Alejandro VII (7 abril 1655 - 22 mayo 1667)
Personalidad y carrera eclesiástica. Fabio Chigi nació en Siena el
13 de febrero de 1599. Miembro de una familia aristocrática de Siena, estudió
en la misma ciudad teología y derecho con gran brillantez. En 1622 se trasladó
a Roma y comenzó su carrera curial: refrendatario de las Signaturas de gracia y
justicia (1629) y vicelegado en Ferrara por espacio de cinco años, obispo de
Nardo en el reino de Nápoles (1635), aunque no residió nunca, e inquisidor y
delegado apostólico en Malta. En 1639 pasó a desempeñar el prestigioso cargo de
nuncio en Colonia, siendo nombrado representante pontificio en el Congreso de
Münster para tratar la paz de Westfalia (1648). En las difíciles negociaciones
diplomáticas, Chigi, presionado por las instrucciones recibidas de Roma, que le
ordenaban defender de forma intransigente los intereses católicos, por los
políticos católicos imperiales, inclinados a hacer mayores concesiones a los
protestantes, y por las exigencias francesas, no pudo hacer otra cosa que
asistir impotente a la firma de la «infame» paz de Westfalia (1648), como él
mismo la llamó, que consagró a los ojos de la curia romana la escisión
religiosa y la enajenación de los bienes eclesiásticos. De vuelta a Roma, fue
creado cardenal por Inocencio X, promovido al episcopado de Imola y, en 1651,
por sugerencia del cardenal Spada, le encargó de la Secretaría de Estado.
A la muerte de Inocencio X (1655), el candidato con mayor
prestigio era el cardenal Saccheti, pero como ya ocurriera en 1644 chocó con la
hostilidad del partido español. El cónclave, que se prolongó cuatro meses,
después de múltiples negociaciones eligió papa a Fabio Chigi el 7 de abril de
1655. Escogió el nombre de Alejandro VII, en recuerdo de su paisano Alejandro
III; fue coronado el 18 de abril y tomó posesión de San Juan de Letrán el 19 de
mayo.
El gobierno de la Iglesia y las relaciones políticas. Diplomático
y hombre de curia, Alejandro VII no quiso concentrar todo el poder. En ausencia
de un nepotismo tan fuerte como el de sus antecesores, tomaba las decisiones
después de discutir los problemas y pedir consejo. Bajo su pontificado se
revitalizó la actividad de las congregaciones romanas: la de Estado, de la que
se encargó el cardenal Rospigliosi, futuro Clemente IX; la de la Inmunidad,
dirigida por el datario cardenal Corrado, o la del índice, que en 1664 publicó
una edición actualizada del índice de libros prohibidos. Gran influencia
ejercieron en Alejandro VII algunos consejeros de su confianza, como el
cisterciense Bona y el jesuita Sforza Pallavicino, a los que concedió la
púrpura cardenalicia, pues no sólo marcaron su espiritualidad ascética, sino
que también le inclinaron a tomar algunas decisiones religiosas.
Alejandro VII también llevó a cabo una reorganización más racional
de los oficios curiales. Reformó la Cancillería y reguló a través de una
normativa el acceso a la carrera prelaticia, a la que modernizó, allanando el
camino para la supresión de la venalidad de los cargos, que realizaría
Inocencio XII en 1694. Menos palpables fueron los resultados en el sector financiero,
a pesar de los esfuerzos de Alejandro VII por reducir la deuda pública que
había alcanzado niveles peligrosos después de la guerra de los Treinta Años y
la política dispendiosa del pontificado de Urbano VIII.
El esfuerzo de Alejandro VII por sostener y unir a las potencias
católicas contra el peligro turco, que amenazaba Creta y Hungría, fue
contrarrestado sistemáticamente por la política francesa. No obstante, el papa
concedió subsidios económicos a Venecia en guerra contra los turcos por la posesión
de Creta, y al emperador Leopoldo de Austria (1657-1705) para frenar el avance
otomano en Hungría y Transilvania. Si las relaciones con Francia no fueron
fáciles en ningún momento del pontificado, se agravaron con la muerte de
Mazarino (1661) y el inicio del gobierno personal de Luis XIV (1643-1715). Un
incidente de la guardia corsa del papa con el personal de la embajada francesa
(1662) será aprovechado por el monarca francés para humillar al papa. El nuncio
fue expulsado de París, se ocupó el condado de Avignon y se hicieron los
preparativos para una campaña contra el Estado pontificio. La paz de Pisa de
1664 puso fin al conflicto, pero el papa tuvo que plegarse a los dictados del
joven monarca francés. Este enfrentamiento fue otra consecuencia de la
debilidad política del papado después de Westfalia y el cambio de fuerzas que
se había producido en Europa.
Los problemas doctrinales: jansenismo, probabilismo y los ritos
chinos. En una dimensión más religiosa el papa tuvo que hacer frente al
problema del jansenismo que, después de la bula Cum ocasione (1653), se
mostraba muy combativo. Ante la condena pontificia de la cinco tesis del
Agustinas, Antonio Arnauld presentó la distinción entre la questio iuris y la
questio facti, alegando que aun cuando las cinco proposiciones condenadas
fuesen heréticas {questio inris), habría que demostrar que tales proposiciones
se hallaban realmente en el libro de Jansenio {questio facti), pues la Iglesia
es infalible en cuanto a la fe, pero no en la apreciación de un hecho. Es
decir, la Iglesia puede condenar únicamente doctrinas en abstracto, pero no
puede juzgar infaliblemente sobre la doctrina concreta de un individuo. En el
primer caso el fiel está obligado a aceptar la decisión de la Iglesia incluso
internamente, pero en el segundo no tiene más obligación que la de guardar un
«silencio obsequioso», no enseñando públicamente doctrinas contrarias. A fin de
eliminar cualquier equívoco, Alejandro VII, en octubre de 1656, declaró por
medio de la bula Ad sanctam Petri sedem que efectivamente las cinco
proposiciones estaban contenidas en el Agustinus y que habían sido condenadas
en el sentido que las entendía el autor. La publicación en 1665 de una nueva
bula, la Regiminis Apostolici, y la orden de firmar un formulario de aceptación
de la condena, suscitó en Francia la más tenaz resistencia de algunos grupos
jansenistas, entre los que se contaban ciertos obispos y las monjas de
Port-Royal.
Contra los excesos del probabilismo en teología moral, denunciado
entre otros por Pascal (1623-1662) en sus Cartas provinciales, dentro de la
tendencia rigorista que el jansenismo defendía, Alejandro VII no quiso hacer
una condena general del probabilismo y se limitó a condenar dos grupos de
proposiciones laxistas, que luego serían ampliadas por Inocencio XI y que
fueron fundamentales para la elaboración de la moral católica en en siglo
siguiente.
La actividad misionera conoció un gran desarrollo durante el
pontificado de Alejandro VIL En 1656 el Santo Oficio declaró lícitos los «ritos
chinos» (las manifestaciones de homenaje tributadas a Confucio y a los
antepasados difuntos), que habían sido condenados por De Propaganda Fide en
1645, y que admitían los jesuítas en su pastoral misionera y eran practicados
por los cristianos de China como expresión de un culto civil y político, no
religioso. En 1659, De Propaganda Fide estableció tres vicariatos apostólicos
en los territorios comprendidos entre la India y China, en un intento por
romper el monopolio que Portugal defendía como patronato de la corona.
Durante el pontificado de Alejandro VII tuvo lugar la conversión
de la reina Cristina de Succia (1632-1654). Renunció al trono sueco y el 2 de
noviembre de 1655, en su camino hacia Roma, pronunció en Innsbruck su confesión
católica. Alejandro VII le preparó un pomposo recibimiento y ordenó a Bernini
que diese al interior de la Porta del Popolo la forma que hoy tiene. Cristina
de Suecia fijó su residencia en Roma y se estableció en el palacio Corsini.
El mecenazgo de Alejandro VII se plasmó en el campo arquitectónico,
urbanístico y bibliográfico. Encargó a Bernini la construcción de la columnata
de la plaza de San Pedro, la Escala regia del Vaticano, amplió el palacio del
Quirinal y reestructuró las plazas del Panteón y de la Minerva. Dedicó especial
atención a la Universidad romana de la Sapienza y a la Biblioteca Vaticana.
Como amante de las letras y protector de la cultura, reunió en Roma a sabios y
eruditos, como Allaci, Bona, Holsten o Pallavicino.
Alejandro VII murió en Roma el 22 de mayo de 1667, a los 69 años
de edad, y fue sepultado en el suntuoso mausoleo que Bernini le había
construido en la basílica de San Pedro.
Clemente IX (20 junio 1667 - 9 diciembre 1669)
Personalidad y carrera eclesiástica. Julio Rospigliosi nació en
Pistoya el 27 de enero de 1600. Perteneciente a una familia noble, cursó sus
primeros estudios en el colegio romano de la Compañía de Jesús y después se
matriculó en la Universidad de Pisa, donde se licenció en filosofía y teología.
Pasó luego a Roma y, con el apoyo de los Barberini, inició la carrera curial:
secretario de la Congregación de Ritos (1631), refrendatario de las Signaturas
de gracia y justicia (1632) y canónigo de Santa María la Mayor. En 1635 fue
nombrado secretario de breves ad principes, consultor de la Penitenciaría
apostólica (1641) y vicario capitular de Santa María la Mayor (1643). En 1644
fue designado arzobispo titular de Tarso y nuncio apostólico en España
(1644-1653), donde consiguió grangearse la estima de Felipe IV (1621-1665) y de
la corte española. En 1653 volvió a Roma y fue nombrado gobernador de la ciudad
durante la vacante producida por la muerte de Inocencio X. El nuevo papa
Alejandro VII le designó secretario de Estado y el 9 de abril de 1657 le
concedió la púrpura cardenalicia del título de San Sixto, y en el desempeño del
cargo consiguió ganarse la simpatía de Luis XIV de Francia, sin perder la
benevolencia de Felipe IV de España.
Al morir Alejandro VII (1667), el cardenal Rospigliosi fue elegido
papa gracias a la inusual convergencia de los intereses españoles y franceses,
y con el apoyo del cardenal Azzolini, que era una de las cabezas rectoras del
grupo de cardenales políticamente independientes («el escuadrón volante») que
en la elección buscaba ante todo la defensa de los intereses de la Iglesia.
Elegido el 20 de junio de 1667, escogió el nombre de Clemente IX, fue coronado
el 24 de junio y el día 3 de julio tomó posesión de San Juan de Letrán. El
nuevo papa poseía un carácter manso, y fiel a su nombre quiso ser
condescendiente con los otros, pero no con él mismo, reflejo de la divisa que
adoptó: «Clemente para todos, menos para sí y para los suyos.» Carlos Maratta
hizo a Clemente IX uno de los más bellos retratos papales, y de su rostro
irradia no sólo la bondad sino también el cansancio y la resignación de un
hombre que, habida cuenta de su precario estado de salud, sólo podía ser un
papa de transición.
La política eclesiástica. En el gobierno de la Iglesia introdujo
pocos cambios. Recompensó al cardenal Azzolini nombrándole secretario de Estado
y mantuvo en sus puestos a los principales responsables de la curia. Reorganizó
la Congregación de religiosos y estableció una nueva encargada de todo lo
concerniente a indulgencias y reliquias (1669). A los miembros de su familia
les favoreció con moderación.
La política eclesiástica se orientó a la defensa contra los turcos
y a la pacificación de las potencias católicas. Los turcos se habían adueñado
ya de la mayor parte de la isla de Creta y preparaban el asalto a su capital
Candía, que continuaba todavía en manos de Venecia. Clemente IX se esforzó con
poco éxito por lograr una acción conjunta de ayuda por parte de las potencias
católicas; le dieron buenas palabras pero la poca ayuda que se envió resultó
insuficiente y la fortaleza de Candía tuvo que rendirse en septiembre de 1669.
Hizo grandes esfuerzos para lograr la reconciliación entre Francia y España,
que se vieron coronados por la presencia y mediación del nuncio Franciotti en
la conferencia preparatoria del tratado de Aquisgrán (1668). También intervino
en la firma de la paz de España y Portugal (1668), que implicó el
reconocimiento de la independencia portuguesa. Clemente reconoció al nuevo
monarca y confirmó la elección de los obispos portugueses nombrados durante la
guerra de secesión.
Clemente IX fue un papa conciliador pero sin perder de vista la
defensa de los intereses de la Iglesia. La controversia jansenista no acabó con
el formulario impuesto por la bula Regiminis Apostolici (1665) de su antecesor.
Con el nombramiento de Clemente IX, tras difíciles negociaciones presididas por
el nuncio Bargellini, se llegó a un compromiso al menos externo y aparente. Los
obispos que se habían negado a firmar el formulario enviado desde Roma por
Alejandro VII aceptaron aquel documento, pero simultáneamente y en un protocolo
secreto expresaron su convicción íntima, fiel a la tesis del silencio
obsequioso. Clemente IX, a pesar de las dudas sobre la sinceridad de este acto,
no quiso provocar ulteriores dificultades y acabó por aceptar este tipo de
sumisión, declarando en enero de 1669 su alegría por la reconciliación lograda
(Pax Clementina).
Clemente IX aumentó el catálogo de los santos con la canonización
de san Pedro de Alcántara (1499-1562) y santa María Magdalena de Pazzi (1669),
y la beatificación de Rosa de Lima (1586-1617), la primera mujer de América
elevada a los altares (1668).
El papa Rospigliosi era amigo de las artes y de las letras. Su
arquitecto preferido fue Bernini, ya anciano pero de gran capacidad creadora. A
él encomendó la terminación de la columnata de San Pedro y la decoración del
puente de Sant'Angelo con diez grandiosas estatuas. Financió las obras de
restauración de la basílica de Santa María la Mayor. Entre los hombres de
ciencia favoreció al gran erudito Allatius, al que nombró custodio de la
Biblioteca Vaticana; al polifacético jesuita alemán Kircher, orientalista y
astrónomo; a Cassini y a otros muchos. Se interesó por la fundación de una
academia para el estudio de la historia de la Iglesia y prestó su valioso
patrocinio al grupo de sabios y literatos que rodeaban a Cristina de Suecia.
Murió en Roma el 9 de diciembre de 1669 y fue sepultado en la basílica de Santa
María la Mayor.
Clemente X (29 abril 1670 - 22 julio 1676)
Personalidad y carrera eclesiástica. Emilio Altieri nació en Roma
el 12 de julio de 1590. Hijo de una familia de la vieja nobleza romana, hizo
sus primeros estudios en el colegio romano y después pasó a la Sapienza, donde
se doctoró en ambos derechos. Siguiendo el ejemplo de su hermano mayor, entró
en la carrera eclesiástica y se ordenó de presbítero en 1624. Entre los años
1622 y 1623 fue auditor de la nunciatura apostólica en Polonia, y en 1627 su
hermano mayor renunció en su favor el obispado de Camerino, del que fue titular
hasta 1666. En este período se ocupó del gobierno de la diócesis y desempeñó
diferentes cargos en los Estados Pontificios. La concesión de la púrpura
cardenalicia a su hermano (1643) y la eleción de Inocencio X (1644) le abrieron
perspectivas más brillantes. En 1644 fue nombrado nuncio en Nápoles y allí
permaneció ocho años, resultándole muy difícil guardar el equilibrio entre el
virrey, los nobles y el pueblo sublevado. En 1652 se retiró a su obispado, pero
Alejandro VII le llamó a la curia, donde fue nombrado secretario de la
Congregación de obispos y regulares (1657) y consultor del Santo Oficio.
Clemente IX le nombró maestro de cámara y en 1669, poco antes de morir, le
concedió el capelo cardenalicio.
En el largo cónclave que se abrió el 20 de diciembre de 1669 para
elegir al sucesor de Clemente IX, no menos de seis partidos maniobraban en las
salas del Vaticano disputándose la victoria. Los votos casi estaban igualados.
Cuando los españoles, unidos a la facción del cardenal Chigi, lanzaron la
candidatura de Escipión d'Elce, el embajador francés le puso el veto; y cuando
el «escuadrón volante», presidido por Azzolini, se declaró a favor de Vidoni,
que había sido nuncio en Polonia, fue el embajador español quien lo excluyó.
Sólo cuando los embajadores de Venecia, Francia y España aconsejaron a los
suyos elegir a un cardenal de última hora, los votos recayeron, después de
cuatro meses de cónclave, en el anciano Emilio Altieri. El cardenal Altieri,
que frisaba ya los 80 años, fue elegido papa el 29 de abril de 1670 y tomó el
nombre de Clemente X en recuerdo de Clemente IX que cinco meses antes le había
hecho cardenal.
El nuevo papa, aunque tenía experiencia en los asuntos curiales y
diplomáticos y gozaba de buena salud, recurrió al nepotismo para descargar
parte del gobierno. Pero, al no contar con sobrinos, adoptó al cardenal
Paluzzi, que empezó a ser conocido como el cardenal Paluzzi-Altieri y se
convirtió en el primer ministro del papa; de tal manera que el secretario de
Estado tenía que contar con él para todos los asuntos.
La actividad política. Como soberano de los Estados Pontificios,
Clemente X se preocupó por mejorar la situación del comercio y de la industria
local. Un edicto del 11 de septiembre de 1674, en el que se disponía que todas
las mercancías que entrasen en Roma, incluso las dirigidas a los embajadores
extranjeros, debían pagar un impuesto del tres por ciento, al igual que los
cardenales y el palacio apostólico, produjo un largo conflicto entre el
cardenal Altieri y los embajadores de España, Francia, el Imperio y Venecia.
Los embajadores se unieron para defender sus privilegios y reclamar la
abolición del decreto y, después de un año de discusiones, Clemente X revocó el
decreto para evitar males peores.
Las relaciones de Clemente X con Francia fueron conflictivas,
sobre todo por la prepotencia con que actuó Luis XIV. Contra las pretensiones
del monarca de entrometerse autoritariamente en las disputas jurisdiccionales
entre obispos y órdenes religiosas, expidió el papa la bula Superna magni
patrisfamilias (21 junio 1670), señalando, conforme al Concilio de Trento, la
jurisdicción propia de cada uno en lo concerniente a la predicación pública y a
la administración de los sacramentos. Más grave fue la crisis que provocó el
embajador francés, el violento duque d'Estrées, cuando el 21 de mayo acusó
gravemente al cardenal nepote y echó en cara al pontífice los últimos
nombramientos de cardenales. Al dar por terminada la audiencia, el embajador se
lanzó sobre el anciano pontífice y le obligó a sentarse. Algunos días después,
en la promoción del 27 de mayo, Clemente X creó seis cardenales pero ninguno
francés. A partir de aquí, las relaciones con Francia prácticamente se
interrumpieron.
En 1672 Luis XIV declaró la guerra a Holanda y presentó la empresa
como una guerra santa para el restablecimiento de la religión católica. El
papa, en un primer momento, creyó en tal objetivo, pero cuando estuvo mejor
informado hizo cuanto estuvo en su mano por preparar unas negociaciones de paz,
aunque sólo dos años después de su muerte se consiguió firmar la paz de Nimega
(1678).
Con el reino de Portugal regularizó las relaciones diplomáticas,
perturbadas y confusas desde la independencia nacional. Un enviado de Lisboa
prestó obediencia al papa en 1670 y el nuncio Ravizza, enviado a la corte
portuguesa, confirmó, en nombre del pontífice, los nombramientos de obispos
hechos durante la guerra de secesión.
Después de la caída de Creta en manos turcas, el sultán dirigió
sus fuerzas contra el reino de Polonia, desgarrado por múltiples facciones, con
un rey enfermo y enfrentado con la nobleza. En julio de 1672 los turcos
atacaron Polonia por el sudeste y el rey polaco firmó una paz humillante.
Alarmado el papa, que había sido nuncio en aquel país, publicó un jubileo con
indulgencias, mandó subsidios económicos y escribió al emperador Leopoldo y a
Carlos XI de Suecia (1657-1705), adjuntándole unas letras de la reina Cristina,
pidiendo socorros militares. Mientras tanto, el nuncio apostólico se esforzó
por unir a los polacos, alentándolos a luchar contra el enemigo de la
cristiandad. Juan Sobieski reunió un buen ejército y el 11 de noviembre de 1673
derrotó a los turcos en Choczim, a orillas de Dniéster. A la muerte del rey, la
corona polaca recayó en Sobieski (1674-1696), que en 1675 consiguió otra
victoria sobre los turcos.
La vida de la Iglesia. Clemente X se preocupó por las misiones y
apoyó a los vicarios apostólicos de China y de la India contra las pretensiones
portuguesas, celosos de la defensa del patronato de su corona; protegió al
jesuíta Antonio Viera, misionero y defensor de los indios del Brasil,
declarándolo exento de la Inquisición portuguesa, que intentaba procesarlo, y
sometiéndolo a la jurisdicción inmediata de la Inquisición romana. La acción
misionera también recibió nuevo impulso en el Québec con la creación de una
sede episcopal.
Después de la firma de la «paz clementina» (1669), la controversia
jansenista pasó por una fase de relativa tranquilidad. En general, se respetó
el silencio oficial impuesto en 1669, aunque no faltaron polémicas a propósito
de algunos escritos jansenistas.
En 1671 Clemente X canonizó a san Cayetano di Thiene (1480-1547),
fundador de los teatinos; a san Francisco de Borja (1510-1572), general de los
jesuítas y biznieto de Alejandro VI, y a santa Rosa de Lima (1586-1617), la
primera santa de América. Unos años después beatificó al gran papa de la
reforma, san Pío V, y al reformador de los carmelitas, san Juan de la Cruz
(1542-1591). Durante el jubileo de 1675, a pesar de su avanzada edad, visitó
personalmente las basílicas romanas.
Clemente X terminó la restauración, iniciada por su predecesor, de
la basílica de Santa María la Mayor, y acabó de instalar en el puente de
Sant'Angelo las diez estatuas de mármol construidas por orden de Clemente IX.
También hizo levantar una fuente en plaza Navona, simétrica a la que Maderno
había construido durante el pontificado de Paulo V. Murió en Roma el 22 de
julio de 1676 y fue sepultado en la basílica de San Pedro.
Inocencio XI (21 septiembre 1676 - 12 agosto 1689)
Personalidad y carrera eclesiástica. Benedicto Odescalchi nació en
Como el 19 de mayo de 1611. Miembro de una de las familias nobles más antiguas,
estudió en el colegio de los jesuítas de Como. Al morir sus padres, un tío se
hizo cargo de su educación, lo llevó a Genova y le encaminó en sus estudios
hacia la práctica administrativa. Entre 1626 y 1632 realizó muchos viajes entre
Genova y Milán y se familiarizó con el mundo de los negocios. En 1636 fue a
Roma con una recomendación del gobernador de Milán para el cardenal español
Alfonso de la Cueva que, junto con Francisco Barberini y Juan Bautista Pamphili
(luego Inocencio X), le inclinaron hacia el estado eclesiástico. En Roma
estudió derecho en la Sapienza y en Nápoles se doctoró en ambos derechos.
Estimado por Urbano VIII le nombró protonotario y comisario general de Macerata
(1644), e Inocencio X le otorgó la púrpura cardenalicia el 6 de marzo de 1645.
En los años siguientes desempeñó diferentes cargos en la curia y una legación a
Ferrara (1648) con motivo de la carestía. El 4 de abril de 1650 fue nombrado
obispo de Novara y, después de recibir la ordenación sacerdotal y la
consagración episcopal, cumplió celosamente con sus obligaciones pastorales,
tomando como ejemplo la figura de san Carlos Borromeo. Permaneció en la
diócesis hasta marzo de 1656, que volvió a Roma.
En los primeros días de agosto de 1676 se encerraron los
cardenales en el cónclave para elegir nuevo papa. Entre los miembros del sacro
colegio descollaban Benedicto Odescalchi y Gregorio Barbarigo. Si este último,
a quien hoy se venera en los altares, no ciñó la tiara, se debió seguramente a
su firme resistencia. A pesar de la inicial oposición francesa, los cardenales
dieron su voto a Odescalchi, que fue elegido el 21 de septiembre de 1676 y tomó
el nombre de Inocencio XI en agradecimiento al papa Pamphili, que le había
elevado al cardenalato. El día 4 de octubre fue coronado y el 8 de noviembre
entró en posesión de San Juan de Letrán.
Inocencio XI, de carácter dulce y benévolo, no obstante su
rigorismo ascético, era meticuloso hasta la escrupulosidad, exacto cumplidor de
su deber, reservado en el trato, ahorrador, contrario al lujo e incansable en
las obras de beneficencia para con los pobres, enérgico e independiente en su
gobierno. Rechazó cualquier tipo de nepotismo, de ahí que no nombrara cardenal
a ninguno de sus sobrinos, sino que confió la Secretaría de Estado al cardenal
Cibo.
El galicanismo. Grave era la situación que atravesaba la Iglesia.
Había que frenar el absolutismo galicano de Luis XIV, levantar un dique a la
marea creciente del Islam y, dentro de la Iglesia, sajar a tiempo las blanduras
del laxismo, que empezaba a introducirse en la moral con el rótulo de
«probabilismo», y en la espiritualidad con el nombre de «quietismo».
La política eclesiástica de Inocencio XI estuvo dominada por tres
problemas fundamentales: las conflictivas relaciones con Francia, la lucha
contra los turcos y las nuevas esperanzas para el catolicismo en Inglaterra (L.
Pastor, Historia de los papas, XXXII, pp. 30-328). El Rey Sol, Luis XIV de
Francia (1661-1715), reclamó para sí el derecho de las regalías, es decir, el
derecho que ostentaba la corona desde la Edad Media sobre algunas diócesis, que
consistía en administrar los bienes y cobrar las rentas (regalía temporal) y
conferir en ellas los beneficios sin cura de almas (regalía espiritual). En
1673 el monarca francés extendió este derecho a todas las diócesis del reino.
Sólo dos obispos se opusieron y solicitaron el apoyo del papa Inocencio XI. El
pontífice, decidido a no tolerar más injerencias en los asuntos eclesiásticos,
envió a Luis XIV tres breves (1678, 1679 y 1680) instándole a que renunciara a
la extensión del derecho de regalías, y mostrándose especialmente duro en el
tercero. El rey comprendió la gravedad de la situación y quiso asegurarse el
apoyo del clero. La asamblea del clero de 1680 manifestó al monarca su pesar
por las palabras usadas por el papa y ratificó su fidelidad a la corona. A
finales de 1681, Luis XIV reunió una nueva asamblea que reconoció las regalías
como un derecho soberano, reduciéndolas a límites menos peligrosos para la
Iglesia, y en marzo de 1682 aprobó una declaración redactada por Bossuet
(1627-1704) a instancias de Luis XIV. Los cuatro artículos aprobados el 19 de
marzo de 1682 sostienen la independencia absoluta del rey de Francia en las
cuestiones temporales, la superioridad del concilio sobre el papa, a tenor de
los decretos de Constanza, la infalibilidad del papa condicionada al
consentimiento del episcopado y la inviolabilidad de las antiguas y venerables
costumbres de la Iglesia galicana. Luis XIV impuso en todas las escuelas de
teología la enseñanza de los cuatro artículos.
Inocencio XI, antes aun de conocer el tenor de los artículos,
mediante el breve Paternae Charitati del 19 de abril de 1682, manifestó
severamente al clero francés su amargura por la debilidad demostrada por los
obispos, que no se habían atrevido a defender los derechos de la Iglesia,
refutó sus argumentos y declaró nulas todas las disposiciones sobre la regalía.
Con respecto a los cuatro artículos prefirió, incluso después de conocer su
contenido, no intervenir directamente, pero negó la institución canónica a los
candidatos episcopales que hubieran tomado parte en las reuniones de 1681-1682.
Con el fin de no aparecer débil, Luis XIV propuso para el episcopado únicamente
a personas que habían aprobado los artículos. El resultado fue que en seis años
las sedes vacantes subieron a treinta y cinco.
El conflicto se agravó porque el papa nombró arzobispo de Colonia
al candidato imperial frente al que había presentado Luis XIV, y por la
abolición del derecho de asilo de las embajadas en Roma en pro del orden
público. Mientras España y Venecia se sometieron a la disposición papal,
Francia no quiso aceptarla y el nuevo embajador francés entró en Roma en
noviembre de 1687 con franca ostentación de armas y soldados. El papa le
consideró excomulgado y no quiso recibirle, y a principios de 1688 hizo saber
indirectamente a Luis XIV que tanto él como sus ministros debían considerarse
incursos en las censuras eclesiásticas. Luis XIV, en el apogeo de su poder, no
se preocupó lo más mínimo; es más, como represalia volvió a ocupar (como ya lo
había hecho bajo Alejandro VII) Avignon y el Venaissin y, además, apeló al
concilio. Inocencio XI murió sin recoger los frutos de su lucha.
Aunque no eran tiempos de cruzada, desde los primeros días de su
pontificado Inocencio XI quiso establecer la concordia entre los príncipes
cristianos y unirlos contra el turco invasor. No fue poco que, a pesar de la
oposición de Francia, consiguió que el emperador y el rey de Polonia firmasen
una alianza contra el turco, al que derrotaron el 12 de septiembre de 1683,
obligándole a levantar el cerco de Viena. En 1686 también se reconquistó la
ciudad de Buda.
El año 1685 subió al trono inglés Jacobo II (1685-1688), católico
ferviente, que en seguida envió una embajada al papa y llamó a los jesuítas.
Admirador de Luis XIV, quiso imitar su absolutismo, a pesar de las
exhortaciones de Inocencio XI, que le aconsejaba respetar las libertades
parlamentarias y tratar con moderación a sus súbditos no católicos. No le hizo
caso y la reacción de los anglicanos no se hizo esperar; si no se sublevaron
fue porque se esperaba que, a la muerte del monarca, le sucediese una de sus
hijas, casadas con príncipes protestantes. Pero en 1686 la segunda mujer de
Jacobo II, la católica María de Este, le dio un hijo varón, lo que abrió la
perspectiva de una dinastía católica y autoritaria. Los protestantes ingleses
ofrecieron entonces el trono a Guillermo de Orange, casado con la hija mayor de
Jacobo, y el 5 de noviembre de 1688 desembarcó en Inglaterra sin que le
resultara difícil apoderarse de todo el país. Jacobo II tuvo que refugiarse en
Francia y la ruina del catolicismo en Inglaterra se consumó para siempre.
La vida de la Iglesia. Por lo que se refiere a la vida interna de
la Iglesia, el papa condenó en 1679 sesenta y cinco proposiciones de moral
laxista, pero para evitar que de esta condena se hiciera un arma contra los
jesuítas, prohibió tres escritos en los que se pretendía demostrar que las
referidas proposiciones estaban sacadas de las doctrinas de los miembros de la
Compañía. Con esta medida quiso poner fin a la violenta campaña que los
jansenistas llevaban a cabo contra los jesuítas en torno a estas materias, a la
cual contribuyó en buena medida Pascal con la publicación de Las provinciales,
dando origen a la leyenda negra del jesuitismo (R. García-Villoslada, Historia
de la Iglesia católica, IV, Madrid, 1980, pp. 345-77).
Otro tanto ocurrió con el movimiento de espiritualidad que se
desarrolló en Italia y Francia en el último tercio del siglo xvit, conocido con
el nombre de «quietismo». Su principal representante fue el español Miguel
Molinos (1628-1696), que residía en Roma desde 1669 y en 1675 publicó una obra
titulada Guía espiritual. El «quietismo» consiste en la voluntad de asimilarse
totalmente a Dios hasta la identificación, en la pasividad total, en la que
desaparece la voluntad del hombre; desdeña la acción y la oración, pues la
absorción en Dios hace inútil cualquier intento de vida moral y espiritual, de
forma que el hombre puede disfrutar sin esfuerzo la paz en Dios (P. Dudon, Le
quiétiste espagnol Michel Molinos, París, 1921). En 1685 esta doctrina fue
sometida al examen de la Inquisición y, por la bula Coelestis Pastor de 19 de
noviembre de 1687, Inocencio XI prohibió las obras de Molinos y condenó sesenta
y ocho proposiciones sacadas de las mismas. Molinos abjuró de sus errores y fue
condenado a encierro perpetuo en un monasterio.
En el orden disciplinar publicó múltiples edictos para exigir la
reverencia debida en los templos durante la celebración de los divinos oficios,
dispuso que todos los obispos residentes en Roma se trasladasen a sus sedes,
fomentó la predicación y la enseñanza del catecismo, ordenó que los obispos no
confiriesen órdenes sagradas salvo a los que tuvieran un beneficio congruo o
patrimonio y dio nuevas normas sobre la beatificación y canonización. Canonizó
a san Pedro Regalado (1390-1456) y beatificó a Toribio de Mogrobejo
(1538-1606).
Inocencio XI hizo pocos dispendios en el fomento de las artes, por
lo que tampoco mantuvo relaciones especiales con Bernini. El anciano maestro
recibió, en cambio, un gran disgusto cuando el papa le ordenó que vistiera a la
Verdad desnuda de la tumba de Alejandro VII, en la basílica de San Pedro. Su
severidad, que recordaba el rigorismo jansenista, le llevó a prohibir las
fiestas de carnaval y las representaciones de teatro y ópera, cosa que le
atrajo el disgusto de los romanos. Sin embargo, su pontificado fue uno de los
más importantes del siglo xvii. Murió Inocencio XI en Roma el 12 de agosto de
1689 y fue enterrado en la basílica de San Pedro.
Alejandro VIII (6 octubre 1689 - 1 febrero 1691)
Pedro Ottoboni nació en Venecia el 22 de abril de 1610.
Perteneciente a una familia de la moderna nobleza véneta, estudió derecho en la
Universidad de Padua, donde se graduó de doctor en ambos derechos. Abrazó el
estado eclesiástico y marchó a Roma, comenzó la carrera curial con el apoyo de
Urbano VIII. Ejerció los cargos de refrendatario de las dos Signaturas,
gobernador de Terni (1638), Rieti (1640) y Cittá di Castello (1641). En 1643
fue nombrado auditor de la Rota y el 19 de febrero de 1652 Inocencio X le
concedió el capelo cardenalicio. El 7 de diciembre de 1654 fue designado obispo
de Brescia y permaneció diez años en su diócesis, donde utilizó su experiencia
jurídica para corregir algunas desviaciones disciplinares y doctrínales. Vuelto
a Roma, Clemente X le nombró datario y Clemente XI secretario del Santo Oficio,
lo que le obligó a ocuparse del quietismo y de la cuestión de la extensión de
las regalías en Francia.
De los 62 cardenales que integraban el sacro colegio al morir
Inocencio XI (1689), no menos de diez estaban ausentes de Roma y no pudieron
entrar en el cónclave. Éste duró del 23 de agosto al 6 de octubre. Los votos se
iban orientando hacia el cardenal Barbarigo, y hubiera sido elegido de no
haberlo rechazado. El partido de los zelanti pensó entonces en Pedro Ottoboni,
un patricio veneciano, no enfeudado ni al Imperio ni a Francia y estimado por
sus cualidades de afable trato y habilidad para los negocios curiales. Fue
elegido el 6 de octubre de 1689 y quiso llamarse Alejandro VIII, y aunque
estaba para cumplir los 80 años, gozaba de buena salud. Su coronación, que tuvo
lugar el 18 de octubre, fue celebrada popularmente en Roma y Venecia con arcos
de triunfo y fuegos artificiales. Diez días después tomó posesión de San Juan
de Letrán.
Alejandro VIII volvió a resucitar el nepotismo. Hizo venir de
Venecia a sus parientes para poder honrar y enriquecer a sobrinos y resobrinos.
A uno le concedió la rica abadía de Chiaravalle y luego la púrpura cardenalicia
con el cargo de vicecanciller, más la legación de Avignon; a otro le concedió
la superintendencia de las fortalezas marítimas y de las galeras del Estado.
Además, procuró que los Ottoboni emparentaran con ricas y principescas familias
romanas.
En la política eclesiástica ocuparon un lugar preferente los
problemas heredados con Francia. Alejandro VIII siguió en un principio la línea
recta e intransigente de su predecesor, pero luego tanto el rey como el papa se
persuadieron que lo mejor para todos era proceder en paz y concordia. Sin
embargo no era fácil, dada la ambición de Luis XIV y la obstinación de algunos
galicanos. Alejandro VIII deseaba el restablecimiento de la paz religiosa en
Francia, donde aumentaba cada día más el número de obispos nombrados por el rey
y no confirmados por la Santa Sede a causa de su galicanismo. Por eso se avino
a algunas concesiones. Cedió en la confirmación canónica de los obispos, a
condición de que se retractasen explícitamente de sus errores, y accedió a
nombrar cardenal al obispo de Beauvais, Forbin Janson, enemigo del emperador
pero muy estimado de Luis XIV. El rey, por su parte, renunció al derecho de
asilo de la embajada romana (cosa que ya habían hecho otros monarcas) y
restituyó a la Santa Sede la ciudad de Avignon y el Venaissin, que le había
arrebatado anteriormente. A pesar de estas tentativas y deseos de
reconciliación, el papa se mantuvo inflexible en los principios, declarando por
la bula ínter multíplices (4 agosto 1690) inválidos, írritos y nulos los cuatro
artículos galicanos y la extensión de los derechos de regalía a todas las
iglesias de Francia.
Con el Imperio se mantuvo más distanciado que su predecesor. No
concedió ningún capelo cardenalicio a los candidatos imperiales y otorgó menor
ayuda financiera al emperador Leopoldo para la guerra contra los turcos, entre
otras cosas porque Venecia, patria del papa, veía con desconfianza los triunfos
de Austria hacia levante. En cambio, a Venecia la ayudó económica y
militarmente contra los turcos y la colmó de privilegios.
En el plano religioso, Alejandro VIII condenó el 7 de diciembre de
1690 treinta y una tesis de los jansenistas lovanienses, relativas al pecado y
la gracia, la justificación, la veneración a María, el bautismo y la autoridad
del romano pontífice. En 1690 canonizó a su compatriota san Lorenzo Giustiniani
(1381-1455) y, también, a san Juan de Capistrano (1386-1456), san Juan de
Sahagún (1430-1479), san Juan de Dios (1495-1550) y san Pascual Bailón
(1540-1592).
Los romanos quedaron agradecidos a Alejandro VIII, porque les
rebajó los impuestos, facilitó las importaciones de víveres y disminuyó su
precio. También se preocupó de enriquecer la Biblioteca Vaticana, adquiriendo
la biblioteca, rica en manuscritos, de la reina Cristina de Suecia, que murió
en 1689. Alejandro VIII falleció en Roma el 1 de febrero de 1691, a los
dieciséis meses de pontificado, y fue sepultado en la basílica de San Pedro.
Inocencio XII (12 julio 1691 - 27 septiembre 1700)
Personalidad y carrera eclesiástica. Antonio Pignatelli nació el
13 de marzo de 1615 en el castillo que su padre poseía en Spinazzola, cerca de
Bari. Miembro de una de las familias de más rancia aristocracia del reino de
Nápoles, su padre era príncipe de Minervino y grande de España. Después de
hacer los primeros estudios, pasó al colegio romano de los jesuitas y estudió
leyes, licenciándose en ambos derechos. Gracias a las buenas relaciones con
influyentes eclesiásticos romanos y, en particular, con Urbano VIII, inició una
rápida carrera en la curia: vicelegado de Urbino, inquisidor de Malta y
gobernador de Viterbo. Ocupó después las sedes diplomáticas más prestigiosas:
nuncio en Florencia (1652), Polonia (1660) y Viena (1668). En 1673 Clemente X
le nombró secretario de la Congregación de obispos y regulares, y en 1681
Inocencio XI le creó cardenal presbítero del título de San Pancracio. Designado
arzobispo de Nápoles el 30 de septiembre de 1686, Pignatelli se distinguió en
la diócesis napolitana por la rectitud de miras, profunda religiosidad y
preocupación por los pobres.
De todos los cónclaves del siglo xvii, el más largo fue el de
1691. Duró cinco meses, del 12 de febrero al 12 de julio. Ni los españoles, ni
los franceses, ni los imperiales se avinieron a votar por Barbarigo,
candidatura de los zelanti, aunque todos repetían que nada tenían que objetar
contra aquel santo cardenal, que no ambicionaba la tiara. Desde fines de abril,
los sufragios se fueron acumulando sobre el nombre de Pignatelli. El calor
estival obligó a los conclavistas a acelerar la elección y, contra la
resistencia de los franceses, la mayoría de los cardenales optó por Antonio Pignatelli,
que fue elegido el 12 de julio de 1691. Escogió el nombre de Inocencio XII en
memoria del pontífice que le había hecho cardenal, fue coronado tres días
después en San Pedro y no tomó posesión de San Juan de Letrán hasta el día 13
de abril del siguiente año.
El fin del nepotismo y la actividad política. Una de las primeras
medidas del nuevo papa fue arrancar de cuajo el nepotismo, para lo cual,
ejecutando un antiguo deseo de Inocencio XI, expidió la bula Romanum decet
Pontificem (20 junio 1692), suscrita y jurada por el papa y por los 35
cardenales presentes entonces en Roma, prohibiendo severamente a los papas
venideros conceder honores, cargos públicos, pensiones, etc., a sus hermanos,
sobrinos y demás parientes, o enriquecerlos a costa de la Iglesia por motivo de
parentesco. Así se atajó el excesivo favoritismo de los pontífices y el
nepotismo pasó a ser historia. Se suprimió el cargo de cardenal nepote y, en su
lugar, se consolidó ya definitivamente el de cardenal secretario de Estado,
como responsable de la dirección de los asuntos de Estado.
En el ámbito de las relaciones de política eclesiástica, Inocencio
XII trató de mejorar las relaciones con Francia. En 1693 Luis XIV comunicó al
papa que había sido revocada la orden de enseñanza de los artículos galicanos.
En compensación, el pontífice otorgó finalmente la institución canónica a los
candidatos de la sedes vacantes, pero sólo después de que todos y cada uno
manifestara en carta dirigida al papa su sentimiento, por lo menos genérico, de
lo ocurrido. El decreto sobre las regalías no fue revocado y los cuatro
artículos galicanos, como no habían sido condenados, siguieron enseñándose en
muchas facultades francesas. Por lo tanto no se puede hablar de un rendimiento
sin condiciones por parte de la monarquía francesa, sino únicamente de un
compromiso. «Luis XIV no fue a Canosa —comenta Ranke (Historia de los papas, p.
557)—, pero hizo hacer este camino a los obispos, sus dóciles instrumentos.» Al
emperador Leopoldo le prestó auxilio económico para la guerra contra los
turcos, y cuando llegó a Roma la noticia de la victoria de Salankemen (1691) y
la conquista de Granvaradino (1692), ordenó que en Roma se celebrase con
grandes fiestas populares y funciones litúrgicas. Pero las relaciones entre
ambos se nublaron más tarde, porque Leopoldo concedió la investidura de elector
del Imperio al protestante Enrique Augusto de Hannover y, sobre todo, por las
actitudes absolutistas y poco conciliadoras de los embajadores imperiales en
Roma. En cambio, el cardenal Forbin, embajador de Francia, hacía cuanto podía
por captarse la benevolencia del pontífice, tanto que Inocencio XII empezó a
inclinarse hacia Luis XIV, que también deseaba atraerse la voluntad del papa en
el grave negocio de la sucesión a la corona hispánica.
En la sucesión al trono polaco (1696), en un primer momento el
papa sostuvo la candidatura del católico francés Conti, pero luego reconoció
sin dificultad la elección de Federico Augusto de Sajonia (1697-1733), que era
luterano aunque se convirtió al catolicismo en 1697, apoyada por Austria, Rusia
y Prusia.
También luchó el pontífice por alcanzar la paz entre Luis XIV y la
gran coalición europea. Y aunque en el congreso de paz de Rijswijk (1697) la
Santa Sede no estuvo representada oficialmente, el papa celebró su firma y la
cláusula que garantizaba el mantenimiento de los derechos de la religión
católica en aquellos Estados que en virtud del tratado de paz pasasen a dominio
protestante.
Al final del pontificado tuvo que ocuparse también del problema de
la sucesión a la corona española. Como el rey Carlos II (1665-1700) pidió
consejo al papa, Inocencio XII se pronunció en favor del príncipe elector de
Baviera, José Fernando; pero al morir éste repentinamente en 1699, el cardenal
Portocarrero haciendo valer, tal vez, la opinión del papa (L. Pastor, Historia
de los papas, XXXII, pp. 559-60), consiguió que nombrase heredero a Felipe de
Anjou.
La vida de la Iglesia. En el ámbito doctrinal tuvo que
pronunciarse en la disputa que surgió entre los obispos franceses Fénelon
(1651-1715) y Bossuet (1627-1704) sobre ciertas opiniones quietistas (P.
Zovato, La polémica Bossuet-Fénelon, Padova, 1968). La acalorada controversia
literaria, que sobre todo Bossuet desarrolló con cortante agudeza, acabó por
ser sometida al dictamen del papa. Inocencio XII, por el breve Cum aliae del 12
de marzo de 1699, condenó 23 proposiciones sobre el amor purísimo de Dios,
entresacadas del libro Explicatlons des máximes des Saints sur la vie
intérieure de Fénelon, arzobispo de Cambrai y defensor de Madame Guyon,
promotora de una forma mitigada de quietismo.
Trató de mejorar el funcionamiento de la curia romana, reformando
la Penitenciaría y la Dataría; encargó al cardenal Colloredo la visita canónica
del clero romano, mandó a los sacerdotes vestir el hábito talar, no llevar
peluca y retirarse dos veces al año a hacer ejercicios espirituales; introdujo
en Roma, al igual que había hecho antes en Nápoles, un rito de mayor solemnidad
para acompañar al Santísimo en el viático; promovió la predicación y concedió
la púrpura cardenalicia a personajes insignes, como el dominico Ferrari, el
agustino Noris o el benedictino Sfondrati. También se preocupó de las misiones
y promovió la acción de la congregación De Propaganda Fide en Persia, China y
aun en América.
Inocencio XII reorganizó la administración pontificia, corrigiendo
el mecanismo que se practicaba en la adquisición de los cargos; reformó los
tribunales de justicia, reuniéndolos en la «curia inocenciana» (palacio de
Montecitorio); redujo los gastos de la corte y construyó el puerto de Anzio y a
su lado una fortaleza. Habiendo conocido de cerca el pauperismo en Nápoles,
trató de afrontar la plaga de indigencia que azotaba a Roma y que constituía un
peligro constante para el orden público, destinando el palacio Lateranense para
recoger y sostener a los pobres inhábiles para el trabajo. Con la idea de
reunir en un hospicio a los niños y jóvenes pobres, procurándoles algún
trabajo, levantó un vasto edificio en San Michele in Ripa, que fue ampliado por
su sucesor. Con estas actuaciones, Inocencio XII se mostró como uno de los
pontífices de la Edad Moderna más abiertos a los problemas sociales.
Murió Inocencio XII en la noche del 26 al 27 de septiembre de
1700, a los 85 años de edad, cuando se estaban celebrando las festividades del
Año Santo que él había publicado solemnemente por la bula Regí saeculorum. Su
cuerpo fue enterrado en la basílica de San Pedro.
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