viernes, 17 de marzo de 2017

Diccionario de los papas y concilios (1800-1846)

Pío VII (14 marzo 1800 - 20 agosto 1823)
Pío VI, cautivo de los revolucionarios en Francia, para facilitar la elección de su sucesor había establecido que el más antiguo de los cardenales podría convocar la reunión del sacro colegio en cualquier ciudad bajo dominio de un príncipe católico. De acuerdo con esta disposición, el 3 de octubre de 1799 el cardenal decano Giovanni Francesco Albani (1725-1805), refugiado junto con la mayoría de los cardenales en Venecia —que en esa fecha era posesión austríaca—, convocó allí al resto de los cardenales. Tras no pocas dificultades el cónclave se abrió el 8 de diciembre. Los escrutinios se sucedieron durante más de tres meses sin que nadie consiguiera ser votado por los dos tercios de los cardenales asistentes. Por fin, la intervención del secretario del cónclave, Ercole Consalvi (1757-1824), desbloqueó la situación y el 14 de marzo fue elegido por unanimidad Barnaba Chiaramonti, que adoptó el nombre de Pío VII, como homenaje a su predecesor. En su primera encíclica, Diu satis (1800), el nuevo sucesor de san Pedro reconocía el heroico comportamiento de Pío VI y se refería a las disposiciones especiales que había adoptado para que se pudiera reunir el cónclave, gracias a las cuales se remedió el estado de sede vacante.
Desde la elección del nuevo papa, pasaron casi tres meses hasta que Pío VII pudo trasladarse a Roma, lo que no sucedió hasta el 3 de julio. Celoso de mantener una plena autonomía en sus actuaciones y para no caer en la órbita austríaca, no cedió ante los requerimientos de Francisco II (1792-1806) que le invitó reiteradamente a que fijara la sede del papado en uno de sus Estados, por lo que a pesar de las dificultades se empeñó en ocupar su sede legítima; asimismo, tampoco cedió ante las sugerencias que se le hicieron para que nombrase como secretario de Estado a un cardenal del agrado de Austria.
Personalidad y carrera eclesiástica. El nuevo papa (J. Leflon, Pie VII Des abayes bénédictines á la Papauté, París, 1958), hijo del conde Escipión Chiaramonti y de la marquesa Chini, había nacido en Cesena (14 agosto 1742). De niño fue educado en el Colegio de Nobles de Rávena, para después ingresar a los catorce años en el monasterio benedictino de Santa María del Monte, cerca de Cesena. Recibió una sólida formación y fue profesor en varios monasterios de su orden. En 1782 fue nombrado obispo de Tívoli y tres años después fue designado titular del arzobispado de Imola y cardenal. Ocupó la sede arzobispal entregándose ejemplarmente a su oficio de pastor y manteniendo una exquisita independencia frente al poder civil en el que se sucedieron tres regímenes políticos: el pontificio, el de la república cisalpina y el del Imperio austríaco. Cuando en 1797 los franceses invadieron su territorio mantuvo una actitud de entereza y reserva a un tiempo; sin doblegarse ante los franceses defendió los derechos de la Iglesia. Se hizo famosa entonces su homilía del día de Navidad, que fue publicada (D’Haussonuille, L’Eglise romaine et le premier Empire, t. I, pp. 355-71) y muy difundida: «La forma de gobierno democrático en manera alguna repugna al Evangelio; exige por el contrario todas las sublimes virtudes que no se aprenden más que en la escuela de Jesucristo. Sed buenos cristianos y seréis buenos demócratas.» Al conocer este texto Napoleón (1769-1821) escribió: «el ciudadano cardenal Chiaramonti predica como un jacobino».
El nuevo papa, además de una amplia y sólida formación cultural, tenía una marcada personalidad sobre la que se levantaban las virtudes teologales, entre las que destacaba su fe. Era prudente, amable, sereno, ponderado en sus juicios y de espíritu conciliador, pero a la vez firme, realista y tenaz, por ser capaz de distinguir con rapidez lo importante de la accesorio (A. F. Artaud de Montor, Histoire de la vie et du pontificat de Pie VII, París, 1836). Por fuerza tenía que estar en posesión de todas estas virtudes humanas y de muchas otras más el pontífice que iba a demostrar una irreductible resistencia frente a Napoleón, empeñado en someter a la Iglesia hasta convertirla en una pieza más de su mosaico imperial. Desde el principio se comportó más como pastor que como administrador de los Estados Pontificios. Sin abandonar sus funciones como soberano temporal, Pío VII dejó claro que la defensa de los bienes espirituales ocupaba el lugar preeminente de sus afanes; y que, en definitiva, los bienes materiales y las relaciones políticas cobraban sentido si se ponían al servicio del fin sobrenatural de la Iglesia. Por eso, con claridad y firmeza se expresaba como pastor en su encíclica inaugural e invitaba a todos los obispos a conservar la integridad del «depósito de Cristo, integrado por la doctrina y la moral». Empeño en el que Pío VII estaba seguro que no iba a fracasar, ya que —como decía al principio de su primera encíclica— la permanencia de la Iglesia después de la persecución de los años anteriores y a la que los revolucionarios dieron por extinguida, era una prueba de la asistencia permanente del Espíritu Santo a esta «Casa de Dios, que es la Iglesia construida sobre Pedro, que es “Piedra” de hecho y no sólo de nombre, y contra esta Casa de Dios las puertas del infierno no podrán prevalecer».
La paz religiosa: el concordato de 1801. Pero mientras se desarrollaba el cónclave de Venecia, tenían lugar en Francia decisivos cambios políticos. El Directorio había dado paso al Consulado. Una nueva Constitución (13 diciembre 1799), refrendada masivamente en plebiscito (7 febrero 1800), reconocía como primer cónsul a Bonaparte que se había convertido en el dueño de Francia desde el golpe de Estado de Brumario (9 noviembre 1799). Liquidada la Revolución, el general victorioso se impuso la tarea de la pacificación interior de sus dominios, en los que sin duda la política religiosa de los revolucionarios había provocado gravísimos conflictos en la nación que hasta entonces se reconocía a sí misma como filie ainée («hija primogénita») de la Iglesia. La Revolución francesa no sólo había apartado a muchos católicos de la fe, sino que también había provocado un cisma en una parte del clero francés, en el más afecto al galicanismo que había jurado la Constitución Civil del Clero (12 julio 1890); pero por otra parte, esa misma Revolución francesa había sido ocasión para que no pocos católicos —clérigos y laicos— demostraran su fidelidad a Roma aun a costa de sufrir una auténtica persecución religiosa que llegó hasta el derramamiento de sangre de numerosos mártires. Pues bien, normalizar todo este estado de cosas fue el primer reto de Pío VII, al que Napoleón iba a prestar una colaboración interesada. Por su parte, Napoleón, al comprobar que en Francia la mayoría de la población deseaba seguir siendo católica, por puro pragmatismo paralizó la persecución religiosa con la esperanza de controlar posteriormente la influencia del clero en beneficio del Estado. De acuerdo con los esquemas de Bonaparte, no fueron las motivaciones religiosas, sino su interés por aumentar su prestigio ante las potencias católicas, lo que le movió a promover la pacificación religiosa de Francia y a restablecer relaciones con el papa.
Napoleón, aunque bautizado, era un agnóstico y de hecho no practicaba. Es cierto —según su propio testimonio— que le emocionaba la lectura de El genio del cristianismo y que se estremecía al oír el repique de las campanas de Rueil al toque del Ángelus. Pero ese sentimentalismo religioso es algo muy diferente a la fe. Con razón, F. Masson (Napoleón, futil croyant?) ha escrito que todo su credo se limitaba a un esplritualismo fatalista donde su estrella reemplazaba a la Providencia divina. A su juicio, como él mismo declaró al Consejo de Estado, cualquier religión podía ser un elemento de utilidad para dominar a los pueblos:
Mi política es gobernar a los hombres como la mayor parte quiere serlo. Ahí está, creo, la manera de reconocer la soberanía del pueblo. Ha sido haciéndome católico como he ganado la guerra de la Vendée, haciéndome musulmán como me he asentado en Egipto, haciéndome ultramontano como he ganado los espíritus en Italia. Si gobernara un pueblo judío, restablecería el templo de Salomón.
Como en 1800 debía conquistar la paz interior de Francia, y descartado que el arreglo pasase por un entendimiento con el clero juramentado, sus objetivos apuntaron hacia Roma (Melchior-Bonnel, Napoleón et le pape, París, 1958). Así es que inmediatamente después de la victoria de Marengo (14 junio 1800) inició las negociaciones para la firma de un concordato.
En los primeros días de julio, poco después de que Pío VII tomara posesión de la Ciudad Eterna, que le entregaron los napolitanos, y cuando en la corte papal se esperaba la inminente invasión de las Estados Pontificios tras la victoria de Marengo, se recibió con una lógica sorpresa la propuesta de Napoleón. Por lo demás, las intenciones de Napoleón eran adecuadas al llamamiento que ya había hecho el papa en su primera encíclica: «Comprendan los príncipes y los jefes de Estado que nada puede contribuir más al bien y a la gloria de las naciones que dejar a la Iglesia vivir bajo sus propias leyes, en la libertad de su divina constitución.»
Una de las primeras medidas de Pío VII fue nombrar a Consalvi cardenal y secretario de Estado. Consalvi era diácono —nunca llegó a ser ordenado sacerdote— y aunque no era la persona mejor colocada para ese cargo, acabó demostrando unas cualidades excepcionales que le convirtieron en el gran colaborador de Pío VII durante todo el pontificado. De este modo, el papa pudo desentenderse de las ineludibles gestiones políticas a las que está obligada la Santa Sede, para centrarse en las cuestiones más específicamente doctrinales y pastorales. Las cualidades de Consalvi puestas al servicio de la Iglesia sobresalen aún mucho más si se considera que en esos años tan difíciles defendió sus derechos y sorteó las presiones políticas frente a personajes dispuestos a hacer lo que fuera por colocar a la Iglesia a su servicio, aun a costa de desvirtuar su misión espiritual. Consalvi supo sustraer a la Iglesia del sistema napoleónico y mantuvo la misma actitud respecto a las potencias de la Santa Alianza a partir de 1815. Y lo hizo con elegancia, porque su participación en el Congreso de Viena fue juzgada como intachable por todos los diplomáticos allí reunidos. Castlereagh (1769-1822), representante inglés, llegó a manifestar con admiración: «Es el maestro de todos.»
Su primer gran éxito consistió en rematar las largas y difíciles negociaciones en París para que se pudiera llegar a la firma del concordato (15 julio 1801). Si el concordato tenía una importancia capital para la vida interna de los católicos franceses, era todavía mucho mayor lo que representaba. Por primera vez la Iglesia llegaba a un acuerdo con un régimen surgido de la Revolución, lo que ponía de manifiesto que la Iglesia no estaba necesariamente vinculada a ningún régimen político y que su objetivo no era otro que la salus animarían («salvación de las almas»). Fue un auténtico mentís a la prensa que juzgó que con el Antiguo Régimen desaparecía también la Iglesia (J. de Viguerie, Cristianismo v Revolución, Madrid, 1991), la misma prensa que había anunciado la muerte del papa anterior en los siguientes términos: «Pío VI y último.» El concordato de 1801 fue igualmente el primero de toda una serie de acuerdos que se firmaron posteriormente con varios Estados. Y significó al mismo tiempo el reconocimiento por parte de la Iglesia de aquellos valores de los cambios revolucionarios que, aunque diferentes y contrarios al sistema del Antiguo Régimen, no atentaban frontalmente contra el depósito de la fe.
El concordato de 1801 con Francia venía a sustituir al suscrito en 1516, y salvo pequeñas interferencias estuvo vigente hasta la ley de Separación de Combes de 1905. El Estado francés declaraba al catolicismo no como la religión del Estado, sino como la religión de la mayoría de los franceses; el papa, por su parte, reconocía la República. Pío VII renunció a reclamar los bienes eclesiásticos que habían sido vendidos durante la Revolución como bienes nacionales y en contrapartida Bonaparte se comprometió a asegurar la subsistencia del clero mediante «una remuneración decorosa» a los obispos y a los párrocos. Uno de los acuerdos fundamentales tenía que hacer referencia por fuerza a la situación de los obispos franceses. En adelante serían nombrados por el primer cónsul y, naturalmente, investidos por el papa. Y en cuanto a la situación anterior, dado que los obispos constitucionales habían ocupado las sedes de los prelados legítimos que habían tenido que emigrar por defender su fe, se acordó que tanto unos como otros renunciaran. Pío VII logró la dimisión de todos los legitimistas, salvo un pequeño grupo de la región lionesa que dio lugar al cisma llamado de la «Pequeña Iglesia»; Bonaparte tuvo más facilidades para cesar a los obispos constitucionales, si bien es cierto que en las nuevas propuestas de obispos presentó al papa como candidatos a doce de los antiguos obispos constitucionales. De momento, Pío VII tuvo que ceder y aplazar la solución; más tarde, su presencia en París con motivo de la coronación —como veremos— serviría entre otras cosas para liquidar esta cuestión. En cualquier caso, la renovación del episcopado francés diluyó las tendencias galicanas, de las que estaban afectados no sólo los obispos constitucionales, sino también los legitimistas.
Y en cuanto a las cesiones que las dos partes tuvieron que hacer respecto a la situación anterior, Napoleón perdía «su» Iglesia constitucional, y por su parte el papa no pudo restaurar las órdenes religiosas ni impedir el laicismo del Estado de la legislación francesa.
Pío VII y el Imperio napoleónico. Pronto surgieron las críticas al concordato en el entorno político de Napoleón; tanto Talleyrand (1754-1838) como Fouché (1763-1820) consideraban que habían sido excesivas las concesiones hechas a los católicos. Para aplacarlos, y de un modo unilateral Napoleón publicó el concordato (8 abril 1802), conocido en Francia como Convención de 26 de Mesidor del Año IX, junto con los «77 Artículos Orgánicos», inspirados y en parte copiados al pie de la letra de la declaración galicana de 1682. Era todo un preludio sintomático de los planteamientos napoleónicos en los que la religión debía subordinarse al engrandecimiento del Estado, ya que en la consideración de Bonaparte la religión sólo era un fenómeno sociológico y por lo tanto susceptible de ser controlado políticamente. De nada sirvieron las protestas de Pío VII, que de nuevo tuvo que ceder para ganar tiempo con el fin de consolidar la nueva situación, tras la desaparición del cisma de la Iglesia constitucional. Cierto, que no eran pequeñas las cesiones del pontífice, pero era igualmente verdad que se había avanzado muchísimo: el papa pudo nombrar al cardenal Giovanni Battista Caprara (1733-1810) como legado a latere en París, que se convirtió en un nexo entre el sumo pontífice y el clero francés; en 1802 pudieron volver los sacerdotes emigrados, que paliaron la escasez de sacerdotes de Francia, y se inauguraba a partir de 1801 una tregua de paz religiosa en Francia todo lo defectuosa que se quiera, pero que al menos ponía fin al enfrentamiento de la etapa anterior.
Pero prosiguieron los cambios políticos en Francia. El 4 de mayo de 1804 el Tribunado se adhirió a una moción de Curie para modificar la Constitución del año X c instauraba el Imperio en la persona de Napoleón a título hereditario y concentraba en el emperador los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Bonaparte se apresuró, y sin esperar siquiera a que se pronunciase el Senado-consulto manifestó a un estupefacto Caprara sus deseos de que el papa estuviese presente en su coronación. De inmediato comprendió Pío VII la imposibilidad de negarse y sopesó las consecuencias que reportaría. Así pues, Consalvi se encargó de preparar la comprensión de las potencias europeas hacia esta decisión del papa, a la vez que luchó por conseguir las máximas seguridades por parte del emperador en lo referente al protocolo y al desarrollo de los actos de la ceremonia. En contra de la tradición, el emperador no sería coronado por el papa, sino que Napoleón se autocoronaría y a continuación él mismo coronaría a Josefina Beauharnais (1761-1814) de rodillas, como inmortalizó el cuadro de Louis David (1748-1825). Sólo en un punto se mostró intransigente el papa, al negarse que se incluyera en la ceremonia religiosa el juramento constitucional del soberano, que se realizaría después de haberse retirado el pontífice mientras se despojaba de sus ornamentos en la capilla del tesoro. La ceremonia quedó fijada para el 2 de diciembre en Notre Dame de París.
Justo un mes antes de esa fecha, Pío VII salió de Roma. Previamente había tomado la precaución de dejar su abdicación al secretario de Estado, para que la hiciese pública en el caso de que fuese hecho prisionero en Francia. Tanto durante el trayecto de ida como en el de vuelta, el sumo pontífice recibió sobradas muestras de sincero afecto por parte de las gentes sencillas. Cuando Fouché le preguntó por el viaje y cómo había encontrado Francia, Pío VII contestó: «Gracias a Dios la hemos atravesado en medio de un pueblo arrodillado», lo cual no deja de ser un hecho realmente insólito en la cuna del galicanismo y una muestra de que a todas luces el galicanismo se debilitaba en Francia. En las recepciones oficiales no hubo un mal gesto, sino más bien todo lo contrario, el Senado, el cuerpo legislativo y el Tribunado se presentaron ante el pontífice como organismos superiores del Estado; uno de sus representantes, Francois de Neufchateau, ex jacobino y ex ministro del Interior, se refirió con respeto a la hija primogénita de la Iglesia. Cuando la noche anterior a la ceremonia Pío VII supo que el matrimonio con Josefina sólo era civil, ante la actitud del pontífice el emperador, en la misma madrugada de la coronación, contrajo matrimonio canónico. Pero sin duda, el mayor éxito del viaje de Pío VII fue conseguir la sumisión a las decisiones de la Santa Sede de los seis obispos constitucionales que todavía permanecían irreductibles en Francia. No consiguió, sin embargo, los dos objetivos más importantes que se había propuesto, como la supresión de los Artículos Orgánicos y el restablecimiento de las órdenes religiosas. En cuanto a los Artículos Orgánicos, ni siquiera pudo atenuarlos y en lo referente a las congregaciones religiosas, Napoleón no quiso ni escucharle. El emperador sólo permitió que volvieran las órdenes femeninas dedicadas a la enseñanza, los Hermanos de las Escuelas Cristianas y los paúles, además de autorizar algunos institutos misioneros en función de la utilidad que podían prestar en la expansión colonial, que ya por entonces pergeñaba. Como veremos, dichos institutos misioneros fueron controlados directamente por Napoleón. Pío VII había permanecido cuatro meses en París y regresó a Roma el 4 de abril de 1805.
El bloqueo continental y el cautiverio de Pío VIL Poco duró la calma. En 1806, con el pretexto de unificar los manuales de la enseñanza de la religión, Napoleón ordenó publicar el Catecismo imperial. El propio emperador intervino personalmente en la redacción del Catecismo imperial, único y obligatorio en todo Francia, con el fin de inculcar a los niños el respeto a su autoridad, la sumisión a su poder, el acatamiento de los impuestos y sobre todo la fidelidad al reclutamiento, puntos todos ellos que se incluyeron en la redacción del cuarto mandamiento con una extensión abusiva. Un decreto de 19 de febrero de 1806 fue aún más lejos, al instaurar la fiesta de San Napoleón, santo hasta entonces desconocido, al que se le asignó la fecha del 15 de agosto para su celebración, desplazando así la festividad de la Virgen. La tensión estaba llegando a un punto máximo. Tras la batallas de Jena y Auerstadt (14 octubre 1806), Napoleón entraba en Berlín. Sometidos los aliados de Gran Bretaña, sólo faltaba dominar las islas. Ante la imposibilidad de hacerlo por las armas, se propuso hundirla económicamente, por lo que decretó el bloqueo continental (decretos de Berlín, 21 noviembre 1806, y Milán, 17 diciembre 1807), de modo que las manufacturas de las industrias inglesas no pudieran tocar puertos europeos. Acatado el bloqueo en los países sometidos o aliados, para que fuera realmente efectivo, Napoleón tenía que imponerlo por la fuerza en los países neutrales, y ése era precisamente el estatus internacional de los Estados Pontificios.
De entrada, en noviembre de 1806 Napoleón manda a sus tropas ocupar Ancona y exige al papa que expulse de Roma a todos los ciudadanos de las naciones que están en guerra contra Francia, a lo que Pío VII se niega, así como a colaborar en el bloqueo contra Inglaterra. Tampoco separó a Consalvi de la Secretaría de Estado como había solicitado el emperador. El enfrentamiento ya es abierto y los ejércitos franceses ocupan los territorios del papa. A principios de enero de 1808 invadieron el Lacio, la única provincia pontificia libre todavía. Un mes después, el 2 de febrero, las tropas francesas del general Miollis (1759-1828) entraron en Roma y desarmaron a las tropas pontificias, que tenían órdenes expresas de Pío VII de no resistir, y ocuparon el castillo de Sant’Angelo. Un cuerpo de ejército rodeó el palacio del Quirinal, residencia del papa, y se colocaron diez cañones apuntando hacia las habitaciones del pontífice. A partir de entonces, Pío VII es de hecho un prisionero en su palacio y el gobierno de los Estados Pontificios pasa a los franceses. Ante el forcejeo y bajo la presión de las tropas, Alquier, el embajador francés, solicitó del papa su incorporación a la Confederación italiana, ante lo que Pío VII respondió en los siguientes términos: «Antes me dejaría desollar vivo, y respondería siempre que no al sistema francés. En el tiempo de su prosperidad, mi predecesor tenía la impetuosidad de un león. Yo he vivido como un cordero, pero sabré defenderme y morir como un león» (J. Leflon, La Revolución, en A. Fliche y V. Martín, Historia de la Iglesia, t. XXIII, Valencia, 1975). El 19 de mayo de 1809 los Estados de la Iglesia son incorporados al Imperio.
A partir de entonces los hechos se precipitaron. Un decreto de 10 de junio de 1809 declaró a Roma ciudad imperial libre y desposeyó a Pío VII de todo poder, a lo que el papa respondió con una bula (11 junio 1809) castigando con la excomunión a, quienes se comportasen violentamente contra la Santa Sede. La orden de Napoleón de apresar al papa fue fulminante, de modo que en la madrugada del 5 al 6 de julio el general Radet tomó el palacio del Quirinal, las tropas asaltaron sus muros y derrumbaron las puertas. Radet encontró al papa en su escritorio, sentado y vestido con roquete, y le ordenó que renunciase a su soberanía temporal. Ante su tajante negativa, media hora después fue hecho prisionero y en coche cerrado acompañado sólo por el cardenal Bartolomeo Pacca (1756-1844), fue conducido fuera de Roma. No se le dejó coger ni su hábito, ni su ropa interior y mucho menos dinero. Sólo un pañuelo por todo equipaje.
Pío VII, además de la humillación y el sufrimiento moral, se encontraba enfermo. Padecía disentería y con el mal estado del camino se le desató una crisis de estangurria. Radet (1762-1825), que se sentía orgulloso de tenerle «enjaulado», no consintió ni en aminorar la marcha, ni en multiplicar las paradas. Para agravar más la situación, el coche volcó en una curva y se rompió cerca de Poggibonsi; prosiguieron inmediatamente con otro vehículo requisado sobre la marcha hasta llegar a Florencia, de aquí a Grenoble, para bajar después por Avignon, Arles y Niza hasta llegar a Savona. El viaje había durado cuarenta y dos días, casi ininterrumpidos, hasta llegar a esa última ciudad, donde permaneció tres años. Pío VII se comportó en Savona como un prisionero: rehusó a los paseos y a la pensión asignada, cosía él mismo su sotana y repasaba los botones, vivió entregado a la oración y a la lectura sin poder dirigir la Iglesia. En expresión suya, vuelve a ser el pobre monje Chiaramonti. Por otra parte, mientras mantiene aislado al papa, Napoleón ordena trasladar los archivos vaticanos a París, convoca a los cardenales y a los superiores de las órdenes religiosas y acondiciona el arzobispado de París para residencia de Pío VII, pues en su proyecto el papa y el emperador deben residir en la misma ciudad.
Esperaba Napoleón que el cautiverio ablandara la voluntad de Pío VIL No fue así; el papa utilizó la única arma que disponía, ya que durante todo este tiempo se negó a conceder las investiduras episcopales. El problema alcanzó dimensiones considerables, pues llegó a haber hasta 17 sedes vacantes. Bonaparte piensa que lo que le niega el papa puede conseguirlo mediante dos comités eclesiásticos convocados en 1809 y 1811, y en los que fracasa. Lo intenta de nuevo, para lo que convoca un concilio nacional en 1811 que acaba por volverse contra él, al manifestar los asistentes su adhesión al papa, a la vez que aconsejan al emperador que emprenda la vía de las negociaciones, por lo que él mismo disuelve el concilio y encarcela a los principales oponentes.
El 9 de junio de 1812 se ordena el traslado de Pío VII de Savona a Fontainebleau. En esta ocasión, el comandante Lagorse le obliga a vestir de negro, teñir sus zapatos blancos y viajar de noche para que nadie le reconozca. Su enfermedad se agrava durante el camino y en Mont-Cenis se teme por su vida y solicita que se le administre el viático. Lagorse, que tiene que cumplir órdenes estrictas, ordena reemprender el viaje e instala una cama en el coche que le prestan en el hospicio de Mont-Cenis. Por fin llegan a Fontainebleau el 19 de junio, donde semanas después Pío VII consigue recuperar las fuerzas. Fue allí donde tuvo lugar el encuentro personal con Napoleón a lo largo de varios días, desde el 19 al 25 de enero de 1813. A solas con él y por medios desconocidos, consiguió su firma en un documento en el que además de renunciar a los Estados Pontificios a cambio de una renta de dos millones de francos, cedía ante la fórmula propuesta sobre las investiduras. La posterior retractación del papa consiguió que Napoleón no lo pudiera sancionar como ley imperial. La marcha de la guerra acabó por facilitar la liberación de Pío VIL Cercada Francia por los aliados, un decreto imperial autorizaba a Pío VII el regreso a Roma, a donde llegó el 24 de mayo de 1814.
La derrota de Waterloo (15 junio 1815) supuso para Napoleón y su familia un comprensible repudio en todas las cortes de Europa, por lo que contrasta todavía más la actitud que mantuvo Pío VII hacia su antiguo carcelero, al que a pesar de lo sucedido siempre le reconoció que hubiera hecho posible la firma del concordato de 1801. Napoleón fue confinado en Santa Elena hasta su muerte en 1821; cuando el papa tuvo noticias de que reclamaba un sacerdote católico, Pío VII intervino para que le acompañara en su confinamiento el abate Vignoli, que como el desterrado también había nacido en Córcega. Tras la caída del emperador, Pío VII también protegió en Roma a su madre, María Leticia, por lo que pudo instalarse en el palacio de Piazza Venecia, donde moriría en 1836. Además, el romano pontífice acogió en Roma al tío de Napoleón, el cardenal Joseph Fesch (1763-1839), y a sus hermanos Luciano y Luis. Este último había sido rey de Holanda y vivió en Roma con su hijo Luis Napoleón (1808-1873), que acabaría convirtiéndose en 1852 en emperador de Francia con el nombre de Napoleón III.
La Iglesia en la Europa de la Restauración. De regreso a Roma en 1814, Pío VII encontró sus territorios ocupados, en una situación muy semejante a la de 1800 tras la celebración del cónclave veneciano. En el norte, los austríacos habían ocupado las legaciones, y en el centro y sur los napolitanos se habían asentado sobre Roma y las Marcas. De nuevo, el secretario de Estado, Consalvi, será el encargado de hacer valer los derechos y la independencia de la Iglesia, por lo que tendrá que mantener un equilibrio dificilísimo. Pues del mismo modo que en la etapa napoleónica tuvo que luchar para que la Santa Sede no fuera supeditada a la razón de Estado, igualmente durante la Restauración se tendrá que enfrentar a los intereses de los Estados contrarrevolucionarios que pretendían hacer otro tanto.
Consalvi viajó a París, donde pudo comprobar que Luis XVIII (1814-1824) destruía el concordato de 1801 y retrocedía hacia las posiciones galicanas de antaño. Como en otros tiempos, tuvo que negociar con un antiguo conocido como Talleyrand, ahora ministro de Asuntos Exteriores de Luis XVIII. Y es que la alianza entre el trono y el altar, fórmula con la que se definía el régimen restaurado, que proclamaba en el artículo VI de la Carta Otorgada que el catolicismo era la religión del Estado, aunque en versión contrarrevolucionaria, se apropiaba de la Iglesia para supeditarla al servicio de la monarquía, sin entender que pudieran existir ámbitos de autonomía. Ésa fue la ideología de los conocidos «ultras» franceses, equiparable a la de los tradicionalistas de otros países, que bebían en las fuentes de Joseph de Maistre (1753-1821), Louis de Bonald (1754-1840), Francois Rene Chateaubriand (1768-1848) o el Felicité de Lamennais (1782-1854) de la primera etapa. Así las cosas, Luis XVIII no devolvió ni Avignon ni el condado venesino e incluso su jefe de gobierno, duque de Richelieu, propuso a la Cámara una revisión del concordato para hacer prevalecer los Artículos Orgánicos, lo que provocó las protestas de Pío VII.
Durante su permanencia en el Congreso de Viena, tampoco se alineó Consalvi con las monarquías autoritarias. Rehusó participar en la Santa Alianza, precisamente por su sospechosa santidad, inspirada en el misticismo sentimental de la consejera del zar Alejandro I (1801-1825), la baronesa Krudener, que en suma proponía un cesaropapismo tan próximo al josefinismo de Viena, ambos coincidentes en someter a Dios en beneficio del César. No obstante, Consalvi supo jugar con los intereses de las potencias allí reunidas para que Napoles y Austria pospusieran sus intereses sobre los Estados Pontificios; consciente como era el secretario de Estado de que la fidelidad de aquellos católicos soberanos al papa no incluía el respeto a los territorios pontificios, desató sobre ellos las presiones políticas de Francia e Inglaterra, que no estaban dispuestas a consentir que Austria se fortaleciera en Italia. Según los acuerdos de Viena, Avignon y el condado venesino quedaron incorporados a Francia, Nápoles devolvió las Marcas y Austria reintegró a la Santa Sede los territorios usurpados salvo las legaciones al norte del Po, que se incorporaron al reino de Lombardía, dependiente de Austria. Por tanto, Consalvi recuperó las legaciones de Rávena, Bolonia y Ferrara, como recogen los acuerdos del acta final, y regresó de la capital austríaca con un enorme prestigio, que le valió el elogio del representante inglés anteriormente mencionado. Desde estas posiciones de no alineamiento en los años sucesivos se siguió una política tendente a establecer concordatos y acuerdos con distintos países europeos.
Por medio de un motu proprio (6 julio 1816), Pío VII dio una nueva organización administrativa a los Estados Pontificios, que quedaron divididos en diecisiete circunscripciones territoriales, llamadas delegaciones. Se produjo una unificación legislativa y judicial, de modo que quedaron abolidos los usos del Antiguo Régimen, como los derechos señoriales, la tortura o los privilegios de las ciudades, las familias y los individuos. En cualquier caso, la reforma no fue completa ante las resistencias internas y el gobierno civil siguió en manos de eclesiásticos. Paradójicamente, la tendencia de Pío VII hacia la despolitización en las relaciones de la Iglesia con las potencias europeas, no se dejó sentir con la efectividad deseable en los propios Estados de la Iglesia. Las consecuencias de esta situación se dejaran ver con toda su gravedad años más tarde, durante el proceso de unificación italiana. Era evidente que el papa no podía ser subdito de ningún soberano y por los tanto necesitaba mantener una soberanía temporal para garantizar su independencia; ésa fue la finalidad por la que Pío VII reclamó los territorios pontificios que habían sido usurpados durante el período revolucionario.
La vida interna de la Iglesia. El relato de las enormes sacudidas políticas a las que se vio sometido el pontificado de Pío VII nos ha impedido referirnos con más detalle a la vida interna de la Iglesia (G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t.1), que durante esta etapa verá el restablecimiento de las órdenes religiosas como la de los jesuitas, autorizada de nuevo en 1814 en toda la Iglesia universal. Y a la vez que se reforman las antiguas, aparecen en estos años —y sobre todo en Francia— muchas nuevas congregaciones. Estos son los años en que surgen personalidades como las de Juan Claudio Colin (1790-1875), que en 1816 funda la Sociedad de María, o maristas, dedicada a la educación y a las misiones; de Magdalena de Canossa, fundadora de los Hijos y las Hijas de la Caridad, o canosianos; de Marcellin Champagnat (1789-1840), fundador en 1817 de los Hermanitos de María, o hermanos maristas, organización formada no por sacerdotes, sino por religiosos no ordenados (los hermanos) dedicados a la educación de los niños; de Guillermo J. Chaminade (1761-1850), fundador de la Sociedad de María, o marianistas, para trabajar en escuelas, orfanatos y asociaciones de la juventud; del redentorista san Clemente María Hofbauer (1751-1820); de san André Fournet (1752-1834), fundador de las Hijas de la Cruz; de santa Vicenta Gerosa; de santa María G. E. de Rodat, fundadora de la Santa Familia de Villafranca; o del sacerdote francés José Eugenio Mazenod (1782-1861), que fundó en 1816 los Oblatos de María Inmaculada para predicar el Evangelio a los pobres, atender la formación del clero en seminarios, educar a la juventud, prestar atención espiritual a los presos y trabajar en las misiones.
Pío VII, durante los últimos años de su vida, también trató de reorganizar las misiones, pues de acuerdo con el carácter universal de la Iglesia, el mensaje evangélico debía traspasar las fronteras de los países católicos. Los años de revolución habían repercutido negativamente en las misiones, empezando porque las guerras imperiales y el bloqueo continental habían interrumpido las comunicaciones intercontinentales. Napoleón, que entendía las misiones como un medio más de expansión militar, separó a los vicarios apostólicos de la congregación De Propaganda Fide para hacerles depender del arzobispo de París y en definitiva de él mismo, saldándose la operación con un formidable fracaso, pues ni progresaron las misiones ni se expandió Francia. Además, la supresión de tantas órdenes religiosas había privado de misioneros a los países extraeuropeos. Y a todo lo anterior añádase que la apropiación de los bienes eclesiásticos había sustraído a los misioneros los recursos económicos más indispensables para su trabajo.
Por todo ello, tras el regreso de su cautiverio, Pío VII no tuvo tiempo más que de sentar las bases para un futuro desarrollo de las misiones (S. Delacroix, Histoire des míssions catholiques, Monaco, 1959) que él no vería al morir en 1823. En este sentido, la restauración de las órdenes religiosas y particularmente de los jesuítas, comenzó por ser uno de los primeros remedios a toda esta situación. En 1822, Paulina María Jaricot (1799-1862) fundaba la Obra de la Propagación de la Fe, que en los años siguientes realizó una impresionante recogida de recursos para las misiones. Salvo América y China, en el resto hay muy pocos establecimientos misioneros. En cuanto al continente africano, se comienzan entonces a poner los cimientos cara al futuro, y no deja de ser paradójico que el propio Pío VII busque la alianza de Inglaterra para promover una serie de acciones frente a las monarquías católicas de Francia, España y Portugal para que supriman la trata de negros.
La salud quebrantada del pontífice y los 80 años que tenía en 1822 obligaron a instalar una cuerda en las paredes de su apartamento a la que se tenía que agarrar para sostenerse en pie. El 6 de julio de 1823, aniversario de su secuestro por Radet, al romperse la cuerda y caer al suelo, Pío VII se fracturó la cabeza del fémur. Salvo aliviar su sufrimiento, nada se podía hacer sino esperar el desenlace. Luis XVIII se apresuró a enviarle desde Francia una cama metálica recientemente inventada. Consciente de su gravedad, se preparó con entereza y sencillez para morir, ayudado por su capellán Bertazzoli, al que motejaba con humor como «el piadoso inoportuno», cuando le fatigaba con sus exhortaciones espirituales. Dicen que entre sus últimas palabras dirigidas a Dios al entregar su alma, susurró los nombres de Savona y Fontainebleau, reviviendo así el sufrimiento de su cautiverio. Falleció el 20 de agosto de 1823, a los 81 años de edad y casi veintitrés años y medio de pontificado.
León XII (28 septiembre 1823 - 10 febrero 1829)
Personalidad y carrera eclesiástica. Annibale Della Genga, hijo del conde Della Genga, nació el 22 de agosto de 1760, cerca de Espoleto, en el castillo de su familia. Cursó estudios en la Academia Romana de Nobles Eclesiásticos. Recibió la ordenación sacerdotal en 1783. Pío VI le nombró camarero secreto en 1792, y al año siguiente fue designado titular del arzobispado de Tiro. A partir de 1794 desempeñó funciones diplomáticas como nuncio en Colonia y en Munich y participó en las negociaciones para la elaboración del concordato germano en la Dieta de Ratisbona, pero debido a las guerras napoleónicas tuvo que trasladarse a Augsburgo y a Viena. Las presiones de Napoleón le obligaron a retirarse de la carrera diplomática y se recluyó en la abadía de Monticelli.
Al ser restaurado Luis XVIII (1814-1824) en el trono francés, reaparece en las negociaciones diplomáticas de París, como comisionado de Pío VIL Pero bien porque no comprendiera la trascendencia de su misión, o bien porque actuase con negligencia, lo cierto es que viajó con tanta calma que llegó a la capital de Francia un día después de la firma de la primera Paz de París (30 mayo 1814). Al no haber ningún representante de la Santa Sede que hiciera valer sus derechos, los franceses se adjudicaron Aviñón y los austríacos las legaciones. Se ganó por ello un durísimo reproche de Consalvi (1757-1824), que como secretario de Estado tuvo que reclamar la soberanía de esos territorios durante las conversaciones de Viena. A pesar del incidente de París, Pío VII le nombró cardenal y obispo de Senigallia en 1816, en consideración a sus cualidades y a los méritos contraídos durante su permanencia en Alemania. En 1820 el papa le designó su vicario en Roma. Como nuevo sucesor de san Pedro, eligió el nombre de León XII por veneración a san León Magno (440-461).
Los acontecimientos revolucionarios, ante los que ninguna nación europea pudo permanecer indiferente, marcaron con más claridad la línea divisoria entre las dos tendencias existentes en los Estados Pontificios: los zelanti y los poUticanti. Los zelanti («celosos») pueden identificarse con los prelados más intransigentes de Roma; capitaneados por los cardenales Bartolomeo Pacca (1756-1844) y Agostino Rivarola, eran partidarios de mantener la organización social y política del Antiguo Régimen, por lo que frente al liberalismo mantenían posiciones de un radical enfrentamiento. Por lo mismo que el radicalismo revolucionario había intentado construir un nuevo orden haciendo tabla rasa del pasado, los zelanti, a tono con la época de la Restauración, defendían la postura de que nada debía cambiar. Enfrentados a este sector se encontraban los políticanti, que admitían la posibilidad de modificar la organización social de los Estados Pontificios; es más, de hecho pensaban que el desmoronamiento de las estructuras de los Estados Pontificios, provocado por la política napoleónica durante los años de ocupación, se presentaba como una magnífica e irrepetible oportunidad para levantar unos nuevos Estados Pontificios reformados administrativamente. El personaje más representativo de los políticanti era, sin duda, el cardenal Consalvi.
Pues bien, al comenzar el cónclave (2 septiembre 1823) todo parecía reducirse a un pulso entre los zelanti y los poUticanti. Por lo demás, en 1823, triunfante el sistema de la Restauración en toda Europa que se había propuesto la reposición del absolutismo político, la opinión pública en los territorios de la Iglesia se había vuelto contra Consalvi, al que no se le perdonaba que durante el pontificado anterior hubiera introducido medidas «revolucionarias» en los Estados Pontificios, como la supresión de los derechos feudales de la nobleza o la abolición de los privilegios de algunas ciudades. Quienes promovían esta campaña contra Consalvi, presentándose como patriotas italianos, le acusaban además de haberse vendido a Austria, de modo que los zelanti consiguieron que el anterior secretario de Estado entrara en el cónclave sin posibilidad alguna de ser elegido. Ahora bien, por plantear esta estrategia, a su vez los zelanti se granjearon la enemistad de la corte de Austria y acabaron siendo vetados, «no por la rigidez de sus principios —como escribe el que fuera ministro de Asuntos Exteriores francés, Chateaubriand—, sino por ser demasiado italianos para ella».
Lo cierto es que el nombre del cardenal Della Genga no figuraba en los pronósticos previos al cónclave. Como escribió el cardenal Wiseman (1802-1865)
(Recollections of the Last Four Popes, Londres, 1858) al describir el desfile procesional de los cardenales en la entrada del cónclave, «nadie quizás se fijó en una figura alargada y demacrada que caminaba débilmente y llevaba en sus rasgos la palidez de un hombre que parece no salir de una enfermedad sino para ponerse de cuerpo presente». Desde luego que el cardenal Della Genga por ser vicario de Roma desde hacía tres años debía haber gozado de una enorme popularidad, sin embargo era un perfecto desconocido entre los fieles de la Ciudad Eterna, porque debido a su precaria salud había permanecido muchos más meses convaleciente en la cama o en su habitación que en activo. En consecuencia, concluye el cardenal Wiseman, «a Della Genga una elección más elevada que la voluntad de los hombres le había destinado a un trono». El 28 de septiembre, 34 de los 49 electores le dieron su voto. Eran suficientes para que hubiese papa. Sólo faltaba saber si el elegido iba a aceptar; pues, al conocer el resultado, Della Genga fue el primer sorprendido y justificó las dudas que tenía manifestando con toda sencillez: «Habéis elegido a un cadáver.» Pero tras unos primeros momentos de incertidumbre, la insistencia de sus electores le acabaron por convencer.
El gobierno del Estado pontificio y las relaciones diplomáticas. Una de las primeras medidas de León XII fue sustituir en la Secretaría de Estado a Consalvi por el cardenal Giulio Maria Della Somaglia (1744-1830), quien a todas luces tenía graves inconvenientes para desempeñar ese cargo: 80 años, carencia de dotes de gobierno y falta de experiencia. Debido a sus características y por pertenecer Somaglia a los zelanti, su nombramiento se interpretó como una maniobra de ese grupo para situar a un personaje manejable, y en el mismo sentido se entendió la constitución de una congregación de Estado integrada por cardenales para gobernar los Estados Pontificios y la Iglesia en una dirección intransigente.
Tales presagios se confirmaron por lo que se refiere al gobierno interno de los Estados Pontificios, donde los tribunales, el gobierno de las ciudades, la recaudación de impuestos y la administración volvieron a ser muy semejantes a los de la etapa del Antiguo Régimen. Sin duda, la política intransigente de los zelanti en los Estados Pontificios quedó patente en la lucha contra el bandolerismo y la represión contra los carbonarios en la Romana. La ejecución en 1825 de dos de los carbonarios más influyentes, como Targhini y Montanari, culpables de homicidio, desató una campaña de críticas contra el papa en una parte de la prensa francesa e inglesa. Por otra parte, la política represiva no sirvió para acabar con las actividades de esta sociedad secreta. Al contrario, incitó a un levantamiento de los carbonarios en la Romana y para sofocarlo tuvo que ser enviado el cardenal Agostíno Rivarola, como legado extraordinario del papa. Apoyándose en la contrasecta de los sanfedisti, se empleó con mano muy dura. Condenó a 513 personas al exilio o a la prisión y firmó siete penas de muerte. Los carbonarios respondieron con represalias, en una de las cuales cayó asesinado el secretario de Rivarola, el canónigo Muti. Rivarola fue entonces sustituido por Internizzi, que tampoco fue capaz de imponer la calma, de modo que el bandolerismo y la agitación de los carbonarios se convirtieron en los dos problemas más graves de orden público en los Estados Pontificios.
Los primeros momentos del pontificado de León XII, sembrados de vacilaciones, fueron bien diferentes al mandato de línea segura de su predecesor. Con un papa al pie de la tumba y un secretario de Estado octogenario e inexperto, se agitaron más de lo debido los círculos clericales, de ahí que hiciera fortuna en esos primeros meses la frase de uno de los pasquines aparecidos en Roma, que decía que en la Ciudad Eterna todo se había vuelto «ordini, contrordini, desordini». Por las características del papa elegido daba la impresión que se hubiera querido trasladar el verdadero gobierno de la Iglesia al grupo de los zelanti, y que León XII estaba destinado a ser sólo un instrumento en sus manos sin reconocerle capacidad de iniciativa. Ahora bien, esta trayectoria zigzagueante inicial de órdenes y contraórdenes no era tanto la manifestación de la debilidad de un papa anciano, como el reflejo del esfuerzo que León XII comenzó a realizar, una vez nombrado, para librarse de la tutela de los zelanti.
Los partidos se esfuerzan —se llegó a escribir entonces— por todo tipo de medios en elevar a los puestos a los hombres de su elección; pero una vez llegados a ellos, éstos encuentran un horizonte que les abre nuevas posibilidades. Ven con nuevos ojos y gobiernan con nuevas miras. Los amigos surgen entonces y les instigan. Un hombre honesto en semejante situación se aflige, pero no duda de la elección que debe hacer. He aquí el porvenir de la historia del papa que hoy tenemos (J. Leflon, La Revolución, en A. Fliche y V. Martín, Historia de la Iglesia, t. XXIII, Valencia, 1975).
En efecto, sobre todo a partir de 1825, León XII iba a dar sobradas muestras de que disponía en su conciencia de un ámbito libre de influencias para decidir por sí mismo. Para ese mismo año, anunció la celebración de un jubileo, el primero después de cincuenta años. El papa tomó esta decisión a pesar de la hostilidad de la mayor parte de la curia, contra la oposición frontal de los monarcas absolutistas, que entendían que el engrandecimiento de la figura del papa empequeñecía la suya, y frente a las protestas de los liberales radicales que, por reducir la religión a un sentimiento del interior de cada conciencia, no estaban dispuestos a permitir manifestaciones públicas del hecho religioso. En la bula de promulgación, el papa justificaba esta iniciativa para «despertar el sentido del pecado y sus responsabilidades […] liberar a las almas del yugo del demonio y sacudirse su dominio a fin de conseguir la verdadera libertad, la de los hijos de Dios, con la que Dios nos ha gratificado». En efecto, no fueron pocos los obstáculos que le salieron al paso al sumo pontífice, pero frente a las noticias que le llegaban sobre tan variada oposición, León XII mostró una energía inesperada y una y otra vez contestaba invariablemente: «Pueden decir lo que quieran —repetía a los mensajeros—; el jubileo se hará.»
Y, en efecto, se celebró el jubileo; fue un éxito y acudieron a la Ciudad Eterna multitudes de fieles de toda Europa a pesar de las deficientes comunicaciones de aquella época. La afluencia a Roma de tantos peregrinos sirvió para estrechar todavía más los lazos de unión entre los fieles católicos y la cabeza visible de la Iglesia. Durante las celebraciones se pudo contemplar al pontífice en la silla gestatoria muy en tono «restaurador», como inmortalizara Horace Vernet (1789-1863) en su famoso cuadro, que de un modo plástico refleja la mentalidad tradicional de León XII; pero también quienes acudieron a Roma pudieron apreciar otras facetas del romano pontífice, como por ejemplo que a pesar de su deficiente salud y sus muchos años siguiese las procesiones con los pies descalzos.
Pues bien, si existe un León XII tradicional que rompió con la línea de su predecesor Pío VII en ciertos aspectos del gobierno interno de la Iglesia, sin embargo en otros puntos la continuó, como sucedió con la reactivación de la política concordataria. En diciembre de 1823 León XII, como reconocimiento de la valía del anterior secretario de Estado, llamó a Consalvi, que vivía retirado en su villa de Porto d’Anzio, y le nombró prefecto de la sagrada congregación De Propaganda Fide. Sin embargo, ninguna ayuda le pudo reportar al pontífice este nombramiento, pues Consalvi falleció pocos días después, en enero de 1824. En 1828, reemplazó a Somaglia en la Secretaría de Estado por el cardenal Tommaso Bernetti (1779-1852), que había sido la mano derecha de Consalvi. De modo que su política exterior prosiguió la línea independiente trazada por Pío VII para garantizar un ámbito de autonomía, imprescindible para llevar a cabo la misión sobrenatural de la Iglesia.
León XII impulsó las negociaciones ya iniciadas en el pontificado anterior para firmar un concordato con los Países Bajos, según el mapa de Viena integrados por el territorio protestante de Holanda y la zona católica de Bélgica. Su monarca era Guillermo I (1815-1840), de la casa Hannover, un rey de religión protestante y dependiente de Inglaterra. Guillermo I, a pesar de no ser católico, pretendía reservarse el nombramiento de obispos, alegando que era prerrogativa suya heredada al ser sucesor del rey de España. Otro de sus empeños consistió en controlar la formación del clero, sometiéndolo al monopolio de la universidad. Sin embargo, según lo aprobado en el concordato de 1827, retuvo sólo el derecho de veto, ya que la propuesta de obispos recaía en los cabildos, el obispo a su vez controlaría los cargos en sus diócesis y el Estado se obligaba a dotar de sueldo fijo al clero, que en contrapartida estaba obligado a prestar un juramento de fidelidad. El concordato suponía un balón de oxígeno para la población católica belga, que lo consideró como un auténtico triunfo, pero el rey de Holanda torpedeó la práctica de los acuerdos que muy pronto quedaron en papel mojado. Las últimas consecuencias del incumplimiento del concordato no las pudo ver León XII. Toda esta situación provocó la reacción de los belgas que, unidos a los protestantes liberales y con el impulso a su favor del ciclo revolucionario del verano de 1830, acabaron por segregarsc de Holanda.
Respecto a Inglaterra, León XII prosiguió la táctica iniciada por Consalvi de apoyarse más en la diplomacia que en la intransigencia de los católicos irlandeses. Sólo por un par de meses la muerte le impidió ver los resultados. Ésta fue también la línea y los objetivos que se trazó Daniel O’Connell (1775-1847) al restablecer en 1825 la Asociación Católica: reforzamiento de los comités diocesanos y parroquiales para la recogida de firmas y organización de mítines para cambiar la opinión pública. Así las cosas, en 1828, y a pesar de que por ser católico no se lo permitía la ley, O’Connell se presentó a las elecciones en el condado de Clarke, donde obtuvo un excelente éxito sobre su rival, e incluso intentó ocupar su escaño en el Parlamento. Los tories comprendieron la estrategia de O’Connell: o atendían las demandas de los católicos o con sus votos podrían derribar su gobierno. Ante esta disyuntiva, Wellington (1767-1852) forzó al rey, Jorge IV (1820-1830), para que concediese la emancipación de los católicos en abril de 1829. Así pues, se aprobaba esta reforma por puro pragmatismo, más que por el respeto al derecho que asistía a los católicos. A partir de entonces se restringía en las islas el juramento de obediencia sólo al aspecto civil y se reconocía a los católicos sus derechos políticos y civiles, por lo tanto podrían ser también candidatos en las elecciones y ocupar cargos en la administración, salvo algunos que permanecieron vetados a los católicos hasta el siglo xx.
También en Iberoamérica León XII prosiguió la línea de su predecesor. Hasta la independencia de las naciones americanas, los titulares de las diócesis eran peninsulares nombrados por el rey de España (P. de Leturia, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, t. II). Tras la independencia, se duplicaron las injerencias, de modo que ante los intentos de control en el nombramiento de los obispos tanto por parte de los gobiernos de las naciones independizadas como por parte del rey de España, Fernando VII (1808-1833), en 1826 el papa nombró a Mauro Cappellari (1765-1846) —el futuro Gregorio XVI—, prefecto de la congregación De Propaganda Fide, y puso bajo su gobierno las comunidades cristianas recién independizadas, para proceder al nombramiento de obispos sin consultar a nadie. Sin embargo, las presiones de Fernando VII —que también asentaba su reinado sobre la alianza del trono y el altar— entorpecieron de tal manera los proyectos de León XII, que fue necesario volver al antiguo sistema del nombramiento de vicarios apostólicos para no violar el patronato regio, lo que provocó un auténtico caos en el gobierno de los católicos del continente americano en los años sucesivos.
Los problemas doctrinales. No quedaría completo el boceto del pontificado de León XII sin una referencia a los problemas doctrinales de estos años. Con la bula Quod divina Sapientia (1824) el papa reorganizó los planes académicos en las siete universidades de los Estados Pontificios (Roma, Bolonia, Perugia, Fermo, Ferrara, Macerata y Camerino), donde se impulsaron los estudios de apologética, derecho canónico, liturgia y arqueología. En su primera encíclica, Ubi primum (3 mayo 1824), trató de hacer frente a los errores que amenazaban a la fe. Este documento comenzaba con unas recomendaciones a los obispos, con el fin de que la buena doctrina se asentara sobre el buen ejemplo. En este sentido, recordaba a los sucesores de los apóstoles sus obligaciones de residir en sus diócesis y de realizar las visitas pastorales, así como a esmerarse en la elección de candidatos dignos y preparados a la hora de conferir el sacramentó del orden sacerdotal. A continuación llamaba la atención sobre el indiferentismo y sobre todas las corrientes de pensamiento que coincidían en «enseñar que Dios ha dado al hombre una libertad absoluta, de manera que cada uno pueda sin peligro para su salvación, abrazar y adoptar la secta y la opinión que le convenga según su propio juicio». Y concluía la encíclica haciendo un llamamiento a todos los obispos para que, reaccionando frente al galicanismo y al josefinismo, cerraran filas junto al papa.
Y en cuanto a los aspectos doctrinales durante este pontificado, también hay que volver a referirse a Francia. Tanto durante el reinado de Luis XVIII (1814-1824) como en el de Carlos X (1824-1830), León XII tuvo que enfrentarse a las tendencias galicanas de estos dos monarcas absolutistas. Además de interferir en las competencias sobre el nombramiento y la disciplina de los obispos, Carlos X reclamó la concesión de su plácet, impidiendo la comunicación directa del papa con los prelados franceses. Carlos X llegó incluso a prohibir la exhortación de León XII dirigida a los cismáticos de la Pequeña Iglesia para que volvieran a la unidad.
No obstante, aunque personificado en un clérigo, un nuevo problema se estaba gestando entonces en Francia, que estallaría con toda virulencia en el pontificado de Gregorio XVI (1831-1846). Dicho clérigo adquirió una notable notoriedad ya en la etapa de León XII. Se trataba de Felicité de Lamennais (1782-1854), bretón converso en 1804, ordenado sacerdote en 1816, y apóstata desde 1834, que murió separado de la Iglesia. Hombre de un temperamento radical y escasa formación teológica, era sin embargo un buen polemista. Se hizo popular al publicar en Le Conservateur, Le Défenseur y Le Drapeau Blanc sus escritos ultramontanos «en perpetua exageración —según se ha escrito— que pone la lógica al servicio de su pasión, o más bien, que toma su pasión por la lógica misma». Su prosa hiriente habitualmente atacaba a las personas; y así se refería a Lainé y Corbin como «continuadores de Enrique VIII», al abate Clausel de Montáis le apodaba el «Marat del galicanismo» y a los jesuítas les llamaba «granaderos de la locura» (J. Leflon, La Revolución…). Lamennais elaboró los argumentos de estos años con el entramado del fideísmo y del tradicionalismo, manifestando un llamativo desprecio hacia la razón humana, a la que llegó a calificar de «débil y vacilante luminaria». Su primera fase ultramontana queda reflejada nítidamente en una de sus máximas: «Sin papa, no hay Iglesia; sin Iglesia, no hay cristianismo; sin cristianismo, no hay sociedad» (G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t. I). Al final del pontificado de León XII cambió de postura, y si hasta entonces pensaba que la Iglesia debía ser necesariamente tradicionalista, a partir de 1829 defendió que con la misma necesidad y exclusivismo debía abrazarse al liberalismo. A pesar de tan espectacular cambio, el clérigo bretón mantuvo inalterable su radicalismo, hasta exigir que sus tesis personales se convirtieran en doctrina oficial de la Iglesia. La indiferencia y el silencio de la Santa Sede ante semejante pretensión le fue alejando de la Iglesia hasta romper formalmente con ella. La ruptura se produjo durante el pontificado de Gregorio XVI.
En efecto, León XII no vería el desenlace ni de ésta ni de otras muchas cuestiones, que se habían iniciado durante su pontificado. En el invierno de 1829 sufrió otra de las muchas recaídas de salud, quizá una de las más cortas, pues ésta que fue la definitiva sólo duró cinco días. Cumplidos los 68 años y tras cinco años y medio de pontificado, consumido como estaba desde hacía tiempo por las enfermedades, tuvo una corta y tranquila agonía. Falleció el 10 de febrero de 1829.
Pío VIII (31 marzo 1829 - 30 noviembre 1830)
Personalidad y carrera eclesiástica. Francesco Saverio Castiglioni nació (20 noviembre 1761) en Cingoli, cerca de Ancona. Pertenecía a una familia noble, emparentada con el papa san Pío V (1566-1572). Cursó los primeros estudios en el colegio de los jesuítas de Osimo. Desde muy joven dio muestras de unas excepcionales dotes intelectuales en disciplinas como la arqueología y la numismática, pero sobresalió ante todo en el estudio del derecho canónico, cursado en Bolonia y en Roma. Colaboró con monseñor Giovanni Devoti (1744-1820) en la compilación de Instituí»Iones canonicae (1792). La formación jurídica adquirida durante estos años le facilitó sus posteriores funciones de gobierno, por ejemplo, a la hora de resolver —ya desde la cátedra de san Pedro— el problema de los matrimonios mixtos en 1830 frente a las pretensiones de Federico Guillermo III de Prusia (1797-1840).
Pío VII (1800-1823) le nombró obispo de Montalto en 1800, desde donde fue trasladado a Ascoli. Durante la ocupación francesa apoyó con firmeza a Pío VII y defendió los intereses de la Santa Sede. Al no plegarse a los dictados de Napoleón (1769-1821), éste dio una orden en virtud de la cual fue encarcelado y confinado al principio en Milán, y después en Pavía y Mantua. Esta enérgica actitud de su personalidad contrasta, no obstante, con su quebrada salud:
Una afección herpática —según el cardenal Wiseman (Recollections of the Last Four Popes, Londres, 1858)— y obstinada le hacía tener la cabeza inclinada y girada hacia un lado, lo que daba cierto aire de rigidez y falta de gracia a sus movimientos. Sin embargo, esto no era lo peor; parecía estar y estaba efectivamente, en un estado de sufrimiento continuo, produciéndole una fuerte irritación, que se manifestaba a veces en su tono y sus expresiones.
Tras la derrota de Napoleón, regresó a su diócesis y en 1816 fue nombrado obispo de Cesena y promovido al cardenalato. Posteriormente desempeñó los cargos de prefecto de la Congregación del índice y penitenciario mayor (1821), por lo que le tocó asistir espiritualmente a Pío VII y a León XII (1823-1829) en sus últimos momentos.
Ya en el cónclave de 1823 fue uno de los candidatos a suceder a Pío VII, pues de todos eran conocidos sus deseos de que fuera su sucesor, e incluso se difundió un comentario de Pío VII realizado después de un delicado despacho con el entonces cardenal Castiglioni: «Vuestra santidad, Pío VIII, arreglará más tarde este asunto.» Por tanto, aunque tuvo que ceder el paso a León XII en 1823, su elección en 1829 no constituyó ninguna sorpresa y fue muy bien recibida, pues además de la ejemplaridad de su vida de piedad poseía dotes de gobierno, como había demostrado en el desempeño de los diversos cargos eclesiásticos que había ocupado. Y, precisamente, la circunstancia de su precaria salud parece ser que pesó en el ánimo de los electores del cónclave, que una vez más se había bloqueado debido a las ya conocidas pugnas entre zelanti y politicanti. Puesto que ni unos ni otros cedían, no quedaba otra salida que hacer un paréntesis en sus disputas, mediante la elección de un pontificado corto o «interino», como algunos pretendieron, por lo que la debilidad física de Castiglioni, marcadamente visible en el absceso del cuello que presagiaba un pronto final, atrajo la atención de los electores hasta el punto que le votaron 47 de los 50 cardenales reunidos en el cónclave.
En efecto, la permanencia de Pío VIII en la sede de san Pedro fue muy breve, pero en modo alguno su pontificado se puede calificar de interino, ya que durante esos casi dos años el romano pontífice tuvo que hacer frente a las dificultades propias de todo un cambio de época. El pontificado de Pío VIII coincide con el ciclo revolucionario de 1830 que liquida la Restauración, período de quince años en los que Europa trató de asegurar su convivencia sobre los presupuestos del Congreso de Viena (1815): legitimidad monárquica y equilibrio europeo. Así pues, y contra todo pronóstico, el breve tránsito de Pío VIII por el pontificado dejó sus huellas en la historia de la Iglesia, que conviene repasar.
Las revoluciones liberales de 1830. Pocos meses después de su elección, el tratado de Adrianópolis (14 septiembre 1829) reconocía la independencia de Grecia del Imperio turco, después de ocho años de enfrentamiento con el sultán. Desde luego, algo estaba cambiando en Europa, pues las mismas potencias que habían aceptado los principios de Viena, se retractaban ahora. El reconocimiento de la independencia de Grecia por parte de las potencias europeas era el mejor certificado del fracaso de los presupuestos de la Restauración, ya que además de desautorizar al «legítimo» soberano, el sultán turco, se aceptaba a un tiempo el «desequilibrio» que suponían las modificaciones del mapa europeo con la independencia de Grecia. Por otro lado, la serie de revoluciones que se desencadenaron durante el verano de 1830 en Francia, Alemania, Polonia, los Estados Pontificios y Bélgica, acabaron por liquidar definitivamente el sistema de la Restauración.
Y una vez más Francia, la «hija primogénita de la Iglesia», donde reinaba Carlos X (1824-1830), hermano del guillotinado Luis XVI (1754-1793), que había restaurado la alianza del trono y el altar con el fin de poner la religión al servicio del Estado, se iba a convertir en el primero y más grave problema de Pío VIII. Chateaubriand (1768-1848), embajador de Francia ante la Santa Sede, interfirió en el nombramiento como secretario de Estado del cardenal Giuseppe Albani (1750-1834), formado en la escuela de Consalvi (1757-1824), por considerarle un hombre de Austria, y le vetó calificándole de indeseable. Pío VIII, por su parte, tras responderle que el nombramiento de Albani no obedecía a cálculos políticos, le manifestó con claridad y firmeza: «yo soy el soberano y se hará mi voluntad». Como consecuencia de este choque, Chateaubriand tuvo que dimitir de su cargo. Por lo demás, la actuación posterior de Albani vino a demostrar que el secretario de Estado no se supeditó a los dictados de ninguna de las potencias, incluida Austria, y que defendió los intereses de la Iglesia con total independencia.
Así se explica que la «alianza» en la que se había refugiado el régimen de Carlos X provocase que la revolución de 1830 atacase con igual ímpetu tanto al trono como al altar. La estrategia de Carlos X había colocado a la Iglesia en la mentalidad de los liberales franceses como aliada del absolutismo y enemiga de las libertades. En consecuencia, los revolucionarios de París durante las jornadas de julio saquearon el arzobispado, el noviciado de los jesuitas y la casa de las misiones, hechos que por imitación fueron repetidos en muchas ciudades y pueblos de Francia. Pío VIII, a quien todos estos acontecimientos no le cogieron por sorpresa, actuó con moderación, pues a la vez que condenó los desmanes anticlericales, desautorizó la vinculación de la Iglesia con el legitimismo al reconocer la nueva monarquía de Luis Felipe de Orléans (1830-1848). Además, exhortó a los obispos y al clero de Francia para que prestasen sumisión y obediencia «al nuevo soberano elegido por la nación, por quien debían elevar sus oraciones según costumbre», les prohibió expresamente que abandonasen sus diócesis y sus ministerios, y les recomendó que se empeñaran en cumplir su misión religiosa, pacificando los espíritus.
Esta misma línea de actuación se impuso en la relaciones diplomáticas del pontífice con Inglaterra, donde se acababa de reconocer la emancipación de los católicos. Y del mismo modo procedió respecto a Bélgica, otro nuevo Estado que surgía en 1830 al unirse los católicos y los liberales belgas para luchar hasta conseguir la independencia del reino de los Países Bajos, cuyo soberano, de religión protestante, trataba de imponer un régimen absolutista y regalista en todos sus dominios.
Por otra parte, Pío VIII tuvo que resolver la grave cuestión de los católicos alemanes, donde el soberano de Prusia, Federico Guillermo III, sometió los matrimonios mixtos de las zonas católicas a una legislación protestante. Según el breve Litteris altero abhinc (25 marzo 1830), Pío VIII sentó la doctrina de la Iglesia al respecto, vigente durante mucho tiempo. El breve, en principio, trataba de disuadir a los católicos de celebrar matrimonios mixtos en los que no se garantizasen las cautelas de la Iglesia en orden a la educación religiosa de la prole; de celebrarse, no obstante y salvo que existiesen impedimentos dirimentes, se reconocían como válidos dichos matrimonios, aunque no cumpliesen los requisitos dictados en Trento, y se permitía la asistencia pasiva del sacerdote en dichas celebraciones. La solución de Pío VIII, emanada sin duda de su formación jurídica, aunque no alivió la crispación de las autoridades prusianas, al menos se convirtió en un importante legado doctrinal para sus sucesores en el pontificado.
El gobierno de Pío VIII impulsó también las iniciativas que sus predecesores habían tomado en América. Por habilidad y tacto, el papa supo amortiguar las tensiones del gobierno brasileño contra la Iglesia y consiguió la acreditación del nuncio Antini ante las autoridades brasileñas. Pío VIII creaba así la primera nunciatura de América del Sur.
Mayor relieve tuvieron sus decisiones respecto a Estados Unidos, donde Pío VII en 1806, antes de ser apresado por Napoleón, había erigido las diócesis de Boston, Nueva York, Filadelfia y Bardstown, a la vez que constituía Baltimore en sede metropolitana; en 1821, se crearon las de Charleston y Richmond y en 1822 la de Cincinnati. Todo lo cual era el reflejo del crecimiento de la Iglesia en Norteamérica. Pues bien, Pío VIII promovió la celebración del Concilio de Baltimore, que comenzó el 4 de octubre de 1829 y dio sobradas muestras de la vitalidad de la Iglesia en aquellas tierras.
El magisterio de Pío VIII. El talante conciliador de Pío VIII en las relaciones diplomáticas era compatible con su firmeza en la defensa doctrinal en aquellos puntos en los que las ideologías chocaban con el depósito revelado que, naturalmente, como cabeza de la Iglesia, tenía que custodiar y defender. De modo que tanto Pío VIII como sus sucesores tuvieron que dar una respuesta a los planteamientos doctrinales del liberalismo, en cuanto que algunos de sus partidarios plantearon la incompatibilidad de la ideología liberal con la doctrina de la Iglesia. En efecto, conviene precisar que el liberalismo, además de proponer una determinada organización de la economía, de las relaciones sociales o de establecer el sistema de elección de los representantes del poder mediante elecciones, entre otras muchas más manifestaciones, es «ante todo una filosofía global» (Rene Rémond, Introducción a la historia de nuestro tiempo, t. II), una antropología, en definitiva, que proclama la autonomía del hombre y el relativismo frente a la verdad. Naturalmente, ante esta concepción antropocéntrica del liberalismo, que además establece unas determinadas relaciones del hombre respecto a Dios y la naturaleza, el papa debía orientar doctrinalmente a los fieles, de acuerdo con la verdad cristiana. Cosa distinta es que no hayan faltado quienes por prejuicios hayan visto en el papado al enemigo de todas las manifestaciones del régimen liberal, o quienes por el contrario, en una interpretación interesada, entendieron que las precisiones del papa sobre la filosofía liberal equivalía a respaldar sus propias posiciones políticas absolutistas.
Así las cosas, en su primera y única encíclica, Traditi humilitati nostrae (24 mayo 1829), Pío VIII dejó claro, ante todo, su autoridad universal en la Iglesia, «no sólo sobre los corderos, es decir, el pueblo cristiano, sino también sobre las ovejas, esto es sobre los obispos», otra condena más de las tesis galicanas, que por supuesto provocó el descontento de los sectores tradicionalistas del clero francés. A continuación, se refería el papa en este documento a «los sofistas de este siglo, que proponen que el puerto de la salvación está abierto a todas las religiones, y otorgan las mismas alabanzas a la verdad y al error, al vicio y a la virtud, a la honestidad y a la infamia» (Artaud de Montor, Histoire du pape Pie VIII, París, 1844). Igualmente condenaba Pío VIII en su encíclica las sociedades secretas por su sectarismo y empeño en destruir la Iglesia y los Estados, y llamaba la atención sobre la santidad del matrimonio y la importancia que debía otorgarse a la educación de la juventud. En su denuncia, se anticipaba así Pío VIII a plantear los principales problemas que la Iglesia iba a tener con aquellos Estados en los que en años posteriores se consolidó el régimen liberal. Por último, la encíclica de Pío VIII proponía a los fieles la oración como el remedio para frenar el avance del error; y para dejar claro que la oración es un recurso perenne y eficaz, el pontífice identificaba la situación de confusión doctrinal de entonces con un pasaje del Antiguo Testamento: «en las actuales circunstancias hay que volver a pedir insistentemente al Señor que libre a Israel de la plaga».
Además de los problemas doctrinales, como los que se han mencionado anteriormente, se agravaba otro que ya conocemos, pues durante el pontificado de Pío VIII Felicité de Lamennais (1782-1854), tras abandonar sus posiciones ultramontanas y animado por las experiencias de los católicos ingleses y belgas, giraba hacia lo que se conoce como catolicismo liberal. Al calor de la revolución de julio de 1830 se instaló con sus seguidores —Jean Baptiste Henri Lacordaire (1802-1861), Charles de Montalembert (1810-1870), Philipe Gerbet (1798-1864), Rene Francois Rohrbacher (1789-1856), Prosper Louis Pascal Guéranguer (1806-1875)— en Juilly, muy cerca de París. Poco después fundaron un periódico, L’Avenir, bajo el lema «Dios y Libertad». El nacimiento del periódico en los primeros días del mes de octubre de 1830 fue cuando menos inoportuno en el tiempo, pues provocó no pocas disensiones entre el episcopado francés en torno a las tesis de Lamennais sobre la libertad religiosa. El primer número veía la luz justo cuando el papa había conseguido que los obispos franceses acatasen a Luis Felipe de Orléans. Y es que éste era el único recurso diplomático del pontífice para impedir que el nuevo régimen traspasara a la legalidad las propuestas anticatólicas de los revolucionarios de julio. En cualquier caso, la muerte impidió a Pío VIII afrontar el problema planteado por el clérigo francés, recayendo sobre su sucesor esta cuestión.
Todas estas complicadas y espinosas situaciones acabaron por minar definitivamente la ya de por sí delicada salud de Pío VIII. En sus últimos días el pontífice perdió completamente el sueño, y la úlcera que le aquejaba desde hacía años alcanzó sus órganos internos, provocándole fortísimos dolores. El 23 de noviembre, plenamente consciente, recibió los últimos sacramentos y falleció una semana después. Su pontificado había durado sólo veinte meses.
Gregorio XVI (2 febrero 1831 - 1 junio 1846)
Personalidad y carrera eclesiástica. Alberto Cappellari nació (18 septiembre 1765) en Belluno, al norte de Venecia, en el seno de una familia noble, que había perdido su patrimonio. A los 18 años ingresó en el monasterio camaldulense de San Miguel de Murano en el Véneto, donde adoptó el nombre de Mauro. Tres años después de su profesión solemne fue ordenado sacerdote (1787) y nombrado más tarde profesor de filosofía (1790) del mismo monasterio. En 1795 se trasladó a Roma como asistente del procurador general de su orden. La fidelidad con la que vivió su regla monástica, basada en la piedad y en la austeridad, además de sus cualidades intelectuales, le hicieron merecedor de un gran prestigio dentro de su orden, que a su vez trascendió muy pronto por toda Italia y algunos países europeos.
Ratificó su valía humana y su fe religiosa con motivo de la conquista de Roma, la conversión del Estado pontificio en la República Romana (1798) y el consecuente cautiverio de Pío VI por el Directorio francés, al atreverse a publicar en 1799 El triunfo de la Santa Sede y de la Iglesia frente a los ataques de los innovadores. El libro fue un éxito editorial y se hicieron varias ediciones. En esta obra, Mauro Cappellari rebatía las doctrinas en las que se sustentaba el movimiento revolucionario antirreligioso. En efecto, cuando se había generalizado la opinión entre los revolucionarios de que la Iglesia era ya una causa perdida, hasta el punto de adjudicar al papa prisionero el título de «Pío VI y último», Cappellari proclamó la pervivencia de la Iglesia hasta el fin de los tiempos, de acuerdo con la promesa de su fundador. Como es sabido, los hechos desmintieron las previsiones de los revolucionarios en su contra, pues Napoleón (1769-1821) puso fin al Directorio con el golpe de Brumario (10 noviembre 1799) y estableció en Francia una dictadura. También en este mismo libro, frente al despojo de los territorios pontificios, el monje camaldulense argumentaba en favor de la soberanía temporal del papa, además de defender su infalibilidad y el carácter monárquico de la Iglesia.
Cappellari tenía una gran capacidad de gestión y de gobierno, como demostró en los diversos cargos que desempeñó antes de ser elegido papa. En 1800 fue designado primer abad vicario del monasterio romano de San Gregorio, y cinco años después abad ordinario. Fue, también, procurador general de los camaldulenses en 1807 y general de su orden en 1823. Pío VII (1800-1823) le nombró consultor de varias congregaciones, como la de asuntos extraordinarios y la del índice. León XII (1823-1829) le elevó al cardenalato (13 marzo 1826) y le nombró prefecto de la sagrada congregación De Propaganda Fide, desde donde dio un notable impulso a las misiones, experiencia esta última que sería decisiva —ya durante su pontificado— para sentar las bases modernas de la actividad misional de la Iglesia. Aceptó todos estos cargos sólo como servicio a la Iglesia, porque lo cierto es que rechazó varias sedes episcopales que le ofrecieron tanto Pío VIII como León XII. Por este motivo, el cardenal Mauro Cappellari entraba en el cónclave el 14 de diciembre de 1830 como simple sacerdote, por no haber recibido todavía la consagración episcopal.
Como se esperaba, no fue éste un cónclave corto. Duró cincuenta días y fueron precisas unas cien votaciones para elegir al nuevo sucesor de san Pedro. En cambio, fallaron los pronósticos sobre el nombre del candidato elegido. La prueba de que Cappellari no era uno de los papables es que hasta casi después de un mes de comenzar el cónclave no recibió los primeros sufragios significativos; es más, a la vista de este primer resultado, rogó al resto de los cardenales que dejaran de votarle. Sin embargo, el cardenal Zurla, que además de general de los camaldulenses era su confesor, en virtud de la obediencia le ordenó que aceptara el pontificado; y el 2 de febrero recibía 32 votos de los 41 posibles, con lo que se sobrepasaban los dos tercios exigidos. En honor del papa santo que había habitado su convento, san Gregorio VII (1073-1085), «campeón medieval de la libertad de la Iglesia», y de Gregorio XV (1621-1623), fundador de la sagrada congregación De Propaganda Fide (6 enero 1622), adoptó para sí el de Gregorio XVI (Ch. Sylvain, L’histoire du pontifical de Grégoire XVI, Brujas, 1889). Antes de recibir de manos del cardenal Bartolomeo Pacca (1756-1844) la tiara, símbolo de la autoridad pontificia, tuvo que ser consagrado obispo por el cardenal Zurla el 6 de febrero de 1831.
Con Gregorio XVI comienza una etapa que se prolonga hasta el día de hoy, que se conoce como la de los grandes papas. Además de la dilatada permanencia temporal de los pontífices en la cátedra de san Pedro, desde Gregorio XVI hasta Juan Pablo II (1978) el pontificado se ha revestido de un gran prestigio moral y sus titulares han publicado toda una serie de documentos doctrinales de una enorme resonancia dentro y fuera de la Iglesia. Pues bien, quien inaugura la etapa de los grandes papas es un personaje que en su intimidad vivió como un camaldulense, o que pretendió «ser más monje que papa», por utilizar sus palabras. Hasta su aspecto exterior contribuía a dar esta imagen, pues «su figura —escribió su amigo el cardenal Nicholas Wiseman— no ofrecía a primera vista tanta nobleza como la de su predecesores; sus rasgos, grandes y redondeados, estaban ausentes de esos toques finos que sugieren un genio elevado y un gusto delicado». Pero tal carencia estaba de sobra compensada por una fortaleza nada común. Por gozar de buena salud, despidió a los médicos del Vaticano y destinó su sueldo a obras de caridad. Era un caminante infatigable y llevó una vida realmente austera; dormía sobre un colchón de paja y ordenó al cocinero que le preparara una dieta muy frugal, ya que —según le manifestó— la elevación a la cátedra de san Pedro no le había cambiado el estómago. Quienes le trataron en la intimidad se refieren a una personalidad vivaz, alegre y jovial, que supo hacer compatible la majestad del pontificado con una vida de intensa oración, derivada de su vocación de contemplativo.
La doctrina de la Iglesia y la ideología liberal. Gregorio XVI fue el primer papa que clarificó doctrinalmente el concepto de libertad frente a las propuestas de la ideología liberal.
El liberalismo soslaya la afirmación cristiana de que el hombre «tiene» libertad, y la sustituye por la de que el hombre «es» libertad. Identifica libertad y naturaleza. No consiste, pues, la cuestión en la defensa de determinadas libertades meramente operativas, externas; el núcleo del liberalismo está constituido por la proclamación de la libertad de conciencia: de nadie depende el hombre, salvo de sí mismo. Se elimina así en la teoría —o al menos en la práctica— el carácter de criatura que tiene el hombre; como tal, radicalmente dependiente del Creador, que es quien le ha otorgado un ámbito bien definido en donde es posible la libertad. La afirmación de la libertad de conciencia comporta un cambio profundo en el mismo concepto de conciencia. El cambio que, a lo largo de los siglos xix y xx, desarrollarán —entre otros— Schopenhauer, Nietzsche y Freud (G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t. I).
Pues bien, éste es el núcleo concreto al que se dirige la condena del liberalismo de Gregorio XVI en su encíclica inaugural de pontificado Miran vos (15 agosto 1832), condena que por lo demás ratificarán sus sucesores. Meses antes de su publicación, el pontífice había recibido en audiencia a Lamennais (1782-1854), Lacordaire (1802-1861) y Montalembert (1810-1870), que habían peregrinado en noviembre de 1831 hacia Roma para que el papa les concediese un refrendo oficial a sus propuestas de catolicismo liberal. Si la buena voluntad de los menesianos cabe suponerla, su estrategia cuando menos hay que tacharla de contradictoria, pues desde los presupuestos menesianos de libertad se requería para sus propuestas políticas un certificado de autoridad. Así pues, Gregorio XVI mantuvo con los tres «peregrinos de Dios y de la libertad» un encuentro breve y distante, no les dio ninguna respuesta concreta, por lo que permanecieron todavía algún tiempo en Roma en espera de la tan ansiada contestación del papa. Después de seis meses de inútil expectación, los menesianos abandonaron Roma. La respuesta —aunque sin mencionarlos— era sin duda la Mirad vos. En dicho documento, además del liberalismo el papa aborda los temas del galicanismo y el regalismo, reafirma el celibato sacerdotal y la santidad del matrimonio y condena el indiferentismo, además de referirse a la libertad de imprenta, a la subversión contra el orden temporal y a la libertad de conciencia, aspecto este último en el que insistirá en su correspondencia con el zar Nicolás I (1825-1855) al manifestarle: «No hay que confundir la libertad de conciencia con la libertad de no tener conciencia.»
En principio, Lamennais recibió la encíclica con estoicismo, pero con el tiempo y contra los consejos de sus compañeros se fue distanciando de Roma hasta colocarse en una posición de enfrentamiento. La publicación de su libro Palabras de un creyente en 1834, donde manifestaba que había dejado de creer en Cristo y en la Iglesia, para no creer más que en la humanidad, era toda una declaración de apostasía y suponía de hecho la ruptura, que formalmente se produjo en 1848, año en el que se secularizó y abondonó totalmente la fe. Entregado a la política como diputado demócrata en la Asamblea de la II República francesa, murió en 1854 sin arrepentirse. Bien diferente fue la actitud del resto del grupo de los menesianos, que tras rectificar, permanecieron en el seno de la Iglesia y de acuerdo con las enseñanzas de Roma siguieron luchando en favor de la libertad, y muy particularmente de la libertad de enseñanza, y contribuyeron a la renovación de los estudios eclesiásticos.
Positivismo y fideísmo. Los conflictos doctrinales procedentes de Francia a los que tuvo que hacer frente Gregorio XVI no se debieron exclusivamente a Lamennais. Entre los años 1830 a 1842, Augusto Comte (1798-1857) publicaba su Curso de filosofía positiva, donde proclamaba el advenimiento de una nueva era para la humanidad (coincidiendo casualmente la coronación de la cima histórica con su pensamiento), en la que la sociología debería convertirse en la ciencia que regulara la vida de los hombres conforme a las pautas del progreso y el bienestar material. Comte y Lamennais mantuvieron varias entrevistas en 1826; como resultado de estos encuentros, el primero reconoció a Lamennais, con admiración, como el jefe indiscutible del partido católico, aunque eso sí, sin posibilidad de encontrarse ideológicamente. No fue así, pues a partir de 1834 Lamennais iba a coincidir en no pocos puntos con Comte, tras variar el objeto de su fe hacia la humanidad, al haber situado a ésta en el lugar de las creencias que hasta entonces habían ocupado Cristo y la Iglesia.
Por otra parte, y en sentido contrario a los postulados expuestos anteriormente, Gregorio XVI tuvo que salir al paso de las propuestas de Louis Bautain, un profesor de filosofía converso y sacerdote desde 1828, que en su obra La filosofía del cristianismo (1835) trataba de conciliar el catolicismo con el idealismo, derivado de la filosofía kantiana. Bautain sostenía que sólo la fe en Jesucristo era la única base sobre la que podría apoyarse la razón para comprender el mundo y organizarlo. El antiintelectualismo de Bautain, que convertía a la fe en el principio de la ciencia, es conocido como fideísmo. La doctrina de Bautain fue condenada por la Iglesia en 1840, si bien en este caso el clérigo sometió su juicio a las indicaciones de Roma, y acabó sus días como profesor de teología moral de la Sorbona, integrado en el grupo de los católicos renovadores.
La renovación religiosa en Francia e Inglaterra. Resulta explicable que todas estas desviaciones doctrinales tuvieran como protagonistas a clérigos franceses. A partir del concordato de 1801 fue posible la aparición de un nuevo clero en Francia, al que la jerarquía quería distanciado de las posiciones galicanas de la etapa prerrevolucionaria y sobre todo entregado al culto y a la atención pastoral de la feligresía, con el fin de reparar los daños causados por la Revolución. Pero a cambio de potenciar estos objetivos se descuidó su formación doctrinal. Frayssinous llegó a escribir que Lamennais tenía genio, pero que carecía de teología, y salvo a Rohrbacher (1789-1856), a todos sus seguidores les ocurría otro tanto, de modo que los menesianos «se enredan en generalidades oratorias; se puede admirar su ardor, su preocupación apostólica por conquistar un siglo […] pero les faltan las bases» (J. Leflon, L’Église de France et la Révolution de 1848, París, 1948). Así pues, con el fin de paliar estas carencias, el arzobispo de París, monseñor Denis Auguste Affre (1793-1848), inició las gestiones para comprar el convento de los carmelitas, uno de los escenarios más significativos de la persecución religiosa de 1792, donde instaló la Escuela de Altos Estudios Eclesiásticos, que tanto contribuiría a la renovación del pensamiento religioso en los pontificados posteriores al de Gregorio XVI. Los seis primeros alumnos se matricularon en 1845 y el primer doctor, el futuro cardenal Charles Lavigerie (1825-1892), obtuvo este grado académico en 1850.
En contraste con el estéril revuelo de los clérigos anteriores, fueron laicos franceses los protagonistas de una de las iniciativas más novedosas y fecundas de estos años, concretamente unos jóvenes estudiantes de la Universidad de la Sorbona. Fréderic Ozanam (1813-1853) comenzó sus estudios de derecho en 1831. Pues bien, el entonces estudiante de derecho y más tarde profesor de la prestigiosa universidad francesa, había promovido en dicha universidad una «Conferencia de Historia» para debatir libremente sobre el alcance social del Evangelio. El mes de mayo de 1833 convocó a seis de sus jovencísimos compañeros en las dependencias de la Tribuna Católica; sólo uno de ellos tenía más de veinte años. Fue así cómo se fundó la Sociedad de San Vicente de Paúl: los reunidos juraron buscar a Cristo en la figura de los más necesitados mediante el ejercicio de la caridad. En 1835 funcionaban ya cuatro conferencias en París y poco después se extendieron por toda Europa. Ozanam ha sido beatificado (22 agosto 1997) por Juan Pablo II en la catedral de París.
Un panorama más esperanzador que el de Francia era el que se iba a abrir para los católicos ingleses, debido sobre todo a la acción de dos personajes como Nicholas Wiseman y John Henry Newman (1801-1890), este último uno de los principales impulsores del movimiento de Oxford. Wiseman se había formado en el seminario inglés de Roma reconstruido por Pío VII y fue enviado como coadjutor a Londres, donde Gregorio XVI había erigido cuatro vicariatos. El éxito de sus conferencias religiosas (lectures) y la puesta en marcha de publicaciones (Dublin Review, The Tablet), iban a ser decisivos para revitalizar la religiosidad de las islas en un momento en que los emigrados irlandeses comenzaban a pesar electoralmentc en Inglaterra y donde a la vez los «viejos católicos» se habían anquilosado. En 1850, Wiseman fue nombrado cardenal primado. No fue fácil su trabajo, pues a pesar de su categoría intelectual y de su arraigada y profunda piedad, o quizás precisamente por ello, tuvo que sufrir la indiferencia y el recelo de los entibiados «viejos católicos» ingleses.
Por otra parte, Newman era un clérigo anglicano, que había decidido libremente vivir el celibato, y se había convertido en una de las figuras universitarias más destacadas de su tiempo. Ingresó en la Universidad de Oxford a los quince años, fue profesor y rector de la capilla universitaria, donde se granjeó un gran prestigio por su honradez intelectual y su profunda piedad. En la década de los treinta, surgieron en la Universidad de Oxford una serie de iniciativas de renovación de la Iglesia anglicana, que había perdido pulso religioso por su identificación con el Estado. Al ser estatal la Iglesia anglicana, la politización de lo religioso en Inglaterra fue todavía más acusada que en los países de mayoría católica. Comenzó así un movimiento intelectual y religioso en el que se produjeron toda una serie de publicaciones y conferencias y en el que jugó un papel decisivo Newman. El movimiento de Oxford, además de la revitalización religiosa de Inglaterra, para Newman iba a suponer un cambio decisivo. Desde su profundo conocimiento de la historia de la Iglesia inició un acercamiento al catolicismo (J. Morales, Newman, el camino hacia la fe, Pamplona, 1978) hasta su conversión (9 octubre 1845), todo un acontecimiento para los católicos ingleses y una auténtica sacudida para el anglicanismo. En principio, pensó permanecer en la Iglesia católica como un laico, pero por consejo de Wiseman se ordenó de sacerdote en Roma en 1847; más tarde León XIII (1878-1903) le nombraría cardenal en 1879. Tanto por sus escritos como por sus fecundos apostolados, el cardenal Newman fue una de las personalidades de mayor influencia en la segunda mitad del siglo pasado y todo un punto de referencia. En la actualidad está abierto su proceso de canonización.
La «cuestión de Colonia». En Prusia se agravó el problema suscitado por los matrimonios mixtos, derivando en lo que se conoce como la «cuestión de Colonia». Federico Guillermo III de Prusia (1797-1840) intentó que Gregorio XVI cambiara las disposiciones del breve de Pío VIII; ante la negativa del papa, maniobró en Prusia. El arzobispo de Colonia, monseñor Ferdinand August Spiegel (1764-1831), presionado por el rey cedió y su debilidad fue seguida por la del episcopado alemán.
Las protestas del pontífice ante el rey de Prusia no se hicieron esperar, y coincidiendo con el envío de dichas protestas falleció Spiegel. El candidato para sustituirle, Clement-August von Droste zu Vischering (1773-1845), por pertenecer a la nobleza, le pareció al rey de Prusia un elemento manejable y no tuvo dificultad para aceptar su nombramiento. Sin embargo, su primera actuación fue denunciar el acuerdo secreto entre Spiegel y Federico Guillermo III. El prelado acabó en la cárcel y al arzobispo de Posen le sucedió otro tanto, por solidarizarse con su postura. La valiente actitud de los prelados alemanes contó con el apoyo y el respaldo de los católicos de diversos países, especialmente en Alemania y Estados Unidos.
No cejó en su empeño el rey prusiano y buscó apoyo en los «hermesianos», católicos disidentes que seguían las doctrinas racionalistas de Georg Hermes (1775-1831), condenadas por Roma en 1835. También apoyaron al rey de Prusia los «jóvenes hegelianos», que veían en el fortalecimiento del Estado el principio del progreso histórico, por lo que para ellos era preferible un cristianismo estatalizado a la prusiana que una Iglesia dependiente de Roma y descontrolada del Estado. Y no deja de ser significativo que el propio Karl Marx (1818-1883), ya concluido el conflicto en 1842, tomara partido del lado de los jóvenes hegelianos en la defensa que habían mantenido del Estado prusiano frente la Iglesia católica.
Quedaban así planteadas dos de las grandes cuestiones de los próximos años, como eran la injerencia del Estado en la vida de la Iglesia y la incompatibilidad entre determinadas corrientes de pensamiento y la actividad política de los católicos. Droste-Vischering sólo fue liberado tras la muerte del rey, pues su sucesor, Federico Guillermo IV (1840-1861), de talante más dialogante, pudo llegar a un acuerdo y zanjar la «cuestión de Colonia» mediante la Convención de 1841. En adelante, además de permitir las disposiciones del papa en los matrimonios mixtos, el Estado prusiano dejaría de interferir en las comunicaciones de los obispos alemanes con Roma y se creó la Dirección de Cultos católica en Berlín.
La oleada revolucionaria de los años treinta. Como soberano temporal, Gregorio XVI se vio afectado por la oleada revolucionaria de los años treinta que sacudió a toda Europa. Concretamente, la revuelta de la región italiana había estallado en Módena justo al día siguiente de su elección. Constituido en Bolonia un gobierno insurrecto, apresaron al legado pontificio y proclamaron la república. Los revolucionarios controlaban poco después las legaciones, las Marcas y la Umbría, esto es, las cuatro quintas partes de los Estados Pontificios. Fracasados los primeros intentos de conciliación por parte de Gregorio XVI, su secretario de Estado, el cardenal Tommaso Bernetti (1779-1852), solicitó ayuda militar de Austria para pacificar los dominios pontificios, lo que a su vez provocó las protestas de Francia. Durante casi dos meses, el Estado pontificio vivió en permanente agitación por la acción de los revolucionarios, entre los que figuraba Luis Napoleón (1808-1873), futuro emperador de Francia con el nombre de Napoleón III (1852-1870).
Sofocado el levantamiento, las potencias —Inglaterra, Francia, Prusia y Rusia— convocaron una Conferencia en Roma e impusieron un Memorándum (21 marzo 1831) a Gregorio XVI, que le obligaba a introducir una serie de reformas en sus Estados, que apaciguasen a los revolucionarios, y a solicitar la retirada de las tropas austríacas. Desguarnecidos los territorios pontificios, en 1832 estalló otra revolución, esta vez en la Romana. De nuevo la revuelta fue apaciguada por la intervención extranjera; pero en esta ocasión además de Austria intervino Francia, que ocuparon respectivamente Bolonia y Ancona. Estas dos ciudades permanecieron ocupadas hasta 1838.
Así las cosas, y ante la dificultad por encontrar un equilibrio en las relaciones de la Santa Sede con los revolucionarios y las potencias, Gregorio XVI en 1836 tuvo que sustituir a su secretario de Estado, Bernetti —forjado en la escuela de Consalvi: reticente a Viena y proliberal— por Luigi Lambruschini (1776-1854), de tendencia conservadora. El nuevo secretario de Estado, una de las cabezas de los zelanti más intransigentes, adoptó medidas antirrevolucionarias y desconcertantes, como la negativa para instalar la red ferroviaria en el Estado pontificio o prohibir la asistencia a los católicos a los congresos científicos. Ahora bien, conviene señalar que los congresos de la Italia de entonces tenían más de políticos que de científicos y se estaban utilizando como avanzadilla del proceso de unificación italiana.
En efecto, en estas circunstancias nada fáciles, comenzó a actuar la Joven Italia de Giuseppe Mazzini (1808-1872), para quien el sumo pontífice —por ser soberano temporal— era el enemigo a batir, si es que se quería conseguir la unidad de Italia y establecer su capital natural en Roma. Por su parte, los literatos, historiadores y científicos, aglutinados desde hacía tiempo en el movimiento conocido como Risorgimento, centraron sus críticas en el papa. Por más que se presentara el Risorgimento como un enlace con épocas pretéritas de gloria cultural y artística, el movimiento no fue mucho más allá de ser un instrumento político, cuyos partidarios rebajaron el listón cultural y científico hasta la altura de la mediocridad, a causa de la politización ingénita del Risorgimento. Para los risorgimentistas, el empeño de Gregorio XVI en mantener la soberanía temporal de sus territorios era el principal obstáculo para llegar a la unidad de Italia. Para el papa, esa misma soberanía temporal era la garantía inexcusable de su independencia frente al resto de los Estados para cumplir con su misión espiritual, y además tenía el papa otra poderosa razón para defender sus posiciones: todos esos territorios pertenecían a la Iglesia desde hacía unos mil años. Gregorio XVI, por tanto, mantuvo hasta el final de su vida un equilibrio en esta complicada cuestión, cuyo desenlace se produciría, no obstante, durante el pontificado de su sucesor, Pío IX (1846-1878), etapa en la que fueron usurpados en su totalidad los territorios de la Iglesia.
Un sector influyente de la historiografía italiana ha juzgado con dureza a Gregorio XVI, juicio que por lo demás se ha transmitido a historiadores de otros países. Pero esta crítica se centra sólo en un aspecto parcial de su pontificado, como es el de su soberanía temporal sobre unos territorios enclavados en Italia, sin considerar que la misión primordial del papa es de tipo espiritual y que su potestad no es de ámbito local, sino universal. Sin duda, el juicio sobre el pontificado de Gregorio XVI varía sustancialmente si se realiza con las coordenadas de lo espiritual y lo universal, que son las que enmarcan la misión de los sucesores de san Pedro, pues sólo desde ellas se puede comprender sus actuaciones.
Gregorio XVI también fue testigo de la grave situación de España, donde en los primeros días de octubre de 1833 estalló una guerra civil entre liberales y carlistas. En este clima se desató un anticlericalismo radical, pues si graves fueron las medidas legislativas del gobierno liberal contra las órdenes religiosas, que entorpecieron el normal desarrollo de las relaciones de Roma con la «católica» España (V. Cárcel Ortí, Política eclesial de los gobiernos liberales españoles 1830-1840, Pamplona, 1975), el sectarismo se desbordó hasta llegar al asesinato. Durante la tarde y la noche del 17 al 18 de julio de 1834, sólo en la capital de España fueron asesinados cerca de cien religiosos (jesuítas, dominicos, franciscanos y mercedarios) y en los meses siguientes se repitieron las matanzas en otras ciudades (Zaragoza, Barcelona, Murcia y Reus entre otras), donde murieron otros cincuenta religiosos más, sin que las autoridades pusieran mucho empeño en impedir los crímenes y desde luego ninguno en castigar a los culpables, que quedaron impunes (M. Revuelta González, La exclaustración 1833-1840, Madrid, 1976). Es más, llegado el caso, el diputado progresista Pascual Madoz, en una de sus intervenciones en el Congreso, justificó incluso las masacres (J. Paredes, Pascual Madoz 1805-1870, libertad y progreso en la monarquía isabelina, Pamplona, 1982). Lo cual tampoco resulta sorprendente si se tiene en cuenta que El Catalán, periódico de los progresistas catalanes dirigido por Madoz, unos días antes de las matanzas anunció en sus páginas con euforia «que se iba a armar una de San Quintín, en la que iban a cortar el cuello a los frailes».
Por lo demás, durante la minoría de Isabel II (1833-1843), y especialmente desde que los progresistas se hicieron con el poder a partir del año 1835, fueron constantes las medidas legislativas persecutorias: cierre de conventos, nacionalización de los bienes del clero, abolición de los diezmos, además de las matanzas y las quemas de conventos, consentidas y en algunos casos promovidas desde instituciones del gobierno progresista, en sus versiones central o provincial. La llegada al poder de los moderados en 1844 rebajó la tensión, hasta el punto que comenzaron las conversaciones para redactar un concordato, lo que se lograría en 1851.
Igualmente difíciles se presentaron las relaciones de la Santa Sede con Portugal, que también fue escenario de otra guerra civil (1827-1834) entre los partidarios del absolutismo de Don Miguel (1828-1834) y los liberales de Doña María de la Gloria (1834-1853). Derrotados los tradicionalistas, se alternaron en el poder «cartistas» y «progresistas», y también aquí apareció el anticlericalismo.Y aunque el sectarismo portugués tampoco podía desplegar muchas más variantes que las ya conocidas del anticlericalismo español (persecución de clérigos y nacionalización de los bienes de la Iglesia), no es menos cierto que los lusos superaron en intensidad a los hispanos. El panorama portugués que tuvo que contemplar Gregorio XVI en sus últimos días no fue nada consolador: se cerraron conventos y escuelas de religiosos, se expulsó al nuncio y se rompieron las relaciones con la Santa Sede. Sólo en 1848 Pío IX consiguió firmar los primeros acuerdos respecto a los seminarios y el fuero eclesiástico.
Por otra parte, en 1830 las tropas polacas que debían acudir a sofocar la revolución belga, se sublevaron contra el zar. Los católicos polacos trataban de sacudirse el yugo al que estaban sometidos, mediante la rusificación y la imposición de la religión ortodoxa en su territorio, que había sido entregado a Rusia desde el Congreso de Viena. En un primer momento, consiguieron expulsar al virrey ruso y liberar Varsovia, pero las disputas internas entre los polacos «blancos» y los «rojos», que llegó hasta la masacre de los «blancos» a manos de los «rojos», y la falta de apoyo de Inglaterra y Francia, al contrario de lo que había ocurrido en Bélgica, dejó a los sublevados polacos a merced del zar. No es de extrañar, por tanto, que en tan confusa situación la falta de información del pontífice sobre la insurrección de los polacos contra el zar, más que un pretendido apoyo a un gobierno autoritario, motivase el breve Superiori Anno (9 junio 1832), en el que instaba a los católicos polacos a volver a la obediencia del zar.
Nicolás I (1825-1855) no dudó en publicar con todo aparato el escrito del pontífice y en utilizarlo como justificación del endurecimiento de la represión sobre Polonia. Poco después, Gregorio XVI con mayor conocimiento de lo sucedido, rectificó su posición y defendió a los polacos adoptando distintas medidas diplomáticas. Esta nueva actitud de Gregorio XVI quedaba expresamente manifestada en su alocución consistorial de 22 de julio de 1842, que terminaba apelando a los sentimientos del zar. Es más, cuando Nicolás I acudió a Roma, donde mantuvo con Gregorio XVI una larga entrevista (13 diciembre 1845) en la que el cardenal Acton hizo de intérprete, el papa medió en favor de los patriotas polacos y le entregó al zar un memorial con los crímenes que habían cometido sus tropas en Polonia. Esta entrevista tan poco eficaz por los resultados, al menos significó un primer movimiento hacia el entendimiento entre los dos Estados, que cuajaría en el acuerdo de 1847, cuando ya dirigía los destinos de la Iglesia Pío IX.
Las misiones. Quedaría incompleta esta semblanza de Gregorio XVI sin hacer una referencia a su impulso misional, no en vano en su tumba de la basílica de San Pedro una inscripción le recuerda como «el papa de las misiones».
Desde que fuera nombrado en 1826 por León XII prefecto de la sagrada congregación De Propaganda Fide, puso en marcha numerosas iniciativas. Entre éstas, cabe destacar el impulso que dio a los vicariatos apostólicos, de los que durante su pontificado estableció 44 más en territorio de misiones. Las faltas de entendimiento que solían producirse hasta entonces entre los obispos y las congregaciones misioneras fueron prácticamente eliminadas, al nombrar obispos a muchos misioneros religiosos. Por último, Gregorio XVI anuló las iniciativas «nacionales» misioneras, en buena parte dependientes de los soberanos europeos, y centralizó toda esta tarea en la congregación De Propaganda Fide. Todas estas disposiciones y la aparición de órdenes misioneras durante estos años permitieron que se dieran los primeros pasos decisivos en la evangelización de África. En el norte se establecieron la diócesis de Argel (1838) y el vicariato apostólico de Túnez (1843). Igualmente fueron evangelizados, entre otros, los territorios de Ciudad del Cabo, Guinea, Abisinia, Gabón y Liberia.
En efecto, Gregorio XVI trazó los nuevos y modernos cauces misionales de la Iglesia, que fueron fijados en su instrucción Neminem profecto (23 noviembre 1845). La expansión misional de la Iglesia debía guardar una relación directa con el aumento de Iglesias locales, para lo que era necesario erigir nuevos obispados en esos territorios y formar un clero indígena. Para conseguirlo, descendía luego el documento pontificio a recomendaciones tan concretas como las siguientes: división del territorio de misiones hasta hacerlo asequible al trabajo de los misioneros; formación del clero autóctono y promocionarlo hasta el episcopado; no considerar al clero autóctono como auxiliar; no limitar a los indígenas a ser sólo catequistas, y abrir las puertas del sacerdocio a cuantos tuvieran cualidades y vocación; respetar el rito oriental; evitar la intromisión de los misioneros en asuntos políticos o profanos y cuidar con esmero la educación cristiana de la juventud (G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t. I).

Por su trascendencia y el momento en el que se publicó, puede considerarse la instrucción sobre las misiones como la coronación y el remate del pontificado de Gregorio XVI. Poco después de ver la luz este documento pontificio, a comienzos de 1846, un cáncer en la cara quebró la vigorosa salud de Gregorio XVI. La grave enfermedad le minó rapidísimamente, siendo ineficaces todos los remedios que se le aplicaron, incluidos los de los médicos alemanes que vinieron a asistirle. Su última aparición en público tuvo lugar el 21 de mayo; ese día asistió al pontifical de Letrán e impartió la bendición a la muchedumbre desde la loggia. Días después, al agravarse su estado de salud, solicitó recibir los últimos sacramentos, y consecuente con la sencillez de camaldulense que había marcado su conducta desde el mismo momento de su elección, manifestó: «quiero morir como un religioso y no como un soberano». En efecto, sus deseos se vieron cumplidos, pues el 1 de junio exhalaba su último aliento prácticamente abandonado de todos y se le embalsamó con una irrespetuosa desenvoltura (J. Schmidlin, León XII, Pío VIII y Gregorio XVI, París, 1940).

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