jueves, 16 de marzo de 2017

Diccionario de los papas y concilios (366-483)

Dámaso I, san (1 octubre 366 - 11 diciembre 384)
Un papa español. Nació en Roma de padres españoles, y fue educado en el servicio de la Iglesia. Su padre recibió el presbiterado después de haber contraído matrimonio. Sabemos que su madre se llamaba Lorenza y su hermana Irene. Diácono al servicio de Liberio, al que acompañaba en Milán, estuvo también al servicio de Félix para retornar al del papa cuando éste regresó. A la muerte de Liberio (24 septiembre 366) estallaron revueltas en Roma, pues los partidarios del difunto, en minoría, eligieron y consagraron al diácono Ursino, mientras que la mayoría, a la que se incorporaban los partidarios de Félix II, aclamaban a Dámaso. Durante el mes de octubre vivió Roma un clima de guerra civil, con numerosos muertos; finalmente Dámaso y los suyos, dueños de Letrán y de Santa María la Mayor, consiguieron expulsar a Ursino. El apoyo de la corte imperial permitiría a san Dámaso afirmarse en el poder, aunque los ursinistas difundieron entre los obispos italianos muchos informes y noticias desfavorables; el año 371 un judeoconverso, Isaac, llegaría a presentar una acusación criminal ante los tribunales del Imperio, pero intervino el emperador y Dámaso fue absuelto. Este proceso sirvió para que la Iglesia adoptara importantes cánones en materia de justicia: a partir del 378 Roma es considerada por todas las Iglesias occidentales como tribunal de apelación o de primera instancia, según los casos, mientras que los tribunales episcopales tendrían jurisdicción en todas las materias relativas a la fe y las costumbres, quedando a las autoridades del Imperio únicamente la ejecución de las sentencias que por aquéllos fuesen dictadas.
Esas dificultades iniciales no impiden que el pontificado de san Dámaso sea importante y fecundo. De las construcciones, destinadas a hacer de Roma una ciudad cristiana, es buena muestra el trazado actual de San Pablo Extramuros. Buscaba deliberadamente levantar el nivel cultural de la Iglesia. Inspiró la legislación de Valentiniano I (364-375), Graciano (375-383)y, sobre todo, Teodosio (379-385). Contribuyó a un acercamiento entre la vida cristiana y la sociedad romana, mostrando con sus maneras aristocráticas que no había ninguna incompatibilidad entre ellas. De este modo hacía aparecer las corrientes heréticas como el arrianismo, el apolinarismo (que atribuía al Espíritu Santo el papel de alma humana de Jesucristo), el sabelianismo dualista o el macedonianismo (que rechazaba la naturaleza divina del Espíritu Santo) como amenazas contra el orden social. La ortodoxia era el verdadero término de llegada del rico pensamiento helenístico y así combatió todo rigorismo, como el de los discípulos de Lucifer de Caglari, y propugnó frente al priscilianismo una actitud más moderada que la de sus jueces. En suma, el cristianismo tenía que convertirse en el nuevo elemento integrador de la sociedad y por ello no veía inconveniente en acudir a las autoridades imperiales cuando se trataba de corregir desviaciones.
La búsqueda de la unidad. Esa unidad integradora, en opinión de Dámaso, estaba íntimamente vinculada al reconocimiento del primado de Roma y no por razones políticas, sino porque así lo había dispuesto Cristo al entregar a Pedro los poderes para atar y desatar. Su principal éxito fue alcanzado cuando Teodosio (27 de febrero del 380) declaró la fe cristiana como religión oficial del Imperio, tal como la recibieran los apóstoles y ahora Dámaso y Pedro de Alejandría la sostenían. Roma era, pues, fiel custodia de la ortodoxia. En asuntos que le parecían de importancia, Dámaso no cedía: en la sede de Antioquía apoyó a Paulino, riguroso niceano, frente a Melecio, partidario de ofrecer concesiones, y aunque aquél representaba a un grupo minoritario, consiguió hacerle triunfar.
Se reunió el concilio ecuménico en Constantinopla (381) para clarificar definitivamente la doctrina de un Símbolo de Fe que precisaba aún más que el de Nicea. Pero cuando los legados pontificios habían abandonado la ciudad, se aprobó un canon que reconocía a Constantinopla —la «nueva Roma»— un honor semejante al de la «vieja Roma». Dámaso se negó a confirmar las actas aunque no el Símbolo. Estaba surgiendo la importante fisura: los orientales, esgrimiendo razones políticas, parecían dispuestos a admitir una primacía de honor de Roma sobre toda la Iglesia, y de jurisdicción sobre Occidente, pero haciéndola depender de su capitalidad en el Imperio; por esa misma razón debía recaer ahora sobre Constantinopla una primacía sobre Oriente. Dicha fisura nunca se cerró por completo y acabaría generando la división. Hay un trasfondo en el entusiasmo con que Dámaso se lanzó a su tarea de construcciones —por ejemplo San Lorenzo in Dámaso— y de afirmación del culto a los mártires: no era la Roma pagana la que daba gloria al mundo, sino la cristiana, fertilizada por la sangre de los que murieron por su fe. Reorganizó los archivos y las actas y puso a san Jerónimo al frente de su secretaría. La obra fundamental de este santo fue proporcionar una versión latina de la Biblia, la Vulgata, heredera de la de los Setenta y considerada como texto fehaciente para todo el Occidente.
El papa era ya un gran poder. No sólo por la riqueza acumulada y por su influencia social que le permitían asumir poco a poco la administración de Roma, sino porque en medio de la general decadencia urbana, que se acentuaría durante siglos, estaba surgiendo la gran ciudad cristiana, centro intelectual y artístico al servicio de la fe. Dámaso contribuyó a ello con textos litúrgicos, obras poéticas y un tratado que cantaba las excelencias de la virginidad. Sus restos mortales, depositados primero en una pequeña iglesia de la vía Ardeatina, fueron luego inhumados en San Lorenzo in Dámaso.
Ursino o Ursicino, que figura en los registros como antipapa, retuvo hasta el día de su muerte la pretensión de ser el verdadero electo. Sus partidarios, especialmente los diáconos Amancio y Lupus, combatieron a san Dámaso con todas sus fuerzas, sin detenerse en las graves calumnias. El emperador Valentiniano II (375-392) encomendó al prefecto de la ciudad, Praetextatus, que buscara una fórmula de paz, repartiendo el territorio entre ambas facciones, pero los ursinistas consideraron esta decisión como una victoria y causaron en los años 367 y 368 tales desórdenes que las autoridades civiles se vieron en la necesidad de intervenir, prohibiéndoles la estancia en un radio de veinte millas en torno a Roma, luego ampliado a cien. Es evidente que dichas autoridades se resistían a intervenir en un asunto que quedaba fuera de su competencia (las condiciones que debe reunir un papa para ser considerado legítimo) y, aunque apoyaron a Dámaso, se negaron a tomar medidas contra su rival. El conflicto se apaciguó tras la muerte de Dámaso (384).
Siricio, san (diciembre 384 - 26 noviembre 399)
Nacido en Roma, era uno de los diáconos al servicio de Liberio y Dámaso. Aunque san Jerónimo aspiraba probablemente a ocupar la sede romana, fue unánime la proclamación de Siricio, ya que de este modo parece que se unían nuevamente las facciones. Un rescripto imperial (25 de febrero del 385) ordenó a los ursinistas césar en sus demandas y reconocer a Siricio como único papa. Valentiniano II le hizo importantes donativos a fin de que la basílica de San Pedro fuese ampliada y embellecida. Sin embargo, san Jerónimo, que abandonó entonces Roma, describe a Siricio en términos desfavorables, como altanero, un juicio desfavorable que comparte Paulino de Nola y que se refiere sin duda tan sólo a uno de los aspectos de su pontificado.
Tal como Francis Dvornik (Byzantium and the Román Primacy, Nueva York, 1966) ha señalado, la cuestión más importante era la que arrancaba del canon de Constantinopla (381), rechazado por san Dámaso, acerca de las dos «primacías». Siricio publicó la primera de las decretales conservadas (11 febrero 385) dirigida a Himerio, obispo de Tarragona y a todos los demás obispos de España, África y las Galias, en la cual afirmaba que «llevamos sobre nuestros hombros la carga de cuantos andan necesitados; más aún lleva en nosotros esta carga el bienaventurado apóstol Pedro que, según confiamos, ampara y protege al que es heredero de su administración». En esta decretal se fallaban, con la misma autoridad que si procediera de un concilio, importantes cuestiones como el celibato clerical, la penitencia de herejes, la edad y condiciones de las ordenaciones presbiterales, el calendario de la Pascua y Pentecostés, así como las formas de impartir la penitencia. Y se añadía una cláusula muy importante: ningún obispo podía ser considerado legítimo sin la comunión con el de Roma. Ese mismo año 385 Siricio otorgaba al obispo de Tesalónica poderes para confirmar a los de Iliria: era prácticamente la primera manifestación de un vicariato apostólico.
La autoridad primada se manifiesta con más claridad en las cuestiones doctrinales. Prisciliano, denunciado por obispos españoles como hereje pelagiano, había sido juzgado y ejecutado por orden del emperador Máximo (383-388). Siricio, contando con el apoyo de san Ambrosio de Milán, aunque rechazaba el priscilianismo en cuanto doctrina, excomulgó a los obispos responsables de lo que a sus ojos era un crimen: el hereje debe ser confundido y reconciliado, pero no muerto. Exigió que a los priscilianistas se aplicara estríctamente ese criterio de penitencia y perdón. El año 392, en un sínodo romano, fue excomulgado Joviniano, un monje que sostenía la doctrina de que María había perdido su virginidad al dar a luz, y también Bosus, obispo de Naissus (Nisch), que afirmaba que la Virgen había tenido otros hijos además de Jesús. También intervino, con eficacia, en un cisma que dividía a la Iglesia de Antioquía. Una inscripción conservada hasta hoy revela que consagró la basílica de San Pablo. Fue enterrado en la de San Silvestre, aneja al cementerio de Priscilla.
Anastasio I, san (27 noviembre 399 - 19 diciembre 401)
Romano de nacimiento, tuvo el pleno apoyo de san Jerónimo que, aunque instalado en Belén, contaba con abundantes partidarios. También mantuvo buenas relaciones con Paulino de Nola. Acababa de publicarse una traducción latina de los Primeros principios de Orígenes, obra de Rufino de Aquileia. San Jerónimo denunció este libro recordando que las doctrinas de Orígenes padecían abundantes desviaciones y el patriarca de Alejandría, Teófilo, dio cuenta de los graves daños que en su propia comunidad causaba el origenismo. San Anastasio, tal vez no por propia iniciativa, planteó la cuestión ante un sínodo romano del que salió una sentencia condenatoria comunicada a todos los obispos de Italia con mandato de obediencia. Rufino se sintió amenazado y envió al papa un escrito justificándose, tanto por la traducción, en que afirmaba que no había desviaciones doctrinales, como por su propia postura, firme en la fe. Por una carta al obispo Juan de Jerusalén, bajo cuya obediencia vivía san Jerónimo, sabemos que el papa confirmó la sentencia del sínodo, pero prohibió tomar medidas contra Rufino, remitiendo su actividad al juicio de Dios.
Anastasio no dio en ningún momento señales de debilidad. Conservó la directa dependencia de Tesalónica y su vicariato, demostrando así que consideraba el Ilyricum (en realidad los Balcanes) dentro de la jurisdicción romana. Cuando los obispos de África solicitaron de él una mitigación de las sentencias contra el donatismo, se negó, exhortándoles a combatir la herejía hasta su total extinción. Entre las disposiciones tomadas durante este pontificado figura la de que los obispos, presbíteros y diáconos se cubrieran la cabeza durante la lectura del Evangelio, en la misa.
Inocencio I, san (27 diciembre 402 - 12 marzo 417)
Un obispo de toda la cristiandad. Romano, según san Jerónimo era hijo de san Anastasio y diácono cuando fue elegido sin dificultades. De él se han conservado treinta y seis cartas que permiten conocer cuan extensa y variada era la autoridad que ejercía y que permiten a ciertos historiadores afirmar que fue el primer obispo de Roma que actuó como papa en el pleno sentido de la palabra. Sus disposiciones, incorporadas luego al conjunto de las decretales, aunque fueran dirigidas a obispos concretos como Euxuperio de Toulouse, Victricio de Rouen y Decencio de Gubbio, pasaron a ser leyes generales en la Iglesia. Esto se pone en evidencia cuando los obispos españoles, reunidos en sínodo en torno al año 400, reclamaron del papa que confirmara sus disposiciones. Materias disciplinarias, pastorales y litúrgicas forman el contenido de sus cartas: en todas ellas hay un denominador común: la «norma romana» debía considerarse como umversalmente válida. Dos concesiones fueron exigidas: que la legitimidad de los obispos dependiera de la aceptación expresa o tácita de la Sede Apostólica y que en todas las causas graves asistiera al obispo de Roma un derecho de apelación. Como una consecuencia de dicha exigencia nacían los vicariatos, el primero de los cuales fue el de Tesalónica, en la línea antes indicada: el 17 de junio del 415 fue extendida la credencial que encomendaba al obispo Rufo para que «en su nombre» rigiera todas las Iglesias en la prefectura de Iliria.
En un momento de grave crisis para el Imperio —las provincias occidentales comenzaban a escaparse de sus manos—, la cristiandad no podía ser una suma de Iglesias locales, unidas solamente por el vínculo de la caridad, cada una con sus peculiares problemas: Inocencio consideraba indispensable la consolidación de la unidad en esa voluntad de Jesucristo comunicada a san Pedro. Llegó a escribir: «Todo lo que ha sido transmitido a la Iglesia por el apóstol Pedro y ha sido observado hasta ahora, ha de ser observado por todos.» Corresponde en consecuencia a la Sede Apostólica plena y eminente autoridad: en la liturgia todos debían guiarse por la norma romana; y las disposiciones que en materia de fe y de costumbres fueran tomadas por el papa debían considerarse como de valor universal. Aparece bien clara esta línea de conducta cuando, por sus enfrentamientos con el gobierno bizantino, san Juan Crisóstomo fue despojado de la sede patriarcal y murió en el destierro. San Inocencio se negó a reconocer al nuevo patriarca, nombrado por el emperador, y rompió la comunión con los obispos que habían tomado parte en la condena del famoso orador. También apoyó a san Jerónimo contra los enemigos que se alzaron contra él en Palestina.
Caída de Roma. Tuvo que asistir, como espectador y protagonista, a los terribles sucesos que afectaron a Roma. Desde el año 408 los visigodos, con su rey Alarico (370? - 410), estaban en Italia, proclamándose vengadores de Estilicón y de otros oficiales bárbaros al servicio de Roma que habían sido asesinados; en realidad se trataba de obtener el botín que un pueblo desplazado de sus raíces necesitaba para seguir viviendo. Roma tuvo que pagar rescate para ganar tiempo. El papa presidió una legación que viajó a Rávena, residencia del emperador Honorio (395-423), propiciando una tregua para salvar Roma; estaba providencialmente ausente cuando esta ciudad fue tomada por Alarico, el 24 de agosto del 410, sometiéndola a saqueo durante tres días. Muchos paganos vieron en la catástrofe un signo de la cólera de los antiguos dioses, obligando a san Agustín y a Orosio (t 418) a escribir sus dos grandes obras, La ciudad de Dios y Siete libros de historia contra paganos, para fundar una nueva conciencia histórica que atribuye al pecado el mal y ve en los aparentes desastres una vía indirecta de la Providencia. El papa no regresó a Roma hasta el 412, poniendo entonces todos los recursos de la Iglesia a trabajar con un objetivo: la reparación de la ciudad que, abandonada por los emperadores, era ya solamente la cabeza de la cristiandad.
El saqueo de Roma tuvo otras consecuencias: el Imperio, desinteresado en Occidente —no tardaría en confiar a los visigodos la pacificación de España—, volcaba su atención en la parte oriental y trataba de resolver los problemas eclesiásticos de aquélla sin consultar a Roma. Pero cuando estalló la querella en torno al pelagianismo (doctrina que confiaba la salvación del hombre a las propias acciones, rebajando decisivamente el papel de la gracia divina) y un concilio, celebrado en Dióspolis (Lidda) pareció colocarse al lado de los herejes (415), los obispos africanos, liderados entonces por san Agustín, se dirigieron al papa para que confirmara la doctrina que ellos habían aprobado en sus respectivos sínodos. Inocencio lo hizo así, aprovechando la oportunidad para explicar a sus interlocutores que habían procedido de manera correcta, ya que en cuestiones graves, como la suscitada por los pelagianos, se debía apelar a san Pedro. En una de sus cartas, el 416, incluyó una frase que se ha esgrimido como contraria a la tradición jacobea: «En toda Italia, las Galias, Hispania, ninguno fundó Iglesias sino aquellos que el venerable Pedro y sus sucesores constituyeron obispos.»
Zósimo, san (18 marzo 417 - 26 diciembre 418)
Griego o judío. Griego de origen, se ha supuesto que tuvo ascendencia judía, pues su padre se llamaba Abraham. Recomendado por san Juan Crisóstomo, formaba parte del presbiterado romano. Su pontificado, breve, presencia tensiones internas muy fuertes y ha sido adversamente juzgado. Conviene por tanto descender al detalle: probablemente el principal defecto consistía en aplicar en el mundo occidental criterios propios de las Iglesias orientales. Siguiendo la vía de sus antecesores en relación con Tesalónica, quería establecer vicariatos también en las regiones de Occidente, haciendo así efectiva esa condición del reconocimiento para la legitimidad de los obispos. Erigió Arles, capital de la prefectura de las Galias, en vicaria, designando obispo de esta ciudad a un turbio personaje llamado Patroclo, al que se acusa de haber manipulado su elección. La decisión de establecer un vicario era correcta, pero la ciudad y la persona probablemente erróneas: los obispos de Vienne y de Narbona, sedes más antiguas, protestaron. Zósimo rechazó estas protestas, apoyó a Patroclo y llegó a deponer a Próculo de Marsella, porque se le resistió. Hay indicios en una carta a Esiquio de Salona de que el tercer vicariato previsto era el de Dalmacia.
Las apelaciones. Se trataba seguramente de un progreso en el sentido de dar más unidad a la Iglesia. Roma no discutía el origen apostólico de Jerusalén, Antioquía y Alejandría —al contrario, lo afirmaba—, como tampoco el carácter metropolitano de otras sedes como Constantinopla, Cartago o Milán, pero por encima o al lado de esta jerarquía, pretendía introducir un nuevo esquema de organización que le permitiera disponer de un delegado permanente en cada prefectura del Imperio.
En esta línea, Zósimo aceptó las cartas exculpatorias que, en grado de apelación, Pelagio y su principal colaborador, Celestio, le dirigieron. En ellas, muy hábilmente, evitaban pronunciarse sobre el pecado original y la gracia. El papa llegó a invitarles a un encuentro, en San Clemente, ya que ambos se mostraban dispuestos a someter su caso al juicio de la Sede Apostólica. Comunicó a los obispos africanos estas negociaciones, insinuando si no se habría obrado con excesiva precipitación, ya que los herejes parecían dar señales de arrepentimiento. Los africanos, dirigidos por san Agustín, respondieron en noviembre del 417 en forma bastante brusca: la sentencia que pronunciara Inocencio I debía considerarse válida. El papa había sido sorprendido en su buena fe, al igual que sus legados en el sínodo de Dióspolis en Palestina.
Zósimo confirmó su postura: obviamente, la sentencia de Inocencio seguía siendo válida y sólo al sucesor de Pedro correspondía juzgar en tales casos. Pelagio y Celestio, una vez examinada la causa, fueron excomulgados. Pero en el intermedio de estas discusiones los africanos habían cometido el error de dirigirse al emperador Honorio solicitando un rescripto u orden imperial contra el pelagianismo y sus adherentes. En consecuencia, el papa preparó una Epístola tractoria remitida a todos los obispos, condenando el pelagianismo pero haciendo advertencias respecto a la supremacía de la Sede Apostólica.
Aprovechando la oportunidad de que un sacerdote, Apiario, condenado por su obispo Urbano de Sicca, al parecer con razón suficiente, apelara a Roma, aceptó la demanda y, al devolver al presbítero a África, le hizo acompañar de tres legados que dejaron firmemente establecidos estos tres puntos:
Todos los obispos tienen derecho a llevar sus apelaciones a Roma; los presbíteros y diáconos que se sientan injustamente tratados pueden hacerlo también ante los obispos de diócesis vecinas.
No existe ninguna autorización que permita a los obispos africanos acudir directamente a la corte de Rávena.
De acuerdo con los cánones del Concilio de Nicea y de Sardica, el obispo Urbano sería excomulgado si rechazaba la resolución romana en el caso del presbítero Apiario.
La muerte de Zósimo evitó, probablemente, que el conflicto aumentara; pero en la propia Roma, y fuera de ella, las divisiones se mantuvieron. Es posible que el papa hubiera adolecido de falta de habilidad, pero no cabe duda de que doctrinalmente no se apartaba de la línea seguida por san Dámaso, tratando de llevar a las últimas consecuencias el principio de la delegación de poderes de Jesús en Pedro, según lo explica Mt. 16, 18.
Bonifacio I, san (28 diciembre 418-4 septiembre 422)
La elección. Romano e hijo del presbítero Iocundus, había desempeñado una importante misión en Constantinopla por encargo de Inocencio I; gozaba de gran prestigio. Al día siguiente de la muerte de Zósimo, los diáconos, unidos a unos pocos presbíteros y atrincherados en la basílica de San Juan de Letrán, procedieron a elegir al archidiácono Eulalio, probablemente un griego, como Zósimo, de quien había tenido toda la confianza. De modo que cuando el 28 de diciembre los presbíteros, el pueblo y algunos obispos, se congregaron en la basílica de Teodora para proceder a la elección regular que favoreció a Bonifacio, se encontraron con este golpe de mano ya consumado. Hubo, como consecuencia de esta división, un retroceso. Se podían incluso manifestar legítimas dudas, pues en la consagración, celebrada el mismo día, Eulalio contó con el obispo de Ostia, según estaba previsto, pero san Basilio pudo reunir en San Marcelo a nueve obispos. El prefecto de la ciudad, Symmaco, que no era cristiano (fue uno de los que defendió la idea del castigo de los dioses cuando el saqueo de Roma), envió a Honorio un informe del que se desprendía mayor legitimidad en el caso de Eulalio. Otros informes, radicalmente opuestos, llegaron a Gala Placidia, hermana del emperador. Todo quedaba, pues, en manos de este último.
Honorio dispuso que las autoridades imperiales permanecieran neutrales hasta que un sínodo, a celebrar en Spoleto el 13 de junio del 419, decidiese la duda; al mismo tiempo ordenó a Eulalio y Bonifacio que permanecieran fuera de la ciudad sin acudir a ella bajo ningún pretexto. Eulalio creyó que el sedicente papa que lograra celebrar la Pascua (30 de marzo) en Roma, se vería de hecho en posesión de la magistratura. Se apoderó de Letrán y provocó disturbios. A juicio de Honorio, un caso de desobediencia que debía ser castigado: el 3 de abril del 419 Eulalio fue desterrado y Bonifacio oficialmente reconocido. El sínodo de Spoleto no llegaría nunca a celebrarse. Posteriormente, Eulalio recibió como indemnización un obispado en Campania que pudo regir hasta su muerte (423).
Ingerencia imperial. El año 420 Bonifacio sufrió una grave enfermedad y se temió por su vida. Fue entonces cuando Honorio dictó un decreto que era el primer paso a una ingerencia imperial en las elecciones pontificias: en adelante, cuando se produjera una doble elección, las autoridades civiles negarían el reconocimiento a los dos candidatos; sólo una elección sin disputa sería recibida y confirmada. Aunque Bonifacio vivió todavía dos años, ese decreto no fue modificado, sirviendo de punto de apoyo para que los emperadores reclamasen el derecho de confirmar a los papas. Oficialmente cristiano, el Imperio tendía a adueñarse de la jurisdicción eclesiástica. Teodosio II (408-450), emperador de Oriente, respondiendo a una demanda de los obispos de Tesalia, anuló por su cuenta el vicariato de Tesalónica y asignó al patriarca de Constantinopla poder sobre todas las diócesis balcánicas. Bonifacio cursó su protesta a través de Honorio, sin éxito, pues la disposición fue incluida con el Código que recopilaba el emperador. Por su parte, el papa había dejado sin efecto el vicariato de Arles al reconocer los derechos metropolitanos de Marsella, Vienne y Narbona. Y tuvo que plegarse ante los obispos africanos después de que Apiario confesara sus faltas y fuera enviado a otra diócesis. Eran retrocesos en la práctica, pero no en la doctrina. Exigió rigurosamente que jamás «pudiera legalmente ser reconsiderada una disposición de la Sede Apostólica» y, en esta línea, pudo conseguir que Honorio publicara un rescripto conminando a todos los obispos a acatar la doctrina expuesta en la Epístola tractoria de Zósimo. Del pontificado de Bonifacio I data la prohibición a las mujeres de subir al altar, incluso para quemar el incienso, o de tocar con sus manos los objetos sagrados. Estableció un severo impedimento para que pudieran ser ordenados esclavos; su liberación entraba en las condiciones indispensables para el sacramento.
Celestino I, san (10 septiembre 422 - 27 julio 432)
Influencia de Sardes. Nacido en Campania, había servido como diácono y archidiácono desde la época de Inocencio I, estando dotado de gran energía. Las ruinas causadas por el saqueo de Alarico reclamaron de él medidas de reconstrucción (basílica de Santa María in Trastévere y otra de nueva planta en Santa Sabina) que aprovechó para confiscar las iglesias que aún retenían los novacianos. Era urgente, ante todo, ampliar y reforzar la disciplina. Ya Zósimo había invocado los cánones del Concilio de Sardes (342/343) para frenar las ingerencias imperiales. Tales cánones, incorporados a la legislación occidental y muy tardíamente también a la oriental, permitían apelar a Roma cuando los tribunales metropolitanos no ofrecieran las garantías suficientes, y a cualquier obispo depuesto por un sínodo acudir al papa en demanda de amparo. El papa estaba facultado para designar comisiones de obispos de sedes vecinas para juzgar los casos controvertidos.
Las disposiciones de Sardes tropezaban con una fuerte resistencia, especialmente entre los obispos de África. Celestino insistió de nuevo en su obligatoriedad. Sobre todo, empleó de nuevo el caso de Iliria, renovando a Rufo de Tesalónica sus poderes de vicario para de este modo dejar bien establecido que, de acuerdo con el concilio, a Roma correspondía el conocimiento de todas las apelaciones en su grado más eminente. Desde esta posición impartió las órdenes para que los pelagianos fueran expulsados de todas las Iglesias en Occidente y envió a Britannia una misión, que presidía san Germán de Auxerre, para extirpar la herejía. Fue importante la decisión del 431 consistente en ordenar como obispo al diácono Paladio y enviarle a Irlanda para organizar allí una Iglesia, porque era la primera que nacía fuera del ámbito del Imperio romano. El texto antipelagiano, que Celestino distribuyó por todas las Iglesias de Occidente con precepto de obediencia, fue debido probablemente a la pluma de Próspero de Aquitania.
San Celestino se encontró en medio de una querella doctrinal de gran alcance que le daría la oportunidad de poner en práctica los cánones de Sardes. San Cirilo, patriarca de Alejandría, y Nestorio, patriarca de Constantinopla, aunque se había formado teológicamente en Antioquía, se enzarzaron en una disputa acerca de la naturaleza de Cristo. La escuela alejandrina, consecuente con la actitud observada durante la querella arriana, insistía en la íntima unión entre las dos naturalezas, humana y divina, de Cristo; la antiocena, cuyo principal maestro fuera Teodoro de Mopsuestia, enfatizaba la separación. Nestorio comenzó a enseñar esta doctrina añadiendo que el nacimiento, pasión y muerte de Jesús no podían atribuirse a la persona divina del Hijo. «No puedo hablar de Dios como si tuviese dos o tres meses de edad.» Hacia el año 428 o 429, Nestorio prohibió que se diera a María el título de Theótokos (Madre de Dios) y Cirilo respondió con una carta doctrinal que denunciaba dicha tesis como una herejía tendente a separar en Cristo dos personas.
Nestonanismo. En ese mismo momento Nestorio escribió al papa comunicándole sus argumentos. San Celestino no quiso precipitarse: pidió un informe a Juan Casiano, mientras recibía también noticias de san Cirilo. Con todo ello reunió un sínodo en Roma que, el 10 de agosto del 430, condenó la tesis de la radical separación y de las dos personas, dando a Nestorio un plazo perentorio de diez días, antes de pronunciar su excomunión. Luego encargó a Cirilo que «en su nombre» diera ejecución a la sentencia; el patriarca de Alejandría envió al de Constantinopla un verdadero ultimátum. Mientras tanto, los dos emperadores habían decidido convocar un concilio ecuménico (sería el tercero reconocido como tal) en Efeso para el año 431. Esta vez el papa envió a sus tres legados con órdenes de operar en todo momento unidos con san Cirilo pero dejando bien clara la supremacía de la Sede Apostólica. Cirilo, sin esperar la llegada de estos legados, puso en marcha el concilio, en donde se produjo la casi unánime repulsa de las tesis nestorianas. Los romanos la respaldaron. En medio de grandes aclamaciones populares, María fue proclamada Madre de Dios.
Aunque no dejó de mostrar sus reticencias porque se cerraban demasiado las puertas al arrepentimiento de los antiocenos y se envolvía en un solo grupo a todas las corrientes de esta escuela, Celestino confirmó las actas del concilio. Entre ellas había una sumamente importante, impuesta por uno de sus legados, el presbítero Felipe, en que se decía que Pedro «ha recibido de Nuestro Señor Jesucristo […] las llaves del reino y el poder de atar y desatar los pecados. Pedro es quien, hasta ahora y para siempre, vive y juzga en sus sucesores. Nuestro santo y bienaventurado obispo, el papa Celestino, sucesor y vicario legítimo de Pedro, nos ha enviado para representarle en este santo concilio». El primado romano fue, por tanto, reconocido en la forma más solemne.
Sixto III, san (31 julio 432 - 19 agosto 440)
Romano e hijo de otro Sixto, desempeñó un importante papel en los pontificados de Zósimo y de Ceferino, probablemente relacionado con el Concilio de Efeso. Hubo sospechas, al comienzo de su carrera eclesiástica, de mostrar condescendencia hacia las doctrinas pelagianas acerca de la gracia, pero se justificó adhiriéndose a la Epístola tractoria y dando explicaciones que parecieron suficientes a san Agustín. Elegido por unanimidad se presentó a sí mismo como el continuador de la obra de san Celestino. Quería la paz en Oriente y no la victoria demasiado radical de los alejandrinos, que podían verse impulsados, en su defensa de la unidad en Cristo, a rechazar la existencia de dos naturalezas en él. Insistió, por ejemplo, en que el patriarca de Antioquía no debía ser anatematizado: era preferible conseguir que se adhiriese a la doctrina de Efeso de las «dos naturalezas en una». Así se hizo, y el Símbolo de Unión presentado por los niocenos en la primavera del 433 y aceptado por san Cirilo, fue considerado como el gran éxito de la Sede Apostólica: Pedro conservaba la unidad en la fe y restablecía la paz.
Sin embargo, esta visión era engañosa. Obligado Nestorio a retirarse, el nuevo patriarca de Constantinopla, Proclo, inició una maniobra, apoyada en el rescripto de Teodosio II, para hacer que los obispos de Iliria oriental pasaran a la dependencia de Constantinopla. Sixto protestó: su vicario era Atanasio, obispo de Tesalónica, y de él dependían los demás; sin una credencial de este último no estaba dispuesto ni siquiera a recibirles. Para demostrar que no había en sus pretensiones ningún deseo de menoscabar su autoridad, Sixto comunicó poco después al patriarca que, habiendo recibido la apelación del obispo de Esmirna, se había limitado a confirmar la sentencia que contra él dictaran en Constantinopla.
La familia imperial favoreció con donativos extraordinarios la tarea de reconstrucción que se operaba en Roma. Hay que indicar que las edificaciones, además de transformarla en centro cristiano, tenían objetivos concretos. Así, en este tiempo fue fundado el primer monasterio en la ciudad, el de San Sebastián en la vía Apia: la oración contemplativa y el aislamiento propio de los monjes debían formar parte de la vida romana. Al reconstruir la basílica llamada de Liberio, en ruinas desde el asalto de Alarico, no sólo aumentó su magnificencia, sino que cambió de nombre, pasando a la advocación de Santa María la Mayor, esto es, la Madre de Dios, como se había definido en Éfeso. Y construyó el baptisterio occidental de Letrán: el sacramento del bautismo proporciona la gracia, en contra de lo que sostenían los pelagianos.
León I Magno, san (septiembre 440 - 10 noviembre 461)
El Grande. Sólo dos papas hasta ahora han merecido el calificativo de «grandes»: san León y san Gregorio. Y lo fueron. Para T. G. Jalland \'7bThe life and times of Saint Leo the Great, Londres, 1941), este pontificado marca el cambio decisivo. Nacido en Roma aunque de familia toscana, se había convertido en el brazo derecho de Celestino y de Sixto: fue elegido en ausencia, mientras desempeñaba una misión en las Galias por cuenta del emperador. Vuelto a Roma fue consagrado en una solemne ceremonia el 29 de septiembre, fecha que conmemoraría durante los veinte años siguientes como la de su «nacimiento». Se conservan de él numerosos escritos, en especial la colección de 96 sermones, en los que no se advierte ninguna erudición helénica, pero mediante los cuales demuestra claridad de ideas: la autoridad sólo sirve para ser puesta al servicio de la Iglesia y de los hombres en el camino hacia Dios. Toda su doctrina acerca del pontificado gira en torno a ese eje, tantas veces repetido, de la sucesión de Pedro; pero esa autoridad y esa prerrogativa que hacen de Roma «primado de lodos los obispos», no es tanto un poder como un servicio. No son los titulares quienes magnifican el oficio, sino a la inversa, el oficio les engrandece. El año 445 Valentiniano III (425-455) haría expreso reconocimiento de la primacía romana mediante un rescripto que declaraba sumisas al poder del papa a todas las Iglesias de su parcela occidental del Imperio.
Ejercería esta autoridad especialmente como pastor. En los sermones, que cubren todo el año litúrgico, son constantes las referencias a la doctrina. Estimulaba el celibato incluso entre diáconos y subdiáconos. Prohibió la confesión pública de pecados ocultos. Combatió el maniqueísmo, que presentaba a Valentiniano III como un peligro social además de religioso, el pelagianismo subsislente aún en Britannia y el priscilianismo que rebrotaba en Hispania. En tollos estos casos, san León no se limitaba a exponer la doctrina correcta: daba instrucciones a los obispos para que actuasen en la práctica. Tanto en el caso de Arles, que pretendía excederse en sus funciones, como en el de Tesalónica, advirtió a sus titulares que el vicario era tan sólo una «representación» del poder del primado, pero que no afectaba a los derechos que tradicionalmente asistían a los metropolitanos.
Monofisismo. Surgió entonces el «monofisismo» (doctrina que afirma que en Cristo sólo hay una naturaleza, la divina) como consecuencia de la exageración de la doctrina aprobada en Éfeso el 431. Un monje llamado Eutiques fue condenado, en un sínodo, por su obispo Flaviano, al sostener que en Jesús la naturaleza humana estaba absorbida por la divina. Eutiques apeló al papa y consiguió del emperador cartas que le recomendaban. San León contestó afectuosamente a estas cartas y ganó tiempo para recibir informes; luego redactó un texto que sería llamado el Tomus, en donde se hacía la clara exposición teológica de las dos naturalezas de Cristo unidas en una sola persona. Envió el documento a Flaviano. El Tomus Leonis está fechado el 13 de junio del 449 y redactado en latín, lo que impedía ciertas matizaciones que ofrece el griego, ganando en consecuencia en claridad. Pero en el intermedio el emperador Teodosio II, que apoyaba evidentemente a Eutiques, había convocado un concilio, en Éfeso, para el mes de agosto de ese mismo año, designando a uno de sus consejeros, Dióscoro, para presidirlo. Los monofisitas se apoderaron del concilio con ayuda de los soldados que Dióscoro movilizó, maltrataron a los legados pontificios y condenaron a Flaviano. Uno de estos legados, Hilario, huido a duras penas, informó a León de lo ocurrido.
El papa no se conformó con rechazar los acuerdos del concilio: lo calificó de «latrocinio», exigiendo la inmediata rehabilitación de Flaviano. La muerte de Tcodosio II y la regencia de su hermana Pulquería (399-453) cambiaron bruscamente la situación. Fue convocado un nuevo concilio en Calcedonia el otoño del 451. Los legados pontificios ocuparon el puesto de honor y pudieron leer el Tomus, acogido con grandes aclamaciones. «Creemos lo que han creído nuestros padres, aceptamos la fe de los apóstoles. Es Pedro quien habla por boca de León.» Los orientales comprendieron que habían ido demasiado lejos porque si aceptaban que la singular posición de Roma era debida al apostolado de Pedro, la doctrina del primado universal no ofrecía la menor duda. En las sesiones siguientes maniobraron para introducir un canon, el 28, que afirmaba que Constantinopla y Roma eran iguales en calidad por ser ambas capitales del Imperio. León no podía aceptar esta condición; por eso retrasó su aprobación de las actas, y cuando lo hizo puso la salvedad de considerar el canon 28 como ilegítimo porque se oponía a las disposiciones de los concilios, desde Nicea hasta entonces.
La fórmula definitivamente aprobada en el debate teológico era que en Cristo existen dos naturalezas en una sola persona \'7bhypostasis). San León insistiría cerca de las autoridades imperiales para que no consintieran ninguna desviación. Para hacer más eficaz su gestión decidió hacerse representar en Constantinopla por un «apocrisiario», Julián de Cos, que actuó a modo de nuncio permanente. Sobre todo desplegó una infatigable actividad epistolar de la que se han conservado 143 cartas. En sus escritos, que explican que fuera declarado doctor de la Iglesia por Benedicto XIV, a mediados del siglo xviii, resplandece sobre todo la sencillez expositiva. Tal vez no fuera un profundo teólogo, pero sí un hombre de espléndida caridad.
El político. Ésta se refleja en los dos episodios políticos que le proporcionaron una extrema popularidad. El año 452, vencido Aecio (t 454) y desmantelada toda posible resistencia, Atila (t 453), rey de los hunos, invadió Italia reclamando una parte del Imperio y causando terribles daños. El emperador y los suyos se refugiaron en Rávena y sus inmediaciones, concentrando allí sus fuerzas y dejando Roma desamparada. Fue entonces cuando el papa salió al encuentro del rey en las inmediaciones de Mantua, el 6 de julio. No sabemos el contenido de aquella entrevista entre el sucesor de Pedro y el «azote de Dios venido de la estepa», pero es un hecho que Atila abandonó Italia retirándose a Panonia donde murió aquel invierno. El papa fue considerado el salvador de Roma y había conseguido este éxito sin desviarse un ápice de la caridad. En los años siguientes, asesinado Accio (454) tuvo lugar una revolución que anunciaba ya el fin: el senador Máximo dio muerte a Valentiniano III, casó con su viuda, y usurpó el trono. Entonces Genserico (428-477), rey de los vándalos, asentados en África, marchó por mar sobre Roma. Asesinado también el usurpador, la desamparada ciudad acudió de nuevo a León que pudo conseguir que, al menos, los lugares santos y las zonas de refugio para la población, fueran respetados (455). En medio de las ruinas de un Imperio que marchaba ya hacia la destrucción, era la del papa la única autoridad todavía viva en Roma. Una autoridad que, de momento, carecía de soldados.
Hilario, san (19 noviembre 461 - 29 febrero 468)
Hijo de Crispinus y nacido en Cerdeña, ocupaba el cargo de archidiácono cuando fue elegido: se pretendía que fuese el más fiel continuador de san León. Se trata del mismo legado que informara a este último del «latrocinio» de Efeso. En aquella ocasión corrió grave peligro y salvó la vida refugiándose en la Casa de San Juan el Evangelista, lo que explica que después dedicara a este santo una de las capillas en el baptisterio de Letrán. Hombre de gran carácter y energía, se le atribuye una importante decretal que, sintetizando la doctrina de Nicea, Efeso (431), Calcedonia y el Tomus Leonis, fijaba definitivamente las expresiones que debían utilizarse para definir la doble naturaleza en una sola persona de Jesucristo.
Desde el año 456 un bárbaro, hijo de suevo y nieto por su madre del rey de los visigodos, Walia (415-418), convertido en magister militum, ejercía el poder, deshaciendo y creando emperadores: se trata de Ricimero, que, como sus antecesores, era arriano. Lograría incluso que uno de sus títeres autorizara la existencia de una Iglesia arriana en Roma. Hilario se enfrentó con ese emperador, Antemio (467-472), y le hizo jurar que nunca, bajo ninguna circunstancia, consentiría que dicha Iglesia dispusiera de templos y lugares de asentamiento en la ciudad.
Con la dictadura militar de Ricimero (t 472), el Imperio se fragmentaba: España, las Galias y Dalmacia, aunque siguieran invocando la legalidad de su soberanía, estaban separadas. África, Germania, Britannia, se habían perdido. Era, por tanto, urgente para el papa afirmar la cohesión de estas Iglesias con la de Roma, por encima de circunstancias políticas. San Hilario apoyó a Leoncio de Arles para que siguiera ejerciendo la primacía sobre las Galias, aunque el interesado respondió mal. El 19 de noviembre del 465 reunió un sínodo en Roma, el primero del que se conservan actas, a fin de ordenar el esquema jerárquico de la Iglesia. En él se trataron una denuncia contra Silvano de Calahorra, que consagraba irregularmente obispos impuestos por los notables de la región, y una demanda de los de la provincia Tarraconense para que se permitiese a Nundinario, que ya era obispo, pasar a la sede de Barcelona. El papa resolvió ambos asuntos y, afirmando su autoridad, designó al subdiácono Trajano para que vigilara el cumplimiento de los decretos; se insistía en la negativa a que los obispos pudieran «recomendar» un sucesor.
Simplicio, san (13 marzo 468 - 10 marzo 483)
Hijo de Castino y natural de Tívoli, Simplicio es el espectador pasivo de los graves acontecimientos que provocaron la desaparición del emperador en Occidente. Hasta el año 472 prolongó Ricimero su poder: los sucesivos emperadores, Livio, Severo, Antemio y Olibrio fueron apenas marionetas en sus manos. Pero el «ejército romano», formado por bárbaros, era ya incapaz de dar origen a nuevas instituciones. En tales circunstancias y faltando un rey, la única solución posible era la dictadura, interrumpida de vez en cuando por luchas para asegurarse el poder, hasta que el 23 de agosto del 476, Odoacro (t 493), un hérulo, se decidió a poner fin a lo que era simplemente una ficción y envió a Bizancio las insignias imperiales. Un solo Imperio para todo el Mediterráneo, convertido ahora en un mosaico mal hilvanado de caudillos militares. Entre las funciones subrogadas que Odoacro reclamaba, figuraba también la de ejercer autoridad sobre Roma, sede del papado; y no renunció a ellas a pesar de su arrianismo.
Simplicio tuvo que luchar contra las pretensiones del patriarca Acacio de Constantinopla que reclamaba la plena aplicación del canon 28 del Concilio de Calcedonia, al que ya no iban a renunciar sus sucesores: una vinculación del primado romano a la capitalidad del Imperio se convertía en argumento para reducirlo poco a poco a una posición subordinada; máxime cuando esta pretensión venía amparada en querellas doctrinales. El monofisismo se mantenía fuerte en Bizancio y había sostenido incluso la usurpación de Basilisco entre el 475 y el 476. Tanto el emperador Zenón como el patriarca Acacio buscaban una fórmula intermedia que permitiera conciliar los puntos de vista, imponiéndola al margen de la doctrina del Tomus Leonis aprobado en Calcedonia. Lo hicieron sin tener en cuenta la voluntad del obispo de Roma, al que consideraban como representante de una comunidad marginal. El papa solicitó de Zenón que defendiera la ortodoxia, brindándole algunas concesiones, como el reconocimiento de un patriarca de Antioquía que no había sido elegido canónicamente. Ni ruegos ni protestas fueron atendidos.

Sin embargo, se advertían progresos. El papa estaba convirtiéndose en dueño de Roma: por primera vez un edificio civil fue transformado en basílica dedicada a San Andrés de Catabarbara; edificó, además, San Stefano in Rotondo. Lo más importante es que apoyaba y estimulaba la tarea de san Severino (+483) que predicaba el cristianismo en Norica y, al mismo tiempo, reanudaba la creación de vicariatos aunque sin asignarlos a sedes determinadas y sí a personas relevantes. Por primera vez el obispo de Zenón de Sevilla ostentó esta calidad en España.

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