jueves, 16 de marzo de 2017

Diccionario de Papas y Concilios (1700-1758)

Clemente XI (23 noviembre 1700 - 19 marzo 1721)

Personalidad y carrera eclesiástica. Juan Francisco Albani nació en Urbino el 3 de julio de 1649 en el seno de una familia noble del pequeño ducado, estrechamente ligada a la Santa Sede. Su abuelo poseía el título de senador romano y su padre era maestro de cámara del cardenal Franciso Barberini. En 1660 se trasladó a Roma para estudiar en el colegio romano, donde mostró un gran interés por las lenguas clásicas. En Urbino completó su formación con la licenciatura en derecho. De retorno a Roma frecuentó las academias, las bibliotecas y, sobre todo, el círculo de Cristina de Suecia. Bajo la protección del poderoso cardenal Barberini inició una rápida carrera curial: refrendatario de las dos Signaturas, gobernador de Rieti, de la Sabina y de Orvieto, y en 1687 secretario de breves. Al mismo tiempo gozó de dos canongías en San Pedro y en San Lorenzo. El 13 de febrero de 1690 Alejandro VIII le concedió el capelo cardenalicio. El nuevo cardenal fue miembro de diferentes congregaciones romanas y protector de órdenes religiosas. Asesor de varios pontífices, Inocencio XII le encargó la redacción de la célebre bula contra el nepotismo (1692), que tanta irritación causó en el sector más relajado de la curia.
Cuando a fines de septiembre de 1700 agonizaba el anciano papa Pignatelli, ya el rey Luis XIV tenía en Roma bien informados a varios cardenales franceses del modo como debían comportarse en el próximo cónclave, que se preveía de larga duración. Al atardecer del 9 de octubre, se encerró el colegio cardenalicio para deliberar sobre el futuro papa y, desde el primer momento, se vio que el partido más fuerte era el francés. Frente a él se hallaban los hispano-imperiales y, en el centro, los neutrales y el grupo de los zelantes. Los coloquios y manejos políticos se iban prolongando, cuando el 19 de noviembre llegó la noticia de la muerte de Carlos II de España. Ante la preocupación por la sucesión a la monarquía española, los zelantes lanzaron la candidatura del cardenal Albani, aplaudida por todos los partidos menos por los franceses, que al fin aceptaron. La elección pareció unánime, pero Albani se negó a ceñir la tiara. Instado por todos, decidió someter el caso a cuatro eminentes teólogos, que le respondieron que siendo unánime la elección debía aceptar. Aceptó el 23 de noviembre, fiesta de san Clemente, en cuyo honor quiso llamarse Clemente XI. Fue coronado el 8 de diciembre en San Pedro y el 10 de abril del siguiente año tomó posesión de San Juan de Letrán.
El nuevo papa, que sólo tenía 51 años, era un hombre culto y jovial. Dominaba las lenguas clásicas y se distinguía por sus dotes literarias e intelectuales. Su vida era un ejemplo de piedad y austeridad; diariamente celebraba la misa y visitaba las iglesias y hospitales de Roma con frecuencia. En los cargos curiales que había desempeñado había demostrado capacidad política. El único defecto que le achacaban algunos era cierta vacilación en tomar decisiones y lentitud en ejecutarlas, tal vez por desconfianza en sí mismo. Nombró secretario de Estado al cardenal Paolucci, persona competente y experimentada, en cuya fidelidad confiaba plenamente. Con igual acierto repartió otros cargos y oficios curiales y, aunque otorgó la púrpura cardenalicia a su sobrino Aníbal Albani en 1711, después de haberlo probado bien en diferentes misiones diplomáticas, nadie se atrevió a tacharlo de nepotista.
La guerra de Sucesión española. Graves problemas esperaban a Clemente XI y resolverlos a gusto de todos era imposible. Los primeros años de su pontificado estuvieron por completo bajo los nubarrones de la guerra de Sucesión española. Felipe de Anjou, de acuerdo con el testamento de Carlos II, fue coronado el 8 de mayo de 1701 en Madrid como rey de España; pero el emperador rechazó el testamento y alegó que su hijo, el archiduque Carlos, tenía los mismos derechos que Felipe V (1700-1746). Clemente XI se ofreció como intermediario para que no se llegase a la ruptura de las hostilidades y recomendó estricta neutralidad a los duques de Mantua, Módena y Parma. Pero todo fue inútil. Europa se dividió en dos bandos y se generalizó la guerra. En 1702 Felipe V desembarcó en Nápoles y pretendió que el papa, como supremo señor feudal de aquel reino, le otorgase la investidura oficial, cosa que también reclamaba el emperador para su hijo. Clemente XI tuvo que hacer equilibrios para mantenerse neutral, disgustando a unos y a otros.
En 1709 las relaciones de la corte española con Roma se complicaron (R. García-Villoslada, Historia de la Iglesia católica, IV, pp. 162-69). Clemente XI, tras vacilaciones y un cúmulo de presiones, parece que se vio forzado por los austríacos, que ocupaban buena parte de Italia, a reconocer al archiduque Carlos «por rey católico de aquella parte de los dominios de España que poseía, sin perjuicio del título ya adquirido y de la posesión de los reinos que gozaba el rey Felipe». Con este reconocimiento de rey católico de las regiones hispanas ocupadas se abría una situación nueva en España. Aunque el papa regateó el envío de un representante, no le quedó más remedio que ser consecuente y mandar un nuncio a Barcelona. España contaba, por tanto, con dos reyes y dos nuncios, uno en Castilla y otro en Cataluña. Felipe V reaccionó como era de esperar: ordenó al embajador español que saliera de Roma y expulsó al nuncio, signo de la ruptura formal de relaciones. El decreto de 22 de abril consumaba la nueva situación. Cerrada la nunciatura, que en España era mucho más que una simple representación diplomática, se hizo realidad momentánea el viejo anhelo regalista de retorno de la disciplina eclesiástica «al estado que tenía en lo antiguo, antes que hubiese en estos reinos nuncio permanente». La situación fue tanto más grave cuanto que se decretó la ruptura de toda comunicación con Roma, la prohibición de cualquier transacción dineraria y la exacción y custodia de los espolios, vacantes y otros efectos que se enviaban a la Cámara apostólica. Como instrumento de garantía y de control se estableció el «pase regio» en su acepción más rigurosa, de tal manera que todo documento procedente de Roma era secuestrado por el gobierno para su censura y «conocer si de su práctica y ejecución puede resultar inconveniente o perjuicio al bien común o al Estado». La ruptura de relaciones con Roma sólo afectó a la España controlada por Felipe V: se paralizaron las dispensas matrimoniales y Clemente XI se negó a confirmar a los obispos nombrados por Felipe V; en cambio, en los territorios controlados por el archiduque se concedían las dispensas y se confirmaba a los obispos que designaba.
La muerte del emperador José I (1705-1711) y el nombramiento de su hermano Carlos (1711-1740), el pretendiente español, como nuevo emperador, precipitó las negociaciones de paz, en las que se marginó casi por completo a los representantes romanos. El legado pontificio sólo encontró una respuesta dilatoria a las demandas del papa, que pedía, entre otras cosas, la ratificación del artículo cuarto del tratado de Ryswick (1697), a fin de que se garantizasen los derechos de los católicos en los territorios cedidos después de 1702 a príncipes protestantes. En el tratado de Rastadt (1714) se reconoció la petición de Clemente XI relativa al tratado de Ryswick, pero se tomaron medidas que no tuvieron en cuenta los derechos de la Santa Sede, como la asignación de Sicilia al duque de Saboya y de Cerdeña al emperador, y sobre todo el reconocimiento de una línea general que legitimaba la sucesión de príncipes luteranos en territorios católicos. La alocución pronunciada por el pontífice en el consistorio del 21 de enero de 1715, a la vez que elevaba una enérgica protesta por los tratados, demostraba también la debilidad de la diplomacia vaticana y el triunfo de la razón de Estado.
Finalizada la guerra y reconocido oficialmente Felipe V como rey de España, se buscó la forma de solucionar el contencioso con Roma. Isabel de Farnesio (1692-1767), nueva esposa de Felipe V, y Alberoni (1664-1752), lo facilitaron, y en 1717 se firmó un acuerdo, conocido como concordato, y con todas las previsiones de estabilidad (A. Mercati, Raccolta dei concordan, I, pp. 282-85). Pero este «mezquino ajuste» nació tan viciado en su origen (se dice que Alberoni condicionó su logro al capelo cardenalicio) que tuvo escasa fortuna. No costó mucho quebrar tan frágil acuerdo. En febrero de 1718 se volvieron a romper las relaciones por el irredentismo mediterráneo de la corte española. La tensión cedió cuando se registró la caída del mentor de todo, Alberoni (1719), y cedieron, aunque sólo de momento, los planes revisionistas españoles. En septiembre de 1721 se volvió a abrir la nunciatura y el pontífice confirmó las concesiones del ajuste de 1717.
La amenaza turca se renovó en diciembre de 1714 con la declaración de guerra a Venecia. El papa pidió ayuda a los soberanos católicos. Luis XIV, que murió poco después, no quiso romper su amistad con los turcos y el emperador Carlos VI, distraído en otros frentes, estuvo dudando. Los turcos se apoderaron de Morea y finalmente el emperador Carlos, satisfecho por los grandes subsidios concedidos sobre las rentas eclesiásticas y después de recibir garantías de que las posesiones italianas no serían invadidas por España, se decidió a firmar una alianza con Venecia (3 abril 1716), que en seguida dio resultados con la victoria del príncipe Eugenio de Saboya en Petrovardin en Hungría (5 agosto 1716) y el alejamiento de los turcos de Corfú. Siguieron otros pequeños triunfos de las flotas papal y veneciana antes de que el 16 de agosto de 1717 se librara en Belgrado la decisiva batalla, que forzó a los turcos a la paz de Passarowitz (1718), fin y remate de la potencia turca en Europa.
La condena del jansenismo. A comienzos del siglo xviii volvió a reproducirse el conflicto jansenita. La obra Un caso de conciencia (1701) replanteó la cuestión de la licitud del silencio obsequioso: ¿se podía absolver a un eclesiástico que aceptase sólo externamente la interpretación que daba la Iglesia a las proposiciones contenidas en el libro de Jansenio? Algunos obispos y cuarenta doctores de la Sorbona contestaron afirmativamente. Clemente XI, a petición de Luis XIV, publicó entonces, en 1705, la bula Vineam Domini, ratificando las respuestas de Inocencio X y de Alejandro VIII, que rechazaban como subterfugio la teoría del silencio obsequioso y reivindicaban para la Iglesia el derecho a condenar no sólo las doctrinas, sino a los autores que las defendían. La lucha no cesó. La asamblea del clero francés del mismo año declaró que aceptaba la bula, pero a la vez sostenía que los decretos de Roma tenían valor obligatorio únicamente cuando los reconocían y admitían los obispos. La resistencia se hizo muy fuerte, sobre todo en Port-Royal, y de nuevo cayó el entredicho sobre el monasterio (1707), hasta que el rey, harto del ruido que producían unas pocas monjas, las sacó de clausura y derribó el monasterio.
Mientras tanto el oratoriano Pascual Quesnel (1634-1719), que en Bruselas había recogido el último aliento de Antonio Arnauld, publicó a finales del siglo xvii una obra sobre los Evangelios titulada Reflexiones morales, que a pesar de estar impregnada de ideas jansenistas obtuvo la aprobación del arzobispo de París, Noailles. Clemente X, en 1675, y con mayor solemnidad Clemente XI, en 1708, prohibieron la obra, pero el arzobispo se negó a aceptar el decreto. Entonces la obra volvió a ser sometida en Roma a un examen riguroso, que terminó en una nueva y más solemne condena con la bula Unigénitas (1713), que censuraba en bloque más de cien proposiciones extraídas de las Reflexiones morales. La bula recogía de modo sistemático los diversos aspectos del jansenismo, condenando de forma definitiva e inequívoca la teoría de la predestinación de Jansenio, el rigorismo de Saint-Cyran y las tendencias reformadoras heterodoxas de todos los epígonos de Port-Royal. Noailles y otros obispos opusieron aún resistencia, alentados por la debilidad de la monarquía durante la regencia de Felipe de Orléans (1715-1723), indiferente y poco amigo de la Iglesia. Cuatro de ellos apelaron contra la bula al futuro concilio y el arzobispo de París, otros obispos, muchos eclesiásticos y ciertos miembros de la universidad parisina, les imitaron en su gesto. Francia quedó dividida entre dos facciones: los «apelantes» y los que aceptaron la bula Unigénitas. Ante el peligro inminente de un cisma, Clemente XI, con la bula Pastoralis officii, excomulgó en 1718 a los apelantes y confirmó todos los documentos publicados hasta entonces contra el jansenismo. No faltaron intentos de resistencia, pero la muerte de Quesnel (1719) privó al jansenismo de su último jefe y la fuerza de su oposición quedó muy debilitada. El mismo gobierno quiso liquidar por motivos políticos el viejo y engorroso asunto e hizo registrar como ley del Estado la bula Unigénitas, estableciendo disposiciones severas contra los recalcitrantes. Diez años después, se plegó por completo Noailles. Así agonizó el jansenismo como movimiento dogmático y moral.
Las misiones y los ritos chinos. En la historia de las misiones actuó Clemente XI con dudoso acierto (F. J. Montalbán, Historia de la misiones, Bilbao, 1952). En la controversia que desde principios del siglo xvii dividía a misioneros y aun a teólogos sobre la licitud de los ritos malabares y chinos, aprobados por Gregorio XV, prohibidos por Inocencio X y vueltos a aprobar por Alejandro VIII, llegaron a Roma quejas de una parte y otra que movieron a Clemente XI a tomar una decisión. Para evitar la condena los jesuítas lograron del emperador chino una declaración (preparada en realidad por los mismos padres), según la cual los honores que se tributaban a Confuncio y a los difuntos tenían un carácter meramente civil. Clemente XI no tuvo en cuenta este documento y prohibió en 1704 todos los ritos chinos, aunque, como estaba ya en camino hacia China un enviado suyo, Charles Tournon, no quiso publicar inmediatamente el decreto. Tournon no estuvo a la altura de la misión. En cuanto llegó a la India condenó los ritos malabares, como resabios de paganismo, y en China hizo lo mismo con los ritos chinos. Esta medida le grangeó la enemistad de los misioneros y le valió el enfrentamiento con el emperador, que se irritó al saber que el papa no había tenido en cuenta su declaración sobre el valor civil de los ritos en litigio. El emperador expulsó a Tournon de Pekín y dio orden de que en adelante sólo se tolerasen las actividades de los misioneros que reconociesen los ritos como lícitos. Tournon, en señal de protesta, condenó en enero de 1707 los ritos y murió poco después en Macao. Clemente XI aprobó lo hecho por su legado y ratificó en 1710 y de nuevo en 1715 solemnemente, con la bula Ex illa die, la prohibición de 1704. El emperador, enojado con Roma, expulsó de China a los misioneros, prohibió el culto cristiano y mandó destruir las iglesias católicas. De poco sirvió ya que Clemente XI enviara en 1721 a China otro legado, Mczzabarba, para reconciliarse con el emperador y hacer algunas concesiones a fin de superar las controversias de los misioneros sobre la compatibilidad de los ritos chinos con la religión cristiana.
En Roma y en sus Estados el papa se interesó por la ciencia, la literatura y el arte; enriqueció la Biblioteca Vaticana con preciosos manuscritos orientales e impulsó los trabajos arqueológicos. Clemente XI murió el 19 de marzo de 1721 y fue enterrado en la basílica de San Pedro. A su muerte dejaba una sociedad que se movía fundamentalmente por la razón de Estado y que se abría, por un lado, hacia el laicismo y el regalismo o jurisdicionalismo, y por otro, hacia la tolerancia y el pluralismo confesional.

Inocencio XIII (8 mayo 1721 - 7 marzo 1724)

Miguel Ángel Conti nació en el palacio nobiliario de Poli (Palestrina) el 13 de mayo de 1655. Aunque vino al mundo en la campiña romana, se le consideró un papa romano. Hijo de Cario, duque de Poli, y de Isabel Muti, pertenecía a una de las familias de más rancia alcurnia de Roma, que había dado varios papas, entre ellos Inocencio III. Hizo sus primeros estudios en Ancona junto a su tío, obispo de la ciudad, y los continuó en el colegio romano de los jesuítas. Entró en la carrera curial y fue sucesivamente gobernador de Ascoli, Frosinone y Orvieto (1693). En 1695 fue nombrado nuncio en Suiza y en 1698 en Lisboa. Clemente XI le concedió la púrpura cardenalicia el 7 de junio de 1706 y le promovió al obispado de Osimo, primero, y Viterbo después. Durante unos años se ocupó del gobierno de su diócesis, pero en 1710 volvió a Roma por su delicada salud.
El 31 de marzo de 1721 se encerraron en cónclave los cardenales para elegir al sucesor de Clemente XI. La mayoría de los purpurados habían sido creados por Clemente XT y en los primeros escrutinios el cardenal Paolucci, que había sido secretario de Estado del último pontífice, estuvo a punto de alcanzar los dos tercios de los votos necesarios para la elección. Ante esto el cardenal de Althan se apresuró a hacer público que el emperador ponía el veto a Paolucci. Eliminada esta candidatura, se pasaron casi seis semanas en debates y cabildeos, hasta que el 8 de mayo salió unánimemente proclamado papa el cardenal Conti, que tomó el nombre de Inocencio XIII en recuerdo del más glorioso de los Conti, Inocencio III. Contaba 66 años de edad y tenía una salud precaria. No cumplió tres años de pontificado y ningún hecho importante lo inmortalizó.
Amante de la paz, trató de mantener buenas relaciones con los gobiernos. Para satisfacer las demandas del emperador Carlos VI (1711-1740), el 9 de junio de 1722, por la bula Inscrutabili illius, le concedió la investidura del reino de Nápoles y Sicilia (ésta había pasado a poder de Austria dos años antes, a cambio de Cerdeña). El emperador no quedó satisfecho con esto e hizo valer los privilegios de la monarchia sicula, aunque habían sido abrogados por Clemente X. Además, defendió con firmeza sus derechos a los ducados de Parma y Piacenza, como feudos del Imperio, que en 1731 pasarían al infante don Carlos de Borbón. El papa luchó por la recuperación del condado de Comacchio, ocupado por los imperiales en 1708, y que para la Santa Sede se había convertido en el símbolo de la intangibilidad del Estado eclesiástico. Pero las negociaciones fueron muy lentas e Inocencio XIII no llegó a ver la restitución, que se efectuó en 1725.
Las relaciones con España fueron de calma relativa después del arreglo de 1720. El gobierno se preocupó por llevar a la práctica viejos proyectos reformistas, relegados en el concordato de 1717 a una acción posterior. Al fracasar la vía de abordarlos por medio de los clásicos concilios provinciales, el monarca optó por pedir a Roma los debidos decretos reformadores. El poderoso cardenal Belluga fue el protagonista de la realización de los planes reformistas, plasmados en la bula Apostolici ministerii, expedida por Inocencio XIII en 1723 y confirmada por Benedicto XIII al año siguiente. El documento era una llamada a las reformas pendientes después de Trento y las cláusulas más rigurosas de la bula son las que anulan cualquier privilegio local o colectivo que pueda oponerse a lo decretado por el concilio.
Repetidas veces fue acusado Inocencio XIII de simpatizar con los jansenistas y de estar en contra de la bula Unigénitas. Aprovechando este rumor, al mes de su elección, siete obispos franceses le enviaron una carta con durísimas críticas hacia la bula de Clemente XI, pidiendo su abolición. Pero el papa entregó la carta a la Inquisición, que la condenó e impuso a sus autores la aceptación pura y simple de la bula clementina.
Inocencio XIII se mostró contrario a la actitud de los misioneros jesuítas de China en pro de los ritos chinos, y ordenó al secretario de la congregación De Propaganda Fide dirigir al general de la Compañía una durísima reprimenda, fundada en las calumniosas informaciones que sus detractores habían enviado a Roma. El general se defendió de las acusaciones diciendo que los misioneros jesuítas se habían ajustado en China a las normas pontificias, obedeciendo las órdenes del papa. Estos eran ya signos de la gran tormenta que descargaría sobre los jesuítas al cabo de pocos decenios.
Inocencio XIII murió en Roma el 7 de marzo de 1724 y fue enterrado en la basílica de San Pedro. Para juzgarle equitativamente —escribe Pastor (Historia de los papas, XXXIV, p. 82)— es preciso tener presente su estado de enfermo crónico y la brevedad de su pontificado.

Benedicto XIII (29 mayo 1724 - 21 febrero 1730)

Personalidad y carrera eclesiástica. Pedro Francisco Orsini nació en Gravina de Puglia (Bari) el 2 de febrero de 1650. Vástago de la noble familia de los Orsini-Gravina, que había dado a la Iglesia dos papas y un buen número de cardenales, a la muerte de su padre, el duque Felipe de Orsini, en cuanto primogénito recibió la investidura del ducado de Gravina. Pero poco después renunció a sus derechos y entró en los frailes dominicos, profesando en el convento romano de Santa Sabina. Estudió filosofía y teología en Nápoles y Bolonia y se ordenó sacerdote (1671). Poco después, ante las presiones familiares, Clemente X le concedió la púrpura cardenalicia (1672) y el 4 de enero de 1673 le nombró prefecto de la Congregación del Concilio y miembro de otras congregaciones romanas. Orsini consiguió librarse de estos encargos burocráticos y dedicarse a una actividad más en consonancia con su concepción religiosa. En 1675 se hizo cargo de la diócesis de Manfredonia, donde permaneció hasta 1680, en que promovió a Cesena. En ambas sedes trató de ser fiel reflejo del modelo episcopal trazado por el Concilio de Trento, haciendo la visita pastoral, celebrando sínodos, restaurando los seminarios, estableciendo instituciones de asistencia social, preocupándose por la disciplina del clero e impulsando la enseñanza del catecismo. En 1686 se trasladó a la complicada diócesis de Benevento y, siguiendo la línea anterior, se ganó el respeto y la admiración. En la curia se miraba con respeto su trabajo pastoral, pero se dudaba de su capacidad para los asuntos políticos y diplomáticos, al permanecer al margen de las diferentes facciones del sacro colegio.
El cónclave que siguió a la muerte de Inocencio XIII fue muy breve (20 a 29 de mayo de 1724). Ante la imposibilidad de sacar adelante la candidatura del candidato imperial (Piazza) o de las cortes borbónicas (Paolucci), los conclavistas se decidieron por el cardenal Orsini, que fue elegido papa el 29 de mayo de 1724. Quiso llamarse Benedicto XIV en memoria de Benedicto XI, dominico como él, pero advertido que el anterior Benedicto XIII (Pedro de Luna) no había sido papa legítimo, tomó el nombre de Benedicto XIII. Fue coronado el 4 de junio y el 24 de septiembre tomó posesión de San Juan de Letrán.
El nuevo papa quiso gobernar la Iglesia como un pastor de almas, que es lo que trató siempre de ser, dando más importancia a la religión que a la política. Por eso, su actuación dejó perplejos a los contemporáneos y los juicios que luego se han emitido sobre su pontificado suelen ser críticos y negativos.
El gobierno de la iglesia y la política eclesiástica. En el gobierno de la Iglesia quiso rodearse de personas de su confianza y trajo muchos colaboradores de su diócesis, que no tardaron en aprovecharse de la situación, como hizo el secretario Nicolás Coscia, que ejerció sobre él una influencia nefasta. A pesar de la oposición de los cardenales, Benedicto XIII lo incorporó al sacro colegio y le confirió una posición similar a la que antes ocupaba el cardenal nepote. Coscia abusó descaradamente de la confianza del papa y llegó a ser detestado por todos; pero él administraba en su favor las finanzas pontificias, colocaba a sus amigos en los puestos de importancia y ejercía un maléfico influjo incluso en la Secretaría de Estado, que dirigía el experimentado cardenal Paolucci. Con tal de atesorar más y más, no tenía inconveniente en defraudar a la Cámara apostólica y dejarse sobornar por los gobiernos extranjeros. En vano se intentó abrir los ojos al papa con hechos y dichos; al bueno del pontífice le parecían calumnias. Hubo que esperar al pontificado siguiente para que la fuerza de la justicia cayera sobre la cabeza del indigno cardenal.
En el plano de la política eclesiástica, la actuación de Benedicto XIII ha sido juzgada de forma negativa por las excesivas concesiones que hizo a los monarcas. El concordato que firmó con Víctor Amadeo II de Saboya (1685-1730), rey de Cerdeña, en 1727, a costa de muchas concesiones jurisdiccionales (le concedió el derecho de presentación de todas las iglesias, catedrales, abadías y prioratos), fue duramente criticado por sus detractores. Pero quizá no se valoró suficientemente que muchas sedes de Cerdeña y del Piamonte estaban privadas de pastor y el papa trató de crear unas condiciones que normalizaran la vida eclesial.
Más grave fue, a juicio de García-Villoslada (Historia de la Iglesia católica, IV, p. 102), el negocio de la monarchia sicula. Siendo cardenal el papa había firmado la bula de Clemente XI suprimiendo la supuesta legación apostólica del rey de Sicilia. Sin embargo, ahora, después de muchas propuestas y contrapropuestas de Viena y Roma, se llegó a la redacción de la bula Fideli ac prudenti (3 agosto 1728), en la que no se abrogaba expresamente la constitución de Clemente XI, pero se concedían al emperador tales privilegios que podían darse por satisfechos los defensores de la monarchia sicula, pues se afirmaba que «todas las causas pertinentes al foro eclesiástico, a excepción de las más importantes, no sean examinadas en otra parte que en Sicilia, y pueda el emperador señalar y delegar un juez supremo que decida en cada caso con autoridad eclesiástica». En contrapartida el papa consiguió que por fin el emperador restituyera a la Santa Sede el condado de Comacchio (1725).
Benedicto XIII cuidó mucho más su función pastoral y religiosa. Para celebrar con el mayor esplendor posible el jubileo de 1725, el papa lo preparó con diligencia y quiso participar personalmente en la visita de las cuatro basílicas romanas. La ciudad de Roma pudo mostrar a los peregrinos la incomparable escalinata que desde la plaza de España se había construido hasta la iglesia de la Trinitá dei Monti. Además, para realzar la dimensión religiosa del año santo, convocó un concilio provincial en San Juan de Letrán, al que acudieron 78 obispos, que él mismo inauguró y propuso como modelo a imitar por los obispos en sus diócesis a fin de llevar a cabo la reforma eclesiástica.
Para la mejor formación de los clérigos fomentó la fundación o el buen funcionamiento de los seminarios tridentinos. Prestó su ayuda a las órdenes religiosas, favoreciendo particularmente a los dominicos y a los jesuítas. Devoto como era del culto a los santos, canonizó a santo Toribio de Mogrovejo (15381606), arzobispo de Lima; san Juan de la Cruz (1542-1591), reformador del Carmelo; san Luis Gonzaga (1568-1591), san Estanislao de Kostka (1550-1568), etc. El anciano pontífice disfrutó de buena salud hasta principios de 1730, en que cumplió 82 años, luego le aquejaron unas fiebres y, en pocos días, se lo llevaron. Murió en Roma el 21 de febrero de 1730 y fue enterrado en la iglesia de Santa María sopra Minerva. Los historiadores no le han dedicado mucha atención. Todos coinciden en afirmar que el suyo fue un pontificado religioso, y Pastor (Historia de los papas, XXXIV, pp. 255-56) añade: «Fue uno de los papas más devotos y humildes, pero no basta ser un óptimo fraile para ser también un excelente papa.»

Clemente XII (12 julio 1730 - 8 febrero 1740)

Personalidad y carrera eclesiástica. Lorenzo Corsini nació en Florencia el 7 de abril de 1652. Miembro de una rica familia de mercaderes y banqueros establecida en Florencia desde el medievo, era hijo de Bartolomé Corsini e Isabel Strozzi. Después de estudiar con los jesuítas en Florencia, marchó a Roma para completar sus estudios en el colegio romano. Cuando su tío, el cardenal Neri, fue nombrado obispo de Arezzo en 1672, Lorenzo dejó Roma y se trasladó a Pisa, donde obtuvo el doctorado en ambos derechos. Muerto su tío en 1677, permaneció en Florencia hasta la muerte de su padre en 1685. Luego volvió a Roma y desarrolló una rápida carrera eclesiástica en la curia.
Después de comprar los cargos de regente de la Cancillería (1686) y clérigo de la Cámara apostólica (1689), fue nombrado por Alejandro VIII prefecto de la Signatura de gracia (8 febrero 1690), arzobispo titular de Nicomedia el 10 de abril y nuncio apostólico en Viena el 1 de julio. Al ser rechazado por la corte imperial, continuó en Roma. En 1695 fue designado tesorero y colector general de la Cámara apostólica y, a excepción de la breve misión que desempeñó en el verano de 1704 en Ferrara para solucionar unas divergencias con el Imperio, estuvo al frente de la administración financiera de la Santa Sede hasta 1707 y aplicó una política netamente mercantilista.
Creado cardenal presbítero del título de Santa Sabina el 17 de mayo de 1706 por Clemente XI, fue miembro de diferentes congregaciones. En 1710 fue designado camarlengo del sacro colegio y en 1725 cardenal obispo de Frascati. Formó la célebre biblioteca Corsini, que puso a disposición de los eruditos en el palacio Pamphili de la plaza Navona, donde habitó desde 1713, y desplegó un espléndido mecenazgo.
El cónclave que se abrió a la muerte de Benedicto XIII (1730) duró cinco meses largos, desde el 6 de marzo hasta el 12 de julio. A punto estuvo de ceñir la tiara el cardenal Impcriali, candidato de los zelantes, pero el cardenal Bentivoglio, en nombre de España (a quien luego se adhirió Francia) le puso el veto. Como ningún partido era bastante poderoso para imponer su candidatura, las negociaciones se prolongaron tanto que varios cardenales murieron y otros enfermaron gravemente. Los comienzos del calor y la actitud del cardenal Alvaro Cienfuegos, que se adhirió con todos los imperiales a los electores del cardenal Corsini, provocó la precipitada elección de este último el 12 de julio de 1730. Escogió el nombre de Clemente XII en memoria de Clemente XI, que le había nombrado cardenal, y unos días después se ciñó con gran solemnidad la tiara, mientras que la toma de posesión de San Juan de Letrán la retrasó hasta el 19 de noviembre.
A pesar de que el nuevo papa contaba 78 años de edad, su viveza intelectual se conservaba fresca; solamente la gota, acompañada de fiebre, empezó pronto a atormentarle las manos y los pies; su vista era débil y a los dos años de pontificado quedó completamente ciego, por lo que había que guiarle la mano para que pudiera firmar los documentos. Aunque siguió ocupándose intensamente de los asuntos de gobierno, su salud era cada vez peor y su sobrino Neri Corsini, creado cardenal el 14 de agosto de 1730, tuvo que desempeñar un papel preponderante, aunque demostró más interés por las artes y las letras que por la política.
El gobierno de la Iglesia. Una de las primeras medidas que tomó Clemente XII fue reparar los daños del pontificado anterior. Encontró las finanzas arruinadas y nombró una comisión que tratase de sanearlas, y como pronto se descubrieron los abusos y la mala administración del cardenal Coscia se le llamó a Roma, pero él escapó a Nápoles y se puso bajo la protección del emperador, lo que indignó al papa, que le privó de todos sus privilegios y le secuestró las rentas de sus beneficios. Ante la amenaza de excomunión, volvió a Roma y, después de un largo proceso, en 1733 le condenaron a diez años de prisión en el castillo de Sant'Angelo.
También encomendó el papa a una congregación de cardenales la revisión del concordato firmado con el rey de Cerdeña en 1727, al descubrir que los negociadores pontificios se habían dejado sobornar para hacer mayores concesiones al rey. Se comunicó al rey que las graves irregularidades que se habían cometido en la negociación del concordato lo hacían inválido, pero ni el monarca ni su ministro Ormea, principal autor del concordato, quisieron escuchar al papa, y las relaciones entre Roma y Turín se hicieron difíciles, aunque se suavizaron un poco en 1736, cuando el ministro sardo mandó arrestar al mayor enemigo de Roma en Italia, el escritor napolitano Giannone, desterrado de Nápoles y excomulgado.
En el terreno de la política eclesial, Clemente XII estuvo aún más expuesto que sus predecesores a los ataques contra el Estado pontificio por parte de los gobiernos, que postergaron los derechos de la Santa Sede y las inmunidades eclesiásticas. A la muerte del duque de Parma, Antonio Farnese (1731), el papa decretó el retorno de Parma y Piacenza al dominio de la Santa Sede, pero ocupados por las tropas del infante español Carlos de Borbón, permanecieron en su poder hasta 1735 que pasaron a los austríacos. El destino de los ducados fue decidido por las potencias europeas sin tener en cuenta los derechos y las protestas pontificias. Lo mismo ocurrió cuando el infante Carlos, aprovechando la guerra de sucesión polaca (1733-1735), conquistó en 1734 el reino de Nápoles y en la paz de Viena (1735) se le confirmó la posesión del reino de las Dos Sieilias sin tener en cuenta los derechos del papa, que además se veía obligado a ceder Parma y Piacenza al emperador.
 Las relaciones del papado con España se deterioraron por la política italiana de Felipe V en favor de su hijo Carlos. El trasiego de tropas españolas por el Estado pontificio, los reclutamientos de soldados y la negativa del papa a conceder la investidura del reino de Nápoles a Carlos de Borbón, desembocaron en una nueva ruptura de las relaciones diplomáticas entre Roma y Madrid en 1736. La ruptura —y la práctica ocupación de Roma por fuerzas españolas— fue el medio que aprovechó Madrid para forzar un convenio ventajoso. En el forcejeo se desató el furor regalista, alentado por el ministro Patino (1666-1736) y el obispo Gaspar Molina, presidente del Consejo de Castilla. Las negociaciones acabaron con la firma de un concordato el 26 de septiembre de 1737 (A. Mercati, Raccolta dei concordad, I, pp. 321-27), que no satisfizo a ninguna de las partes. En Roma lo consideraron gravoso y en España disgutó a gran parte del clero y no agradó a los regalistas del Consejo. No resolvió ninguna de las grandes cuestiones sobre reservas, dispensas, espolios, pensiones y coadjutorías, y la controversia sobre el derecho de patronato real quedó aplazada. El concordato de 1737 sólo sirvió para restablecer las relaciones, conceder la investidura de Nápoles a Carlos de Borbón e imponer un crecido subsidio sobre las rentas del clero.
Clemente XII tuvo que hacer frente a las primeras escaramuzas del jurisdicionalismo, reforzó la posición de la Iglesia contra los jansenistas y, siguiendo el ejemplo de algunos príncipes, condenó la masonería con la bula In eminenti (28 abril 1738), prohibiendo a todos sus súbditos pertenecer a ella o asistir a sus conventículos bajo pena de excomunión.
A pesar de los apuros financieros del Estado de la Iglesia, el papa desarrolló un importante mecenazgo. Mandó construir en la cima del Quirinal el palacio de la Consulta, como sede del tribunal pontificio, y encargó a Nicolás Salvi la Fontana di Trevi, que no se terminará hasta 1762; hizo reestructurar el pórtico de Santa María la Mayor y levantó la imponente fachada de San Juan de Letrán, según el proyecto del arquitecto Galilei. En esta basílica construyó una capilla familiar en honor de san Andrés Corsini, en la que hoy se puede contemplar su sepulcro. Interesado por la cultura, enriqueció la Biblioteca Vaticana y encargó de la misma al sabio cardenal Quirini; en el Capitolio instaló el primer museo de escultura y antigüedades europeas y lo abrió al público. Murió Clemente XII el 6 de febrero de 1740, a los 87 años de edad, y fue sepultado en su capilla de San Juan de Letrán.

Benedicto XIV (17 julio 1740 - 3 mayo 1758)

Personalidad y carrera eclesiástica. Próspero Lambertini nació en Bolonia el 3 de marzo de 1675. Miembro de una antigua familia venida a menos, recibió una buena educación. A los trece años fue enviado a Roma para seguir su formación en el Colegio Clementino y luego pasó a la Sapienza para estudiar derecho y teología, consiguiendo el grado de doctor en ambas disciplinas (1694). Amante de las letras, Lambertini se convirtió en un prestigioso canonista y en un buen conocedor de la historia de la Iglesia y de la literatura humanista, sin olvidar las ciencias positivas y prácticas que la corriente ilustrada trataba de difundir.
Para abrirse camino en la carrera curial entró de pasante en el despacho del auditor de la Rota de Bolonia. En 1701 fue nombrado abogado consistorial y en 1708 promotor de la fe. En este oficio se especializó en los métodos y normas de la canonización de los santos, que más tarde expondría en su clásica obra De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione (Bolonia, 1734-1738), que fue muchas veces editada y constituye una monumental sistematización histórico-crítica de la praxis de la Congregación de Ritos. En 1712 Clemente XI le concedió un canonicato en San Pedro, al siguiente le nombró consultor del Santo Oficio y en 1720 secretario de la Congregación del Concilio. Obispo titular de Teodosia a partir de 1725, Benedicto XIII le nombró arzobispo de Ancona el 26 de enero de 1727 y, un año después, le concedió la púrpura cardenalicia (30 abril 1728); en mayo de 1731 Clemente XI le promovió a la sede arzobispal de su ciudad. En Bolonia preparó y dio a la imprenta algunas de sus principales obras: la ya citada De servorum y De synodo dioecesana libri tredecim (editada en Roma en 1748), que expresa la exigencia típica de la primera mitad del siglo xviii del relanzamiento de la tradición sinodal tridentina. Otros escritos, como la Raccolta (1733-1740) de las cartas pastorales y de los edictos para el gobierno de la diócesis, reflejan las nuevas preocupaciones pastorales de Lambertini en Bolonia, que en algunos aspectos quedaron reflejadas en sus dos tratados litúrgico-devocionales sobre las fiestas del Señor y de la Virgen, y de la misa.
El cardenal Lambertini tenía fama de buen canonista y estaba bien considerado en el colegio cardenalicio, pero en el cónclave que se inició el 19 de febrero de 1740 no aparecía entre los papables. Sólo después de seis meses de negociaciones se impuso su candidatura. A la muerte de Clemente XII (1740), siguió el cónclave más largo de los últimos siglos por las diferencias entre las distintas facciones. Los franceses estaban unidos con los austríacos; los españoles con los napolitanos, toscanos y sardos; Neri Corsini acaudillaba a los cardenales que había nombrado su tío Clemente XII, mientras que Aníbal Albani dirigía a los creados por Clemente XI. Además, se dibujaban dos corrientes en el cónclave: la de aquellos que deseaban un papa intransigente y firme en la defensa de los derechos de la Iglesia (los zelanti), y la de los que abogaban por un papa más conciliador. Los escrutinios se repitieron sin ningún resultado hasta mediados de agosto, en que se lanzó la candidatura de Lambertini, bien conocido por su preparación jurídica, por su espíritu conciliador y por la integridad de sus costumbres. Todas las corrientes se polarizaron en él, y en la mañana del 17 de agosto fue elegido papa por unanimidad, siendo así que en el escrutinio precedente no había tenido ni un solo voto. Tomó el nombre de Benedicto XIV, en recuerdo de Benedicto XIII que le había creado cardenal, y el 21 del mismo mes fue coronado con la tiara pontificia.
El nuevo papa tenía fama de sabio y estudioso, pero también de alegre conversador, ingenioso dicharachero, fácil a la ironía y aun al sarcasmo. Le gustaba seguir siempre una vía media, prudencial, tan lejos de los rígidos como de los extremadamente tolerantes. En una de sus encíclicas sobre el préstamo a interés, aconseja a moralistas y teólogos no confiar en su propia sabiduría, sino dudar de sí mismos, «absteniéndose de los extremos, que siempre son viciosos»; por tanto, ni sean demasiado severos ni demasiado indulgentes. Fue un ilustrado católico que estuvo en contra de los conservadores, que se negaban a cualquier innovación por miedo a la herejía, y defendió el progreso y aceptó los avances de la ciencia que fuesen compatibles con la fe. Por eso, procuró tener buenas relaciones con los hombres de letras y con los políticos. Espíritu tolerante, Benedicto XIV trató de insuflar nueva vitalidad a las instituciones eclesiásticas, recuperar posiciones perdidas y crear nuevas posibilidades de encuentro entre el catolicismo y la sociedad. La correspondencia epistolar que mantuvo con el cardenal Tencin (Lettere di Benedetto XIV, Roma, 1984) es una de las fuentes más importante para conocer la psicología del pontífice y muchos momentos de su pontificado.
La política conciliadora. Para llevar a cabo su programa de renovación, Benedicto XIV supo burlar con gran habilidad las resistencias del sacro colegio y de algunos cardenales influyentes, y también la sorda oposición de las congregaciones. Además, se rodeó de excelentes colaboradores, como el secretario de Estado Silvio Valenti Gonzaga y el prodatario Aldobrandi, entre otros, que fueron los artífices de la política concordataria que, en opinión de Bertone (// governo della Chiesa nel pensiero di Benedetto XIV, Roma, 1977), representa desde el punto de vista político uno de los aspectos más sobresalientes del pontificado de Benedicto XIV.
En los años anteriores se habían firmado ya algunos concordatos con Estados italianos y europeos (con el reino de Cerdeña en 1727, con Portugal el 1736 y con España en 1737), pero el primero había sido denunciado por Roma (1731) y los otros no habían afrontado todos los problemas pendientes. La política concordataria de Benedicto XIV tuvo un matiz nuevo, porque dio preeminencia a los aspectos religiosos frente a los intereses eclesiásticoinstitucionales, tuvo en cuenta el proceso histórico que se estaba abriendo en la sociedad europea y pretendió hacer salir a la Iglesia de un aislamiento estéril y peligroso. Con estos presupuestos, consiguió firmar con bastante rapidez un nuevo acuerdo con el reino de Cerdeña (5 enero 1741), gracias a la intervención del papa ante el monarca y su ministro marqués de Ormea. Más difíciles resultaron las negociaciones con el reino de Nápoles por las rígidas posiciones jurisdiccionalistas napolitanas, pero las concesiones y el interés del papa hicieron posible la firma del concordato en el mismo año (2 junio 1741). Roma hacía importantes concesiones acerca de la inmunidad personal, real y local, y se creaba un tribunal mixto de eclesiásticos y seglares, que autorizaba a los laicos para ejercer la jurisdicción eclesiástica. En 1745 se ratificó el anterior concordato firmado con Portugal, añadiendo nuevas concesiones en materia beneficial. Mayor trascendencia que los anteriores convenios tuvo el concordato que se concluyó con España en 1753 por las consecuencias que acarreó a las finanzas pontificias. Las negociaciones, que se prolongaron durante trece años, llegaron a buen puerto por el deseo de Benedicto XIV de zanjar tantas disputas amargas con la corte española. El 11 de febrero de 1753 se firmó el acuerdo y nueve días después se publicó el documento definitivo (A. Mercati, Raccolta dei concordati, I, pp. 422-37), cuidado personalmente por el papa, que se encargó de ratificarlo por bulas y breves posteriores para cortar aplicaciones e interpretaciones torcidas por el nuncio y por la curia. El acuerdo concedía al monarca el derecho de presentación de todos los beneficios seculares y regulares, a excepción de 52 beneficios no consistoriales que se reservaba la Santa Sede. Sánchez Lamadrid (El concordato español de 1753, Jerez de la Frontera, 1937) afirma que el número de beneficios que pasaron a la libre disposición del rey superaba los 50.000. Quedaban abolidos también los espolios, las pensiones sobre los frutos de los beneficios y las vacantes. España indemnizó a la curia romana por los derechos y emolumentos que perdía con 1.143.333 escudos romanos, sin contar los 95.000 con que recompensó al cardenal Valenti, los 36.000 para el papa y los 13,000 para el prodatario. El último concordato estipulado por Benedicto XIV fue con la Lombardía austríaca (1757), y con él se hizo una regulación de la tasación de los beneficios eclesiásticos en función del Catastro de María Teresa.
La política conciliadora que Benedicto XIV quiso mantener con los Estados y sus soberanos no siempre fue posible por los problemas de política internacional. En la guerra de Sucesión austríaca (1740-1748) que siguió a la muerte del emperador Carlos VI, la política pontificia se mostró vacilante y contradictoria, subordinada al juego político-diplomático de las potencias, en función del papel secundario y pasivo que el papado había asumido en el esquema político europeo después de Westfalia. Benedicto XIV cometió un primer error, por lo menos de tiempo, al apresurarse a reconocer el derecho hereditario de María Teresa al trono imperial (1740), a pesar de la oposición francesa y española, y los consejos del secretario de Estado. Poco después, ante la marcha de los acontecimientos y con el deseo de un rápido fin del conflicto, aceptó la nueva situación de hecho y reconoció la elección imperial de Carlos Alberto de Baviera (1742), que disputaba el derecho a María Teresa. A pesar de la neutralidad del Estado pontificio, su territorio fue violado una y otra vez por los austríacos y españoles, y las llamadas de Benedicto XIV a la paz no se escucharon por la dura reacción de María Teresa ante la «traición» del papa. Improvisadamente, la difícil situación se desbloqueó con la muerte de Carlos VII (1745). El papa pudo asumir una neutralidad más convincente, aunque mostrándose cada vez más cercano a Austria, reconociendo formalmente a Francisco de Lorena, esposo de María Teresa, como nuevo emperador el 25 de noviembre de 1746. Las relaciones con Viena fueron normalizándose lentamente, y en 1751 Benedicto XIV, después de largas negociaciones, se prestó a suprimir el milenario patriarcado de Aquileia y crear dos arzobispados en Goricia y Udine, para solucionar la difícil situación pastoral del territorio, dividido entre la jurisdicción austríaca y la veneciana. La solución, querida por Viena, acentuó el tradicional anticurialismo veneciano, pero produjo un acercamiento entre Benedicto XIV y los Habsburgo-Lorena. El concordato de 1757 con la Lombardía, antes mencionado, concluyó esta etapa filoaustríaca de la política del papa Lambertini.
La guerra de Sucesión austríaca creó nuevos problemas a la política pontificia en Alemania con la ocupación de la católica Silesia por Federico II (1740-1786) y su incorporación al reino de Prusia, pues Federico II trató de integrar inmediatamente (1742) la jurisdicción eclesiástica católica dentro de la estructura jurídica y administrativa estatal. Las negociaciones para solucionar el problema dieron ocasión a un hecho absolutamente nuevo en la historia de las relaciones entre el papado y los príncipes protestantes. Por primera vez, desde la Reforma, representantes de un soberano protestante condujeron las negociaciones directamente con Roma. Los negociadores prepararon el terreno para establecer un modus vivendi dentro del marco político-eclesiástico que se había creado en Alemania después de Westfalia; luego, el pragmatismo de Federico II y la flexibilidad de Benedicto XIV hicieron posible el acuerdo general de 1748 sobre la legislación matrimonial y la materia beneficial.
El realismo político de Benedicto XIV y su capacidad negociadora consagraron en toda Europa la fama de un pontífice sabio y tolerante. Una fama que también se difundió en la Inglaterra anglicana, radicalmente antipapista, y entre los ilustrados europeos. En 1745 Voltaire (1694-1778) le dedicó su tragedia Mahomet ou le fanatisme y Benedicto XIV le respondió, presionado por los cardenales Passionei y Quirini que mantenían correspondencia con Voltaire, acusando recibo de «la bellísima tragedia que hemos leído con sumo placer». Pero el breve idilio con la Ilustración se rompió al poco de nacer; era demasiado grande la distancia entre la mentalidad abierta del papa y la ideología de la nueva cultura. Benedicto XIV confirmó la condena de la masonería con la bula Providas romanorum (18 marzo 1751), renovando la que había hecho Clemente XII en 1738, e incluyó en el índice de libros prohibidos, después de largas discusiones, el Esprit des lois de Montesquieu (1752). La publicación de la Enciclopedia, iniciada en 1751, muestra de forma simbólica la conducta de la Iglesia en su relación con el mundo ilustrado. Cuando la obra se puso en marcha, encontramos entre sus suscriptores a personas de probada ortodoxia, como Bernabé Chiaramonti, futuro Pío VII, y entre sus colaboradores hay algunos eclesiásticos. Hasta 1759 la obra lleva el nihil obstat de la Sorbona, lo que indica que durante mucho tiempo no hubo hostilidad abierta. Después el clima cambió y comenzaron los primeros recelos. En 1758 murió Benedicto XIV y en el pontificado de Clemente XIII antes de que quedase concluida la obra fue puesta en el índice. La ruptura total se había producido. La celebrada tolerancia de Benedicto XIV tenía unos límites muy precisos, que algunos historiadores quisieron olvidar al contraponer su figura a la de sus inmediatos sucesores.
La vida interna de la Iglesia. Ante el matiz anticatólico que el movimiento ilustrado iba mostrando en algunos países, el papa pidió que se hiciera un frente compacto entre los católicos, desterrando las polémicas entre las distintas escuelas teológicas y las divisiones que debilitaban al mundo católico. «Sería ya tiempo —dice a Tencin— de que terminen estas disputas y que los teólogos católicos escribiesen contra los materialistas, los ateos y los deístas, que amenazan los fundamentos de nuestra santa religión.» Benedicto XIV siempre trató de que las discusiones doctrinales se desarrollasen en un clima de libertad; pero la tolerancia del papa no pudo impedir que las polémicas, sobre todo entre dominicos y jesuítas, alcanzasen momentos durísimos. La actitud moderada y conciliadora de Benedicto XIV para atraer a los jansenistas, a fin de que aceptasen la bula Unigénitas de Clemente XI, sirvió para que le tacharan de simpatizante de los jansenistas, contribuyendo al reforzamiento de la corriente filojansenista o antijesuítica, no identificada necesariamente con las posiciones jansenistas en el campo teológico, que se desarrolló en Italia y posteriormente en España (E. Appolis, Entre jansénistes et zelanti, París, 1960). El movimiento jansenista italiano perdió o atenuó su carácter dogmático y acentuó la tendencia práctica, antijesuítica y anticurial, que acudió muchas veces a la ayuda de las autoridades civiles para reformar los abusos practicados por la curia o por ella tolerados: excesivo número de eclesiásticos, riqueza de la Iglesia, prácticas externas cercanas a la superstición, proliferación de cofradías y reliquias, etc. Los centros más importantes del movimiento fueron Pavía (donde enseñó largo tiempo Tamburini), Roma (donde no faltaban prelados de la curia imbuidos de espíritu antirromano y hasta cardenales, como Passionei, prefecto de la Congregación del índice) y Nápoles, donde el jansenismo adoptó un matiz jurisdiccionalista.
Benedicto XIV no simpatizaba con los jesuítas, a excepción de algunos verdaderamente doctos, como el humanista Azevedo y el científico Boscowich (1711-1787), pero tampoco era hostil. Ponderó la ingente labor de los bolandistas en su Acta Sanctorum y los alentó a llevar adelante la monumental obra. Y lo que parece más extraño en un papa «tolerante» es que no entendiera la conducta de los misioneros jesuítas y condenase los ritos chinos por la bula Ex quo singulari (11 julio 1742) y los malabares por la Omnium sollicitudinum (12 septiembre 1744), dejándose impresionar por los rumores que esparcían algunos religiosos que venían de Oriente contra los jesuitas. Una de las medidas que más daño hizo a los jesuitas fue la que tomó Benedicto XIV poco antes de morir, al encomendar al cardenal Saldanha, arzobispo de Lisboa, la visita y examen de los jesuitas portugueses (1 abril 1758), cediendo a las presiones del ministro Pombal.
Preocupado porque la censura de libros fuera más racional y justa, reformó la congregación con la constitución Sollicita ac provida de 9 de julio de 1753, estableciendo el nuevo procedimiento que se debía seguir en la elaboración del Index, admitiendo la defensa del autor de la obra sometida al examen del índice. El 23 de diciembre de 1757 se publicó, siguiendo en la misma línea, la nueva edición del índice de libros prohibidos, que estará en vigor hasta el pontificado de León XIII, y en el que ya no se incluyeron los escritos en defensa del sistema copernicano y, por tanto, los de Galileo, en base a los nuevos estudios físico-astronómicos y por la intervención del jesuita Boscowich.
Como pastor de la Iglesia exhortó a los obispos a la visita pastoral de la diócesis, la vista ad limina y la vigilancia del clero, a fin de que los sacerdotes edificasen al pueblo con la pureza de costumbres. Confirmó las congregaciones religiosas de los pasionistas de san Pablo de la Cruz (1694-1773) y de los redentoristas de san Alfonso María de Ligorio (1696-1787). En 1642 Urbano VIII había reducido las fiestas de precepto a 36, además de los domingos, pero en el siglo de las luces parecían excesivas, y el Concilio de Tarragona de 1727 pidió a Roma la reducción de su número, que es lo que hizo Benedicto XIV en 1742. El extraordinario conocimiento que tenía del derecho canónico le capacitó para desplegar una increíble actividad legislativa, cuya huella puede seguirse en los cuatro tomos del Bullarium romanum.
Como soberano «ilustrado» del Estado pontificio se preocupó del bien de sus súbditos y de la promoción de la cultura y de las artes. La mejora de la gravísima situación financiera del Estado pontificio era necesaria para llevar a cabo reformas en el plano económico y administrativo. Con la ayuda de Valenti y Aldobrandi preparó una serie de medidas para reducir el déficit, que había crecido de forma alarmante con Clemente XII, y con la constitución Apostolícele Sedis aerarium (18 abril 1746) estableció un método unitario de administración, ordenando el registro de las entradas y salidas de la Cámara apostólica, la formación de balances anuales y el rendimiento de cuentas. Esta línea desembocó en el motu proprio del 29 de junio de 1748, que liberalizó no sólo el comercio interior de granos, sino también el comercio interno en general. Como colofón de estos intentos de reforma, el 1 de octubre de 1753 aparecieron dos constituciones: con la Super bono regimene communitatum estableció una Congregación que debía afrontar los problemas del comercio interior y exterior y preocuparse del desarrollo de la agricultura y de la industria; y con la Ad coercendum delinquentium flagiíia estableció un plano de reforma del procedimiento penal. Con estas medidas Benedicto XIV intentó corregir los abusos y las disfunciones existentes en el sistema administrativo y financiero, pero sin cambiar las estructuras económico-sociales del Estado pontificio.
Benedicto XIV dio un extraordinario impulso a la cultura y a las artes. Promovió la cultura con la creación de cuatro academias en Roma (arqueología, historia de la Iglesia, historia de los concilios y liturgia) y favoreció a sabios, como Muratori, padre de la historiografía italiana; a Orsi, historiador de la Iglesia; Mamachi, arqueólogo, etc. Esta política permitió el florecimiento de los estudios en la arqueología clásica, influenciados por Winckelmann, y en la cristiana, con un renovado interés por la catacumbas y por la Iglesia primitiva. En este clima la Biblioteca Vaticana experimentó un gran desarrollo, con la adquisición de la biblioteca del marqués Capponi y, sobre todo, de la rica Ottoboniana (1748); a la vez, se inició la descripción de los manuscritos vaticanos y se publicaron los primeros catálogos de los manuscritos orientales. Llevó a cabo una reforma de la Universidad de Roma y se preocupó por engrandecer la de Bolonia, impulsando los estudios de anatomía y creando una cátedra de cirugía. Benedicto XIV también se preocupó de la restauración de edificios antiguos, como el Coliseo o el Pantheon, o religiosos, como Santa María la Mayor, Santa María de los Ángeles, etc.

Murió Benedicto XIV el 3 de mayo de 1758, cuando contaba 83 años de edad, y fue sepultado en la basílica de San Pedro. La historiografía no se pone de acuerdo a la hora de emitir un juicio sobre el papa más importante del siglo xviii. La corriente que confluye en Pastor (Historia de los papas, XXXV, pp. 528-29) presenta un balance negativo de la obra de Benedicto XIV por su política conciliadora y haber cedido ante las presiones de los Estados; en cambio, la imagen de un papa ilustrado y tolerante, que tiene su origen en los círculos jansenistas, tendrá éxito entre la historiografía protestante y en la liberal. El ansia de reforma religiosa de Benedicto XIV viene así ligada al pontificado de Gregorio XIV y contrapuesta a los pontificados «políticos» y «jesuíticos» de Clemente XIII y Pío VI.

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