jueves, 16 de marzo de 2017

Diccionario de Papas y Concilios (1655-1700)

Alejandro VII (7 abril 1655 - 22 mayo 1667)

Personalidad y carrera eclesiástica. Fabio Chigi nació en Siena el 13 de febrero de 1599. Miembro de una familia aristocrática de Siena, estudió en la misma ciudad teología y derecho con gran brillantez. En 1622 se trasladó a Roma y comenzó su carrera curial: refrendatario de las Signaturas de gracia y justicia (1629) y vicelegado en Ferrara por espacio de cinco años, obispo de Nardo en el reino de Nápoles (1635), aunque no residió nunca, e inquisidor y delegado apostólico en Malta. En 1639 pasó a desempeñar el prestigioso cargo de nuncio en Colonia, siendo nombrado representante pontificio en el Congreso de Münster para tratar la paz de Westfalia (1648). En las difíciles negociaciones diplomáticas, Chigi, presionado por las instrucciones recibidas de Roma, que le ordenaban defender de forma intransigente los intereses católicos, por los políticos católicos imperiales, inclinados a hacer mayores concesiones a los protestantes, y por las exigencias francesas, no pudo hacer otra cosa que asistir impotente a la firma de la «infame» paz de Westfalia (1648), como él mismo la llamó, que consagró a los ojos de la curia romana la escisión religiosa y la enajenación de los bienes eclesiásticos. De vuelta a Roma, fue creado cardenal por Inocencio X, promovido al episcopado de Imola y, en 1651, por sugerencia del cardenal Spada, le encargó de la Secretaría de Estado.
A la muerte de Inocencio X (1655), el candidato con mayor prestigio era el cardenal Saccheti, pero como ya ocurriera en 1644 chocó con la hostilidad del partido español. El cónclave, que se prolongó cuatro meses, después de múltiples negociaciones eligió papa a Fabio Chigi el 7 de abril de 1655. Escogió el nombre de Alejandro VII, en recuerdo de su paisano Alejandro III; fue coronado el 18 de abril y tomó posesión de San Juan de Letrán el 19 de mayo.
El gobierno de la Iglesia y las relaciones políticas. Diplomático y hombre de curia, Alejandro VII no quiso concentrar todo el poder. En ausencia de un nepotismo tan fuerte como el de sus antecesores, tomaba las decisiones después de discutir los problemas y pedir consejo. Bajo su pontificado se revitalizó la actividad de las congregaciones romanas: la de Estado, de la que se encargó el cardenal Rospigliosi, futuro Clemente IX; la de la Inmunidad, dirigida por el datario cardenal Corrado, o la del índice, que en 1664 publicó una edición actualizada del índice de libros prohibidos. Gran influencia ejercieron en Alejandro VII algunos consejeros de su confianza, como el cisterciense Bona y el jesuita Sforza Pallavicino, a los que concedió la púrpura cardenalicia, pues no sólo marcaron su espiritualidad ascética, sino que también le inclinaron a tomar algunas decisiones religiosas.
Alejandro VII también llevó a cabo una reorganización más racional de los oficios curiales. Reformó la Cancillería y reguló a través de una normativa el acceso a la carrera prelaticia, a la que modernizó, allanando el camino para la supresión de la venalidad de los cargos, que realizaría Inocencio XII en 1694. Menos palpables fueron los resultados en el sector financiero, a pesar de los esfuerzos de Alejandro VII por reducir la deuda pública que había alcanzado niveles peligrosos después de la guerra de los Treinta Años y la política dispendiosa del pontificado de Urbano VIII.
El esfuerzo de Alejandro VII por sostener y unir a las potencias católicas contra el peligro turco, que amenazaba Creta y Hungría, fue contrarrestado sistemáticamente por la política francesa. No obstante, el papa concedió subsidios económicos a Venecia en guerra contra los turcos por la posesión de Creta, y al emperador Leopoldo de Austria (1657-1705) para frenar el avance otomano en Hungría y Transilvania. Si las relaciones con Francia no fueron fáciles en ningún momento del pontificado, se agravaron con la muerte de Mazarino (1661) y el inicio del gobierno personal de Luis XIV (1643-1715). Un incidente de la guardia corsa del papa con el personal de la embajada francesa (1662) será aprovechado por el monarca francés para humillar al papa. El nuncio fue expulsado de París, se ocupó el condado de Avignon y se hicieron los preparativos para una campaña contra el Estado pontificio. La paz de Pisa de 1664 puso fin al conflicto, pero el papa tuvo que plegarse a los dictados del joven monarca francés. Este enfrentamiento fue otra consecuencia de la debilidad política del papado después de Westfalia y el cambio de fuerzas que se había producido en Europa.
Los problemas doctrinales: jansenismo, probabilismo y los ritos chinos. En una dimensión más religiosa el papa tuvo que hacer frente al problema del jansenismo que, después de la bula Cum ocasione (1653), se mostraba muy combativo. Ante la condena pontificia de la cinco tesis del Agustinas, Antonio Arnauld presentó la distinción entre la questio iuris y la questio facti, alegando que aun cuando las cinco proposiciones condenadas fuesen heréticas {questio inris), habría que demostrar que tales proposiciones se hallaban realmente en el libro de Jansenio {questio facti), pues la Iglesia es infalible en cuanto a la fe, pero no en la apreciación de un hecho. Es decir, la Iglesia puede condenar únicamente doctrinas en abstracto, pero no puede juzgar infaliblemente sobre la doctrina concreta de un individuo. En el primer caso el fiel está obligado a aceptar la decisión de la Iglesia incluso internamente, pero en el segundo no tiene más obligación que la de guardar un «silencio obsequioso», no enseñando públicamente doctrinas contrarias. A fin de eliminar cualquier equívoco, Alejandro VII, en octubre de 1656, declaró por medio de la bula Ad sanctam Petri sedem que efectivamente las cinco proposiciones estaban contenidas en el Agustinus y que habían sido condenadas en el sentido que las entendía el autor. La publicación en 1665 de una nueva bula, la Regiminis Apostolici, y la orden de firmar un formulario de aceptación de la condena, suscitó en Francia la más tenaz resistencia de algunos grupos jansenistas, entre los que se contaban ciertos obispos y las monjas de Port-Royal.
Contra los excesos del probabilismo en teología moral, denunciado entre otros por Pascal (1623-1662) en sus Cartas provinciales, dentro de la tendencia rigorista que el jansenismo defendía, Alejandro VII no quiso hacer una condena general del probabilismo y se limitó a condenar dos grupos de proposiciones laxistas, que luego serían ampliadas por Inocencio XI y que fueron fundamentales para la elaboración de la moral católica en en siglo siguiente.
La actividad misionera conoció un gran desarrollo durante el pontificado de Alejandro VIL En 1656 el Santo Oficio declaró lícitos los «ritos chinos» (las manifestaciones de homenaje tributadas a Confucio y a los antepasados difuntos), que habían sido condenados por De Propaganda Fide en 1645, y que admitían los jesuítas en su pastoral misionera y eran practicados por los cristianos de China como expresión de un culto civil y político, no religioso. En 1659, De Propaganda Fide estableció tres vicariatos apostólicos en los territorios comprendidos entre la India y China, en un intento por romper el monopolio que Portugal defendía como patronato de la corona.
Durante el pontificado de Alejandro VII tuvo lugar la conversión de la reina Cristina de Succia (1632-1654). Renunció al trono sueco y el 2 de noviembre de 1655, en su camino hacia Roma, pronunció en Innsbruck su confesión católica. Alejandro VII le preparó un pomposo recibimiento y ordenó a Bernini que diese al interior de la Porta del Popolo la forma que hoy tiene. Cristina de Suecia fijó su residencia en Roma y se estableció en el palacio Corsini.
El mecenazgo de Alejandro VII se plasmó en el campo arquitectónico, urbanístico y bibliográfico. Encargó a Bernini la construcción de la columnata de la plaza de San Pedro, la Escala regia del Vaticano, amplió el palacio del Quirinal y reestructuró las plazas del Panteón y de la Minerva. Dedicó especial atención a la Universidad romana de la Sapienza y a la Biblioteca Vaticana. Como amante de las letras y protector de la cultura, reunió en Roma a sabios y eruditos, como Allaci, Bona, Holsten o Pallavicino.
Alejandro VII murió en Roma el 22 de mayo de 1667, a los 69 años de edad, y fue sepultado en el suntuoso mausoleo que Bernini le había construido en la basílica de San Pedro.

Clemente IX (20 junio 1667 - 9 diciembre 1669)

Personalidad y carrera eclesiástica. Julio Rospigliosi nació en Pistoya el 27 de enero de 1600. Perteneciente a una familia noble, cursó sus primeros estudios en el colegio romano de la Compañía de Jesús y después se matriculó en la Universidad de Pisa, donde se licenció en filosofía y teología. Pasó luego a Roma y, con el apoyo de los Barberini, inició la carrera curial: secretario de la Congregación de Ritos (1631), refrendatario de las Signaturas de gracia y justicia (1632) y canónigo de Santa María la Mayor. En 1635 fue nombrado secretario de breves ad principes, consultor de la Penitenciaría apostólica (1641) y vicario capitular de Santa María la Mayor (1643). En 1644 fue designado arzobispo titular de Tarso y nuncio apostólico en España (1644-1653), donde consiguió grangearse la estima de Felipe IV (1621-1665) y de la corte española. En 1653 volvió a Roma y fue nombrado gobernador de la ciudad durante la vacante producida por la muerte de Inocencio X. El nuevo papa Alejandro VII le designó secretario de Estado y el 9 de abril de 1657 le concedió la púrpura cardenalicia del título de San Sixto, y en el desempeño del cargo consiguió ganarse la simpatía de Luis XIV de Francia, sin perder la benevolencia de Felipe IV de España.
Al morir Alejandro VII (1667), el cardenal Rospigliosi fue elegido papa gracias a la inusual convergencia de los intereses españoles y franceses, y con el apoyo del cardenal Azzolini, que era una de las cabezas rectoras del grupo de cardenales políticamente independientes («el escuadrón volante») que en la elección buscaba ante todo la defensa de los intereses de la Iglesia. Elegido el 20 de junio de 1667, escogió el nombre de Clemente IX, fue coronado el 24 de junio y el día 3 de julio tomó posesión de San Juan de Letrán. El nuevo papa poseía un carácter manso, y fiel a su nombre quiso ser condescendiente con los otros, pero no con él mismo, reflejo de la divisa que adoptó: «Clemente para todos, menos para sí y para los suyos.» Carlos Maratta hizo a Clemente IX uno de los más bellos retratos papales, y de su rostro irradia no sólo la bondad sino también el cansancio y la resignación de un hombre que, habida cuenta de su precario estado de salud, sólo podía ser un papa de transición.
La política eclesiástica. En el gobierno de la Iglesia introdujo pocos cambios. Recompensó al cardenal Azzolini nombrándole secretario de Estado y mantuvo en sus puestos a los principales responsables de la curia. Reorganizó la Congregación de religiosos y estableció una nueva encargada de todo lo concerniente a indulgencias y reliquias (1669). A los miembros de su familia les favoreció con moderación.
La política eclesiástica se orientó a la defensa contra los turcos y a la pacificación de las potencias católicas. Los turcos se habían adueñado ya de la mayor parte de la isla de Creta y preparaban el asalto a su capital Candía, que continuaba todavía en manos de Venecia. Clemente IX se esforzó con poco éxito por lograr una acción conjunta de ayuda por parte de las potencias católicas; le dieron buenas palabras pero la poca ayuda que se envió resultó insuficiente y la fortaleza de Candía tuvo que rendirse en septiembre de 1669. Hizo grandes esfuerzos para lograr la reconciliación entre Francia y España, que se vieron coronados por la presencia y mediación del nuncio Franciotti en la conferencia preparatoria del tratado de Aquisgrán (1668). También intervino en la firma de la paz de España y Portugal (1668), que implicó el reconocimiento de la independencia portuguesa. Clemente reconoció al nuevo monarca y confirmó la elección de los obispos portugueses nombrados durante la guerra de secesión.
Clemente IX fue un papa conciliador pero sin perder de vista la defensa de los intereses de la Iglesia. La controversia jansenista no acabó con el formulario impuesto por la bula Regiminis Apostolici (1665) de su antecesor. Con el nombramiento de Clemente IX, tras difíciles negociaciones presididas por el nuncio Bargellini, se llegó a un compromiso al menos externo y aparente. Los obispos que se habían negado a firmar el formulario enviado desde Roma por Alejandro VII aceptaron aquel documento, pero simultáneamente y en un protocolo secreto expresaron su convicción íntima, fiel a la tesis del silencio obsequioso. Clemente IX, a pesar de las dudas sobre la sinceridad de este acto, no quiso provocar ulteriores dificultades y acabó por aceptar este tipo de sumisión, declarando en enero de 1669 su alegría por la reconciliación lograda (Pax Clementina).
Clemente IX aumentó el catálogo de los santos con la canonización de san Pedro de Alcántara (1499-1562) y santa María Magdalena de Pazzi (1669), y la beatificación de Rosa de Lima (1586-1617), la primera mujer de América elevada a los altares (1668).
El papa Rospigliosi era amigo de las artes y de las letras. Su arquitecto preferido fue Bernini, ya anciano pero de gran capacidad creadora. A él encomendó la terminación de la columnata de San Pedro y la decoración del puente de Sant'Angelo con diez grandiosas estatuas. Financió las obras de restauración de la basílica de Santa María la Mayor. Entre los hombres de ciencia favoreció al gran erudito Allatius, al que nombró custodio de la Biblioteca Vaticana; al polifacético jesuita alemán Kircher, orientalista y astrónomo; a Cassini y a otros muchos. Se interesó por la fundación de una academia para el estudio de la historia de la Iglesia y prestó su valioso patrocinio al grupo de sabios y literatos que rodeaban a Cristina de Suecia. Murió en Roma el 9 de diciembre de 1669 y fue sepultado en la basílica de Santa María la Mayor.

Clemente X (29 abril 1670 - 22 julio 1676)

Personalidad y carrera eclesiástica. Emilio Altieri nació en Roma el 12 de julio de 1590. Hijo de una familia de la vieja nobleza romana, hizo sus primeros estudios en el colegio romano y después pasó a la Sapienza, donde se doctoró en ambos derechos. Siguiendo el ejemplo de su hermano mayor, entró en la carrera eclesiástica y se ordenó de presbítero en 1624. Entre los años 1622 y 1623 fue auditor de la nunciatura apostólica en Polonia, y en 1627 su hermano mayor renunció en su favor el obispado de Camerino, del que fue titular hasta 1666. En este período se ocupó del gobierno de la diócesis y desempeñó diferentes cargos en los Estados Pontificios. La concesión de la púrpura cardenalicia a su hermano (1643) y la eleción de Inocencio X (1644) le abrieron perspectivas más brillantes. En 1644 fue nombrado nuncio en Nápoles y allí permaneció ocho años, resultándole muy difícil guardar el equilibrio entre el virrey, los nobles y el pueblo sublevado. En 1652 se retiró a su obispado, pero Alejandro VII le llamó a la curia, donde fue nombrado secretario de la Congregación de obispos y regulares (1657) y consultor del Santo Oficio. Clemente IX le nombró maestro de cámara y en 1669, poco antes de morir, le concedió el capelo cardenalicio.
En el largo cónclave que se abrió el 20 de diciembre de 1669 para elegir al sucesor de Clemente IX, no menos de seis partidos maniobraban en las salas del Vaticano disputándose la victoria. Los votos casi estaban igualados. Cuando los españoles, unidos a la facción del cardenal Chigi, lanzaron la candidatura de Escipión d'Elce, el embajador francés le puso el veto; y cuando el «escuadrón volante», presidido por Azzolini, se declaró a favor de Vidoni, que había sido nuncio en Polonia, fue el embajador español quien lo excluyó. Sólo cuando los embajadores de Venecia, Francia y España aconsejaron a los suyos elegir a un cardenal de última hora, los votos recayeron, después de cuatro meses de cónclave, en el anciano Emilio Altieri. El cardenal Altieri, que frisaba ya los 80 años, fue elegido papa el 29 de abril de 1670 y tomó el nombre de Clemente X en recuerdo de Clemente IX que cinco meses antes le había hecho cardenal.
El nuevo papa, aunque tenía experiencia en los asuntos curiales y diplomáticos y gozaba de buena salud, recurrió al nepotismo para descargar parte del gobierno. Pero, al no contar con sobrinos, adoptó al cardenal Paluzzi, que empezó a ser conocido como el cardenal Paluzzi-Altieri y se convirtió en el primer ministro del papa; de tal manera que el secretario de Estado tenía que contar con él para todos los asuntos.
La actividad política. Como soberano de los Estados Pontificios, Clemente X se preocupó por mejorar la situación del comercio y de la industria local. Un edicto del 11 de septiembre de 1674, en el que se disponía que todas las mercancías que entrasen en Roma, incluso las dirigidas a los embajadores extranjeros, debían pagar un impuesto del tres por ciento, al igual que los cardenales y el palacio apostólico, produjo un largo conflicto entre el cardenal Altieri y los embajadores de España, Francia, el Imperio y Venecia. Los embajadores se unieron para defender sus privilegios y reclamar la abolición del decreto y, después de un año de discusiones, Clemente X revocó el decreto para evitar males peores.
Las relaciones de Clemente X con Francia fueron conflictivas, sobre todo por la prepotencia con que actuó Luis XIV. Contra las pretensiones del monarca de entrometerse autoritariamente en las disputas jurisdiccionales entre obispos y órdenes religiosas, expidió el papa la bula Superna magni patrisfamilias (21 junio 1670), señalando, conforme al Concilio de Trento, la jurisdicción propia de cada uno en lo concerniente a la predicación pública y a la administración de los sacramentos. Más grave fue la crisis que provocó el embajador francés, el violento duque d'Estrées, cuando el 21 de mayo acusó gravemente al cardenal nepote y echó en cara al pontífice los últimos nombramientos de cardenales. Al dar por terminada la audiencia, el embajador se lanzó sobre el anciano pontífice y le obligó a sentarse. Algunos días después, en la promoción del 27 de mayo, Clemente X creó seis cardenales pero ninguno francés. A partir de aquí, las relaciones con Francia prácticamente se interrumpieron.
En 1672 Luis XIV declaró la guerra a Holanda y presentó la empresa como una guerra santa para el restablecimiento de la religión católica. El papa, en un primer momento, creyó en tal objetivo, pero cuando estuvo mejor informado hizo cuanto estuvo en su mano por preparar unas negociaciones de paz, aunque sólo dos años después de su muerte se consiguió firmar la paz de Nimega (1678).
Con el reino de Portugal regularizó las relaciones diplomáticas, perturbadas y confusas desde la independencia nacional. Un enviado de Lisboa prestó obediencia al papa en 1670 y el nuncio Ravizza, enviado a la corte portuguesa, confirmó, en nombre del pontífice, los nombramientos de obispos hechos durante la guerra de secesión.
Después de la caída de Creta en manos turcas, el sultán dirigió sus fuerzas contra el reino de Polonia, desgarrado por múltiples facciones, con un rey enfermo y enfrentado con la nobleza. En julio de 1672 los turcos atacaron Polonia por el sudeste y el rey polaco firmó una paz humillante. Alarmado el papa, que había sido nuncio en aquel país, publicó un jubileo con indulgencias, mandó subsidios económicos y escribió al emperador Leopoldo y a Carlos XI de Suecia (1657-1705), adjuntándole unas letras de la reina Cristina, pidiendo socorros militares. Mientras tanto, el nuncio apostólico se esforzó por unir a los polacos, alentándolos a luchar contra el enemigo de la cristiandad. Juan Sobieski reunió un buen ejército y el 11 de noviembre de 1673 derrotó a los turcos en Choczim, a orillas de Dniéster. A la muerte del rey, la corona polaca recayó en Sobieski (1674-1696), que en 1675 consiguió otra victoria sobre los turcos.
La vida de la Iglesia. Clemente X se preocupó por las misiones y apoyó a los vicarios apostólicos de China y de la India contra las pretensiones portuguesas, celosos de la defensa del patronato de su corona; protegió al jesuíta Antonio Viera, misionero y defensor de los indios del Brasil, declarándolo exento de la Inquisición portuguesa, que intentaba procesarlo, y sometiéndolo a la jurisdicción inmediata de la Inquisición romana. La acción misionera también recibió nuevo impulso en el Québec con la creación de una sede episcopal.
Después de la firma de la «paz clementina» (1669), la controversia jansenista pasó por una fase de relativa tranquilidad. En general, se respetó el silencio oficial impuesto en 1669, aunque no faltaron polémicas a propósito de algunos escritos jansenistas.
En 1671 Clemente X canonizó a san Cayetano di Thiene (1480-1547), fundador de los teatinos; a san Francisco de Borja (1510-1572), general de los jesuítas y biznieto de Alejandro VI, y a santa Rosa de Lima (1586-1617), la primera santa de América. Unos años después beatificó al gran papa de la reforma, san Pío V, y al reformador de los carmelitas, san Juan de la Cruz (1542-1591). Durante el jubileo de 1675, a pesar de su avanzada edad, visitó personalmente las basílicas romanas.
Clemente X terminó la restauración, iniciada por su predecesor, de la basílica de Santa María la Mayor, y acabó de instalar en el puente de Sant'Angelo las diez estatuas de mármol construidas por orden de Clemente IX. También hizo levantar una fuente en plaza Navona, simétrica a la que Maderno había construido durante el pontificado de Paulo V. Murió en Roma el 22 de julio de 1676 y fue sepultado en la basílica de San Pedro.

Inocencio XI (21 septiembre 1676 - 12 agosto 1689)

Personalidad y carrera eclesiástica. Benedicto Odescalchi nació en Como el 19 de mayo de 1611. Miembro de una de las familias nobles más antiguas, estudió en el colegio de los jesuítas de Como. Al morir sus padres, un tío se hizo cargo de su educación, lo llevó a Genova y le encaminó en sus estudios hacia la práctica administrativa. Entre 1626 y 1632 realizó muchos viajes entre Genova y Milán y se familiarizó con el mundo de los negocios. En 1636 fue a Roma con una recomendación del gobernador de Milán para el cardenal español Alfonso de la Cueva que, junto con Francisco Barberini y Juan Bautista Pamphili (luego Inocencio X), le inclinaron hacia el estado eclesiástico. En Roma estudió derecho en la Sapienza y en Nápoles se doctoró en ambos derechos. Estimado por Urbano VIII le nombró protonotario y comisario general de Macerata (1644), e Inocencio X le otorgó la púrpura cardenalicia el 6 de marzo de 1645. En los años siguientes desempeñó diferentes cargos en la curia y una legación a Ferrara (1648) con motivo de la carestía. El 4 de abril de 1650 fue nombrado obispo de Novara y, después de recibir la ordenación sacerdotal y la consagración episcopal, cumplió celosamente con sus obligaciones pastorales, tomando como ejemplo la figura de san Carlos Borromeo. Permaneció en la diócesis hasta marzo de 1656, que volvió a Roma.
En los primeros días de agosto de 1676 se encerraron los cardenales en el cónclave para elegir nuevo papa. Entre los miembros del sacro colegio descollaban Benedicto Odescalchi y Gregorio Barbarigo. Si este último, a quien hoy se venera en los altares, no ciñó la tiara, se debió seguramente a su firme resistencia. A pesar de la inicial oposición francesa, los cardenales dieron su voto a Odescalchi, que fue elegido el 21 de septiembre de 1676 y tomó el nombre de Inocencio XI en agradecimiento al papa Pamphili, que le había elevado al cardenalato. El día 4 de octubre fue coronado y el 8 de noviembre entró en posesión de San Juan de Letrán.
Inocencio XI, de carácter dulce y benévolo, no obstante su rigorismo ascético, era meticuloso hasta la escrupulosidad, exacto cumplidor de su deber, reservado en el trato, ahorrador, contrario al lujo e incansable en las obras de beneficencia para con los pobres, enérgico e independiente en su gobierno. Rechazó cualquier tipo de nepotismo, de ahí que no nombrara cardenal a ninguno de sus sobrinos, sino que confió la Secretaría de Estado al cardenal Cibo.
El galicanismo. Grave era la situación que atravesaba la Iglesia. Había que frenar el absolutismo galicano de Luis XIV, levantar un dique a la marea creciente del Islam y, dentro de la Iglesia, sajar a tiempo las blanduras del laxismo, que empezaba a introducirse en la moral con el rótulo de «probabilismo», y en la espiritualidad con el nombre de «quietismo».
La política eclesiástica de Inocencio XI estuvo dominada por tres problemas fundamentales: las conflictivas relaciones con Francia, la lucha contra los turcos y las nuevas esperanzas para el catolicismo en Inglaterra (L. Pastor, Historia de los papas, XXXII, pp. 30-328). El Rey Sol, Luis XIV de Francia (1661-1715), reclamó para sí el derecho de las regalías, es decir, el derecho que ostentaba la corona desde la Edad Media sobre algunas diócesis, que consistía en administrar los bienes y cobrar las rentas (regalía temporal) y conferir en ellas los beneficios sin cura de almas (regalía espiritual). En 1673 el monarca francés extendió este derecho a todas las diócesis del reino. Sólo dos obispos se opusieron y solicitaron el apoyo del papa Inocencio XI. El pontífice, decidido a no tolerar más injerencias en los asuntos eclesiásticos, envió a Luis XIV tres breves (1678, 1679 y 1680) instándole a que renunciara a la extensión del derecho de regalías, y mostrándose especialmente duro en el tercero. El rey comprendió la gravedad de la situación y quiso asegurarse el apoyo del clero. La asamblea del clero de 1680 manifestó al monarca su pesar por las palabras usadas por el papa y ratificó su fidelidad a la corona. A finales de 1681, Luis XIV reunió una nueva asamblea que reconoció las regalías como un derecho soberano, reduciéndolas a límites menos peligrosos para la Iglesia, y en marzo de 1682 aprobó una declaración redactada por Bossuet (1627-1704) a instancias de Luis XIV. Los cuatro artículos aprobados el 19 de marzo de 1682 sostienen la independencia absoluta del rey de Francia en las cuestiones temporales, la superioridad del concilio sobre el papa, a tenor de los decretos de Constanza, la infalibilidad del papa condicionada al consentimiento del episcopado y la inviolabilidad de las antiguas y venerables costumbres de la Iglesia galicana. Luis XIV impuso en todas las escuelas de teología la enseñanza de los cuatro artículos.
Inocencio XI, antes aun de conocer el tenor de los artículos, mediante el breve Paternae Charitati del 19 de abril de 1682, manifestó severamente al clero francés su amargura por la debilidad demostrada por los obispos, que no se habían atrevido a defender los derechos de la Iglesia, refutó sus argumentos y declaró nulas todas las disposiciones sobre la regalía. Con respecto a los cuatro artículos prefirió, incluso después de conocer su contenido, no intervenir directamente, pero negó la institución canónica a los candidatos episcopales que hubieran tomado parte en las reuniones de 1681-1682. Con el fin de no aparecer débil, Luis XIV propuso para el episcopado únicamente a personas que habían aprobado los artículos. El resultado fue que en seis años las sedes vacantes subieron a treinta y cinco.
El conflicto se agravó porque el papa nombró arzobispo de Colonia al candidato imperial frente al que había presentado Luis XIV, y por la abolición del derecho de asilo de las embajadas en Roma en pro del orden público. Mientras España y Venecia se sometieron a la disposición papal, Francia no quiso aceptarla y el nuevo embajador francés entró en Roma en noviembre de 1687 con franca ostentación de armas y soldados. El papa le consideró excomulgado y no quiso recibirle, y a principios de 1688 hizo saber indirectamente a Luis XIV que tanto él como sus ministros debían considerarse incursos en las censuras eclesiásticas. Luis XIV, en el apogeo de su poder, no se preocupó lo más mínimo; es más, como represalia volvió a ocupar (como ya lo había hecho bajo Alejandro VII) Avignon y el Venaissin y, además, apeló al concilio. Inocencio XI murió sin recoger los frutos de su lucha.
Aunque no eran tiempos de cruzada, desde los primeros días de su pontificado Inocencio XI quiso establecer la concordia entre los príncipes cristianos y unirlos contra el turco invasor. No fue poco que, a pesar de la oposición de Francia, consiguió que el emperador y el rey de Polonia firmasen una alianza contra el turco, al que derrotaron el 12 de septiembre de 1683, obligándole a levantar el cerco de Viena. En 1686 también se reconquistó la ciudad de Buda.
El año 1685 subió al trono inglés Jacobo II (1685-1688), católico ferviente, que en seguida envió una embajada al papa y llamó a los jesuítas. Admirador de Luis XIV, quiso imitar su absolutismo, a pesar de las exhortaciones de Inocencio XI, que le aconsejaba respetar las libertades parlamentarias y tratar con moderación a sus súbditos no católicos. No le hizo caso y la reacción de los anglicanos no se hizo esperar; si no se sublevaron fue porque se esperaba que, a la muerte del monarca, le sucediese una de sus hijas, casadas con príncipes protestantes. Pero en 1686 la segunda mujer de Jacobo II, la católica María de Este, le dio un hijo varón, lo que abrió la perspectiva de una dinastía católica y autoritaria. Los protestantes ingleses ofrecieron entonces el trono a Guillermo de Orange, casado con la hija mayor de Jacobo, y el 5 de noviembre de 1688 desembarcó en Inglaterra sin que le resultara difícil apoderarse de todo el país. Jacobo II tuvo que refugiarse en Francia y la ruina del catolicismo en Inglaterra se consumó para siempre.
La vida de la Iglesia. Por lo que se refiere a la vida interna de la Iglesia, el papa condenó en 1679 sesenta y cinco proposiciones de moral laxista, pero para evitar que de esta condena se hiciera un arma contra los jesuítas, prohibió tres escritos en los que se pretendía demostrar que las referidas proposiciones estaban sacadas de las doctrinas de los miembros de la Compañía. Con esta medida quiso poner fin a la violenta campaña que los jansenistas llevaban a cabo contra los jesuítas en torno a estas materias, a la cual contribuyó en buena medida Pascal con la publicación de Las provinciales, dando origen a la leyenda negra del jesuitismo (R. García-Villoslada, Historia de la Iglesia católica, IV, Madrid, 1980, pp. 345-77).
Otro tanto ocurrió con el movimiento de espiritualidad que se desarrolló en Italia y Francia en el último tercio del siglo xvit, conocido con el nombre de «quietismo». Su principal representante fue el español Miguel Molinos (1628-1696), que residía en Roma desde 1669 y en 1675 publicó una obra titulada Guía espiritual. El «quietismo» consiste en la voluntad de asimilarse totalmente a Dios hasta la identificación, en la pasividad total, en la que desaparece la voluntad del hombre; desdeña la acción y la oración, pues la absorción en Dios hace inútil cualquier intento de vida moral y espiritual, de forma que el hombre puede disfrutar sin esfuerzo la paz en Dios (P. Dudon, Le quiétiste espagnol Michel Molinos, París, 1921). En 1685 esta doctrina fue sometida al examen de la Inquisición y, por la bula Coelestis Pastor de 19 de noviembre de 1687, Inocencio XI prohibió las obras de Molinos y condenó sesenta y ocho proposiciones sacadas de las mismas. Molinos abjuró de sus errores y fue condenado a encierro perpetuo en un monasterio.
En el orden disciplinar publicó múltiples edictos para exigir la reverencia debida en los templos durante la celebración de los divinos oficios, dispuso que todos los obispos residentes en Roma se trasladasen a sus sedes, fomentó la predicación y la enseñanza del catecismo, ordenó que los obispos no confiriesen órdenes sagradas salvo a los que tuvieran un beneficio congruo o patrimonio y dio nuevas normas sobre la beatificación y canonización. Canonizó a san Pedro Regalado (1390-1456) y beatificó a Toribio de Mogrobejo (1538-1606).
Inocencio XI hizo pocos dispendios en el fomento de las artes, por lo que tampoco mantuvo relaciones especiales con Bernini. El anciano maestro recibió, en cambio, un gran disgusto cuando el papa le ordenó que vistiera a la Verdad desnuda de la tumba de Alejandro VII, en la basílica de San Pedro. Su severidad, que recordaba el rigorismo jansenista, le llevó a prohibir las fiestas de carnaval y las representaciones de teatro y ópera, cosa que le atrajo el disgusto de los romanos. Sin embargo, su pontificado fue uno de los más importantes del siglo xvii. Murió Inocencio XI en Roma el 12 de agosto de 1689 y fue enterrado en la basílica de San Pedro.

Alejandro VIII (6 octubre 1689 - 1 febrero 1691)

Pedro Ottoboni nació en Venecia el 22 de abril de 1610. Perteneciente a una familia de la moderna nobleza véneta, estudió derecho en la Universidad de Padua, donde se graduó de doctor en ambos derechos. Abrazó el estado eclesiástico y marchó a Roma, comenzó la carrera curial con el apoyo de Urbano VIII. Ejerció los cargos de refrendatario de las dos Signaturas, gobernador de Terni (1638), Rieti (1640) y Cittá di Castello (1641). En 1643 fue nombrado auditor de la Rota y el 19 de febrero de 1652 Inocencio X le concedió el capelo cardenalicio. El 7 de diciembre de 1654 fue designado obispo de Brescia y permaneció diez años en su diócesis, donde utilizó su experiencia jurídica para corregir algunas desviaciones disciplinares y doctrínales. Vuelto a Roma, Clemente X le nombró datario y Clemente XI secretario del Santo Oficio, lo que le obligó a ocuparse del quietismo y de la cuestión de la extensión de las regalías en Francia.
De los 62 cardenales que integraban el sacro colegio al morir Inocencio XI (1689), no menos de diez estaban ausentes de Roma y no pudieron entrar en el cónclave. Éste duró del 23 de agosto al 6 de octubre. Los votos se iban orientando hacia el cardenal Barbarigo, y hubiera sido elegido de no haberlo rechazado. El partido de los zelanti pensó entonces en Pedro Ottoboni, un patricio veneciano, no enfeudado ni al Imperio ni a Francia y estimado por sus cualidades de afable trato y habilidad para los negocios curiales. Fue elegido el 6 de octubre de 1689 y quiso llamarse Alejandro VIII, y aunque estaba para cumplir los 80 años, gozaba de buena salud. Su coronación, que tuvo lugar el 18 de octubre, fue celebrada popularmente en Roma y Venecia con arcos de triunfo y fuegos artificiales. Diez días después tomó posesión de San Juan de Letrán.
Alejandro VIII volvió a resucitar el nepotismo. Hizo venir de Venecia a sus parientes para poder honrar y enriquecer a sobrinos y resobrinos. A uno le concedió la rica abadía de Chiaravalle y luego la púrpura cardenalicia con el cargo de vicecanciller, más la legación de Avignon; a otro le concedió la superintendencia de las fortalezas marítimas y de las galeras del Estado. Además, procuró que los Ottoboni emparentaran con ricas y principescas familias romanas.
En la política eclesiástica ocuparon un lugar preferente los problemas heredados con Francia. Alejandro VIII siguió en un principio la línea recta e intransigente de su predecesor, pero luego tanto el rey como el papa se persuadieron que lo mejor para todos era proceder en paz y concordia. Sin embargo no era fácil, dada la ambición de Luis XIV y la obstinación de algunos galicanos. Alejandro VIII deseaba el restablecimiento de la paz religiosa en Francia, donde aumentaba cada día más el número de obispos nombrados por el rey y no confirmados por la Santa Sede a causa de su galicanismo. Por eso se avino a algunas concesiones. Cedió en la confirmación canónica de los obispos, a condición de que se retractasen explícitamente de sus errores, y accedió a nombrar cardenal al obispo de Beauvais, Forbin Janson, enemigo del emperador pero muy estimado de Luis XIV. El rey, por su parte, renunció al derecho de asilo de la embajada romana (cosa que ya habían hecho otros monarcas) y restituyó a la Santa Sede la ciudad de Avignon y el Venaissin, que le había arrebatado anteriormente. A pesar de estas tentativas y deseos de reconciliación, el papa se mantuvo inflexible en los principios, declarando por la bula ínter multíplices (4 agosto 1690) inválidos, írritos y nulos los cuatro artículos galicanos y la extensión de los derechos de regalía a todas las iglesias de Francia.
Con el Imperio se mantuvo más distanciado que su predecesor. No concedió ningún capelo cardenalicio a los candidatos imperiales y otorgó menor ayuda financiera al emperador Leopoldo para la guerra contra los turcos, entre otras cosas porque Venecia, patria del papa, veía con desconfianza los triunfos de Austria hacia levante. En cambio, a Venecia la ayudó económica y militarmente contra los turcos y la colmó de privilegios.
En el plano religioso, Alejandro VIII condenó el 7 de diciembre de 1690 treinta y una tesis de los jansenistas lovanienses, relativas al pecado y la gracia, la justificación, la veneración a María, el bautismo y la autoridad del romano pontífice. En 1690 canonizó a su compatriota san Lorenzo Giustiniani (1381-1455) y, también, a san Juan de Capistrano (1386-1456), san Juan de Sahagún (1430-1479), san Juan de Dios (1495-1550) y san Pascual Bailón (1540-1592).
Los romanos quedaron agradecidos a Alejandro VIII, porque les rebajó los impuestos, facilitó las importaciones de víveres y disminuyó su precio. También se preocupó de enriquecer la Biblioteca Vaticana, adquiriendo la biblioteca, rica en manuscritos, de la reina Cristina de Suecia, que murió en 1689. Alejandro VIII falleció en Roma el 1 de febrero de 1691, a los dieciséis meses de pontificado, y fue sepultado en la basílica de San Pedro.

Inocencio XII (12 julio 1691 - 27 septiembre 1700)

Personalidad y carrera eclesiástica. Antonio Pignatelli nació el 13 de marzo de 1615 en el castillo que su padre poseía en Spinazzola, cerca de Bari. Miembro de una de las familias de más rancia aristocracia del reino de Nápoles, su padre era príncipe de Minervino y grande de España. Después de hacer los primeros estudios, pasó al colegio romano de los jesuitas y estudió leyes, licenciándose en ambos derechos. Gracias a las buenas relaciones con influyentes eclesiásticos romanos y, en particular, con Urbano VIII, inició una rápida carrera en la curia: vicelegado de Urbino, inquisidor de Malta y gobernador de Viterbo. Ocupó después las sedes diplomáticas más prestigiosas: nuncio en Florencia (1652), Polonia (1660) y Viena (1668). En 1673 Clemente X le nombró secretario de la Congregación de obispos y regulares, y en 1681 Inocencio XI le creó cardenal presbítero del título de San Pancracio. Designado arzobispo de Nápoles el 30 de septiembre de 1686, Pignatelli se distinguió en la diócesis napolitana por la rectitud de miras, profunda religiosidad y preocupación por los pobres.
De todos los cónclaves del siglo xvii, el más largo fue el de 1691. Duró cinco meses, del 12 de febrero al 12 de julio. Ni los españoles, ni los franceses, ni los imperiales se avinieron a votar por Barbarigo, candidatura de los zelanti, aunque todos repetían que nada tenían que objetar contra aquel santo cardenal, que no ambicionaba la tiara. Desde fines de abril, los sufragios se fueron acumulando sobre el nombre de Pignatelli. El calor estival obligó a los conclavistas a acelerar la elección y, contra la resistencia de los franceses, la mayoría de los cardenales optó por Antonio Pignatelli, que fue elegido el 12 de julio de 1691. Escogió el nombre de Inocencio XII en memoria del pontífice que le había hecho cardenal, fue coronado tres días después en San Pedro y no tomó posesión de San Juan de Letrán hasta el día 13 de abril del siguiente año.
El fin del nepotismo y la actividad política. Una de las primeras medidas del nuevo papa fue arrancar de cuajo el nepotismo, para lo cual, ejecutando un antiguo deseo de Inocencio XI, expidió la bula Romanum decet Pontificem (20 junio 1692), suscrita y jurada por el papa y por los 35 cardenales presentes entonces en Roma, prohibiendo severamente a los papas venideros conceder honores, cargos públicos, pensiones, etc., a sus hermanos, sobrinos y demás parientes, o enriquecerlos a costa de la Iglesia por motivo de parentesco. Así se atajó el excesivo favoritismo de los pontífices y el nepotismo pasó a ser historia. Se suprimió el cargo de cardenal nepote y, en su lugar, se consolidó ya definitivamente el de cardenal secretario de Estado, como responsable de la dirección de los asuntos de Estado.
En el ámbito de las relaciones de política eclesiástica, Inocencio XII trató de mejorar las relaciones con Francia. En 1693 Luis XIV comunicó al papa que había sido revocada la orden de enseñanza de los artículos galicanos. En compensación, el pontífice otorgó finalmente la institución canónica a los candidatos de la sedes vacantes, pero sólo después de que todos y cada uno manifestara en carta dirigida al papa su sentimiento, por lo menos genérico, de lo ocurrido. El decreto sobre las regalías no fue revocado y los cuatro artículos galicanos, como no habían sido condenados, siguieron enseñándose en muchas facultades francesas. Por lo tanto no se puede hablar de un rendimiento sin condiciones por parte de la monarquía francesa, sino únicamente de un compromiso. «Luis XIV no fue a Canosa —comenta Ranke (Historia de los papas, p. 557)—, pero hizo hacer este camino a los obispos, sus dóciles instrumentos.» Al emperador Leopoldo le prestó auxilio económico para la guerra contra los turcos, y cuando llegó a Roma la noticia de la victoria de Salankemen (1691) y la conquista de Granvaradino (1692), ordenó que en Roma se celebrase con grandes fiestas populares y funciones litúrgicas. Pero las relaciones entre ambos se nublaron más tarde, porque Leopoldo concedió la investidura de elector del Imperio al protestante Enrique Augusto de Hannover y, sobre todo, por las actitudes absolutistas y poco conciliadoras de los embajadores imperiales en Roma. En cambio, el cardenal Forbin, embajador de Francia, hacía cuanto podía por captarse la benevolencia del pontífice, tanto que Inocencio XII empezó a inclinarse hacia Luis XIV, que también deseaba atraerse la voluntad del papa en el grave negocio de la sucesión a la corona hispánica.
En la sucesión al trono polaco (1696), en un primer momento el papa sostuvo la candidatura del católico francés Conti, pero luego reconoció sin dificultad la elección de Federico Augusto de Sajonia (1697-1733), que era luterano aunque se convirtió al catolicismo en 1697, apoyada por Austria, Rusia y Prusia.
También luchó el pontífice por alcanzar la paz entre Luis XIV y la gran coalición europea. Y aunque en el congreso de paz de Rijswijk (1697) la Santa Sede no estuvo representada oficialmente, el papa celebró su firma y la cláusula que garantizaba el mantenimiento de los derechos de la religión católica en aquellos Estados que en virtud del tratado de paz pasasen a dominio protestante.
Al final del pontificado tuvo que ocuparse también del problema de la sucesión a la corona española. Como el rey Carlos II (1665-1700) pidió consejo al papa, Inocencio XII se pronunció en favor del príncipe elector de Baviera, José Fernando; pero al morir éste repentinamente en 1699, el cardenal Portocarrero haciendo valer, tal vez, la opinión del papa (L. Pastor, Historia de los papas, XXXII, pp. 559-60), consiguió que nombrase heredero a Felipe de Anjou.
La vida de la Iglesia. En el ámbito doctrinal tuvo que pronunciarse en la disputa que surgió entre los obispos franceses Fénelon (1651-1715) y Bossuet (1627-1704) sobre ciertas opiniones quietistas (P. Zovato, La polémica Bossuet-Fénelon, Padova, 1968). La acalorada controversia literaria, que sobre todo Bossuet desarrolló con cortante agudeza, acabó por ser sometida al dictamen del papa. Inocencio XII, por el breve Cum aliae del 12 de marzo de 1699, condenó 23 proposiciones sobre el amor purísimo de Dios, entresacadas del libro Explicatlons des máximes des Saints sur la vie intérieure de Fénelon, arzobispo de Cambrai y defensor de Madame Guyon, promotora de una forma mitigada de quietismo.
Trató de mejorar el funcionamiento de la curia romana, reformando la Penitenciaría y la Dataría; encargó al cardenal Colloredo la visita canónica del clero romano, mandó a los sacerdotes vestir el hábito talar, no llevar peluca y retirarse dos veces al año a hacer ejercicios espirituales; introdujo en Roma, al igual que había hecho antes en Nápoles, un rito de mayor solemnidad para acompañar al Santísimo en el viático; promovió la predicación y concedió la púrpura cardenalicia a personajes insignes, como el dominico Ferrari, el agustino Noris o el benedictino Sfondrati. También se preocupó de las misiones y promovió la acción de la congregación De Propaganda Fide en Persia, China y aun en América.
Inocencio XII reorganizó la administración pontificia, corrigiendo el mecanismo que se practicaba en la adquisición de los cargos; reformó los tribunales de justicia, reuniéndolos en la «curia inocenciana» (palacio de Montecitorio); redujo los gastos de la corte y construyó el puerto de Anzio y a su lado una fortaleza. Habiendo conocido de cerca el pauperismo en Nápoles, trató de afrontar la plaga de indigencia que azotaba a Roma y que constituía un peligro constante para el orden público, destinando el palacio Lateranense para recoger y sostener a los pobres inhábiles para el trabajo. Con la idea de reunir en un hospicio a los niños y jóvenes pobres, procurándoles algún trabajo, levantó un vasto edificio en San Michele in Ripa, que fue ampliado por su sucesor. Con estas actuaciones, Inocencio XII se mostró como uno de los pontífices de la Edad Moderna más abiertos a los problemas sociales.

Murió Inocencio XII en la noche del 26 al 27 de septiembre de 1700, a los 85 años de edad, cuando se estaban celebrando las festividades del Año Santo que él había publicado solemnemente por la bula Regí saeculorum. Su cuerpo fue enterrado en la basílica de San Pedro.

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