, nombrándolo profesor de historia eclesiástica en la Sapicnza y presidente de la Academia de nobles eclesiásticos de Roma; al dominico Mamachi, erudito en antigüedades y director de la Biblioteca Casanatense, le nombró secretario de la Congregación del índice; al barnabita Gerdil, filósofo y científico, le concedió el capelo cardenalicio. Con igual dignidad condecoró en 1785 a Garampi, que siendo prefecto del Archivo Vaticano, emprendió la ardua tarea de su catalogación. Al cardenal Zelada le hizo bilbiotecario de la Vaticana, enriquecida por el papa con preciosos códices manuscritos. Enriqueció con ricas piezas el museo Pío-Clementino, y Ennio Quirino Visconti, uno de los fundadores de la ciencia arqueológica, ofreció al papa su obra monumental sobre la Descrizione del Museo Pio-Clementino en siete volúmenes, el primero de los cuales (obra de Visconti padre) está dedicado a Pío VI, «patrono de las artes». Los tres obeliscos egipcios descubiertos fueron colocados en la plaza del Quirinal, en la de Trinitá dei Monti y en la de Montecitorio. A Canova le encargó el monumeto funerario de Clemente XIII, y mandó construir una sacristía para la basílica de San Pedro, digna de tan grandioso templo.
Como soberano del Estado pontificio, en los años pacíficos de su pontificado llevó a cabo un programa de reformas que, por primera vez, constituyeron un plan orgánico para llevar a cabo la modernización de la economía y de la administración. En el ámbito económico, la primera preocupación fue la de sanear las finanzas y disminuir el elevado déficit público acumulado, preocupándose también por la modernización de la agricultura y de las técnicas agrícolas, favoreciendo la difusión de la publicística económica y la fundación de academias agrarias. En el campo de la administración llevó a cabo un programa de centralización y unificación contra los privilegios y ordenamientos particulares, que no siempre tuvo éxito, y que sería continuado y desarrollado durante la república. Uno de los proyectos de más envergadura que realizó fue el esfuerzo por sanear las paludes pontinas, terrenos pantanosos situados en el litoral tirreno entre Cistena y Terracina. A fuerza de mucho trabajo y grandes inversiones logró, si no la plena desecación de aquellas tierras (esto sólo se consiguió en el gobierno de Mussolini), sí de una parte importante, que Vicente Monti celebró en su poema histórico-mitológico La Feroniade.
La Revolución francesa. La segunda etapa del largo pontificado de Pío VI fue más trágica y dolorosa, al tener que sufrir las consecuencias de la Revolución francesa (O. Chauwick, The Popes and the European Revolution, Oxford, 1981). En un primer momento, Pío VI se mostró cauto ante las medidas que la Asamblea constituyente lomó en materia religiosa; pero, después de la promulgación de la constitución civil del clero (12 julio 1790) y la imposición a los eclesiásticos de un juramento de fidelidad a la nueva ley, con el breve Quod aliquantum de 10 de marzo de 1791 condenó en bloque todo lo decretado por la Asamblea en materia eclesiástica, y por otro breve del 13 de abril suspendió a todos los clérigos que hubiesen prestado el juramento y anuló las elecciones episcopales que se habían hecho sin su consentimiento. En mayo del mismo año, el nuncio abandonó París y las relaciones diplomáticas se consideraron oficialmente rotas. Como reacción, Francia ocupó y se anexionó los territorios pontificios de Avignon y del condado Venaissin, sin hacer caso a las protestas del papa. La emigración de un elevado número de eclesiásticos al Estado pontificio, la ejecución de Luis XVI (1774-1793) y los progresos de la descristianización de Francia, agudizó aún más las relaciones entre Roma y la Revolución. En el Estado pontificio, al igual que en otros países católicos, se desarrolló una publicística que presentaba a la Revolución como obra satánica y resultado de un vasto complot anticatólico. Tales escritos, ante la invasión de Italia por Napoleón, y a pesar de la oficial neutralidad del Estado pontificio, llamaban a los pueblos y a los gobiernos a la cruzada y a la guerra santa contra los franceses en defensa de la religión. Esta publicística alimentó la movilización popular contra Francia, pero no detuvo a Napoleón, que obligó al papa a firmar el humillante armisticio de Bolonia (23 junio 1796), que comprometía al papa a renunciar a Bolonia, Ferrara y Ancona, y a entregar 21 millones de escudos, 500 preciosos manuscritos y 100 obras maestras de escultura clásica y pintura renacentista. Como el papa se aliase después con Austria, los franceses invadieron el Estado pontificio y, ante la imposibilidad de resistir, tuvo que firmar el tratado de paz de Tolentino (10 febrero 1797), que costó a Pío VI la cesión definitiva de Avignon y Venaissin, la renuncia a las legaciones de Bolonia, Ferrara y Romagna, y la entrega de 46 millones de escudos y numerosas obras de arte. No por esto reinó la paz en los Estados de la Iglesia, soliviantados por partidarios de la Revolución. La muerte del general Duphot en un tumulto callejero de Roma sirvió de pretexto para que el general Berthier, en nombre de Napoleón, ocupase la ciudad de Roma el 15 de febrero de 1798. En el Capitolio se depuso a Pío VI como soberano temporal y se proclamó la república romana. En seguida fueron ocupados el Quirinal y el Vaticano, embargados los archivos y arrestado el papa. Pío VI fue condenado al exilio y el 20 de febrero abandonó Roma. Después de una estancia en Siena, fue recluido en la cartuja de Florencia, donde continuó ocupándose de los asuntos religiosos y tomando medidas en interés de la Iglesia y de sus subditos. El 13 de noviembre de 1798 dictó la bula Quum nos, dando disposiciones para el caso de sede vacante y sobre el futuro cónclave. En marzo de 1799 el papa fue trasladado a Parma y luego a Turín, y después, a fines del año, aquel anciano de 81 años, seriamente enfermo, fue portado en una silla de manos, a través de los Alpes hasta Briancon (Francia), y no creyéndolo seguro de algún golpe de mano de los austríacos lo llevaron a Valence, donde llegó el 13 de julio de 1799. Allí acabó su peregrinación de sufrimientos, pues murió el 29 de agosto de 1799. El cuerpo de Pío VI fue embalsamado y encerrado en una caja de plomo, pero sus restos sólo llegaron a Roma en febrero de 1802. A su muerte, Napoleón escribió que la «vieja máquina de la Iglesia se deshará por sí sola», pero los atropellos contra el anciano Pío VI y los desórdenes revolucionarios hicieron que aflorasen por doquier simpatías hacia el papado y se produjera una recuperación del catolicismo.

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