Dámaso I, san (1 octubre 366 - 11
diciembre 384)
Un papa español. Nació en Roma de
padres españoles, y fue educado en el servicio de la Iglesia. Su padre recibió
el presbiterado después de haber contraído matrimonio. Sabemos que su madre se
llamaba Lorenza y su hermana Irene. Diácono al servicio de Liberio, al que
acompañaba en Milán, estuvo también al servicio de Félix para retornar al del
papa cuando éste regresó. A la muerte de Liberio (24 septiembre 366) estallaron
revueltas en Roma, pues los partidarios del difunto, en minoría, eligieron y
consagraron al diácono Ursino, mientras que la mayoría, a la que se
incorporaban los partidarios de Félix II, aclamaban a Dámaso. Durante el mes de
octubre vivió Roma un clima de guerra civil, con numerosos muertos; finalmente
Dámaso y los suyos, dueños de Letrán y de Santa María la Mayor, consiguieron
expulsar a Ursino. El apoyo de la corte imperial permitiría a san Dámaso
afirmarse en el poder, aunque los ursinistas difundieron entre los obispos
italianos muchos informes y noticias desfavorables; el año 371 un
judeoconverso, Isaac, llegaría a presentar una acusación criminal ante los
tribunales del Imperio, pero intervino el emperador y Dámaso fue absuelto. Este
proceso sirvió para que la Iglesia adoptara importantes cánones en materia de
justicia: a partir del 378 Roma es considerada por todas las Iglesias
occidentales como tribunal de apelación o de primera instancia, según los
casos, mientras que los tribunales episcopales tendrían jurisdicción en todas
las materias relativas a la fe y las costumbres, quedando a las autoridades del
Imperio únicamente la ejecución de las sentencias que por aquéllos fuesen
dictadas.
Esas dificultades iniciales no
impiden que el pontificado de san Dámaso sea importante y fecundo. De las
construcciones, destinadas a hacer de Roma una ciudad cristiana, es buena
muestra el trazado actual de San Pablo Extramuros. Buscaba deliberadamente
levantar el nivel cultural de la Iglesia. Inspiró la legislación de
Valentiniano I (364-375), Graciano (375-383)y, sobre todo, Teodosio (379-385).
Contribuyó a un acercamiento entre la vida cristiana y la sociedad romana,
mostrando con sus maneras aristocráticas que no había ninguna incompatibilidad
entre ellas. De este modo hacía aparecer las corrientes heréticas como el
arrianismo, el apolinarismo (que atribuía al Espíritu Santo el papel de alma
humana de Jesucristo), el sabelianismo dualista o el macedonianismo (que
rechazaba la naturaleza divina del Espíritu Santo) como amenazas contra el
orden social. La ortodoxia era el verdadero término de llegada del rico
pensamiento helenístico y así combatió todo rigorismo, como el de los
discípulos de Lucifer de Caglari, y propugnó frente al priscilianismo una
actitud más moderada que la de sus jueces. En suma, el cristianismo tenía que
convertirse en el nuevo elemento integrador de la sociedad y por ello no veía
inconveniente en acudir a las autoridades imperiales cuando se trataba de
corregir desviaciones.
La búsqueda de la unidad. Esa
unidad integradora, en opinión de Dámaso, estaba íntimamente vinculada al
reconocimiento del primado de Roma y no por razones políticas, sino porque así
lo había dispuesto Cristo al entregar a Pedro los poderes para atar y desatar.
Su principal éxito fue alcanzado cuando Teodosio (27 de febrero del 380)
declaró la fe cristiana como religión oficial del Imperio, tal como la
recibieran los apóstoles y ahora Dámaso y Pedro de Alejandría la sostenían.
Roma era, pues, fiel custodia de la ortodoxia. En asuntos que le parecían de
importancia, Dámaso no cedía: en la sede de Antioquía apoyó a Paulino, riguroso
niceano, frente a Melecio, partidario de ofrecer concesiones, y aunque aquél
representaba a un grupo minoritario, consiguió hacerle triunfar.
Se reunió el concilio ecuménico
en Constantinopla (381) para clarificar definitivamente la doctrina de un
Símbolo de Fe que precisaba aún más que el de Nicea. Pero cuando los legados
pontificios habían abandonado la ciudad, se aprobó un canon que reconocía a Constantinopla
—la «nueva Roma»— un honor semejante al de la «vieja Roma». Dámaso se negó a
confirmar las actas aunque no el Símbolo. Estaba surgiendo la importante
fisura: los orientales, esgrimiendo razones políticas, parecían dispuestos a
admitir una primacía de honor de Roma sobre toda la Iglesia, y de jurisdicción
sobre Occidente, pero haciéndola depender de su capitalidad en el Imperio; por
esa misma razón debía recaer ahora sobre Constantinopla una primacía sobre
Oriente. Dicha fisura nunca se cerró por completo y acabaría generando la
división. Hay un trasfondo en el entusiasmo con que Dámaso se lanzó a su tarea
de construcciones —por ejemplo San Lorenzo in Dámaso— y de afirmación del culto
a los mártires: no era la Roma pagana la que daba gloria al mundo, sino la
cristiana, fertilizada por la sangre de los que murieron por su fe. Reorganizó
los archivos y las actas y puso a san Jerónimo al frente de su secretaría. La
obra fundamental de este santo fue proporcionar una versión latina de la
Biblia, la Vulgata, heredera de la de los Setenta y considerada como texto
fehaciente para todo el Occidente.
El papa era ya un gran poder. No
sólo por la riqueza acumulada y por su influencia social que le permitían
asumir poco a poco la administración de Roma, sino porque en medio de la
general decadencia urbana, que se acentuaría durante siglos, estaba surgiendo
la gran ciudad cristiana, centro intelectual y artístico al servicio de la fe.
Dámaso contribuyó a ello con textos litúrgicos, obras poéticas y un tratado que
cantaba las excelencias de la virginidad. Sus restos mortales, depositados
primero en una pequeña iglesia de la vía Ardeatina, fueron luego inhumados en
San Lorenzo in Dámaso.
Ursino o Ursicino, que figura en
los registros como antipapa, retuvo hasta el día de su muerte la pretensión de
ser el verdadero electo. Sus partidarios, especialmente los diáconos Amancio y
Lupus, combatieron a san Dámaso con todas sus fuerzas, sin detenerse en las
graves calumnias. El emperador Valentiniano II (375-392) encomendó al prefecto
de la ciudad, Praetextatus, que buscara una fórmula de paz, repartiendo el
territorio entre ambas facciones, pero los ursinistas consideraron esta
decisión como una victoria y causaron en los años 367 y 368 tales desórdenes
que las autoridades civiles se vieron en la necesidad de intervenir,
prohibiéndoles la estancia en un radio de veinte millas en torno a Roma, luego
ampliado a cien. Es evidente que dichas autoridades se resistían a intervenir
en un asunto que quedaba fuera de su competencia (las condiciones que debe
reunir un papa para ser considerado legítimo) y, aunque apoyaron a Dámaso, se
negaron a tomar medidas contra su rival. El conflicto se apaciguó tras la
muerte de Dámaso (384).
Siricio, san (diciembre 384 - 26
noviembre 399)
Nacido en Roma, era uno de los
diáconos al servicio de Liberio y Dámaso. Aunque san Jerónimo aspiraba
probablemente a ocupar la sede romana, fue unánime la proclamación de Siricio,
ya que de este modo parece que se unían nuevamente las facciones. Un rescripto
imperial (25 de febrero del 385) ordenó a los ursinistas césar en sus demandas
y reconocer a Siricio como único papa. Valentiniano II le hizo importantes
donativos a fin de que la basílica de San Pedro fuese ampliada y embellecida.
Sin embargo, san Jerónimo, que abandonó entonces Roma, describe a Siricio en
términos desfavorables, como altanero, un juicio desfavorable que comparte
Paulino de Nola y que se refiere sin duda tan sólo a uno de los aspectos de su
pontificado.
Tal como Francis Dvornik
(Byzantium and the Román Primacy, Nueva York, 1966) ha señalado, la cuestión
más importante era la que arrancaba del canon de Constantinopla (381),
rechazado por san Dámaso, acerca de las dos «primacías». Siricio publicó la
primera de las decretales conservadas (11 febrero 385) dirigida a Himerio,
obispo de Tarragona y a todos los demás obispos de España, África y las Galias,
en la cual afirmaba que «llevamos sobre nuestros hombros la carga de cuantos
andan necesitados; más aún lleva en nosotros esta carga el bienaventurado
apóstol Pedro que, según confiamos, ampara y protege al que es heredero de su
administración». En esta decretal se fallaban, con la misma autoridad que si
procediera de un concilio, importantes cuestiones como el celibato clerical, la
penitencia de herejes, la edad y condiciones de las ordenaciones presbiterales,
el calendario de la Pascua y Pentecostés, así como las formas de impartir la
penitencia. Y se añadía una cláusula muy importante: ningún obispo podía ser
considerado legítimo sin la comunión con el de Roma. Ese mismo año 385 Siricio
otorgaba al obispo de Tesalónica poderes para confirmar a los de Iliria: era
prácticamente la primera manifestación de un vicariato apostólico.
La autoridad primada se
manifiesta con más claridad en las cuestiones doctrinales. Prisciliano,
denunciado por obispos españoles como hereje pelagiano, había sido juzgado y
ejecutado por orden del emperador Máximo (383-388). Siricio, contando con el
apoyo de san Ambrosio de Milán, aunque rechazaba el priscilianismo en cuanto doctrina,
excomulgó a los obispos responsables de lo que a sus ojos era un crimen: el
hereje debe ser confundido y reconciliado, pero no muerto. Exigió que a los
priscilianistas se aplicara estríctamente ese criterio de penitencia y perdón.
El año 392, en un sínodo romano, fue excomulgado Joviniano, un monje que
sostenía la doctrina de que María había perdido su virginidad al dar a luz, y
también Bosus, obispo de Naissus (Nisch), que afirmaba que la Virgen había
tenido otros hijos además de Jesús. También intervino, con eficacia, en un
cisma que dividía a la Iglesia de Antioquía. Una inscripción conservada hasta
hoy revela que consagró la basílica de San Pablo. Fue enterrado en la de San
Silvestre, aneja al cementerio de Priscilla.
Anastasio I, san (27 noviembre
399 - 19 diciembre 401)
Romano de nacimiento, tuvo el
pleno apoyo de san Jerónimo que, aunque instalado en Belén, contaba con
abundantes partidarios. También mantuvo buenas relaciones con Paulino de Nola.
Acababa de publicarse una traducción latina de los Primeros principios de
Orígenes, obra de Rufino de Aquileia. San Jerónimo denunció este libro
recordando que las doctrinas de Orígenes padecían abundantes desviaciones y el
patriarca de Alejandría, Teófilo, dio cuenta de los graves daños que en su propia
comunidad causaba el origenismo. San Anastasio, tal vez no por propia
iniciativa, planteó la cuestión ante un sínodo romano del que salió una
sentencia condenatoria comunicada a todos los obispos de Italia con mandato de
obediencia. Rufino se sintió amenazado y envió al papa un escrito
justificándose, tanto por la traducción, en que afirmaba que no había
desviaciones doctrinales, como por su propia postura, firme en la fe. Por una
carta al obispo Juan de Jerusalén, bajo cuya obediencia vivía san Jerónimo, sabemos
que el papa confirmó la sentencia del sínodo, pero prohibió tomar medidas
contra Rufino, remitiendo su actividad al juicio de Dios.
Anastasio no dio en ningún
momento señales de debilidad. Conservó la directa dependencia de Tesalónica y
su vicariato, demostrando así que consideraba el Ilyricum (en realidad los
Balcanes) dentro de la jurisdicción romana. Cuando los obispos de África
solicitaron de él una mitigación de las sentencias contra el donatismo, se
negó, exhortándoles a combatir la herejía hasta su total extinción. Entre las
disposiciones tomadas durante este pontificado figura la de que los obispos,
presbíteros y diáconos se cubrieran la cabeza durante la lectura del Evangelio,
en la misa.
Inocencio I, san (27 diciembre
402 - 12 marzo 417)
Un obispo de toda la cristiandad.
Romano, según san Jerónimo era hijo de san Anastasio y diácono cuando fue
elegido sin dificultades. De él se han conservado treinta y seis cartas que
permiten conocer cuan extensa y variada era la autoridad que ejercía y que
permiten a ciertos historiadores afirmar que fue el primer obispo de Roma que
actuó como papa en el pleno sentido de la palabra. Sus disposiciones,
incorporadas luego al conjunto de las decretales, aunque fueran dirigidas a
obispos concretos como Euxuperio de Toulouse, Victricio de Rouen y Decencio de
Gubbio, pasaron a ser leyes generales en la Iglesia. Esto se pone en evidencia
cuando los obispos españoles, reunidos en sínodo en torno al año 400,
reclamaron del papa que confirmara sus disposiciones. Materias disciplinarias,
pastorales y litúrgicas forman el contenido de sus cartas: en todas ellas hay
un denominador común: la «norma romana» debía considerarse como umversalmente
válida. Dos concesiones fueron exigidas: que la legitimidad de los obispos dependiera
de la aceptación expresa o tácita de la Sede Apostólica y que en todas las
causas graves asistiera al obispo de Roma un derecho de apelación. Como una
consecuencia de dicha exigencia nacían los vicariatos, el primero de los cuales
fue el de Tesalónica, en la línea antes indicada: el 17 de junio del 415 fue
extendida la credencial que encomendaba al obispo Rufo para que «en su nombre»
rigiera todas las Iglesias en la prefectura de Iliria.
En un momento de grave crisis
para el Imperio —las provincias occidentales comenzaban a escaparse de sus
manos—, la cristiandad no podía ser una suma de Iglesias locales, unidas
solamente por el vínculo de la caridad, cada una con sus peculiares problemas:
Inocencio consideraba indispensable la consolidación de la unidad en esa
voluntad de Jesucristo comunicada a san Pedro. Llegó a escribir: «Todo lo que
ha sido transmitido a la Iglesia por el apóstol Pedro y ha sido observado hasta
ahora, ha de ser observado por todos.» Corresponde en consecuencia a la Sede
Apostólica plena y eminente autoridad: en la liturgia todos debían guiarse por
la norma romana; y las disposiciones que en materia de fe y de costumbres
fueran tomadas por el papa debían considerarse como de valor universal. Aparece
bien clara esta línea de conducta cuando, por sus enfrentamientos con el
gobierno bizantino, san Juan Crisóstomo fue despojado de la sede patriarcal y
murió en el destierro. San Inocencio se negó a reconocer al nuevo patriarca,
nombrado por el emperador, y rompió la comunión con los obispos que habían
tomado parte en la condena del famoso orador. También apoyó a san Jerónimo
contra los enemigos que se alzaron contra él en Palestina.
Caída de Roma. Tuvo que asistir,
como espectador y protagonista, a los terribles sucesos que afectaron a Roma.
Desde el año 408 los visigodos, con su rey Alarico (370? - 410), estaban en
Italia, proclamándose vengadores de Estilicón y de otros oficiales bárbaros al
servicio de Roma que habían sido asesinados; en realidad se trataba de obtener
el botín que un pueblo desplazado de sus raíces necesitaba para seguir
viviendo. Roma tuvo que pagar rescate para ganar tiempo. El papa presidió una
legación que viajó a Rávena, residencia del emperador Honorio (395-423),
propiciando una tregua para salvar Roma; estaba providencialmente ausente
cuando esta ciudad fue tomada por Alarico, el 24 de agosto del 410,
sometiéndola a saqueo durante tres días. Muchos paganos vieron en la catástrofe
un signo de la cólera de los antiguos dioses, obligando a san Agustín y a
Orosio (t 418) a escribir sus dos grandes obras, La ciudad de Dios y Siete
libros de historia contra paganos, para fundar una nueva conciencia histórica
que atribuye al pecado el mal y ve en los aparentes desastres una vía indirecta
de la Providencia. El papa no regresó a Roma hasta el 412, poniendo entonces
todos los recursos de la Iglesia a trabajar con un objetivo: la reparación de
la ciudad que, abandonada por los emperadores, era ya solamente la cabeza de la
cristiandad.
El saqueo de Roma tuvo otras
consecuencias: el Imperio, desinteresado en Occidente —no tardaría en confiar a
los visigodos la pacificación de España—, volcaba su atención en la parte
oriental y trataba de resolver los problemas eclesiásticos de aquélla sin
consultar a Roma. Pero cuando estalló la querella en torno al pelagianismo
(doctrina que confiaba la salvación del hombre a las propias acciones,
rebajando decisivamente el papel de la gracia divina) y un concilio, celebrado
en Dióspolis (Lidda) pareció colocarse al lado de los herejes (415), los obispos
africanos, liderados entonces por san Agustín, se dirigieron al papa para que
confirmara la doctrina que ellos habían aprobado en sus respectivos sínodos.
Inocencio lo hizo así, aprovechando la oportunidad para explicar a sus
interlocutores que habían procedido de manera correcta, ya que en cuestiones
graves, como la suscitada por los pelagianos, se debía apelar a san Pedro. En
una de sus cartas, el 416, incluyó una frase que se ha esgrimido como contraria
a la tradición jacobea: «En toda Italia, las Galias, Hispania, ninguno fundó
Iglesias sino aquellos que el venerable Pedro y sus sucesores constituyeron
obispos.»
Zósimo, san (18 marzo 417 - 26
diciembre 418)
Griego o judío. Griego de origen,
se ha supuesto que tuvo ascendencia judía, pues su padre se llamaba Abraham.
Recomendado por san Juan Crisóstomo, formaba parte del presbiterado romano. Su
pontificado, breve, presencia tensiones internas muy fuertes y ha sido
adversamente juzgado. Conviene por tanto descender al detalle: probablemente el
principal defecto consistía en aplicar en el mundo occidental criterios propios
de las Iglesias orientales. Siguiendo la vía de sus antecesores en relación con
Tesalónica, quería establecer vicariatos también en las regiones de Occidente,
haciendo así efectiva esa condición del reconocimiento para la legitimidad de
los obispos. Erigió Arles, capital de la prefectura de las Galias, en vicaria,
designando obispo de esta ciudad a un turbio personaje llamado Patroclo, al que
se acusa de haber manipulado su elección. La decisión de establecer un vicario
era correcta, pero la ciudad y la persona probablemente erróneas: los obispos
de Vienne y de Narbona, sedes más antiguas, protestaron. Zósimo rechazó estas
protestas, apoyó a Patroclo y llegó a deponer a Próculo de Marsella, porque se
le resistió. Hay indicios en una carta a Esiquio de Salona de que el tercer
vicariato previsto era el de Dalmacia.
Las apelaciones. Se trataba
seguramente de un progreso en el sentido de dar más unidad a la Iglesia. Roma
no discutía el origen apostólico de Jerusalén, Antioquía y Alejandría —al
contrario, lo afirmaba—, como tampoco el carácter metropolitano de otras sedes
como Constantinopla, Cartago o Milán, pero por encima o al lado de esta
jerarquía, pretendía introducir un nuevo esquema de organización que le
permitiera disponer de un delegado permanente en cada prefectura del Imperio.
En esta línea, Zósimo aceptó las
cartas exculpatorias que, en grado de apelación, Pelagio y su principal
colaborador, Celestio, le dirigieron. En ellas, muy hábilmente, evitaban
pronunciarse sobre el pecado original y la gracia. El papa llegó a invitarles a
un encuentro, en San Clemente, ya que ambos se mostraban dispuestos a someter
su caso al juicio de la Sede Apostólica. Comunicó a los obispos africanos estas
negociaciones, insinuando si no se habría obrado con excesiva precipitación, ya
que los herejes parecían dar señales de arrepentimiento. Los africanos,
dirigidos por san Agustín, respondieron en noviembre del 417 en forma bastante
brusca: la sentencia que pronunciara Inocencio I debía considerarse válida. El
papa había sido sorprendido en su buena fe, al igual que sus legados en el
sínodo de Dióspolis en Palestina.
Zósimo confirmó su postura:
obviamente, la sentencia de Inocencio seguía siendo válida y sólo al sucesor de
Pedro correspondía juzgar en tales casos. Pelagio y Celestio, una vez examinada
la causa, fueron excomulgados. Pero en el intermedio de estas discusiones los
africanos habían cometido el error de dirigirse al emperador Honorio solicitando
un rescripto u orden imperial contra el pelagianismo y sus adherentes. En
consecuencia, el papa preparó una Epístola tractoria remitida a todos los
obispos, condenando el pelagianismo pero haciendo advertencias respecto a la
supremacía de la Sede Apostólica.
Aprovechando la oportunidad de
que un sacerdote, Apiario, condenado por su obispo Urbano de Sicca, al parecer
con razón suficiente, apelara a Roma, aceptó la demanda y, al devolver al
presbítero a África, le hizo acompañar de tres legados que dejaron firmemente
establecidos estos tres puntos:
Todos los obispos tienen derecho
a llevar sus apelaciones a Roma; los presbíteros y diáconos que se sientan
injustamente tratados pueden hacerlo también ante los obispos de diócesis
vecinas.
No existe ninguna autorización
que permita a los obispos africanos acudir directamente a la corte de Rávena.
De acuerdo con los cánones del
Concilio de Nicea y de Sardica, el obispo Urbano sería excomulgado si rechazaba
la resolución romana en el caso del presbítero Apiario.
La muerte de Zósimo evitó,
probablemente, que el conflicto aumentara; pero en la propia Roma, y fuera de
ella, las divisiones se mantuvieron. Es posible que el papa hubiera adolecido
de falta de habilidad, pero no cabe duda de que doctrinalmente no se apartaba
de la línea seguida por san Dámaso, tratando de llevar a las últimas
consecuencias el principio de la delegación de poderes de Jesús en Pedro, según
lo explica Mt. 16, 18.
Bonifacio I, san (28 diciembre
418-4 septiembre 422)
La elección. Romano e hijo del
presbítero Iocundus, había desempeñado una importante misión en Constantinopla
por encargo de Inocencio I; gozaba de gran prestigio. Al día siguiente de la
muerte de Zósimo, los diáconos, unidos a unos pocos presbíteros y atrincherados
en la basílica de San Juan de Letrán, procedieron a elegir al archidiácono
Eulalio, probablemente un griego, como Zósimo, de quien había tenido toda la
confianza. De modo que cuando el 28 de diciembre los presbíteros, el pueblo y
algunos obispos, se congregaron en la basílica de Teodora para proceder a la
elección regular que favoreció a Bonifacio, se encontraron con este golpe de
mano ya consumado. Hubo, como consecuencia de esta división, un retroceso. Se
podían incluso manifestar legítimas dudas, pues en la consagración, celebrada
el mismo día, Eulalio contó con el obispo de Ostia, según estaba previsto, pero
san Basilio pudo reunir en San Marcelo a nueve obispos. El prefecto de la
ciudad, Symmaco, que no era cristiano (fue uno de los que defendió la idea del
castigo de los dioses cuando el saqueo de Roma), envió a Honorio un informe del
que se desprendía mayor legitimidad en el caso de Eulalio. Otros informes,
radicalmente opuestos, llegaron a Gala Placidia, hermana del emperador. Todo
quedaba, pues, en manos de este último.
Honorio dispuso que las
autoridades imperiales permanecieran neutrales hasta que un sínodo, a celebrar
en Spoleto el 13 de junio del 419, decidiese la duda; al mismo tiempo ordenó a
Eulalio y Bonifacio que permanecieran fuera de la ciudad sin acudir a ella bajo
ningún pretexto. Eulalio creyó que el sedicente papa que lograra celebrar la
Pascua (30 de marzo) en Roma, se vería de hecho en posesión de la magistratura.
Se apoderó de Letrán y provocó disturbios. A juicio de Honorio, un caso de
desobediencia que debía ser castigado: el 3 de abril del 419 Eulalio fue
desterrado y Bonifacio oficialmente reconocido. El sínodo de Spoleto no
llegaría nunca a celebrarse. Posteriormente, Eulalio recibió como indemnización
un obispado en Campania que pudo regir hasta su muerte (423).
Ingerencia imperial. El año 420
Bonifacio sufrió una grave enfermedad y se temió por su vida. Fue entonces
cuando Honorio dictó un decreto que era el primer paso a una ingerencia
imperial en las elecciones pontificias: en adelante, cuando se produjera una
doble elección, las autoridades civiles negarían el reconocimiento a los dos
candidatos; sólo una elección sin disputa sería recibida y confirmada. Aunque
Bonifacio vivió todavía dos años, ese decreto no fue modificado, sirviendo de
punto de apoyo para que los emperadores reclamasen el derecho de confirmar a
los papas. Oficialmente cristiano, el Imperio tendía a adueñarse de la
jurisdicción eclesiástica. Teodosio II (408-450), emperador de Oriente,
respondiendo a una demanda de los obispos de Tesalia, anuló por su cuenta el
vicariato de Tesalónica y asignó al patriarca de Constantinopla poder sobre
todas las diócesis balcánicas. Bonifacio cursó su protesta a través de Honorio,
sin éxito, pues la disposición fue incluida con el Código que recopilaba el
emperador. Por su parte, el papa había dejado sin efecto el vicariato de Arles
al reconocer los derechos metropolitanos de Marsella, Vienne y Narbona. Y tuvo
que plegarse ante los obispos africanos después de que Apiario confesara sus
faltas y fuera enviado a otra diócesis. Eran retrocesos en la práctica, pero no
en la doctrina. Exigió rigurosamente que jamás «pudiera legalmente ser
reconsiderada una disposición de la Sede Apostólica» y, en esta línea, pudo
conseguir que Honorio publicara un rescripto conminando a todos los obispos a
acatar la doctrina expuesta en la Epístola tractoria de Zósimo. Del pontificado
de Bonifacio I data la prohibición a las mujeres de subir al altar, incluso
para quemar el incienso, o de tocar con sus manos los objetos sagrados.
Estableció un severo impedimento para que pudieran ser ordenados esclavos; su
liberación entraba en las condiciones indispensables para el sacramento.
Celestino I, san (10 septiembre
422 - 27 julio 432)
Influencia de Sardes. Nacido en
Campania, había servido como diácono y archidiácono desde la época de Inocencio
I, estando dotado de gran energía. Las ruinas causadas por el saqueo de Alarico
reclamaron de él medidas de reconstrucción (basílica de Santa María in
Trastévere y otra de nueva planta en Santa Sabina) que aprovechó para confiscar
las iglesias que aún retenían los novacianos. Era urgente, ante todo, ampliar y
reforzar la disciplina. Ya Zósimo había invocado los cánones del Concilio de
Sardes (342/343) para frenar las ingerencias imperiales. Tales cánones,
incorporados a la legislación occidental y muy tardíamente también a la
oriental, permitían apelar a Roma cuando los tribunales metropolitanos no
ofrecieran las garantías suficientes, y a cualquier obispo depuesto por un
sínodo acudir al papa en demanda de amparo. El papa estaba facultado para
designar comisiones de obispos de sedes vecinas para juzgar los casos
controvertidos.
Las disposiciones de Sardes
tropezaban con una fuerte resistencia, especialmente entre los obispos de
África. Celestino insistió de nuevo en su obligatoriedad. Sobre todo, empleó de
nuevo el caso de Iliria, renovando a Rufo de Tesalónica sus poderes de vicario
para de este modo dejar bien establecido que, de acuerdo con el concilio, a
Roma correspondía el conocimiento de todas las apelaciones en su grado más
eminente. Desde esta posición impartió las órdenes para que los pelagianos
fueran expulsados de todas las Iglesias en Occidente y envió a Britannia una
misión, que presidía san Germán de Auxerre, para extirpar la herejía. Fue
importante la decisión del 431 consistente en ordenar como obispo al diácono
Paladio y enviarle a Irlanda para organizar allí una Iglesia, porque era la
primera que nacía fuera del ámbito del Imperio romano. El texto antipelagiano,
que Celestino distribuyó por todas las Iglesias de Occidente con precepto de
obediencia, fue debido probablemente a la pluma de Próspero de Aquitania.
San Celestino se encontró en
medio de una querella doctrinal de gran alcance que le daría la oportunidad de
poner en práctica los cánones de Sardes. San Cirilo, patriarca de Alejandría, y
Nestorio, patriarca de Constantinopla, aunque se había formado teológicamente
en Antioquía, se enzarzaron en una disputa acerca de la naturaleza de Cristo.
La escuela alejandrina, consecuente con la actitud observada durante la
querella arriana, insistía en la íntima unión entre las dos naturalezas, humana
y divina, de Cristo; la antiocena, cuyo principal maestro fuera Teodoro de
Mopsuestia, enfatizaba la separación. Nestorio comenzó a enseñar esta doctrina
añadiendo que el nacimiento, pasión y muerte de Jesús no podían atribuirse a la
persona divina del Hijo. «No puedo hablar de Dios como si tuviese dos o tres
meses de edad.» Hacia el año 428 o 429, Nestorio prohibió que se diera a María
el título de Theótokos (Madre de Dios) y Cirilo respondió con una carta
doctrinal que denunciaba dicha tesis como una herejía tendente a separar en
Cristo dos personas.
Nestonanismo. En ese mismo
momento Nestorio escribió al papa comunicándole sus argumentos. San Celestino
no quiso precipitarse: pidió un informe a Juan Casiano, mientras recibía
también noticias de san Cirilo. Con todo ello reunió un sínodo en Roma que, el
10 de agosto del 430, condenó la tesis de la radical separación y de las dos
personas, dando a Nestorio un plazo perentorio de diez días, antes de
pronunciar su excomunión. Luego encargó a Cirilo que «en su nombre» diera
ejecución a la sentencia; el patriarca de Alejandría envió al de Constantinopla
un verdadero ultimátum. Mientras tanto, los dos emperadores habían decidido
convocar un concilio ecuménico (sería el tercero reconocido como tal) en Efeso
para el año 431. Esta vez el papa envió a sus tres legados con órdenes de
operar en todo momento unidos con san Cirilo pero dejando bien clara la
supremacía de la Sede Apostólica. Cirilo, sin esperar la llegada de estos
legados, puso en marcha el concilio, en donde se produjo la casi unánime
repulsa de las tesis nestorianas. Los romanos la respaldaron. En medio de
grandes aclamaciones populares, María fue proclamada Madre de Dios.
Aunque no dejó de mostrar sus
reticencias porque se cerraban demasiado las puertas al arrepentimiento de los
antiocenos y se envolvía en un solo grupo a todas las corrientes de esta
escuela, Celestino confirmó las actas del concilio. Entre ellas había una
sumamente importante, impuesta por uno de sus legados, el presbítero Felipe, en
que se decía que Pedro «ha recibido de Nuestro Señor Jesucristo […] las llaves
del reino y el poder de atar y desatar los pecados. Pedro es quien, hasta ahora
y para siempre, vive y juzga en sus sucesores. Nuestro santo y bienaventurado
obispo, el papa Celestino, sucesor y vicario legítimo de Pedro, nos ha enviado
para representarle en este santo concilio». El primado romano fue, por tanto, reconocido
en la forma más solemne.
Sixto III, san (31 julio 432 - 19
agosto 440)
Romano e hijo de otro Sixto,
desempeñó un importante papel en los pontificados de Zósimo y de Ceferino,
probablemente relacionado con el Concilio de Efeso. Hubo sospechas, al comienzo
de su carrera eclesiástica, de mostrar condescendencia hacia las doctrinas
pelagianas acerca de la gracia, pero se justificó adhiriéndose a la Epístola
tractoria y dando explicaciones que parecieron suficientes a san Agustín.
Elegido por unanimidad se presentó a sí mismo como el continuador de la obra de
san Celestino. Quería la paz en Oriente y no la victoria demasiado radical de
los alejandrinos, que podían verse impulsados, en su defensa de la unidad en
Cristo, a rechazar la existencia de dos naturalezas en él. Insistió, por
ejemplo, en que el patriarca de Antioquía no debía ser anatematizado: era
preferible conseguir que se adhiriese a la doctrina de Efeso de las «dos
naturalezas en una». Así se hizo, y el Símbolo de Unión presentado por los niocenos
en la primavera del 433 y aceptado por san Cirilo, fue considerado como el gran
éxito de la Sede Apostólica: Pedro conservaba la unidad en la fe y restablecía
la paz.
Sin embargo, esta visión era
engañosa. Obligado Nestorio a retirarse, el nuevo patriarca de Constantinopla,
Proclo, inició una maniobra, apoyada en el rescripto de Teodosio II, para hacer
que los obispos de Iliria oriental pasaran a la dependencia de Constantinopla.
Sixto protestó: su vicario era Atanasio, obispo de Tesalónica, y de él dependían
los demás; sin una credencial de este último no estaba dispuesto ni siquiera a
recibirles. Para demostrar que no había en sus pretensiones ningún deseo de
menoscabar su autoridad, Sixto comunicó poco después al patriarca que, habiendo
recibido la apelación del obispo de Esmirna, se había limitado a confirmar la
sentencia que contra él dictaran en Constantinopla.
La familia imperial favoreció con
donativos extraordinarios la tarea de reconstrucción que se operaba en Roma.
Hay que indicar que las edificaciones, además de transformarla en centro
cristiano, tenían objetivos concretos. Así, en este tiempo fue fundado el
primer monasterio en la ciudad, el de San Sebastián en la vía Apia: la oración
contemplativa y el aislamiento propio de los monjes debían formar parte de la
vida romana. Al reconstruir la basílica llamada de Liberio, en ruinas desde el
asalto de Alarico, no sólo aumentó su magnificencia, sino que cambió de nombre,
pasando a la advocación de Santa María la Mayor, esto es, la Madre de Dios,
como se había definido en Éfeso. Y construyó el baptisterio occidental de
Letrán: el sacramento del bautismo proporciona la gracia, en contra de lo que
sostenían los pelagianos.
León I Magno, san (septiembre 440
- 10 noviembre 461)
El Grande. Sólo dos papas hasta
ahora han merecido el calificativo de «grandes»: san León y san Gregorio. Y lo
fueron. Para T. G. Jalland \'7bThe life and times of Saint Leo the Great,
Londres, 1941), este pontificado marca el cambio decisivo. Nacido en Roma
aunque de familia toscana, se había convertido en el brazo derecho de Celestino
y de Sixto: fue elegido en ausencia, mientras desempeñaba una misión en las
Galias por cuenta del emperador. Vuelto a Roma fue consagrado en una solemne
ceremonia el 29 de septiembre, fecha que conmemoraría durante los veinte años
siguientes como la de su «nacimiento». Se conservan de él numerosos escritos,
en especial la colección de 96 sermones, en los que no se advierte ninguna
erudición helénica, pero mediante los cuales demuestra claridad de ideas: la
autoridad sólo sirve para ser puesta al servicio de la Iglesia y de los hombres
en el camino hacia Dios. Toda su doctrina acerca del pontificado gira en torno
a ese eje, tantas veces repetido, de la sucesión de Pedro; pero esa autoridad y
esa prerrogativa que hacen de Roma «primado de lodos los obispos», no es tanto
un poder como un servicio. No son los titulares quienes magnifican el oficio,
sino a la inversa, el oficio les engrandece. El año 445 Valentiniano III
(425-455) haría expreso reconocimiento de la primacía romana mediante un
rescripto que declaraba sumisas al poder del papa a todas las Iglesias de su
parcela occidental del Imperio.
Ejercería esta autoridad
especialmente como pastor. En los sermones, que cubren todo el año litúrgico,
son constantes las referencias a la doctrina. Estimulaba el celibato incluso
entre diáconos y subdiáconos. Prohibió la confesión pública de pecados ocultos.
Combatió el maniqueísmo, que presentaba a Valentiniano III como un peligro
social además de religioso, el pelagianismo subsislente aún en Britannia y el
priscilianismo que rebrotaba en Hispania. En tollos estos casos, san León no se
limitaba a exponer la doctrina correcta: daba instrucciones a los obispos para
que actuasen en la práctica. Tanto en el caso de Arles, que pretendía excederse
en sus funciones, como en el de Tesalónica, advirtió a sus titulares que el
vicario era tan sólo una «representación» del poder del primado, pero que no
afectaba a los derechos que tradicionalmente asistían a los metropolitanos.
Monofisismo. Surgió entonces el
«monofisismo» (doctrina que afirma que en Cristo sólo hay una naturaleza, la
divina) como consecuencia de la exageración de la doctrina aprobada en Éfeso el
431. Un monje llamado Eutiques fue condenado, en un sínodo, por su obispo
Flaviano, al sostener que en Jesús la naturaleza humana estaba absorbida por la
divina. Eutiques apeló al papa y consiguió del emperador cartas que le
recomendaban. San León contestó afectuosamente a estas cartas y ganó tiempo
para recibir informes; luego redactó un texto que sería llamado el Tomus, en
donde se hacía la clara exposición teológica de las dos naturalezas de Cristo
unidas en una sola persona. Envió el documento a Flaviano. El Tomus Leonis está
fechado el 13 de junio del 449 y redactado en latín, lo que impedía ciertas
matizaciones que ofrece el griego, ganando en consecuencia en claridad. Pero en
el intermedio el emperador Teodosio II, que apoyaba evidentemente a Eutiques,
había convocado un concilio, en Éfeso, para el mes de agosto de ese mismo año,
designando a uno de sus consejeros, Dióscoro, para presidirlo. Los monofisitas
se apoderaron del concilio con ayuda de los soldados que Dióscoro movilizó,
maltrataron a los legados pontificios y condenaron a Flaviano. Uno de estos
legados, Hilario, huido a duras penas, informó a León de lo ocurrido.
El papa no se conformó con
rechazar los acuerdos del concilio: lo calificó de «latrocinio», exigiendo la
inmediata rehabilitación de Flaviano. La muerte de Tcodosio II y la regencia de
su hermana Pulquería (399-453) cambiaron bruscamente la situación. Fue
convocado un nuevo concilio en Calcedonia el otoño del 451. Los legados
pontificios ocuparon el puesto de honor y pudieron leer el Tomus, acogido con
grandes aclamaciones. «Creemos lo que han creído nuestros padres, aceptamos la
fe de los apóstoles. Es Pedro quien habla por boca de León.» Los orientales
comprendieron que habían ido demasiado lejos porque si aceptaban que la
singular posición de Roma era debida al apostolado de Pedro, la doctrina del
primado universal no ofrecía la menor duda. En las sesiones siguientes
maniobraron para introducir un canon, el 28, que afirmaba que Constantinopla y
Roma eran iguales en calidad por ser ambas capitales del Imperio. León no podía
aceptar esta condición; por eso retrasó su aprobación de las actas, y cuando lo
hizo puso la salvedad de considerar el canon 28 como ilegítimo porque se oponía
a las disposiciones de los concilios, desde Nicea hasta entonces.
La fórmula definitivamente
aprobada en el debate teológico era que en Cristo existen dos naturalezas en
una sola persona \'7bhypostasis). San León insistiría cerca de las autoridades
imperiales para que no consintieran ninguna desviación. Para hacer más eficaz
su gestión decidió hacerse representar en Constantinopla por un «apocrisiario»,
Julián de Cos, que actuó a modo de nuncio permanente. Sobre todo desplegó una
infatigable actividad epistolar de la que se han conservado 143 cartas. En sus
escritos, que explican que fuera declarado doctor de la Iglesia por Benedicto
XIV, a mediados del siglo xviii, resplandece sobre todo la sencillez
expositiva. Tal vez no fuera un profundo teólogo, pero sí un hombre de
espléndida caridad.
El político. Ésta se refleja en
los dos episodios políticos que le proporcionaron una extrema popularidad. El
año 452, vencido Aecio (t 454) y desmantelada toda posible resistencia, Atila
(t 453), rey de los hunos, invadió Italia reclamando una parte del Imperio y
causando terribles daños. El emperador y los suyos se refugiaron en Rávena y
sus inmediaciones, concentrando allí sus fuerzas y dejando Roma desamparada.
Fue entonces cuando el papa salió al encuentro del rey en las inmediaciones de
Mantua, el 6 de julio. No sabemos el contenido de aquella entrevista entre el
sucesor de Pedro y el «azote de Dios venido de la estepa», pero es un hecho que
Atila abandonó Italia retirándose a Panonia donde murió aquel invierno. El papa
fue considerado el salvador de Roma y había conseguido este éxito sin desviarse
un ápice de la caridad. En los años siguientes, asesinado Accio (454) tuvo
lugar una revolución que anunciaba ya el fin: el senador Máximo dio muerte a
Valentiniano III, casó con su viuda, y usurpó el trono. Entonces Genserico
(428-477), rey de los vándalos, asentados en África, marchó por mar sobre Roma.
Asesinado también el usurpador, la desamparada ciudad acudió de nuevo a León
que pudo conseguir que, al menos, los lugares santos y las zonas de refugio
para la población, fueran respetados (455). En medio de las ruinas de un
Imperio que marchaba ya hacia la destrucción, era la del papa la única
autoridad todavía viva en Roma. Una autoridad que, de momento, carecía de
soldados.
Hilario, san (19 noviembre 461 -
29 febrero 468)
Hijo de Crispinus y nacido en
Cerdeña, ocupaba el cargo de archidiácono cuando fue elegido: se pretendía que
fuese el más fiel continuador de san León. Se trata del mismo legado que
informara a este último del «latrocinio» de Efeso. En aquella ocasión corrió
grave peligro y salvó la vida refugiándose en la Casa de San Juan el
Evangelista, lo que explica que después dedicara a este santo una de las
capillas en el baptisterio de Letrán. Hombre de gran carácter y energía, se le
atribuye una importante decretal que, sintetizando la doctrina de Nicea, Efeso
(431), Calcedonia y el Tomus Leonis, fijaba definitivamente las expresiones que
debían utilizarse para definir la doble naturaleza en una sola persona de
Jesucristo.
Desde el año 456 un bárbaro, hijo
de suevo y nieto por su madre del rey de los visigodos, Walia (415-418), convertido
en magister militum, ejercía el poder, deshaciendo y creando emperadores: se
trata de Ricimero, que, como sus antecesores, era arriano. Lograría incluso que
uno de sus títeres autorizara la existencia de una Iglesia arriana en Roma.
Hilario se enfrentó con ese emperador, Antemio (467-472), y le hizo jurar que
nunca, bajo ninguna circunstancia, consentiría que dicha Iglesia dispusiera de
templos y lugares de asentamiento en la ciudad.
Con la dictadura militar de
Ricimero (t 472), el Imperio se fragmentaba: España, las Galias y Dalmacia,
aunque siguieran invocando la legalidad de su soberanía, estaban separadas.
África, Germania, Britannia, se habían perdido. Era, por tanto, urgente para el
papa afirmar la cohesión de estas Iglesias con la de Roma, por encima de
circunstancias políticas. San Hilario apoyó a Leoncio de Arles para que
siguiera ejerciendo la primacía sobre las Galias, aunque el interesado
respondió mal. El 19 de noviembre del 465 reunió un sínodo en Roma, el primero
del que se conservan actas, a fin de ordenar el esquema jerárquico de la
Iglesia. En él se trataron una denuncia contra Silvano de Calahorra, que
consagraba irregularmente obispos impuestos por los notables de la región, y
una demanda de los de la provincia Tarraconense para que se permitiese a
Nundinario, que ya era obispo, pasar a la sede de Barcelona. El papa resolvió
ambos asuntos y, afirmando su autoridad, designó al subdiácono Trajano para que
vigilara el cumplimiento de los decretos; se insistía en la negativa a que los obispos
pudieran «recomendar» un sucesor.
Simplicio, san (13 marzo 468 - 10
marzo 483)
Hijo de Castino y natural de
Tívoli, Simplicio es el espectador pasivo de los graves acontecimientos que
provocaron la desaparición del emperador en Occidente. Hasta el año 472
prolongó Ricimero su poder: los sucesivos emperadores, Livio, Severo, Antemio y
Olibrio fueron apenas marionetas en sus manos. Pero el «ejército romano»,
formado por bárbaros, era ya incapaz de dar origen a nuevas instituciones. En
tales circunstancias y faltando un rey, la única solución posible era la
dictadura, interrumpida de vez en cuando por luchas para asegurarse el poder,
hasta que el 23 de agosto del 476, Odoacro (t 493), un hérulo, se decidió a
poner fin a lo que era simplemente una ficción y envió a Bizancio las insignias
imperiales. Un solo Imperio para todo el Mediterráneo, convertido ahora en un
mosaico mal hilvanado de caudillos militares. Entre las funciones subrogadas
que Odoacro reclamaba, figuraba también la de ejercer autoridad sobre Roma,
sede del papado; y no renunció a ellas a pesar de su arrianismo.
Simplicio tuvo que luchar contra
las pretensiones del patriarca Acacio de Constantinopla que reclamaba la plena
aplicación del canon 28 del Concilio de Calcedonia, al que ya no iban a
renunciar sus sucesores: una vinculación del primado romano a la capitalidad
del Imperio se convertía en argumento para reducirlo poco a poco a una posición
subordinada; máxime cuando esta pretensión venía amparada en querellas
doctrinales. El monofisismo se mantenía fuerte en Bizancio y había sostenido
incluso la usurpación de Basilisco entre el 475 y el 476. Tanto el emperador
Zenón como el patriarca Acacio buscaban una fórmula intermedia que permitiera
conciliar los puntos de vista, imponiéndola al margen de la doctrina del Tomus
Leonis aprobado en Calcedonia. Lo hicieron sin tener en cuenta la voluntad del
obispo de Roma, al que consideraban como representante de una comunidad
marginal. El papa solicitó de Zenón que defendiera la ortodoxia, brindándole
algunas concesiones, como el reconocimiento de un patriarca de Antioquía que no
había sido elegido canónicamente. Ni ruegos ni protestas fueron atendidos.
Sin embargo, se advertían
progresos. El papa estaba convirtiéndose en dueño de Roma: por primera vez un
edificio civil fue transformado en basílica dedicada a San Andrés de
Catabarbara; edificó, además, San Stefano in Rotondo. Lo más importante es que
apoyaba y estimulaba la tarea de san Severino (+483) que predicaba el
cristianismo en Norica y, al mismo tiempo, reanudaba la creación de vicariatos
aunque sin asignarlos a sedes determinadas y sí a personas relevantes. Por
primera vez el obispo de Zenón de Sevilla ostentó esta calidad en España.
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