jueves, 16 de marzo de 2017

Diccionario de los papas y concilios (283-366)

Cayo, san (17 diciembre 283 - 22 abril 296)
De nuevo, por las razones apuntadas, nos encontramos con un papa sin historia. El Líber Pontificalis hace a Caius o Gaius originario de Dalmacia y aun pariente de Diocleciano; una noticia imposible de comprobar o de rechazar. La Iglesia parecía haber encontrado finalmente una paz de hecho, aunque no de derecho. Los emperadores ilirios, al reordenar todas las creencias vigentes en el Imperio en una especie de sincretismo, tendían a reconocer la existencia legítima de posturas religiosas distintas, debidas a la variedad de tendencias y tradiciones humanas: en otras palabras la religión era el «modo» como cada pueblo o grupo se dirige a la divinidad. Las leyendas en las monedas hacen referencia a esta doctrina. En este caso, el cristianismo podía ser considerado como uno de estos «modos» y ser dejado en paz. Pero la Iglesia tenía que rechazar el sincretismo: ella era la depositaría de una verdad absoluta, revelada por el mismo Dios, que hacía falsas las creencias, y la aceptación del cristianismo obligaba a prescindir de todo lo demás.
Dos leyendas aparecen asociadas al nombre de Cayo, la de santa Susana, a la que se describe como su sobrina y cuyo culto se localizaría en las iglesias en que Cayo era titular, y la del martirio del soldado Sebastián a quien habría confortado. Ambas noticias parecen falsas. Fue enterrado en San Calixto, pero no en la cripta de los papas, por falta de espacio.
Marcelino, san (39 junio 296 - 25 octubre 304)
Se desconocen sus orígenes familiares. La única noticia comprobada es la autorización que concedió a uno de sus diáconos, Severo, para emprender reformas de ampliación en San Calixto, lo que prueba el crecimiento que había experimentado en este tiempo la comunidad cristiana. Su pontificado coincide enteramente con el gobierno de Diocleciano y la Tetrarquía. El cristianismo estaba penetrando en la misma casa imperial, donde Prisca, esposa del emperador, y su hija Valeria, mostraban evidentes muestras de simpatía hacia los cristianos. Uno de los césares, Constancio, había estado unido en concubinato (matrimonio de rango inferior) con una cristiana, Elena (t 330), de la que nació el futuro emperador Constantino. Este crecimiento era considerado por algunos colaboradores del emperador como un gran peligro. Y le incitaron a librar una batalla que por fuerza habría de ser decisiva: si el Imperio no lograba someter a la Iglesia, ésta impondría al Imperio sus condiciones de ser reconocida como «la» religión verdadera.
Desde el año 297 se publicaron decretos que excluían a los cristianos de la Administración y del ejército. La Iglesia obedeció, esperando que pasara esta tormenta como las anteriores. Pero el 23 de febrero del 303 una ley válida para todo el Imperio, aunque luego sería desigualmente aplicada, ordenaba recoger todos los libros, confiscar los cementerios y demás propiedades. Quienes acudieran ante los tribunales de justicia tendrían que ofrecer incienso a los dioses. Los donatistas afirmaron posteriormente que san Marcelino y los tres presbíteros que habrían de sucederle, esto es, Marcelo, Milcíades y Silvestre, habían entregado los libros. San Agustín consideró la acusación absolutamente falsa.
Es difícil pronunciarse sobre la cuestión: se trataba de soportar una tormenta que, por dura que fuese, habría de pasar y por tanto ciertos gestos podían constituir la mejor defensa. En tiempos posteriores, sin embargo, el nombre de san Marcelino fue omitido en la lista de papas y Dámaso I prescindió de él en los panegíricos ofrecidos a sus antecesores. El Líber Pontificalis, que dispuso de un acta de martirio de san Marcelino, dice que ofreció incienso a los dioses, pero que a los pocos días reconoció su error y fue entonces decapitado, junto con otros mártires. Este relato, ampliamente difundido en el siglo vi, carece de comprobación. En uno de los epigramas de san Dámaso se relaciona a Marcelino con quienes exigían penitencias muy serias para el perdón de los lapsi, que no se negaba.
Murió Marcelino cuando la persecución estaba en sus comienzos y no pudo ser inhumado en San Calixto, seguramente porque este cementerio estaba confiscado. Se llevaron sus restos a otro, de propiedad privada, el de Santa Pastilla, que pertenecía a la poderosa familia de los Acilio Glabrio.
Marcelo, san (noviembre/diciembre 308 - 16 enero 309)
El Líber Pontífícalís se muestra muy inseguro al ocuparse de este papa y, ante las graves imprecisiones cronológicas que han surgido, algunos investigadores admiten una posible confusión entre Marcelo y Marcelino, siendo aquél una trasposición del nombre de éste o, también, que Marcelo haya sido simplemente un presbítero colocado al frente de la sede vacante, pues sí parece seguro que, tras la muerte de Marcelino y debido a la dureza de la persecución, la Sede Apostólica estuvo vacante al menos tres años y medio. Las disposiciones de Diocleciano habían causado una tremenda confusión, de modo que cuando Majencio (306-312), tras afirmarse en el trono, se mostró más condescendiente con los cristianos, eran numerosísimos entre éstos los que habían sacrificado a los dioses o adquirido —en una especie de mercado negro— certificados (libelli) que así lo acreditaban. Y todos ellos acudían ahora a la puerta de la Iglesia para ser admitidos a reconciliación. Parece que san Marcelo fue acusado ante Majencio de usar demasiado rigor y que con ello causaba disturbios en la comunidad romana. El emperador habría decretado su destierro, en el que no tardó en morir. Sus restos fueron llevados a Santa Priscilla.
Esta reconstrucción de los hechos, bastante verosímil, tropieza sin embargo con inconvenientes cronológicos. Parece seguro que Marcelo fue elegido un 27 de mayo, pero ignoramos si fue en el 309 o después. Hay divergencias entre el Líber Pontificalis y otras fuentes. Por la misma razón tampoco estamos seguros de cuál sea el año de su muerte. Las noticias más antiguas le atribuyen una reordenación a fondo de la comunidad romana, dividida en veinticinco tituli con un presbítero al frente de cada uno de ellos.
Eusebio, san (18 agosto 309 - 21 octubre 310)
Las fechas arriba mencionadas proceden del Catálogo de Liberio redactado en el siglo ív, pero son muy inciertas. De todas maneras, sabemos que su pontificado fue breve y que coincide con las secuelas de la persecución. Las comunicaciones entre Roma y las demás Iglesias se habían visto extraordinariamente dificultadas por las medidas de las autoridades, la división del Imperio y el clima de guerra entre los sucesores de Diocleciano. La ciudad de Roma, que contaba con una de las más numerosas comunidades cristianas, se hallaba también afectada por disensiones. Parece evidente que la mayor parte de los fieles habían buscado medios, a veces absolutamente ficticios, para eludir la persecución, pero sin renunciar a seguir siendo cristianos. La penitencia a aplicar en cada uno de los casos era frecuente objeto de debate. San Eusebio, de acuerdo con la doctrina tradicional, defendía el derecho de todos a retornar, sin que por ello se rebajase el nivel de exigencia penitencial. Frente a él se alzó un disidente, Heraclio, que como en otro tiempo Novaciano, reclamaba la exclusión definitiva de los lapsi. La querella entre ambos bandos alcanzó extremos de dureza que permitieron a Majencio insistir en que los cristianos alteraban el orden: Eusebio y Heraclio fueron enviados al destierro en Sicilia, donde el papa no tardó en morir.
Melquíades o Milcíades, san (2 julio 311 - 10 enero 314)
La paz de la Iglesia. A este romano o africano, aunque de ascendencia griega, iba a corresponder el gran momento. Pocos meses antes de su elección el emperador Galerio había publicado una ley (30 de abril del 311) que reconocía por primera vez a los cristianos el derecho a profesar su religión «a condición de que no hagan nada contra el orden establecido». El Imperio se plegaba a las demandas de la Iglesia, que adquiría personalidad jurídica; en consecuencia, las propiedades y cementerios confiscados durante la persecución fueron devueltos y, por primera vez, un 13 de abril del 312 el papa pudo presidir la Pascua en Roma sin ningún temor. Pese a las fantasías literarias no hay noticia de ningún enfrentamiento entre san Melquíades y Majencio en los meses que preceden a la victoria de Constantino (306-337) sobre el puente Milvio. Poco después de esta batalla, en febrero del 313, Constantino y Licinio, ahora únicos emperadores, se reunieron en Milán y decidieron no sólo confirmar el edicto de Galerio, sino añadir en favor de la Iglesia disposiciones que la hacían pasar de simple tolerancia a pleno reconocimiento social. Comenzaba lo que los historiadores llaman «imperio cristiano». Durante algunas décadas el cristianismo compartiría su legitimidad con las antiguas religiones, a las que no reconocía como verdaderas, y con el judaísmo, cuyo estatus de religio licita no había sido alterado.
Obviamente, Constantino esperaba del papa una colaboración semejante a la de los altos magistrados del Imperio. Fue probablemente durante su primera estancia en Roma cuando hizo a Melquíades un regalo que demuestra lo que apreciaba esta colaboración: el palacio que la emperatriz Fausta tuviera en el Monte Celio, llamado Letrán, por haber sido en tiempos cuartel de los soldados laterani. En él se establecería durante siglos la residencia de los obispos de Roma: la sala de justicia o basílica, convertida al culto cristiano, daría el modelo para muchas edificaciones semejantes. Las leyes imperiales no reconocieron ninguna legitimidad a la gnosis, considerada como simple secta. Dotada ahora de capacidad para adquirir y administrar bienes, la Sede Apostólica se encontró en condiciones de aumentar extraordinariamente su riqueza, que le llegaba por donaciones, herencias y otros medios. Esta riqueza era esencial: el crecimiento de la comunidad cristiana obligaba a tomar sobre sus hombros fuertes obligaciones, en el sostenimiento del culto, la remuneración de un clero cada vez más numeroso y la atención a viudas y necesitados.
Donatismo. Dentro del esquema imperial, Constantino deseaba que el papa y los patriarcas convirtieran su primacía en un poder jurisdiccional más completo para establecer disciplina. Estalló en África un conflicto en torno a la cuestión, tantas veces debatida, del perdón que debía otorgarse a los lapsi; aquí, los rigoristas declararon la ilegitimidad del obispo Ceciliano de Cartago, alegando que uno que intervino en su consagración, Félix de Aptunga, había sido un traditor. Procedieron a la elección de un antiobispo, Mayorino, que falleció pronto, al que sustituyeron por su propio líder, Donato. De él procede el nombre que se dio a esta facción, «donatismo». Excluía definitivamente de la Iglesia a quienes hubieran entregado (de ahí el término traditor que equivale a nuestro «traidor») libros o propiedades. La división de la comunidad cristiana estuvo acompañada de disturbios y perturbaciones del orden. Constantino pidió al papa Melquíades que, asesorado por otros obispos de las Galias, decidiera acerca de esta cuestión.
Pero Melquíades convirtió la reunión en un sínodo al convocar también a quince obispos italianos: estuvieron presentes Ceciliano y Donato. Se trataba de resolver una profunda querella teológica que fue fallada en el sentido que marcaba la tradición romana: la validez del sacramento no depende de la conducta moral de quien lo imparte. En consecuencia, Ceciliano fue reconocido. Como Donato se empeñó en seguir defendiendo que los laicos caídos en pecado debían ser bautizados de nuevo, y los sacerdotes reordenados, se pronunció contra él una sentencia de excomunión. Los donatistas, organizados como un movimiento de resistencia dentro de la Iglesia, acudieron de nuevo a Constantino, acusando a Melquíades y a sus dos antecesores de haber sido traditores, por lo que la sentencia resultaba inválida. Constantino, preocupado por el mantenimiento del orden, pidió a Melquíades que convocara un concilio de todas las Iglesias occidentales a fin de que quedara resuelta la cuestión y se pudieran dar órdenes a las autoridades provinciales. Pero el papa murió antes de que se inaugurara este concilio, previsto para el 1 de agosto del 314.
Silvestre I, san (31 de enero 314 - 31 diciembre 335)
Los concilios. Es difícil saber si el dato de que era romano, hijo de Rufino, que proporciona el Líber Pontiflcalis, es exacto; la figura de este papa se encuentra tan afectada por leyendas que a veces resulta imposible distinguir lo falso de lo verdadero. Sin embargo, esas mismas leyendas ayudan a comprender la conciencia que siempre ha habido sobre la importancia de este largo pontificado. Los donatistas trataron de crear en torno a su persona una imagen negativa y absolutamente falsa: el hecho de que se le titule oficialmente como «muy glorioso» indica sin duda que era considerado como un confesor resistente de la persecución. Sus relaciones con el Imperio reflejan ya la ambigüedad que comenzaba a producirse: es indudable que recibió de Constantino importantes regalos; pero es indudable también que el emperador, todavía no bautizado, gustaba de ser llamado «obispo del exterior», denotando el proyecto de colocar a la Iglesia como una de las instituciones directamente subordinadas a su poder.
Por ejemplo, en el concilio convocado en Arles el año 314 para resolver la cuestión donatista, no presidieron los delegados del papa, sino el obispo Chrestus de Siracusa, que llevaba el encargo del propio emperador. Silvestre justificó (al ausencia con el escaso tiempo transcurrido desde su elección, y luego confirmó los acuerdos tomados y los difundió por medio de una carta que explicaba con suficiente claridad la primacía de Roma, al menos sobre todas las Iglesias de Occidente. En el verano del 325, al ser convocado el Concilio de Nicea por el emperador, a fin de resolver la cuestión arriana, Silvestre fue simplemente invitado como cualquier otro obispo y sus legados no fueron colocados en la presidencia que ostentó, en nombre del emperador, Osio de Córdoba. Hubo a posteriori una pequeña enmienda, puesto que los legados firmaron las actas los primeros inmediatamente después del presidente. Se perfilaba, mediante estos pequeños gestos, la política imperial: para Constantino los obispos eran ante todo funcionarios de alto rango que se ocupaban de un sector tan importante como el de la vida religiosa. Reconocida oficialmente la Iglesia, su clero recobraba la plena condición legal de ciudadanos, con sus derechos y también con sus obligaciones.
La Edad Media, que tuvo que sufrir las consecuencias de esta situación, trató de engrandecer la figura de san Silvestre mediante leyendas. Es un hecho cierto que en la comunicación de las actas de Arles y del Símbolo de Nicea, había una afirmación del primado romano. Lo es también que Constantino, sin incluir a Silvestre entre sus consejeros, consideró la sede de Roma como la primera, haciendo abundantes donaciones, como los terrenos sobre los que a partir del 319 se edificaría la basílica de San Pedro en el Vaticano, y los medios para sostener ; adecuadamente las otras Iglesias. Las dos grandes basílicas, la de San Juan en Letrán y la de San Pablo en la vía Apia, unidas ahora a la nueva levantada so- ¡ bre el sepulcro de san Pedro, eran como las tres columnas para la edificación de un nuevo poder espiritual. Todos estos bienes, junto con los que procedían de donaciones de particulares, se integraron en lo que comenzaba a llamarse Patrimonium Petri, que era todavía un conjunto de propiedades privadas. En poco tiempo el papa llegaría a convertirse en el más acaudalado propietario de Roma y sus copiosas rentas le permitirían asumir funciones sociales y de beneficencia a medida que éstas eran abandonadas por la autoridad imperial.
La leyenda. Entre los siglos v y viii se forjaron las tres leyendas que encontramos reflejadas en muchas obras de arte:
Primera, que fue san Silvestre quien convirtió, bautizó y curó de la lepra a Constantino; en realidad, el emperador recibiría el sacramento en su lecho de muerte y de manos de un obispo considerado favorable al arrianismo.
Segunda, que en agradecimiento, Constantino otorgó a Silvestre el uso de la diadema imperial, con la mitra, el pallium, la clámide y todos los signos externos correspondientes a la majestad, incluyendo el calceus mullas.
Tercera y más tardía, que, no contento con esto, Constantino, al confirmar el primado de Roma sobre todas las sedes patriarcales, le otorgó el pleno dominio sobre «la ciudad de Roma y todas las provincias, vicos y ciudades, tanto de Italia entera como de todas las regiones occidentales». La Falsa Donación de Constantino, sobre la que volveremos, es una superchería forjada en torno al año 778, pero su falsedad no fue descubierta hasta el siglo xv.
Por haber fallecido el 31 de diciembre se dedica a su memoria la noche final de cada año. Fue enterrado en el cementerio de Priscilla.
Marcos, san (18 enero - 7 octubre 336)
Hijo de Prisco y nacido en Roma, se quiere identificar con el personaje que aparece mencionado en la carta de Constantino a san Melquíades encomendándole la solución de la controversia en torno a Ccciliano; en este caso, hay que concluir que se trataba de un clérigo influyente. Coincide con el momento en que se inicia en Oriente la gran polémica en torno al Símbolo de Nicea y en que san Atanasio (295? - 373?), patriarca de Alejandría, es desterrado por el emperador a Tréveris. No tenemos sin embargo noticia de ningún contacto entre él y el obispo de Roma, sin duda porque el pontificado de san Marcos es demasiado breve, o quizá porque aquella contienda en torno a la naturaleza de Cristo que sacudía a las Iglesias orientales tenía poca repercusión en Occidente: aquí el Símbolo de Nicea se aceptaba sin ninguna duda. Un motivo distinto de distanciamiento entre los dos ámbitos, latino y griego, estaba surgiendo. Constantino decidió construir una nueva capital que llevara su nombre, en la antigua Bizancio, no manchada por el martirio y la persecución. De este modo se privaba a Roma de su rango, empujándola poco a poco a una posición marginal. Los obispos de Constantinopla, empujados por el emperador, reclamaron el rango de patriarcas, aunque no podían invocar la fundación apostólica.
Esta disyunción iba a permitir al papa cobrar una progresiva independencia: permanecían en Roma el Senado, de ámbito cada vez más local, y el prefecto referido exclusivamente a la ciudad y su entorno. En ella se albergaba una autoridad universal, la del sucesor de Pedro. Se atribuye a san Marcos la costumbre de enviar el pallium —es decir, la banda orlada de cruces hecha con lana blanca como signo de primacía— a otros obispos como signo de dignidad y de dependencia. El primero de todos fue entregado al obispo de Ostia que, en adelante, tendría la misión de oficiar en la consagración de los papas. San Marcos levantó dos iglesias en Roma, una a su propio nombre, que pronto fue asignada al evangelista san Marcos, y otra a santa Balbina, en la actual vía Ardeatina. La primera de ambas ha quedado subsumida en el actual palacio de Venecia, antigua sede de la embajada de la Serenísima.
Se inició entonces la redacción de las listas de defunción de obispos y de mártires. Roma estaba cobrando conciencia de su propio pasado cristiano.
Julio I, san (6 febrero 337 - 12 abril 352)
Ignoramos la causa del interregno de cuatro meses que se produjo antes de la elección de este romano, lleno de energía, cuyo pontificado se inicia coincidiendo con la muerte de Constantino. En sus últimos años, impulsado por su consejero, Eusebio de Nicomedia (280-341), el emperador se había inclinado en favor de un arrianismo moderado, más acorde con la filosofía helenística. Los obispos despojados de sus sedes, Atanasio de Alejandría y Marcelo de Ancira, acudieron entonces a Julio en demanda de ayuda. También lo hizo, desde el bando opuesto, Eusebio de Nicomedia. Había en estas apelaciones un reconocimiento de la singularidad de la Sede Apostólica. Julio I es el que usa ya título de papa. Invocando su condición de cabeza, apoyó a Atanasio y recibió a Marcelo en su comunión, una vez que éste hubo suscrito la fórmula de fe que se empleaba en Roma y que coincidía plenamente con el Símbolo de Nicea. Julio respondió a Eusebio con reproches por haber tomado medidas contra san Atanasio, ignorando la estrecha comunión existente desde antiguo entre Roma y Alejandría.
Cuando un sínodo celebrado en Antioquía en el verano del 341, aprobó un Símbolo en que omitía la frase «consustancial al Padre», Julio, que el mismo año presidió un sínodo en Letrán confirmando sus posiciones, propuso a los emperadores Constante y Constantino II la celebración de un concilio ecuménico en Sardes, bajo la presidencia de sus legados. Cuando éstos reclamaron la presencia de san Atanasio y de Marcelo de Ancira, muchos eusebianos presentes abandonaron la asamblea. El concilio continuó sus trabajos. No sólo se produjo la rehabilitación de los dos depuestos, sino que se aprobaron cánones que establecían con claridad la superioridad del papa; en adelante, se dijo, cualquier obispo depuesto podría apelar a Roma. Dos grandes enemigos de Atanasio, Ursacio y Valiente, se dirigieron entonces al papa solicitando una reconciliación y fueron aceptados.
Una tradición que recoge el Líber Ponficalis atribuye a Julio, además de la fundación de las iglesias de Santa María in Trastévere y de los Santos Apóstoles, el establecimiento de una cancillería que imitaba la de los emperadores. Roma iniciaba, de este modo, la erección de una burocracia: el principal de los funcionarios, en esta primera etapa, llevaba título de primicerias notariorum. La utilización del papiro como materia escritoria es, probablemente, la causa de que no se haya conservado documentación. En relación con estos cambios se encuentra el canon establecido ya entonces que prohibía a los clérigos acudir con sus causas ante tribunales civiles. y Liberio (17 mayo 352 - 24 septiembre 366)
Las disputas teológicas. La querella cristológica, ahora que los emperadores eran oficialmente cristianos, llegaba a su punto culminante: se trataba de acomodar el pensamiento helenístico, todavía muy vivo (Juliano —361-363—, sucesor de Constante II —337-350—, recurriría a él en su proyecto para prescindir del cristianismo en la reconstrucción del Imperio), a la fe cristiana. Constancio II, convertido en emperador único, estaba absolutamente decidido a luchar en esta línea, favoreciendo un arrianismo mitigado, por razones políticas: evitar la tremenda disociación que el cristianismo reclamaba, Liberio, nacido en Roma, se mostró defensor absoluto del Símbolo de Nicea, que garantizaba una fe en la divinidad de Jesucristo (pmousios = «consustancial» al Padre), pero buscaba también vías de entendimiento entre las Iglesias. Pidió al emperador Constancio, como solución, la convocatoria de un concilio que decidiese, como ya sucediera en Nicea. Los consejeros de Constancio se mostraban vehementes enemigos de san Atanasio, en quien veían el principal protagonista de la radical oposición.
Los obispos occidentales se mostraron cada vez más partidarios de san Atanasio; algunos de ellos escribieron al papa pidiendo que se opusiera a su deposición. Constancio II aceptó la propuesta de convocatoria de un concilio, señalando la ciudad de Arles y el año 353; le influían poderosamente Ursacio y Valiente, que no habían renunciado a su posición antiniceana. La asamblea no se ocupó de aclarar la doctrina, sino de juzgar a Atanasio. Las presiones fueron tan fuertes que incluso los legados pontificios acabaron admitiendo la sentencia condenatoria. Liberio protestó, desautorizando a sus legados y reclamando una nueva convocatoria del concilio, esta vez en Milán (octubre 355). Se había producido entre los arríanos una división: mientras que los radicales afirmaban que Cristo era anomoios (= «desemejante» al Padre), un sector mayoritario se mostraba dispuesto a admitir una cierta omoia (= «semejanza»), aunque no extensiva a la esencia divina. Nuevamente en Milán triunfó la maniobra de centrar los debates en torno a la persona de Atanasio y no en la doctrina. Quienes se negaron a ratificar la sentencia, fueron desterrados. Tropas imperiales ocuparon Alejandría para capturar al terco patriarca, que pudo huir al desierto. Liberio fue conducido a Milán y, cuando se negó a capitular, se le aplicó la pena reservada a los funcionarios desobedientes: el confinamiento en Beroea (Tracia).
Cuando un funcionario imperial, culpable de desobediencia, era desterrado, perdía automáticamente su oficio. Así se hizo con Liberio: los partidarios del emperador procedieron a elegir un nuevo papa, Félix, el cual tardó bastante tiempo en aceptar, consciente de la impopularidad que despertaba su persona. El emperador se encontraba ante un nuevo problema: la consagración de Félix por tres obispos arríanos provocó un verdadero levantamiento en Roma: sus calles eran campo de una guerra civil. Constancio pensó que era conveniente propiciar el regreso de Liberio, haciéndole aceptar una fórmula, lo cual al parecer consiguió a principios del año 357. Así surge la «cuestión del papa Liberio», que sería esgrimida incluso en el Concilio Vaticano I como un argumento contra la infalibilidad pontificia. La pregunta es: ¿capituló el papa sometiéndose a una doctrina no ortodoxa? Sozomenos dio ya una explicación que dejaba a salvo la integridad del papa, aunque autores como san Anastasio, san Jerónimo o Filostorgia, hablan de una verdadera capitulación.
La cuestión de Liberio. G. Moro («La cuestión del papa Liberio», Revista Eclesiástica, 1936) entiende que para comprender lo sucedido es necesaria una referencia a los debates internos de los arrianófilos. Éstos, reunidos en Ancira (Ankara) el año 358 habían hallado una fórmula que permitía decir de Cristo que era omoiousios (= «semejante en esencia» al Padre), la cual, traducida al latín, parecía compatible con la ortodoxa. Esta fórmula, conocida como la «tercera de Sirmium», fue la presentada al papa precisamente en esta ciudad (la actual Mitrovica) y pudo ser aceptada por éste. Quedaban matices muy fundamentales, pero había una posibilidad de entendimiento, algo que el propio Liberio buscaba. Los arríanos la rechazaron.
Constancio II autorizó el retorno de Liberio a Roma, aunque imponiendo la condición de que Félix conservara su condición de obispo, estableciéndose una especie de diarquía. El papa fue recibido con grandes aclamaciones («un Dios, un Cristo, un obispo») y Félix tuvo que huir de la ciudad. Parece que las autoridades imperiales arbitraron entonces un procedimiento para que el fugitivo siguiera ejerciendo funciones episcopales hasta su muerte (22 de noviembre del 365) en algunas de las villas suburbicarias de Roma.
La debilitación del prestigio y de la influencia de Liberio fue la consecuencia de tan desdichados sucesos. Cuando el año 359 se reunió un concilio en Rímini, suprema esperanza del emperador para imponer también en Occidente sus puntos de vista, el papa ni siquiera fue invitado. Bajo la dirección de Constancio y de su equipo, la templada «tercera fórmula de Sirmium» parecía triunfar, revelando además que la «semejanza» se inclinaba más del lado de la distinción entre las esencias del Padre y del Hijo que del de la identidad. En este momento falleció Constancio II (3 de noviembre del 361) y su sucesor, Juliano, al rechazar a la Iglesia —será llamado «apóstata»— la dejó al mismo tiempo en libertad para resolver sus querellas. Liberio recobró la dirección y su energía. Restableció la comunión con Atanasio, que pudo regresar a Alejandría. En esta ciudad se reunió un sínodo que, reclamando el Símbolo de Nicca, acordó sin embargo medidas conciliatorias para que los disidentes pudieran retornar sin traumas a la unidad. Liberio operó de la misma manera: invitó a la comunión a todos los presentes en Rímini con la única salvedad de que debían aceptar el Símbolo de Nicea. Desde el 366 dicho Símbolo iba a convertirse en signo de identidad para la Iglesia universal.
Aunque la memoria posterior le haya sido desfavorable, hasta el punto de omitirse su nombre en la lista de santos, es evidente que su pontificado se cerró con un gran servicio a la unidad de la Iglesia y que su transitoria debilidad dialogante fue eficaz a la hora de evitar una ruptura entre Oriente y Occidente. Construyó en el Esquilmo una basílica sobre la cual se alzaría, un siglo más tarde, Santa María la Mayor. También en su tiempo comenzó a redactarse el llamado Catálogo Liberiano, que proporciona una cronología de emperadores, papas, mártires y confesores.

El archidiácono Félix figura, a veces, como el segundo de este nombre en la serie de papas, lo que parece indicar que su ilegitimidad fue tenida al menos como dudosa. Constancio pretendía que se aceptara una fórmula, dualidad, extraña a la esencia de la sede de Pedro; lo que verdaderamente consiguió fue una división. Es evidente que la legitimidad corresponde únicamente a Liberio. Curiosamente, la leyenda se apoderó de los dos personajes y, olvidando que Félix había sido consagrado por tres obispos semiarrianos, invirtió los términos como si Liberio fuera el claudicante, y Félix, confundido con otros mártires del mismo nombre, recibió un verdadero culto, como si hubiera entregado su vida en defensa de la fe niceana.

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