Pío VII (14 marzo 1800 - 20
agosto 1823)
Pío VI, cautivo de los revolucionarios
en Francia, para facilitar la elección de su sucesor había establecido que el
más antiguo de los cardenales podría convocar la reunión del sacro colegio en
cualquier ciudad bajo dominio de un príncipe católico. De acuerdo con esta
disposición, el 3 de octubre de 1799 el cardenal decano Giovanni Francesco
Albani (1725-1805), refugiado junto con la mayoría de los cardenales en Venecia
—que en esa fecha era posesión austríaca—, convocó allí al resto de los
cardenales. Tras no pocas dificultades el cónclave se abrió el 8 de diciembre.
Los escrutinios se sucedieron durante más de tres meses sin que nadie
consiguiera ser votado por los dos tercios de los cardenales asistentes. Por
fin, la intervención del secretario del cónclave, Ercole Consalvi (1757-1824),
desbloqueó la situación y el 14 de marzo fue elegido por unanimidad Barnaba
Chiaramonti, que adoptó el nombre de Pío VII, como homenaje a su predecesor. En
su primera encíclica, Diu satis (1800), el nuevo sucesor de san Pedro reconocía
el heroico comportamiento de Pío VI y se refería a las disposiciones especiales
que había adoptado para que se pudiera reunir el cónclave, gracias a las cuales
se remedió el estado de sede vacante.
Desde la elección del nuevo papa,
pasaron casi tres meses hasta que Pío VII pudo trasladarse a Roma, lo que no
sucedió hasta el 3 de julio. Celoso de mantener una plena autonomía en sus
actuaciones y para no caer en la órbita austríaca, no cedió ante los
requerimientos de Francisco II (1792-1806) que le invitó reiteradamente a que
fijara la sede del papado en uno de sus Estados, por lo que a pesar de las
dificultades se empeñó en ocupar su sede legítima; asimismo, tampoco cedió ante
las sugerencias que se le hicieron para que nombrase como secretario de Estado
a un cardenal del agrado de Austria.
Personalidad y carrera
eclesiástica. El nuevo papa (J. Leflon, Pie VII Des abayes bénédictines á la
Papauté, París, 1958), hijo del conde Escipión Chiaramonti y de la marquesa
Chini, había nacido en Cesena (14 agosto 1742). De niño fue educado en el
Colegio de Nobles de Rávena, para después ingresar a los catorce años en el
monasterio benedictino de Santa María del Monte, cerca de Cesena. Recibió una
sólida formación y fue profesor en varios monasterios de su orden. En 1782 fue
nombrado obispo de Tívoli y tres años después fue designado titular del
arzobispado de Imola y cardenal. Ocupó la sede arzobispal entregándose
ejemplarmente a su oficio de pastor y manteniendo una exquisita independencia
frente al poder civil en el que se sucedieron tres regímenes políticos: el
pontificio, el de la república cisalpina y el del Imperio austríaco. Cuando en
1797 los franceses invadieron su territorio mantuvo una actitud de entereza y
reserva a un tiempo; sin doblegarse ante los franceses defendió los derechos de
la Iglesia. Se hizo famosa entonces su homilía del día de Navidad, que fue
publicada (D’Haussonuille, L’Eglise romaine et le premier Empire, t. I, pp.
355-71) y muy difundida: «La forma de gobierno democrático en manera alguna
repugna al Evangelio; exige por el contrario todas las sublimes virtudes que no
se aprenden más que en la escuela de Jesucristo. Sed buenos cristianos y seréis
buenos demócratas.» Al conocer este texto Napoleón (1769-1821) escribió: «el
ciudadano cardenal Chiaramonti predica como un jacobino».
El nuevo papa, además de una
amplia y sólida formación cultural, tenía una marcada personalidad sobre la que
se levantaban las virtudes teologales, entre las que destacaba su fe. Era
prudente, amable, sereno, ponderado en sus juicios y de espíritu conciliador,
pero a la vez firme, realista y tenaz, por ser capaz de distinguir con rapidez
lo importante de la accesorio (A. F. Artaud de Montor, Histoire de la vie et du
pontificat de Pie VII, París, 1836). Por fuerza tenía que estar en posesión de
todas estas virtudes humanas y de muchas otras más el pontífice que iba a
demostrar una irreductible resistencia frente a Napoleón, empeñado en someter a
la Iglesia hasta convertirla en una pieza más de su mosaico imperial. Desde el
principio se comportó más como pastor que como administrador de los Estados
Pontificios. Sin abandonar sus funciones como soberano temporal, Pío VII dejó
claro que la defensa de los bienes espirituales ocupaba el lugar preeminente de
sus afanes; y que, en definitiva, los bienes materiales y las relaciones
políticas cobraban sentido si se ponían al servicio del fin sobrenatural de la
Iglesia. Por eso, con claridad y firmeza se expresaba como pastor en su
encíclica inaugural e invitaba a todos los obispos a conservar la integridad
del «depósito de Cristo, integrado por la doctrina y la moral». Empeño en el
que Pío VII estaba seguro que no iba a fracasar, ya que —como decía al
principio de su primera encíclica— la permanencia de la Iglesia después de la
persecución de los años anteriores y a la que los revolucionarios dieron por
extinguida, era una prueba de la asistencia permanente del Espíritu Santo a
esta «Casa de Dios, que es la Iglesia construida sobre Pedro, que es “Piedra”
de hecho y no sólo de nombre, y contra esta Casa de Dios las puertas del
infierno no podrán prevalecer».
La paz religiosa: el concordato
de 1801. Pero mientras se desarrollaba el cónclave de Venecia, tenían lugar en
Francia decisivos cambios políticos. El Directorio había dado paso al
Consulado. Una nueva Constitución (13 diciembre 1799), refrendada masivamente
en plebiscito (7 febrero 1800), reconocía como primer cónsul a Bonaparte que se
había convertido en el dueño de Francia desde el golpe de Estado de Brumario (9
noviembre 1799). Liquidada la Revolución, el general victorioso se impuso la
tarea de la pacificación interior de sus dominios, en los que sin duda la
política religiosa de los revolucionarios había provocado gravísimos conflictos
en la nación que hasta entonces se reconocía a sí misma como filie ainée («hija
primogénita») de la Iglesia. La Revolución francesa no sólo había apartado a
muchos católicos de la fe, sino que también había provocado un cisma en una
parte del clero francés, en el más afecto al galicanismo que había jurado la
Constitución Civil del Clero (12 julio 1890); pero por otra parte, esa misma
Revolución francesa había sido ocasión para que no pocos católicos —clérigos y
laicos— demostraran su fidelidad a Roma aun a costa de sufrir una auténtica
persecución religiosa que llegó hasta el derramamiento de sangre de numerosos
mártires. Pues bien, normalizar todo este estado de cosas fue el primer reto de
Pío VII, al que Napoleón iba a prestar una colaboración interesada. Por su
parte, Napoleón, al comprobar que en Francia la mayoría de la población deseaba
seguir siendo católica, por puro pragmatismo paralizó la persecución religiosa
con la esperanza de controlar posteriormente la influencia del clero en
beneficio del Estado. De acuerdo con los esquemas de Bonaparte, no fueron las motivaciones
religiosas, sino su interés por aumentar su prestigio ante las potencias
católicas, lo que le movió a promover la pacificación religiosa de Francia y a
restablecer relaciones con el papa.
Napoleón, aunque bautizado, era
un agnóstico y de hecho no practicaba. Es cierto —según su propio testimonio—
que le emocionaba la lectura de El genio del cristianismo y que se estremecía
al oír el repique de las campanas de Rueil al toque del Ángelus. Pero ese
sentimentalismo religioso es algo muy diferente a la fe. Con razón, F. Masson
(Napoleón, futil croyant?) ha escrito que todo su credo se limitaba a un
esplritualismo fatalista donde su estrella reemplazaba a la Providencia divina.
A su juicio, como él mismo declaró al Consejo de Estado, cualquier religión
podía ser un elemento de utilidad para dominar a los pueblos:
Mi política es gobernar a los
hombres como la mayor parte quiere serlo. Ahí está, creo, la manera de
reconocer la soberanía del pueblo. Ha sido haciéndome católico como he ganado
la guerra de la Vendée, haciéndome musulmán como me he asentado en Egipto,
haciéndome ultramontano como he ganado los espíritus en Italia. Si gobernara un
pueblo judío, restablecería el templo de Salomón.
Como en 1800 debía conquistar la
paz interior de Francia, y descartado que el arreglo pasase por un
entendimiento con el clero juramentado, sus objetivos apuntaron hacia Roma
(Melchior-Bonnel, Napoleón et le pape, París, 1958). Así es que inmediatamente
después de la victoria de Marengo (14 junio 1800) inició las negociaciones para
la firma de un concordato.
En los primeros días de julio,
poco después de que Pío VII tomara posesión de la Ciudad Eterna, que le
entregaron los napolitanos, y cuando en la corte papal se esperaba la inminente
invasión de las Estados Pontificios tras la victoria de Marengo, se recibió con
una lógica sorpresa la propuesta de Napoleón. Por lo demás, las intenciones de
Napoleón eran adecuadas al llamamiento que ya había hecho el papa en su primera
encíclica: «Comprendan los príncipes y los jefes de Estado que nada puede
contribuir más al bien y a la gloria de las naciones que dejar a la Iglesia
vivir bajo sus propias leyes, en la libertad de su divina constitución.»
Una de las primeras medidas de
Pío VII fue nombrar a Consalvi cardenal y secretario de Estado. Consalvi era
diácono —nunca llegó a ser ordenado sacerdote— y aunque no era la persona mejor
colocada para ese cargo, acabó demostrando unas cualidades excepcionales que le
convirtieron en el gran colaborador de Pío VII durante todo el pontificado. De
este modo, el papa pudo desentenderse de las ineludibles gestiones políticas a
las que está obligada la Santa Sede, para centrarse en las cuestiones más
específicamente doctrinales y pastorales. Las cualidades de Consalvi puestas al
servicio de la Iglesia sobresalen aún mucho más si se considera que en esos
años tan difíciles defendió sus derechos y sorteó las presiones políticas
frente a personajes dispuestos a hacer lo que fuera por colocar a la Iglesia a
su servicio, aun a costa de desvirtuar su misión espiritual. Consalvi supo
sustraer a la Iglesia del sistema napoleónico y mantuvo la misma actitud
respecto a las potencias de la Santa Alianza a partir de 1815. Y lo hizo con
elegancia, porque su participación en el Congreso de Viena fue juzgada como
intachable por todos los diplomáticos allí reunidos. Castlereagh (1769-1822),
representante inglés, llegó a manifestar con admiración: «Es el maestro de
todos.»
Su primer gran éxito consistió en
rematar las largas y difíciles negociaciones en París para que se pudiera
llegar a la firma del concordato (15 julio 1801). Si el concordato tenía una
importancia capital para la vida interna de los católicos franceses, era
todavía mucho mayor lo que representaba. Por primera vez la Iglesia llegaba a
un acuerdo con un régimen surgido de la Revolución, lo que ponía de manifiesto
que la Iglesia no estaba necesariamente vinculada a ningún régimen político y
que su objetivo no era otro que la salus animarían («salvación de las almas»).
Fue un auténtico mentís a la prensa que juzgó que con el Antiguo Régimen
desaparecía también la Iglesia (J. de Viguerie, Cristianismo v Revolución,
Madrid, 1991), la misma prensa que había anunciado la muerte del papa anterior
en los siguientes términos: «Pío VI y último.» El concordato de 1801 fue
igualmente el primero de toda una serie de acuerdos que se firmaron
posteriormente con varios Estados. Y significó al mismo tiempo el
reconocimiento por parte de la Iglesia de aquellos valores de los cambios
revolucionarios que, aunque diferentes y contrarios al sistema del Antiguo
Régimen, no atentaban frontalmente contra el depósito de la fe.
El concordato de 1801 con Francia
venía a sustituir al suscrito en 1516, y salvo pequeñas interferencias estuvo
vigente hasta la ley de Separación de Combes de 1905. El Estado francés
declaraba al catolicismo no como la religión del Estado, sino como la religión
de la mayoría de los franceses; el papa, por su parte, reconocía la República.
Pío VII renunció a reclamar los bienes eclesiásticos que habían sido vendidos
durante la Revolución como bienes nacionales y en contrapartida Bonaparte se
comprometió a asegurar la subsistencia del clero mediante «una remuneración
decorosa» a los obispos y a los párrocos. Uno de los acuerdos fundamentales
tenía que hacer referencia por fuerza a la situación de los obispos franceses.
En adelante serían nombrados por el primer cónsul y, naturalmente, investidos
por el papa. Y en cuanto a la situación anterior, dado que los obispos
constitucionales habían ocupado las sedes de los prelados legítimos que habían
tenido que emigrar por defender su fe, se acordó que tanto unos como otros
renunciaran. Pío VII logró la dimisión de todos los legitimistas, salvo un
pequeño grupo de la región lionesa que dio lugar al cisma llamado de la
«Pequeña Iglesia»; Bonaparte tuvo más facilidades para cesar a los obispos
constitucionales, si bien es cierto que en las nuevas propuestas de obispos
presentó al papa como candidatos a doce de los antiguos obispos
constitucionales. De momento, Pío VII tuvo que ceder y aplazar la solución; más
tarde, su presencia en París con motivo de la coronación —como veremos—
serviría entre otras cosas para liquidar esta cuestión. En cualquier caso, la
renovación del episcopado francés diluyó las tendencias galicanas, de las que
estaban afectados no sólo los obispos constitucionales, sino también los
legitimistas.
Y en cuanto a las cesiones que
las dos partes tuvieron que hacer respecto a la situación anterior, Napoleón
perdía «su» Iglesia constitucional, y por su parte el papa no pudo restaurar
las órdenes religiosas ni impedir el laicismo del Estado de la legislación
francesa.
Pío VII y el Imperio napoleónico.
Pronto surgieron las críticas al concordato en el entorno político de Napoleón;
tanto Talleyrand (1754-1838) como Fouché (1763-1820) consideraban que habían
sido excesivas las concesiones hechas a los católicos. Para aplacarlos, y de un
modo unilateral Napoleón publicó el concordato (8 abril 1802), conocido en
Francia como Convención de 26 de Mesidor del Año IX, junto con los «77
Artículos Orgánicos», inspirados y en parte copiados al pie de la letra de la
declaración galicana de 1682. Era todo un preludio sintomático de los
planteamientos napoleónicos en los que la religión debía subordinarse al
engrandecimiento del Estado, ya que en la consideración de Bonaparte la
religión sólo era un fenómeno sociológico y por lo tanto susceptible de ser
controlado políticamente. De nada sirvieron las protestas de Pío VII, que de
nuevo tuvo que ceder para ganar tiempo con el fin de consolidar la nueva
situación, tras la desaparición del cisma de la Iglesia constitucional. Cierto,
que no eran pequeñas las cesiones del pontífice, pero era igualmente verdad que
se había avanzado muchísimo: el papa pudo nombrar al cardenal Giovanni Battista
Caprara (1733-1810) como legado a latere en París, que se convirtió en un nexo
entre el sumo pontífice y el clero francés; en 1802 pudieron volver los
sacerdotes emigrados, que paliaron la escasez de sacerdotes de Francia, y se
inauguraba a partir de 1801 una tregua de paz religiosa en Francia todo lo
defectuosa que se quiera, pero que al menos ponía fin al enfrentamiento de la
etapa anterior.
Pero prosiguieron los cambios
políticos en Francia. El 4 de mayo de 1804 el Tribunado se adhirió a una moción
de Curie para modificar la Constitución del año X c instauraba el Imperio en la
persona de Napoleón a título hereditario y concentraba en el emperador los
poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Bonaparte se apresuró, y sin esperar
siquiera a que se pronunciase el Senado-consulto manifestó a un estupefacto
Caprara sus deseos de que el papa estuviese presente en su coronación. De
inmediato comprendió Pío VII la imposibilidad de negarse y sopesó las
consecuencias que reportaría. Así pues, Consalvi se encargó de preparar la
comprensión de las potencias europeas hacia esta decisión del papa, a la vez
que luchó por conseguir las máximas seguridades por parte del emperador en lo
referente al protocolo y al desarrollo de los actos de la ceremonia. En contra
de la tradición, el emperador no sería coronado por el papa, sino que Napoleón
se autocoronaría y a continuación él mismo coronaría a Josefina Beauharnais
(1761-1814) de rodillas, como inmortalizó el cuadro de Louis David (1748-1825).
Sólo en un punto se mostró intransigente el papa, al negarse que se incluyera
en la ceremonia religiosa el juramento constitucional del soberano, que se
realizaría después de haberse retirado el pontífice mientras se despojaba de
sus ornamentos en la capilla del tesoro. La ceremonia quedó fijada para el 2 de
diciembre en Notre Dame de París.
Justo un mes antes de esa fecha,
Pío VII salió de Roma. Previamente había tomado la precaución de dejar su
abdicación al secretario de Estado, para que la hiciese pública en el caso de
que fuese hecho prisionero en Francia. Tanto durante el trayecto de ida como en
el de vuelta, el sumo pontífice recibió sobradas muestras de sincero afecto por
parte de las gentes sencillas. Cuando Fouché le preguntó por el viaje y cómo
había encontrado Francia, Pío VII contestó: «Gracias a Dios la hemos atravesado
en medio de un pueblo arrodillado», lo cual no deja de ser un hecho realmente
insólito en la cuna del galicanismo y una muestra de que a todas luces el
galicanismo se debilitaba en Francia. En las recepciones oficiales no hubo un
mal gesto, sino más bien todo lo contrario, el Senado, el cuerpo legislativo y
el Tribunado se presentaron ante el pontífice como organismos superiores del
Estado; uno de sus representantes, Francois de Neufchateau, ex jacobino y ex
ministro del Interior, se refirió con respeto a la hija primogénita de la
Iglesia. Cuando la noche anterior a la ceremonia Pío VII supo que el matrimonio
con Josefina sólo era civil, ante la actitud del pontífice el emperador, en la
misma madrugada de la coronación, contrajo matrimonio canónico. Pero sin duda,
el mayor éxito del viaje de Pío VII fue conseguir la sumisión a las decisiones
de la Santa Sede de los seis obispos constitucionales que todavía permanecían
irreductibles en Francia. No consiguió, sin embargo, los dos objetivos más
importantes que se había propuesto, como la supresión de los Artículos
Orgánicos y el restablecimiento de las órdenes religiosas. En cuanto a los
Artículos Orgánicos, ni siquiera pudo atenuarlos y en lo referente a las
congregaciones religiosas, Napoleón no quiso ni escucharle. El emperador sólo
permitió que volvieran las órdenes femeninas dedicadas a la enseñanza, los
Hermanos de las Escuelas Cristianas y los paúles, además de autorizar algunos
institutos misioneros en función de la utilidad que podían prestar en la
expansión colonial, que ya por entonces pergeñaba. Como veremos, dichos
institutos misioneros fueron controlados directamente por Napoleón. Pío VII
había permanecido cuatro meses en París y regresó a Roma el 4 de abril de 1805.
El bloqueo continental y el
cautiverio de Pío VIL Poco duró la calma. En 1806, con el pretexto de unificar
los manuales de la enseñanza de la religión, Napoleón ordenó publicar el
Catecismo imperial. El propio emperador intervino personalmente en la redacción
del Catecismo imperial, único y obligatorio en todo Francia, con el fin de
inculcar a los niños el respeto a su autoridad, la sumisión a su poder, el
acatamiento de los impuestos y sobre todo la fidelidad al reclutamiento, puntos
todos ellos que se incluyeron en la redacción del cuarto mandamiento con una
extensión abusiva. Un decreto de 19 de febrero de 1806 fue aún más lejos, al
instaurar la fiesta de San Napoleón, santo hasta entonces desconocido, al que
se le asignó la fecha del 15 de agosto para su celebración, desplazando así la
festividad de la Virgen. La tensión estaba llegando a un punto máximo. Tras la
batallas de Jena y Auerstadt (14 octubre 1806), Napoleón entraba en Berlín.
Sometidos los aliados de Gran Bretaña, sólo faltaba dominar las islas. Ante la
imposibilidad de hacerlo por las armas, se propuso hundirla económicamente, por
lo que decretó el bloqueo continental (decretos de Berlín, 21 noviembre 1806, y
Milán, 17 diciembre 1807), de modo que las manufacturas de las industrias
inglesas no pudieran tocar puertos europeos. Acatado el bloqueo en los países
sometidos o aliados, para que fuera realmente efectivo, Napoleón tenía que
imponerlo por la fuerza en los países neutrales, y ése era precisamente el
estatus internacional de los Estados Pontificios.
De entrada, en noviembre de 1806
Napoleón manda a sus tropas ocupar Ancona y exige al papa que expulse de Roma a
todos los ciudadanos de las naciones que están en guerra contra Francia, a lo
que Pío VII se niega, así como a colaborar en el bloqueo contra Inglaterra.
Tampoco separó a Consalvi de la Secretaría de Estado como había solicitado el
emperador. El enfrentamiento ya es abierto y los ejércitos franceses ocupan los
territorios del papa. A principios de enero de 1808 invadieron el Lacio, la
única provincia pontificia libre todavía. Un mes después, el 2 de febrero, las
tropas francesas del general Miollis (1759-1828) entraron en Roma y desarmaron
a las tropas pontificias, que tenían órdenes expresas de Pío VII de no resistir,
y ocuparon el castillo de Sant’Angelo. Un cuerpo de ejército rodeó el palacio
del Quirinal, residencia del papa, y se colocaron diez cañones apuntando hacia
las habitaciones del pontífice. A partir de entonces, Pío VII es de hecho un
prisionero en su palacio y el gobierno de los Estados Pontificios pasa a los
franceses. Ante el forcejeo y bajo la presión de las tropas, Alquier, el
embajador francés, solicitó del papa su incorporación a la Confederación
italiana, ante lo que Pío VII respondió en los siguientes términos: «Antes me
dejaría desollar vivo, y respondería siempre que no al sistema francés. En el
tiempo de su prosperidad, mi predecesor tenía la impetuosidad de un león. Yo he
vivido como un cordero, pero sabré defenderme y morir como un león» (J. Leflon,
La Revolución, en A. Fliche y V. Martín, Historia de la Iglesia, t. XXIII,
Valencia, 1975). El 19 de mayo de 1809 los Estados de la Iglesia son
incorporados al Imperio.
A partir de entonces los hechos
se precipitaron. Un decreto de 10 de junio de 1809 declaró a Roma ciudad
imperial libre y desposeyó a Pío VII de todo poder, a lo que el papa respondió
con una bula (11 junio 1809) castigando con la excomunión a, quienes se
comportasen violentamente contra la Santa Sede. La orden de Napoleón de apresar
al papa fue fulminante, de modo que en la madrugada del 5 al 6 de julio el
general Radet tomó el palacio del Quirinal, las tropas asaltaron sus muros y
derrumbaron las puertas. Radet encontró al papa en su escritorio, sentado y
vestido con roquete, y le ordenó que renunciase a su soberanía temporal. Ante
su tajante negativa, media hora después fue hecho prisionero y en coche cerrado
acompañado sólo por el cardenal Bartolomeo Pacca (1756-1844), fue conducido
fuera de Roma. No se le dejó coger ni su hábito, ni su ropa interior y mucho
menos dinero. Sólo un pañuelo por todo equipaje.
Pío VII, además de la humillación
y el sufrimiento moral, se encontraba enfermo. Padecía disentería y con el mal
estado del camino se le desató una crisis de estangurria. Radet (1762-1825),
que se sentía orgulloso de tenerle «enjaulado», no consintió ni en aminorar la
marcha, ni en multiplicar las paradas. Para agravar más la situación, el coche
volcó en una curva y se rompió cerca de Poggibonsi; prosiguieron inmediatamente
con otro vehículo requisado sobre la marcha hasta llegar a Florencia, de aquí a
Grenoble, para bajar después por Avignon, Arles y Niza hasta llegar a Savona.
El viaje había durado cuarenta y dos días, casi ininterrumpidos, hasta llegar a
esa última ciudad, donde permaneció tres años. Pío VII se comportó en Savona
como un prisionero: rehusó a los paseos y a la pensión asignada, cosía él mismo
su sotana y repasaba los botones, vivió entregado a la oración y a la lectura
sin poder dirigir la Iglesia. En expresión suya, vuelve a ser el pobre monje
Chiaramonti. Por otra parte, mientras mantiene aislado al papa, Napoleón ordena
trasladar los archivos vaticanos a París, convoca a los cardenales y a los
superiores de las órdenes religiosas y acondiciona el arzobispado de París para
residencia de Pío VII, pues en su proyecto el papa y el emperador deben residir
en la misma ciudad.
Esperaba Napoleón que el
cautiverio ablandara la voluntad de Pío VIL No fue así; el papa utilizó la
única arma que disponía, ya que durante todo este tiempo se negó a conceder las
investiduras episcopales. El problema alcanzó dimensiones considerables, pues
llegó a haber hasta 17 sedes vacantes. Bonaparte piensa que lo que le niega el
papa puede conseguirlo mediante dos comités eclesiásticos convocados en 1809 y
1811, y en los que fracasa. Lo intenta de nuevo, para lo que convoca un
concilio nacional en 1811 que acaba por volverse contra él, al manifestar los
asistentes su adhesión al papa, a la vez que aconsejan al emperador que
emprenda la vía de las negociaciones, por lo que él mismo disuelve el concilio
y encarcela a los principales oponentes.
El 9 de junio de 1812 se ordena
el traslado de Pío VII de Savona a Fontainebleau. En esta ocasión, el
comandante Lagorse le obliga a vestir de negro, teñir sus zapatos blancos y
viajar de noche para que nadie le reconozca. Su enfermedad se agrava durante el
camino y en Mont-Cenis se teme por su vida y solicita que se le administre el
viático. Lagorse, que tiene que cumplir órdenes estrictas, ordena reemprender
el viaje e instala una cama en el coche que le prestan en el hospicio de
Mont-Cenis. Por fin llegan a Fontainebleau el 19 de junio, donde semanas
después Pío VII consigue recuperar las fuerzas. Fue allí donde tuvo lugar el
encuentro personal con Napoleón a lo largo de varios días, desde el 19 al 25 de
enero de 1813. A
solas con él y por medios desconocidos, consiguió su firma en un documento en
el que además de renunciar a los Estados Pontificios a cambio de una renta de
dos millones de francos, cedía ante la fórmula propuesta sobre las
investiduras. La posterior retractación del papa consiguió que Napoleón no lo
pudiera sancionar como ley imperial. La marcha de la guerra acabó por facilitar
la liberación de Pío VIL Cercada Francia por los aliados, un decreto imperial
autorizaba a Pío VII el regreso a Roma, a donde llegó el 24 de mayo de 1814.
La derrota de Waterloo (15 junio
1815) supuso para Napoleón y su familia un comprensible repudio en todas las
cortes de Europa, por lo que contrasta todavía más la actitud que mantuvo Pío
VII hacia su antiguo carcelero, al que a pesar de lo sucedido siempre le
reconoció que hubiera hecho posible la firma del concordato de 1801. Napoleón
fue confinado en Santa Elena hasta su muerte en 1821; cuando el papa tuvo noticias
de que reclamaba un sacerdote católico, Pío VII intervino para que le
acompañara en su confinamiento el abate Vignoli, que como el desterrado también
había nacido en Córcega. Tras la caída del emperador, Pío VII también protegió
en Roma a su madre, María Leticia, por lo que pudo instalarse en el palacio de
Piazza Venecia, donde moriría en 1836. Además, el romano pontífice acogió en
Roma al tío de Napoleón, el cardenal Joseph Fesch (1763-1839), y a sus hermanos
Luciano y Luis. Este último había sido rey de Holanda y vivió en Roma con su
hijo Luis Napoleón (1808-1873), que acabaría convirtiéndose en 1852 en
emperador de Francia con el nombre de Napoleón III.
La Iglesia en la Europa de la
Restauración. De regreso a Roma en 1814, Pío VII encontró sus territorios
ocupados, en una situación muy semejante a la de 1800 tras la celebración del
cónclave veneciano. En el norte, los austríacos habían ocupado las legaciones,
y en el centro y sur los napolitanos se habían asentado sobre Roma y las
Marcas. De nuevo, el secretario de Estado, Consalvi, será el encargado de hacer
valer los derechos y la independencia de la Iglesia, por lo que tendrá que
mantener un equilibrio dificilísimo. Pues del mismo modo que en la etapa
napoleónica tuvo que luchar para que la Santa Sede no fuera supeditada a la
razón de Estado, igualmente durante la Restauración se tendrá que enfrentar a
los intereses de los Estados contrarrevolucionarios que pretendían hacer otro
tanto.
Consalvi viajó a París, donde
pudo comprobar que Luis XVIII (1814-1824) destruía el concordato de 1801 y
retrocedía hacia las posiciones galicanas de antaño. Como en otros tiempos,
tuvo que negociar con un antiguo conocido como Talleyrand, ahora ministro de
Asuntos Exteriores de Luis XVIII. Y es que la alianza entre el trono y el
altar, fórmula con la que se definía el régimen restaurado, que proclamaba en
el artículo VI de la Carta Otorgada que el catolicismo era la religión del
Estado, aunque en versión contrarrevolucionaria, se apropiaba de la Iglesia
para supeditarla al servicio de la monarquía, sin entender que pudieran existir
ámbitos de autonomía. Ésa fue la ideología de los conocidos «ultras» franceses,
equiparable a la de los tradicionalistas de otros países, que bebían en las
fuentes de Joseph de Maistre (1753-1821), Louis de Bonald (1754-1840), Francois
Rene Chateaubriand (1768-1848) o el Felicité de Lamennais (1782-1854) de la
primera etapa. Así las cosas, Luis XVIII no devolvió ni Avignon ni el condado
venesino e incluso su jefe de gobierno, duque de Richelieu, propuso a la Cámara
una revisión del concordato para hacer prevalecer los Artículos Orgánicos, lo
que provocó las protestas de Pío VII.
Durante su permanencia en el
Congreso de Viena, tampoco se alineó Consalvi con las monarquías autoritarias.
Rehusó participar en la Santa Alianza, precisamente por su sospechosa santidad,
inspirada en el misticismo sentimental de la consejera del zar Alejandro I
(1801-1825), la baronesa Krudener, que en suma proponía un cesaropapismo tan
próximo al josefinismo de Viena, ambos coincidentes en someter a Dios en
beneficio del César. No obstante, Consalvi supo jugar con los intereses de las
potencias allí reunidas para que Napoles y Austria pospusieran sus intereses
sobre los Estados Pontificios; consciente como era el secretario de Estado de
que la fidelidad de aquellos católicos soberanos al papa no incluía el respeto
a los territorios pontificios, desató sobre ellos las presiones políticas de
Francia e Inglaterra, que no estaban dispuestas a consentir que Austria se
fortaleciera en Italia. Según los acuerdos de Viena, Avignon y el condado
venesino quedaron incorporados a Francia, Nápoles devolvió las Marcas y Austria
reintegró a la Santa Sede los territorios usurpados salvo las legaciones al
norte del Po, que se incorporaron al reino de Lombardía, dependiente de
Austria. Por tanto, Consalvi recuperó las legaciones de Rávena, Bolonia y
Ferrara, como recogen los acuerdos del acta final, y regresó de la capital
austríaca con un enorme prestigio, que le valió el elogio del representante
inglés anteriormente mencionado. Desde estas posiciones de no alineamiento en
los años sucesivos se siguió una política tendente a establecer concordatos y
acuerdos con distintos países europeos.
Por medio de un motu proprio (6
julio 1816), Pío VII dio una nueva organización administrativa a los Estados
Pontificios, que quedaron divididos en diecisiete circunscripciones
territoriales, llamadas delegaciones. Se produjo una unificación legislativa y
judicial, de modo que quedaron abolidos los usos del Antiguo Régimen, como los
derechos señoriales, la tortura o los privilegios de las ciudades, las familias
y los individuos. En cualquier caso, la reforma no fue completa ante las
resistencias internas y el gobierno civil siguió en manos de eclesiásticos. Paradójicamente,
la tendencia de Pío VII hacia la despolitización en las relaciones de la
Iglesia con las potencias europeas, no se dejó sentir con la efectividad
deseable en los propios Estados de la Iglesia. Las consecuencias de esta
situación se dejaran ver con toda su gravedad años más tarde, durante el
proceso de unificación italiana. Era evidente que el papa no podía ser subdito
de ningún soberano y por los tanto necesitaba mantener una soberanía temporal
para garantizar su independencia; ésa fue la finalidad por la que Pío VII
reclamó los territorios pontificios que habían sido usurpados durante el
período revolucionario.
La vida interna de la Iglesia. El
relato de las enormes sacudidas políticas a las que se vio sometido el
pontificado de Pío VII nos ha impedido referirnos con más detalle a la vida
interna de la Iglesia (G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t.1),
que durante esta etapa verá el restablecimiento de las órdenes religiosas como
la de los jesuitas, autorizada de nuevo en 1814 en toda la Iglesia universal. Y
a la vez que se reforman las antiguas, aparecen en estos años —y sobre todo en
Francia— muchas nuevas congregaciones. Estos son los años en que surgen
personalidades como las de Juan Claudio Colin (1790-1875), que en 1816 funda la
Sociedad de María, o maristas, dedicada a la educación y a las misiones; de
Magdalena de Canossa, fundadora de los Hijos y las Hijas de la Caridad, o
canosianos; de Marcellin Champagnat (1789-1840), fundador en 1817 de los
Hermanitos de María, o hermanos maristas, organización formada no por
sacerdotes, sino por religiosos no ordenados (los hermanos) dedicados a la
educación de los niños; de Guillermo J. Chaminade (1761-1850), fundador de la
Sociedad de María, o marianistas, para trabajar en escuelas, orfanatos y
asociaciones de la juventud; del redentorista san Clemente María Hofbauer
(1751-1820); de san André Fournet (1752-1834), fundador de las Hijas de la
Cruz; de santa Vicenta Gerosa; de santa María G. E. de Rodat, fundadora de la
Santa Familia de Villafranca; o del sacerdote francés José Eugenio Mazenod
(1782-1861), que fundó en 1816 los Oblatos de María Inmaculada para predicar el
Evangelio a los pobres, atender la formación del clero en seminarios, educar a
la juventud, prestar atención espiritual a los presos y trabajar en las
misiones.
Pío VII, durante los últimos años
de su vida, también trató de reorganizar las misiones, pues de acuerdo con el
carácter universal de la Iglesia, el mensaje evangélico debía traspasar las
fronteras de los países católicos. Los años de revolución habían repercutido
negativamente en las misiones, empezando porque las guerras imperiales y el
bloqueo continental habían interrumpido las comunicaciones intercontinentales.
Napoleón, que entendía las misiones como un medio más de expansión militar,
separó a los vicarios apostólicos de la congregación De Propaganda Fide para
hacerles depender del arzobispo de París y en definitiva de él mismo,
saldándose la operación con un formidable fracaso, pues ni progresaron las
misiones ni se expandió Francia. Además, la supresión de tantas órdenes
religiosas había privado de misioneros a los países extraeuropeos. Y a todo lo
anterior añádase que la apropiación de los bienes eclesiásticos había sustraído
a los misioneros los recursos económicos más indispensables para su trabajo.
Por todo ello, tras el regreso de
su cautiverio, Pío VII no tuvo tiempo más que de sentar las bases para un
futuro desarrollo de las misiones (S. Delacroix, Histoire des míssions
catholiques, Monaco, 1959) que él no vería al morir en 1823. En este sentido,
la restauración de las órdenes religiosas y particularmente de los jesuítas,
comenzó por ser uno de los primeros remedios a toda esta situación. En 1822,
Paulina María Jaricot (1799-1862) fundaba la Obra de la Propagación de la Fe,
que en los años siguientes realizó una impresionante recogida de recursos para
las misiones. Salvo América y China, en el resto hay muy pocos establecimientos
misioneros. En cuanto al continente africano, se comienzan entonces a poner los
cimientos cara al futuro, y no deja de ser paradójico que el propio Pío VII
busque la alianza de Inglaterra para promover una serie de acciones frente a
las monarquías católicas de Francia, España y Portugal para que supriman la
trata de negros.
La salud quebrantada del
pontífice y los 80 años que tenía en 1822 obligaron a instalar una cuerda en
las paredes de su apartamento a la que se tenía que agarrar para sostenerse en
pie. El 6 de julio de 1823, aniversario de su secuestro por Radet, al romperse
la cuerda y caer al suelo, Pío VII se fracturó la cabeza del fémur. Salvo
aliviar su sufrimiento, nada se podía hacer sino esperar el desenlace. Luis
XVIII se apresuró a enviarle desde Francia una cama metálica recientemente
inventada. Consciente de su gravedad, se preparó con entereza y sencillez para
morir, ayudado por su capellán Bertazzoli, al que motejaba con humor como «el
piadoso inoportuno», cuando le fatigaba con sus exhortaciones espirituales.
Dicen que entre sus últimas palabras dirigidas a Dios al entregar su alma,
susurró los nombres de Savona y Fontainebleau, reviviendo así el sufrimiento de
su cautiverio. Falleció el 20 de agosto de 1823, a los 81 años de edad
y casi veintitrés años y medio de pontificado.
León XII (28 septiembre 1823 - 10
febrero 1829)
Personalidad y carrera
eclesiástica. Annibale Della Genga, hijo del conde Della Genga, nació el 22 de
agosto de 1760, cerca de Espoleto, en el castillo de su familia. Cursó estudios
en la Academia Romana de Nobles Eclesiásticos. Recibió la ordenación sacerdotal
en 1783. Pío VI le nombró camarero secreto en 1792, y al año siguiente fue
designado titular del arzobispado de Tiro. A partir de 1794 desempeñó funciones
diplomáticas como nuncio en Colonia y en Munich y participó en las
negociaciones para la elaboración del concordato germano en la Dieta de
Ratisbona, pero debido a las guerras napoleónicas tuvo que trasladarse a
Augsburgo y a Viena. Las presiones de Napoleón le obligaron a retirarse de la
carrera diplomática y se recluyó en la abadía de Monticelli.
Al ser restaurado Luis XVIII
(1814-1824) en el trono francés, reaparece en las negociaciones diplomáticas de
París, como comisionado de Pío VIL Pero bien porque no comprendiera la
trascendencia de su misión, o bien porque actuase con negligencia, lo cierto es
que viajó con tanta calma que llegó a la capital de Francia un día después de
la firma de la primera Paz de París (30 mayo 1814). Al no haber ningún
representante de la Santa Sede que hiciera valer sus derechos, los franceses se
adjudicaron Aviñón y los austríacos las legaciones. Se ganó por ello un
durísimo reproche de Consalvi (1757-1824), que como secretario de Estado tuvo
que reclamar la soberanía de esos territorios durante las conversaciones de
Viena. A pesar del incidente de París, Pío VII le nombró cardenal y obispo de
Senigallia en 1816, en consideración a sus cualidades y a los méritos
contraídos durante su permanencia en Alemania. En 1820 el papa le designó su
vicario en Roma. Como nuevo sucesor de san Pedro, eligió el nombre de León XII
por veneración a san León Magno (440-461).
Los acontecimientos
revolucionarios, ante los que ninguna nación europea pudo permanecer
indiferente, marcaron con más claridad la línea divisoria entre las dos
tendencias existentes en los Estados Pontificios: los zelanti y los poUticanti.
Los zelanti («celosos») pueden identificarse con los prelados más
intransigentes de Roma; capitaneados por los cardenales Bartolomeo Pacca
(1756-1844) y Agostino Rivarola, eran partidarios de mantener la organización
social y política del Antiguo Régimen, por lo que frente al liberalismo
mantenían posiciones de un radical enfrentamiento. Por lo mismo que el
radicalismo revolucionario había intentado construir un nuevo orden haciendo
tabla rasa del pasado, los zelanti, a tono con la época de la Restauración,
defendían la postura de que nada debía cambiar. Enfrentados a este sector se
encontraban los políticanti, que admitían la posibilidad de modificar la
organización social de los Estados Pontificios; es más, de hecho pensaban que
el desmoronamiento de las estructuras de los Estados Pontificios, provocado por
la política napoleónica durante los años de ocupación, se presentaba como una
magnífica e irrepetible oportunidad para levantar unos nuevos Estados
Pontificios reformados administrativamente. El personaje más representativo de
los políticanti era, sin duda, el cardenal Consalvi.
Pues bien, al comenzar el
cónclave (2 septiembre 1823) todo parecía reducirse a un pulso entre los
zelanti y los poUticanti. Por lo demás, en 1823, triunfante el sistema de la
Restauración en toda Europa que se había propuesto la reposición del
absolutismo político, la opinión pública en los territorios de la Iglesia se
había vuelto contra Consalvi, al que no se le perdonaba que durante el pontificado
anterior hubiera introducido medidas «revolucionarias» en los Estados
Pontificios, como la supresión de los derechos feudales de la nobleza o la
abolición de los privilegios de algunas ciudades. Quienes promovían esta
campaña contra Consalvi, presentándose como patriotas italianos, le acusaban
además de haberse vendido a Austria, de modo que los zelanti consiguieron que
el anterior secretario de Estado entrara en el cónclave sin posibilidad alguna
de ser elegido. Ahora bien, por plantear esta estrategia, a su vez los zelanti
se granjearon la enemistad de la corte de Austria y acabaron siendo vetados,
«no por la rigidez de sus principios —como escribe el que fuera ministro de
Asuntos Exteriores francés, Chateaubriand—, sino por ser demasiado italianos para
ella».
Lo cierto es que el nombre del
cardenal Della Genga no figuraba en los pronósticos previos al cónclave. Como
escribió el cardenal Wiseman (1802-1865)
(Recollections of the Last Four
Popes, Londres, 1858) al describir el desfile procesional de los cardenales en
la entrada del cónclave, «nadie quizás se fijó en una figura alargada y
demacrada que caminaba débilmente y llevaba en sus rasgos la palidez de un
hombre que parece no salir de una enfermedad sino para ponerse de cuerpo
presente». Desde luego que el cardenal Della Genga por ser vicario de Roma
desde hacía tres años debía haber gozado de una enorme popularidad, sin embargo
era un perfecto desconocido entre los fieles de la Ciudad Eterna, porque debido
a su precaria salud había permanecido muchos más meses convaleciente en la cama
o en su habitación que en activo. En consecuencia, concluye el cardenal
Wiseman, «a Della Genga una elección más elevada que la voluntad de los hombres
le había destinado a un trono». El 28 de septiembre, 34 de los 49 electores le
dieron su voto. Eran suficientes para que hubiese papa. Sólo faltaba saber si
el elegido iba a aceptar; pues, al conocer el resultado, Della Genga fue el
primer sorprendido y justificó las dudas que tenía manifestando con toda
sencillez: «Habéis elegido a un cadáver.» Pero tras unos primeros momentos de
incertidumbre, la insistencia de sus electores le acabaron por convencer.
El gobierno del Estado pontificio
y las relaciones diplomáticas. Una de las primeras medidas de León XII fue
sustituir en la Secretaría de Estado a Consalvi por el cardenal Giulio Maria
Della Somaglia (1744-1830), quien a todas luces tenía graves inconvenientes
para desempeñar ese cargo: 80 años, carencia de dotes de gobierno y falta de
experiencia. Debido a sus características y por pertenecer Somaglia a los
zelanti, su nombramiento se interpretó como una maniobra de ese grupo para
situar a un personaje manejable, y en el mismo sentido se entendió la
constitución de una congregación de Estado integrada por cardenales para gobernar
los Estados Pontificios y la Iglesia en una dirección intransigente.
Tales presagios se confirmaron
por lo que se refiere al gobierno interno de los Estados Pontificios, donde los
tribunales, el gobierno de las ciudades, la recaudación de impuestos y la
administración volvieron a ser muy semejantes a los de la etapa del Antiguo
Régimen. Sin duda, la política intransigente de los zelanti en los Estados
Pontificios quedó patente en la lucha contra el bandolerismo y la represión
contra los carbonarios en la Romana. La ejecución en 1825 de dos de los
carbonarios más influyentes, como Targhini y Montanari, culpables de homicidio,
desató una campaña de críticas contra el papa en una parte de la prensa
francesa e inglesa. Por otra parte, la política represiva no sirvió para acabar
con las actividades de esta sociedad secreta. Al contrario, incitó a un
levantamiento de los carbonarios en la Romana y para sofocarlo tuvo que ser
enviado el cardenal Agostíno Rivarola, como legado extraordinario del papa.
Apoyándose en la contrasecta de los sanfedisti, se empleó con mano muy dura.
Condenó a 513 personas al exilio o a la prisión y firmó siete penas de muerte.
Los carbonarios respondieron con represalias, en una de las cuales cayó
asesinado el secretario de Rivarola, el canónigo Muti. Rivarola fue entonces
sustituido por Internizzi, que tampoco fue capaz de imponer la calma, de modo
que el bandolerismo y la agitación de los carbonarios se convirtieron en los
dos problemas más graves de orden público en los Estados Pontificios.
Los primeros momentos del
pontificado de León XII, sembrados de vacilaciones, fueron bien diferentes al
mandato de línea segura de su predecesor. Con un papa al pie de la tumba y un
secretario de Estado octogenario e inexperto, se agitaron más de lo debido los
círculos clericales, de ahí que hiciera fortuna en esos primeros meses la frase
de uno de los pasquines aparecidos en Roma, que decía que en la Ciudad Eterna
todo se había vuelto «ordini, contrordini, desordini». Por las características
del papa elegido daba la impresión que se hubiera querido trasladar el
verdadero gobierno de la Iglesia al grupo de los zelanti, y que León XII estaba
destinado a ser sólo un instrumento en sus manos sin reconocerle capacidad de
iniciativa. Ahora bien, esta trayectoria zigzagueante inicial de órdenes y
contraórdenes no era tanto la manifestación de la debilidad de un papa anciano,
como el reflejo del esfuerzo que León XII comenzó a realizar, una vez nombrado,
para librarse de la tutela de los zelanti.
Los partidos se esfuerzan —se
llegó a escribir entonces— por todo tipo de medios en elevar a los puestos a
los hombres de su elección; pero una vez llegados a ellos, éstos encuentran un
horizonte que les abre nuevas posibilidades. Ven con nuevos ojos y gobiernan con
nuevas miras. Los amigos surgen entonces y les instigan. Un hombre honesto en
semejante situación se aflige, pero no duda de la elección que debe hacer. He
aquí el porvenir de la historia del papa que hoy tenemos (J. Leflon, La
Revolución, en A. Fliche y V. Martín, Historia de la Iglesia, t. XXIII,
Valencia, 1975).
En efecto, sobre todo a partir de
1825, León XII iba a dar sobradas muestras de que disponía en su conciencia de
un ámbito libre de influencias para decidir por sí mismo. Para ese mismo año,
anunció la celebración de un jubileo, el primero después de cincuenta años. El
papa tomó esta decisión a pesar de la hostilidad de la mayor parte de la curia,
contra la oposición frontal de los monarcas absolutistas, que entendían que el
engrandecimiento de la figura del papa empequeñecía la suya, y frente a las
protestas de los liberales radicales que, por reducir la religión a un
sentimiento del interior de cada conciencia, no estaban dispuestos a permitir
manifestaciones públicas del hecho religioso. En la bula de promulgación, el
papa justificaba esta iniciativa para «despertar el sentido del pecado y sus
responsabilidades […] liberar a las almas del yugo del demonio y sacudirse su
dominio a fin de conseguir la verdadera libertad, la de los hijos de Dios, con
la que Dios nos ha gratificado». En efecto, no fueron pocos los obstáculos que
le salieron al paso al sumo pontífice, pero frente a las noticias que le
llegaban sobre tan variada oposición, León XII mostró una energía inesperada y
una y otra vez contestaba invariablemente: «Pueden decir lo que quieran
—repetía a los mensajeros—; el jubileo se hará.»
Y, en efecto, se celebró el
jubileo; fue un éxito y acudieron a la Ciudad Eterna multitudes de fieles de
toda Europa a pesar de las deficientes comunicaciones de aquella época. La
afluencia a Roma de tantos peregrinos sirvió para estrechar todavía más los
lazos de unión entre los fieles católicos y la cabeza visible de la Iglesia.
Durante las celebraciones se pudo contemplar al pontífice en la silla gestatoria
muy en tono «restaurador», como inmortalizara Horace Vernet (1789-1863) en su
famoso cuadro, que de un modo plástico refleja la mentalidad tradicional de
León XII; pero también quienes acudieron a Roma pudieron apreciar otras facetas
del romano pontífice, como por ejemplo que a pesar de su deficiente salud y sus
muchos años siguiese las procesiones con los pies descalzos.
Pues bien, si existe un León XII
tradicional que rompió con la línea de su predecesor Pío VII en ciertos
aspectos del gobierno interno de la Iglesia, sin embargo en otros puntos la
continuó, como sucedió con la reactivación de la política concordataria. En
diciembre de 1823 León XII, como reconocimiento de la valía del anterior
secretario de Estado, llamó a Consalvi, que vivía retirado en su villa de Porto
d’Anzio, y le nombró prefecto de la sagrada congregación De Propaganda Fide.
Sin embargo, ninguna ayuda le pudo reportar al pontífice este nombramiento,
pues Consalvi falleció pocos días después, en enero de 1824. En 1828, reemplazó
a Somaglia en la Secretaría de Estado por el cardenal Tommaso Bernetti
(1779-1852), que había sido la mano derecha de Consalvi. De modo que su
política exterior prosiguió la línea independiente trazada por Pío VII para
garantizar un ámbito de autonomía, imprescindible para llevar a cabo la misión
sobrenatural de la Iglesia.
León XII impulsó las
negociaciones ya iniciadas en el pontificado anterior para firmar un concordato
con los Países Bajos, según el mapa de Viena integrados por el territorio
protestante de Holanda y la zona católica de Bélgica. Su monarca era Guillermo
I (1815-1840), de la casa Hannover, un rey de religión protestante y
dependiente de Inglaterra. Guillermo I, a pesar de no ser católico, pretendía
reservarse el nombramiento de obispos, alegando que era prerrogativa suya
heredada al ser sucesor del rey de España. Otro de sus empeños consistió en
controlar la formación del clero, sometiéndolo al monopolio de la universidad.
Sin embargo, según lo aprobado en el concordato de 1827, retuvo sólo el derecho
de veto, ya que la propuesta de obispos recaía en los cabildos, el obispo a su
vez controlaría los cargos en sus diócesis y el Estado se obligaba a dotar de
sueldo fijo al clero, que en contrapartida estaba obligado a prestar un
juramento de fidelidad. El concordato suponía un balón de oxígeno para la
población católica belga, que lo consideró como un auténtico triunfo, pero el
rey de Holanda torpedeó la práctica de los acuerdos que muy pronto quedaron en
papel mojado. Las últimas consecuencias del incumplimiento del concordato no
las pudo ver León XII. Toda esta situación provocó la reacción de los belgas
que, unidos a los protestantes liberales y con el impulso a su favor del ciclo
revolucionario del verano de 1830, acabaron por segregarsc de Holanda.
Respecto a Inglaterra, León XII
prosiguió la táctica iniciada por Consalvi de apoyarse más en la diplomacia que
en la intransigencia de los católicos irlandeses. Sólo por un par de meses la
muerte le impidió ver los resultados. Ésta fue también la línea y los objetivos
que se trazó Daniel O’Connell (1775-1847) al restablecer en 1825 la Asociación
Católica: reforzamiento de los comités diocesanos y parroquiales para la
recogida de firmas y organización de mítines para cambiar la opinión pública.
Así las cosas, en 1828, y a pesar de que por ser católico no se lo permitía la
ley, O’Connell se presentó a las elecciones en el condado de Clarke, donde
obtuvo un excelente éxito sobre su rival, e incluso intentó ocupar su escaño en
el Parlamento. Los tories comprendieron la estrategia de O’Connell: o atendían
las demandas de los católicos o con sus votos podrían derribar su gobierno.
Ante esta disyuntiva, Wellington (1767-1852) forzó al rey, Jorge IV
(1820-1830), para que concediese la emancipación de los católicos en abril de
1829. Así pues, se aprobaba esta reforma por puro pragmatismo, más que por el
respeto al derecho que asistía a los católicos. A partir de entonces se
restringía en las islas el juramento de obediencia sólo al aspecto civil y se
reconocía a los católicos sus derechos políticos y civiles, por lo tanto
podrían ser también candidatos en las elecciones y ocupar cargos en la
administración, salvo algunos que permanecieron vetados a los católicos hasta
el siglo xx.
También en Iberoamérica León XII
prosiguió la línea de su predecesor. Hasta la independencia de las naciones
americanas, los titulares de las diócesis eran peninsulares nombrados por el
rey de España (P. de Leturia, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica,
t. II). Tras la independencia, se duplicaron las injerencias, de modo que ante
los intentos de control en el nombramiento de los obispos tanto por parte de
los gobiernos de las naciones independizadas como por parte del rey de España,
Fernando VII (1808-1833), en 1826 el papa nombró a Mauro Cappellari (1765-1846)
—el futuro Gregorio XVI—, prefecto de la congregación De Propaganda Fide, y
puso bajo su gobierno las comunidades cristianas recién independizadas, para
proceder al nombramiento de obispos sin consultar a nadie. Sin embargo, las
presiones de Fernando VII —que también asentaba su reinado sobre la alianza del
trono y el altar— entorpecieron de tal manera los proyectos de León XII, que
fue necesario volver al antiguo sistema del nombramiento de vicarios
apostólicos para no violar el patronato regio, lo que provocó un auténtico caos
en el gobierno de los católicos del continente americano en los años sucesivos.
Los problemas doctrinales. No
quedaría completo el boceto del pontificado de León XII sin una referencia a
los problemas doctrinales de estos años. Con la bula Quod divina Sapientia
(1824) el papa reorganizó los planes académicos en las siete universidades de
los Estados Pontificios (Roma, Bolonia, Perugia, Fermo, Ferrara, Macerata y
Camerino), donde se impulsaron los estudios de apologética, derecho canónico,
liturgia y arqueología. En su primera encíclica, Ubi primum (3 mayo 1824),
trató de hacer frente a los errores que amenazaban a la fe. Este documento
comenzaba con unas recomendaciones a los obispos, con el fin de que la buena
doctrina se asentara sobre el buen ejemplo. En este sentido, recordaba a los
sucesores de los apóstoles sus obligaciones de residir en sus diócesis y de
realizar las visitas pastorales, así como a esmerarse en la elección de
candidatos dignos y preparados a la hora de conferir el sacramentó del orden
sacerdotal. A continuación llamaba la atención sobre el indiferentismo y sobre
todas las corrientes de pensamiento que coincidían en «enseñar que Dios ha dado
al hombre una libertad absoluta, de manera que cada uno pueda sin peligro para
su salvación, abrazar y adoptar la secta y la opinión que le convenga según su
propio juicio». Y concluía la encíclica haciendo un llamamiento a todos los
obispos para que, reaccionando frente al galicanismo y al josefinismo, cerraran
filas junto al papa.
Y en cuanto a los aspectos
doctrinales durante este pontificado, también hay que volver a referirse a
Francia. Tanto durante el reinado de Luis XVIII (1814-1824) como en el de
Carlos X (1824-1830), León XII tuvo que enfrentarse a las tendencias galicanas
de estos dos monarcas absolutistas. Además de interferir en las competencias
sobre el nombramiento y la disciplina de los obispos, Carlos X reclamó la
concesión de su plácet, impidiendo la comunicación directa del papa con los
prelados franceses. Carlos X llegó incluso a prohibir la exhortación de León
XII dirigida a los cismáticos de la Pequeña Iglesia para que volvieran a la
unidad.
No obstante, aunque personificado
en un clérigo, un nuevo problema se estaba gestando entonces en Francia, que
estallaría con toda virulencia en el pontificado de Gregorio XVI (1831-1846).
Dicho clérigo adquirió una notable notoriedad ya en la etapa de León XII. Se
trataba de Felicité de Lamennais (1782-1854), bretón converso en 1804, ordenado
sacerdote en 1816, y apóstata desde 1834, que murió separado de la Iglesia.
Hombre de un temperamento radical y escasa formación teológica, era sin embargo
un buen polemista. Se hizo popular al publicar en Le Conservateur, Le Défenseur
y Le Drapeau Blanc sus escritos ultramontanos «en perpetua exageración —según
se ha escrito— que pone la lógica al servicio de su pasión, o más bien, que
toma su pasión por la lógica misma». Su prosa hiriente habitualmente atacaba a
las personas; y así se refería a Lainé y Corbin como «continuadores de Enrique
VIII», al abate Clausel de Montáis le apodaba el «Marat del galicanismo» y a
los jesuítas les llamaba «granaderos de la locura» (J. Leflon, La Revolución…).
Lamennais elaboró los argumentos de estos años con el entramado del fideísmo y
del tradicionalismo, manifestando un llamativo desprecio hacia la razón humana,
a la que llegó a calificar de «débil y vacilante luminaria». Su primera fase
ultramontana queda reflejada nítidamente en una de sus máximas: «Sin papa, no hay
Iglesia; sin Iglesia, no hay cristianismo; sin cristianismo, no hay sociedad»
(G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t. I). Al final del
pontificado de León XII cambió de postura, y si hasta entonces pensaba que la
Iglesia debía ser necesariamente tradicionalista, a partir de 1829 defendió que
con la misma necesidad y exclusivismo debía abrazarse al liberalismo. A pesar
de tan espectacular cambio, el clérigo bretón mantuvo inalterable su
radicalismo, hasta exigir que sus tesis personales se convirtieran en doctrina
oficial de la Iglesia. La indiferencia y el silencio de la Santa Sede ante
semejante pretensión le fue alejando de la Iglesia hasta romper formalmente con
ella. La ruptura se produjo durante el pontificado de Gregorio XVI.
En efecto, León XII no vería el
desenlace ni de ésta ni de otras muchas cuestiones, que se habían iniciado
durante su pontificado. En el invierno de 1829 sufrió otra de las muchas
recaídas de salud, quizá una de las más cortas, pues ésta que fue la definitiva
sólo duró cinco días. Cumplidos los 68 años y tras cinco años y medio de
pontificado, consumido como estaba desde hacía tiempo por las enfermedades,
tuvo una corta y tranquila agonía. Falleció el 10 de febrero de 1829.
Pío VIII (31 marzo 1829 - 30
noviembre 1830)
Personalidad y carrera
eclesiástica. Francesco Saverio Castiglioni nació (20 noviembre 1761) en
Cingoli, cerca de Ancona. Pertenecía a una familia noble, emparentada con el
papa san Pío V (1566-1572). Cursó los primeros estudios en el colegio de los
jesuítas de Osimo. Desde muy joven dio muestras de unas excepcionales dotes
intelectuales en disciplinas como la arqueología y la numismática, pero
sobresalió ante todo en el estudio del derecho canónico, cursado en Bolonia y
en Roma. Colaboró con monseñor Giovanni Devoti (1744-1820) en la compilación de
Instituí»Iones canonicae (1792). La formación jurídica adquirida durante estos
años le facilitó sus posteriores funciones de gobierno, por ejemplo, a la hora
de resolver —ya desde la cátedra de san Pedro— el problema de los matrimonios
mixtos en 1830 frente a las pretensiones de Federico Guillermo III de Prusia
(1797-1840).
Pío VII (1800-1823) le nombró
obispo de Montalto en 1800, desde donde fue trasladado a Ascoli. Durante la
ocupación francesa apoyó con firmeza a Pío VII y defendió los intereses de la
Santa Sede. Al no plegarse a los dictados de Napoleón (1769-1821), éste dio una
orden en virtud de la cual fue encarcelado y confinado al principio en Milán, y
después en Pavía y Mantua. Esta enérgica actitud de su personalidad contrasta,
no obstante, con su quebrada salud:
Una afección herpática —según el
cardenal Wiseman (Recollections of the Last Four Popes, Londres, 1858)— y
obstinada le hacía tener la cabeza inclinada y girada hacia un lado, lo que
daba cierto aire de rigidez y falta de gracia a sus movimientos. Sin embargo,
esto no era lo peor; parecía estar y estaba efectivamente, en un estado de
sufrimiento continuo, produciéndole una fuerte irritación, que se manifestaba a
veces en su tono y sus expresiones.
Tras la derrota de Napoleón,
regresó a su diócesis y en 1816 fue nombrado obispo de Cesena y promovido al
cardenalato. Posteriormente desempeñó los cargos de prefecto de la Congregación
del índice y penitenciario mayor (1821), por lo que le tocó asistir espiritualmente
a Pío VII y a León XII (1823-1829) en sus últimos momentos.
Ya en el cónclave de 1823 fue uno
de los candidatos a suceder a Pío VII, pues de todos eran conocidos sus deseos
de que fuera su sucesor, e incluso se difundió un comentario de Pío VII
realizado después de un delicado despacho con el entonces cardenal Castiglioni:
«Vuestra santidad, Pío VIII, arreglará más tarde este asunto.» Por tanto,
aunque tuvo que ceder el paso a León XII en 1823, su elección en 1829 no
constituyó ninguna sorpresa y fue muy bien recibida, pues además de la
ejemplaridad de su vida de piedad poseía dotes de gobierno, como había
demostrado en el desempeño de los diversos cargos eclesiásticos que había
ocupado. Y, precisamente, la circunstancia de su precaria salud parece ser que
pesó en el ánimo de los electores del cónclave, que una vez más se había
bloqueado debido a las ya conocidas pugnas entre zelanti y politicanti. Puesto
que ni unos ni otros cedían, no quedaba otra salida que hacer un paréntesis en
sus disputas, mediante la elección de un pontificado corto o «interino», como
algunos pretendieron, por lo que la debilidad física de Castiglioni,
marcadamente visible en el absceso del cuello que presagiaba un pronto final,
atrajo la atención de los electores hasta el punto que le votaron 47 de los 50
cardenales reunidos en el cónclave.
En efecto, la permanencia de Pío
VIII en la sede de san Pedro fue muy breve, pero en modo alguno su pontificado
se puede calificar de interino, ya que durante esos casi dos años el romano
pontífice tuvo que hacer frente a las dificultades propias de todo un cambio de
época. El pontificado de Pío VIII coincide con el ciclo revolucionario de 1830
que liquida la Restauración, período de quince años en los que Europa trató de
asegurar su convivencia sobre los presupuestos del Congreso de Viena (1815):
legitimidad monárquica y equilibrio europeo. Así pues, y contra todo
pronóstico, el breve tránsito de Pío VIII por el pontificado dejó sus huellas
en la historia de la Iglesia, que conviene repasar.
Las revoluciones liberales de
1830. Pocos meses después de su elección, el tratado de Adrianópolis (14
septiembre 1829) reconocía la independencia de Grecia del Imperio turco,
después de ocho años de enfrentamiento con el sultán. Desde luego, algo estaba
cambiando en Europa, pues las mismas potencias que habían aceptado los
principios de Viena, se retractaban ahora. El reconocimiento de la
independencia de Grecia por parte de las potencias europeas era el mejor
certificado del fracaso de los presupuestos de la Restauración, ya que además
de desautorizar al «legítimo» soberano, el sultán turco, se aceptaba a un
tiempo el «desequilibrio» que suponían las modificaciones del mapa europeo con
la independencia de Grecia. Por otro lado, la serie de revoluciones que se
desencadenaron durante el verano de 1830 en Francia, Alemania, Polonia, los
Estados Pontificios y Bélgica, acabaron por liquidar definitivamente el sistema
de la Restauración.
Y una vez más Francia, la «hija
primogénita de la Iglesia», donde reinaba Carlos X (1824-1830), hermano del
guillotinado Luis XVI (1754-1793), que había restaurado la alianza del trono y
el altar con el fin de poner la religión al servicio del Estado, se iba a
convertir en el primero y más grave problema de Pío VIII. Chateaubriand
(1768-1848), embajador de Francia ante la Santa Sede, interfirió en el
nombramiento como secretario de Estado del cardenal Giuseppe Albani
(1750-1834), formado en la escuela de Consalvi (1757-1824), por considerarle un
hombre de Austria, y le vetó calificándole de indeseable. Pío VIII, por su
parte, tras responderle que el nombramiento de Albani no obedecía a cálculos
políticos, le manifestó con claridad y firmeza: «yo soy el soberano y se hará
mi voluntad». Como consecuencia de este choque, Chateaubriand tuvo que dimitir
de su cargo. Por lo demás, la actuación posterior de Albani vino a demostrar
que el secretario de Estado no se supeditó a los dictados de ninguna de las
potencias, incluida Austria, y que defendió los intereses de la Iglesia con total
independencia.
Así se explica que la «alianza»
en la que se había refugiado el régimen de Carlos X provocase que la revolución
de 1830 atacase con igual ímpetu tanto al trono como al altar. La estrategia de
Carlos X había colocado a la Iglesia en la mentalidad de los liberales
franceses como aliada del absolutismo y enemiga de las libertades. En
consecuencia, los revolucionarios de París durante las jornadas de julio
saquearon el arzobispado, el noviciado de los jesuitas y la casa de las
misiones, hechos que por imitación fueron repetidos en muchas ciudades y
pueblos de Francia. Pío VIII, a quien todos estos acontecimientos no le
cogieron por sorpresa, actuó con moderación, pues a la vez que condenó los
desmanes anticlericales, desautorizó la vinculación de la Iglesia con el
legitimismo al reconocer la nueva monarquía de Luis Felipe de Orléans
(1830-1848). Además, exhortó a los obispos y al clero de Francia para que
prestasen sumisión y obediencia «al nuevo soberano elegido por la nación, por
quien debían elevar sus oraciones según costumbre», les prohibió expresamente
que abandonasen sus diócesis y sus ministerios, y les recomendó que se
empeñaran en cumplir su misión religiosa, pacificando los espíritus.
Esta misma línea de actuación se
impuso en la relaciones diplomáticas del pontífice con Inglaterra, donde se
acababa de reconocer la emancipación de los católicos. Y del mismo modo
procedió respecto a Bélgica, otro nuevo Estado que surgía en 1830 al unirse los
católicos y los liberales belgas para luchar hasta conseguir la independencia
del reino de los Países Bajos, cuyo soberano, de religión protestante, trataba
de imponer un régimen absolutista y regalista en todos sus dominios.
Por otra parte, Pío VIII tuvo que
resolver la grave cuestión de los católicos alemanes, donde el soberano de
Prusia, Federico Guillermo III, sometió los matrimonios mixtos de las zonas
católicas a una legislación protestante. Según el breve Litteris altero abhinc
(25 marzo 1830), Pío VIII sentó la doctrina de la Iglesia al respecto, vigente
durante mucho tiempo. El breve, en principio, trataba de disuadir a los
católicos de celebrar matrimonios mixtos en los que no se garantizasen las
cautelas de la Iglesia en orden a la educación religiosa de la prole; de
celebrarse, no obstante y salvo que existiesen impedimentos dirimentes, se
reconocían como válidos dichos matrimonios, aunque no cumpliesen los requisitos
dictados en Trento, y se permitía la asistencia pasiva del sacerdote en dichas
celebraciones. La solución de Pío VIII, emanada sin duda de su formación
jurídica, aunque no alivió la crispación de las autoridades prusianas, al menos
se convirtió en un importante legado doctrinal para sus sucesores en el
pontificado.
El gobierno de Pío VIII impulsó
también las iniciativas que sus predecesores habían tomado en América. Por
habilidad y tacto, el papa supo amortiguar las tensiones del gobierno brasileño
contra la Iglesia y consiguió la acreditación del nuncio Antini ante las
autoridades brasileñas. Pío VIII creaba así la primera nunciatura de América
del Sur.
Mayor relieve tuvieron sus
decisiones respecto a Estados Unidos, donde Pío VII en 1806, antes de ser
apresado por Napoleón, había erigido las diócesis de Boston, Nueva York,
Filadelfia y Bardstown, a la vez que constituía Baltimore en sede
metropolitana; en 1821, se crearon las de Charleston y Richmond y en 1822 la de
Cincinnati. Todo lo cual era el reflejo del crecimiento de la Iglesia en
Norteamérica. Pues bien, Pío VIII promovió la celebración del Concilio de
Baltimore, que comenzó el 4 de octubre de 1829 y dio sobradas muestras de la
vitalidad de la Iglesia en aquellas tierras.
El magisterio de Pío VIII. El
talante conciliador de Pío VIII en las relaciones diplomáticas era compatible
con su firmeza en la defensa doctrinal en aquellos puntos en los que las
ideologías chocaban con el depósito revelado que, naturalmente, como cabeza de
la Iglesia, tenía que custodiar y defender. De modo que tanto Pío VIII como sus
sucesores tuvieron que dar una respuesta a los planteamientos doctrinales del
liberalismo, en cuanto que algunos de sus partidarios plantearon la
incompatibilidad de la ideología liberal con la doctrina de la Iglesia. En
efecto, conviene precisar que el liberalismo, además de proponer una
determinada organización de la economía, de las relaciones sociales o de
establecer el sistema de elección de los representantes del poder mediante
elecciones, entre otras muchas más manifestaciones, es «ante todo una filosofía
global» (Rene Rémond, Introducción a la historia de nuestro tiempo, t. II), una
antropología, en definitiva, que proclama la autonomía del hombre y el
relativismo frente a la verdad. Naturalmente, ante esta concepción
antropocéntrica del liberalismo, que además establece unas determinadas
relaciones del hombre respecto a Dios y la naturaleza, el papa debía orientar
doctrinalmente a los fieles, de acuerdo con la verdad cristiana. Cosa distinta
es que no hayan faltado quienes por prejuicios hayan visto en el papado al
enemigo de todas las manifestaciones del régimen liberal, o quienes por el
contrario, en una interpretación interesada, entendieron que las precisiones
del papa sobre la filosofía liberal equivalía a respaldar sus propias
posiciones políticas absolutistas.
Así las cosas, en su primera y
única encíclica, Traditi humilitati nostrae (24 mayo 1829), Pío VIII dejó
claro, ante todo, su autoridad universal en la Iglesia, «no sólo sobre los
corderos, es decir, el pueblo cristiano, sino también sobre las ovejas, esto es
sobre los obispos», otra condena más de las tesis galicanas, que por supuesto
provocó el descontento de los sectores tradicionalistas del clero francés. A
continuación, se refería el papa en este documento a «los sofistas de este
siglo, que proponen que el puerto de la salvación está abierto a todas las
religiones, y otorgan las mismas alabanzas a la verdad y al error, al vicio y a
la virtud, a la honestidad y a la infamia» (Artaud de Montor, Histoire du pape
Pie VIII, París, 1844). Igualmente condenaba Pío VIII en su encíclica las
sociedades secretas por su sectarismo y empeño en destruir la Iglesia y los
Estados, y llamaba la atención sobre la santidad del matrimonio y la
importancia que debía otorgarse a la educación de la juventud. En su denuncia,
se anticipaba así Pío VIII a plantear los principales problemas que la Iglesia
iba a tener con aquellos Estados en los que en años posteriores se consolidó el
régimen liberal. Por último, la encíclica de Pío VIII proponía a los fieles la
oración como el remedio para frenar el avance del error; y para dejar claro que
la oración es un recurso perenne y eficaz, el pontífice identificaba la
situación de confusión doctrinal de entonces con un pasaje del Antiguo
Testamento: «en las actuales circunstancias hay que volver a pedir
insistentemente al Señor que libre a Israel de la plaga».
Además de los problemas
doctrinales, como los que se han mencionado anteriormente, se agravaba otro que
ya conocemos, pues durante el pontificado de Pío VIII Felicité de Lamennais
(1782-1854), tras abandonar sus posiciones ultramontanas y animado por las
experiencias de los católicos ingleses y belgas, giraba hacia lo que se conoce
como catolicismo liberal. Al calor de la revolución de julio de 1830 se instaló
con sus seguidores —Jean Baptiste Henri Lacordaire (1802-1861), Charles de Montalembert
(1810-1870), Philipe Gerbet (1798-1864), Rene Francois Rohrbacher (1789-1856),
Prosper Louis Pascal Guéranguer (1806-1875)— en Juilly, muy cerca de París.
Poco después fundaron un periódico, L’Avenir, bajo el lema «Dios y Libertad».
El nacimiento del periódico en los primeros días del mes de octubre de 1830 fue
cuando menos inoportuno en el tiempo, pues provocó no pocas disensiones entre
el episcopado francés en torno a las tesis de Lamennais sobre la libertad
religiosa. El primer número veía la luz justo cuando el papa había conseguido
que los obispos franceses acatasen a Luis Felipe de Orléans. Y es que éste era
el único recurso diplomático del pontífice para impedir que el nuevo régimen
traspasara a la legalidad las propuestas anticatólicas de los revolucionarios
de julio. En cualquier caso, la muerte impidió a Pío VIII afrontar el problema
planteado por el clérigo francés, recayendo sobre su sucesor esta cuestión.
Todas estas complicadas y
espinosas situaciones acabaron por minar definitivamente la ya de por sí
delicada salud de Pío VIII. En sus últimos días el pontífice perdió
completamente el sueño, y la úlcera que le aquejaba desde hacía años alcanzó
sus órganos internos, provocándole fortísimos dolores. El 23 de noviembre,
plenamente consciente, recibió los últimos sacramentos y falleció una semana
después. Su pontificado había durado sólo veinte meses.
Gregorio XVI (2 febrero 1831 - 1
junio 1846)
Personalidad y carrera
eclesiástica. Alberto Cappellari nació (18 septiembre 1765) en Belluno, al
norte de Venecia, en el seno de una familia noble, que había perdido su
patrimonio. A los 18 años ingresó en el monasterio camaldulense de San Miguel
de Murano en el Véneto, donde adoptó el nombre de Mauro. Tres años después de
su profesión solemne fue ordenado sacerdote (1787) y nombrado más tarde
profesor de filosofía (1790) del mismo monasterio. En 1795 se trasladó a Roma
como asistente del procurador general de su orden. La fidelidad con la que
vivió su regla monástica, basada en la piedad y en la austeridad, además de sus
cualidades intelectuales, le hicieron merecedor de un gran prestigio dentro de
su orden, que a su vez trascendió muy pronto por toda Italia y algunos países
europeos.
Ratificó su valía humana y su fe
religiosa con motivo de la conquista de Roma, la conversión del Estado
pontificio en la República Romana (1798) y el consecuente cautiverio de Pío VI
por el Directorio francés, al atreverse a publicar en 1799 El triunfo de la
Santa Sede y de la Iglesia frente a los ataques de los innovadores. El libro
fue un éxito editorial y se hicieron varias ediciones. En esta obra, Mauro
Cappellari rebatía las doctrinas en las que se sustentaba el movimiento
revolucionario antirreligioso. En efecto, cuando se había generalizado la
opinión entre los revolucionarios de que la Iglesia era ya una causa perdida,
hasta el punto de adjudicar al papa prisionero el título de «Pío VI y último»,
Cappellari proclamó la pervivencia de la Iglesia hasta el fin de los tiempos,
de acuerdo con la promesa de su fundador. Como es sabido, los hechos
desmintieron las previsiones de los revolucionarios en su contra, pues Napoleón
(1769-1821) puso fin al Directorio con el golpe de Brumario (10 noviembre 1799)
y estableció en Francia una dictadura. También en este mismo libro, frente al
despojo de los territorios pontificios, el monje camaldulense argumentaba en
favor de la soberanía temporal del papa, además de defender su infalibilidad y
el carácter monárquico de la Iglesia.
Cappellari tenía una gran
capacidad de gestión y de gobierno, como demostró en los diversos cargos que
desempeñó antes de ser elegido papa. En 1800 fue designado primer abad vicario
del monasterio romano de San Gregorio, y cinco años después abad ordinario.
Fue, también, procurador general de los camaldulenses en 1807 y general de su
orden en 1823. Pío VII (1800-1823) le nombró consultor de varias
congregaciones, como la de asuntos extraordinarios y la del índice. León XII
(1823-1829) le elevó al cardenalato (13 marzo 1826) y le nombró prefecto de la
sagrada congregación De Propaganda Fide, desde donde dio un notable impulso a
las misiones, experiencia esta última que sería decisiva —ya durante su
pontificado— para sentar las bases modernas de la actividad misional de la
Iglesia. Aceptó todos estos cargos sólo como servicio a la Iglesia, porque lo
cierto es que rechazó varias sedes episcopales que le ofrecieron tanto Pío VIII
como León XII. Por este motivo, el cardenal Mauro Cappellari entraba en el
cónclave el 14 de diciembre de 1830 como simple sacerdote, por no haber
recibido todavía la consagración episcopal.
Como se esperaba, no fue éste un
cónclave corto. Duró cincuenta días y fueron precisas unas cien votaciones para
elegir al nuevo sucesor de san Pedro. En cambio, fallaron los pronósticos sobre
el nombre del candidato elegido. La prueba de que Cappellari no era uno de los
papables es que hasta casi después de un mes de comenzar el cónclave no recibió
los primeros sufragios significativos; es más, a la vista de este primer
resultado, rogó al resto de los cardenales que dejaran de votarle. Sin embargo,
el cardenal Zurla, que además de general de los camaldulenses era su confesor,
en virtud de la obediencia le ordenó que aceptara el pontificado; y el 2 de
febrero recibía 32 votos de los 41 posibles, con lo que se sobrepasaban los dos
tercios exigidos. En honor del papa santo que había habitado su convento, san
Gregorio VII (1073-1085), «campeón medieval de la libertad de la Iglesia», y de
Gregorio XV (1621-1623), fundador de la sagrada congregación De Propaganda Fide
(6 enero 1622), adoptó para sí el de Gregorio XVI (Ch. Sylvain, L’histoire du
pontifical de Grégoire XVI, Brujas, 1889). Antes de recibir de manos del
cardenal Bartolomeo Pacca (1756-1844) la tiara, símbolo de la autoridad
pontificia, tuvo que ser consagrado obispo por el cardenal Zurla el 6 de
febrero de 1831.
Con Gregorio XVI comienza una
etapa que se prolonga hasta el día de hoy, que se conoce como la de los grandes
papas. Además de la dilatada permanencia temporal de los pontífices en la
cátedra de san Pedro, desde Gregorio XVI hasta Juan Pablo II (1978) el
pontificado se ha revestido de un gran prestigio moral y sus titulares han
publicado toda una serie de documentos doctrinales de una enorme resonancia
dentro y fuera de la Iglesia. Pues bien, quien inaugura la etapa de los grandes
papas es un personaje que en su intimidad vivió como un camaldulense, o que
pretendió «ser más monje que papa», por utilizar sus palabras. Hasta su aspecto
exterior contribuía a dar esta imagen, pues «su figura —escribió su amigo el
cardenal Nicholas Wiseman— no ofrecía a primera vista tanta nobleza como la de
su predecesores; sus rasgos, grandes y redondeados, estaban ausentes de esos
toques finos que sugieren un genio elevado y un gusto delicado». Pero tal
carencia estaba de sobra compensada por una fortaleza nada común. Por gozar de
buena salud, despidió a los médicos del Vaticano y destinó su sueldo a obras de
caridad. Era un caminante infatigable y llevó una vida realmente austera;
dormía sobre un colchón de paja y ordenó al cocinero que le preparara una dieta
muy frugal, ya que —según le manifestó— la elevación a la cátedra de san Pedro
no le había cambiado el estómago. Quienes le trataron en la intimidad se
refieren a una personalidad vivaz, alegre y jovial, que supo hacer compatible
la majestad del pontificado con una vida de intensa oración, derivada de su
vocación de contemplativo.
La doctrina de la Iglesia y la
ideología liberal. Gregorio XVI fue el primer papa que clarificó doctrinalmente
el concepto de libertad frente a las propuestas de la ideología liberal.
El liberalismo soslaya la
afirmación cristiana de que el hombre «tiene» libertad, y la sustituye por la
de que el hombre «es» libertad. Identifica libertad y naturaleza. No consiste,
pues, la cuestión en la defensa de determinadas libertades meramente
operativas, externas; el núcleo del liberalismo está constituido por la
proclamación de la libertad de conciencia: de nadie depende el hombre, salvo de
sí mismo. Se elimina así en la teoría —o al menos en la práctica— el carácter
de criatura que tiene el hombre; como tal, radicalmente dependiente del
Creador, que es quien le ha otorgado un ámbito bien definido en donde es
posible la libertad. La afirmación de la libertad de conciencia comporta un
cambio profundo en el mismo concepto de conciencia. El cambio que, a lo largo
de los siglos xix y xx, desarrollarán —entre otros— Schopenhauer, Nietzsche y
Freud (G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t. I).
Pues bien, éste es el núcleo
concreto al que se dirige la condena del liberalismo de Gregorio XVI en su
encíclica inaugural de pontificado Miran vos (15 agosto 1832), condena que por
lo demás ratificarán sus sucesores. Meses antes de su publicación, el pontífice
había recibido en audiencia a Lamennais (1782-1854), Lacordaire (1802-1861) y
Montalembert (1810-1870), que habían peregrinado en noviembre de 1831 hacia
Roma para que el papa les concediese un refrendo oficial a sus propuestas de
catolicismo liberal. Si la buena voluntad de los menesianos cabe suponerla, su
estrategia cuando menos hay que tacharla de contradictoria, pues desde los
presupuestos menesianos de libertad se requería para sus propuestas políticas
un certificado de autoridad. Así pues, Gregorio XVI mantuvo con los tres
«peregrinos de Dios y de la libertad» un encuentro breve y distante, no les dio
ninguna respuesta concreta, por lo que permanecieron todavía algún tiempo en
Roma en espera de la tan ansiada contestación del papa. Después de seis meses
de inútil expectación, los menesianos abandonaron Roma. La respuesta —aunque
sin mencionarlos— era sin duda la Mirad vos. En dicho documento, además del
liberalismo el papa aborda los temas del galicanismo y el regalismo, reafirma
el celibato sacerdotal y la santidad del matrimonio y condena el indiferentismo,
además de referirse a la libertad de imprenta, a la subversión contra el orden
temporal y a la libertad de conciencia, aspecto este último en el que insistirá
en su correspondencia con el zar Nicolás I (1825-1855) al manifestarle: «No hay
que confundir la libertad de conciencia con la libertad de no tener
conciencia.»
En principio, Lamennais recibió
la encíclica con estoicismo, pero con el tiempo y contra los consejos de sus
compañeros se fue distanciando de Roma hasta colocarse en una posición de
enfrentamiento. La publicación de su libro Palabras de un creyente en 1834,
donde manifestaba que había dejado de creer en Cristo y en la Iglesia, para no
creer más que en la humanidad, era toda una declaración de apostasía y suponía
de hecho la ruptura, que formalmente se produjo en 1848, año en el que se
secularizó y abondonó totalmente la fe. Entregado a la política como diputado
demócrata en la Asamblea de la II República francesa, murió en 1854 sin
arrepentirse. Bien diferente fue la actitud del resto del grupo de los
menesianos, que tras rectificar, permanecieron en el seno de la Iglesia y de
acuerdo con las enseñanzas de Roma siguieron luchando en favor de la libertad,
y muy particularmente de la libertad de enseñanza, y contribuyeron a la renovación
de los estudios eclesiásticos.
Positivismo y fideísmo. Los
conflictos doctrinales procedentes de Francia a los que tuvo que hacer frente
Gregorio XVI no se debieron exclusivamente a Lamennais. Entre los años 1830 a 1842, Augusto Comte
(1798-1857) publicaba su Curso de filosofía positiva, donde proclamaba el
advenimiento de una nueva era para la humanidad (coincidiendo casualmente la
coronación de la cima histórica con su pensamiento), en la que la sociología
debería convertirse en la ciencia que regulara la vida de los hombres conforme
a las pautas del progreso y el bienestar material. Comte y Lamennais
mantuvieron varias entrevistas en 1826; como resultado de estos encuentros, el
primero reconoció a Lamennais, con admiración, como el jefe indiscutible del
partido católico, aunque eso sí, sin posibilidad de encontrarse
ideológicamente. No fue así, pues a partir de 1834 Lamennais iba a coincidir en
no pocos puntos con Comte, tras variar el objeto de su fe hacia la humanidad,
al haber situado a ésta en el lugar de las creencias que hasta entonces habían
ocupado Cristo y la Iglesia.
Por otra parte, y en sentido
contrario a los postulados expuestos anteriormente, Gregorio XVI tuvo que salir
al paso de las propuestas de Louis Bautain, un profesor de filosofía converso y
sacerdote desde 1828, que en su obra La filosofía del cristianismo (1835)
trataba de conciliar el catolicismo con el idealismo, derivado de la filosofía
kantiana. Bautain sostenía que sólo la fe en Jesucristo era la única base sobre
la que podría apoyarse la razón para comprender el mundo y organizarlo. El
antiintelectualismo de Bautain, que convertía a la fe en el principio de la
ciencia, es conocido como fideísmo. La doctrina de Bautain fue condenada por la
Iglesia en 1840, si bien en este caso el clérigo sometió su juicio a las
indicaciones de Roma, y acabó sus días como profesor de teología moral de la
Sorbona, integrado en el grupo de los católicos renovadores.
La renovación religiosa en
Francia e Inglaterra. Resulta explicable que todas estas desviaciones
doctrinales tuvieran como protagonistas a clérigos franceses. A partir del
concordato de 1801 fue posible la aparición de un nuevo clero en Francia, al
que la jerarquía quería distanciado de las posiciones galicanas de la etapa
prerrevolucionaria y sobre todo entregado al culto y a la atención pastoral de
la feligresía, con el fin de reparar los daños causados por la Revolución. Pero
a cambio de potenciar estos objetivos se descuidó su formación doctrinal.
Frayssinous llegó a escribir que Lamennais tenía genio, pero que carecía de
teología, y salvo a Rohrbacher (1789-1856), a todos sus seguidores les ocurría
otro tanto, de modo que los menesianos «se enredan en generalidades oratorias;
se puede admirar su ardor, su preocupación apostólica por conquistar un siglo
[…] pero les faltan las bases» (J. Leflon, L’Église de France et la Révolution
de 1848, París, 1948). Así pues, con el fin de paliar estas carencias, el
arzobispo de París, monseñor Denis Auguste Affre (1793-1848), inició las gestiones
para comprar el convento de los carmelitas, uno de los escenarios más
significativos de la persecución religiosa de 1792, donde instaló la Escuela de
Altos Estudios Eclesiásticos, que tanto contribuiría a la renovación del
pensamiento religioso en los pontificados posteriores al de Gregorio XVI. Los
seis primeros alumnos se matricularon en 1845 y el primer doctor, el futuro
cardenal Charles Lavigerie (1825-1892), obtuvo este grado académico en 1850.
En contraste con el estéril
revuelo de los clérigos anteriores, fueron laicos franceses los protagonistas
de una de las iniciativas más novedosas y fecundas de estos años, concretamente
unos jóvenes estudiantes de la Universidad de la Sorbona. Fréderic Ozanam
(1813-1853) comenzó sus estudios de derecho en 1831. Pues bien, el entonces
estudiante de derecho y más tarde profesor de la prestigiosa universidad
francesa, había promovido en dicha universidad una «Conferencia de Historia»
para debatir libremente sobre el alcance social del Evangelio. El mes de mayo
de 1833 convocó a seis de sus jovencísimos compañeros en las dependencias de la
Tribuna Católica; sólo uno de ellos tenía más de veinte años. Fue así cómo se
fundó la Sociedad de San Vicente de Paúl: los reunidos juraron buscar a Cristo
en la figura de los más necesitados mediante el ejercicio de la caridad. En
1835 funcionaban ya cuatro conferencias en París y poco después se extendieron
por toda Europa. Ozanam ha sido beatificado (22 agosto 1997) por Juan Pablo II
en la catedral de París.
Un panorama más esperanzador que
el de Francia era el que se iba a abrir para los católicos ingleses, debido
sobre todo a la acción de dos personajes como Nicholas Wiseman y John Henry
Newman (1801-1890), este último uno de los principales impulsores del
movimiento de Oxford. Wiseman se había formado en el seminario inglés de Roma
reconstruido por Pío VII y fue enviado como coadjutor a Londres, donde Gregorio
XVI había erigido cuatro vicariatos. El éxito de sus conferencias religiosas
(lectures) y la puesta en marcha de publicaciones (Dublin Review, The Tablet),
iban a ser decisivos para revitalizar la religiosidad de las islas en un
momento en que los emigrados irlandeses comenzaban a pesar electoralmentc en
Inglaterra y donde a la vez los «viejos católicos» se habían anquilosado. En
1850, Wiseman fue nombrado cardenal primado. No fue fácil su trabajo, pues a
pesar de su categoría intelectual y de su arraigada y profunda piedad, o quizás
precisamente por ello, tuvo que sufrir la indiferencia y el recelo de los
entibiados «viejos católicos» ingleses.
Por otra parte, Newman era un
clérigo anglicano, que había decidido libremente vivir el celibato, y se había
convertido en una de las figuras universitarias más destacadas de su tiempo.
Ingresó en la Universidad de Oxford a los quince años, fue profesor y rector de
la capilla universitaria, donde se granjeó un gran prestigio por su honradez
intelectual y su profunda piedad. En la década de los treinta, surgieron en la
Universidad de Oxford una serie de iniciativas de renovación de la Iglesia
anglicana, que había perdido pulso religioso por su identificación con el
Estado. Al ser estatal la Iglesia anglicana, la politización de lo religioso en
Inglaterra fue todavía más acusada que en los países de mayoría católica.
Comenzó así un movimiento intelectual y religioso en el que se produjeron toda
una serie de publicaciones y conferencias y en el que jugó un papel decisivo
Newman. El movimiento de Oxford, además de la revitalización religiosa de
Inglaterra, para Newman iba a suponer un cambio decisivo. Desde su profundo
conocimiento de la historia de la Iglesia inició un acercamiento al catolicismo
(J. Morales, Newman, el camino hacia la fe, Pamplona, 1978) hasta su conversión
(9 octubre 1845), todo un acontecimiento para los católicos ingleses y una
auténtica sacudida para el anglicanismo. En principio, pensó permanecer en la
Iglesia católica como un laico, pero por consejo de Wiseman se ordenó de
sacerdote en Roma en 1847; más tarde León XIII (1878-1903) le nombraría
cardenal en 1879. Tanto por sus escritos como por sus fecundos apostolados, el
cardenal Newman fue una de las personalidades de mayor influencia en la segunda
mitad del siglo pasado y todo un punto de referencia. En la actualidad está
abierto su proceso de canonización.
La «cuestión de Colonia». En
Prusia se agravó el problema suscitado por los matrimonios mixtos, derivando en
lo que se conoce como la «cuestión de Colonia». Federico Guillermo III de
Prusia (1797-1840) intentó que Gregorio XVI cambiara las disposiciones del
breve de Pío VIII; ante la negativa del papa, maniobró en Prusia. El arzobispo
de Colonia, monseñor Ferdinand August Spiegel (1764-1831), presionado por el
rey cedió y su debilidad fue seguida por la del episcopado alemán.
Las protestas del pontífice ante
el rey de Prusia no se hicieron esperar, y coincidiendo con el envío de dichas
protestas falleció Spiegel. El candidato para sustituirle, Clement-August von
Droste zu Vischering (1773-1845), por pertenecer a la nobleza, le pareció al
rey de Prusia un elemento manejable y no tuvo dificultad para aceptar su
nombramiento. Sin embargo, su primera actuación fue denunciar el acuerdo
secreto entre Spiegel y Federico Guillermo III. El prelado acabó en la cárcel y
al arzobispo de Posen le sucedió otro tanto, por solidarizarse con su postura.
La valiente actitud de los prelados alemanes contó con el apoyo y el respaldo
de los católicos de diversos países, especialmente en Alemania y Estados
Unidos.
No cejó en su empeño el rey
prusiano y buscó apoyo en los «hermesianos», católicos disidentes que seguían
las doctrinas racionalistas de Georg Hermes (1775-1831), condenadas por Roma en
1835. También apoyaron al rey de Prusia los «jóvenes hegelianos», que veían en
el fortalecimiento del Estado el principio del progreso histórico, por lo que
para ellos era preferible un cristianismo estatalizado a la prusiana que una
Iglesia dependiente de Roma y descontrolada del Estado. Y no deja de ser
significativo que el propio Karl Marx (1818-1883), ya concluido el conflicto en
1842, tomara partido del lado de los jóvenes hegelianos en la defensa que
habían mantenido del Estado prusiano frente la Iglesia católica.
Quedaban así planteadas dos de
las grandes cuestiones de los próximos años, como eran la injerencia del Estado
en la vida de la Iglesia y la incompatibilidad entre determinadas corrientes de
pensamiento y la actividad política de los católicos. Droste-Vischering sólo
fue liberado tras la muerte del rey, pues su sucesor, Federico Guillermo IV
(1840-1861), de talante más dialogante, pudo llegar a un acuerdo y zanjar la
«cuestión de Colonia» mediante la Convención de 1841. En adelante, además de
permitir las disposiciones del papa en los matrimonios mixtos, el Estado
prusiano dejaría de interferir en las comunicaciones de los obispos alemanes
con Roma y se creó la Dirección de Cultos católica en Berlín.
La oleada revolucionaria de los
años treinta. Como soberano temporal, Gregorio XVI se vio afectado por la
oleada revolucionaria de los años treinta que sacudió a toda Europa.
Concretamente, la revuelta de la región italiana había estallado en Módena
justo al día siguiente de su elección. Constituido en Bolonia un gobierno
insurrecto, apresaron al legado pontificio y proclamaron la república. Los
revolucionarios controlaban poco después las legaciones, las Marcas y la
Umbría, esto es, las cuatro quintas partes de los Estados Pontificios.
Fracasados los primeros intentos de conciliación por parte de Gregorio XVI, su
secretario de Estado, el cardenal Tommaso Bernetti (1779-1852), solicitó ayuda militar
de Austria para pacificar los dominios pontificios, lo que a su vez provocó las
protestas de Francia. Durante casi dos meses, el Estado pontificio vivió en
permanente agitación por la acción de los revolucionarios, entre los que
figuraba Luis Napoleón (1808-1873), futuro emperador de Francia con el nombre
de Napoleón III (1852-1870).
Sofocado el levantamiento, las
potencias —Inglaterra, Francia, Prusia y Rusia— convocaron una Conferencia en
Roma e impusieron un Memorándum (21 marzo 1831) a Gregorio XVI, que le obligaba
a introducir una serie de reformas en sus Estados, que apaciguasen a los
revolucionarios, y a solicitar la retirada de las tropas austríacas.
Desguarnecidos los territorios pontificios, en 1832 estalló otra revolución,
esta vez en la Romana. De nuevo la revuelta fue apaciguada por la intervención
extranjera; pero en esta ocasión además de Austria intervino Francia, que
ocuparon respectivamente Bolonia y Ancona. Estas dos ciudades permanecieron
ocupadas hasta 1838.
Así las cosas, y ante la
dificultad por encontrar un equilibrio en las relaciones de la Santa Sede con
los revolucionarios y las potencias, Gregorio XVI en 1836 tuvo que sustituir a
su secretario de Estado, Bernetti —forjado en la escuela de Consalvi: reticente
a Viena y proliberal— por Luigi Lambruschini (1776-1854), de tendencia
conservadora. El nuevo secretario de Estado, una de las cabezas de los zelanti
más intransigentes, adoptó medidas antirrevolucionarias y desconcertantes, como
la negativa para instalar la red ferroviaria en el Estado pontificio o prohibir
la asistencia a los católicos a los congresos científicos. Ahora bien, conviene
señalar que los congresos de la Italia de entonces tenían más de políticos que
de científicos y se estaban utilizando como avanzadilla del proceso de
unificación italiana.
En efecto, en estas
circunstancias nada fáciles, comenzó a actuar la Joven Italia de Giuseppe
Mazzini (1808-1872), para quien el sumo pontífice —por ser soberano temporal—
era el enemigo a batir, si es que se quería conseguir la unidad de Italia y
establecer su capital natural en Roma. Por su parte, los literatos,
historiadores y científicos, aglutinados desde hacía tiempo en el movimiento
conocido como Risorgimento, centraron sus críticas en el papa. Por más que se
presentara el Risorgimento como un enlace con épocas pretéritas de gloria
cultural y artística, el movimiento no fue mucho más allá de ser un instrumento
político, cuyos partidarios rebajaron el listón cultural y científico hasta la
altura de la mediocridad, a causa de la politización ingénita del Risorgimento.
Para los risorgimentistas, el empeño de Gregorio XVI en mantener la soberanía
temporal de sus territorios era el principal obstáculo para llegar a la unidad
de Italia. Para el papa, esa misma soberanía temporal era la garantía
inexcusable de su independencia frente al resto de los Estados para cumplir con
su misión espiritual, y además tenía el papa otra poderosa razón para defender
sus posiciones: todos esos territorios pertenecían a la Iglesia desde hacía unos
mil años. Gregorio XVI, por tanto, mantuvo hasta el final de su vida un
equilibrio en esta complicada cuestión, cuyo desenlace se produciría, no
obstante, durante el pontificado de su sucesor, Pío IX (1846-1878), etapa en la
que fueron usurpados en su totalidad los territorios de la Iglesia.
Un sector influyente de la
historiografía italiana ha juzgado con dureza a Gregorio XVI, juicio que por lo
demás se ha transmitido a historiadores de otros países. Pero esta crítica se
centra sólo en un aspecto parcial de su pontificado, como es el de su soberanía
temporal sobre unos territorios enclavados en Italia, sin considerar que la
misión primordial del papa es de tipo espiritual y que su potestad no es de
ámbito local, sino universal. Sin duda, el juicio sobre el pontificado de
Gregorio XVI varía sustancialmente si se realiza con las coordenadas de lo
espiritual y lo universal, que son las que enmarcan la misión de los sucesores
de san Pedro, pues sólo desde ellas se puede comprender sus actuaciones.
Gregorio XVI también fue testigo
de la grave situación de España, donde en los primeros días de octubre de 1833
estalló una guerra civil entre liberales y carlistas. En este clima se desató
un anticlericalismo radical, pues si graves fueron las medidas legislativas del
gobierno liberal contra las órdenes religiosas, que entorpecieron el normal
desarrollo de las relaciones de Roma con la «católica» España (V. Cárcel Ortí,
Política eclesial de los gobiernos liberales españoles 1830-1840, Pamplona,
1975), el sectarismo se desbordó hasta llegar al asesinato. Durante la tarde y
la noche del 17 al 18 de julio de 1834, sólo en la capital de España fueron
asesinados cerca de cien religiosos (jesuítas, dominicos, franciscanos y
mercedarios) y en los meses siguientes se repitieron las matanzas en otras
ciudades (Zaragoza, Barcelona, Murcia y Reus entre otras), donde murieron otros
cincuenta religiosos más, sin que las autoridades pusieran mucho empeño en
impedir los crímenes y desde luego ninguno en castigar a los culpables, que
quedaron impunes (M. Revuelta González, La exclaustración 1833-1840, Madrid,
1976). Es más, llegado el caso, el diputado progresista Pascual Madoz, en una
de sus intervenciones en el Congreso, justificó incluso las masacres (J.
Paredes, Pascual Madoz 1805-1870, libertad y progreso en la monarquía
isabelina, Pamplona, 1982). Lo cual tampoco resulta sorprendente si se tiene en
cuenta que El Catalán, periódico de los progresistas catalanes dirigido por
Madoz, unos días antes de las matanzas anunció en sus páginas con euforia «que
se iba a armar una de San Quintín, en la que iban a cortar el cuello a los
frailes».
Por lo demás, durante la minoría
de Isabel II (1833-1843), y especialmente desde que los progresistas se
hicieron con el poder a partir del año 1835, fueron constantes las medidas
legislativas persecutorias: cierre de conventos, nacionalización de los bienes
del clero, abolición de los diezmos, además de las matanzas y las quemas de
conventos, consentidas y en algunos casos promovidas desde instituciones del
gobierno progresista, en sus versiones central o provincial. La llegada al
poder de los moderados en 1844 rebajó la tensión, hasta el punto que comenzaron
las conversaciones para redactar un concordato, lo que se lograría en 1851.
Igualmente difíciles se
presentaron las relaciones de la Santa Sede con Portugal, que también fue
escenario de otra guerra civil (1827-1834) entre los partidarios del
absolutismo de Don Miguel (1828-1834) y los liberales de Doña María de la
Gloria (1834-1853). Derrotados los tradicionalistas, se alternaron en el poder
«cartistas» y «progresistas», y también aquí apareció el anticlericalismo.Y
aunque el sectarismo portugués tampoco podía desplegar muchas más variantes que
las ya conocidas del anticlericalismo español (persecución de clérigos y
nacionalización de los bienes de la Iglesia), no es menos cierto que los lusos
superaron en intensidad a los hispanos. El panorama portugués que tuvo que
contemplar Gregorio XVI en sus últimos días no fue nada consolador: se cerraron
conventos y escuelas de religiosos, se expulsó al nuncio y se rompieron las
relaciones con la Santa Sede. Sólo en 1848 Pío IX consiguió firmar los primeros
acuerdos respecto a los seminarios y el fuero eclesiástico.
Por otra parte, en 1830 las
tropas polacas que debían acudir a sofocar la revolución belga, se sublevaron
contra el zar. Los católicos polacos trataban de sacudirse el yugo al que
estaban sometidos, mediante la rusificación y la imposición de la religión
ortodoxa en su territorio, que había sido entregado a Rusia desde el Congreso
de Viena. En un primer momento, consiguieron expulsar al virrey ruso y liberar
Varsovia, pero las disputas internas entre los polacos «blancos» y los «rojos»,
que llegó hasta la masacre de los «blancos» a manos de los «rojos», y la falta
de apoyo de Inglaterra y Francia, al contrario de lo que había ocurrido en
Bélgica, dejó a los sublevados polacos a merced del zar. No es de extrañar, por
tanto, que en tan confusa situación la falta de información del pontífice sobre
la insurrección de los polacos contra el zar, más que un pretendido apoyo a un
gobierno autoritario, motivase el breve Superiori Anno (9 junio 1832), en el
que instaba a los católicos polacos a volver a la obediencia del zar.
Nicolás I (1825-1855) no dudó en
publicar con todo aparato el escrito del pontífice y en utilizarlo como
justificación del endurecimiento de la represión sobre Polonia. Poco después,
Gregorio XVI con mayor conocimiento de lo sucedido, rectificó su posición y
defendió a los polacos adoptando distintas medidas diplomáticas. Esta nueva
actitud de Gregorio XVI quedaba expresamente manifestada en su alocución
consistorial de 22 de julio de 1842, que terminaba apelando a los sentimientos
del zar. Es más, cuando Nicolás I acudió a Roma, donde mantuvo con Gregorio XVI
una larga entrevista (13 diciembre 1845) en la que el cardenal Acton hizo de
intérprete, el papa medió en favor de los patriotas polacos y le entregó al zar
un memorial con los crímenes que habían cometido sus tropas en Polonia. Esta entrevista
tan poco eficaz por los resultados, al menos significó un primer movimiento
hacia el entendimiento entre los dos Estados, que cuajaría en el acuerdo de
1847, cuando ya dirigía los destinos de la Iglesia Pío IX.
Las misiones. Quedaría incompleta
esta semblanza de Gregorio XVI sin hacer una referencia a su impulso misional,
no en vano en su tumba de la basílica de San Pedro una inscripción le recuerda
como «el papa de las misiones».
Desde que fuera nombrado en 1826
por León XII prefecto de la sagrada congregación De Propaganda Fide, puso en
marcha numerosas iniciativas. Entre éstas, cabe destacar el impulso que dio a
los vicariatos apostólicos, de los que durante su pontificado estableció 44 más
en territorio de misiones. Las faltas de entendimiento que solían producirse
hasta entonces entre los obispos y las congregaciones misioneras fueron
prácticamente eliminadas, al nombrar obispos a muchos misioneros religiosos.
Por último, Gregorio XVI anuló las iniciativas «nacionales» misioneras, en
buena parte dependientes de los soberanos europeos, y centralizó toda esta
tarea en la congregación De Propaganda Fide. Todas estas disposiciones y la
aparición de órdenes misioneras durante estos años permitieron que se dieran
los primeros pasos decisivos en la evangelización de África. En el norte se
establecieron la diócesis de Argel (1838) y el vicariato apostólico de Túnez
(1843). Igualmente fueron evangelizados, entre otros, los territorios de Ciudad
del Cabo, Guinea, Abisinia, Gabón y Liberia.
En efecto, Gregorio XVI trazó los
nuevos y modernos cauces misionales de la Iglesia, que fueron fijados en su
instrucción Neminem profecto (23 noviembre 1845). La expansión misional de la
Iglesia debía guardar una relación directa con el aumento de Iglesias locales,
para lo que era necesario erigir nuevos obispados en esos territorios y formar
un clero indígena. Para conseguirlo, descendía luego el documento pontificio a
recomendaciones tan concretas como las siguientes: división del territorio de
misiones hasta hacerlo asequible al trabajo de los misioneros; formación del
clero autóctono y promocionarlo hasta el episcopado; no considerar al clero
autóctono como auxiliar; no limitar a los indígenas a ser sólo catequistas, y
abrir las puertas del sacerdocio a cuantos tuvieran cualidades y vocación;
respetar el rito oriental; evitar la intromisión de los misioneros en asuntos
políticos o profanos y cuidar con esmero la educación cristiana de la juventud
(G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t. I).
Por su trascendencia y el momento
en el que se publicó, puede considerarse la instrucción sobre las misiones como
la coronación y el remate del pontificado de Gregorio XVI. Poco después de ver
la luz este documento pontificio, a comienzos de 1846, un cáncer en la cara quebró
la vigorosa salud de Gregorio XVI. La grave enfermedad le minó rapidísimamente,
siendo ineficaces todos los remedios que se le aplicaron, incluidos los de los
médicos alemanes que vinieron a asistirle. Su última aparición en público tuvo
lugar el 21 de mayo; ese día asistió al pontifical de Letrán e impartió la
bendición a la muchedumbre desde la loggia. Días después, al agravarse su
estado de salud, solicitó recibir los últimos sacramentos, y consecuente con la
sencillez de camaldulense que había marcado su conducta desde el mismo momento
de su elección, manifestó: «quiero morir como un religioso y no como un
soberano». En efecto, sus deseos se vieron cumplidos, pues el 1 de junio
exhalaba su último aliento prácticamente abandonado de todos y se le embalsamó
con una irrespetuosa desenvoltura (J. Schmidlin, León XII, Pío VIII y Gregorio
XVI, París, 1940).
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