jueves, 16 de marzo de 2017

Diccionario de Papas y Concilios (años 1099-1053)

Pascual II (13 agosto 1099 - 21 enero 1118)
Fin del cisma. Rainiero, cardenal presbítero de San Clemente y abad de San Lorenzo Extramuros, había nacido en Bieda de Galeata (Romagna) de una familia muy modesta. Monje en una comunidad que desconocemos, era un hombro muy sencillo y con tendencia a presentar los problemas con muy escasas matizaciones, lo que no dejaba de comportar ventajas, ya que es más fácil bailar solución en cuestiones debatidas cuando los términos del problema se presentan con claridad. C. Servatius (Paschalis II, Stuttgart, 1979) ha conseguido una reconstrucción muy correcta de su pontificado. Llegaba al solio cuando la reforma prácticamente había triunfado: ninguna duda de que la simonía y el concubinato eran grandes males que debían ser desarraigados. Pero seguía pendiente el asunto difícil de las investiduras laicas: ni los obispos podían renunciar a los beneficios para no verse despojados de poder, ni los reyes prescindir tampoco de estos preciosos administradores, puesto que los beneficios eran tambien un modo de gobernar. Pascual no podía vacilar en este punto y mantuvo en plena vigencia el canon aprobado en 1075.
Prácticamente el cisma concluyó con la muerte de Guiberto de Rávena, el S de septiembre del 1100, porque Enrique IV perdió todo interés. Los clérigos que formaban su séquito se reunieron secretamente en San Pedro, una noche, y eligieron a Teodorico, cardenal obispo de Albano, al que consagraron aprovechando la ausencia de Pascual II. Pero cuando el papa regresó, con las tropas normandas, fue preso, juzgado y condenado a prisión perpetua en el monasterio de la Santa Trinidad, cerca de Salerno, donde profesó como monje. Sus partidarios, refugiados esta vez en la iglesia de los Santos Apóstoles, insistieron, eligiendo a Alberto, cardenal de Silva Candida; estalló un motín y los mismos que le rodearon entregaron al antipapa en manos de Pascual II. Fue enviado al monasterio de San Lorenzo en Aversa. Todavía en 1105 los antiguos paludarios de Clemente III intentarían reunirse para repetir la aventura.
La fórmula para la investidura. Hace ya muchos años que Bernard Monod (Essai sur les rapparis de Pascal II avec Philippe I, 1099-1108, París, 1907) descubrió que fue en Francia donde se descubrió la solución al problema de las investiduras laicas. Ivo de Chartres estableció ante todo una división de la investidura en tres actos: la elección canónica, que corresponde al clero y al pueblo; la consagración episcopal del electo, que debe ser efectuada por el metropolitano; y la investidura de los beneficios inherentes a la sede, que debe hacerla el rey como «suzerano» de los mismos. Felipe I, ahora reconciliado con la Iglesia, y su hijo Luis VI (1108-1137), mediante un acuerdo que sería firmado solemnemente en Saint Denis (1107), aceptaron exactamente esa fórmula que aparentemente les reducía a un acto de entrega a quienes hubieren sido debidamente elegidos y consagrados. En Francia no era muy difícil alcanzar un acuerdo, ya que los bienes adscritos a cada obispado eran tan sólo beneficios simples que no implicaban funciones de gobierno y, por consiguiente, las obligaciones del auxilium et consilium eran fáciles de cumplir.
Hugo de Fleury dedicó a Enrique I de Inglaterra (1100-1135) su Tractatus de regís poíestate et sacerdotali dignitate, explicando esta doctrina. Pero en este reino su aplicación era menos fácil. Desde Guillermo el Conquistador, el cesaropapismo, que está en la raíz del anglicanismo, reclamaba tres condiciones: la intervención del rey tanto en la elección del candidato como en la investidura; la prohibición de las comunicaciones de los obispos con Roma sin licencia del soberano; y el reconocimiento de que el monarca es cabeza tanto de los cuerpos como de las almas de sus súbditos. Sólo bajo amenaza de excomunión aceptó Enrique I el retorno de san Anselmo (1105), que reclamaría una completa sumisión a Roma. En el caso inglés, el papa hizo evidentemente concesiones: aprovechando su presencia en Francia, pudo Adela de Blois organizar un encuentro de Enrique, Anselmo y Pascual II en un lugar de Normandía: el rey renunció a la investidura con el báculo y el anillo, pero obtuvo el reconocimiento de su «presencia» en el momento de las elecciones y también que el electo estuviera obligado a prestar juramento de fidelidad antes de ser consagrado (1107).
Se habían establecido precedentes que apuntaban a una solución negociada y no uniforme. En el caso alemán, y mientras viviera Enrique IV, tal solución parecía imposible, porque hubiera significado la capitulación del monarca. Descendía el prestigio del emperador, enfrentado desde su regreso a Alemania a constantes rebeliones, y aumentaba en cambio el del pontífice. La noticia de la conquista de Jerusalén, que fue conocida en Roma poco después de la elección de Pascual, había despertado un gran entusiasmo. Se comenzó a pensar en una solución de carácter militar también para el cisma oriental y en 1105 el papa bendijo a los soldados de Bohemundo de Tarento (1098-1104), que soñaban con la conquista de Constantinopla. Las amenazas no consiguieron derribar al Imperio bizantino, pero le atemorizaron hasta un punto tal que en 1112 Alejo I solicitó negociaciones: Pascual dio una respuesta que implicaba la aceptación del primado universal de san Pedro sin matizaciones. La creación del reino de Jerusalén, hacia el que afluían nuevos cruzados, completaba la idea de que el papa ejercía de hecho la jefatura sobre la cristiandad: la tierra de Jesús y la de Pedro le obedecían.
Sin embargo las cosas eran menos estables de lo que se pensaba. Cuando Enrique V, heredero alemán, se sublevó contra su padre, afirmando que —entre otras cosas— se proponía la defensa de la Iglesia, Pascual II apoyó el movimiento. Pero entonces el partido imperial en Roma, que seguía siendo fuerte en la aristocracia y en el clero, intentó una revuelta contra el papa. Miembros de esa aristocracia, reunidos en Santa María Rotonda, eligieron a Maginulfo, arcipreste de Sant’Angelo, y declararon a Pascual desposeído por simoníaco y hereje. La guerra civil ensangrentó las calles de Roma, porque Maginulfo, que se hizo llamar Silvestre IV, encontró un valioso protector en el conde Werner, de Ancona, que era uno de los partidarios del joven Enrique. El 18 de noviembre de 1105 Silvestre IV fue entronizado en Letrán, pero su causa duró el tiempo que tardaron en gastarse los bienes acumulados. Faltó el dinero, se alejaron los interesados partidarios, y el antipapa buscó refugio en Osimo, cerca de Ancona.
Acuerdo de Sutri. Falleció en 1106 Enrique IV. Ahora Enrique V, reconocido por todos, invitó a Pascual II a viajar a Alemania para negociar, dando sin embargo a entender con claridad que no debía pensarse en una renuncia a las investiduras laicas. El papa, que había llegado hasta Guastalla, donde un sínodo repitió todos los cánones de condena de los vicios y malas costumbres, decidió entonces no seguir su camino hacia Alemania, sino ir a Francia, detenerse un poco en Cluny, y conferenciar con Ivo de Chartres. Negociaba con Felipe I y con Enrique de Inglaterra los acuerdos que hemos mencionado y que le proporcionaron experiencia. En Chálons-sur-Marne recibió embajadores del soberano alemán: parece que éstos le amenazaron con una nueva campaña militar en Italia (Silvestre IV seguía en reserva como una posibilidad de cambio), pero el papa no se dejó intimidar. En 1017 podía contar con todos los reinos de Occidente que habían suscrito una fórmula que, con variados matices, resolvía la cuestión de las investiduras.
Ninguno de los textos empleados era aplicable al caso alemán, donde muchos obispos regían verdaderos condados o margraviatos. Pascual II regresó a Italia y allí presidió sendos sínodos en Benevento (1108) y Letrán (1110) que demostraron que, en cuanto a doctrina canónica, no se había cambiado ni una línea. Conoció entonces que Enrique V, a la cabeza de 30.000 hombres, se dirigía a Roma para hacerse coronar. El papa le comunicó que la previa renuncia a las investiduras era condición indispensable; el rey de Romanos explicó a los legados cuáles eran las dificultades en Alemania y ellos le sorprendieron con una radical proposición: se devolverían al Imperio todos los beneficios, cesando de este modo la investidura, viviendo en adelante los obispos del diezmo, la limosna y las rentas de sus bienes alodieros. Enrique aceptó. ¿Sabía ya que los obispos impedirían al papa cumplir este compromiso tan radical? El hecho es que el 4 de febrero de 1111 se firmó en Sutri, cerca de Roma, el acuerdo: el emperador renunciaba a toda investidura y al juramento de fidelidad en vasallaje y los obispos abandonaban todos sus beneficios, mayores y menores.
El 12 de febrero, mientras se celebraba la coronación, fue leído el texto. Inmediatamente estalló un gran clamor. El rey, interrumpiendo la ceremonia, se retiró a deliberar con sus obispos y regresó al poco tiempo diciendo que, por unánime opinión, el acuerdo de Sutri era irrealizable y herético. Para protegerles, según dijo el rey, condujo al papa y a algunos cardenales presentes a su campamento situado en Monte Mario. Previamente había hecho venir al llamado Silvestre IV desde Osimo para disponer de una alternativa amenazadora. Pascual resistió dos meses, pero al final se rindió: coronaría al emperador y aceptaría las investiduras laicas en el Imperio. El 12 de abril firmó el llamado «privilegio de Ponte Mammola». Al día siguiente el papa, que había jurado no excomulgar nunca a Enrique V bajo ningún concepto, le coronó emperador. La victoria alemana era, en estos momentos, completa: fue deshecho el previsto y absurdo matrimonio de Matilde con Welfo V de Baviera y la marquesa suscribió un documento que convertía a Enrique V en heredero de todos sus bienes. Silvestre IV fue enviado de nuevo a su retiro y desapareció de nuestras fuentes.
Las opiniones se dividieron. Para los reformadores, que consiguieran los acuerdos de 1107 con Francia e Inglaterra, el privilegio —al que se referían corrientemente llamándolo pravilegium— resultaba inaceptable. Algunos pensaban, sin embargo, que la paz era preferible. Pascual II pensó en su propia abdicación como medio de resolver el problema. Gerardo de Angouleme tomó la iniciativa de recurrir a una declaración de nulidad presentándola al sínodo de Letrán de marzo de 1112: se trataba de una concesión arrancada por la fuerza a un prisionero. En Francia se registró en seguida un movimiento con Ivo de Chartres, Hugo de Fleury y el anónimo autor de la Defensio Paschalis Papae, defendiendo a la persona del papa y combatiendo al emperador. No faltaron sectores, aunque siempre minoritarios, que, con Godofredo de Vendóme, Joserrand de Lyon y Guido de Vienne, se volvieron contra el papa acusándole de debilidad. El legado pontificio en Alemania, Conon de Preneste, tomó contacto con los príncipes, preparándose para reactivar la resistencia contra el emperador.
Del escándalo en torno a Sutri quedaba un aspecto positivo: por vez primera se había definido con entera claridad el fondo mismo del problema, pues una Iglesia independiente no era posible en los esquemas del vasallaje. De momento era imposible salir de este círculo vicioso, pero significó una experiencia. Pascual II desarrolló la unidad en el gobierno de la Iglesia, definiendo en primer término al colegio de cardenales como un cuerpo de 53 miembros (siete obispos, veintiocho presbíteros y dieciocho diáconos) y desarrollando las notarías y escritorios. Cusía y Cámara incrementaron su actividad. Sabemos lo que la curia pensaba en aquellos momentos a través de un documento anónimo, llamado también Defensio Paschalis Papae; había que admitir la existencia de una doble investidura, espiritual con el báculo y el anillo, y de dominios temporales con el cetro. Una solución de compromiso que permitía cerrar la reforma y alcanzar la reconciliación.
En 1115 murió Matilde y Enrique V regresó a Italia para recoger la copiosa herencia. Pascual II reunió uno de los acostumbrados sínodos en Letrán (1116) para reconocer su culpa y declarar nulo el privilegio de Ponte Mammolo. Inmediatamente estalló la revuelta en Roma: el pretexto era el preponderante papel que los banqueros judeoconversos, Pierleoni, estaban desempeñando junto al papa. Pascual II se vio obligado a huir y el emperador se sintió obligado a reafirmar su legitimidad repitiendo la coronación. Ausente el papa ofició en esta segunda ceremonia el arzobispo de Braga, Mauricio, apodado Burdino, es decir, «asno». Inmediatamente, Mauricio fue excomulgado por el papa. Curiosa muestra de ambición la de este monje cluniacense, nacido en el sur de Francia que, bajo la protección de Bernardo de Salvetat, arzobispo de Toledo, había hecho una carrera eclesiástica: archidiácono en Toledo, obispo de Coimbra y arzobispo de Braga (1109), habiendo recibido el pallium del propio Pascual. Estaba en Roma para defender la primacía de su sede frente a las pretensiones primadas de Toledo y las metropolitanas de Compostela. El papa le había nombrado legado cerca de Enrique V en 1116, momento en el cual se pasó al enemigo.
Enrique V no pudo mantenerse mucho tiempo en Roma, a la que regresó Pascual II a principios de 1118, pero sólo para morir pocos días más tarde el 21 de enero.
Gelasio II (24 enero 1118 - 29 enero 1119)
La contienda entre el emperador y el papa permitió resurgir las facciones en Roma. Frente a los Pierleoni, que apoyaban a Pascual II, se alzaban ahora los Frangipani que acaudillaban el que podríamos llamar partido imperial. Los cardenales se reunieron casi en secreto en Santa María de Pallara, sobre el Palatino, y eligieron canónicamente a Juan de Gaeta, antiguo monje de Montecassino, un sabio anciano que desde 1089 ejercía el cargo de canciller, adquiriendo gran prestigio por su eficiencia y sus escritos. Cardenal diácono, estaba presente y trató de evitar su elección dando tiempo a que Cencío Frangipani, quebrantando el aula, se apoderara de su persona, llevándolo a una de sus casas fuertes. El pueblo, movilizado por el prefecto de la ciudad, acudió a liberarle. Juan de Gaeta, que perdonó a sus enemigos, consideró este movimiento como una señal y aceptó la tiara. Acompañado de sus cardenales se refugió en Gaeta, donde fue ordenado sacerdote y consagrado papa Gelasio II los días 9 y 10 de marzo de 1118. Los alemanes dominaban en este momento Roma.
A esta ciudad acudió el emperador, invitando a Gelasio a que se reuniera con él a fin de negociar. La respuesta fue negativa: en el próximo otoño —anunció el papa— un sínodo a celebrar en Milán o en Cremona, se ocuparía de la debatida cuestión de las investiduras. Entonces Enrique V, declarando vacante el solio, hizo elegir a Mauricio de Braga que, muy curiosamente, quiso llamarse Gregorio VIII. Apenas se hubo alejado el emperador, Gelasio regresó a Roma y fue nuevamente objeto de las violencias de los Frangipani, aunque consiguió huir: unas aldeanas le encontraron oculto en un trigal, medio muerto de hambre, y le ayudaron para que escapara. Llegó a Pisa, donde pudo consagrar la nueva catedral, completamente a salvo. Un sínodo celebrado en Vienne renovó las sentencias contra las investiduras. Tenía previsto un encuentro con el rey Luis VI de Francia en Vézelay, pero murió en Cluny, tendido en el suelo, como hacen los humildes monjes. Durante su viaje había autorizado a san Norberto de Gennep, el fundador de los premonstratenses, a predicar en toda Francia.
Por su parte, Mauricio Burdino conservó hasta 1119 el dominio sobre San Pedro, Sant’Angelo y aquellas zonas de la ciudad de Roma que dominaban y guarnecían los Frangipani. No consiguió que le reconociera como papa nadie más.


Calixto II (2 febrero 1119 - 14 diciembre 1124)
La persona. Los cardenales Lamberto de Ostia y Conon de Preneste, que acompañaban a Pascual II en el momento de su muerte, tomaron la decisión de constituirse en cuerpo electoral allí mismo, procediendo a elegir a Guido de Vienne, arzobispo de esta ciudad desde 1088, e hijo de Guillermo de Borgoña. La elección fue canónicamente confirmada por los cardenales que permanecieran en Roma, el clero y el pueblo, el 1 de marzo del mismo año. Calixto estaba emparentado con las casas reales de Francia, Inglaterra, Alemania y Saboya y era tío de Alfonso VII (1126-1157), que se titulaba emperador en Castilla y León. Se esperaba de él que pudiera llevar a cabo una negociación que fuese muy clara, ya que en la crisis de 1112 se había mostrado enemigo de toda clase de concesiones. Stanley A. Chorodow («Ecclesiastical Politics and the ending of the investiture context: the papal election of 1119 and the negotiations of Mouzon», Speculum, XLVI, 1971) entiende que fueron dos circunstancias, la firmeza en la doctrina y la capacidad negociadora, las que permitieron la liquidación de la querella y, de este modo, el cierre de la etapa de reforma que abrieran los papas alemanes. En este sentido, el I Concilio ecuménico de Letrán (1123) es término de llegada de un proceso.
Acuerdo de Worms. Viajando por Francia, donde reunió el sínodo de Toulouse para condenar la herejía de los petrobrusianos, remitió a Enrique V una primera propuesta de negociación con Guillermo de Champeaux (1070-1121), obispo de Chálons, y Poncio abad de Cluny; en Estrasburgo llegaron a un principio de acuerdo que implicaba una buena disposición por parte del emperador para renunciar a las investiduras en ciertas condiciones. Convinieron ambas partes en que los detalles del acuerdo se fijarían directamente por el emperador y el papa en una entrevista a celebrar en Mouzon, con ocasión del sínodo que habría de celebrarse a partir del 20 de octubre. Pero la entrevista y la negociación ulterior fracasaron: el papa no estaba dispuesto a conceder más de lo que se hiciera con Francia y esto no era suficiente, según el emperador. En consecuencia, el sínodo de Reims practicó la ceremonia pública de la excomunión de Enrique: todos los presentes apagaron los cirios y los volvieron hacia abajo. Habiendo concluido una paz entre Enrique I de Inglaterra y Luis VI de Francia, que dejaba todo el Occidente a cubierto, Calixto emprendió entonces el viaje a Roma, siendo recibido en todas partes con muestras de entusiasmo. El 3 de junio de 1120 entraba en la ciudad de la que había huido Mauricio Burdino hasla refugiarse en Sutri. Pero los habitantes de esta ciudad le entregaron en abril de 1121: el antipapa fue paseado por las calles de Roma, montado en un camello y de espaldas, antes de ser enviado a prisión perpetua a un monasterio, bajo custodia de los reyes normandos.
La Dieta de Würzburgo (septiembre 1121) pidió al emperador que se reconciliara con el papa negociando una paz «sin detrimento del Imperio». A principios de 1122 una embajada fue a Roma, donde fue bien acogida por Calixto. Éste respondió por medio de una legación de tres cardenales presididos por Lamberto, obispo de Ostia. Fueron necesarios catorce días de debates hasta llegar a un acuerdo en Worms (23 septiembre 1122), que algunas veces aparece calificado como el primero de los concordatos. Calixto concedía en él más de lo que su antecesor otorgara a Francia: las elecciones episcopales tendrían lugar en presencia del emperador o sus representantes, lo que permitía influir de alguna manera en ellas; se haría la consagración con el báculo y el anillo por el correspondiente metropolitano, renunciando el emperador a la investidura eclesiástica; después el obispo recibiría de manos de éste, por medio del cetro, las temporalidades anejas; en caso de elección disputada, al emperador correspondía decidir cuál era la sanior pars.
Concilio. El acuerdo, confirmado en la Dieta de Worms y en el I Concilio de Letrán (1123), noveno en la serie de los ecuménicos, ponía fin a la querella de las investiduras y abría una nueva etapa en la vida del pontificado, ya que sus consecuencias fueron mucho mayores de las que en un primer momento se esperaba. Saltaba por los aires toda la estructura imaginada por Otón el Grande para el Imperio, dando a los principes eclesiásticos un cierto grado de independencia que pronto reclamaron para sí los laicos. Bastarían cien años, precisamente aquellos en que se dibujan las primitivas formas de Estado que llamamos monarquía, para que el Imperio llegara a convertirse en un nombre vacío. Y mientras tanto la Iglesia se alzaba, desde marzo de 1123, a través del Concilio de Letrán, como una gran monarquía pontificia. Ahí estaba la disyuntiva: los fieles a la reforma gregoriana pensaban que había que continuar por el camino ya inaugurado de transformación de la sociedad desde sus individuos en una exigencia cada vez mayor de cristianismo; pero en la curia sería cada vez más fuerte la corriente que pensaba que lo importante era, precisamente, construir la arquitectura de un gobierno eclesiástico.
Los veintidós cánones del Concilio de Letrán que, entre otras cosas, declararon nulo el matrimonio de presbíteros, diáconos y subdiáconos, prohibieron a los laicos disponer de bienes eclesiásticos, otorgaron indulgencia plenaria a cuantos fuesen a Tierra Santa, sometieron a los monasterios no expresamente exentos a la autoridad de sus obispos, y equipararon la Reconquista española a las cruzadas, fueron como el balance final de la reforma. Durante doscientos años la preeminencia de la autoridad pontificia sobre los demás poderes permanecería indiscutida. Y mientras tanto la estructura jerárquica experimentaría un proceso de consolidación.
En relación con España hay que recordar que Calixto II es quien eleva a la sede de Compostela a la calidad de metropolitana. El culto a Santiago y las peregrinaciones jacobeas recibieron un impulso muy fuerte.
Honorio II (21 diciembre 1124 - 13 febrero 1130)
Elección disputada. Los gregorianos, en el sentido estricto de la palabra, eran sólo una minoría: veían en el acuerdo de Worms una especie de retroceso. Signo del cambio que se iniciaba era el predominio que alcanzaron los canónigos regulares (premonstratenses) de san Norberto, que querían llevar al clero secular el espíritu monástico según la regla de san Agustín. Al mismo tiempo se pretendía poner un límite a las inmunidades, acrecentando el poder pastoral de los obispos. Motor muy importante en el comienzo de esta nueva etapa fue el premonstratense francés Aymerico, a quien Calixto II encomendara la dirección de la curia con el oficio de canciller. Aymerico buscó principalmente apoyo en los Frangipani, usando de procedimientos que no pueden considerarse demasiado ortodoxos. En el momento de la muerte de Calixto, los Pierleoni trataron de promocionar al cardenal Saxo de San Stefano in Rotondo, pero él se negó sin que pudieran convencerle. Buscaron un nuevo candidato, Teobaldo Buccapecus, cardenal de Santa Anastasia, que tomó el nombre de Celestino II, el cual no llegó a ser consagrado: los Frangipani, con sus hombres de armas, invadieron el aula, interrumpieron la ceremonia e hirieron gravemente al electo. Aymerico intervino para convencer a Teobaldo de que renunciara. Los Frangipani pusieron mucho dinero en la empresa de atraerse al prefecto de la ciudad y a los hombres eminentes de la otra facción, asegurándose así la elección unánime de Lamberto de Fiagnano, cardenal obispo de Ostia, que tomó el nombre de Honorio II. F. J. Schmale (Studien zur Schisma des Jahres 1130, Colonia, 1961) advierte que esta elección disputada era tan sólo el primer acto del cisma de 1130. Teobaldo murió al poco tiempo, como resultado, tal vez, de las heridas que recibiera.
Las nuevas órdenes. Lamberto, de humilde cuna, era también un premonstratense: coincidía, pues, con Aymerico en la conveniencia de impulsar la nueva vía de refuerzo de la estructura jerárquica de la Iglesia. Las circunstancias parecían favorables. Murió Enrique V (23 mayo 1125) y en la elección que debía procurarle un sucesor estuvo presente el cardenal legado Gerardo, del título de la Santa Cruz. Los principes rechazaron a los Hohenstaufen, parientes más próximos del difunto, afirmando el sistema electoral, y escogieron a Lolario de Supplinburgo, un hombre de 50 años carente de hijos. Por primera vez un emperador electo pidió al papa que le confirmara. Conrado de Hohenstaufen (1138-1192) se alzó en armas y, en Monza, se hizo coronar rey de los lombardos por el arzobispo de Milán, Anselmo, que fue inmediatamente excomulgado en el sínodo de Pisa. Conrado fue vencido y pasó sin peligro.
La presencia de legados muy duraderos en Francia y, desde 1125, también en Inglaterra, aseguraba la autoridad pontificia, que se orientaba a someter a las grandes abadías tan independientes en el tiempo próximo pasado. Poncio de Cluny, cuya intervención en las negociaciones de Worms ha sido explicada, hizo un largo viaje a Tierra Santa. El papa autorizó que se procediera a una nueva elección, que recayó primero en Hugo de Marigny, y luego en Pedro el Venerable (1109-1156). Cuando regresó Ponce, reclamando su abadía, Honorio intervino como arbitro y le envió a prisión. También obligaría al cardenal Orderisio a renunciar a Montecassino.
El Cister, lo mismo que Prémontré, apoyaban la nueva política de salir al mundo y no apartarse de él. A este respecto la estrecha amistad de san Bernardo de Claraval (1090-1153) con Aymerico, como con otros grandes personajes del tiempo, debe ser considerada como un dato histórico. San Bernardo es la gran figura del siglo xn. Su influencia extendería el espíritu religioso al ámbito más externo de la sociedad, la guerra, a través de las órdenes militares: en 1128 fue aprobada la regla del Temple, de modo que también la espada podía ser santificada. Todas las órdenes, aunque no siguiesen estrictamente la regla, aceptarían este espíritu cisterciense de ser monjes en medio del mundo.
Unidad en Nápoles. El principio de autoridad reservado a la sede romana en su grado más eminente no se haría extensivo a todas partes. Por ejemplo en Nápoles/Sicilia, invocando una bula de Urbano II (1098), cuya falsedad ha demostrado S. Fodale \'7bComes et legatus Siciliae. Sull privilegio di Urbano II a la pretesa apostólica legazia dei normanni in Sicilia, Palermo, 1970), pero cuyos efectos habrían de prolongarse hasta la integración del reino en la corona española, Roger II (1129-1154) pretendía que en aquél las funciones de legado correspondían al soberano. Al morir Guillermo II, duque de Apulia, Roger reclamó la herencia de la que se apoderó, incrementando su poder hasta convertirlo en una amenaza para el Patrimonium. Honorio II intentó impedir la ab sorción, pero fracasó: Aymerico y Cencio Frangipani llevaron en su nombre las negociaciones que condujeron al tratado de Benevento (22 agosto de 1128), que admitía que en adelante Nápoles y Sicilia formarían un solo reino, vasallo del papa.
Al comenzar el año 1130 enfermó Honorio II. Para garantizar una elección favorable, Aymerico le trasladó al monasterio de San Gregorio en el Monte Celio, protegido por las casas fuertes de los Frangipani. Allí murió el 13 de febrero de dicho año, dejando tras de sí una profunda división en el clero.
Inocencio II (14 febrero 1130 - 24 septiembre 1143)
Otro cisma. Desde el pontificado de Gelasio II la división entre bandos ro manos que identificamos con las familias de Frangipani y Pierleoni —intereses financieros andaban por medio— se había agudizado. S. Chorodow (Christian Political Theory and Church Politics in the Middle Twelfth Century: the Ecclesiology of Gralian’s Decretum, Berkeley, 1972) advierte que para entender co rrectamente los graves sucesos del cisma de 1130 es preciso prestar mucha atención al desarrollo de la ciencia jurídica, que alcanza uno de sus momentos culminantes con las Decretales de Graciano, concluidas en torno a 1140. Pues la Iglesia que Aymerico y los nuevos reformadores se proponían construir acentuaba su carácter unitario de cuerpo místico de Cristo, expresado a través de una estructura jerárquica que culminaba en la autoridad del papa, vicario de Cristo, supremo legislador. La ley era, por tanto, la savia que circulaba por sus venas.
En la misma noche de la muerte de Honorio II, después de que el cadáver fuera depositado en una sepultura provisional, veinte cardenales, los más jóvenes, se reunieron en el mismo lugar de San Gregorio y procedieron a elegir a Gregorio l’apareschi, de noble familia romana, y uno de los negociadores del concordato de Worms, que tomó el nombre de Inocencio II. Otros veintitrés cardenales se reunieron en San Marcos: habiéndose negado su primer candidato, Pedro, obispo de Porto, los votos coincidieron en otro Pedro, Pierleoni, que quiso llamarse Anacleto II. Los dos electos fueron consagrados en el mismo día, el primero en Santa María Nuova por el obispo de Ostia y el segundo en la basílica de Letrán por el de Porto. La mayoría de votos no tenía entonces la significación resolutiva que posee entre nosotros.
Dos figuras de gran relieve dentro de la Iglesia se enfrentaron en un cisma que habría de durar ocho años, despertando en los fieles grandes dudas. Pedro Pierleoni, bisnieto del converso Baruch, había estudiado en París con el rey Luis VI, profesado como monje en Cluny en tiempos del abad Poncio y alcanzado el cardenalato en 1112 como diácono de San Cosme y San Damián. Hombre de confianza de Gelasio II y, sobre todo, de Calixto II, fue promovido a cardenal presbítero de Santa María in Trastévere, en 1120. Destacó mucho como legado en Francia e Inglaterra, pero Aymerico consiguió apartarle de esta vida activa, de modo que durante varios años permanece silenciado. Él representaba la que podríamos llamar línea dura del gregorianismo: el ideal monástico debía inspirar la reforma de las personas. Dueño de Roma, de la que Inocencio II se vio obligado a alejarse, envió cartas a todos los príncipes requiriendo su reconocimiento con el argumento de que su elección había sido correcta y no forzada y que contaba con la mayoría de los cardenales. Pero el único verdadero apoyo con que pudo contar, aparte de la gran fortuna de su familia de banqueros, fue Roger II, que recibió la corona de Sicilia, Apulia y Calabria, culminando así el proyecto de unificación política de todo el mediodía italiano.
Algunos autores han especulado, sin duda erróneamente, con el obstáculo que para los Frangipani hubo de constituir su remoto origen judío. Jean Leclercq (Recueil d’études sur saint Bernard et ses écrits, 2 vols., Roma, 1962-1966) ha demostrado que fue la decisión de cistercienses y canónigos regulares en favor de la nueva línea de reforma, la que decidió el pleito. San Bernardo de Claiaval, en el sínodo de Étampes (1130) proclamó la legitimidad de Inocencio II, ganando para él la obediencia de Francia, Inglaterra y España. Lotario de Supplinburgo convocó a la Dieta en Xantes y aquí fue el propio san Norberto quien inclinó la voluntad del emperador. Otras figuras sobresalientes como Hugo de San Víctor y Pedro el Venerable, ahora confirmado como abad de Cluny, apoyaron a Inocencio. El sínodo de Reims (octubre de 1131) mostró una decisión casi unánime de la cristiandad en favor de quien representaba la nueva etapa en la reforma (F. J. Schmale, Studien zur Schisma des Jahres 1130, Colonia, 1961).
Solución del cisma. Inocencio II se entrevistó en Lieja con Lotario y recibió la promesa de ser instalado en Roma: en 1133 el ejército alemán bajó a Italia y pudo entrar en la ciudad, aunque Sant’Angelo y la ciudadela de San Pedro resistieron. El papa coronó emperador a Lotario en Letrán, el 4 de julio de aquel mismo año, pero en cuanto las tropas alemanas se fueron, Inocencio tuvo que refugiarse en Pisa. Aquí reunió un nuevo sínodo (1134) que le proporcionó un gran respaldo: 113 obispos participaron en él. Hubo una segunda expedición imperial, el año 1136; y aunque el emperador logró una victoria sobre Roger II, tampoco pudo hacer firme el dominio sobre Roma. Las relaciones entre el papa y el emperador se agriaron por el empeño de Lotario en conseguir que se diese a uno de los suyos, Wibaldo de Stablo, la abadía de Montecassino La solución del cisma, sin excesivos traumas, llegó con la muerte de Anastasio II el 25 de enero de 1138. Aunque los cardenales de su partido procedieron a elegir a Gregorio Conti, Víctor IV, san Bernardo le convenció para que resignara su oficio, en bien de la Iglesia, reconociendo a su rival. También se sometieron el rey de Sicilia y la familia Pierleoni. En abril de 1139 se reunió el II Concilio de Letrán, décimo de los ecuménicos; se declararon nulos todos los actos y disposiciones tomados por Anacleto II, que figura, en consecuencia, en la lista de antipapas. Naturalmente, el concilio no se redujo a este asunto: sus cánones hicieron avanzar la estructura de la Iglesia. Con la paz llegaba el predominio de la autoridad pontificia. Se hizo una definición rigurosa del matrimonio y de la familia. Un aspecto curioso c importante: a los monjes les sería prohibido el estudio del derecho y de la medicina.
Los últimos años del pontificado de Inocencio II fueron turbulentos. El choque doctrinal con Pedro Abelardo, en que se encontró mezclado san Bernardo, alcanzó también al pontífice cuando éste confirmó la sentencia dictada en el sínodo de Sens (1140). La paz con Roger II no pudo mantenerse y en la lucha que siguió el papa fue hecho prisionero y tuvo que suscribir el tratado de Migniano (25 julio 1139) en que se reconocían a Sicilia las mismas condiciones que ya otorgara Anacleto II. También se enturbiaron las relaciones con Luis VI de Francia, a causa de la provisión de la diócesis de Bourges. Para colmo de males un discípulo de Abelardo, Arnaldo de Brescia (t 1141), iniciaba el sueño perturbador de convertir a Roma en una comuna que restaurase los antiguos tiempos.
Celestino II (26 septiembre 1143 - 8 marzo 1144)
Guido de Cittá di Castello pertenecía a una familia aristocrática romana. También él se había contado entre los discípulos de Pedro Abelardo. Calixto II le había llevado a Roma en calidad de «maestro» en teología y filosofía. En 1127 Honorio II le nombró cardenal diácono de Santa María in Vía Lata, e Inocencio II lo ascendió a presbítero cardenal de San Marcos. Trabajó intensamente en Alemania y en Sicilia para conseguir el reconocimiento de este papa. Figuraba entre las cinco personas que su antecesor recomendara y fue elegido por unanimidad. Habiendo colaborado intensamente con Aymerico durante años, se veía en él un continuador de su obra. Su breve pontificado nos proporciona pocas noticias. A instancias de Suger de Saint Denis y de san Bernardo levantó las censuras que pesaban sobre Luis VII de Francia. Muy a regañadientes ratificó el tratado de Migniano, porque entendía que el fortalecimiento de un reino unido en el sur de Italia podía convertirse en una amenaza para el Patrimonium. Era muy celoso de la autoridad del pontífice: desde este momento se ordenó incluir en los documentos de la cancillería la frase «salva Sedis Apostolicae auctorítate», que era una afirmación de supremacía jurídica absoluta. Reunió una espléndida biblioteca de cincuenta y seis volúmenes que donó a su ciudad natal.
Lucio II (12 marzo 1144 - 15 febrero 1145)
Gerardo Caccianemici, natural de Bolonia, pertenecía a la congregación de canónigos regulares. Calixto II le nombró cardenal presbítero de Santa Cruz, iglesia que entregó a su orden. Rectitud de vida y espíritu de servicio le aseguraron una gran influencia en el pontificado de Inocencio II, que le nombró canciller y bibliotecario. Su amistad con san Bernardo es dato importante. Estableció el primado de Tours sobre Bretaña, contra las pretensiones del obispo de Dol, y otorgó a Toledo la primacía sobre toda la península. Aceptó el vasallaje de Alfonso Enríquez de Portugal, aunque sin darle título de rey. Pese a que en el colegio de cardenales se alzaran protestas contra Roger II, que usurpaba dominios de la Iglesia, Lucio II se negó a tomar medidas; la situación en Roma le obligaba a ser prudente.
Arnaldo de Brescia, que también era un premonstratense, predicaba contra la estructura de la Iglesia, su lujo y sus condiciones, reclamando un retorno a la predicación ambulante en rigurosa pobreza. Cometió el error de recurrir a medios políticos para conseguirlo. En Roma alentó la proclamación de una comuna que debía restablecer el Senado, como en los antiguos tiempos. Al frente del movimiento aparecía el hermano de Anacleto II, Giordano Pierleoni. Lucio intentó buscar ayuda en Roger II, entrevistándose con él en Cerano, y también con Conrado III (1137-1152) Hohenstaufen. Al no conseguirla se decidió a emprender el asalto del Capitolio, asiento del poder de Arnaldo, pero fue herido de una pedrada y falleció.
Eugenio III, san (15 febrero 1145 - 8 julio 1153)
El papa, fuera de Roma. El mismo día de la muerte de Lucio II los cardenales eligieron a Bernardo Pignatelli de Montemagno, abad del monasterio cisterciense de los Santos Vicente y Anastasio, en las afueras de Roma. La influencia de san Bernardo era la que le había movido, hacia 1130, a profesar en el mismo Claraval. Partidario de la construcción de una fuerte monarquía eclesiástica se mostró, naturalmente, enemigo de los proyectos de Arnaldo de Brescia. Cuando san Bernardo conoció su elección se asustó, pues se trataba de un monje —nunca abandonaría su hábito ni sus costumbres— y, sin embargo, iba a revelar una extraordinaria capacidad para desenvolverse en medio del mundo. Como rechazó la legalidad de la comuna constituida en Roma, fue a hacerse consagrar en Farfa. Luego fijó su residencia en Viterbo.
Desde aquí excomulgó a Giordano Pierleoni y a sus partidarios, estableciendo un estrecho bloqueo en torno a la ciudad hasta que la obligó a capitular. En las Navidades de ese mismo año, 1145, pudo ya entrar en Roma; Arnaldo de Brescia fue a postrarse a sus pies y se concertó un acuerdo mediante el cual el Senado, compuesto por 56 miembros, no entraría en funciones salvo con la autoridad del papa. Coincidió también en Roma por aquellas fechas Pedro Abelardo (1079-1142), para prestar obediencia a Eugenio y explicar sus dificultades. La popularidad de Pedro Abelardo no procedía de sus enseñanzas, en la colina de Santa Genoveva, sino de sus discursos contra la riqueza de los eclesiásticos. Por esta causa había sido denunciado ante el II Concilio de Letrán. Luis VII había interrumpido sus clases expulsándole y, por el camino de Zurich, fue a confirmar su fidelidad. Ni Arnaldo de Brescia ni Pedro Abelardo perseveraron en su sumisión arrastrados por su espíritu, en que la mística se mezclaba con la violencia; reclamaban una Iglesia pobre que viviera de los diezmos y de las limosnas. En 1146, cuando Eugenio III rechazó las propuestas de la comuna que pretendía nada menos que arrasar Tívoli, rebelde, Arnaldo condujo a Roma de nuevo a la insurrección, obligando al papa a instalarse en Viterbo (enero de 1146).
La cruzada. En aquella ciudad le encontró Hugo, obispo de Gabala (Djebelh), a quien enviaba Raimundo de Antioquía. Coincidió con una delegación de obispos de rito armenio, procedentes de Cilicia, que protestaban de la hostilidad de los bizantinos. Las noticias eran alarmantes: Edessa había sido tomada por los turcos, que ahora amenazaban los dominios de los cruzados. El cronista Otto de Freisingen transmite la noticia de que Hugo fue el primero en hablar al papa de la existencia del preste Juan de las Indias, descendiente de los Reyes Magos, y de una comunidad cristiana en el Lejano Oriente. Eugenio III renovó la bula de cruzada con grandes indulgencias (marzo de 1146), encargando a san Bernardo que la predicase. Lo hizo con enorme entusiasmo: en una asamblea reunida en Vézelay invitó a los caballeros a repetir la hazaña del 1096. Comenzaba de este modo la Segunda Cruzada. En 1147 el papa viajó a Francia para tomar parte también en los preparativos: había pedido a san Bernardo que no involucrara a Alemania en la empresa porque necesitaba de Conrado III para recuperar Roma y lograr la sumisión de Roger de Sicilia. Pero ya el sanio de Claraval había iniciado la predicación y Conrado había dicho que oslaba dispuesto a acudir en persona.
Nunca se había hecho un esfuerzo tan grande, ni nunca tampoco se causaría una decepción más profunda. Mientras Eugenio III se entrevistaba con Luis VII, el otro rey cruzado, en Dijon y en Saint Denis —el encuentro previsto con Conrado no llegó a realizarse— los caballeros ya estaban marchando en grandes grupos por los caminos de tierra. Otros fueron por mar. Llegados a su destino, alemanes y franceses se entendieron mal. Por otra parte, la reina de Francia, Leonor de Aquitania (1122-1204), que acompañaba a su marido, inti mó con Raimundo de Antioquía (1136-1149), y el matrimonio se rompió. Más tarde tal unión sería anulada por causa de parentesco, y Leonor, casándose con Enrique II, llegaría a ser reina de Inglaterra. Cruzando Asia Menor e intentando luego el ataque a Damasco, se perdió la mayor parte de los efectivos. Luis VII, al regresar, culpó a los bizantinos de este fracaso y dejó en el aire la idea de que sin un previo dominio del territorio bizantino la cruzada nunca con seguiría el éxito. Eugenio III se negó a tomar ni siquiera en consideración tales proyectos, pero fue una sugerencia que muchos no olvidaron. Dos efectos se derivaron de la Segunda Cruzada: un serio desprestigio del pontificado y un aumento en la disyunción entre Oriente y Occidente. Contrastaba el fracaso en el camino de Damasco con el éxito que uno de los grupos de guerreros en viaje proporcionó a Portugal con la conquista de Lisboa.
Falta el emperador. Eugenio intensificó los esfuerzos de reforma para elevar el nivel de la vida espiritual en clérigos y monjes. Importantes sínodos en París, Tréveris y Reims se ocuparon de estos temas y también de la revisión de las doctrinas que enseñaban los grandes maestros de la primera escolástica, como Gilberto de la Porée; la experiencia de confusiones que originaran las enseñanzas de Pedro Abelardo obligaba al papa a tomar precauciones. Pero no se trataba de reprimir, sino de estimular. Por encargo de Eugenio, Burgundio de Pisa traduce al latín los sermones de san Juan Crisóstomo y el Tratado de la fe ortodoxa de san Juan Damasceno. Las intervenciones en Francia e Inglaterra, donde sostuvo a Teobaldo de Canterbury frente al rey Esteban (1135-1154), y en Irlanda, donde la Iglesia quedó reorganizada en cuatro sedes metropolitanas, fueron muy notables.
Con un buen bagaje de realizaciones a sus espaldas, el antiguo monje decidió regresar a Italia. Apenas llegado a Cremona (15 de julio de 1148) pronunció la excomunión contra Arnaldo de Brescia. Con tropas sicilianas pudo entrar en Roma, pero el ambiente era tan hostil que juzgó preferible no permanecer en ella, retornando a su residencia de Viterbo. En los años siguientes sería cada vez más frecuente esa residencia de los papas fuera de Roma. La única esperanza de restaurar el orden estaba en la presencia del emperador: Eugenio hizo planes para traer a Conrado a Roma y coronarle. Pero había regresado éste tan maltrecho de la cruzada que murió el 15 de febrero del mismo año.

El Imperio. Aunque Federico I de Hohenstaufen (1152-1190), llamado Barbarroja, al comunicar su elección no solicitó la confirmación, Eugenio la otorgó; confiaba en obtener alguna clase de acuerdo que le permitiera establecerse sólidamente en Roma. También los rebeldes romanos estaban atentos a lo que sucedía en Alemania; bastó la noticia de que la Dieta de Würzburgo había acordado el viaje a Italia para que los romanos abrieran sus puertas al papa. Pero antes de que se produjera la coronación, Eugenio y Federico negociaron y concluyeron el importante tratado de Constanza (23 marzo 1153). En él se fijaban los respectivos ámbitos de soberanía y jurisdicción, utilizando términos del lenguaje feudal: honor Ecclesiae y honor Imperii, como ha destacado P. Rassow \'7bHonor Imperii, Darmstadt, 1961). Además, ambos se comprometieron a recíproca protección: el emperador no negociaría con romanos ni con normandos, ni haría concesiones sin consentimiento del papa, ni éste haría nada semejante con los que fuesen contrarios al Imperio. Eugenio III murió antes de que el convenio comenzara a surtir efecto.

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