Cayo, san (17 diciembre 283 - 22
abril 296)
De nuevo, por las razones
apuntadas, nos encontramos con un papa sin historia. El Líber Pontificalis hace
a Caius o Gaius originario de Dalmacia y aun pariente de Diocleciano; una
noticia imposible de comprobar o de rechazar. La Iglesia parecía haber
encontrado finalmente una paz de hecho, aunque no de derecho. Los emperadores
ilirios, al reordenar todas las creencias vigentes en el Imperio en una especie
de sincretismo, tendían a reconocer la existencia legítima de posturas
religiosas distintas, debidas a la variedad de tendencias y tradiciones
humanas: en otras palabras la religión era el «modo» como cada pueblo o grupo
se dirige a la divinidad. Las leyendas en las monedas hacen referencia a esta
doctrina. En este caso, el cristianismo podía ser considerado como uno de estos
«modos» y ser dejado en paz. Pero la Iglesia tenía que rechazar el sincretismo:
ella era la depositaría de una verdad absoluta, revelada por el mismo Dios, que
hacía falsas las creencias, y la aceptación del cristianismo obligaba a
prescindir de todo lo demás.
Dos leyendas aparecen asociadas
al nombre de Cayo, la de santa Susana, a la que se describe como su sobrina y
cuyo culto se localizaría en las iglesias en que Cayo era titular, y la del
martirio del soldado Sebastián a quien habría confortado. Ambas noticias
parecen falsas. Fue enterrado en San Calixto, pero no en la cripta de los
papas, por falta de espacio.
Marcelino, san (39 junio 296 - 25
octubre 304)
Se desconocen sus orígenes
familiares. La única noticia comprobada es la autorización que concedió a uno
de sus diáconos, Severo, para emprender reformas de ampliación en San Calixto,
lo que prueba el crecimiento que había experimentado en este tiempo la
comunidad cristiana. Su pontificado coincide enteramente con el gobierno de
Diocleciano y la Tetrarquía. El cristianismo estaba penetrando en la misma casa
imperial, donde Prisca, esposa del emperador, y su hija Valeria, mostraban evidentes
muestras de simpatía hacia los cristianos. Uno de los césares, Constancio,
había estado unido en concubinato (matrimonio de rango inferior) con una
cristiana, Elena (t 330), de la que nació el futuro emperador Constantino. Este
crecimiento era considerado por algunos colaboradores del emperador como un
gran peligro. Y le incitaron a librar una batalla que por fuerza habría de ser
decisiva: si el Imperio no lograba someter a la Iglesia, ésta impondría al
Imperio sus condiciones de ser reconocida como «la» religión verdadera.
Desde el año 297 se publicaron
decretos que excluían a los cristianos de la Administración y del ejército. La
Iglesia obedeció, esperando que pasara esta tormenta como las anteriores. Pero
el 23 de febrero del 303 una ley válida para todo el Imperio, aunque luego
sería desigualmente aplicada, ordenaba recoger todos los libros, confiscar los
cementerios y demás propiedades. Quienes acudieran ante los tribunales de
justicia tendrían que ofrecer incienso a los dioses. Los donatistas afirmaron
posteriormente que san Marcelino y los tres presbíteros que habrían de
sucederle, esto es, Marcelo, Milcíades y Silvestre, habían entregado los
libros. San Agustín consideró la acusación absolutamente falsa.
Es difícil pronunciarse sobre la
cuestión: se trataba de soportar una tormenta que, por dura que fuese, habría
de pasar y por tanto ciertos gestos podían constituir la mejor defensa. En
tiempos posteriores, sin embargo, el nombre de san Marcelino fue omitido en la
lista de papas y Dámaso I prescindió de él en los panegíricos ofrecidos a sus
antecesores. El Líber Pontificalis, que dispuso de un acta de martirio de san
Marcelino, dice que ofreció incienso a los dioses, pero que a los pocos días
reconoció su error y fue entonces decapitado, junto con otros mártires. Este
relato, ampliamente difundido en el siglo vi, carece de comprobación. En uno de
los epigramas de san Dámaso se relaciona a Marcelino con quienes exigían
penitencias muy serias para el perdón de los lapsi, que no se negaba.
Murió Marcelino cuando la
persecución estaba en sus comienzos y no pudo ser inhumado en San Calixto,
seguramente porque este cementerio estaba confiscado. Se llevaron sus restos a
otro, de propiedad privada, el de Santa Pastilla, que pertenecía a la poderosa
familia de los Acilio Glabrio.
Marcelo, san (noviembre/diciembre
308 - 16 enero 309)
El Líber Pontífícalís se muestra
muy inseguro al ocuparse de este papa y, ante las graves imprecisiones
cronológicas que han surgido, algunos investigadores admiten una posible confusión
entre Marcelo y Marcelino, siendo aquél una trasposición del nombre de éste o,
también, que Marcelo haya sido simplemente un presbítero colocado al frente de
la sede vacante, pues sí parece seguro que, tras la muerte de Marcelino y
debido a la dureza de la persecución, la Sede Apostólica estuvo vacante al
menos tres años y medio. Las disposiciones de Diocleciano habían causado una
tremenda confusión, de modo que cuando Majencio (306-312), tras afirmarse en el
trono, se mostró más condescendiente con los cristianos, eran numerosísimos
entre éstos los que habían sacrificado a los dioses o adquirido —en una especie
de mercado negro— certificados (libelli) que así lo acreditaban. Y todos ellos
acudían ahora a la puerta de la Iglesia para ser admitidos a reconciliación.
Parece que san Marcelo fue acusado ante Majencio de usar demasiado rigor y que
con ello causaba disturbios en la comunidad romana. El emperador habría
decretado su destierro, en el que no tardó en morir. Sus restos fueron llevados
a Santa Priscilla.
Esta reconstrucción de los
hechos, bastante verosímil, tropieza sin embargo con inconvenientes
cronológicos. Parece seguro que Marcelo fue elegido un 27 de mayo, pero
ignoramos si fue en el 309 o después. Hay divergencias entre el Líber Pontificalis
y otras fuentes. Por la misma razón tampoco estamos seguros de cuál sea el año
de su muerte. Las noticias más antiguas le atribuyen una reordenación a fondo
de la comunidad romana, dividida en veinticinco tituli con un presbítero al
frente de cada uno de ellos.
Eusebio, san (18 agosto 309 - 21
octubre 310)
Las fechas arriba mencionadas
proceden del Catálogo de Liberio redactado en el siglo ív, pero son muy
inciertas. De todas maneras, sabemos que su pontificado fue breve y que
coincide con las secuelas de la persecución. Las comunicaciones entre Roma y
las demás Iglesias se habían visto extraordinariamente dificultadas por las
medidas de las autoridades, la división del Imperio y el clima de guerra entre
los sucesores de Diocleciano. La ciudad de Roma, que contaba con una de las más
numerosas comunidades cristianas, se hallaba también afectada por disensiones.
Parece evidente que la mayor parte de los fieles habían buscado medios, a veces
absolutamente ficticios, para eludir la persecución, pero sin renunciar a
seguir siendo cristianos. La penitencia a aplicar en cada uno de los casos era
frecuente objeto de debate. San Eusebio, de acuerdo con la doctrina
tradicional, defendía el derecho de todos a retornar, sin que por ello se
rebajase el nivel de exigencia penitencial. Frente a él se alzó un disidente,
Heraclio, que como en otro tiempo Novaciano, reclamaba la exclusión definitiva
de los lapsi. La querella entre ambos bandos alcanzó extremos de dureza que
permitieron a Majencio insistir en que los cristianos alteraban el orden:
Eusebio y Heraclio fueron enviados al destierro en Sicilia, donde el papa no
tardó en morir.
Melquíades o Milcíades, san (2
julio 311 - 10 enero 314)
La paz de la Iglesia. A este
romano o africano, aunque de ascendencia griega, iba a corresponder el gran
momento. Pocos meses antes de su elección el emperador Galerio había publicado
una ley (30 de abril del 311) que reconocía por primera vez a los cristianos el
derecho a profesar su religión «a condición de que no hagan nada contra el orden
establecido». El Imperio se plegaba a las demandas de la Iglesia, que adquiría
personalidad jurídica; en consecuencia, las propiedades y cementerios
confiscados durante la persecución fueron devueltos y, por primera vez, un 13
de abril del 312 el papa pudo presidir la Pascua en Roma sin ningún temor. Pese
a las fantasías literarias no hay noticia de ningún enfrentamiento entre san
Melquíades y Majencio en los meses que preceden a la victoria de Constantino
(306-337) sobre el puente Milvio. Poco después de esta batalla, en febrero del
313, Constantino y Licinio, ahora únicos emperadores, se reunieron en Milán y
decidieron no sólo confirmar el edicto de Galerio, sino añadir en favor de la
Iglesia disposiciones que la hacían pasar de simple tolerancia a pleno
reconocimiento social. Comenzaba lo que los historiadores llaman «imperio
cristiano». Durante algunas décadas el cristianismo compartiría su legitimidad
con las antiguas religiones, a las que no reconocía como verdaderas, y con el
judaísmo, cuyo estatus de religio licita no había sido alterado.
Obviamente, Constantino esperaba
del papa una colaboración semejante a la de los altos magistrados del Imperio.
Fue probablemente durante su primera estancia en Roma cuando hizo a Melquíades
un regalo que demuestra lo que apreciaba esta colaboración: el palacio que la
emperatriz Fausta tuviera en el Monte Celio, llamado Letrán, por haber sido en
tiempos cuartel de los soldados laterani. En él se establecería durante siglos
la residencia de los obispos de Roma: la sala de justicia o basílica,
convertida al culto cristiano, daría el modelo para muchas edificaciones
semejantes. Las leyes imperiales no reconocieron ninguna legitimidad a la
gnosis, considerada como simple secta. Dotada ahora de capacidad para adquirir y
administrar bienes, la Sede Apostólica se encontró en condiciones de aumentar
extraordinariamente su riqueza, que le llegaba por donaciones, herencias y
otros medios. Esta riqueza era esencial: el crecimiento de la comunidad
cristiana obligaba a tomar sobre sus hombros fuertes obligaciones, en el
sostenimiento del culto, la remuneración de un clero cada vez más numeroso y la
atención a viudas y necesitados.
Donatismo. Dentro del esquema
imperial, Constantino deseaba que el papa y los patriarcas convirtieran su
primacía en un poder jurisdiccional más completo para establecer disciplina.
Estalló en África un conflicto en torno a la cuestión, tantas veces debatida,
del perdón que debía otorgarse a los lapsi; aquí, los rigoristas declararon la
ilegitimidad del obispo Ceciliano de Cartago, alegando que uno que intervino en
su consagración, Félix de Aptunga, había sido un traditor. Procedieron a la
elección de un antiobispo, Mayorino, que falleció pronto, al que sustituyeron
por su propio líder, Donato. De él procede el nombre que se dio a esta facción,
«donatismo». Excluía definitivamente de la Iglesia a quienes hubieran entregado
(de ahí el término traditor que equivale a nuestro «traidor») libros o
propiedades. La división de la comunidad cristiana estuvo acompañada de
disturbios y perturbaciones del orden. Constantino pidió al papa Melquíades
que, asesorado por otros obispos de las Galias, decidiera acerca de esta
cuestión.
Pero Melquíades convirtió la
reunión en un sínodo al convocar también a quince obispos italianos: estuvieron
presentes Ceciliano y Donato. Se trataba de resolver una profunda querella
teológica que fue fallada en el sentido que marcaba la tradición romana: la
validez del sacramento no depende de la conducta moral de quien lo imparte. En
consecuencia, Ceciliano fue reconocido. Como Donato se empeñó en seguir
defendiendo que los laicos caídos en pecado debían ser bautizados de nuevo, y
los sacerdotes reordenados, se pronunció contra él una sentencia de excomunión.
Los donatistas, organizados como un movimiento de resistencia dentro de la
Iglesia, acudieron de nuevo a Constantino, acusando a Melquíades y a sus dos
antecesores de haber sido traditores, por lo que la sentencia resultaba
inválida. Constantino, preocupado por el mantenimiento del orden, pidió a
Melquíades que convocara un concilio de todas las Iglesias occidentales a fin
de que quedara resuelta la cuestión y se pudieran dar órdenes a las autoridades
provinciales. Pero el papa murió antes de que se inaugurara este concilio,
previsto para el 1 de agosto del 314.
Silvestre I, san (31 de enero 314
- 31 diciembre 335)
Los concilios. Es difícil saber
si el dato de que era romano, hijo de Rufino, que proporciona el Líber
Pontiflcalis, es exacto; la figura de este papa se encuentra tan afectada por
leyendas que a veces resulta imposible distinguir lo falso de lo verdadero. Sin
embargo, esas mismas leyendas ayudan a comprender la conciencia que siempre ha
habido sobre la importancia de este largo pontificado. Los donatistas trataron
de crear en torno a su persona una imagen negativa y absolutamente falsa: el
hecho de que se le titule oficialmente como «muy glorioso» indica sin duda que
era considerado como un confesor resistente de la persecución. Sus relaciones
con el Imperio reflejan ya la ambigüedad que comenzaba a producirse: es
indudable que recibió de Constantino importantes regalos; pero es indudable
también que el emperador, todavía no bautizado, gustaba de ser llamado «obispo
del exterior», denotando el proyecto de colocar a la Iglesia como una de las
instituciones directamente subordinadas a su poder.
Por ejemplo, en el concilio
convocado en Arles el año 314 para resolver la cuestión donatista, no
presidieron los delegados del papa, sino el obispo Chrestus de Siracusa, que
llevaba el encargo del propio emperador. Silvestre justificó (al ausencia con
el escaso tiempo transcurrido desde su elección, y luego confirmó los acuerdos
tomados y los difundió por medio de una carta que explicaba con suficiente
claridad la primacía de Roma, al menos sobre todas las Iglesias de Occidente.
En el verano del 325, al ser convocado el Concilio de Nicea por el emperador, a
fin de resolver la cuestión arriana, Silvestre fue simplemente invitado como
cualquier otro obispo y sus legados no fueron colocados en la presidencia que
ostentó, en nombre del emperador, Osio de Córdoba. Hubo a posteriori una
pequeña enmienda, puesto que los legados firmaron las actas los primeros
inmediatamente después del presidente. Se perfilaba, mediante estos pequeños
gestos, la política imperial: para Constantino los obispos eran ante todo
funcionarios de alto rango que se ocupaban de un sector tan importante como el
de la vida religiosa. Reconocida oficialmente la Iglesia, su clero recobraba la
plena condición legal de ciudadanos, con sus derechos y también con sus
obligaciones.
La Edad Media, que tuvo que
sufrir las consecuencias de esta situación, trató de engrandecer la figura de
san Silvestre mediante leyendas. Es un hecho cierto que en la comunicación de
las actas de Arles y del Símbolo de Nicea, había una afirmación del primado
romano. Lo es también que Constantino, sin incluir a Silvestre entre sus
consejeros, consideró la sede de Roma como la primera, haciendo abundantes
donaciones, como los terrenos sobre los que a partir del 319 se edificaría la
basílica de San Pedro en el Vaticano, y los medios para sostener ;
adecuadamente las otras Iglesias. Las dos grandes basílicas, la de San Juan en
Letrán y la de San Pablo en la vía Apia, unidas ahora a la nueva levantada so-
¡ bre el sepulcro de san Pedro, eran como las tres columnas para la edificación
de un nuevo poder espiritual. Todos estos bienes, junto con los que procedían
de donaciones de particulares, se integraron en lo que comenzaba a llamarse
Patrimonium Petri, que era todavía un conjunto de propiedades privadas. En poco
tiempo el papa llegaría a convertirse en el más acaudalado propietario de Roma
y sus copiosas rentas le permitirían asumir funciones sociales y de
beneficencia a medida que éstas eran abandonadas por la autoridad imperial.
La leyenda. Entre los siglos v y
viii se forjaron las tres leyendas que encontramos reflejadas en muchas obras
de arte:
Primera, que fue san Silvestre
quien convirtió, bautizó y curó de la lepra a Constantino; en realidad, el
emperador recibiría el sacramento en su lecho de muerte y de manos de un obispo
considerado favorable al arrianismo.
Segunda, que en agradecimiento,
Constantino otorgó a Silvestre el uso de la diadema imperial, con la mitra, el
pallium, la clámide y todos los signos externos correspondientes a la majestad,
incluyendo el calceus mullas.
Tercera y más tardía, que, no
contento con esto, Constantino, al confirmar el primado de Roma sobre todas las
sedes patriarcales, le otorgó el pleno dominio sobre «la ciudad de Roma y todas
las provincias, vicos y ciudades, tanto de Italia entera como de todas las
regiones occidentales». La Falsa Donación de Constantino, sobre la que
volveremos, es una superchería forjada en torno al año 778, pero su falsedad no
fue descubierta hasta el siglo xv.
Por haber fallecido el 31 de
diciembre se dedica a su memoria la noche final de cada año. Fue enterrado en
el cementerio de Priscilla.
Marcos, san (18 enero - 7 octubre
336)
Hijo de Prisco y nacido en Roma,
se quiere identificar con el personaje que aparece mencionado en la carta de
Constantino a san Melquíades encomendándole la solución de la controversia en
torno a Ccciliano; en este caso, hay que concluir que se trataba de un clérigo
influyente. Coincide con el momento en que se inicia en Oriente la gran
polémica en torno al Símbolo de Nicea y en que san Atanasio (295? - 373?),
patriarca de Alejandría, es desterrado por el emperador a Tréveris. No tenemos
sin embargo noticia de ningún contacto entre él y el obispo de Roma, sin duda
porque el pontificado de san Marcos es demasiado breve, o quizá porque aquella
contienda en torno a la naturaleza de Cristo que sacudía a las Iglesias
orientales tenía poca repercusión en Occidente: aquí el Símbolo de Nicea se
aceptaba sin ninguna duda. Un motivo distinto de distanciamiento entre los dos
ámbitos, latino y griego, estaba surgiendo. Constantino decidió construir una
nueva capital que llevara su nombre, en la antigua Bizancio, no manchada por el
martirio y la persecución. De este modo se privaba a Roma de su rango,
empujándola poco a poco a una posición marginal. Los obispos de Constantinopla,
empujados por el emperador, reclamaron el rango de patriarcas, aunque no podían
invocar la fundación apostólica.
Esta disyunción iba a permitir al
papa cobrar una progresiva independencia: permanecían en Roma el Senado, de
ámbito cada vez más local, y el prefecto referido exclusivamente a la ciudad y
su entorno. En ella se albergaba una autoridad universal, la del sucesor de
Pedro. Se atribuye a san Marcos la costumbre de enviar el pallium —es decir, la
banda orlada de cruces hecha con lana blanca como signo de primacía— a otros
obispos como signo de dignidad y de dependencia. El primero de todos fue
entregado al obispo de Ostia que, en adelante, tendría la misión de oficiar en
la consagración de los papas. San Marcos levantó dos iglesias en Roma, una a su
propio nombre, que pronto fue asignada al evangelista san Marcos, y otra a
santa Balbina, en la actual vía Ardeatina. La primera de ambas ha quedado
subsumida en el actual palacio de Venecia, antigua sede de la embajada de la
Serenísima.
Se inició entonces la redacción
de las listas de defunción de obispos y de mártires. Roma estaba cobrando
conciencia de su propio pasado cristiano.
Julio I, san (6 febrero 337 - 12
abril 352)
Ignoramos la causa del interregno
de cuatro meses que se produjo antes de la elección de este romano, lleno de
energía, cuyo pontificado se inicia coincidiendo con la muerte de Constantino.
En sus últimos años, impulsado por su consejero, Eusebio de Nicomedia
(280-341), el emperador se había inclinado en favor de un arrianismo moderado,
más acorde con la filosofía helenística. Los obispos despojados de sus sedes,
Atanasio de Alejandría y Marcelo de Ancira, acudieron entonces a Julio en
demanda de ayuda. También lo hizo, desde el bando opuesto, Eusebio de
Nicomedia. Había en estas apelaciones un reconocimiento de la singularidad de
la Sede Apostólica. Julio I es el que usa ya título de papa. Invocando su
condición de cabeza, apoyó a Atanasio y recibió a Marcelo en su comunión, una
vez que éste hubo suscrito la fórmula de fe que se empleaba en Roma y que
coincidía plenamente con el Símbolo de Nicea. Julio respondió a Eusebio con
reproches por haber tomado medidas contra san Atanasio, ignorando la estrecha comunión
existente desde antiguo entre Roma y Alejandría.
Cuando un sínodo celebrado en
Antioquía en el verano del 341, aprobó un Símbolo en que omitía la frase
«consustancial al Padre», Julio, que el mismo año presidió un sínodo en Letrán
confirmando sus posiciones, propuso a los emperadores Constante y Constantino
II la celebración de un concilio ecuménico en Sardes, bajo la presidencia de
sus legados. Cuando éstos reclamaron la presencia de san Atanasio y de Marcelo
de Ancira, muchos eusebianos presentes abandonaron la asamblea. El concilio
continuó sus trabajos. No sólo se produjo la rehabilitación de los dos
depuestos, sino que se aprobaron cánones que establecían con claridad la
superioridad del papa; en adelante, se dijo, cualquier obispo depuesto podría
apelar a Roma. Dos grandes enemigos de Atanasio, Ursacio y Valiente, se
dirigieron entonces al papa solicitando una reconciliación y fueron aceptados.
Una tradición que recoge el Líber
Ponficalis atribuye a Julio, además de la fundación de las iglesias de Santa
María in Trastévere y de los Santos Apóstoles, el establecimiento de una
cancillería que imitaba la de los emperadores. Roma iniciaba, de este modo, la
erección de una burocracia: el principal de los funcionarios, en esta primera
etapa, llevaba título de primicerias notariorum. La utilización del papiro como
materia escritoria es, probablemente, la causa de que no se haya conservado
documentación. En relación con estos cambios se encuentra el canon establecido
ya entonces que prohibía a los clérigos acudir con sus causas ante tribunales
civiles. y Liberio (17 mayo 352 - 24 septiembre 366)
Las disputas teológicas. La
querella cristológica, ahora que los emperadores eran oficialmente cristianos,
llegaba a su punto culminante: se trataba de acomodar el pensamiento
helenístico, todavía muy vivo (Juliano —361-363—, sucesor de Constante II
—337-350—, recurriría a él en su proyecto para prescindir del cristianismo en
la reconstrucción del Imperio), a la fe cristiana. Constancio II, convertido en
emperador único, estaba absolutamente decidido a luchar en esta línea,
favoreciendo un arrianismo mitigado, por razones políticas: evitar la tremenda
disociación que el cristianismo reclamaba, Liberio, nacido en Roma, se mostró
defensor absoluto del Símbolo de Nicea, que garantizaba una fe en la divinidad
de Jesucristo (pmousios = «consustancial» al Padre), pero buscaba también vías
de entendimiento entre las Iglesias. Pidió al emperador Constancio, como
solución, la convocatoria de un concilio que decidiese, como ya sucediera en
Nicea. Los consejeros de Constancio se mostraban vehementes enemigos de san
Atanasio, en quien veían el principal protagonista de la radical oposición.
Los obispos occidentales se
mostraron cada vez más partidarios de san Atanasio; algunos de ellos
escribieron al papa pidiendo que se opusiera a su deposición. Constancio II
aceptó la propuesta de convocatoria de un concilio, señalando la ciudad de
Arles y el año 353; le influían poderosamente Ursacio y Valiente, que no habían
renunciado a su posición antiniceana. La asamblea no se ocupó de aclarar la
doctrina, sino de juzgar a Atanasio. Las presiones fueron tan fuertes que
incluso los legados pontificios acabaron admitiendo la sentencia condenatoria.
Liberio protestó, desautorizando a sus legados y reclamando una nueva
convocatoria del concilio, esta vez en Milán (octubre 355). Se había producido
entre los arríanos una división: mientras que los radicales afirmaban que
Cristo era anomoios (= «desemejante» al Padre), un sector mayoritario se mostraba
dispuesto a admitir una cierta omoia (= «semejanza»), aunque no extensiva a la
esencia divina. Nuevamente en Milán triunfó la maniobra de centrar los debates
en torno a la persona de Atanasio y no en la doctrina. Quienes se negaron a
ratificar la sentencia, fueron desterrados. Tropas imperiales ocuparon
Alejandría para capturar al terco patriarca, que pudo huir al desierto. Liberio
fue conducido a Milán y, cuando se negó a capitular, se le aplicó la pena
reservada a los funcionarios desobedientes: el confinamiento en Beroea
(Tracia).
Cuando un funcionario imperial,
culpable de desobediencia, era desterrado, perdía automáticamente su oficio.
Así se hizo con Liberio: los partidarios del emperador procedieron a elegir un
nuevo papa, Félix, el cual tardó bastante tiempo en aceptar, consciente de la
impopularidad que despertaba su persona. El emperador se encontraba ante un
nuevo problema: la consagración de Félix por tres obispos arríanos provocó un
verdadero levantamiento en Roma: sus calles eran campo de una guerra civil.
Constancio pensó que era conveniente propiciar el regreso de Liberio,
haciéndole aceptar una fórmula, lo cual al parecer consiguió a principios del
año 357. Así surge la «cuestión del papa Liberio», que sería esgrimida incluso
en el Concilio Vaticano I como un argumento contra la infalibilidad pontificia.
La pregunta es: ¿capituló el papa sometiéndose a una doctrina no ortodoxa?
Sozomenos dio ya una explicación que dejaba a salvo la integridad del papa,
aunque autores como san Anastasio, san Jerónimo o Filostorgia, hablan de una
verdadera capitulación.
La cuestión de Liberio. G. Moro
(«La cuestión del papa Liberio», Revista Eclesiástica, 1936) entiende que para
comprender lo sucedido es necesaria una referencia a los debates internos de
los arrianófilos. Éstos, reunidos en Ancira (Ankara) el año 358 habían hallado
una fórmula que permitía decir de Cristo que era omoiousios (= «semejante en
esencia» al Padre), la cual, traducida al latín, parecía compatible con la
ortodoxa. Esta fórmula, conocida como la «tercera de Sirmium», fue la
presentada al papa precisamente en esta ciudad (la actual Mitrovica) y pudo ser
aceptada por éste. Quedaban matices muy fundamentales, pero había una
posibilidad de entendimiento, algo que el propio Liberio buscaba. Los arríanos
la rechazaron.
Constancio II autorizó el retorno
de Liberio a Roma, aunque imponiendo la condición de que Félix conservara su
condición de obispo, estableciéndose una especie de diarquía. El papa fue
recibido con grandes aclamaciones («un Dios, un Cristo, un obispo») y Félix
tuvo que huir de la ciudad. Parece que las autoridades imperiales arbitraron
entonces un procedimiento para que el fugitivo siguiera ejerciendo funciones
episcopales hasta su muerte (22 de noviembre del 365) en algunas de las villas
suburbicarias de Roma.
La debilitación del prestigio y
de la influencia de Liberio fue la consecuencia de tan desdichados sucesos.
Cuando el año 359 se reunió un concilio en Rímini, suprema esperanza del
emperador para imponer también en Occidente sus puntos de vista, el papa ni
siquiera fue invitado. Bajo la dirección de Constancio y de su equipo, la
templada «tercera fórmula de Sirmium» parecía triunfar, revelando además que la
«semejanza» se inclinaba más del lado de la distinción entre las esencias del
Padre y del Hijo que del de la identidad. En este momento falleció Constancio
II (3 de noviembre del 361) y su sucesor, Juliano, al rechazar a la Iglesia
—será llamado «apóstata»— la dejó al mismo tiempo en libertad para resolver sus
querellas. Liberio recobró la dirección y su energía. Restableció la comunión
con Atanasio, que pudo regresar a Alejandría. En esta ciudad se reunió un
sínodo que, reclamando el Símbolo de Nicca, acordó sin embargo medidas
conciliatorias para que los disidentes pudieran retornar sin traumas a la
unidad. Liberio operó de la misma manera: invitó a la comunión a todos los
presentes en Rímini con la única salvedad de que debían aceptar el Símbolo de
Nicea. Desde el 366 dicho Símbolo iba a convertirse en signo de identidad para
la Iglesia universal.
Aunque la memoria posterior le
haya sido desfavorable, hasta el punto de omitirse su nombre en la lista de
santos, es evidente que su pontificado se cerró con un gran servicio a la
unidad de la Iglesia y que su transitoria debilidad dialogante fue eficaz a la
hora de evitar una ruptura entre Oriente y Occidente. Construyó en el Esquilmo
una basílica sobre la cual se alzaría, un siglo más tarde, Santa María la
Mayor. También en su tiempo comenzó a redactarse el llamado Catálogo Liberiano,
que proporciona una cronología de emperadores, papas, mártires y confesores.
El archidiácono Félix figura, a
veces, como el segundo de este nombre en la serie de papas, lo que parece
indicar que su ilegitimidad fue tenida al menos como dudosa. Constancio
pretendía que se aceptara una fórmula, dualidad, extraña a la esencia de la
sede de Pedro; lo que verdaderamente consiguió fue una división. Es evidente
que la legitimidad corresponde únicamente a Liberio. Curiosamente, la leyenda
se apoderó de los dos personajes y, olvidando que Félix había sido consagrado
por tres obispos semiarrianos, invirtió los términos como si Liberio fuera el
claudicante, y Félix, confundido con otros mártires del mismo nombre, recibió
un verdadero culto, como si hubiera entregado su vida en defensa de la fe
niceana.
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