Clemente XI (23 noviembre 1700 - 19 marzo 1721)
Personalidad y carrera eclesiástica. Juan Francisco Albani nació
en Urbino el 3 de julio de 1649 en el seno de una familia noble del pequeño
ducado, estrechamente ligada a la Santa Sede. Su abuelo poseía el título de
senador romano y su padre era maestro de cámara del cardenal Franciso
Barberini. En 1660 se trasladó a Roma para estudiar en el colegio romano, donde
mostró un gran interés por las lenguas clásicas. En Urbino completó su
formación con la licenciatura en derecho. De retorno a Roma frecuentó las
academias, las bibliotecas y, sobre todo, el círculo de Cristina de Suecia.
Bajo la protección del poderoso cardenal Barberini inició una rápida carrera
curial: refrendatario de las dos Signaturas, gobernador de Rieti, de la Sabina
y de Orvieto, y en 1687 secretario de breves. Al mismo tiempo gozó de dos canongías
en San Pedro y en San Lorenzo. El 13 de febrero de 1690 Alejandro VIII le
concedió el capelo cardenalicio. El nuevo cardenal fue miembro de diferentes
congregaciones romanas y protector de órdenes religiosas. Asesor de varios
pontífices, Inocencio XII le encargó la redacción de la célebre bula contra el
nepotismo (1692), que tanta irritación causó en el sector más relajado de la
curia.
Cuando a fines de septiembre de 1700 agonizaba el anciano papa
Pignatelli, ya el rey Luis XIV tenía en Roma bien informados a varios
cardenales franceses del modo como debían comportarse en el próximo cónclave,
que se preveía de larga duración. Al atardecer del 9 de octubre, se encerró el
colegio cardenalicio para deliberar sobre el futuro papa y, desde el primer momento,
se vio que el partido más fuerte era el francés. Frente a él se hallaban los
hispano-imperiales y, en el centro, los neutrales y el grupo de los zelantes.
Los coloquios y manejos políticos se iban prolongando, cuando el 19 de
noviembre llegó la noticia de la muerte de Carlos II de España. Ante la
preocupación por la sucesión a la monarquía española, los zelantes lanzaron la
candidatura del cardenal Albani, aplaudida por todos los partidos menos por los
franceses, que al fin aceptaron. La elección pareció unánime, pero Albani se
negó a ceñir la tiara. Instado por todos, decidió someter el caso a cuatro
eminentes teólogos, que le respondieron que siendo unánime la elección debía
aceptar. Aceptó el 23 de noviembre, fiesta de san Clemente, en cuyo honor quiso
llamarse Clemente XI. Fue coronado el 8 de diciembre en San Pedro y el 10 de
abril del siguiente año tomó posesión de San Juan de Letrán.
El nuevo papa, que sólo tenía 51 años, era un hombre culto y
jovial. Dominaba las lenguas clásicas y se distinguía por sus dotes literarias
e intelectuales. Su vida era un ejemplo de piedad y austeridad; diariamente
celebraba la misa y visitaba las iglesias y hospitales de Roma con frecuencia.
En los cargos curiales que había desempeñado había demostrado capacidad política.
El único defecto que le achacaban algunos era cierta vacilación en tomar
decisiones y lentitud en ejecutarlas, tal vez por desconfianza en sí mismo.
Nombró secretario de Estado al cardenal Paolucci, persona competente y
experimentada, en cuya fidelidad confiaba plenamente. Con igual acierto
repartió otros cargos y oficios curiales y, aunque otorgó la púrpura
cardenalicia a su sobrino Aníbal Albani en 1711, después de haberlo probado
bien en diferentes misiones diplomáticas, nadie se atrevió a tacharlo de
nepotista.
La guerra de Sucesión española. Graves problemas esperaban a
Clemente XI y resolverlos a gusto de todos era imposible. Los primeros años de
su pontificado estuvieron por completo bajo los nubarrones de la guerra de
Sucesión española. Felipe de Anjou, de acuerdo con el testamento de Carlos II,
fue coronado el 8 de mayo de 1701 en Madrid como rey de España; pero el
emperador rechazó el testamento y alegó que su hijo, el archiduque Carlos,
tenía los mismos derechos que Felipe V (1700-1746). Clemente XI se ofreció como
intermediario para que no se llegase a la ruptura de las hostilidades y
recomendó estricta neutralidad a los duques de Mantua, Módena y Parma. Pero
todo fue inútil. Europa se dividió en dos bandos y se generalizó la guerra. En
1702 Felipe V desembarcó en Nápoles y pretendió que el papa, como supremo señor
feudal de aquel reino, le otorgase la investidura oficial, cosa que también
reclamaba el emperador para su hijo. Clemente XI tuvo que hacer equilibrios
para mantenerse neutral, disgustando a unos y a otros.
En 1709 las relaciones de la corte española con Roma se
complicaron (R. García-Villoslada, Historia de la Iglesia católica, IV, pp.
162-69). Clemente XI, tras vacilaciones y un cúmulo de presiones, parece que se
vio forzado por los austríacos, que ocupaban buena parte de Italia, a reconocer
al archiduque Carlos «por rey católico de aquella parte de los dominios de
España que poseía, sin perjuicio del título ya adquirido y de la posesión de
los reinos que gozaba el rey Felipe». Con este reconocimiento de rey católico
de las regiones hispanas ocupadas se abría una situación nueva en España.
Aunque el papa regateó el envío de un representante, no le quedó más remedio
que ser consecuente y mandar un nuncio a Barcelona. España contaba, por tanto,
con dos reyes y dos nuncios, uno en Castilla y otro en Cataluña. Felipe V
reaccionó como era de esperar: ordenó al embajador español que saliera de Roma
y expulsó al nuncio, signo de la ruptura formal de relaciones. El decreto de 22
de abril consumaba la nueva situación. Cerrada la nunciatura, que en España era
mucho más que una simple representación diplomática, se hizo realidad
momentánea el viejo anhelo regalista de retorno de la disciplina eclesiástica
«al estado que tenía en lo antiguo, antes que hubiese en estos reinos nuncio
permanente». La situación fue tanto más grave cuanto que se decretó la ruptura
de toda comunicación con Roma, la prohibición de cualquier transacción
dineraria y la exacción y custodia de los espolios, vacantes y otros efectos
que se enviaban a la Cámara apostólica. Como instrumento de garantía y de
control se estableció el «pase regio» en su acepción más rigurosa, de tal
manera que todo documento procedente de Roma era secuestrado por el gobierno
para su censura y «conocer si de su práctica y ejecución puede resultar
inconveniente o perjuicio al bien común o al Estado». La ruptura de relaciones
con Roma sólo afectó a la España controlada por Felipe V: se paralizaron las
dispensas matrimoniales y Clemente XI se negó a confirmar a los obispos
nombrados por Felipe V; en cambio, en los territorios controlados por el
archiduque se concedían las dispensas y se confirmaba a los obispos que
designaba.
La muerte del emperador José I (1705-1711) y el nombramiento de su
hermano Carlos (1711-1740), el pretendiente español, como nuevo emperador,
precipitó las negociaciones de paz, en las que se marginó casi por completo a
los representantes romanos. El legado pontificio sólo encontró una respuesta
dilatoria a las demandas del papa, que pedía, entre otras cosas, la
ratificación del artículo cuarto del tratado de Ryswick (1697), a fin de que se
garantizasen los derechos de los católicos en los territorios cedidos después
de 1702 a príncipes protestantes. En el tratado de Rastadt (1714) se reconoció
la petición de Clemente XI relativa al tratado de Ryswick, pero se tomaron
medidas que no tuvieron en cuenta los derechos de la Santa Sede, como la
asignación de Sicilia al duque de Saboya y de Cerdeña al emperador, y sobre
todo el reconocimiento de una línea general que legitimaba la sucesión de
príncipes luteranos en territorios católicos. La alocución pronunciada por el
pontífice en el consistorio del 21 de enero de 1715, a la vez que elevaba una
enérgica protesta por los tratados, demostraba también la debilidad de la
diplomacia vaticana y el triunfo de la razón de Estado.
Finalizada la guerra y reconocido oficialmente Felipe V como rey
de España, se buscó la forma de solucionar el contencioso con Roma. Isabel de
Farnesio (1692-1767), nueva esposa de Felipe V, y Alberoni (1664-1752), lo
facilitaron, y en 1717 se firmó un acuerdo, conocido como concordato, y con
todas las previsiones de estabilidad (A. Mercati, Raccolta dei concordan, I,
pp. 282-85). Pero este «mezquino ajuste» nació tan viciado en su origen (se
dice que Alberoni condicionó su logro al capelo cardenalicio) que tuvo escasa
fortuna. No costó mucho quebrar tan frágil acuerdo. En febrero de 1718 se
volvieron a romper las relaciones por el irredentismo mediterráneo de la corte
española. La tensión cedió cuando se registró la caída del mentor de todo,
Alberoni (1719), y cedieron, aunque sólo de momento, los planes revisionistas
españoles. En septiembre de 1721 se volvió a abrir la nunciatura y el pontífice
confirmó las concesiones del ajuste de 1717.
La amenaza turca se renovó en diciembre de 1714 con la declaración
de guerra a Venecia. El papa pidió ayuda a los soberanos católicos. Luis XIV,
que murió poco después, no quiso romper su amistad con los turcos y el
emperador Carlos VI, distraído en otros frentes, estuvo dudando. Los turcos se
apoderaron de Morea y finalmente el emperador Carlos, satisfecho por los
grandes subsidios concedidos sobre las rentas eclesiásticas y después de
recibir garantías de que las posesiones italianas no serían invadidas por
España, se decidió a firmar una alianza con Venecia (3 abril 1716), que en
seguida dio resultados con la victoria del príncipe Eugenio de Saboya en
Petrovardin en Hungría (5 agosto 1716) y el alejamiento de los turcos de Corfú.
Siguieron otros pequeños triunfos de las flotas papal y veneciana antes de que
el 16 de agosto de 1717 se librara en Belgrado la decisiva batalla, que forzó a
los turcos a la paz de Passarowitz (1718), fin y remate de la potencia turca en
Europa.
La condena del jansenismo. A comienzos del siglo xviii volvió a
reproducirse el conflicto jansenita. La obra Un caso de conciencia (1701)
replanteó la cuestión de la licitud del silencio obsequioso: ¿se podía absolver
a un eclesiástico que aceptase sólo externamente la interpretación que daba la
Iglesia a las proposiciones contenidas en el libro de Jansenio? Algunos obispos
y cuarenta doctores de la Sorbona contestaron afirmativamente. Clemente XI, a
petición de Luis XIV, publicó entonces, en 1705, la bula Vineam Domini, ratificando
las respuestas de Inocencio X y de Alejandro VIII, que rechazaban como
subterfugio la teoría del silencio obsequioso y reivindicaban para la Iglesia
el derecho a condenar no sólo las doctrinas, sino a los autores que las
defendían. La lucha no cesó. La asamblea del clero francés del mismo año
declaró que aceptaba la bula, pero a la vez sostenía que los decretos de Roma
tenían valor obligatorio únicamente cuando los reconocían y admitían los
obispos. La resistencia se hizo muy fuerte, sobre todo en Port-Royal, y de
nuevo cayó el entredicho sobre el monasterio (1707), hasta que el rey, harto
del ruido que producían unas pocas monjas, las sacó de clausura y derribó el
monasterio.
Mientras tanto el oratoriano Pascual Quesnel (1634-1719), que en
Bruselas había recogido el último aliento de Antonio Arnauld, publicó a finales
del siglo xvii una obra sobre los Evangelios titulada Reflexiones morales, que
a pesar de estar impregnada de ideas jansenistas obtuvo la aprobación del
arzobispo de París, Noailles. Clemente X, en 1675, y con mayor solemnidad
Clemente XI, en 1708, prohibieron la obra, pero el arzobispo se negó a aceptar
el decreto. Entonces la obra volvió a ser sometida en Roma a un examen
riguroso, que terminó en una nueva y más solemne condena con la bula Unigénitas
(1713), que censuraba en bloque más de cien proposiciones extraídas de las
Reflexiones morales. La bula recogía de modo sistemático los diversos aspectos
del jansenismo, condenando de forma definitiva e inequívoca la teoría de la
predestinación de Jansenio, el rigorismo de Saint-Cyran y las tendencias
reformadoras heterodoxas de todos los epígonos de Port-Royal. Noailles y otros
obispos opusieron aún resistencia, alentados por la debilidad de la monarquía
durante la regencia de Felipe de Orléans (1715-1723), indiferente y poco amigo
de la Iglesia. Cuatro de ellos apelaron contra la bula al futuro concilio y el
arzobispo de París, otros obispos, muchos eclesiásticos y ciertos miembros de
la universidad parisina, les imitaron en su gesto. Francia quedó dividida entre
dos facciones: los «apelantes» y los que aceptaron la bula Unigénitas. Ante el
peligro inminente de un cisma, Clemente XI, con la bula Pastoralis officii,
excomulgó en 1718 a los apelantes y confirmó todos los documentos publicados hasta
entonces contra el jansenismo. No faltaron intentos de resistencia, pero la
muerte de Quesnel (1719) privó al jansenismo de su último jefe y la fuerza de
su oposición quedó muy debilitada. El mismo gobierno quiso liquidar por motivos
políticos el viejo y engorroso asunto e hizo registrar como ley del Estado la
bula Unigénitas, estableciendo disposiciones severas contra los recalcitrantes.
Diez años después, se plegó por completo Noailles. Así agonizó el jansenismo
como movimiento dogmático y moral.
Las misiones y los ritos chinos. En la historia de las misiones
actuó Clemente XI con dudoso acierto (F. J. Montalbán, Historia de la misiones,
Bilbao, 1952). En la controversia que desde principios del siglo xvii dividía a
misioneros y aun a teólogos sobre la licitud de los ritos malabares y chinos,
aprobados por Gregorio XV, prohibidos por Inocencio X y vueltos a aprobar por
Alejandro VIII, llegaron a Roma quejas de una parte y otra que movieron a
Clemente XI a tomar una decisión. Para evitar la condena los jesuítas lograron
del emperador chino una declaración (preparada en realidad por los mismos
padres), según la cual los honores que se tributaban a Confuncio y a los
difuntos tenían un carácter meramente civil. Clemente XI no tuvo en cuenta este
documento y prohibió en 1704 todos los ritos chinos, aunque, como estaba ya en
camino hacia China un enviado suyo, Charles Tournon, no quiso publicar
inmediatamente el decreto. Tournon no estuvo a la altura de la misión. En
cuanto llegó a la India condenó los ritos malabares, como resabios de
paganismo, y en China hizo lo mismo con los ritos chinos. Esta medida le
grangeó la enemistad de los misioneros y le valió el enfrentamiento con el
emperador, que se irritó al saber que el papa no había tenido en cuenta su declaración
sobre el valor civil de los ritos en litigio. El emperador expulsó a Tournon de
Pekín y dio orden de que en adelante sólo se tolerasen las actividades de los
misioneros que reconociesen los ritos como lícitos. Tournon, en señal de
protesta, condenó en enero de 1707 los ritos y murió poco después en Macao.
Clemente XI aprobó lo hecho por su legado y ratificó en 1710 y de nuevo en 1715
solemnemente, con la bula Ex illa die, la prohibición de 1704. El emperador,
enojado con Roma, expulsó de China a los misioneros, prohibió el culto
cristiano y mandó destruir las iglesias católicas. De poco sirvió ya que
Clemente XI enviara en 1721 a China otro legado, Mczzabarba, para reconciliarse
con el emperador y hacer algunas concesiones a fin de superar las controversias
de los misioneros sobre la compatibilidad de los ritos chinos con la religión
cristiana.
En Roma y en sus Estados el papa se interesó por la ciencia, la
literatura y el arte; enriqueció la Biblioteca Vaticana con preciosos
manuscritos orientales e impulsó los trabajos arqueológicos. Clemente XI murió
el 19 de marzo de 1721 y fue enterrado en la basílica de San Pedro. A su muerte
dejaba una sociedad que se movía fundamentalmente por la razón de Estado y que
se abría, por un lado, hacia el laicismo y el regalismo o jurisdicionalismo, y
por otro, hacia la tolerancia y el pluralismo confesional.
Inocencio XIII (8 mayo 1721 - 7 marzo 1724)
Miguel Ángel Conti nació en el palacio nobiliario de Poli
(Palestrina) el 13 de mayo de 1655. Aunque vino al mundo en la campiña romana,
se le consideró un papa romano. Hijo de Cario, duque de Poli, y de Isabel Muti,
pertenecía a una de las familias de más rancia alcurnia de Roma, que había dado
varios papas, entre ellos Inocencio III. Hizo sus primeros estudios en Ancona junto
a su tío, obispo de la ciudad, y los continuó en el colegio romano de los
jesuítas. Entró en la carrera curial y fue sucesivamente gobernador de Ascoli,
Frosinone y Orvieto (1693). En 1695 fue nombrado nuncio en Suiza y en 1698 en
Lisboa. Clemente XI le concedió la púrpura cardenalicia el 7 de junio de 1706 y
le promovió al obispado de Osimo, primero, y Viterbo después. Durante unos años
se ocupó del gobierno de su diócesis, pero en 1710 volvió a Roma por su
delicada salud.
El 31 de marzo de 1721 se encerraron en cónclave los cardenales
para elegir al sucesor de Clemente XI. La mayoría de los purpurados habían sido
creados por Clemente XT y en los primeros escrutinios el cardenal Paolucci, que
había sido secretario de Estado del último pontífice, estuvo a punto de
alcanzar los dos tercios de los votos necesarios para la elección. Ante esto el
cardenal de Althan se apresuró a hacer público que el emperador ponía el veto a
Paolucci. Eliminada esta candidatura, se pasaron casi seis semanas en debates y
cabildeos, hasta que el 8 de mayo salió unánimemente proclamado papa el
cardenal Conti, que tomó el nombre de Inocencio XIII en recuerdo del más
glorioso de los Conti, Inocencio III. Contaba 66 años de edad y tenía una salud
precaria. No cumplió tres años de pontificado y ningún hecho importante lo
inmortalizó.
Amante de la paz, trató de mantener buenas relaciones con los
gobiernos. Para satisfacer las demandas del emperador Carlos VI (1711-1740), el
9 de junio de 1722, por la bula Inscrutabili illius, le concedió la investidura
del reino de Nápoles y Sicilia (ésta había pasado a poder de Austria dos años
antes, a cambio de Cerdeña). El emperador no quedó satisfecho con esto e hizo
valer los privilegios de la monarchia sicula, aunque habían sido abrogados por
Clemente X. Además, defendió con firmeza sus derechos a los ducados de Parma y
Piacenza, como feudos del Imperio, que en 1731 pasarían al infante don Carlos
de Borbón. El papa luchó por la recuperación del condado de Comacchio, ocupado
por los imperiales en 1708, y que para la Santa Sede se había convertido en el
símbolo de la intangibilidad del Estado eclesiástico. Pero las negociaciones
fueron muy lentas e Inocencio XIII no llegó a ver la restitución, que se
efectuó en 1725.
Las relaciones con España fueron de calma relativa después del
arreglo de 1720. El gobierno se preocupó por llevar a la práctica viejos
proyectos reformistas, relegados en el concordato de 1717 a una acción
posterior. Al fracasar la vía de abordarlos por medio de los clásicos concilios
provinciales, el monarca optó por pedir a Roma los debidos decretos
reformadores. El poderoso cardenal Belluga fue el protagonista de la
realización de los planes reformistas, plasmados en la bula Apostolici
ministerii, expedida por Inocencio XIII en 1723 y confirmada por Benedicto XIII
al año siguiente. El documento era una llamada a las reformas pendientes
después de Trento y las cláusulas más rigurosas de la bula son las que anulan
cualquier privilegio local o colectivo que pueda oponerse a lo decretado por el
concilio.
Repetidas veces fue acusado Inocencio XIII de simpatizar con los
jansenistas y de estar en contra de la bula Unigénitas. Aprovechando este
rumor, al mes de su elección, siete obispos franceses le enviaron una carta con
durísimas críticas hacia la bula de Clemente XI, pidiendo su abolición. Pero el
papa entregó la carta a la Inquisición, que la condenó e impuso a sus autores
la aceptación pura y simple de la bula clementina.
Inocencio XIII se mostró contrario a la actitud de los misioneros
jesuítas de China en pro de los ritos chinos, y ordenó al secretario de la
congregación De Propaganda Fide dirigir al general de la Compañía una durísima
reprimenda, fundada en las calumniosas informaciones que sus detractores habían
enviado a Roma. El general se defendió de las acusaciones diciendo que los
misioneros jesuítas se habían ajustado en China a las normas pontificias,
obedeciendo las órdenes del papa. Estos eran ya signos de la gran tormenta que
descargaría sobre los jesuítas al cabo de pocos decenios.
Inocencio XIII murió en Roma el 7 de marzo de 1724 y fue enterrado
en la basílica de San Pedro. Para juzgarle equitativamente —escribe Pastor
(Historia de los papas, XXXIV, p. 82)— es preciso tener presente su estado de
enfermo crónico y la brevedad de su pontificado.
Benedicto XIII (29 mayo 1724 - 21 febrero 1730)
Personalidad y carrera eclesiástica. Pedro Francisco Orsini nació
en Gravina de Puglia (Bari) el 2 de febrero de 1650. Vástago de la noble
familia de los Orsini-Gravina, que había dado a la Iglesia dos papas y un buen
número de cardenales, a la muerte de su padre, el duque Felipe de Orsini, en
cuanto primogénito recibió la investidura del ducado de Gravina. Pero poco
después renunció a sus derechos y entró en los frailes dominicos, profesando en
el convento romano de Santa Sabina. Estudió filosofía y teología en Nápoles y
Bolonia y se ordenó sacerdote (1671). Poco después, ante las presiones
familiares, Clemente X le concedió la púrpura cardenalicia (1672) y el 4 de
enero de 1673 le nombró prefecto de la Congregación del Concilio y miembro de
otras congregaciones romanas. Orsini consiguió librarse de estos encargos
burocráticos y dedicarse a una actividad más en consonancia con su concepción
religiosa. En 1675 se hizo cargo de la diócesis de Manfredonia, donde
permaneció hasta 1680, en que promovió a Cesena. En ambas sedes trató de ser
fiel reflejo del modelo episcopal trazado por el Concilio de Trento, haciendo
la visita pastoral, celebrando sínodos, restaurando los seminarios,
estableciendo instituciones de asistencia social, preocupándose por la
disciplina del clero e impulsando la enseñanza del catecismo. En 1686 se
trasladó a la complicada diócesis de Benevento y, siguiendo la línea anterior,
se ganó el respeto y la admiración. En la curia se miraba con respeto su
trabajo pastoral, pero se dudaba de su capacidad para los asuntos políticos y
diplomáticos, al permanecer al margen de las diferentes facciones del sacro
colegio.
El cónclave que siguió a la muerte de Inocencio XIII fue muy breve
(20 a 29 de mayo de 1724). Ante la imposibilidad de sacar adelante la
candidatura del candidato imperial (Piazza) o de las cortes borbónicas
(Paolucci), los conclavistas se decidieron por el cardenal Orsini, que fue
elegido papa el 29 de mayo de 1724. Quiso llamarse Benedicto XIV en memoria de
Benedicto XI, dominico como él, pero advertido que el anterior Benedicto XIII
(Pedro de Luna) no había sido papa legítimo, tomó el nombre de Benedicto XIII.
Fue coronado el 4 de junio y el 24 de septiembre tomó posesión de San Juan de
Letrán.
El nuevo papa quiso gobernar la Iglesia como un pastor de almas,
que es lo que trató siempre de ser, dando más importancia a la religión que a
la política. Por eso, su actuación dejó perplejos a los contemporáneos y los
juicios que luego se han emitido sobre su pontificado suelen ser críticos y
negativos.
El gobierno de la iglesia y la política eclesiástica. En el
gobierno de la Iglesia quiso rodearse de personas de su confianza y trajo
muchos colaboradores de su diócesis, que no tardaron en aprovecharse de la
situación, como hizo el secretario Nicolás Coscia, que ejerció sobre él una
influencia nefasta. A pesar de la oposición de los cardenales, Benedicto XIII
lo incorporó al sacro colegio y le confirió una posición similar a la que antes
ocupaba el cardenal nepote. Coscia abusó descaradamente de la confianza del
papa y llegó a ser detestado por todos; pero él administraba en su favor las
finanzas pontificias, colocaba a sus amigos en los puestos de importancia y
ejercía un maléfico influjo incluso en la Secretaría de Estado, que dirigía el
experimentado cardenal Paolucci. Con tal de atesorar más y más, no tenía
inconveniente en defraudar a la Cámara apostólica y dejarse sobornar por los
gobiernos extranjeros. En vano se intentó abrir los ojos al papa con hechos y
dichos; al bueno del pontífice le parecían calumnias. Hubo que esperar al
pontificado siguiente para que la fuerza de la justicia cayera sobre la cabeza
del indigno cardenal.
En el plano de la política eclesiástica, la actuación de Benedicto
XIII ha sido juzgada de forma negativa por las excesivas concesiones que hizo a
los monarcas. El concordato que firmó con Víctor Amadeo II de Saboya
(1685-1730), rey de Cerdeña, en 1727, a costa de muchas concesiones
jurisdiccionales (le concedió el derecho de presentación de todas las iglesias,
catedrales, abadías y prioratos), fue duramente criticado por sus detractores.
Pero quizá no se valoró suficientemente que muchas sedes de Cerdeña y del
Piamonte estaban privadas de pastor y el papa trató de crear unas condiciones
que normalizaran la vida eclesial.
Más grave fue, a juicio de García-Villoslada (Historia de la
Iglesia católica, IV, p. 102), el negocio de la monarchia sicula. Siendo
cardenal el papa había firmado la bula de Clemente XI suprimiendo la supuesta
legación apostólica del rey de Sicilia. Sin embargo, ahora, después de muchas
propuestas y contrapropuestas de Viena y Roma, se llegó a la redacción de la
bula Fideli ac prudenti (3 agosto 1728), en la que no se abrogaba expresamente
la constitución de Clemente XI, pero se concedían al emperador tales
privilegios que podían darse por satisfechos los defensores de la monarchia
sicula, pues se afirmaba que «todas las causas pertinentes al foro
eclesiástico, a excepción de las más importantes, no sean examinadas en otra
parte que en Sicilia, y pueda el emperador señalar y delegar un juez supremo
que decida en cada caso con autoridad eclesiástica». En contrapartida el papa
consiguió que por fin el emperador restituyera a la Santa Sede el condado de
Comacchio (1725).
Benedicto XIII cuidó mucho más su función pastoral y religiosa.
Para celebrar con el mayor esplendor posible el jubileo de 1725, el papa lo
preparó con diligencia y quiso participar personalmente en la visita de las
cuatro basílicas romanas. La ciudad de Roma pudo mostrar a los peregrinos la
incomparable escalinata que desde la plaza de España se había construido hasta
la iglesia de la Trinitá dei Monti. Además, para realzar la dimensión religiosa
del año santo, convocó un concilio provincial en San Juan de Letrán, al que
acudieron 78 obispos, que él mismo inauguró y propuso como modelo a imitar por
los obispos en sus diócesis a fin de llevar a cabo la reforma eclesiástica.
Para la mejor formación de los clérigos fomentó la fundación o el
buen funcionamiento de los seminarios tridentinos. Prestó su ayuda a las
órdenes religiosas, favoreciendo particularmente a los dominicos y a los
jesuítas. Devoto como era del culto a los santos, canonizó a santo Toribio de
Mogrovejo (15381606), arzobispo de Lima; san Juan de la Cruz (1542-1591),
reformador del Carmelo; san Luis Gonzaga (1568-1591), san Estanislao de Kostka
(1550-1568), etc. El anciano pontífice disfrutó de buena salud hasta principios
de 1730, en que cumplió 82 años, luego le aquejaron unas fiebres y, en pocos
días, se lo llevaron. Murió en Roma el 21 de febrero de 1730 y fue enterrado en
la iglesia de Santa María sopra Minerva. Los historiadores no le han dedicado
mucha atención. Todos coinciden en afirmar que el suyo fue un pontificado
religioso, y Pastor (Historia de los papas, XXXIV, pp. 255-56) añade: «Fue uno
de los papas más devotos y humildes, pero no basta ser un óptimo fraile para
ser también un excelente papa.»
Clemente XII (12 julio 1730 - 8 febrero 1740)
Personalidad y carrera eclesiástica. Lorenzo Corsini nació en
Florencia el 7 de abril de 1652. Miembro de una rica familia de mercaderes y
banqueros establecida en Florencia desde el medievo, era hijo de Bartolomé
Corsini e Isabel Strozzi. Después de estudiar con los jesuítas en Florencia,
marchó a Roma para completar sus estudios en el colegio romano. Cuando su tío,
el cardenal Neri, fue nombrado obispo de Arezzo en 1672, Lorenzo dejó Roma y se
trasladó a Pisa, donde obtuvo el doctorado en ambos derechos. Muerto su tío en
1677, permaneció en Florencia hasta la muerte de su padre en 1685. Luego volvió
a Roma y desarrolló una rápida carrera eclesiástica en la curia.
Después de comprar los cargos de regente de la Cancillería (1686)
y clérigo de la Cámara apostólica (1689), fue nombrado por Alejandro VIII
prefecto de la Signatura de gracia (8 febrero 1690), arzobispo titular de
Nicomedia el 10 de abril y nuncio apostólico en Viena el 1 de julio. Al ser
rechazado por la corte imperial, continuó en Roma. En 1695 fue designado tesorero
y colector general de la Cámara apostólica y, a excepción de la breve misión
que desempeñó en el verano de 1704 en Ferrara para solucionar unas divergencias
con el Imperio, estuvo al frente de la administración financiera de la Santa
Sede hasta 1707 y aplicó una política netamente mercantilista.
Creado cardenal presbítero del título de Santa Sabina el 17 de
mayo de 1706 por Clemente XI, fue miembro de diferentes congregaciones. En 1710
fue designado camarlengo del sacro colegio y en 1725 cardenal obispo de
Frascati. Formó la célebre biblioteca Corsini, que puso a disposición de los
eruditos en el palacio Pamphili de la plaza Navona, donde habitó desde 1713, y
desplegó un espléndido mecenazgo.
El cónclave que se abrió a la muerte de Benedicto XIII (1730) duró
cinco meses largos, desde el 6 de marzo hasta el 12 de julio. A punto estuvo de
ceñir la tiara el cardenal Impcriali, candidato de los zelantes, pero el
cardenal Bentivoglio, en nombre de España (a quien luego se adhirió Francia) le
puso el veto. Como ningún partido era bastante poderoso para imponer su
candidatura, las negociaciones se prolongaron tanto que varios cardenales
murieron y otros enfermaron gravemente. Los comienzos del calor y la actitud
del cardenal Alvaro Cienfuegos, que se adhirió con todos los imperiales a los
electores del cardenal Corsini, provocó la precipitada elección de este último
el 12 de julio de 1730. Escogió el nombre de Clemente XII en memoria de
Clemente XI, que le había nombrado cardenal, y unos días después se ciñó con
gran solemnidad la tiara, mientras que la toma de posesión de San Juan de
Letrán la retrasó hasta el 19 de noviembre.
A pesar de que el nuevo papa contaba 78 años de edad, su viveza
intelectual se conservaba fresca; solamente la gota, acompañada de fiebre,
empezó pronto a atormentarle las manos y los pies; su vista era débil y a los
dos años de pontificado quedó completamente ciego, por lo que había que guiarle
la mano para que pudiera firmar los documentos. Aunque siguió ocupándose
intensamente de los asuntos de gobierno, su salud era cada vez peor y su
sobrino Neri Corsini, creado cardenal el 14 de agosto de 1730, tuvo que
desempeñar un papel preponderante, aunque demostró más interés por las artes y
las letras que por la política.
El gobierno de la Iglesia. Una de las primeras medidas que tomó
Clemente XII fue reparar los daños del pontificado anterior. Encontró las
finanzas arruinadas y nombró una comisión que tratase de sanearlas, y como
pronto se descubrieron los abusos y la mala administración del cardenal Coscia
se le llamó a Roma, pero él escapó a Nápoles y se puso bajo la protección del
emperador, lo que indignó al papa, que le privó de todos sus privilegios y le
secuestró las rentas de sus beneficios. Ante la amenaza de excomunión, volvió a
Roma y, después de un largo proceso, en 1733 le condenaron a diez años de
prisión en el castillo de Sant'Angelo.
También encomendó el papa a una congregación de cardenales la
revisión del concordato firmado con el rey de Cerdeña en 1727, al descubrir que
los negociadores pontificios se habían dejado sobornar para hacer mayores
concesiones al rey. Se comunicó al rey que las graves irregularidades que se
habían cometido en la negociación del concordato lo hacían inválido, pero ni el
monarca ni su ministro Ormea, principal autor del concordato, quisieron
escuchar al papa, y las relaciones entre Roma y Turín se hicieron difíciles,
aunque se suavizaron un poco en 1736, cuando el ministro sardo mandó arrestar
al mayor enemigo de Roma en Italia, el escritor napolitano Giannone, desterrado
de Nápoles y excomulgado.
En el terreno de la política eclesial, Clemente XII estuvo aún más
expuesto que sus predecesores a los ataques contra el Estado pontificio por
parte de los gobiernos, que postergaron los derechos de la Santa Sede y las
inmunidades eclesiásticas. A la muerte del duque de Parma, Antonio Farnese
(1731), el papa decretó el retorno de Parma y Piacenza al dominio de la Santa
Sede, pero ocupados por las tropas del infante español Carlos de Borbón,
permanecieron en su poder hasta 1735 que pasaron a los austríacos. El destino
de los ducados fue decidido por las potencias europeas sin tener en cuenta los
derechos y las protestas pontificias. Lo mismo ocurrió cuando el infante
Carlos, aprovechando la guerra de sucesión polaca (1733-1735), conquistó en
1734 el reino de Nápoles y en la paz de Viena (1735) se le confirmó la posesión
del reino de las Dos Sieilias sin tener en cuenta los derechos del papa, que
además se veía obligado a ceder Parma y Piacenza al emperador.
Las relaciones del papado
con España se deterioraron por la política italiana de Felipe V en favor de su
hijo Carlos. El trasiego de tropas españolas por el Estado pontificio, los
reclutamientos de soldados y la negativa del papa a conceder la investidura del
reino de Nápoles a Carlos de Borbón, desembocaron en una nueva ruptura de las
relaciones diplomáticas entre Roma y Madrid en 1736. La ruptura —y la práctica
ocupación de Roma por fuerzas españolas— fue el medio que aprovechó Madrid para
forzar un convenio ventajoso. En el forcejeo se desató el furor regalista,
alentado por el ministro Patino (1666-1736) y el obispo Gaspar Molina,
presidente del Consejo de Castilla. Las negociaciones acabaron con la firma de
un concordato el 26 de septiembre de 1737 (A. Mercati, Raccolta dei concordad,
I, pp. 321-27), que no satisfizo a ninguna de las partes. En Roma lo
consideraron gravoso y en España disgutó a gran parte del clero y no agradó a
los regalistas del Consejo. No resolvió ninguna de las grandes cuestiones sobre
reservas, dispensas, espolios, pensiones y coadjutorías, y la controversia
sobre el derecho de patronato real quedó aplazada. El concordato de 1737 sólo
sirvió para restablecer las relaciones, conceder la investidura de Nápoles a
Carlos de Borbón e imponer un crecido subsidio sobre las rentas del clero.
Clemente XII tuvo que hacer frente a las primeras escaramuzas del
jurisdicionalismo, reforzó la posición de la Iglesia contra los jansenistas y,
siguiendo el ejemplo de algunos príncipes, condenó la masonería con la bula In
eminenti (28 abril 1738), prohibiendo a todos sus súbditos pertenecer a ella o
asistir a sus conventículos bajo pena de excomunión.
A pesar de los apuros financieros del Estado de la Iglesia, el
papa desarrolló un importante mecenazgo. Mandó construir en la cima del
Quirinal el palacio de la Consulta, como sede del tribunal pontificio, y
encargó a Nicolás Salvi la Fontana di Trevi, que no se terminará hasta 1762;
hizo reestructurar el pórtico de Santa María la Mayor y levantó la imponente fachada
de San Juan de Letrán, según el proyecto del arquitecto Galilei. En esta
basílica construyó una capilla familiar en honor de san Andrés Corsini, en la
que hoy se puede contemplar su sepulcro. Interesado por la cultura, enriqueció
la Biblioteca Vaticana y encargó de la misma al sabio cardenal Quirini; en el
Capitolio instaló el primer museo de escultura y antigüedades europeas y lo
abrió al público. Murió Clemente XII el 6 de febrero de 1740, a los 87 años de
edad, y fue sepultado en su capilla de San Juan de Letrán.
Benedicto XIV (17 julio 1740 - 3 mayo 1758)
Personalidad y carrera eclesiástica. Próspero Lambertini nació en
Bolonia el 3 de marzo de 1675. Miembro de una antigua familia venida a menos,
recibió una buena educación. A los trece años fue enviado a Roma para seguir su
formación en el Colegio Clementino y luego pasó a la Sapienza para estudiar
derecho y teología, consiguiendo el grado de doctor en ambas disciplinas
(1694). Amante de las letras, Lambertini se convirtió en un prestigioso canonista
y en un buen conocedor de la historia de la Iglesia y de la literatura
humanista, sin olvidar las ciencias positivas y prácticas que la corriente
ilustrada trataba de difundir.
Para abrirse camino en la carrera curial entró de pasante en el
despacho del auditor de la Rota de Bolonia. En 1701 fue nombrado abogado
consistorial y en 1708 promotor de la fe. En este oficio se especializó en los
métodos y normas de la canonización de los santos, que más tarde expondría en
su clásica obra De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione
(Bolonia, 1734-1738), que fue muchas veces editada y constituye una monumental
sistematización histórico-crítica de la praxis de la Congregación de Ritos. En
1712 Clemente XI le concedió un canonicato en San Pedro, al siguiente le nombró
consultor del Santo Oficio y en 1720 secretario de la Congregación del
Concilio. Obispo titular de Teodosia a partir de 1725, Benedicto XIII le nombró
arzobispo de Ancona el 26 de enero de 1727 y, un año después, le concedió la
púrpura cardenalicia (30 abril 1728); en mayo de 1731 Clemente XI le promovió a
la sede arzobispal de su ciudad. En Bolonia preparó y dio a la imprenta algunas
de sus principales obras: la ya citada De servorum y De synodo dioecesana libri
tredecim (editada en Roma en 1748), que expresa la exigencia típica de la
primera mitad del siglo xviii del relanzamiento de la tradición sinodal
tridentina. Otros escritos, como la Raccolta (1733-1740) de las cartas
pastorales y de los edictos para el gobierno de la diócesis, reflejan las
nuevas preocupaciones pastorales de Lambertini en Bolonia, que en algunos
aspectos quedaron reflejadas en sus dos tratados litúrgico-devocionales sobre
las fiestas del Señor y de la Virgen, y de la misa.
El cardenal Lambertini tenía fama de buen canonista y estaba bien
considerado en el colegio cardenalicio, pero en el cónclave que se inició el 19
de febrero de 1740 no aparecía entre los papables. Sólo después de seis meses
de negociaciones se impuso su candidatura. A la muerte de Clemente XII (1740),
siguió el cónclave más largo de los últimos siglos por las diferencias entre
las distintas facciones. Los franceses estaban unidos con los austríacos; los
españoles con los napolitanos, toscanos y sardos; Neri Corsini acaudillaba a
los cardenales que había nombrado su tío Clemente XII, mientras que Aníbal
Albani dirigía a los creados por Clemente XI. Además, se dibujaban dos
corrientes en el cónclave: la de aquellos que deseaban un papa intransigente y
firme en la defensa de los derechos de la Iglesia (los zelanti), y la de los
que abogaban por un papa más conciliador. Los escrutinios se repitieron sin
ningún resultado hasta mediados de agosto, en que se lanzó la candidatura de
Lambertini, bien conocido por su preparación jurídica, por su espíritu conciliador
y por la integridad de sus costumbres. Todas las corrientes se polarizaron en
él, y en la mañana del 17 de agosto fue elegido papa por unanimidad, siendo así
que en el escrutinio precedente no había tenido ni un solo voto. Tomó el nombre
de Benedicto XIV, en recuerdo de Benedicto XIII que le había creado cardenal, y
el 21 del mismo mes fue coronado con la tiara pontificia.
El nuevo papa tenía fama de sabio y estudioso, pero también de
alegre conversador, ingenioso dicharachero, fácil a la ironía y aun al
sarcasmo. Le gustaba seguir siempre una vía media, prudencial, tan lejos de los
rígidos como de los extremadamente tolerantes. En una de sus encíclicas sobre
el préstamo a interés, aconseja a moralistas y teólogos no confiar en su propia
sabiduría, sino dudar de sí mismos, «absteniéndose de los extremos, que siempre
son viciosos»; por tanto, ni sean demasiado severos ni demasiado indulgentes.
Fue un ilustrado católico que estuvo en contra de los conservadores, que se
negaban a cualquier innovación por miedo a la herejía, y defendió el progreso y
aceptó los avances de la ciencia que fuesen compatibles con la fe. Por eso,
procuró tener buenas relaciones con los hombres de letras y con los políticos.
Espíritu tolerante, Benedicto XIV trató de insuflar nueva vitalidad a las
instituciones eclesiásticas, recuperar posiciones perdidas y crear nuevas
posibilidades de encuentro entre el catolicismo y la sociedad. La
correspondencia epistolar que mantuvo con el cardenal Tencin (Lettere di
Benedetto XIV, Roma, 1984) es una de las fuentes más importante para conocer la
psicología del pontífice y muchos momentos de su pontificado.
La política conciliadora. Para llevar a cabo su programa de
renovación, Benedicto XIV supo burlar con gran habilidad las resistencias del
sacro colegio y de algunos cardenales influyentes, y también la sorda oposición
de las congregaciones. Además, se rodeó de excelentes colaboradores, como el
secretario de Estado Silvio Valenti Gonzaga y el prodatario Aldobrandi, entre
otros, que fueron los artífices de la política concordataria que, en opinión de
Bertone (// governo della Chiesa nel pensiero di Benedetto XIV, Roma, 1977),
representa desde el punto de vista político uno de los aspectos más
sobresalientes del pontificado de Benedicto XIV.
En los años anteriores se habían firmado ya algunos concordatos
con Estados italianos y europeos (con el reino de Cerdeña en 1727, con Portugal
el 1736 y con España en 1737), pero el primero había sido denunciado por Roma
(1731) y los otros no habían afrontado todos los problemas pendientes. La
política concordataria de Benedicto XIV tuvo un matiz nuevo, porque dio
preeminencia a los aspectos religiosos frente a los intereses eclesiásticoinstitucionales,
tuvo en cuenta el proceso histórico que se estaba abriendo en la sociedad
europea y pretendió hacer salir a la Iglesia de un aislamiento estéril y
peligroso. Con estos presupuestos, consiguió firmar con bastante rapidez un
nuevo acuerdo con el reino de Cerdeña (5 enero 1741), gracias a la intervención
del papa ante el monarca y su ministro marqués de Ormea. Más difíciles
resultaron las negociaciones con el reino de Nápoles por las rígidas posiciones
jurisdiccionalistas napolitanas, pero las concesiones y el interés del papa
hicieron posible la firma del concordato en el mismo año (2 junio 1741). Roma
hacía importantes concesiones acerca de la inmunidad personal, real y local, y
se creaba un tribunal mixto de eclesiásticos y seglares, que autorizaba a los
laicos para ejercer la jurisdicción eclesiástica. En 1745 se ratificó el
anterior concordato firmado con Portugal, añadiendo nuevas concesiones en
materia beneficial. Mayor trascendencia que los anteriores convenios tuvo el
concordato que se concluyó con España en 1753 por las consecuencias que acarreó
a las finanzas pontificias. Las negociaciones, que se prolongaron durante trece
años, llegaron a buen puerto por el deseo de Benedicto XIV de zanjar tantas
disputas amargas con la corte española. El 11 de febrero de 1753 se firmó el
acuerdo y nueve días después se publicó el documento definitivo (A. Mercati,
Raccolta dei concordati, I, pp. 422-37), cuidado personalmente por el papa, que
se encargó de ratificarlo por bulas y breves posteriores para cortar
aplicaciones e interpretaciones torcidas por el nuncio y por la curia. El
acuerdo concedía al monarca el derecho de presentación de todos los beneficios
seculares y regulares, a excepción de 52 beneficios no consistoriales que se
reservaba la Santa Sede. Sánchez Lamadrid (El concordato español de 1753, Jerez
de la Frontera, 1937) afirma que el número de beneficios que pasaron a la libre
disposición del rey superaba los 50.000. Quedaban abolidos también los
espolios, las pensiones sobre los frutos de los beneficios y las vacantes.
España indemnizó a la curia romana por los derechos y emolumentos que perdía
con 1.143.333 escudos romanos, sin contar los 95.000 con que recompensó al
cardenal Valenti, los 36.000 para el papa y los 13,000 para el prodatario. El
último concordato estipulado por Benedicto XIV fue con la Lombardía austríaca
(1757), y con él se hizo una regulación de la tasación de los beneficios
eclesiásticos en función del Catastro de María Teresa.
La política conciliadora que Benedicto XIV quiso mantener con los
Estados y sus soberanos no siempre fue posible por los problemas de política
internacional. En la guerra de Sucesión austríaca (1740-1748) que siguió a la
muerte del emperador Carlos VI, la política pontificia se mostró vacilante y
contradictoria, subordinada al juego político-diplomático de las potencias, en
función del papel secundario y pasivo que el papado había asumido en el esquema
político europeo después de Westfalia. Benedicto XIV cometió un primer error,
por lo menos de tiempo, al apresurarse a reconocer el derecho hereditario de
María Teresa al trono imperial (1740), a pesar de la oposición francesa y
española, y los consejos del secretario de Estado. Poco después, ante la marcha
de los acontecimientos y con el deseo de un rápido fin del conflicto, aceptó la
nueva situación de hecho y reconoció la elección imperial de Carlos Alberto de
Baviera (1742), que disputaba el derecho a María Teresa. A pesar de la
neutralidad del Estado pontificio, su territorio fue violado una y otra vez por
los austríacos y españoles, y las llamadas de Benedicto XIV a la paz no se
escucharon por la dura reacción de María Teresa ante la «traición» del papa.
Improvisadamente, la difícil situación se desbloqueó con la muerte de Carlos
VII (1745). El papa pudo asumir una neutralidad más convincente, aunque
mostrándose cada vez más cercano a Austria, reconociendo formalmente a
Francisco de Lorena, esposo de María Teresa, como nuevo emperador el 25 de
noviembre de 1746. Las relaciones con Viena fueron normalizándose lentamente, y
en 1751 Benedicto XIV, después de largas negociaciones, se prestó a suprimir el
milenario patriarcado de Aquileia y crear dos arzobispados en Goricia y Udine,
para solucionar la difícil situación pastoral del territorio, dividido entre la
jurisdicción austríaca y la veneciana. La solución, querida por Viena, acentuó
el tradicional anticurialismo veneciano, pero produjo un acercamiento entre
Benedicto XIV y los Habsburgo-Lorena. El concordato de 1757 con la Lombardía,
antes mencionado, concluyó esta etapa filoaustríaca de la política del papa
Lambertini.
La guerra de Sucesión austríaca creó nuevos problemas a la
política pontificia en Alemania con la ocupación de la católica Silesia por
Federico II (1740-1786) y su incorporación al reino de Prusia, pues Federico II
trató de integrar inmediatamente (1742) la jurisdicción eclesiástica católica
dentro de la estructura jurídica y administrativa estatal. Las negociaciones
para solucionar el problema dieron ocasión a un hecho absolutamente nuevo en la
historia de las relaciones entre el papado y los príncipes protestantes. Por
primera vez, desde la Reforma, representantes de un soberano protestante
condujeron las negociaciones directamente con Roma. Los negociadores prepararon
el terreno para establecer un modus vivendi dentro del marco
político-eclesiástico que se había creado en Alemania después de Westfalia;
luego, el pragmatismo de Federico II y la flexibilidad de Benedicto XIV
hicieron posible el acuerdo general de 1748 sobre la legislación matrimonial y
la materia beneficial.
El realismo político de Benedicto XIV y su capacidad negociadora
consagraron en toda Europa la fama de un pontífice sabio y tolerante. Una fama
que también se difundió en la Inglaterra anglicana, radicalmente antipapista, y
entre los ilustrados europeos. En 1745 Voltaire (1694-1778) le dedicó su
tragedia Mahomet ou le fanatisme y Benedicto XIV le respondió, presionado por
los cardenales Passionei y Quirini que mantenían correspondencia con Voltaire,
acusando recibo de «la bellísima tragedia que hemos leído con sumo placer».
Pero el breve idilio con la Ilustración se rompió al poco de nacer; era
demasiado grande la distancia entre la mentalidad abierta del papa y la
ideología de la nueva cultura. Benedicto XIV confirmó la condena de la
masonería con la bula Providas romanorum (18 marzo 1751), renovando la que
había hecho Clemente XII en 1738, e incluyó en el índice de libros prohibidos,
después de largas discusiones, el Esprit des lois de Montesquieu (1752). La
publicación de la Enciclopedia, iniciada en 1751, muestra de forma simbólica la
conducta de la Iglesia en su relación con el mundo ilustrado. Cuando la obra se
puso en marcha, encontramos entre sus suscriptores a personas de probada
ortodoxia, como Bernabé Chiaramonti, futuro Pío VII, y entre sus colaboradores
hay algunos eclesiásticos. Hasta 1759 la obra lleva el nihil obstat de la
Sorbona, lo que indica que durante mucho tiempo no hubo hostilidad abierta.
Después el clima cambió y comenzaron los primeros recelos. En 1758 murió
Benedicto XIV y en el pontificado de Clemente XIII antes de que quedase
concluida la obra fue puesta en el índice. La ruptura total se había producido.
La celebrada tolerancia de Benedicto XIV tenía unos límites muy precisos, que
algunos historiadores quisieron olvidar al contraponer su figura a la de sus
inmediatos sucesores.
La vida interna de la Iglesia. Ante el matiz anticatólico que el
movimiento ilustrado iba mostrando en algunos países, el papa pidió que se
hiciera un frente compacto entre los católicos, desterrando las polémicas entre
las distintas escuelas teológicas y las divisiones que debilitaban al mundo
católico. «Sería ya tiempo —dice a Tencin— de que terminen estas disputas y que
los teólogos católicos escribiesen contra los materialistas, los ateos y los
deístas, que amenazan los fundamentos de nuestra santa religión.» Benedicto XIV
siempre trató de que las discusiones doctrinales se desarrollasen en un clima
de libertad; pero la tolerancia del papa no pudo impedir que las polémicas,
sobre todo entre dominicos y jesuítas, alcanzasen momentos durísimos. La
actitud moderada y conciliadora de Benedicto XIV para atraer a los jansenistas,
a fin de que aceptasen la bula Unigénitas de Clemente XI, sirvió para que le
tacharan de simpatizante de los jansenistas, contribuyendo al reforzamiento de
la corriente filojansenista o antijesuítica, no identificada necesariamente con
las posiciones jansenistas en el campo teológico, que se desarrolló en Italia y
posteriormente en España (E. Appolis, Entre jansénistes et zelanti, París,
1960). El movimiento jansenista italiano perdió o atenuó su carácter dogmático
y acentuó la tendencia práctica, antijesuítica y anticurial, que acudió muchas
veces a la ayuda de las autoridades civiles para reformar los abusos
practicados por la curia o por ella tolerados: excesivo número de eclesiásticos,
riqueza de la Iglesia, prácticas externas cercanas a la superstición,
proliferación de cofradías y reliquias, etc. Los centros más importantes del
movimiento fueron Pavía (donde enseñó largo tiempo Tamburini), Roma (donde no
faltaban prelados de la curia imbuidos de espíritu antirromano y hasta
cardenales, como Passionei, prefecto de la Congregación del índice) y Nápoles,
donde el jansenismo adoptó un matiz jurisdiccionalista.
Benedicto XIV no simpatizaba con los jesuítas, a excepción de
algunos verdaderamente doctos, como el humanista Azevedo y el científico
Boscowich (1711-1787), pero tampoco era hostil. Ponderó la ingente labor de los
bolandistas en su Acta Sanctorum y los alentó a llevar adelante la monumental
obra. Y lo que parece más extraño en un papa «tolerante» es que no entendiera
la conducta de los misioneros jesuítas y condenase los ritos chinos por la bula
Ex quo singulari (11 julio 1742) y los malabares por la Omnium sollicitudinum
(12 septiembre 1744), dejándose impresionar por los rumores que esparcían
algunos religiosos que venían de Oriente contra los jesuitas. Una de las
medidas que más daño hizo a los jesuitas fue la que tomó Benedicto XIV poco
antes de morir, al encomendar al cardenal Saldanha, arzobispo de Lisboa, la
visita y examen de los jesuitas portugueses (1 abril 1758), cediendo a las
presiones del ministro Pombal.
Preocupado porque la censura de libros fuera más racional y justa,
reformó la congregación con la constitución Sollicita ac provida de 9 de julio
de 1753, estableciendo el nuevo procedimiento que se debía seguir en la
elaboración del Index, admitiendo la defensa del autor de la obra sometida al
examen del índice. El 23 de diciembre de 1757 se publicó, siguiendo en la misma
línea, la nueva edición del índice de libros prohibidos, que estará en vigor
hasta el pontificado de León XIII, y en el que ya no se incluyeron los escritos
en defensa del sistema copernicano y, por tanto, los de Galileo, en base a los
nuevos estudios físico-astronómicos y por la intervención del jesuita
Boscowich.
Como pastor de la Iglesia exhortó a los obispos a la visita
pastoral de la diócesis, la vista ad limina y la vigilancia del clero, a fin de
que los sacerdotes edificasen al pueblo con la pureza de costumbres. Confirmó
las congregaciones religiosas de los pasionistas de san Pablo de la Cruz
(1694-1773) y de los redentoristas de san Alfonso María de Ligorio (1696-1787).
En 1642 Urbano VIII había reducido las fiestas de precepto a 36, además de los
domingos, pero en el siglo de las luces parecían excesivas, y el Concilio de
Tarragona de 1727 pidió a Roma la reducción de su número, que es lo que hizo
Benedicto XIV en 1742. El extraordinario conocimiento que tenía del derecho
canónico le capacitó para desplegar una increíble actividad legislativa, cuya
huella puede seguirse en los cuatro tomos del Bullarium romanum.
Como soberano «ilustrado» del Estado pontificio se preocupó del
bien de sus súbditos y de la promoción de la cultura y de las artes. La mejora
de la gravísima situación financiera del Estado pontificio era necesaria para
llevar a cabo reformas en el plano económico y administrativo. Con la ayuda de
Valenti y Aldobrandi preparó una serie de medidas para reducir el déficit, que
había crecido de forma alarmante con Clemente XII, y con la constitución
Apostolícele Sedis aerarium (18 abril 1746) estableció un método unitario de
administración, ordenando el registro de las entradas y salidas de la Cámara
apostólica, la formación de balances anuales y el rendimiento de cuentas. Esta
línea desembocó en el motu proprio del 29 de junio de 1748, que liberalizó no
sólo el comercio interior de granos, sino también el comercio interno en
general. Como colofón de estos intentos de reforma, el 1 de octubre de 1753
aparecieron dos constituciones: con la Super bono regimene communitatum
estableció una Congregación que debía afrontar los problemas del comercio
interior y exterior y preocuparse del desarrollo de la agricultura y de la
industria; y con la Ad coercendum delinquentium flagiíia estableció un plano de
reforma del procedimiento penal. Con estas medidas Benedicto XIV intentó
corregir los abusos y las disfunciones existentes en el sistema administrativo
y financiero, pero sin cambiar las estructuras económico-sociales del Estado
pontificio.
Benedicto XIV dio un extraordinario impulso a la cultura y a las
artes. Promovió la cultura con la creación de cuatro academias en Roma
(arqueología, historia de la Iglesia, historia de los concilios y liturgia) y
favoreció a sabios, como Muratori, padre de la historiografía italiana; a Orsi,
historiador de la Iglesia; Mamachi, arqueólogo, etc. Esta política permitió el
florecimiento de los estudios en la arqueología clásica, influenciados por
Winckelmann, y en la cristiana, con un renovado interés por la catacumbas y por
la Iglesia primitiva. En este clima la Biblioteca Vaticana experimentó un gran
desarrollo, con la adquisición de la biblioteca del marqués Capponi y, sobre
todo, de la rica Ottoboniana (1748); a la vez, se inició la descripción de los
manuscritos vaticanos y se publicaron los primeros catálogos de los manuscritos
orientales. Llevó a cabo una reforma de la Universidad de Roma y se preocupó
por engrandecer la de Bolonia, impulsando los estudios de anatomía y creando
una cátedra de cirugía. Benedicto XIV también se preocupó de la restauración de
edificios antiguos, como el Coliseo o el Pantheon, o religiosos, como Santa
María la Mayor, Santa María de los Ángeles, etc.
Murió Benedicto XIV el 3 de mayo de 1758, cuando contaba 83 años
de edad, y fue sepultado en la basílica de San Pedro. La historiografía no se
pone de acuerdo a la hora de emitir un juicio sobre el papa más importante del
siglo xviii. La corriente que confluye en Pastor (Historia de los papas, XXXV,
pp. 528-29) presenta un balance negativo de la obra de Benedicto XIV por su
política conciliadora y haber cedido ante las presiones de los Estados; en
cambio, la imagen de un papa ilustrado y tolerante, que tiene su origen en los
círculos jansenistas, tendrá éxito entre la historiografía protestante y en la
liberal. El ansia de reforma religiosa de Benedicto XIV viene así ligada al
pontificado de Gregorio XIV y contrapuesta a los pontificados «políticos» y
«jesuíticos» de Clemente XIII y Pío VI.
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