viernes, 17 de marzo de 2017

Diccionario de los papas y concilios (1846-1878)


Pío IX (16 junio 1846 - 7 febrero 1878)
Hasta 1871 circulaba una profecía apócrifa —Annos Petri non videbis («No superarás el tiempo de Pedro»)— según la cual ningún papa podría sobrepasar el cuarto de siglo que se atribuye al pontificado romano de san Pedro. Pío IX, que poseía Un fino sentido del humor, al cumplirse los 25 años de su elección, mandó colocar en un pilar de la basílica de San Pedro —justo sobre la imagen de bronce del primer papa, conocida como El Pescador— un mosaico con la fecha de la efemérides, como queriendo certificar su victoria sobre tan singular profecía.
En efecto, el pontificado de Pío IX es el más largo de toda la historia: duró exactamente 31 años, siete meses y veintidós días. Tan dilatado mandato se sitúa en el centro del siglo xix, período en el que se aclimata definitivamente el régimen liberal en Europa. Por entonces, además, se acelera el discurrir del tiempo; durante estos años pasan muchas cosas, muy de prisa, y algunas tan importantes como la pérdida de los Estados Pontificios, que pone fin a un largo período de más de mil años. Tan consciente era del cambio que le tocó en suerte, que el mismo Pío IX manifestó a monseñor Czacki al final de sus días:
Mi sucesor deberá tomar inspiración de mi apego a la Iglesia y de mi deseo de hacer el bien. En cuanto a lo demás, todo ha cambiado a mi alrededor. Mi sistema y mi política ya han visto pasar su época, pero yo soy demasiado viejo para cambiar de orientación; eso será la obra de mi sucesor (D. Ferrata, Mémoires, t. I, Roma, 1920).
Si además consideramos que entre los principales personajes contemporáneos de Pío IX se encuentran Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), Karl Marx (1818-1883), Friedrich Engels (1820-1895), Auguste Comte (1798-1857), Friedrich Nietzsche (1844-1900), Charles Darwin (1809-1882), Metternich (1773-1859), Cavour (1810-1861), Otto von Bismarck (1815-1898) o Napoleón III (1808-1873), se comprenderán las muchas y variadas tensiones a las que fue sometido su gobierno temporal y espiritual. Todo ello hace imposible que se pueda realizar una semblanza de tantos y tan intensos años de pontificado siguiendo un esquema cronológico, por lo que a continuación se explicarán los hechos más sobresalientes agrupándolos en los siguientes cuatro apartados: la personalidad del pontífice, la pérdida de los Estados Pontificios, las aportaciones doctrinales de Pío IX, y los principales acontecimientos de la vida de la Iglesia durante estos casi 32 años.
Personalidad y carrera eclesiástica. Giovanni Maria dei conti Mastai Ferretti nació en Senigallia (13 mayo 1792), ciudad de la costa adriática situada muy cerca de Ancona. Su padre, Girolamo Mastai Ferretti, formaba parte de una familia noble de Lombardía; su madre, Caterina Solazzi, era miembro igualmente de una distinguida estirpe italiana. De los 10 a los 16 años cursó los primeros estudios en el colegio de los escolapios de Volterra, en Toscana. En 1809 recibió la tonsura, y tras estudiar teología en el colegio romano fue ordenado sacerdote (10 abril 1819).
Por mediación de un canónigo de Roma, pariente suyo, fue nombrado director espiritual del popular orfelinato Tata Giovanni, donde dejó un grato recuerdo por su entrega y generosidad hacia aquellas criaturas. Por entonces, el cardenal Cario Odescalchi (1786-1841) le puso en contacto con la espiritualidad ignaciana y el entonces sacerdote Mastai consideró incluso la posibilidad de ingresar en los jesuítas, idea de la que le disuadió su confesor, el canónigo Starace. En 1823, fue nombrado auditor del delegado apostólico de Chile, monseñor Giovanni Muzi, por lo que en los primeros días de ese año se embarcó hacia América; en la escala que hizo en Baleares fue apresado y encarcelado por las autoridades liberales de la isla de Palma con el pretexto de que carecía del permiso de las cortes españolas. Solventado el percance, emprendió rumbo al continente americano, donde recorrió durante casi dos años Argentina, Chile, Bolivia, Perú, Colombia y Uruguay; tan larga y directa experiencia le permitió conocer a fondo la situación misionera de la Iglesia. En 1825 fue nombrado canónigo de Santa María y director del hospicio de San Miguel, donde se ganó el aprecio de todos por su conducta caritativa y talento administrativo, pues allí introdujo la novedad de enseñar un oficio a los niños abandonados. Como manifestación de su celo sacerdotal dedicó mucho tiempo a la predicación en diferentes iglesias y organizaciones religiosas de Roma.
Poco después, León XII (1823-1829) le encomendaba el arzobispado de Spoleto (24 abril 1827), donde mejoró la formación del clero, reformó los monasterios y elevó la moralidad pública. En Spoleto dio muestras de su talante conciliador, pues durante las revueltas de 1831 supo remansar la situación tras mediar entre los revolucionarios italianos y el general austríaco. Gregorio XVI (1831-1846) le trasladó a Imola como titular de la diócesis en 1832. En Imola llevó a cabo toda una serie de fecundas iniciativas. Reformó y mejoró notablemente su seminario, fundó un asilo para los sacerdotes ancianos, fomentó la apertura de numerosas escuelas e instaló en su propio palacio una escuela bíblica. Gregorio XVI le nombró cardenal en 1840, manteniéndole en Imola, donde permanecería hasta su elevación al pontificado seis años después.
Como obispo de Imola acogió a todos sus feligreses, incluidos los liberales, de los que se ganó la amistad de no pocos; y fue allí donde comenzó su reputación de liberal, si bien es cierto que ya su familia —muy conocida, por otra parte, en Italia— gozaba de este misma fama. En determinada ocasión, parece ser que Luigi Lambruschini (1776-1854) tuvo la exagerada ocurrencia de comentar en público que «en casa de los Mastai son todos liberales, incluido el gato». Evidentemente, desde las posiciones de Lambruschini, secretario de Eslado de Gregorio XVI, se veía con aumento la moderada actuación del obispo de Imola que emanaba de su libertad de espíritu y de su talante renovador. Así, por ejemplo, por pertenecer su diócesis a los territorios del papa, elevó en 1845 a la Santa Sede sus Pensieri relativi aU’Amministrazione pubblica dello Stato pontificio con 58 peticiones bastante razonables, entre las que figuraban las de establecer un sistema financiero para salir de la pobreza, reformar el sistema penitenciario, mejorar los sueldos de los funcionarios, agilizar los trámites de la justicia, controlar con mayor seriedad las concesiones de las titulaciones universitarias o fomentar las obras públicas y la creación de industrias.
Lo cierto es que entre los planes de Gregorio XVI y los proyectos de los patriotas para la unificación italiana no hubo entendimiento posible, por lo que la elección de su sucesor, en 1846, vino a añadir una inesperada expectativa. Para entender esta intrincada situación es conveniente hacer algunas referencias al pasado. La incorporación de la región italiana al Imperio napoleónico había supuesto de hecho la casi total unificación política de los Estados de esta zona y la difusión de la ideología liberal. Los acuerdos de Viena de 1815, aunque descompusieron de nuevo el mapa de la península itálica en siete Estados, no pudieron desvanecer en los años siguientes la ilusión de los nacionalistas que había surgido a la vista de la «unificación» napoleónica de Italia. Es más, las corrientes románticas del momento fortalecieron los ideales patrióticos y dieron lugar al fenómeno cultural y político que se conoce como Risorgimento (A. Scirocco, L’Italia del Risorgimento, 1990).
A excepción del reino de Piamonte, los otros seis Estados italianos se habían convertido en una zona de hegemonía de Austria; es más, el territorio de uno de estos seis Estados, el reino lombardo-véneto, se había incorporado al Imperio austríaco. Se explica así que el Risorgimento fuera nacionalista y liberal, en contraposición con un régimen absolutista como el de Austria, cuya presencia había que barrer de Italia si es que se quería conseguir su unidad. Y en este punto es donde entra en juego la situación del papa, que además de ser soberano temporal de los territorios del centro de Italia y desde luego de Roma, capital natural de la proyectada Italia unificada, había condenado los principios doctrinales del liberalismo.
Por su parte, el programa del partido de la Joven Italia de Mazzini (1808-1872) proponía la sustitución de la fe religiosa por su ideología nacionalista y partía del prejuicio de que la Santa Sede había perdido de vista su misión y dificultaba el progreso. Tales planteamientos, por tanto, excluían a los católicos de sus filas, pues el voluntarismo de Mazzini daba la espalda a dos realidades tan evidentes como eran la existencia de muchos católicos italianos partidarios de llevar a cabo la unificación y el innegable prestigio del papado. Así pues, Vicenzo Giobcrti (1801-1852), en su Del primato morale e civile degli italiani de 1842, construía la unidad de Italia, precisamente, con los elementos que Mazzini había desechado. El programa neogüelfo de Gioberti proponía que los Estados soberanos italianos, libres de influencias austríacas, formasen una confederación previo acuerdo entre las cortes de Roma y Turín. Según Gioberti, la presidencia de la confederación debería recaer sobre el papa, pues en su opinión sólo él tenía la fuerza moral suficiente para actuar de arbitro y garantizar la estabilidad social. Al reino de Piamonte se le reservaba el papel de guardián de la confederación, pues debía aportar su fuerza militar. Una tercera postura era la de quienes declarándose católicos, como Massimo D’Azeglio (1798-1866), consideraban que la moral evangélica era incompatible con el poder temporal del papa, lo que les llevaba a estar en contra del Primato propuesto por Gioberti.
Todas estas circunstancias explican que en el ánimo de los cardenales que se reunieron en el cónclave de 1846 pesara y mucho la orientación que el futuro papa podría dar a sus obligaciones temporales, ineludibles por ser soberano de los Estados Pontificios. La presión exterior era igualmente manifiesta. D’Azeglio había hecho público que el cardenal Gizzi sería la persona adecuada para llevar a cabo sus proyectos unificadores; además, Gizzi era muy popular en Roma. Sonaba también el nombre del cardenal Mastai como candidato de los conclavistas moderados. Mastai tenía a su favor el haber salido airoso en unas diócesis de los Estados Pontificios, en las que la población era muy crítica con la administración pontificia. Los zelanti, por su parte, apoyaban a Lambruschini, porque, además de su experiencia como secretario de Estado, era la garantía de que no iba a faltar el apoyo de Austria para hacer frente a los revolucionarios italianos. La dificultad de esta elección presagiaba que el cónclave iba a ser muy largo, pero contra pronóstico en tan sólo 48 horas se conseguía a la cuarta votación agrupar más de los dos tercios de los votos en el cardenal Mastai, que eligió el nombre de Pío IX en reconocimiento a su bienhechor Pío VII (1800-1823).
Los testimonios que transmiten quienes trataron de cerca a Pío IX, indican que esa reputación liberal con la que llegó al pontificado tenía más fundamento en sus nada recatados reproches hacia el gobierno temporal de Gregorio XVI y sobre todo hacia su secretario de Estado, que en compromisos con el programa neogüelfo de un Gioberti o el de un D’Azeglio, y mucho menos con el de los liberales y nacionalistas revolucionarios de Italia. Sin embargo, y a pesar de lo dicho, es bien cierto que quien ocupó la cátedra de san Pedro en 1846 era un papa liberal en el imaginario de sus contemporáneos, entre ellos Metternich, que recibió la noticia con sorpresa y recelo, pues su candidato era el cardenal Lambruschini.
En la documentación recogida para su beatificación \'7bRomana seu senigallensis… serví Dei Pii IX positio super virtutibus, 3 vols., Ciudad del Vaticano, 1961-1962) se contienen muchos datos de su vida, que estuvo siempre orientada por una fe viva y profunda. Conocemos, por supuesto, su horario habitual. Se levantaba a las cinco de la mañana y a continuación dedicaba dos horas a la oración, la misa y la acción de gracias de la comunión. Después destinaba una hora para despachar los asuntos urgentes y desayunaba a las nueve. El resto de la mañana hasta las dos, hora del almuerzo, atendía la correspondencia y recibía a los cardenales y prefectos de las distintas congregaciones. Tras almorzar rezaba el rosario y el breviario, paseando por las galerías o los jardines del Vaticano. Antes de la pérdida de los Estados Pontificios, acostumbraba recorrer las calles de Roma y se interesaba por sus gentes y por la enseñanza del catecismo a los niños. A las cinco comenzaba de nuevo los despachos hasta las nueve. Y, por fin, cenaba, rezaba el resto del oficio y se retiraba a descansar.
Pío IX, además de ser un hombre de fe, vivió ejemplarmente la caridad. Durante sus primeros años de sacerdocio, contra la práctica frecuente de algunos clérigos de entonces que se afanaban por hacer carrera eclesiástica, Mastai utilizó sus relaciones influyentes —y tenía muchas por su origen familiar— para conseguir un objetivo bien diferente. Como ya se dijo, se dedicó al servicio de los pobres y los desheredados en los orfanatos. A lo largo de su vida nunca buscó cargos ni nombramientos; y cuando le llegaron, la caridad siguió marcando el rumbo de sus actuaciones. Dos características sobresalientes de su vida interior fueron la confianza y el abandono en la divina Providencia y su devoción filial a la Santísima Virgen.
También se nos ha transmitido con bastante exactitud los rasgos de su personalidad, naturalmente no todos positivos, como el de su emotividad, que le cegó para elegir a alguno de sus colaboradores, o el de su espontaneidad, que le llevó en ocasiones a emitir juicios irónicos o mordaces sobre algunas personas. No obstante, son muchísimos más los juicios favorables de sus contemporáneos, que nos presentan a un hombre cordial, bromista, simpático, con sentido común, dotado de una inteligencia práctica, generoso y humilde; desde su sencillez, él mismo llegó a contar que para no envanecerse con los aplausos que le prodigaban en la basílica de San Pedro, trataba de distraerse con la calva del embajador de Francia.
Por otra parte, el juicio de los historiadores actuales es unánime; para unos (R. Aubert, Pío IX y su época, en A. Fliche y V. Martín, Historia de la Iglesia, t. XXIV, Valencia, 1974):
llegado a papa no cambia su vida interior. Celebra fervorosamente la misa, reza de día y de noche, ama a la Virgen, come frugal, utiliza muebles sencillos. Disimula molestos sufrimientos de las piernas, usa algunas disciplinas. Sonriente, caritativo, daba a manos llenas el dinero que los fieles le entregaban: en pocas horas recibió y repartió un millón.
Para otros (G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t. I):
Pío IX fue hombre de profunda bondad, valeroso y piadoso, de notable inteligencia práctica abierta a los problemas y cuestiones de su tiempo. En su largo pontificado estuvo siempre rodeado de una aureola de viva popularidad. Procuró —y consiguió— actuar siempre al frente de la Iglesia como lo que era: como sacerdote. Pío IX fue esencialmente pastor. Y quizá fue esto lo que suscitó en torno a él la fervorosa adhesión del pueblo cristiano que produjo la superación definitiva de las irritantes tensiones de las iglesias nacionales y permitió a la Iglesia católica adoptar una firme y consciente postura ante las nuevas orientaciones que implicaba el liberalismo.
La pérdida de los Estados Pontificios. Como ya se dijo, el talante abierto, la buena voluntad y el espíritu de conciliación de Pío IX fueron interpretados por muchos como que había sido elegido un papa liberal. No pocos italianos creyeron ver en la elección de Pío IX la puesta en marcha del proyecto unificador de Italia; de modo que buena parte de la popularidad inicial de Pío IX se debe al equívoco de quienes pensaron que encabezaría el proceso de unificación italiana. Pero, por su parte, el nuevo pontífice —que siempre tuvo como preocupación dominante su ministerio espiritual— ni siquiera había entrado a considerar los proyectos neogüelfos de la confederación por considerarlos incompatibles con su misión sacerdotal, y mucho menos el diseño mazziniano de una Italia unitaria, por atentar contra su propia soberanía temporal. Por lo demás, el sectarismo antirreligioso de los patriotas más radicales excluía definitivamente la colaboración del pontífice. No obstante, esa primera impresión que se creó en el imaginario italiano de un papa liberal y revolucionario fue agrandándose durante los primeros años del pontificado de Pío IX. Por lo tanto, cuando se deshizo el equívoco, la desilusión de los patriotas fue directamente proporcional a la magnitud de la falsa imagen del papa que sus deseos independentistas habían trazado.
Las primeras medidas de su gobierno vinieron a reforzar aún más esa reputación liberal que se había forjado el imaginario italiano: nombró a Gizzi secretario de Estado; en julio encargó a una comisión un plan de reformas administrativas; permitió una mayor libertad de prensa; introdujo el gas para la iluminación de las calles, y aprobó la construcción de un ferrocarril. Sin embargo, nada contribuyó tanto al incremento de su fama de liberal como el decreto de amnistía (17 julio 1846) que puso en la calle a muchos presos políticos, lo que se juzgó como una descalificación del gobierno del pontificado precedente. En realidad, se trataba de una falsa interpretación más de una decisión de Pío IX, acorde con una tradición de inaugurar los pontificados con concesiones de perdón a los presos. Todos exageraron y extralimitaron sus juicios, de modo que se desbordó el entusiasmo de los liberales —italianos y europeos— y se desató el miedo de los partidarios del autoritarismo. Las cosas llegaron a un punto que los capellanes de algunos conventos invitaron a las monjas a elevar sus oraciones por la Iglesia para librarla de los males del gobierno de un papa liberal.
En efecto, el entusiasmo de los patriotas italianos tenía su contrapeso en el temor que esa imagen de papa liberal y revolucionario suscitó en los partidarios del absolutismo, como fue el caso de Metternich. El canciller austríaco, para intimidar al pontífice, realizó una demostración de fuerza y ocupó por sorpresa la ciudad de Ferrara en el verano de 1847, lo que suscitó las protestas de los patriotas italianos. La lógica condena de esta agresión por parte de Pío IX se entendió como un acto de solidaridad con los patriotas. Otra interpretación más, equivocada y magnificada, que provocó el delirio de los patriotas italianos: Carlos Alberto (1831-1849) ofreció su espada a Pío IX; Giuseppe Garibaldi (1807-1882) desde América puso a disposición del papa su legión de voluntarios, y Mazzini le dirigió una carta para solicitarle que encabezara el proceso de unificación italiana. La ocupación de Ferrara sirvió para dejar dos cosas muy claras: primera, que los italianos estaban dispuestos a luchar contra Austria para conseguir la independencia y, segunda, que los revolucionarios no tenían ningún escrúpulo en utilizar la figura y el prestigio del papa en beneficio de sus proyectos políticos. Pero lo que estaba todavía por ver era si Pío IX se iba a prestar a este juego político.
Era cierto que como soberano temporal Pío IX tenía menos recelos a las libertades externas del siglo que Gregorio XVI, pero tampoco era un liberal. Él se consideraba sólo un pastor, que como sucesor de san Pedro recibía para custodiarlo el mismo depósito de la fe que sus predecesores. Y para dejar claro desde el principio que no renunciaba a su función de pastor de almas, encargó al mismísimo Lambruschini la redacción de su encíclica inaugural (Qui pluribus, 9 noviembre 1846), donde se volvían a reiterar las condenas de aquellas ideologías incompatibles con la fe. Para que no quedaran dudas, el documento pontificio se refería a la concepción religiosa del liberalismo como «ese espantoso sistema de indiferencia que elimina toda distinción entre el vicio y la virtud, la verdad y el error […] como si la religión fuese la obra de los hombres y no de Dios». Como no podía ser de otro modo, lo que se condenaba era el concepto filosófico que la ideología liberal tenía del hombre como un ser autónomo, que se puede dar a sí mismo sus propias leyes, sin referencia alguna a la ley natural impresa en las criaturas por el Creador, lo que implicaría una relación de dependencia frente a la pretendida autonomía de la ideología liberal. Como ya hiciera Gregorio XVI se condenaba, por inexistente, la libertad absoluta del hombre, esto es, la libertad de conciencia para establecer lo que es bueno y lo que es malo, y que se opone, por tanto, al concepto cristiano de la libertad de las conciencias —en plural—, concepción según la cual el libre albedrío del hombre se ordena conforme a la ley dada por el Creador.
Pues bien, fue en ese ámbito de las libertades externas en el que —con mejor o peor fortuna— Pío IX dictó una serie de reformas en el Estado pontificio, como soberano temporal que era del mismo. Así designó un consejo de notables (Consulta, 14 octubre 1847), presidida por el cardenal Giacomo Antonelli (1808-1876); tenía carácter consultivo en materia legislativa, administrativa y militar. Ciertamente este proceso reformista distaba bastante de ser propiamente liberal, por lo que no acabó de satisfacer ni a unos ni a otros. Los descontentos más radicales encontrarían bien pronto su oportunidad para manifestarse, empujados por la turbulencia que se avecinaba. En efecto, entre febrero y marzo de 1848, una tercera oleada revolucionaria volvió a sacudir a toda Europa, a excepción de Escandinavia, Inglaterra, España, Portugal, Rusia y Turquía. Este empuje revolucionario fue el que derribó del poder, entre otros personajes, a Luis Felipe (1830-1848) y a Metternich. Así pues, los Estados de la Iglesia se vieron afectados por dicha revolución, que además de reclamar una democratización de los regímenes políticos (sufragio universal) y reivindicaciones sociales en favor de los trabajadores, levantó la bandera del nacionalismo en Alemania, en el plurinacional Imperio austríaco y —por lo que a nosotros nos interesa— también en Italia. Pío IX, forzado por el clima creado por las revoluciones de 1848, tuvo que conceder una Constitución (14 marzo 1848) de carácter liberal en los Estados Pontificios. Por entonces la revolución ya había prendido desde Turín a Nápoles, proponiendo junto a las reformas políticas la unificación de Italia. Así pues, para los revolucionarios, Austria era el enemigo por el doble motivo de representar el régimen absolutista e impedir la unidad nacional.
Fue en este clima de tensión nacionalista cuando la interesada interpretación de unas palabras del papa vino a complicar la situación mucho más de lo que ya estaba. En efecto, el 10 de febrero de 1848 Pío IX concluía su alocución del siguiente modo: «Bendecid, pues, oh Dios omnipotente a Italia y conservadle este don preciado: la fe.» Los patriotas italianos interpretaron la frase como una instigación a la guerra santa contra Austria y los revolucionarios incluyeron en sus proclamas y panfletos los «vivas» a Pío IX. Piamonte declaró la guerra a Austria y los patriotas italianos combatían en nombre de Pío IX. Había comenzado (23 marzo 1848) la primera guerra de independencia. Así las cosas, una nueva alocución del papa (29 abril 1848) dejaba definitivamente clara su postura al separar la causa de la Iglesia, que él representaba, de la causa de los patriotas que luchaban por la unidad italiana. En dicha alocución Pío IX afirmó: «Fiel a las obligaciones de nuestro supremo apostolado, nos abrazamos a todos los países, a todos los pueblos y a todas las naciones en un idéntico sentimiento de paternal amor.» Era lógico que Pío IX, como vicario de Cristo, no quisiera participar en una guerra entre potencias católicas. Y lo que no era sino una definición de su misión como pastor de la Iglesia universal, por cierto muy similar a tantas otras ya pronunciadas por él mismo y sus predecesores, fue interpretado por los nacionalistas italianos como una abjuración de su soberanía temporal. A los partidarios de Mazzini vinieron a unirse ahora los neogüelfos, al sostener que si la misión religiosa del papa le impedía actuar como un príncipe temporal más, debía renunciar a su soberanía en beneficio de una Italia unificada. Pero, como para mantener la independencia necesaria para el ejercicio de esa misión religiosa era obligado que Pío IX no fuera subdito de ningún soberano, el pontífice no renunció a la soberanía de los Estados Pontificios y la retuvo como lo habían hecho sus predecesores desde hacía más de mil años. Quedaba así planteada la llamada «cuestión romana».
La negativa del papa restó fuerza a los patriotas y a esto vino a añadirse las derrotas de las tropas de Piamonte en las batallas de Custozza (25 julio 1848) y Novara (23 marzo 1849). El mismo día de la derrota de Novara, Carlos Alberto abandonó el país y abdicó en su hijo Víctor Manuel II (1849-1878), que tuvo que negociar una paz con Austria. Así pues, tras fracasar en la guerra contra Austria y sin el apoyo del papa, era evidente que los patriotas por sí mismos no podrían conseguir sus propósitos unificadores, por lo que en el futuro habría que buscar la ayuda de alguna potencia europea, para poder expulsar a Austria de su territorio. En el orden interno, la derrota de Custozza supuso el desplazamiento de los monárquicos moderados y de los neogüelfos en beneficio de los patriotas más radicales, que se pusieron a la cabeza del movimiento unificador. Debido a su radicalismo intentaron imponerse por la fuerza. Y eso fue lo que ocurrió a finales de 1848 en el Estado pontificio. Mazzini se convirtió entonces en el hombre fuerte.
La negativa Pío IX de facilitar —a costa de su soberanía temporal— la unidad política de Italia, fue juzgada por los nacionalistas radicales como una traición, de modo que los revolucionarios apuntaron al corazón de los Estados Pontificios. El 15 de noviembre de 1848 fue asesinado en Roma Pellegrino Rossi (1787-1848), a quien Pío IX había designado jefe de gobierno. La política del «justo medio» de Rossi había sido criticada por radicales y moderados. Al día siguiente los revolucionarios, dueños de Roma, asediaron el palacio del Quirinal, donde se encontraba el papa, que gracias a la ayuda del conde Spaur, embajador de Baviera, pudo escapar (24 noviembre 1848) para refugiarse en el puerto napolitano de Gaeta, acogido por el rey de Nápoles, Fernando II (1830-1859). Los revolucionarios constituyeron un gobierno provisional que convocó una Asamblea Constituyente para redactar una Constitución (21 enero 1849). Uno de sus artículos proclamaba la República romana. El artículo I de dicho texto constitucional declaraba al papa «despojado de hecho y de derecho del gobierno temporal del Estado romano». Como poder ejecutivo de la nueva República romana se constituyó un triunvirato presidido por Mazzini, junto con Cario Armellini (1777-1863) y Aurelio Saffi (1819-1890), cuyo manifiesto de presentación concluía así: «Tened fe en Dios, en el derecho y en nosotros.»
Durante el período del refugio de Gaeta, el cardenal Antonclli utilizó toda su gran capacidad de maniobra para ganarse la confianza de Pío IX y culminar su carrera política al conseguir el nombramiento de secretario de Estado. El cardenal Antonelli, que murió sin recibir más órdenes sagradas que las de diácono, ha sido duramente juzgado por la historia, pues si pocos son los elogios que se pueden encontrar en los análisis de su trayectoria política, el dictamen se vuelve unánime y severísimo al juzgar su conducta privada. Antonelli, hombre acomodaticio que había mantenido hasta entonces posiciones favorables hacia las reformas, desde entonces girará hacia Austria y dirigirá la política diplomática de la Santa Sede, desde 1849 hasta 1876, buscando el apoyo de las potencias menos liberales.
Pío IX permaneció en Gaeta hasta que un ejército expedicionario franco-español, al mando de los generales Nicolás Charles Victor Oudinot (1791) y Fernando Fernández de Córdova y Valcárcel (1809-1883), desembarcó en Civittavecchia (24 abril 1849), rompió la defensa militar de Roma dirigida por Garibaldi y restableció el poder temporal del papa, que regresó a Roma el 12 de abril de 1850. Pío IX había recibido en esta ocasión el apoyo de Luis Napoleón, el revolucionario de los años treinta en los Estados Pontificios. Tan notable cambio del ahora príncipe-presidente de la II República francesa se debía no tanto a su interés por desalojar a Austria de la región italiana, como a la necesidad de congraciarse y mantener los votos de los católicos que habían contribuido a auparle en el poder; y desde luego no estaba dispuesto a perder tan decisivo apuntalamiento electoral. Por entonces, y debido a las experiencias que le habían tocado padecer tan directamente a Pío IX, la real o supuesta etapa liberal del gobierno temporal de Pío IX había quedado definitivamente liquidada.
El ciclo revolucionario de 1848 provocó un cambio en la actitud de Pío IX, como soberano temporal, pero igualmente contribuyó a transformar la mentalidad de sus contemporáneos. Si en la primera mitad del siglo xix la sociedad de los diferentes Estados italianos puede considerarse cristiana y afecta al papa, a partir de 1848 se rompe esa unanimidad. Fiel reflejo de esta situación es la trayectoria de un personaje tipo —tantas veces repetido y no sólo en la historia de Italia, sino en la de toda Europa— como Ausonio Franchi, un joven sacerdote que se separa de la Iglesia precisamente en 1848; a partir de entonces permutó la entrega de su vida que por su vocación sacerdotal estaba orientada a Dios y a las almas y dirigió todas sus energías a un proyecto tan diferente como el de difundir la idea de que el catolicismo debía ser sustituido por el racionalismo, que a su entender estaba llamado a convertirse en la religión de los tiempos modernos. Pues bien, lo que ocurre a partir de 1848 es que los proyectos nacionalistas italianos, además de la carga política, agregan a sus contenidos un sectarismo anticatólico, como se detecta en el programa de laicización impuesto en el reino de Piamonte a partir de entonces. Así las cosas, el entendimiento de Turín con Roma pasaba de ser muy difícil a resultar imposible.
Amainada la revolución en toda Europa y a la vista del fracaso de la estrategia de Mazzini, le tocaba intentarlo a Cavour con nuevos métodos, entre los que la diplomacia internacional iba a jugar un papel decisivo. Sin duda, Camilo Benso, conde de Cavour, es el gran artífice de la unidad italiana (P. Guichonnet, La unidad italiana, Barcelona, 1990). Su acción política es decisiva desde que en 1852 el rey Víctor Manuel (1849-1878) le nombró su primer ministro. Cavour trabajó en dos direcciones para conseguir sus propósitos de expulsar a Austria y lograr la unificación italiana: en primer lugar, trazó una política de acuerdos (Conferencia de Plombiéres, 21 julio 1858) con Napoleón III, que se selló con la alianza militar franco-sarda el 30 de enero de 1859; y en segundo lugar, alentó y apoyó la acción revolucionaria en secreto, para con posterioridad controlar ya oficialmente las conquistas militares de éstos, como sucedió con la expedición de Garibaldi sobre Nápoles en 1860, a quien se le dejó hacer en un primer momento, para después desplazarle y adueñarse del resultado de su expedición militar (D. Mack Smith, Cavour and Garibaldi, 1860: A Study in political conflict, Cambrigde, 1985).
Contando con el apoyo de Francia, Cavour inició una política de militarización de Piamonte y de provocaciones contra Austria, cuyos dirigentes, por no sopesar los apoyos internacionales que se había granjeado Cavour, enviaron un ultimátum, para que en tres días se procediera al desarme de Piamonte. La torpeza de la diplomacia austríaca le proporcionaba a Cavour el pretexto para enlabiar hostilidades militares. Fue suficiente que Cavour rechazara el ultimátum para que el Imperio austríaco hiciera una declaración de guerra (23 abril 1859). Daba comienzo, por tanto, la segunda guerra de independencia italiana, pero esta vez las tropas piamontesas contaban con el apoyo de una potencia europea, como era el II Imperio francés de Napoleón III. La guerra de Francia y Piamonte contra Austria, que se saldó con las derrotas de las tropas austríacas en las batallas de Magenta (4 junio 1859) y Solferinno (24 junio 1859), proporcionó a Piamonte la incorporación de Lombardía tras el armisticio firmado en Villafranca (8-12 julio 1859). A partir de este momento, Napoleón se retiró del proyecto italiano, preocupado por la opinión de los católicos franceses, que comenzaron a alarmarse por los atentados contra la soberanía nacional de los Estados Pontificios. Cavour, en efecto, había ido más lejos de lo acordado en Plombieres. El Véneto se anexionaría en la tercera guerra de independencia de 1866; en esta ocasión Italia contó con la alianza de Prusia frente a Austria.
Por otra parte, el consiguiente abandono de los territorios pontificios por parte de las tropas austríacas supuso su ocupación por Piamonte en 1860. Esc mismo año de 1860 fue anexionado el reino de Nápoles, gracias a la acción de Garibaldi. También en 1860 las asambleas constituyentes de Toscana, Módena, Parma y la Romana aceptaron a Víctor Manuel como rey. Por esas fechas, salvo el Véneto y la ciudad de Roma con sus alrededores, toda la península ya había sido conquistada. El 5 de abril de 1861 Víctor Manuel era proclamado rey de Italia. Una guarnición francesa permaneció en la defensa de Roma, que fue retirada por Napoleón III ante la necesidad de reforzar en el frente del Rin en la guerra franco-prusiana. Fue entonces cuando el gobierno italiano manifestó públicamente su intención de ocupar Roma. El 9 de septiembre de 1870 las tropas italianas iniciaron el avance sobre una ciudad indefensa y desguarnecida; seis días después capituló Civittavecchia. El día 20, el general Luigi Pelloux (1839-1924) bombardeó las murallas romanas, «gesta» por lo que se hizo merecedor de la Cruz de Guerra, y es que el artillero consiguió hacer blanco sobre la Porta Pía, por cuya brecha hizo su entrada triunfal el general Raffaele Cadorna (1815-1897). En esos momentos estaban reunidos en Roma los obispos de todo el mundo, en plena celebración del Concilio Vaticano I, que Pío IX tuvo que aplazar sine die «en espera de una época más oportuna y propicia». El secretario de Estado, cardenal Antonelli, por no sentirse capaz de garantizar el mantenimiento del orden, solicitó al general Cadorna que también ocupase con sus tropas Cittá Leonina. La pasividad de las naciones —católicas o no— ante la ocupación de Roma fue casi unánime; sólo se registró la protesta del presidente de Ecuador. En 1871 Víctor Manuel fijó la capital en Roma.
El gobierno italiano aprobó una Ley de Garantías (13 marzo 1871) para regular las relaciones con el papa en la Italia unificada. Dicha disposición legal no reconocía al romano pontífice ninguna soberanía nacional, separaba muy tenuemente la Iglesia del Estado conforme a tendencias regalistas, y sólo concedía a Pío IX a título personal el Vaticano, Letrán y Castelgandolfo. En consecuencia, Pío IX, que ya había lanzado una excomunión contra los usurpadores, incluido el rey de Italia, además de prohibir a los fieles participar en la vida política italiana («né eletti, né elettori»), situación que se mantuvo durante cuatro décadas, rechazó la Ley de Garantías por medio de la encíclica Ubi nos (15 mayo 1871), porque además de todos los motivos anteriores carecía de garantías internacionales y no era irrevocable. A partir de entonces, él y sus sucesores prefirieron vivir como prisioneros en el Vaticano, situación que se mantuvo hasta que en 1929 los pactos lateranenses reconocieron al diminuto Estado soberano formado por la ciudad del Vaticano que garantizaba la independiente actuación de los papas en la dirección de la Iglesia universal.
Pero a pesar de las tensiones políticas, Pío IX y Víctor Manuel no interrumpieron sus relaciones personales, que mantuvieron mediante correspondencia secreta (P. Pirri, Pió IX e Vittorio Emanuele del loro carteggio privato, 5 vols., Roma, 1944-1961). Murieron con tan sólo veintinueve días de diferencia, y cuando el rey se encontraba gravemente enfermo, el papa le envió un sacerdote para levantarle la excomunión con el fin de que así recibiera los últimos sacramentos, fuera enterrado como cristiano y se pudieran celebrar sus funerales.
El magisterio de Pío IX. Como ya anunciamos, un tercer apartado del pontificado de Pío IX tiene que hacer referencia a su magisterio como pastor de la Iglesia. Se comprenderá que ahora sólo atendamos a las aportaciones doctrinales más significativas de tan largo pontificado y que eludamos los comentarios sobre el Concilio Vaticano I, por ser analizado específicamente en otro lugar de este libro correspondiente a la historia de los concilios.
La encíclica inaugural de Pío IX, Qui pluribus (9 noviembre 1846), guarda una estrecha relación con el magisterio de los papas precedentes del siglo xix. No podía ser de otro modo, pues al fin y al cabo recibía de ellos para custodiarlo el mismo depósito de la fe y además quienes habían atacado la doctrina de la Iglesia, desde el pontificado de Pío VII, no habían variado sus planteamientos. Éstos no eran otros que los que consideraban incompatible la fe con la razón. Frente a esta exclusión, Pío IX proclama en su encíclica la armonía entre fe y razón. La fe compatible con la razón es la fe de la Iglesia católica —dirá Pío IX—, que a la vez es viva e infalible, por fundarse en la autoridad con la que Cristo quiso edificar su Iglesia sobre Pedro. Es de resaltar que en la Qui pluribus se apuntaba ya la infalibilidad del romano pontífice, que sería definida posteriormente como dogma por el Concilio Vaticano I, en 1870. Como sus predecesores, Pío IX vuelve a insistir en esta encíclica sobre el peligro del indiferentismo religioso. Sin embargo, la novedad más destacable en la encíclica inaugural de Pío IX es la condena del comunismo, ideología calificada en el documento pontificio «como la más contraria al derecho natural»; la denuncia fue realmente profética pues se hacía dos años antes de que Marx y Engels publicasen el Manifiesto comunista en 1848. Entre los remedios para superar la crisis doctrinal, el papa propone una seria y profunda evangelización de los fieles, para lo que sería preciso contar con un clero bien formado en los seminarios, intelectual y espiritualmente, de modo que «resplandeciera por la ejemplaridad de sus costumbres, la integridad de su vida y la santidad de su doctrina».
La primera de las grandes decisiones doctrinales fue la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción en 1854. Pío IX tuvo siempre una arraigada devoción a la Madre de Dios, lo que queda reflejado en las prácticas de piedad de su vida privada, como ya se vio. La iniciativa del papa se apoyaba en sólidos precedentes; en primer lugar, venía a confirmar oficialmente el sensus fidelium, pues desde muy antiguo era un sentir unánime del pueblo cristiano que la Virgen María había sido concebida sin pecado original. Sixto IV (1471-1484) había establecido la fiesta de la Inmaculada Concepción y Gregorio XVI había incluido este título en el prefacio de la misa. Pío IX, previamente, encargó a una comisión de cardenales y teólogos el estudio sobre la oportunidad de la definición de este dogma; después consultó a los obispos, de los que 546 respondieron afirmativamente de un total de 603. Mediante la bula Ineffabilis Deus (8 diciembre 1854) se hizo oficial dicha proclamación y en el documento pontificio se alude como garantía de dicha proclamación a la «infalibilidad con que Jesucristo ha investido a su vicario en la tierra». Se vuelve a repetir la doctrina del magisterio pontificio ex cathedra que quedaría a su vez definida —como acabamos de decir— en la constitución dogmática Pastor Aeternus (18 julio 1870) del Concilio Vaticano I. Menos conocida, aunque no menos firme y desde luego muy consecuente con su piedad mariana, fue también su devoción por san José, cuya fiesta extendió a la Iglesia universal y a quien proclamó patrón de la Iglesia católica, precisamente un 8 de diciembre de 1870.
Por fuerza hay que referirse en este apartado a la condena del liberalismo o de la «moderna civilización», contenida en la encíclica Quanta cura (8 diciembre 1864), a la que en esta ocasión se añadía un compendio (Syllabus) de errores que se deducían de la ideología liberal. Desde el pontificado anterior preocupaba a la jerarquía dar una respuesta clara que delimitase la compatibilidad o no de la doctrina de la Iglesia con las ideologías que estaban articulando el mundo contemporáneo y que se imponían como una nueva «religión del Estado». Gregorio XVI ya había dado un primer paso en la Miran Vos (15 agosto 1832), que se completaba ahora con estos documentos de Pío IX. La redacción de la Quanta cura y del Syllabus se empezó a preparar desde 1860; dos años después estaba prácticamente acabada y en junio de 1863 se entregó el documento a los numerosos obispos que acudieron a Roma con motivo de la canonización de los mártires de Japón. La aceptación de la doctrina de los documentos fue unánime y sólo unos pocos manifestaron su disconformidad, pero sólo en cuanto a la oportunidad de publicarlos entonces. Poco después de conocer el contenido del Syllabus los obispos, y debido a una filtración de un clérigo y funcionario del Vaticano, aparecieron en un periódico de Turín en 1863, lo que desató una fuerte campaña anticlerical. A pesar de todo, Pío IX decidió seguir adelante y se publicaron los documentos en el décimo aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción.
Como se puede leer en la Quanta cura, se pretendía hacer frente a los «errores, que no sólo tratan de arruinar a la Iglesia católica, su saludable doctrina y sus derechos sacrosantos, sino también la misma eterna ley natural grabada por Dios en todos los corazones y aun en la recta razón». Se aludía a continuación al panteísmo, al regalismo, al comunismo y al socialismo.
Pero quizás el núcleo de la encíclica residiera en la denuncia y correspondiente condena del «impío y absurdo principio llamado del naturalismo» por cuanto de él se hacían derivar algunas de las características específicas de la «moderna civilización»: la pretensión de gobernar la sociedad humana sin religión; la laicización de las instituciones; la separación de la Iglesia y el Estado; la libertad de prensa, la libertad de cultos ante la ley y, en definitiva, la libertad de conciencia (G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t.I).
Las condenas del liberalismo de la Quanta cura eran más tajantes y desde luego más explícitas que las de la Mirari Vos, porque a continuación se anatematizaban las 80 proposiciones contenidas en el Syllabus, tales como que la razón humana se puede erigir en el único arbitro para establecer el bien y el mal, la verdad y el error, se condenaba igualmente el indiferentismo religioso, la pretensión de desmitificar los misterios de la fe, los ataques contra el matrimonio y la defensa del divorcio etc. Por lo demás, cada una de las 80 propuestas del Syllabus debía ser interpretada a la luz de una larga serie de documentos doctrinales, ya publicados con anterioridad, que ahora se citaban expresamente. Sólo en esa conjunción cobraba pleno sentido el contenido doctrinal del Syllabus.
Las 80 propuestas del Syllabus se agrupan en los siguientes diez capítulos: 1) panteísmo, naturalismo y racionalismo absoluto; 2) racionalismo moderado; 3) indiferentismo y laxismo; 4) socialismo, comunismo, sociedades secretas, sociedades bíblicas y sociedades clericales-liberales; 5) errores sobre la Iglesia y sus derechos; 6) errores sobre la sociedad civil, considerada en sí misma y en sus relaciones con la Iglesia; 7) errores sobre la moral natural y cristiana; 8) errores sobre el matrimonio; 9) errores sobre el poder temporal del romano pontífice; y 10) errores sobre el liberalismo.
Intencionadamente en cierta prensa se difundió el Syllabus, pero no lo que decían los documentos precedentes; y fue así como desde entonces hasta hoy el Syllabus pervive para algunos como prototipo del escándalo y arma arrojadiza contra la Iglesia de quienes la prejuzgan como una institución retardataria. Ríos de tinta ha hecho correr la proposición n.° 80, en la que el Syllabus, en efecto, condena la «moderna civilización»; ahora bien, en dicha propuesta se hace referencia a una declaración de Pío IX de 1861 en la que se decía lo que algunos entendían por «moderna civilización», como era la legislación contra los conventos o la vejación contra el clero. Y desde luego que la condena de Pío IX no se refería a simples especulaciones intelectuales, sino a realidades bien concretas que, como en el caso español, habían llegado hasta el asesinato colectivo de frailes entre los años 1834 y 1835. Por otra parte, antes que Pío IX de-(erminados liberales ya habían proclamado la incompatibilidad entre la doctrina de la Iglesia y el liberalismo, esto es, entre el sentido cristiano de la vida y la «moderna civilización» que ellos mismos decían representar.
Veamos un ejemplo de lo que acabamos de decir que, por español, no deja de ser muy repetido en la Europa de estos años. Tanto en la prensa como en los discursos parlamentarios se pueden encontrar bastantes declaraciones, como las del progresista Pascual Madoz de «que los conventos son incompatibles con las luces del siglo» (J. Paredes, Pascual Madoz 1805-1870, libertad y progreso en la monarquía isabelina, Pamplona, 1982). Era ésta una expresión que quería decir lo mismo que una frase de Alphonse de Lamartine (1790-1869) —prototipo de la «moderna civilización»—, que el mismo Madoz colocó en la portada de uno de sus libros de estadística del clero español y que resumía su contenido; literalmente decía así: «L’état monacal dans l’époque ou nous sommes, á toujours profondément repugné a mon intelligence et a mon raison» («Siempre me repugnó profundamente, a mi inteligencia y a mi razón, la existencia del estado monacal en la época actual»). En ese mismo libro, tras largos razonamientos apoyados en la estadística, Madoz llega a varias conclusiones; la primera era así de contundente y escueta: «suprimir, desde luego, todos los conventos». Pues bien, ese modo concreto de entender la «moderna civilización» era realmente el objeto de las condenas de Pío IX. Por lo demás, y por seguir hasta el final con el ejemplo del progresista español, la pervivencia de los conventos desmontaron por la base sus planteamientos ideológicos y su sectarismo, derivados de un voluntarismo que le impedía ver la realidad y respetar la libertad ajena. Porque en el caso de Madoz, bien cerca de él tuvo la prueba en contra; sólo después de morir Pascual Madoz, una de sus hijas fue libre para ingresar en un convento de carmelitas de clausura y además llegó a ser la priora del de Beas de Segura (Jaén), uno de los de más tradición en España, al haber sido fundado personalmente por santa Teresa.
En conclusión, el magisterio de Pío IX no estuvo nunca condicionado por intereses humanos o temporales; todos sus escritos tienen como propósito este triple objetivo: la gloria de Dios, la defensa de la Iglesia y el bien de los hombres. E igualmente la consecución de este triple objetivo fue lo que le movió en sus relaciones con las potencias y sus gobernantes. Como el magisterio de su predecesor Gregorio XVI, el de Pío IX se caracteriza por ser más defensivo que constructivo, debido al acoso de los enemigos de la Iglesia durante esos años. Pero también los profetas se convierten a menudo en mensajeros de denuncias y condenas (B. Mondin, Dizionario enciclopédico dei Papi, Roma, 1995); y los mensajes de las denuncias y de las condenas de la modernidad en los tiempos en que ésta recogía sus mayores triunfos podían parecer reaccionarios y antihistóricos, pero a la vista de las consecuencias catastróficas de la modernidad resultan más que nunca mensajes auténticamente proféticos. Desde este punto de vista, el magisterio de Pío IX no puede considerarse como un recalcitrante discurso tradicionalista, como a veces ha sido tachado; por el contrario, se levanta como un valiente magisterio profético adelantándose al tiempo. Si en el terreno político se le pueden objetar reparos a Pío IX como soberano temporal, en el campo de la fe, que es el que cuenta en definitiva para valorar a un papa, la historia ha venido a dar la razón al magisterio de Pío IX.
La vida de la Iglesia. Queda por último referirnos, en cuarto lugar, a la vida de la Iglesia durante los casi 32 años del pontificado de Pío IX. Paradójicamente la pérdida de los Estados Pontificios coincide con el inicio del progresivo crecimiento de la autoridad moral de los pontífices romanos, autoridad reconocida por otra parte dentro y fuera de la Iglesia. Y como no podía ser menos, esa transformación afectó naturalmente a la curia romana y al colegio cardenalicio. No pocos eclesiásticos pertenecientes a la aristocracia italiana que se incrustaban en estas instituciones para medrar y servirse de la Iglesia, fueron sustituidos por verdaderos pastores de almas dispuestos a servir a una Iglesia a la que, tras la pérdida de los Estados Pontificios, le quedaban ya pocas cosas lemporales que defender en Italia. Una Iglesia que, por lo demás, levantaba sus ojos de los asuntos italianos para mirar a todos los hombres con un alcance más universal. Así, el nuevo perfil del clérigo de la curia romana venía dado por su celo pastoral y su preparación en las ciencias eclesiásticas.
Durante el pontificado de Pío IX, los católicos más que nunca cerraron filas en torno al sucesor de san Pedro, que como pastor de almas cuidó con esmero el nombramiento de los obispos en todo el mundo y en los que intervino muy directamente. Se superaban así los viejos localismos clericales, lo que supuso una mejoría notable en la selección de los candidatos al episcopado. Y lodo esto sucede en un período en el que los «mundos» incomunicados del Antiguo Régimen rompen su aislamiento y se unifican en un solo mundo en el que las decisiones tienen consecuencias cada vez más globales. Y en este punto, el pontificado de Pío IX supo estar a la altura de las circunstancias, al impulsar la expansión de la Iglesia en los continentes extraeuropeos y edificar sobre los cimientos misionales que ya había puesto Gregorio XVI. Sólo el siguiente dato confirma a las claras lo que acabamos de afirmar: entre 1846 a 1878, Pío IX erigió 206 nuevas diócesis y vicariatos apostólicos. Por otra parte, la centralización llevada a cabo por Pío IX reservaba a los nuncios un papel decisivo en el gobierno de la Iglesia en cada una de las naciones. A su vez, se acrecentó la autoridad de los obispos sobre los párrocos, consiguiéndose así un clero más disciplinado, más piadoso y más celoso de su feligresía, potenciándose de este modo la vida parroquial.
Por su parte, las órdenes y congregaciones religiosas experimentaron un notable desarrollo. En primer lugar, hay que referirse a los jesuítas por la importancia que adquirieron en la vida de la Iglesia, tanto por su número como por la calidad de sus miembros. Al comienzo del pontificado de Pío IX había unos 4.500 jesuítas; durante este período la Compañía de Jesús tuvo al frente al padre Roothan (1829-1853) y al padre Beckx (1853-1887); al concluir el mando de este último los 11.480 jesuítas se repartían en 19 provincias por todo el mundo. Las antiguas órdenes, como los benedictinos, los franciscanos, los dominicos y los agustinos, vivieron una auténtica restauración. Y además de lodo lo anterior se fundaron nuevas congregaciones religiosas, como la Sociedad del Verbo Divino (1875) de Arnold Janssen (1837-1909), que tanta importancia tendría en el desarrollo misional, y que experimentó un considerable desarrollo durante el pontificado de Pío IX. Entre las congregaciones misioneras que surgieron entonces hay que mencionar también la Congregación del Inmaculado Corazón de María, que nació en Bruselas (1863) por inicia tiva de Theophile Verbist; los misioneros ingleses de Mill Hill (Londres), creados en 1866 por Herbert Vaughan (1832-1903); o la Sociedad de Misioneros de Nuestra Señora de las Misiones de África (Padres Blancos) de Charles Lavigerie (1825-1892), que evangelizaron el norte de África y penetraron también hacía el interior del continente. De todas ellas, probablemente, la más popular fue la fundación de los salesianos (1859) del sacerdote piamontés Giovanni Melchior Bosco (1815-1888), destinada a la educación de los hijos de los obreros y a las misiones; Don Bosco completó la fundación de sus salesianos con la de la congregación femenina de las Hijas de María Auxiliadora. La lista completa de las nuevas congregaciones sería larguísima; baste decir que en el conjunto de las nuevas fundaciones, las femeninas aventajaron por su número a las masculinas.
El pontificado de Pío IX fue, también, un período de grandes santos, como el propio Don Bosco, ya citado. Pero sólo vamos a referirnos a dos de ellos, un hombre y una mujer, cuyas vidas se levantan como un marcado contraste frente a las circunstancias históricas del momento. En el siglo del positivismo, de la certeza científica, del cientifismo en suma, vivió uno de los grandes santos de toda la historia de la Iglesia como san Juan María Bautista Vianney (1786-1859), que suplió con su oración y mortificación heroicas sus escasas cualidades intelectuales para el estudio, que a punto estuvieron de impedirle su ordenación sacerdotal. Llegó al sacerdocio a los 29 años y aún después de ordenado tuvo que seguir otros tres años entre sus profesores recibiendo clases extras y repasando la teología antes de comenzar su actividad pastoral en Ars, donde permaneció toda su vida. Canónicamente, Ars no era ni siquiera parroquia, sino una dependencia de otra cercana, pero a pesar de no ser párroco y de todas sus deficiencias intelectuales, el cura de Ars es el patrón de los párrocos, propuesto por la Iglesia al clero como modelo de vida de piedad y atención a la feligresía en el confesonario, en cuyas largas colas de penitentes había siempre personas de toda condición, procedentes muchos de ellos de lugares muy lejanos de la pequeña aldea de Ars.
Por otra parte, y también en contraste con el siglo de las revoluciones políticas y sociales, de la revolución de los transportes, del activismo en suma, la otra gran santa que vivió entre los pontificados de Pío IX y León XIII (1878-1903) fue santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), una monja de clausura del Carmelo de Lisieux, que murió a la edad de 24 años. Es, sin duda, una de las santas más populares y sin embargo su vida no fue nada vistosa. Sin salir de su convento provinciano no hizo nada llamativo, ni siquiera fue famosa en vida, pero marchó con extraordinaria fidelidad por «la petite voie» («el caminito»), como ella misma le llama en su autobiografía interior (Historia de un alma, Madrid, 1991, 3.a ed.) a su programa de vida, que se reducía a estas cinco ocupaciones: adorar, rezar, sufrir, trabajar y encomendar. Para resaltar la eficacia de la oración en el apostolado frente al mero activismo humano, siempre estéril, la Iglesia la ha designado patrona de las misiones. En 1997, Juan Pablo II (1978) la proclamó doctora de la Iglesia.
Y si dirigimos la atención hacia las formas de piedad popular, se observa que sus practicantes aumentaron y que dichas prácticas adquirieron una mayor hondura teológica, gracias a la actuación de un clero más piadoso y mejor formado. Coinciden todos los autores en afirmar que durante el pontificado de Pío IX se produjo un redescubrimiento de Cristo y concretamente de la devoción al Sagrado Corazón impulsada por los jesuitas. El culto eucarístico experimentó también notables avances: superado el rigorismo jansenista comenzó a generalizarse la comunión frecuente y proliferaron las prácticas de adoración del Santísimo Sacramento.
También estos años centrales del siglo xix se caracterizan por un mayor arraigo y extensión de la devoción mariana. Ya se dijo que en 1854 el papa proclamó el dogma de la Inmaculada y que muchas de las congregaciones fundadas entonces se pusieron bajo la protección de la Madre de Dios. Además, durante estos años se registran apariciones de la Virgen en varios lugares; Lourdes fue de todos ellos el más popular (R. Laurentin, Lourdes. Documents authentiques, 6 vols., París, 1957-1961). Entre los meses de febrero a julio de 1858, la Virgen se apareció dieciocho veces a Bernadette Soubirous (1844-1879). Sólo cuatro años después y tras un meticuloso estudio de lo acontecido, el obispo de Tarbes se pronunció favorablemente. Y a partir de 1872, Lourdes se convirtió en centro de masivas peregrinaciones procedentes de todo el mundo. Como es sabido, Bernadette al preguntar por la identidad de la Señora recibió esta respuesta: «Yo soy la Inmaculada Concepción.» Por todo ello, no es de extrañar que el propio Pío IX colocase una imagen de la Virgen de Lourdes en su oratorio y que aprobase su coronación solemne. La ceremonia se celebró (3 julio 1879) poco después de su muerte. En el acto, presidido por el nuncio, estuvieron presentes 34 obispos, 3.000 sacerdotes y más de 100.000 fieles. La vidente fue canonizada por Pío XI, precisamante un 8 de diciembre del año 1933 (H. Petitot, Sainte Bernadette, París, 1940).

La salud de Pío IX comenzó a declinar en 1877, claro que por entonces ya tenía 86 años. Tan inminente veía su muerte el gobierno italiano, que se adelantó a las circunstancias y comenzó los preparativos de sus funerales con demasiada antelación. Antes se vio obligado a celebrar las pompas fúnebres de su soberano, pues —como ya vimos— el rey de Italia murió cuatro semanas antes que Pío IX. Los primeros días de febrero de 1878 todavía el santo padre concedió algunas audiencias. El día 6, Pío IX se vio afectado por un catarro con ligera fiebre y al día siguiente por la tarde su vida se extinguió suavemente; en la habitación del moribundo se rezaba el rosario y al llegar al cuarto misterio doloroso, Pío IX alzó los ojos al cielo y expiró. Según había dispuesto en su testamento, sus restos mortales fueron trasladados a la basílica de San Lorenzo Extramuros en 1881. En 1907 se introdujo en la curia romana su causa de beatificación. El proceso fue suspendido en 1922 por falta de documentación, para ser reabierto en 1954. Concluyó la primera fase en 1985, con el reconocimiento de que Pío IX vivió las virtudes cristianas en grado heroico.

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