jueves, 16 de marzo de 2017

Diccionario de los Papas y Concilios (Años 236-283)

Fabián, san (10 enero 236 - 20 enero 250)
La leyenda. Se trataba de un laico que hubo de ser ordenado antes de comenzar su gobierno. Una leyenda, recogida por Eusebio, pretende que cuando la asamblea deliberaba acerca de la sucesión de san Antero, una paloma se posó sobre la cabeza de Fabián, que fue inmediatamente aclamado: le había designado el Espíritu Santo. Esta leyenda indica un estado de conciencia que ve en el papa una directa designación por Dios. Fue el suyo un tiempo excepcional de paz y prosperidad para la Iglesia, pues Gordiano III y Felipe el Árabe (244-249) se mostraron incluso favorables a la comunidad cristiana. Pero el espectáculo que ésta ofrecía era de ruina: los efectos del cisma se sumaban a las desoladoras consecuencias de las herejías. Todo tenía que ser reconstruido. Esenciales resultaban para la conciencia de la cristiandad esas memorias conocidas como «actas de los mártires», porque la sangre vertida era el mejor signo de identidad. Por esta misma causa se concedía mucha importancia a la conservación y ampliación de los cementerios, primeras propiedades que fueron reconocidas a la Iglesia. La noticia de que lograra rescatar los restos de Ponciano e Hipólito parece demostrar que existía ya una penetración cristiana en la casa imperial, pues era imprescindible la autorización del emperador para la entrega de los difuntos en el exilio.
Todos nuestros datos, aunque escasos, coinciden en destacar la importancia que la sede romana había llegado a alcanzar. Una comunidad tan numerosa como la que en la antigua capital se congregaba, exigió su división en siete distritos, al frente de cada uno de los cuales aparecía un diácono, un subdiácono y seis asistentes. Cuando los obispos Donato de Cartago y Privatus de Lambaesis fueron condenados por un sínodo africano, la sentencia no se consideró firme hasta ser refrendada por su homólogo romano. También Orígenes apeló al papa tras ser condenado en Alejandría, reconociendo de este modo la superioridad.
Novaciano. Un gran nombre aparece en este tiempo que recuerda en muchos aspectos la figura de Hipólito: se trata de Novaciano. Tenía alrededor de cincuenta años cuando, llegado de Oriente con toda probabilidad, apareció en Roma; el origen frigio que se le atribuye carece de fundamento. Bautizado in extremis durante una grave enfermedad, esta circunstancia le incapacitaba para el presbiterado, pero san Fabián apreció en él tan excepcionales cualidades que le dispensó del impedimento, ordenándole. Desde entonces se convirtió en el principal de los presbíteros romanos: se encargaba de responder a las cuestiones doctrinales y disciplinarias que llegaban de muy diversos puntos.
El año 250 Decio emprendió la primera de las persecuciones sistemáticas: no buscaba tan sólo castigar a los cristianos, sino destruir la Iglesia entera. San Fabián fue de los primeros detenidos y muertos. Durante dieciséis meses la sede permaneció vacante, porque las excepcionales circunstancias impedían la elección. Novaciano, que ejercía un papel directivo, abrigó la esperanza de ser reconocido como sucesor.
Cornelio, san (marzo 251 - junio 253)
Verdad y leyenda. Muchos de los que reunían condiciones para ser elegidos estaban en la cárcel. Pero en la primavera del 251 la persecución se detuvo. Novaciano, contra sus esperanzas, no fue papa; el clero y el pueblo prefirieron a Cornelio, que puede tener alguna relación con la familia patricia de este nombre. La razón de la preferencia parece simple: el rigor sistemático de la persecución de Decio había multiplicado el número de quienes ocultaban su condición de cristianos o, incluso, ofrecían sacrificios a los dioses. Ahora querían volver a la Iglesia. Cornelio, a quien san Cipriano describe como amable y sin ambición, se inclinaba al perdón y a la reconciliación. Novaciano rechazó la elección y encontró a tres obispos dispuestos a consagrarle papa; la Iglesia se encontró nuevamente en cisma. Se ahondaron las diferencias en torno a esta cuestión: si los pecadores arrepentidos deben ser perdonados. Cornelio juzgó imprescindible que su doctrina fuera admitida en toda la Iglesia, porque se encuentra en la raíz del cristianismo. Por otra parte, Novaciano había escrito un tratado Sobre la Trinidad que podía ser acusado de tendencias subordinacionistas, ya que afirmaba que la divinidad de Cristo estaba subordinada al Padre como la del Espíritu Santo se encuentra subordinada al Hijo.
En el otoño del año 251 un sínodo, al que asistieron más de sesenta obispos, se reunió en Roma. Contaba con un precedente: san Cipriano, obispo de Cartago, al contemplar el problema de los llamados lapsi (los que cedieron ante la persecución para salvar su vida), concluyó que una verdadera y fructuosa penitencia conduce al perdón de los pecados y que el rigor extremo de Novaciano no estaba de acuerdo con la tradición cristiana. Dionisio de Alejandría se sumó también a las conclusiones del sínodo de Roma que había excomulgado a Novaciano. Faltaba la cuarta de las grandes sedes, Antioquía, y Cornelio escribió al patriarca Fabián comunicándole los acuerdos: los fragmentos que Eusebio ha conservado de esta correspondencia son reveladores. Cornelio explica en ella cómo la sede romana había alcanzado grandes dimensiones: aparte de los numerosos presbíteros que, por delegación suya, administraban los sacramentos, había siete diáconos, otros tantos subdiáconos, 42 acólitos y 52 ministros más entre lectores y ostiarios. Los lectores tenían gran importancia; se exigían especiales condiciones de instrucción y cultura.
Papel de san Cipriano. El reconocimiento que san Cipriano de Cartago hizo de la primacía de Roma, es un dato de importancia; no se limitaba al honor, sino que se hacía extensiva a la jurisdicción. Así, al denunciar la extensión del novacianismo a Arles, entiende que es el papa quien debe corregirlo destituyendo al obispo de aquella sede. La tesis que san Cipriano parece sostener es que «de la silla de Pedro», que es «la iglesia principal», «procedió la unidad de los obispos». En esta unidad, que se forma sobre el vínculo de la caridad, reconoce sin la menor duda que Roma es «el lugar de Pedro». En su tratado sobre la unidad de la Iglesia, el obispo de Cartago trae a colación el pasaje de Mt. 16, 18, en el que Jesús llama a Simón la Roca y concluye que «la unidad se deriva de uno solo». Todos los apóstoles, de quienes los obispos proceden, son iguales en su ministerio, pero únicamente a Pedro se confió la misión de salvaguardar la unidad. Este razonamiento lógico le llevaba a la conclusión radical: «el que abandona la cátedra de Pedro ¿cree estar aún dentro de la Iglesia?»; es compatible con la conciencia que Cipriano tuvo de atribuir dimensiones muy amplias a los poderes de cada obispo en su Iglesia local.
Aunque sólo se hayan conservado fragmentos de la carta a Fabián de Antioquía y de dos epístolas a Cipriano, es aceptable la noticia de que Cornelio escribió otras varias, de contenido doctrinal. Cuando el emperador Galo (325-354) renovó la persecución en junio del 352, acusando a los cristianos de propagar la peste, Cornelio fue desterrado a Centumcellae (Civitavecchia), donde murió, al parecer un año más tarde. Su cuerpo fue llevado a Roma para ser depositado en la cripta Lucina de las catacumbas de San Calixto; por vez primera, su lauda sepulcral se redacta en latín y no en griego. No hay base histórica para otras leyendas, como la de su martirio.
Siglos más tarde se extendió por Inglaterra una leyenda que, en razón de su nombre, le convertía en patrón del ganado, representándole con dos cuernos. Y en Bélgica se le asignó la curación de los epilépticos a los que, en la Edad Media, se hacía respirar el nauseabundo olor de cuerno quemado.
Según el historiador Sócrates, Novaciano murió mártir o confesor el año 258 durante la persecución de Valeriano (253 - 259/60). Una tumba hallada en 1932 en la vía Tiburtina parece confirmar este dato; pero no hay seguridad absoluta de que se trate del famoso antipapa y no de otro mártir de igual nombre. San Jerónimo menciona nueve obras suyas, aunque advierte que escribió algunas más. Ellas permiten una aproximación a su doctrina, caracterizada por el rigorismo: rechazaba las prescripciones alimenticias judías, prohibía a los fieles la asistencia al teatro, circo y toda clase de espectáculos, era muy riguroso en la fidelidad absoluta dentro del matrimonio, único, y del que excluía a viudos o viudas, y exaltaba la defensa de la virginidad.
Lucio, san (25 junio 253 - 5 marzo 254)
Romano, por el lugar de su nacimiento, fue elegido en el momento en que la persecución desatada por Treboniano Gallo (251-253) se desarrollaba con más fuerza. Inmediatamente fue desterrado. Como el emperador murió asesinado a los pocos meses, pudo regresar a Roma: san Cipriano le escribió entonces una carta de congratulación. Falleció al poco tiempo de muerte natural. No conocemos de su pontificado otra noticia salvo que compartía en relación con los lapsi la misma actitud que san Cipriano: por esta causa Novaciano persistió en su oposición. Se ha identificado parte de su epitafio en la catacumba de San Calixto, escrito en griego.
Esteban I, san (12 mayo 254 - 2 agosto 257)
Nacido en Roma, parece que tenía alguna clase de relación familiar con la gens lidia, de la que salieron los primeros emperadores. Es posible que esto explique la singular energía en su conducta, que no excluyó algunos enfrentamientos serios con la otra gran figura de san Cipriano de Cartago. Dos obispos españoles, Basílides de Astorga y Marcial de Mérida, se habían procurado durante la persecución el libelo que les acreditaba como sacrificadores ante los dioses. Fueron depuestos por sus colegas. Uno de ellos viajó a Roma para explicar su caso, acogiéndose a la doctrina de la penitencia, y fueron rehabilitados. Las Iglesias de España escribieron a Cipriano, el cual demostró a Esteban cómo había sido sorprendido en su buena fe, pues la penitencia es válida para reintegrarse a la Iglesia, pero no para conservar los obispados. Paralelamente se planteaba la cuestión del obispo Marción de Arles que, inclinado al novacianismo, negaba la reconciliación a los arrepentidos incluso en el momento de la muerte. Sus sufragáneos de las Galias, decepcionados por la lentitud de Esteban, acudieron a san Cipriano. Los dos casos dieron oportunidad a una correspondencia en la que se advierte que, desde Cartago, se reconocía la plenitud de dominio de Roma, al menos sobre las Iglesias de las Galias y España. Lo que desconocemos es el grado de autonomía que cartagineses y orientales reservaban para cada obispo en su sede; indudablemente se trataba de un espacio muy amplio.
Surgió una cuestión todavía más delicada: la validez de un bautismo impartido por herejes. El año 255 san Cipriano la trató en un sínodo del que remitió después las actas al pontífice: indirectamente se reprochaba a Roma que dijese que no era necesario rebautizar a los fieles que lo recibieran de un hereje, bastando la imposición de manos para una reconciliación. Cipriano decía: no basta la imposición de manos o la confirmación, pues éste es un sacramento de vivos, y estando los herejes espiritualmente muertos se necesitaba del segundo bautismo para su revivificación. Ignoramos cuál fue la respuesta concreta del papa, aunque no hay duda de que sostuvo su opinión con gran energía, afirmando «nihil innovetur nisi quod traditum est». Esteban llegó a acusar a Cipriano de innovador; éste calificaba al papa de soberbio c impertinente.
Por una carta que Firmiliano de Cesárea escribió a san Cipriano, sabemos que el papa se dirigió a las Iglesias orientales reclamando unidad en esta cuestión. Así pues, el metropolitano de Cartago convocó un segundo sínodo en el otoño del 256 al que asistieron bastantes obispos del norte de África. Se había llegado a un punto que presagiaba la ruptura, pues los asistentes al sínodo afirmaron que ciertas cuestiones como la del bautismo de herejes eran competencia de cada Iglesia local en particular y no de Roma en nombre de todas. Esta vez Esteban se negó a recibir a la delegación que le llevaba las actas del sínodo e incluso se las ingenió para que les fuera negado el alojamiento. El fallecimiento del papa (257) y el de san Cipriano, mártir glorioso (258), evitaron que la querella prosperase.
Sixto II, san (31 agosto 257 - 6 agosto 258)
Griego de origen, su pontificado, aunque breve, resulta importante. El biógrafo de san Cipriano le describe como «bueno y pacífico sacerdote». No modificó la doctrina sostenida por su antecesor, y en un breve fragmento conservado de su carta a Dionisio de Alejandría, se contiene la defensa de la validez del bautismo de herejes, siempre y cuando hubiera sido administrado en nombre de la Santísima Trinidad. Las relaciones con san Cipriano volvieron a ser amistosas, sin duda porque fue aceptada la postura de éste: que pudiera ser competencia de cada obispo, en su propia Iglesia, la solución de los casos que se presentaran. En lo que las dos partes estaban absolutamente conformes era en que la legitimidad de cada sede venía de su fundador, que era siempre, directamente o por jerarquía de discípulos, un apóstol: las enseñanzas recibidas desde aquél constituían un deber de obediencia.
El emperador Valeriano, que comenzara mostrándose tolerante con los cristianos, modificó esta actitud a partir del año 257: se dictaron disposiciones que hacían obligatoria la participación en las ceremonias religiosas paganas y prohibían las reuniones en los cementerios. Esta última disposición exigió una nueva ley, pues quebrantaba la salvaguardia que siempre el derecho romano había otorgado a los cementerios. En pocos meses la persecución se endureció: obispos, presbíteros y diáconos fueron condenados a muerte mientras los laicos eran enviados a terribles trabajos forzados. El 6 de agosto del 258 los soldados entraron en la catacumba de Pretextato y encontraron a Sixto sentado en su cátedra, oficiando rodeado por sus diáconos. El papa y cuatro de éstos fueron decapilados en el mismo lugar; los otros tres sufrirían la misma suerte en los días siguientes. De este modo las autoridades imperiales creyeron haber arrancado de cuajo la Iglesia de Roma. De hecho, por la violencia de la persecución sería imposible dar a Sixto un sucesor durante dos años, hasta que llegaron las noticias de la prisión y muerte de Valeriano.
Dionisio, san (22 julio 260 - 26 diciembre 268)
Cuando la persecución de Valeriano cesó, y Galerio (293-311) otorgó a los cristianos incluso la devolución de sus propiedades y cementerios, el clero y el pueblo eligieron a este griego de origen, Dionisio, que había servido fielmente a Esteban y a Sixto, habiendo influido al parecer en el apaciguamiento que caracteriza el segundo pontificado de ambos. Llegaba a la Sede Apostólica en un momento especialmente difícil, de desorganización a causa de la reciente persecución. El Líber Pontificalis le atribuye la primera gran reorganización de la diócesis, colocando a presbíteros en lugar de diáconos al frente de los distritos parroquiales y creando obispados suburbicarios bajo su autoridad. San Basilio el Grande, que vivió un siglo más tarde, transmite el recuerdo de la riqueza que había logrado ya reunir la Iglesia romana: ésta permitía acudir en auxilio de otras, como la de Capadocia, que padecían necesidad, y organizar operaciones de rescate de cristianos cautivos.
Llegaba a su fin la cuestión suscitada por el bautismo de herejes, aunque será preciso esperar a san Agustín (354-430) para alcanzar una explicación teológica aceptada por todos. Parece seguro que con ayuda de su homónimo de Alejandría, Dionisio logró una convivencia. Pero, justo entonces, surgió una nueva cuestión: algunos clérigos alejandrinos acusaron a su obispo de enseñar una separación tan radical entre el Padre y el Hijo que casi reducía a éste al nivel de las criaturas, negándose a proclamar la unidad esencial de ambos. La cuestión doctrinal era de tanta importancia que el papa decidió plantearla en un sínodo a celebrar en Roma. Allí se hizo, con la condena del sabelianismo y del subordinacionismo, una exposición doctrinal acerca de la Trinidad: tres personas en una sola esencia. Inmediatamente el papa remitió a Dionisio de Alejandría el acta, acompañada de una carta escrita con admirable sentido de la caridad: exponía cuál era la doctrina sostenida por la sede de Pedro e invitaba a Dionisio a explicar su propio pensamiento. Parece que la respuesta del patriarca de Alejandría fue plenamente satisfactoria porque la querella cesó.
Otro sínodo reunido en Antioquía depuso a Pablo de Samosata por considerar que sus enseñanzas eran adopcionistas. El patriarca Máximo comunicó esta decisión buscando del primado romano una confirmación del acuerdo. Ignoramos si Dionisio llegó a conocer el documento a él dirigido puesto que murió en los últimos días de diciembre del 268, de enfermedad. Se tenía la impresión de que las horas amargas para la Iglesia habían pasado y que no estaba lejos de alcanzar una convivencia con el Imperio: esto ayuda a comprender el desconcierto que provocó la inesperada persecución de Diocleciano.
Félix I, san (3 enero 269 - diciembre 274)
Romano, hijo de Constancio, es un papa del que se tienen pocas noticias a pesar de que corresponde a un tiempo en el que los conocimientos acerca de la historia de la Iglesia son más abundantes. Consagrado el 5 de marzo a él correspondió responder a la carta en que Máximo, patriarca de Alejandría, daba cuenta del sínodo contra Pablo de Samosata. Félix respondió satisfactoriamente y estableció la comunión con el sustituto de Pablo, Domno. Hizo más: como el depuesto se negara a abandonar su sede, acudió al emperador Aureliano (270-275), el cual ordenó que la Iglesia antiocena fuera entregada a «aquellos con quienes están en comunión los obispos de Italia y en particular el de Roma». El papa estaba, pues, presentándose como interlocutor válido ante la autoridad imperial y no dudaba en acudir en petición de auxilio para restablecer el orden. Félix es uno de los papas cuyo enterramiento en San Calixto se ha comprobado.
Eutiquio o Eutiquiano, san (4 junio 275 - 7 diciembre 283)

Salvo la fecha de su elección y muerte, así como de su origen toscano y el nombre de su padre, Marino, nada puede decirse de este papa, el último de los que fueron enterrados en el mausoleo de San Calixto. Remando Valeriano y luego Diocleciano (284-305) en sus comienzos, la Iglesia no padecía persecución y se iba afirmando. Se ha supuesto que los documentos que habrían podido dar cuenta de su gobierno fueron destruidos en la violencia del año 304.

No hay comentarios:

Publicar un comentario