Pío IX (16 junio 1846 - 7 febrero
1878)
Hasta 1871 circulaba una profecía
apócrifa —Annos Petri non videbis («No superarás el tiempo de Pedro»)— según la
cual ningún papa podría sobrepasar el cuarto de siglo que se atribuye al
pontificado romano de san Pedro. Pío IX, que poseía Un fino sentido del humor,
al cumplirse los 25 años de su elección, mandó colocar en un pilar de la
basílica de San Pedro —justo sobre la imagen de bronce del primer papa,
conocida como El Pescador— un mosaico con la fecha de la efemérides, como
queriendo certificar su victoria sobre tan singular profecía.
En efecto, el pontificado de Pío
IX es el más largo de toda la historia: duró exactamente 31 años, siete meses y
veintidós días. Tan dilatado mandato se sitúa en el centro del siglo xix,
período en el que se aclimata definitivamente el régimen liberal en Europa. Por
entonces, además, se acelera el discurrir del tiempo; durante estos años pasan
muchas cosas, muy de prisa, y algunas tan importantes como la pérdida de los
Estados Pontificios, que pone fin a un largo período de más de mil años. Tan
consciente era del cambio que le tocó en suerte, que el mismo Pío IX manifestó
a monseñor Czacki al final de sus días:
Mi sucesor deberá tomar
inspiración de mi apego a la Iglesia y de mi deseo de hacer el bien. En cuanto
a lo demás, todo ha cambiado a mi alrededor. Mi sistema y mi política ya han
visto pasar su época, pero yo soy demasiado viejo para cambiar de orientación;
eso será la obra de mi sucesor (D. Ferrata, Mémoires, t. I, Roma, 1920).
Si además consideramos que entre
los principales personajes contemporáneos de Pío IX se encuentran Pierre-Joseph
Proudhon (1809-1865), Karl Marx (1818-1883), Friedrich Engels (1820-1895),
Auguste Comte (1798-1857), Friedrich Nietzsche (1844-1900), Charles Darwin
(1809-1882), Metternich (1773-1859), Cavour (1810-1861), Otto von Bismarck
(1815-1898) o Napoleón III (1808-1873), se comprenderán las muchas y variadas
tensiones a las que fue sometido su gobierno temporal y espiritual. Todo ello
hace imposible que se pueda realizar una semblanza de tantos y tan intensos
años de pontificado siguiendo un esquema cronológico, por lo que a continuación
se explicarán los hechos más sobresalientes agrupándolos en los siguientes
cuatro apartados: la personalidad del pontífice, la pérdida de los Estados
Pontificios, las aportaciones doctrinales de Pío IX, y los principales
acontecimientos de la vida de la Iglesia durante estos casi 32 años.
Personalidad y carrera
eclesiástica. Giovanni Maria dei conti Mastai Ferretti nació en Senigallia (13
mayo 1792), ciudad de la costa adriática situada muy cerca de Ancona. Su padre,
Girolamo Mastai Ferretti, formaba parte de una familia noble de Lombardía; su
madre, Caterina Solazzi, era miembro igualmente de una distinguida estirpe
italiana. De los 10 a
los 16 años cursó los primeros estudios en el colegio de los escolapios de
Volterra, en Toscana. En 1809 recibió la tonsura, y tras estudiar teología en
el colegio romano fue ordenado sacerdote (10 abril 1819).
Por mediación de un canónigo de
Roma, pariente suyo, fue nombrado director espiritual del popular orfelinato
Tata Giovanni, donde dejó un grato recuerdo por su entrega y generosidad hacia
aquellas criaturas. Por entonces, el cardenal Cario Odescalchi (1786-1841) le
puso en contacto con la espiritualidad ignaciana y el entonces sacerdote Mastai
consideró incluso la posibilidad de ingresar en los jesuítas, idea de la que le
disuadió su confesor, el canónigo Starace. En 1823, fue nombrado auditor del
delegado apostólico de Chile, monseñor Giovanni Muzi, por lo que en los
primeros días de ese año se embarcó hacia América; en la escala que hizo en
Baleares fue apresado y encarcelado por las autoridades liberales de la isla de
Palma con el pretexto de que carecía del permiso de las cortes españolas.
Solventado el percance, emprendió rumbo al continente americano, donde recorrió
durante casi dos años Argentina, Chile, Bolivia, Perú, Colombia y Uruguay; tan
larga y directa experiencia le permitió conocer a fondo la situación misionera
de la Iglesia. En 1825 fue nombrado canónigo de Santa María y director del
hospicio de San Miguel, donde se ganó el aprecio de todos por su conducta
caritativa y talento administrativo, pues allí introdujo la novedad de enseñar
un oficio a los niños abandonados. Como manifestación de su celo sacerdotal
dedicó mucho tiempo a la predicación en diferentes iglesias y organizaciones
religiosas de Roma.
Poco después, León XII
(1823-1829) le encomendaba el arzobispado de Spoleto (24 abril 1827), donde
mejoró la formación del clero, reformó los monasterios y elevó la moralidad
pública. En Spoleto dio muestras de su talante conciliador, pues durante las
revueltas de 1831 supo remansar la situación tras mediar entre los
revolucionarios italianos y el general austríaco. Gregorio XVI (1831-1846) le
trasladó a Imola como titular de la diócesis en 1832. En Imola llevó a cabo
toda una serie de fecundas iniciativas. Reformó y mejoró notablemente su
seminario, fundó un asilo para los sacerdotes ancianos, fomentó la apertura de
numerosas escuelas e instaló en su propio palacio una escuela bíblica. Gregorio
XVI le nombró cardenal en 1840, manteniéndole en Imola, donde permanecería hasta
su elevación al pontificado seis años después.
Como obispo de Imola acogió a
todos sus feligreses, incluidos los liberales, de los que se ganó la amistad de
no pocos; y fue allí donde comenzó su reputación de liberal, si bien es cierto
que ya su familia —muy conocida, por otra parte, en Italia— gozaba de este
misma fama. En determinada ocasión, parece ser que Luigi Lambruschini
(1776-1854) tuvo la exagerada ocurrencia de comentar en público que «en casa de
los Mastai son todos liberales, incluido el gato». Evidentemente, desde las
posiciones de Lambruschini, secretario de Eslado de Gregorio XVI, se veía con
aumento la moderada actuación del obispo de Imola que emanaba de su libertad de
espíritu y de su talante renovador. Así, por ejemplo, por pertenecer su
diócesis a los territorios del papa, elevó en 1845 a la Santa Sede sus
Pensieri relativi aU’Amministrazione pubblica dello Stato pontificio con 58
peticiones bastante razonables, entre las que figuraban las de establecer un
sistema financiero para salir de la pobreza, reformar el sistema penitenciario,
mejorar los sueldos de los funcionarios, agilizar los trámites de la justicia,
controlar con mayor seriedad las concesiones de las titulaciones universitarias
o fomentar las obras públicas y la creación de industrias.
Lo cierto es que entre los planes
de Gregorio XVI y los proyectos de los patriotas para la unificación italiana
no hubo entendimiento posible, por lo que la elección de su sucesor, en 1846,
vino a añadir una inesperada expectativa. Para entender esta intrincada
situación es conveniente hacer algunas referencias al pasado. La incorporación
de la región italiana al Imperio napoleónico había supuesto de hecho la casi
total unificación política de los Estados de esta zona y la difusión de la ideología
liberal. Los acuerdos de Viena de 1815, aunque descompusieron de nuevo el mapa
de la península itálica en siete Estados, no pudieron desvanecer en los años
siguientes la ilusión de los nacionalistas que había surgido a la vista de la
«unificación» napoleónica de Italia. Es más, las corrientes románticas del
momento fortalecieron los ideales patrióticos y dieron lugar al fenómeno
cultural y político que se conoce como Risorgimento (A. Scirocco, L’Italia del
Risorgimento, 1990).
A excepción del reino de
Piamonte, los otros seis Estados italianos se habían convertido en una zona de
hegemonía de Austria; es más, el territorio de uno de estos seis Estados, el
reino lombardo-véneto, se había incorporado al Imperio austríaco. Se explica
así que el Risorgimento fuera nacionalista y liberal, en contraposición con un
régimen absolutista como el de Austria, cuya presencia había que barrer de
Italia si es que se quería conseguir su unidad. Y en este punto es donde entra
en juego la situación del papa, que además de ser soberano temporal de los
territorios del centro de Italia y desde luego de Roma, capital natural de la
proyectada Italia unificada, había condenado los principios doctrinales del
liberalismo.
Por su parte, el programa del
partido de la Joven Italia de Mazzini (1808-1872) proponía la sustitución de la
fe religiosa por su ideología nacionalista y partía del prejuicio de que la
Santa Sede había perdido de vista su misión y dificultaba el progreso. Tales
planteamientos, por tanto, excluían a los católicos de sus filas, pues el
voluntarismo de Mazzini daba la espalda a dos realidades tan evidentes como
eran la existencia de muchos católicos italianos partidarios de llevar a cabo
la unificación y el innegable prestigio del papado. Así pues, Vicenzo Giobcrti
(1801-1852), en su Del primato morale e civile degli italiani de 1842,
construía la unidad de Italia, precisamente, con los elementos que Mazzini
había desechado. El programa neogüelfo de Gioberti proponía que los Estados
soberanos italianos, libres de influencias austríacas, formasen una
confederación previo acuerdo entre las cortes de Roma y Turín. Según Gioberti,
la presidencia de la confederación debería recaer sobre el papa, pues en su
opinión sólo él tenía la fuerza moral suficiente para actuar de arbitro y
garantizar la estabilidad social. Al reino de Piamonte se le reservaba el papel
de guardián de la confederación, pues debía aportar su fuerza militar. Una
tercera postura era la de quienes declarándose católicos, como Massimo
D’Azeglio (1798-1866), consideraban que la moral evangélica era incompatible
con el poder temporal del papa, lo que les llevaba a estar en contra del
Primato propuesto por Gioberti.
Todas estas circunstancias
explican que en el ánimo de los cardenales que se reunieron en el cónclave de
1846 pesara y mucho la orientación que el futuro papa podría dar a sus
obligaciones temporales, ineludibles por ser soberano de los Estados
Pontificios. La presión exterior era igualmente manifiesta. D’Azeglio había
hecho público que el cardenal Gizzi sería la persona adecuada para llevar a
cabo sus proyectos unificadores; además, Gizzi era muy popular en Roma. Sonaba
también el nombre del cardenal Mastai como candidato de los conclavistas
moderados. Mastai tenía a su favor el haber salido airoso en unas diócesis de
los Estados Pontificios, en las que la población era muy crítica con la
administración pontificia. Los zelanti, por su parte, apoyaban a Lambruschini,
porque, además de su experiencia como secretario de Estado, era la garantía de
que no iba a faltar el apoyo de Austria para hacer frente a los revolucionarios
italianos. La dificultad de esta elección presagiaba que el cónclave iba a ser
muy largo, pero contra pronóstico en tan sólo 48 horas se conseguía a la cuarta
votación agrupar más de los dos tercios de los votos en el cardenal Mastai, que
eligió el nombre de Pío IX en reconocimiento a su bienhechor Pío VII
(1800-1823).
Los testimonios que transmiten
quienes trataron de cerca a Pío IX, indican que esa reputación liberal con la
que llegó al pontificado tenía más fundamento en sus nada recatados reproches
hacia el gobierno temporal de Gregorio XVI y sobre todo hacia su secretario de
Estado, que en compromisos con el programa neogüelfo de un Gioberti o el de un
D’Azeglio, y mucho menos con el de los liberales y nacionalistas
revolucionarios de Italia. Sin embargo, y a pesar de lo dicho, es bien cierto
que quien ocupó la cátedra de san Pedro en 1846 era un papa liberal en el
imaginario de sus contemporáneos, entre ellos Metternich, que recibió la
noticia con sorpresa y recelo, pues su candidato era el cardenal Lambruschini.
En la documentación recogida para
su beatificación \'7bRomana seu senigallensis… serví Dei Pii IX positio super
virtutibus, 3 vols., Ciudad del Vaticano, 1961-1962) se contienen muchos datos
de su vida, que estuvo siempre orientada por una fe viva y profunda. Conocemos,
por supuesto, su horario habitual. Se levantaba a las cinco de la mañana y a
continuación dedicaba dos horas a la oración, la misa y la acción de gracias de
la comunión. Después destinaba una hora para despachar los asuntos urgentes y
desayunaba a las nueve. El resto de la mañana hasta las dos, hora del almuerzo,
atendía la correspondencia y recibía a los cardenales y prefectos de las
distintas congregaciones. Tras almorzar rezaba el rosario y el breviario,
paseando por las galerías o los jardines del Vaticano. Antes de la pérdida de
los Estados Pontificios, acostumbraba recorrer las calles de Roma y se
interesaba por sus gentes y por la enseñanza del catecismo a los niños. A las
cinco comenzaba de nuevo los despachos hasta las nueve. Y, por fin, cenaba,
rezaba el resto del oficio y se retiraba a descansar.
Pío IX, además de ser un hombre
de fe, vivió ejemplarmente la caridad. Durante sus primeros años de sacerdocio,
contra la práctica frecuente de algunos clérigos de entonces que se afanaban
por hacer carrera eclesiástica, Mastai utilizó sus relaciones influyentes —y
tenía muchas por su origen familiar— para conseguir un objetivo bien diferente.
Como ya se dijo, se dedicó al servicio de los pobres y los desheredados en los
orfanatos. A lo largo de su vida nunca buscó cargos ni nombramientos; y cuando
le llegaron, la caridad siguió marcando el rumbo de sus actuaciones. Dos
características sobresalientes de su vida interior fueron la confianza y el
abandono en la divina Providencia y su devoción filial a la Santísima Virgen.
También se nos ha transmitido con
bastante exactitud los rasgos de su personalidad, naturalmente no todos
positivos, como el de su emotividad, que le cegó para elegir a alguno de sus
colaboradores, o el de su espontaneidad, que le llevó en ocasiones a emitir
juicios irónicos o mordaces sobre algunas personas. No obstante, son muchísimos
más los juicios favorables de sus contemporáneos, que nos presentan a un hombre
cordial, bromista, simpático, con sentido común, dotado de una inteligencia
práctica, generoso y humilde; desde su sencillez, él mismo llegó a contar que
para no envanecerse con los aplausos que le prodigaban en la basílica de San
Pedro, trataba de distraerse con la calva del embajador de Francia.
Por otra parte, el juicio de los
historiadores actuales es unánime; para unos (R. Aubert, Pío IX y su época, en
A. Fliche y V. Martín, Historia de la Iglesia, t. XXIV, Valencia, 1974):
llegado a papa no cambia su vida
interior. Celebra fervorosamente la misa, reza de día y de noche, ama a la
Virgen, come frugal, utiliza muebles sencillos. Disimula molestos sufrimientos
de las piernas, usa algunas disciplinas. Sonriente, caritativo, daba a manos llenas
el dinero que los fieles le entregaban: en pocas horas recibió y repartió un
millón.
Para otros (G. Redondo, La
Iglesia en el mundo contemporáneo, t. I):
Pío IX fue hombre de profunda
bondad, valeroso y piadoso, de notable inteligencia práctica abierta a los
problemas y cuestiones de su tiempo. En su largo pontificado estuvo siempre
rodeado de una aureola de viva popularidad. Procuró —y consiguió— actuar
siempre al frente de la Iglesia como lo que era: como sacerdote. Pío IX fue
esencialmente pastor. Y quizá fue esto lo que suscitó en torno a él la
fervorosa adhesión del pueblo cristiano que produjo la superación definitiva de
las irritantes tensiones de las iglesias nacionales y permitió a la Iglesia
católica adoptar una firme y consciente postura ante las nuevas orientaciones
que implicaba el liberalismo.
La pérdida de los Estados
Pontificios. Como ya se dijo, el talante abierto, la buena voluntad y el
espíritu de conciliación de Pío IX fueron interpretados por muchos como que
había sido elegido un papa liberal. No pocos italianos creyeron ver en la
elección de Pío IX la puesta en marcha del proyecto unificador de Italia; de
modo que buena parte de la popularidad inicial de Pío IX se debe al equívoco de
quienes pensaron que encabezaría el proceso de unificación italiana. Pero, por
su parte, el nuevo pontífice —que siempre tuvo como preocupación dominante su
ministerio espiritual— ni siquiera había entrado a considerar los proyectos
neogüelfos de la confederación por considerarlos incompatibles con su misión
sacerdotal, y mucho menos el diseño mazziniano de una Italia unitaria, por
atentar contra su propia soberanía temporal. Por lo demás, el sectarismo
antirreligioso de los patriotas más radicales excluía definitivamente la
colaboración del pontífice. No obstante, esa primera impresión que se creó en
el imaginario italiano de un papa liberal y revolucionario fue agrandándose
durante los primeros años del pontificado de Pío IX. Por lo tanto, cuando se
deshizo el equívoco, la desilusión de los patriotas fue directamente
proporcional a la magnitud de la falsa imagen del papa que sus deseos
independentistas habían trazado.
Las primeras medidas de su
gobierno vinieron a reforzar aún más esa reputación liberal que se había
forjado el imaginario italiano: nombró a Gizzi secretario de Estado; en julio
encargó a una comisión un plan de reformas administrativas; permitió una mayor
libertad de prensa; introdujo el gas para la iluminación de las calles, y
aprobó la construcción de un ferrocarril. Sin embargo, nada contribuyó tanto al
incremento de su fama de liberal como el decreto de amnistía (17 julio 1846)
que puso en la calle a muchos presos políticos, lo que se juzgó como una
descalificación del gobierno del pontificado precedente. En realidad, se
trataba de una falsa interpretación más de una decisión de Pío IX, acorde con
una tradición de inaugurar los pontificados con concesiones de perdón a los
presos. Todos exageraron y extralimitaron sus juicios, de modo que se desbordó
el entusiasmo de los liberales —italianos y europeos— y se desató el miedo de
los partidarios del autoritarismo. Las cosas llegaron a un punto que los
capellanes de algunos conventos invitaron a las monjas a elevar sus oraciones
por la Iglesia para librarla de los males del gobierno de un papa liberal.
En efecto, el entusiasmo de los
patriotas italianos tenía su contrapeso en el temor que esa imagen de papa
liberal y revolucionario suscitó en los partidarios del absolutismo, como fue
el caso de Metternich. El canciller austríaco, para intimidar al pontífice,
realizó una demostración de fuerza y ocupó por sorpresa la ciudad de Ferrara en
el verano de 1847, lo que suscitó las protestas de los patriotas italianos. La
lógica condena de esta agresión por parte de Pío IX se entendió como un acto de
solidaridad con los patriotas. Otra interpretación más, equivocada y
magnificada, que provocó el delirio de los patriotas italianos: Carlos Alberto
(1831-1849) ofreció su espada a Pío IX; Giuseppe Garibaldi (1807-1882) desde
América puso a disposición del papa su legión de voluntarios, y Mazzini le
dirigió una carta para solicitarle que encabezara el proceso de unificación
italiana. La ocupación de Ferrara sirvió para dejar dos cosas muy claras:
primera, que los italianos estaban dispuestos a luchar contra Austria para
conseguir la independencia y, segunda, que los revolucionarios no tenían ningún
escrúpulo en utilizar la figura y el prestigio del papa en beneficio de sus
proyectos políticos. Pero lo que estaba todavía por ver era si Pío IX se iba a
prestar a este juego político.
Era cierto que como soberano
temporal Pío IX tenía menos recelos a las libertades externas del siglo que
Gregorio XVI, pero tampoco era un liberal. Él se consideraba sólo un pastor,
que como sucesor de san Pedro recibía para custodiarlo el mismo depósito de la
fe que sus predecesores. Y para dejar claro desde el principio que no
renunciaba a su función de pastor de almas, encargó al mismísimo Lambruschini
la redacción de su encíclica inaugural (Qui pluribus, 9 noviembre 1846), donde
se volvían a reiterar las condenas de aquellas ideologías incompatibles con la
fe. Para que no quedaran dudas, el documento pontificio se refería a la
concepción religiosa del liberalismo como «ese espantoso sistema de
indiferencia que elimina toda distinción entre el vicio y la virtud, la verdad
y el error […] como si la religión fuese la obra de los hombres y no de Dios».
Como no podía ser de otro modo, lo que se condenaba era el concepto filosófico
que la ideología liberal tenía del hombre como un ser autónomo, que se puede
dar a sí mismo sus propias leyes, sin referencia alguna a la ley natural
impresa en las criaturas por el Creador, lo que implicaría una relación de
dependencia frente a la pretendida autonomía de la ideología liberal. Como ya
hiciera Gregorio XVI se condenaba, por inexistente, la libertad absoluta del
hombre, esto es, la libertad de conciencia para establecer lo que es bueno y lo
que es malo, y que se opone, por tanto, al concepto cristiano de la libertad de
las conciencias —en plural—, concepción según la cual el libre albedrío del
hombre se ordena conforme a la ley dada por el Creador.
Pues bien, fue en ese ámbito de
las libertades externas en el que —con mejor o peor fortuna— Pío IX dictó una
serie de reformas en el Estado pontificio, como soberano temporal que era del
mismo. Así designó un consejo de notables (Consulta, 14 octubre 1847),
presidida por el cardenal Giacomo Antonelli (1808-1876); tenía carácter
consultivo en materia legislativa, administrativa y militar. Ciertamente este
proceso reformista distaba bastante de ser propiamente liberal, por lo que no
acabó de satisfacer ni a unos ni a otros. Los descontentos más radicales
encontrarían bien pronto su oportunidad para manifestarse, empujados por la
turbulencia que se avecinaba. En efecto, entre febrero y marzo de 1848, una
tercera oleada revolucionaria volvió a sacudir a toda Europa, a excepción de
Escandinavia, Inglaterra, España, Portugal, Rusia y Turquía. Este empuje
revolucionario fue el que derribó del poder, entre otros personajes, a Luis
Felipe (1830-1848) y a Metternich. Así pues, los Estados de la Iglesia se
vieron afectados por dicha revolución, que además de reclamar una
democratización de los regímenes políticos (sufragio universal) y
reivindicaciones sociales en favor de los trabajadores, levantó la bandera del
nacionalismo en Alemania, en el plurinacional Imperio austríaco y —por lo que a
nosotros nos interesa— también en Italia. Pío IX, forzado por el clima creado
por las revoluciones de 1848, tuvo que conceder una Constitución (14 marzo
1848) de carácter liberal en los Estados Pontificios. Por entonces la
revolución ya había prendido desde Turín a Nápoles, proponiendo junto a las
reformas políticas la unificación de Italia. Así pues, para los
revolucionarios, Austria era el enemigo por el doble motivo de representar el
régimen absolutista e impedir la unidad nacional.
Fue en este clima de tensión
nacionalista cuando la interesada interpretación de unas palabras del papa vino
a complicar la situación mucho más de lo que ya estaba. En efecto, el 10 de
febrero de 1848 Pío IX concluía su alocución del siguiente modo: «Bendecid,
pues, oh Dios omnipotente a Italia y conservadle este don preciado: la fe.» Los
patriotas italianos interpretaron la frase como una instigación a la guerra
santa contra Austria y los revolucionarios incluyeron en sus proclamas y
panfletos los «vivas» a Pío IX. Piamonte declaró la guerra a Austria y los
patriotas italianos combatían en nombre de Pío IX. Había comenzado (23 marzo
1848) la primera guerra de independencia. Así las cosas, una nueva alocución
del papa (29 abril 1848) dejaba definitivamente clara su postura al separar la
causa de la Iglesia, que él representaba, de la causa de los patriotas que
luchaban por la unidad italiana. En dicha alocución Pío IX afirmó: «Fiel a las
obligaciones de nuestro supremo apostolado, nos abrazamos a todos los países, a
todos los pueblos y a todas las naciones en un idéntico sentimiento de paternal
amor.» Era lógico que Pío IX, como vicario de Cristo, no quisiera participar en
una guerra entre potencias católicas. Y lo que no era sino una definición de su
misión como pastor de la Iglesia universal, por cierto muy similar a tantas
otras ya pronunciadas por él mismo y sus predecesores, fue interpretado por los
nacionalistas italianos como una abjuración de su soberanía temporal. A los
partidarios de Mazzini vinieron a unirse ahora los neogüelfos, al sostener que
si la misión religiosa del papa le impedía actuar como un príncipe temporal
más, debía renunciar a su soberanía en beneficio de una Italia unificada. Pero,
como para mantener la independencia necesaria para el ejercicio de esa misión
religiosa era obligado que Pío IX no fuera subdito de ningún soberano, el
pontífice no renunció a la soberanía de los Estados Pontificios y la retuvo
como lo habían hecho sus predecesores desde hacía más de mil años. Quedaba así
planteada la llamada «cuestión romana».
La negativa del papa restó fuerza
a los patriotas y a esto vino a añadirse las derrotas de las tropas de Piamonte
en las batallas de Custozza (25 julio 1848) y Novara (23 marzo 1849). El mismo
día de la derrota de Novara, Carlos Alberto abandonó el país y abdicó en su
hijo Víctor Manuel II (1849-1878), que tuvo que negociar una paz con Austria.
Así pues, tras fracasar en la guerra contra Austria y sin el apoyo del papa,
era evidente que los patriotas por sí mismos no podrían conseguir sus
propósitos unificadores, por lo que en el futuro habría que buscar la ayuda de
alguna potencia europea, para poder expulsar a Austria de su territorio. En el
orden interno, la derrota de Custozza supuso el desplazamiento de los
monárquicos moderados y de los neogüelfos en beneficio de los patriotas más
radicales, que se pusieron a la cabeza del movimiento unificador. Debido a su
radicalismo intentaron imponerse por la fuerza. Y eso fue lo que ocurrió a
finales de 1848 en el Estado pontificio. Mazzini se convirtió entonces en el
hombre fuerte.
La negativa Pío IX de facilitar
—a costa de su soberanía temporal— la unidad política de Italia, fue juzgada
por los nacionalistas radicales como una traición, de modo que los
revolucionarios apuntaron al corazón de los Estados Pontificios. El 15 de
noviembre de 1848 fue asesinado en Roma Pellegrino Rossi (1787-1848), a quien
Pío IX había designado jefe de gobierno. La política del «justo medio» de Rossi
había sido criticada por radicales y moderados. Al día siguiente los
revolucionarios, dueños de Roma, asediaron el palacio del Quirinal, donde se
encontraba el papa, que gracias a la ayuda del conde Spaur, embajador de
Baviera, pudo escapar (24 noviembre 1848) para refugiarse en el puerto
napolitano de Gaeta, acogido por el rey de Nápoles, Fernando II (1830-1859).
Los revolucionarios constituyeron un gobierno provisional que convocó una
Asamblea Constituyente para redactar una Constitución (21 enero 1849). Uno de
sus artículos proclamaba la República romana. El artículo I de dicho texto
constitucional declaraba al papa «despojado de hecho y de derecho del gobierno
temporal del Estado romano». Como poder ejecutivo de la nueva República romana
se constituyó un triunvirato presidido por Mazzini, junto con Cario Armellini
(1777-1863) y Aurelio Saffi (1819-1890), cuyo manifiesto de presentación
concluía así: «Tened fe en Dios, en el derecho y en nosotros.»
Durante el período del refugio de
Gaeta, el cardenal Antonclli utilizó toda su gran capacidad de maniobra para
ganarse la confianza de Pío IX y culminar su carrera política al conseguir el
nombramiento de secretario de Estado. El cardenal Antonelli, que murió sin
recibir más órdenes sagradas que las de diácono, ha sido duramente juzgado por
la historia, pues si pocos son los elogios que se pueden encontrar en los
análisis de su trayectoria política, el dictamen se vuelve unánime y severísimo
al juzgar su conducta privada. Antonelli, hombre acomodaticio que había
mantenido hasta entonces posiciones favorables hacia las reformas, desde
entonces girará hacia Austria y dirigirá la política diplomática de la Santa
Sede, desde 1849 hasta 1876, buscando el apoyo de las potencias menos
liberales.
Pío IX permaneció en Gaeta hasta
que un ejército expedicionario franco-español, al mando de los generales
Nicolás Charles Victor Oudinot (1791) y Fernando Fernández de Córdova y
Valcárcel (1809-1883), desembarcó en Civittavecchia (24 abril 1849), rompió la
defensa militar de Roma dirigida por Garibaldi y restableció el poder temporal
del papa, que regresó a Roma el 12 de abril de 1850. Pío IX había recibido en
esta ocasión el apoyo de Luis Napoleón, el revolucionario de los años treinta
en los Estados Pontificios. Tan notable cambio del ahora príncipe-presidente de
la II República francesa se debía no tanto a su interés por desalojar a Austria
de la región italiana, como a la necesidad de congraciarse y mantener los votos
de los católicos que habían contribuido a auparle en el poder; y desde luego no
estaba dispuesto a perder tan decisivo apuntalamiento electoral. Por entonces,
y debido a las experiencias que le habían tocado padecer tan directamente a Pío
IX, la real o supuesta etapa liberal del gobierno temporal de Pío IX había
quedado definitivamente liquidada.
El ciclo revolucionario de 1848
provocó un cambio en la actitud de Pío IX, como soberano temporal, pero
igualmente contribuyó a transformar la mentalidad de sus contemporáneos. Si en
la primera mitad del siglo xix la sociedad de los diferentes Estados italianos
puede considerarse cristiana y afecta al papa, a partir de 1848 se rompe esa
unanimidad. Fiel reflejo de esta situación es la trayectoria de un personaje
tipo —tantas veces repetido y no sólo en la historia de Italia, sino en la de
toda Europa— como Ausonio Franchi, un joven sacerdote que se separa de la
Iglesia precisamente en 1848; a partir de entonces permutó la entrega de su
vida que por su vocación sacerdotal estaba orientada a Dios y a las almas y
dirigió todas sus energías a un proyecto tan diferente como el de difundir la
idea de que el catolicismo debía ser sustituido por el racionalismo, que a su
entender estaba llamado a convertirse en la religión de los tiempos modernos.
Pues bien, lo que ocurre a partir de 1848 es que los proyectos nacionalistas
italianos, además de la carga política, agregan a sus contenidos un sectarismo
anticatólico, como se detecta en el programa de laicización impuesto en el
reino de Piamonte a partir de entonces. Así las cosas, el entendimiento de
Turín con Roma pasaba de ser muy difícil a resultar imposible.
Amainada la revolución en toda
Europa y a la vista del fracaso de la estrategia de Mazzini, le tocaba
intentarlo a Cavour con nuevos métodos, entre los que la diplomacia
internacional iba a jugar un papel decisivo. Sin duda, Camilo Benso, conde de
Cavour, es el gran artífice de la unidad italiana (P. Guichonnet, La unidad
italiana, Barcelona, 1990). Su acción política es decisiva desde que en 1852 el
rey Víctor Manuel (1849-1878) le nombró su primer ministro. Cavour trabajó en
dos direcciones para conseguir sus propósitos de expulsar a Austria y lograr la
unificación italiana: en primer lugar, trazó una política de acuerdos (Conferencia
de Plombiéres, 21 julio 1858) con Napoleón III, que se selló con la alianza
militar franco-sarda el 30 de enero de 1859; y en segundo lugar, alentó y apoyó
la acción revolucionaria en secreto, para con posterioridad controlar ya
oficialmente las conquistas militares de éstos, como sucedió con la expedición
de Garibaldi sobre Nápoles en 1860,
a quien se le dejó hacer en un primer momento, para
después desplazarle y adueñarse del resultado de su expedición militar (D. Mack
Smith, Cavour and Garibaldi, 1860: A Study in political conflict, Cambrigde,
1985).
Contando con el apoyo de Francia,
Cavour inició una política de militarización de Piamonte y de provocaciones
contra Austria, cuyos dirigentes, por no sopesar los apoyos internacionales que
se había granjeado Cavour, enviaron un ultimátum, para que en tres días se
procediera al desarme de Piamonte. La torpeza de la diplomacia austríaca le
proporcionaba a Cavour el pretexto para enlabiar hostilidades militares. Fue
suficiente que Cavour rechazara el ultimátum para que el Imperio austríaco
hiciera una declaración de guerra (23 abril 1859). Daba comienzo, por tanto, la
segunda guerra de independencia italiana, pero esta vez las tropas piamontesas
contaban con el apoyo de una potencia europea, como era el II Imperio francés
de Napoleón III. La guerra de Francia y Piamonte contra Austria, que se saldó
con las derrotas de las tropas austríacas en las batallas de Magenta (4 junio
1859) y Solferinno (24 junio 1859), proporcionó a Piamonte la incorporación de
Lombardía tras el armisticio firmado en Villafranca (8-12 julio 1859). A partir
de este momento, Napoleón se retiró del proyecto italiano, preocupado por la
opinión de los católicos franceses, que comenzaron a alarmarse por los
atentados contra la soberanía nacional de los Estados Pontificios. Cavour, en
efecto, había ido más lejos de lo acordado en Plombieres. El Véneto se
anexionaría en la tercera guerra de independencia de 1866; en esta ocasión
Italia contó con la alianza de Prusia frente a Austria.
Por otra parte, el consiguiente
abandono de los territorios pontificios por parte de las tropas austríacas
supuso su ocupación por Piamonte en 1860. Esc mismo año de 1860 fue anexionado
el reino de Nápoles, gracias a la acción de Garibaldi. También en 1860 las asambleas
constituyentes de Toscana, Módena, Parma y la Romana aceptaron a Víctor Manuel
como rey. Por esas fechas, salvo el Véneto y la ciudad de Roma con sus
alrededores, toda la península ya había sido conquistada. El 5 de abril de 1861
Víctor Manuel era proclamado rey de Italia. Una guarnición francesa permaneció
en la defensa de Roma, que fue retirada por Napoleón III ante la necesidad de
reforzar en el frente del Rin en la guerra franco-prusiana. Fue entonces cuando
el gobierno italiano manifestó públicamente su intención de ocupar Roma. El 9
de septiembre de 1870 las tropas italianas iniciaron el avance sobre una ciudad
indefensa y desguarnecida; seis días después capituló Civittavecchia. El día
20, el general Luigi Pelloux (1839-1924) bombardeó las murallas romanas,
«gesta» por lo que se hizo merecedor de la Cruz de Guerra, y es que el
artillero consiguió hacer blanco sobre la Porta Pía, por cuya brecha hizo su
entrada triunfal el general Raffaele Cadorna (1815-1897). En esos momentos
estaban reunidos en Roma los obispos de todo el mundo, en plena celebración del
Concilio Vaticano I, que Pío IX tuvo que aplazar sine die «en espera de una
época más oportuna y propicia». El secretario de Estado, cardenal Antonelli,
por no sentirse capaz de garantizar el mantenimiento del orden, solicitó al
general Cadorna que también ocupase con sus tropas Cittá Leonina. La pasividad
de las naciones —católicas o no— ante la ocupación de Roma fue casi unánime;
sólo se registró la protesta del presidente de Ecuador. En 1871 Víctor Manuel
fijó la capital en Roma.
El gobierno italiano aprobó una
Ley de Garantías (13 marzo 1871) para regular las relaciones con el papa en la
Italia unificada. Dicha disposición legal no reconocía al romano pontífice
ninguna soberanía nacional, separaba muy tenuemente la Iglesia del Estado
conforme a tendencias regalistas, y sólo concedía a Pío IX a título personal el
Vaticano, Letrán y Castelgandolfo. En consecuencia, Pío IX, que ya había
lanzado una excomunión contra los usurpadores, incluido el rey de Italia,
además de prohibir a los fieles participar en la vida política italiana («né
eletti, né elettori»), situación que se mantuvo durante cuatro décadas, rechazó
la Ley de Garantías por medio de la encíclica Ubi nos (15 mayo 1871), porque
además de todos los motivos anteriores carecía de garantías internacionales y
no era irrevocable. A partir de entonces, él y sus sucesores prefirieron vivir
como prisioneros en el Vaticano, situación que se mantuvo hasta que en 1929 los
pactos lateranenses reconocieron al diminuto Estado soberano formado por la
ciudad del Vaticano que garantizaba la independiente actuación de los papas en
la dirección de la Iglesia universal.
Pero a pesar de las tensiones
políticas, Pío IX y Víctor Manuel no interrumpieron sus relaciones personales,
que mantuvieron mediante correspondencia secreta (P. Pirri, Pió IX e Vittorio
Emanuele del loro carteggio privato, 5 vols., Roma, 1944-1961). Murieron con
tan sólo veintinueve días de diferencia, y cuando el rey se encontraba
gravemente enfermo, el papa le envió un sacerdote para levantarle la excomunión
con el fin de que así recibiera los últimos sacramentos, fuera enterrado como
cristiano y se pudieran celebrar sus funerales.
El magisterio de Pío IX. Como ya
anunciamos, un tercer apartado del pontificado de Pío IX tiene que hacer
referencia a su magisterio como pastor de la Iglesia. Se comprenderá que ahora
sólo atendamos a las aportaciones doctrinales más significativas de tan largo
pontificado y que eludamos los comentarios sobre el Concilio Vaticano I, por
ser analizado específicamente en otro lugar de este libro correspondiente a la
historia de los concilios.
La encíclica inaugural de Pío IX,
Qui pluribus (9 noviembre 1846), guarda una estrecha relación con el magisterio
de los papas precedentes del siglo xix. No podía ser de otro modo, pues al fin
y al cabo recibía de ellos para custodiarlo el mismo depósito de la fe y además
quienes habían atacado la doctrina de la Iglesia, desde el pontificado de Pío
VII, no habían variado sus planteamientos. Éstos no eran otros que los que
consideraban incompatible la fe con la razón. Frente a esta exclusión, Pío IX
proclama en su encíclica la armonía entre fe y razón. La fe compatible con la
razón es la fe de la Iglesia católica —dirá Pío IX—, que a la vez es viva e
infalible, por fundarse en la autoridad con la que Cristo quiso edificar su
Iglesia sobre Pedro. Es de resaltar que en la Qui pluribus se apuntaba ya la
infalibilidad del romano pontífice, que sería definida posteriormente como
dogma por el Concilio Vaticano I, en 1870. Como sus predecesores, Pío IX vuelve
a insistir en esta encíclica sobre el peligro del indiferentismo religioso. Sin
embargo, la novedad más destacable en la encíclica inaugural de Pío IX es la
condena del comunismo, ideología calificada en el documento pontificio «como la
más contraria al derecho natural»; la denuncia fue realmente profética pues se
hacía dos años antes de que Marx y Engels publicasen el Manifiesto comunista en
1848. Entre los remedios para superar la crisis doctrinal, el papa propone una
seria y profunda evangelización de los fieles, para lo que sería preciso contar
con un clero bien formado en los seminarios, intelectual y espiritualmente, de
modo que «resplandeciera por la ejemplaridad de sus costumbres, la integridad
de su vida y la santidad de su doctrina».
La primera de las grandes
decisiones doctrinales fue la proclamación del dogma de la Inmaculada
Concepción en 1854. Pío IX tuvo siempre una arraigada devoción a la Madre de
Dios, lo que queda reflejado en las prácticas de piedad de su vida privada,
como ya se vio. La iniciativa del papa se apoyaba en sólidos precedentes; en
primer lugar, venía a confirmar oficialmente el sensus fidelium, pues desde muy
antiguo era un sentir unánime del pueblo cristiano que la Virgen María había
sido concebida sin pecado original. Sixto IV (1471-1484) había establecido la
fiesta de la Inmaculada Concepción y Gregorio XVI había incluido este título en
el prefacio de la misa. Pío IX, previamente, encargó a una comisión de cardenales
y teólogos el estudio sobre la oportunidad de la definición de este dogma;
después consultó a los obispos, de los que 546 respondieron afirmativamente de
un total de 603. Mediante la bula Ineffabilis Deus (8 diciembre 1854) se hizo
oficial dicha proclamación y en el documento pontificio se alude como garantía
de dicha proclamación a la «infalibilidad con que Jesucristo ha investido a su
vicario en la tierra». Se vuelve a repetir la doctrina del magisterio
pontificio ex cathedra que quedaría a su vez definida —como acabamos de decir—
en la constitución dogmática Pastor Aeternus (18 julio 1870) del Concilio
Vaticano I. Menos conocida, aunque no menos firme y desde luego muy consecuente
con su piedad mariana, fue también su devoción por san José, cuya fiesta
extendió a la Iglesia universal y a quien proclamó patrón de la Iglesia
católica, precisamente un 8 de diciembre de 1870.
Por fuerza hay que referirse en
este apartado a la condena del liberalismo o de la «moderna civilización»,
contenida en la encíclica Quanta cura (8 diciembre 1864), a la que en esta
ocasión se añadía un compendio (Syllabus) de errores que se deducían de la
ideología liberal. Desde el pontificado anterior preocupaba a la jerarquía dar
una respuesta clara que delimitase la compatibilidad o no de la doctrina de la
Iglesia con las ideologías que estaban articulando el mundo contemporáneo y que
se imponían como una nueva «religión del Estado». Gregorio XVI ya había dado un
primer paso en la Miran Vos (15 agosto 1832), que se completaba ahora con estos
documentos de Pío IX. La redacción de la Quanta cura y del Syllabus se empezó a
preparar desde 1860; dos años después estaba prácticamente acabada y en junio
de 1863 se entregó el documento a los numerosos obispos que acudieron a Roma
con motivo de la canonización de los mártires de Japón. La aceptación de la
doctrina de los documentos fue unánime y sólo unos pocos manifestaron su
disconformidad, pero sólo en cuanto a la oportunidad de publicarlos entonces.
Poco después de conocer el contenido del Syllabus los obispos, y debido a una
filtración de un clérigo y funcionario del Vaticano, aparecieron en un
periódico de Turín en 1863, lo que desató una fuerte campaña anticlerical. A
pesar de todo, Pío IX decidió seguir adelante y se publicaron los documentos en
el décimo aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción.
Como se puede leer en la Quanta
cura, se pretendía hacer frente a los «errores, que no sólo tratan de arruinar
a la Iglesia católica, su saludable doctrina y sus derechos sacrosantos, sino
también la misma eterna ley natural grabada por Dios en todos los corazones y
aun en la recta razón». Se aludía a continuación al panteísmo, al regalismo, al
comunismo y al socialismo.
Pero quizás el núcleo de la
encíclica residiera en la denuncia y correspondiente condena del «impío y
absurdo principio llamado del naturalismo» por cuanto de él se hacían derivar
algunas de las características específicas de la «moderna civilización»: la
pretensión de gobernar la sociedad humana sin religión; la laicización de las
instituciones; la separación de la Iglesia y el Estado; la libertad de prensa,
la libertad de cultos ante la ley y, en definitiva, la libertad de conciencia
(G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t.I).
Las condenas del liberalismo de
la Quanta cura eran más tajantes y desde luego más explícitas que las de la
Mirari Vos, porque a continuación se anatematizaban las 80 proposiciones
contenidas en el Syllabus, tales como que la razón humana se puede erigir en el
único arbitro para establecer el bien y el mal, la verdad y el error, se
condenaba igualmente el indiferentismo religioso, la pretensión de desmitificar
los misterios de la fe, los ataques contra el matrimonio y la defensa del
divorcio etc. Por lo demás, cada una
de las 80 propuestas del Syllabus debía ser interpretada a la luz de una larga
serie de documentos doctrinales, ya publicados con anterioridad, que ahora se
citaban expresamente. Sólo en esa conjunción cobraba pleno sentido el contenido
doctrinal del Syllabus.
Las 80 propuestas del Syllabus se
agrupan en los siguientes diez capítulos: 1) panteísmo, naturalismo y
racionalismo absoluto; 2) racionalismo moderado; 3) indiferentismo y laxismo;
4) socialismo, comunismo, sociedades secretas, sociedades bíblicas y sociedades
clericales-liberales; 5) errores sobre la Iglesia y sus derechos; 6) errores
sobre la sociedad civil, considerada en sí misma y en sus relaciones con la
Iglesia; 7) errores sobre la moral natural y cristiana; 8) errores sobre el
matrimonio; 9) errores sobre el poder temporal del romano pontífice; y 10)
errores sobre el liberalismo.
Intencionadamente en cierta
prensa se difundió el Syllabus, pero no lo que decían los documentos
precedentes; y fue así como desde entonces hasta hoy el Syllabus pervive para
algunos como prototipo del escándalo y arma arrojadiza contra la Iglesia de
quienes la prejuzgan como una institución retardataria. Ríos de tinta ha hecho
correr la proposición n.° 80, en la que el Syllabus, en efecto, condena la
«moderna civilización»; ahora bien, en dicha propuesta se hace referencia a una
declaración de Pío IX de 1861 en la que se decía lo que algunos entendían por
«moderna civilización», como era la legislación contra los conventos o la
vejación contra el clero. Y desde luego que la condena de Pío IX no se refería
a simples especulaciones intelectuales, sino a realidades bien concretas que,
como en el caso español, habían llegado hasta el asesinato colectivo de frailes
entre los años 1834 y 1835. Por otra parte, antes que Pío IX de-(erminados
liberales ya habían proclamado la incompatibilidad entre la doctrina de la
Iglesia y el liberalismo, esto es, entre el sentido cristiano de la vida y la
«moderna civilización» que ellos mismos decían representar.
Veamos un ejemplo de lo que
acabamos de decir que, por español, no deja de ser muy repetido en la Europa de
estos años. Tanto en la prensa como en los discursos parlamentarios se pueden
encontrar bastantes declaraciones, como las del progresista Pascual Madoz de
«que los conventos son incompatibles con las luces del siglo» (J. Paredes,
Pascual Madoz 1805-1870, libertad y progreso en la monarquía isabelina,
Pamplona, 1982). Era ésta una expresión que quería decir lo mismo que una frase
de Alphonse de Lamartine (1790-1869) —prototipo de la «moderna civilización»—,
que el mismo Madoz colocó en la portada de uno de sus libros de estadística del
clero español y que resumía su contenido; literalmente decía así: «L’état
monacal dans l’époque ou nous sommes, á toujours profondément repugné a mon
intelligence et a mon raison» («Siempre me repugnó profundamente, a mi
inteligencia y a mi razón, la existencia del estado monacal en la época
actual»). En ese mismo libro, tras largos razonamientos apoyados en la
estadística, Madoz llega a varias conclusiones; la primera era así de
contundente y escueta: «suprimir, desde luego, todos los conventos». Pues bien,
ese modo concreto de entender la «moderna civilización» era realmente el objeto
de las condenas de Pío IX. Por lo demás, y por seguir hasta el final con el
ejemplo del progresista español, la pervivencia de los conventos desmontaron
por la base sus planteamientos ideológicos y su sectarismo, derivados de un
voluntarismo que le impedía ver la realidad y respetar la libertad ajena.
Porque en el caso de Madoz, bien cerca de él tuvo la prueba en contra; sólo
después de morir Pascual Madoz, una de sus hijas fue libre para ingresar en un
convento de carmelitas de clausura y además llegó a ser la priora del de Beas
de Segura (Jaén), uno de los de más tradición en España, al haber sido fundado
personalmente por santa Teresa.
En conclusión, el magisterio de
Pío IX no estuvo nunca condicionado por intereses humanos o temporales; todos
sus escritos tienen como propósito este triple objetivo: la gloria de Dios, la
defensa de la Iglesia y el bien de los hombres. E igualmente la consecución de
este triple objetivo fue lo que le movió en sus relaciones con las potencias y
sus gobernantes. Como el magisterio de su predecesor Gregorio XVI, el de Pío IX
se caracteriza por ser más defensivo que constructivo, debido al acoso de los
enemigos de la Iglesia durante esos años. Pero también los profetas se
convierten a menudo en mensajeros de denuncias y condenas (B. Mondin,
Dizionario enciclopédico dei Papi, Roma, 1995); y los mensajes de las denuncias
y de las condenas de la modernidad en los tiempos en que ésta recogía sus
mayores triunfos podían parecer reaccionarios y antihistóricos, pero a la vista
de las consecuencias catastróficas de la modernidad resultan más que nunca
mensajes auténticamente proféticos. Desde este punto de vista, el magisterio de
Pío IX no puede considerarse como un recalcitrante discurso tradicionalista,
como a veces ha sido tachado; por el contrario, se levanta como un valiente
magisterio profético adelantándose al tiempo. Si en el terreno político se le
pueden objetar reparos a Pío IX como soberano temporal, en el campo de la fe,
que es el que cuenta en definitiva para valorar a un papa, la historia ha
venido a dar la razón al magisterio de Pío IX.
La vida de la Iglesia. Queda por
último referirnos, en cuarto lugar, a la vida de la Iglesia durante los casi 32
años del pontificado de Pío IX. Paradójicamente la pérdida de los Estados
Pontificios coincide con el inicio del progresivo crecimiento de la autoridad
moral de los pontífices romanos, autoridad reconocida por otra parte dentro y
fuera de la Iglesia. Y como no podía ser menos, esa transformación afectó
naturalmente a la curia romana y al colegio cardenalicio. No pocos
eclesiásticos pertenecientes a la aristocracia italiana que se incrustaban en
estas instituciones para medrar y servirse de la Iglesia, fueron sustituidos
por verdaderos pastores de almas dispuestos a servir a una Iglesia a la que,
tras la pérdida de los Estados Pontificios, le quedaban ya pocas cosas
lemporales que defender en Italia. Una Iglesia que, por lo demás, levantaba sus
ojos de los asuntos italianos para mirar a todos los hombres con un alcance más
universal. Así, el nuevo perfil del clérigo de la curia romana venía dado por
su celo pastoral y su preparación en las ciencias eclesiásticas.
Durante el pontificado de Pío IX,
los católicos más que nunca cerraron filas en torno al sucesor de san Pedro,
que como pastor de almas cuidó con esmero el nombramiento de los obispos en todo
el mundo y en los que intervino muy directamente. Se superaban así los viejos
localismos clericales, lo que supuso una mejoría notable en la selección de los
candidatos al episcopado. Y lodo esto sucede en un período en el que los
«mundos» incomunicados del Antiguo Régimen rompen su aislamiento y se unifican
en un solo mundo en el que las decisiones tienen consecuencias cada vez más
globales. Y en este punto, el pontificado de Pío IX supo estar a la altura de
las circunstancias, al impulsar la expansión de la Iglesia en los continentes
extraeuropeos y edificar sobre los cimientos misionales que ya había puesto
Gregorio XVI. Sólo el siguiente dato confirma a las claras lo que acabamos de
afirmar: entre 1846 a
1878, Pío IX erigió 206 nuevas diócesis y vicariatos apostólicos. Por otra
parte, la centralización llevada a cabo por Pío IX reservaba a los nuncios un
papel decisivo en el gobierno de la Iglesia en cada una de las naciones. A su
vez, se acrecentó la autoridad de los obispos sobre los párrocos, consiguiéndose
así un clero más disciplinado, más piadoso y más celoso de su feligresía,
potenciándose de este modo la vida parroquial.
Por su parte, las órdenes y
congregaciones religiosas experimentaron un notable desarrollo. En primer
lugar, hay que referirse a los jesuítas por la importancia que adquirieron en
la vida de la Iglesia, tanto por su número como por la calidad de sus miembros.
Al comienzo del pontificado de Pío IX había unos 4.500 jesuítas; durante este
período la Compañía de Jesús tuvo al frente al padre Roothan (1829-1853) y al
padre Beckx (1853-1887); al concluir el mando de este último los 11.480
jesuítas se repartían en 19 provincias por todo el mundo. Las antiguas órdenes,
como los benedictinos, los franciscanos, los dominicos y los agustinos,
vivieron una auténtica restauración. Y además de lodo lo anterior se fundaron
nuevas congregaciones religiosas, como la Sociedad del Verbo Divino (1875) de
Arnold Janssen (1837-1909), que tanta importancia tendría en el desarrollo
misional, y que experimentó un considerable desarrollo durante el pontificado
de Pío IX. Entre las congregaciones misioneras que surgieron entonces hay que
mencionar también la Congregación del Inmaculado Corazón de María, que nació en
Bruselas (1863) por inicia tiva de Theophile Verbist; los misioneros ingleses
de Mill Hill (Londres), creados en 1866 por Herbert Vaughan (1832-1903); o la
Sociedad de Misioneros de Nuestra Señora de las Misiones de África (Padres
Blancos) de Charles Lavigerie (1825-1892), que evangelizaron el norte de África
y penetraron también hacía el interior del continente. De todas ellas,
probablemente, la más popular fue la fundación de los salesianos (1859) del
sacerdote piamontés Giovanni Melchior Bosco (1815-1888), destinada a la
educación de los hijos de los obreros y a las misiones; Don Bosco completó la
fundación de sus salesianos con la de la congregación femenina de las Hijas de
María Auxiliadora. La lista completa de las nuevas congregaciones sería
larguísima; baste decir que en el conjunto de las nuevas fundaciones, las
femeninas aventajaron por su número a las masculinas.
El pontificado de Pío IX fue,
también, un período de grandes santos, como el propio Don Bosco, ya citado.
Pero sólo vamos a referirnos a dos de ellos, un hombre y una mujer, cuyas vidas
se levantan como un marcado contraste frente a las circunstancias históricas
del momento. En el siglo del positivismo, de la certeza científica, del
cientifismo en suma, vivió uno de los grandes santos de toda la historia de la
Iglesia como san Juan María Bautista Vianney (1786-1859), que suplió con su
oración y mortificación heroicas sus escasas cualidades intelectuales para el
estudio, que a punto estuvieron de impedirle su ordenación sacerdotal. Llegó al
sacerdocio a los 29 años y aún después de ordenado tuvo que seguir otros tres
años entre sus profesores recibiendo clases extras y repasando la teología
antes de comenzar su actividad pastoral en Ars, donde permaneció toda su vida.
Canónicamente, Ars no era ni siquiera parroquia, sino una dependencia de otra
cercana, pero a pesar de no ser párroco y de todas sus deficiencias
intelectuales, el cura de Ars es el patrón de los párrocos, propuesto por la
Iglesia al clero como modelo de vida de piedad y atención a la feligresía en el
confesonario, en cuyas largas colas de penitentes había siempre personas de
toda condición, procedentes muchos de ellos de lugares muy lejanos de la
pequeña aldea de Ars.
Por otra parte, y también en
contraste con el siglo de las revoluciones políticas y sociales, de la revolución
de los transportes, del activismo en suma, la otra gran santa que vivió entre
los pontificados de Pío IX y León XIII (1878-1903) fue santa Teresa del Niño
Jesús (1873-1897), una monja de clausura del Carmelo de Lisieux, que murió a la
edad de 24 años. Es, sin duda, una de las santas más populares y sin embargo su
vida no fue nada vistosa. Sin salir de su convento provinciano no hizo nada
llamativo, ni siquiera fue famosa en vida, pero marchó con extraordinaria
fidelidad por «la petite voie» («el caminito»), como ella misma le llama en su
autobiografía interior (Historia de un alma, Madrid, 1991, 3.a ed.) a su
programa de vida, que se reducía a estas cinco ocupaciones: adorar, rezar,
sufrir, trabajar y encomendar. Para resaltar la eficacia de la oración en el
apostolado frente al mero activismo humano, siempre estéril, la Iglesia la ha
designado patrona de las misiones. En 1997, Juan Pablo II (1978) la proclamó
doctora de la Iglesia.
Y si dirigimos la atención hacia
las formas de piedad popular, se observa que sus practicantes aumentaron y que
dichas prácticas adquirieron una mayor hondura teológica, gracias a la
actuación de un clero más piadoso y mejor formado. Coinciden todos los autores
en afirmar que durante el pontificado de Pío IX se produjo un redescubrimiento
de Cristo y concretamente de la devoción al Sagrado Corazón impulsada por los
jesuitas. El culto eucarístico experimentó también notables avances: superado
el rigorismo jansenista comenzó a generalizarse la comunión frecuente y
proliferaron las prácticas de adoración del Santísimo Sacramento.
También estos años centrales del
siglo xix se caracterizan por un mayor arraigo y extensión de la devoción
mariana. Ya se dijo que en 1854 el papa proclamó el dogma de la Inmaculada y
que muchas de las congregaciones fundadas entonces se pusieron bajo la
protección de la Madre de Dios. Además, durante estos años se registran
apariciones de la Virgen en varios lugares; Lourdes fue de todos ellos el más
popular (R. Laurentin, Lourdes. Documents authentiques, 6 vols., París,
1957-1961). Entre los meses de febrero a julio de 1858, la Virgen se apareció
dieciocho veces a Bernadette Soubirous (1844-1879). Sólo cuatro años después y
tras un meticuloso estudio de lo acontecido, el obispo de Tarbes se pronunció favorablemente.
Y a partir de 1872, Lourdes se convirtió en centro de masivas peregrinaciones
procedentes de todo el mundo. Como es sabido, Bernadette al preguntar por la
identidad de la Señora recibió esta respuesta: «Yo soy la Inmaculada
Concepción.» Por todo ello, no es de extrañar que el propio Pío IX colocase una
imagen de la Virgen de Lourdes en su oratorio y que aprobase su coronación
solemne. La ceremonia se celebró (3 julio 1879) poco después de su muerte. En
el acto, presidido por el nuncio, estuvieron presentes 34 obispos, 3.000
sacerdotes y más de 100.000 fieles. La vidente fue canonizada por Pío XI,
precisamante un 8 de diciembre del año 1933 (H. Petitot, Sainte Bernadette,
París, 1940).
La salud de Pío IX comenzó a
declinar en 1877, claro que por entonces ya tenía 86 años. Tan inminente veía
su muerte el gobierno italiano, que se adelantó a las circunstancias y comenzó
los preparativos de sus funerales con demasiada antelación. Antes se vio
obligado a celebrar las pompas fúnebres de su soberano, pues —como ya vimos— el
rey de Italia murió cuatro semanas antes que Pío IX. Los primeros días de
febrero de 1878 todavía el santo padre concedió algunas audiencias. El día 6,
Pío IX se vio afectado por un catarro con ligera fiebre y al día siguiente por
la tarde su vida se extinguió suavemente; en la habitación del moribundo se
rezaba el rosario y al llegar al cuarto misterio doloroso, Pío IX alzó los ojos
al cielo y expiró. Según había dispuesto en su testamento, sus restos mortales
fueron trasladados a la basílica de San Lorenzo Extramuros en 1881. En 1907 se
introdujo en la curia romana su causa de beatificación. El proceso fue
suspendido en 1922 por falta de documentación, para ser reabierto en 1954.
Concluyó la primera fase en 1985, con el reconocimiento de que Pío IX vivió las
virtudes cristianas en grado heroico.
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