Pascual II (13 agosto 1099 - 21
enero 1118)
Fin del cisma. Rainiero, cardenal
presbítero de San Clemente y abad de San Lorenzo Extramuros, había nacido en
Bieda de Galeata (Romagna) de una familia muy modesta. Monje en una comunidad
que desconocemos, era un hombro muy sencillo y con tendencia a presentar los
problemas con muy escasas matizaciones, lo que no dejaba de comportar ventajas,
ya que es más fácil bailar solución en cuestiones debatidas cuando los términos
del problema se presentan con claridad. C. Servatius (Paschalis II, Stuttgart,
1979) ha conseguido una reconstrucción muy correcta de su pontificado. Llegaba
al solio cuando la reforma prácticamente había triunfado: ninguna duda de que
la simonía y el concubinato eran grandes males que debían ser desarraigados.
Pero seguía pendiente el asunto difícil de las investiduras laicas: ni los
obispos podían renunciar a los beneficios para no verse despojados de poder, ni
los reyes prescindir tampoco de estos preciosos administradores, puesto que los
beneficios eran tambien un modo de gobernar. Pascual no podía vacilar en este
punto y mantuvo en plena vigencia el canon aprobado en 1075.
Prácticamente el cisma concluyó
con la muerte de Guiberto de Rávena, el S de septiembre del 1100, porque
Enrique IV perdió todo interés. Los clérigos que formaban su séquito se
reunieron secretamente en San Pedro, una noche, y eligieron a Teodorico,
cardenal obispo de Albano, al que consagraron aprovechando la ausencia de
Pascual II. Pero cuando el papa regresó, con las tropas normandas, fue preso,
juzgado y condenado a prisión perpetua en el monasterio de la Santa Trinidad,
cerca de Salerno, donde profesó como monje. Sus partidarios, refugiados esta
vez en la iglesia de los Santos Apóstoles, insistieron, eligiendo a Alberto,
cardenal de Silva Candida; estalló un motín y los mismos que le rodearon
entregaron al antipapa en manos de Pascual II. Fue enviado al monasterio de San
Lorenzo en Aversa. Todavía en 1105 los antiguos paludarios de Clemente III
intentarían reunirse para repetir la aventura.
La fórmula para la investidura.
Hace ya muchos años que Bernard Monod (Essai sur les rapparis de Pascal II avec
Philippe I, 1099-1108, París, 1907) descubrió que fue en Francia donde se
descubrió la solución al problema de las investiduras laicas. Ivo de Chartres
estableció ante todo una división de la investidura en tres actos: la elección
canónica, que corresponde al clero y al pueblo; la consagración episcopal del
electo, que debe ser efectuada por el metropolitano; y la investidura de los
beneficios inherentes a la sede, que debe hacerla el rey como «suzerano» de los
mismos. Felipe I, ahora reconciliado con la Iglesia, y su hijo Luis VI
(1108-1137), mediante un acuerdo que sería firmado solemnemente en Saint Denis
(1107), aceptaron exactamente esa fórmula que aparentemente les reducía a un
acto de entrega a quienes hubieren sido debidamente elegidos y consagrados. En
Francia no era muy difícil alcanzar un acuerdo, ya que los bienes adscritos a
cada obispado eran tan sólo beneficios simples que no implicaban funciones de
gobierno y, por consiguiente, las obligaciones del auxilium et consilium eran
fáciles de cumplir.
Hugo de Fleury dedicó a Enrique I
de Inglaterra (1100-1135) su Tractatus de regís poíestate et sacerdotali
dignitate, explicando esta doctrina. Pero en este reino su aplicación era menos
fácil. Desde Guillermo el Conquistador, el cesaropapismo, que está en la raíz
del anglicanismo, reclamaba tres condiciones: la intervención del rey tanto en
la elección del candidato como en la investidura; la prohibición de las
comunicaciones de los obispos con Roma sin licencia del soberano; y el
reconocimiento de que el monarca es cabeza tanto de los cuerpos como de las
almas de sus súbditos. Sólo bajo amenaza de excomunión aceptó Enrique I el
retorno de san Anselmo (1105), que reclamaría una completa sumisión a Roma. En
el caso inglés, el papa hizo evidentemente concesiones: aprovechando su
presencia en Francia, pudo Adela de Blois organizar un encuentro de Enrique,
Anselmo y Pascual II en un lugar de Normandía: el rey renunció a la investidura
con el báculo y el anillo, pero obtuvo el reconocimiento de su «presencia» en
el momento de las elecciones y también que el electo estuviera obligado a
prestar juramento de fidelidad antes de ser consagrado (1107).
Se habían establecido precedentes
que apuntaban a una solución negociada y no uniforme. En el caso alemán, y mientras
viviera Enrique IV, tal solución parecía imposible, porque hubiera significado
la capitulación del monarca. Descendía el prestigio del emperador, enfrentado
desde su regreso a Alemania a constantes rebeliones, y aumentaba en cambio el
del pontífice. La noticia de la conquista de Jerusalén, que fue conocida en
Roma poco después de la elección de Pascual, había despertado un gran
entusiasmo. Se comenzó a pensar en una solución de carácter militar también
para el cisma oriental y en 1105 el papa bendijo a los soldados de Bohemundo de
Tarento (1098-1104), que soñaban con la conquista de Constantinopla. Las
amenazas no consiguieron derribar al Imperio bizantino, pero le atemorizaron
hasta un punto tal que en 1112 Alejo I solicitó negociaciones: Pascual dio una
respuesta que implicaba la aceptación del primado universal de san Pedro sin
matizaciones. La creación del reino de Jerusalén, hacia el que afluían nuevos
cruzados, completaba la idea de que el papa ejercía de hecho la jefatura sobre
la cristiandad: la tierra de Jesús y la de Pedro le obedecían.
Sin embargo las cosas eran menos
estables de lo que se pensaba. Cuando Enrique V, heredero alemán, se sublevó
contra su padre, afirmando que —entre otras cosas— se proponía la defensa de la
Iglesia, Pascual II apoyó el movimiento. Pero entonces el partido imperial en
Roma, que seguía siendo fuerte en la aristocracia y en el clero, intentó una
revuelta contra el papa. Miembros de esa aristocracia, reunidos en Santa María
Rotonda, eligieron a Maginulfo, arcipreste de Sant’Angelo, y declararon a
Pascual desposeído por simoníaco y hereje. La guerra civil ensangrentó las
calles de Roma, porque Maginulfo, que se hizo llamar Silvestre IV, encontró un
valioso protector en el conde Werner, de Ancona, que era uno de los partidarios
del joven Enrique. El 18 de noviembre de 1105 Silvestre IV fue entronizado en
Letrán, pero su causa duró el tiempo que tardaron en gastarse los bienes
acumulados. Faltó el dinero, se alejaron los interesados partidarios, y el
antipapa buscó refugio en Osimo, cerca de Ancona.
Acuerdo de Sutri. Falleció en
1106 Enrique IV. Ahora Enrique V, reconocido por todos, invitó a Pascual II a
viajar a Alemania para negociar, dando sin embargo a entender con claridad que
no debía pensarse en una renuncia a las investiduras laicas. El papa, que había
llegado hasta Guastalla, donde un sínodo repitió todos los cánones de condena
de los vicios y malas costumbres, decidió entonces no seguir su camino hacia
Alemania, sino ir a Francia, detenerse un poco en Cluny, y conferenciar con Ivo
de Chartres. Negociaba con Felipe I y con Enrique de Inglaterra los acuerdos
que hemos mencionado y que le proporcionaron experiencia. En Chálons-sur-Marne
recibió embajadores del soberano alemán: parece que éstos le amenazaron con una
nueva campaña militar en Italia (Silvestre IV seguía en reserva como una
posibilidad de cambio), pero el papa no se dejó intimidar. En 1017 podía contar
con todos los reinos de Occidente que habían suscrito una fórmula que, con
variados matices, resolvía la cuestión de las investiduras.
Ninguno de los textos empleados
era aplicable al caso alemán, donde muchos obispos regían verdaderos condados o
margraviatos. Pascual II regresó a Italia y allí presidió sendos sínodos en
Benevento (1108) y Letrán (1110) que demostraron que, en cuanto a doctrina
canónica, no se había cambiado ni una línea. Conoció entonces que Enrique V, a
la cabeza de 30.000 hombres, se dirigía a Roma para hacerse coronar. El papa le
comunicó que la previa renuncia a las investiduras era condición indispensable;
el rey de Romanos explicó a los legados cuáles eran las dificultades en
Alemania y ellos le sorprendieron con una radical proposición: se devolverían
al Imperio todos los beneficios, cesando de este modo la investidura, viviendo
en adelante los obispos del diezmo, la limosna y las rentas de sus bienes
alodieros. Enrique aceptó. ¿Sabía ya que los obispos impedirían al papa cumplir
este compromiso tan radical? El hecho es que el 4 de febrero de 1111 se firmó
en Sutri, cerca de Roma, el acuerdo: el emperador renunciaba a toda investidura
y al juramento de fidelidad en vasallaje y los obispos abandonaban todos sus
beneficios, mayores y menores.
El 12 de febrero, mientras se
celebraba la coronación, fue leído el texto. Inmediatamente estalló un gran
clamor. El rey, interrumpiendo la ceremonia, se retiró a deliberar con sus
obispos y regresó al poco tiempo diciendo que, por unánime opinión, el acuerdo
de Sutri era irrealizable y herético. Para protegerles, según dijo el rey,
condujo al papa y a algunos cardenales presentes a su campamento situado en
Monte Mario. Previamente había hecho venir al llamado Silvestre IV desde Osimo
para disponer de una alternativa amenazadora. Pascual resistió dos meses, pero
al final se rindió: coronaría al emperador y aceptaría las investiduras laicas
en el Imperio. El 12 de abril firmó el llamado «privilegio de Ponte Mammola».
Al día siguiente el papa, que había jurado no excomulgar nunca a Enrique V bajo
ningún concepto, le coronó emperador. La victoria alemana era, en estos
momentos, completa: fue deshecho el previsto y absurdo matrimonio de Matilde
con Welfo V de Baviera y la marquesa suscribió un documento que convertía a
Enrique V en heredero de todos sus bienes. Silvestre IV fue enviado de nuevo a
su retiro y desapareció de nuestras fuentes.
Las opiniones se dividieron. Para
los reformadores, que consiguieran los acuerdos de 1107 con Francia e
Inglaterra, el privilegio —al que se referían corrientemente llamándolo
pravilegium— resultaba inaceptable. Algunos pensaban, sin embargo, que la paz
era preferible. Pascual II pensó en su propia abdicación como medio de resolver
el problema. Gerardo de Angouleme tomó la iniciativa de recurrir a una
declaración de nulidad presentándola al sínodo de Letrán de marzo de 1112: se
trataba de una concesión arrancada por la fuerza a un prisionero. En Francia se
registró en seguida un movimiento con Ivo de Chartres, Hugo de Fleury y el
anónimo autor de la Defensio Paschalis Papae, defendiendo a la persona del papa
y combatiendo al emperador. No faltaron sectores, aunque siempre minoritarios,
que, con Godofredo de Vendóme, Joserrand de Lyon y Guido de Vienne, se
volvieron contra el papa acusándole de debilidad. El legado pontificio en
Alemania, Conon de Preneste, tomó contacto con los príncipes, preparándose para
reactivar la resistencia contra el emperador.
Del escándalo en torno a Sutri
quedaba un aspecto positivo: por vez primera se había definido con entera
claridad el fondo mismo del problema, pues una Iglesia independiente no era
posible en los esquemas del vasallaje. De momento era imposible salir de este
círculo vicioso, pero significó una experiencia. Pascual II desarrolló la
unidad en el gobierno de la Iglesia, definiendo en primer término al colegio de
cardenales como un cuerpo de 53 miembros (siete obispos, veintiocho presbíteros
y dieciocho diáconos) y desarrollando las notarías y escritorios. Cusía y
Cámara incrementaron su actividad. Sabemos lo que la curia pensaba en aquellos
momentos a través de un documento anónimo, llamado también Defensio Paschalis
Papae; había que admitir la existencia de una doble investidura, espiritual con
el báculo y el anillo, y de dominios temporales con el cetro. Una solución de
compromiso que permitía cerrar la reforma y alcanzar la reconciliación.
En 1115 murió Matilde y Enrique V
regresó a Italia para recoger la copiosa herencia. Pascual II reunió uno de los
acostumbrados sínodos en Letrán (1116) para reconocer su culpa y declarar nulo
el privilegio de Ponte Mammolo. Inmediatamente estalló la revuelta en Roma: el
pretexto era el preponderante papel que los banqueros judeoconversos,
Pierleoni, estaban desempeñando junto al papa. Pascual II se vio obligado a
huir y el emperador se sintió obligado a reafirmar su legitimidad repitiendo la
coronación. Ausente el papa ofició en esta segunda ceremonia el arzobispo de
Braga, Mauricio, apodado Burdino, es decir, «asno». Inmediatamente, Mauricio
fue excomulgado por el papa. Curiosa muestra de ambición la de este monje
cluniacense, nacido en el sur de Francia que, bajo la protección de Bernardo de
Salvetat, arzobispo de Toledo, había hecho una carrera eclesiástica:
archidiácono en Toledo, obispo de Coimbra y arzobispo de Braga (1109), habiendo
recibido el pallium del propio Pascual. Estaba en Roma para defender la
primacía de su sede frente a las pretensiones primadas de Toledo y las
metropolitanas de Compostela. El papa le había nombrado legado cerca de Enrique
V en 1116, momento en el cual se pasó al enemigo.
Enrique V no pudo mantenerse
mucho tiempo en Roma, a la que regresó Pascual II a principios de 1118, pero
sólo para morir pocos días más tarde el 21 de enero.
Gelasio II (24 enero 1118 - 29
enero 1119)
La contienda entre el emperador y
el papa permitió resurgir las facciones en Roma. Frente a los Pierleoni, que
apoyaban a Pascual II, se alzaban ahora los Frangipani que acaudillaban el que
podríamos llamar partido imperial. Los cardenales se reunieron casi en secreto
en Santa María de Pallara, sobre el Palatino, y eligieron canónicamente a Juan
de Gaeta, antiguo monje de Montecassino, un sabio anciano que desde 1089
ejercía el cargo de canciller, adquiriendo gran prestigio por su eficiencia y
sus escritos. Cardenal diácono, estaba presente y trató de evitar su elección
dando tiempo a que Cencío Frangipani, quebrantando el aula, se apoderara de su
persona, llevándolo a una de sus casas fuertes. El pueblo, movilizado por el
prefecto de la ciudad, acudió a liberarle. Juan de Gaeta, que perdonó a sus
enemigos, consideró este movimiento como una señal y aceptó la tiara.
Acompañado de sus cardenales se refugió en Gaeta, donde fue ordenado sacerdote
y consagrado papa Gelasio II los días 9 y 10 de marzo de 1118. Los alemanes
dominaban en este momento Roma.
A esta ciudad acudió el
emperador, invitando a Gelasio a que se reuniera con él a fin de negociar. La
respuesta fue negativa: en el próximo otoño —anunció el papa— un sínodo a
celebrar en Milán o en Cremona, se ocuparía de la debatida cuestión de las
investiduras. Entonces Enrique V, declarando vacante el solio, hizo elegir a
Mauricio de Braga que, muy curiosamente, quiso llamarse Gregorio VIII. Apenas
se hubo alejado el emperador, Gelasio regresó a Roma y fue nuevamente objeto de
las violencias de los Frangipani, aunque consiguió huir: unas aldeanas le encontraron
oculto en un trigal, medio muerto de hambre, y le ayudaron para que escapara.
Llegó a Pisa, donde pudo consagrar la nueva catedral, completamente a salvo. Un
sínodo celebrado en Vienne renovó las sentencias contra las investiduras. Tenía
previsto un encuentro con el rey Luis VI de Francia en Vézelay, pero murió en
Cluny, tendido en el suelo, como hacen los humildes monjes. Durante su viaje
había autorizado a san Norberto de Gennep, el fundador de los premonstratenses,
a predicar en toda Francia.
Por su parte, Mauricio Burdino
conservó hasta 1119 el dominio sobre San Pedro, Sant’Angelo y aquellas zonas de
la ciudad de Roma que dominaban y guarnecían los Frangipani. No consiguió que
le reconociera como papa nadie más.
Calixto II (2 febrero 1119 - 14
diciembre 1124)
La persona. Los cardenales
Lamberto de Ostia y Conon de Preneste, que acompañaban a Pascual II en el
momento de su muerte, tomaron la decisión de constituirse en cuerpo electoral
allí mismo, procediendo a elegir a Guido de Vienne, arzobispo de esta ciudad
desde 1088, e hijo de Guillermo de Borgoña. La elección fue canónicamente
confirmada por los cardenales que permanecieran en Roma, el clero y el pueblo,
el 1 de marzo del mismo año. Calixto estaba emparentado con las casas reales de
Francia, Inglaterra, Alemania y Saboya y era tío de Alfonso VII (1126-1157),
que se titulaba emperador en Castilla y León. Se esperaba de él que pudiera
llevar a cabo una negociación que fuese muy clara, ya que en la crisis de 1112
se había mostrado enemigo de toda clase de concesiones. Stanley A. Chorodow
(«Ecclesiastical Politics and the ending of the investiture context: the papal
election of 1119 and the negotiations of Mouzon», Speculum, XLVI, 1971)
entiende que fueron dos circunstancias, la firmeza en la doctrina y la
capacidad negociadora, las que permitieron la liquidación de la querella y, de
este modo, el cierre de la etapa de reforma que abrieran los papas alemanes. En
este sentido, el I Concilio ecuménico de Letrán (1123) es término de llegada de
un proceso.
Acuerdo de Worms. Viajando por
Francia, donde reunió el sínodo de Toulouse para condenar la herejía de los
petrobrusianos, remitió a Enrique V una primera propuesta de negociación con
Guillermo de Champeaux (1070-1121), obispo de Chálons, y Poncio abad de Cluny;
en Estrasburgo llegaron a un principio de acuerdo que implicaba una buena
disposición por parte del emperador para renunciar a las investiduras en
ciertas condiciones. Convinieron ambas partes en que los detalles del acuerdo
se fijarían directamente por el emperador y el papa en una entrevista a
celebrar en Mouzon, con ocasión del sínodo que habría de celebrarse a partir
del 20 de octubre. Pero la entrevista y la negociación ulterior fracasaron: el
papa no estaba dispuesto a conceder más de lo que se hiciera con Francia y esto
no era suficiente, según el emperador. En consecuencia, el sínodo de Reims
practicó la ceremonia pública de la excomunión de Enrique: todos los presentes
apagaron los cirios y los volvieron hacia abajo. Habiendo concluido una paz
entre Enrique I de Inglaterra y Luis VI de Francia, que dejaba todo el
Occidente a cubierto, Calixto emprendió entonces el viaje a Roma, siendo
recibido en todas partes con muestras de entusiasmo. El 3 de junio de 1120
entraba en la ciudad de la que había huido Mauricio Burdino hasla refugiarse en
Sutri. Pero los habitantes de esta ciudad le entregaron en abril de 1121: el
antipapa fue paseado por las calles de Roma, montado en un camello y de
espaldas, antes de ser enviado a prisión perpetua a un monasterio, bajo
custodia de los reyes normandos.
La Dieta de Würzburgo (septiembre
1121) pidió al emperador que se reconciliara con el papa negociando una paz
«sin detrimento del Imperio». A principios de 1122 una embajada fue a Roma,
donde fue bien acogida por Calixto. Éste respondió por medio de una legación de
tres cardenales presididos por Lamberto, obispo de Ostia. Fueron necesarios
catorce días de debates hasta llegar a un acuerdo en Worms (23 septiembre
1122), que algunas veces aparece calificado como el primero de los concordatos.
Calixto concedía en él más de lo que su antecesor otorgara a Francia: las
elecciones episcopales tendrían lugar en presencia del emperador o sus
representantes, lo que permitía influir de alguna manera en ellas; se haría la
consagración con el báculo y el anillo por el correspondiente metropolitano,
renunciando el emperador a la investidura eclesiástica; después el obispo
recibiría de manos de éste, por medio del cetro, las temporalidades anejas; en
caso de elección disputada, al emperador correspondía decidir cuál era la
sanior pars.
Concilio. El acuerdo, confirmado
en la Dieta de Worms y en el I Concilio de Letrán (1123), noveno en la serie de
los ecuménicos, ponía fin a la querella de las investiduras y abría una nueva
etapa en la vida del pontificado, ya que sus consecuencias fueron mucho mayores
de las que en un primer momento se esperaba. Saltaba por los aires toda la
estructura imaginada por Otón el Grande para el Imperio, dando a los principes
eclesiásticos un cierto grado de independencia que pronto reclamaron para sí
los laicos. Bastarían cien años, precisamente aquellos en que se dibujan las
primitivas formas de Estado que llamamos monarquía, para que el Imperio llegara
a convertirse en un nombre vacío. Y mientras tanto la Iglesia se alzaba, desde
marzo de 1123, a
través del Concilio de Letrán, como una gran monarquía pontificia. Ahí estaba
la disyuntiva: los fieles a la reforma gregoriana pensaban que había que
continuar por el camino ya inaugurado de transformación de la sociedad desde
sus individuos en una exigencia cada vez mayor de cristianismo; pero en la
curia sería cada vez más fuerte la corriente que pensaba que lo importante era,
precisamente, construir la arquitectura de un gobierno eclesiástico.
Los veintidós cánones del
Concilio de Letrán que, entre otras cosas, declararon nulo el matrimonio de
presbíteros, diáconos y subdiáconos, prohibieron a los laicos disponer de
bienes eclesiásticos, otorgaron indulgencia plenaria a cuantos fuesen a Tierra
Santa, sometieron a los monasterios no expresamente exentos a la autoridad de
sus obispos, y equipararon la Reconquista española a las cruzadas, fueron como
el balance final de la reforma. Durante doscientos años la preeminencia de la
autoridad pontificia sobre los demás poderes permanecería indiscutida. Y
mientras tanto la estructura jerárquica experimentaría un proceso de
consolidación.
En relación con España hay que
recordar que Calixto II es quien eleva a la sede de Compostela a la calidad de
metropolitana. El culto a Santiago y las peregrinaciones jacobeas recibieron un
impulso muy fuerte.
Honorio II (21 diciembre 1124 -
13 febrero 1130)
Elección disputada. Los
gregorianos, en el sentido estricto de la palabra, eran sólo una minoría: veían
en el acuerdo de Worms una especie de retroceso. Signo del cambio que se
iniciaba era el predominio que alcanzaron los canónigos regulares
(premonstratenses) de san Norberto, que querían llevar al clero secular el
espíritu monástico según la regla de san Agustín. Al mismo tiempo se pretendía
poner un límite a las inmunidades, acrecentando el poder pastoral de los
obispos. Motor muy importante en el comienzo de esta nueva etapa fue el
premonstratense francés Aymerico, a quien Calixto II encomendara la dirección
de la curia con el oficio de canciller. Aymerico buscó principalmente apoyo en
los Frangipani, usando de procedimientos que no pueden considerarse demasiado
ortodoxos. En el momento de la muerte de Calixto, los Pierleoni trataron de
promocionar al cardenal Saxo de San Stefano in Rotondo, pero él se negó sin que
pudieran convencerle. Buscaron un nuevo candidato, Teobaldo Buccapecus,
cardenal de Santa Anastasia, que tomó el nombre de Celestino II, el cual no
llegó a ser consagrado: los Frangipani, con sus hombres de armas, invadieron el
aula, interrumpieron la ceremonia e hirieron gravemente al electo. Aymerico
intervino para convencer a Teobaldo de que renunciara. Los Frangipani pusieron
mucho dinero en la empresa de atraerse al prefecto de la ciudad y a los hombres
eminentes de la otra facción, asegurándose así la elección unánime de Lamberto
de Fiagnano, cardenal obispo de Ostia, que tomó el nombre de Honorio II. F. J.
Schmale (Studien zur Schisma des Jahres 1130, Colonia, 1961) advierte que esta
elección disputada era tan sólo el primer acto del cisma de 1130. Teobaldo
murió al poco tiempo, como resultado, tal vez, de las heridas que recibiera.
Las nuevas órdenes. Lamberto, de
humilde cuna, era también un premonstratense: coincidía, pues, con Aymerico en
la conveniencia de impulsar la nueva vía de refuerzo de la estructura
jerárquica de la Iglesia. Las circunstancias parecían favorables. Murió Enrique
V (23 mayo 1125) y en la elección que debía procurarle un sucesor estuvo
presente el cardenal legado Gerardo, del título de la Santa Cruz. Los principes
rechazaron a los Hohenstaufen, parientes más próximos del difunto, afirmando el
sistema electoral, y escogieron a Lolario de Supplinburgo, un hombre de 50 años
carente de hijos. Por primera vez un emperador electo pidió al papa que le confirmara.
Conrado de Hohenstaufen (1138-1192) se alzó en armas y, en Monza, se hizo
coronar rey de los lombardos por el arzobispo de Milán, Anselmo, que fue
inmediatamente excomulgado en el sínodo de Pisa. Conrado fue vencido y pasó sin
peligro.
La presencia de legados muy
duraderos en Francia y, desde 1125, también en Inglaterra, aseguraba la
autoridad pontificia, que se orientaba a someter a las grandes abadías tan
independientes en el tiempo próximo pasado. Poncio de Cluny, cuya intervención
en las negociaciones de Worms ha sido explicada, hizo un largo viaje a Tierra
Santa. El papa autorizó que se procediera a una nueva elección, que recayó
primero en Hugo de Marigny, y luego en Pedro el Venerable (1109-1156). Cuando
regresó Ponce, reclamando su abadía, Honorio intervino como arbitro y le envió
a prisión. También obligaría al cardenal Orderisio a renunciar a Montecassino.
El Cister, lo mismo que
Prémontré, apoyaban la nueva política de salir al mundo y no apartarse de él. A
este respecto la estrecha amistad de san Bernardo de Claraval (1090-1153) con
Aymerico, como con otros grandes personajes del tiempo, debe ser considerada
como un dato histórico. San Bernardo es la gran figura del siglo xn. Su
influencia extendería el espíritu religioso al ámbito más externo de la
sociedad, la guerra, a través de las órdenes militares: en 1128 fue aprobada la
regla del Temple, de modo que también la espada podía ser santificada. Todas
las órdenes, aunque no siguiesen estrictamente la regla, aceptarían este
espíritu cisterciense de ser monjes en medio del mundo.
Unidad en Nápoles. El principio
de autoridad reservado a la sede romana en su grado más eminente no se haría
extensivo a todas partes. Por ejemplo en Nápoles/Sicilia, invocando una bula de
Urbano II (1098), cuya falsedad ha demostrado S. Fodale \'7bComes et legatus
Siciliae. Sull privilegio di Urbano II a la pretesa apostólica legazia dei
normanni in Sicilia, Palermo, 1970), pero cuyos efectos habrían de prolongarse
hasta la integración del reino en la corona española, Roger II (1129-1154)
pretendía que en aquél las funciones de legado correspondían al soberano. Al
morir Guillermo II, duque de Apulia, Roger reclamó la herencia de la que se
apoderó, incrementando su poder hasta convertirlo en una amenaza para el Patrimonium.
Honorio II intentó impedir la ab sorción, pero fracasó: Aymerico y Cencio
Frangipani llevaron en su nombre las negociaciones que condujeron al tratado de
Benevento (22 agosto de 1128), que admitía que en adelante Nápoles y Sicilia
formarían un solo reino, vasallo del papa.
Al comenzar el año 1130 enfermó
Honorio II. Para garantizar una elección favorable, Aymerico le trasladó al
monasterio de San Gregorio en el Monte Celio, protegido por las casas fuertes
de los Frangipani. Allí murió el 13 de febrero de dicho año, dejando tras de sí
una profunda división en el clero.
Inocencio II (14 febrero 1130 -
24 septiembre 1143)
Otro cisma. Desde el pontificado
de Gelasio II la división entre bandos ro manos que identificamos con las
familias de Frangipani y Pierleoni —intereses financieros andaban por medio— se
había agudizado. S. Chorodow (Christian Political Theory and Church Politics in
the Middle Twelfth Century: the Ecclesiology of Gralian’s Decretum, Berkeley,
1972) advierte que para entender co rrectamente los graves sucesos del cisma de
1130 es preciso prestar mucha atención al desarrollo de la ciencia jurídica,
que alcanza uno de sus momentos culminantes con las Decretales de Graciano,
concluidas en torno a 1140. Pues la Iglesia que Aymerico y los nuevos
reformadores se proponían construir acentuaba su carácter unitario de cuerpo
místico de Cristo, expresado a través de una estructura jerárquica que
culminaba en la autoridad del papa, vicario de Cristo, supremo legislador. La
ley era, por tanto, la savia que circulaba por sus venas.
En la misma noche de la muerte de
Honorio II, después de que el cadáver fuera depositado en una sepultura
provisional, veinte cardenales, los más jóvenes, se reunieron en el mismo lugar
de San Gregorio y procedieron a elegir a Gregorio l’apareschi, de noble familia
romana, y uno de los negociadores del concordato de Worms, que tomó el nombre
de Inocencio II. Otros veintitrés cardenales se reunieron en San Marcos:
habiéndose negado su primer candidato, Pedro, obispo de Porto, los votos
coincidieron en otro Pedro, Pierleoni, que quiso llamarse Anacleto II. Los dos
electos fueron consagrados en el mismo día, el primero en Santa María Nuova por
el obispo de Ostia y el segundo en la basílica de Letrán por el de Porto. La
mayoría de votos no tenía entonces la significación resolutiva que posee entre
nosotros.
Dos figuras de gran relieve
dentro de la Iglesia se enfrentaron en un cisma que habría de durar ocho años,
despertando en los fieles grandes dudas. Pedro Pierleoni, bisnieto del converso
Baruch, había estudiado en París con el rey Luis VI, profesado como monje en
Cluny en tiempos del abad Poncio y alcanzado el cardenalato en 1112 como
diácono de San Cosme y San Damián. Hombre de confianza de Gelasio II y, sobre
todo, de Calixto II, fue promovido a cardenal presbítero de Santa María in
Trastévere, en 1120. Destacó mucho como legado en Francia e Inglaterra, pero
Aymerico consiguió apartarle de esta vida activa, de modo que durante varios
años permanece silenciado. Él representaba la que podríamos llamar línea dura
del gregorianismo: el ideal monástico debía inspirar la reforma de las
personas. Dueño de Roma, de la que Inocencio II se vio obligado a alejarse,
envió cartas a todos los príncipes requiriendo su reconocimiento con el argumento
de que su elección había sido correcta y no forzada y que contaba con la
mayoría de los cardenales. Pero el único verdadero apoyo con que pudo contar,
aparte de la gran fortuna de su familia de banqueros, fue Roger II, que recibió
la corona de Sicilia, Apulia y Calabria, culminando así el proyecto de
unificación política de todo el mediodía italiano.
Algunos autores han especulado,
sin duda erróneamente, con el obstáculo que para los Frangipani hubo de
constituir su remoto origen judío. Jean Leclercq (Recueil d’études sur saint
Bernard et ses écrits, 2 vols., Roma, 1962-1966) ha demostrado que fue la
decisión de cistercienses y canónigos regulares en favor de la nueva línea de
reforma, la que decidió el pleito. San Bernardo de Claiaval, en el sínodo de
Étampes (1130) proclamó la legitimidad de Inocencio II, ganando para él la
obediencia de Francia, Inglaterra y España. Lotario de Supplinburgo convocó a
la Dieta en Xantes y aquí fue el propio san Norberto quien inclinó la voluntad
del emperador. Otras figuras sobresalientes como Hugo de San Víctor y Pedro el
Venerable, ahora confirmado como abad de Cluny, apoyaron a Inocencio. El sínodo
de Reims (octubre de 1131) mostró una decisión casi unánime de la cristiandad
en favor de quien representaba la nueva etapa en la reforma (F. J. Schmale,
Studien zur Schisma des Jahres 1130, Colonia, 1961).
Solución del cisma. Inocencio II
se entrevistó en Lieja con Lotario y recibió la promesa de ser instalado en
Roma: en 1133 el ejército alemán bajó a Italia y pudo entrar en la ciudad,
aunque Sant’Angelo y la ciudadela de San Pedro resistieron. El papa coronó
emperador a Lotario en Letrán, el 4 de julio de aquel mismo año, pero en cuanto
las tropas alemanas se fueron, Inocencio tuvo que refugiarse en Pisa. Aquí
reunió un nuevo sínodo (1134) que le proporcionó un gran respaldo: 113 obispos
participaron en él. Hubo una segunda expedición imperial, el año 1136; y aunque
el emperador logró una victoria sobre Roger II, tampoco pudo hacer firme el
dominio sobre Roma. Las relaciones entre el papa y el emperador se agriaron por
el empeño de Lotario en conseguir que se diese a uno de los suyos, Wibaldo de
Stablo, la abadía de Montecassino La solución del cisma, sin excesivos traumas,
llegó con la muerte de Anastasio II el 25 de enero de 1138. Aunque los
cardenales de su partido procedieron a elegir a Gregorio Conti, Víctor IV, san
Bernardo le convenció para que resignara su oficio, en bien de la Iglesia,
reconociendo a su rival. También se sometieron el rey de Sicilia y la familia Pierleoni.
En abril de 1139 se reunió el II Concilio de Letrán, décimo de los ecuménicos;
se declararon nulos todos los actos y disposiciones tomados por Anacleto II,
que figura, en consecuencia, en la lista de antipapas. Naturalmente, el
concilio no se redujo a este asunto: sus cánones hicieron avanzar la estructura
de la Iglesia. Con la paz llegaba el predominio de la autoridad pontificia. Se
hizo una definición rigurosa del matrimonio y de la familia. Un aspecto curioso
c importante: a los monjes les sería prohibido el estudio del derecho y de la
medicina.
Los últimos años del pontificado
de Inocencio II fueron turbulentos. El choque doctrinal con Pedro Abelardo, en
que se encontró mezclado san Bernardo, alcanzó también al pontífice cuando éste
confirmó la sentencia dictada en el sínodo de Sens (1140). La paz con Roger II
no pudo mantenerse y en la lucha que siguió el papa fue hecho prisionero y tuvo
que suscribir el tratado de Migniano (25 julio 1139) en que se reconocían a
Sicilia las mismas condiciones que ya otorgara Anacleto II. También se
enturbiaron las relaciones con Luis VI de Francia, a causa de la provisión de
la diócesis de Bourges. Para colmo de males un discípulo de Abelardo, Arnaldo
de Brescia (t 1141), iniciaba el sueño perturbador de convertir a Roma en una
comuna que restaurase los antiguos tiempos.
Celestino II (26 septiembre 1143
- 8 marzo 1144)
Guido de Cittá di Castello
pertenecía a una familia aristocrática romana. También él se había contado
entre los discípulos de Pedro Abelardo. Calixto II le había llevado a Roma en
calidad de «maestro» en teología y filosofía. En 1127 Honorio II le nombró
cardenal diácono de Santa María in Vía Lata, e Inocencio II lo ascendió a
presbítero cardenal de San Marcos. Trabajó intensamente en Alemania y en Sicilia
para conseguir el reconocimiento de este papa. Figuraba entre las cinco
personas que su antecesor recomendara y fue elegido por unanimidad. Habiendo
colaborado intensamente con Aymerico durante años, se veía en él un continuador
de su obra. Su breve pontificado nos proporciona pocas noticias. A instancias
de Suger de Saint Denis y de san Bernardo levantó las censuras que pesaban
sobre Luis VII de Francia. Muy a regañadientes ratificó el tratado de Migniano,
porque entendía que el fortalecimiento de un reino unido en el sur de Italia
podía convertirse en una amenaza para el Patrimonium. Era muy celoso de la
autoridad del pontífice: desde este momento se ordenó incluir en los documentos
de la cancillería la frase «salva Sedis Apostolicae auctorítate», que era una
afirmación de supremacía jurídica absoluta. Reunió una espléndida biblioteca de
cincuenta y seis volúmenes que donó a su ciudad natal.
Lucio II (12 marzo 1144 - 15
febrero 1145)
Gerardo Caccianemici, natural de
Bolonia, pertenecía a la congregación de canónigos regulares. Calixto II le
nombró cardenal presbítero de Santa Cruz, iglesia que entregó a su orden.
Rectitud de vida y espíritu de servicio le aseguraron una gran influencia en el
pontificado de Inocencio II, que le nombró canciller y bibliotecario. Su
amistad con san Bernardo es dato importante. Estableció el primado de Tours
sobre Bretaña, contra las pretensiones del obispo de Dol, y otorgó a Toledo la
primacía sobre toda la península. Aceptó el vasallaje de Alfonso Enríquez de
Portugal, aunque sin darle título de rey. Pese a que en el colegio de
cardenales se alzaran protestas contra Roger II, que usurpaba dominios de la
Iglesia, Lucio II se negó a tomar medidas; la situación en Roma le obligaba a
ser prudente.
Arnaldo de Brescia, que también
era un premonstratense, predicaba contra la estructura de la Iglesia, su lujo y
sus condiciones, reclamando un retorno a la predicación ambulante en rigurosa
pobreza. Cometió el error de recurrir a medios políticos para conseguirlo. En
Roma alentó la proclamación de una comuna que debía restablecer el Senado, como
en los antiguos tiempos. Al frente del movimiento aparecía el hermano de
Anacleto II, Giordano Pierleoni. Lucio intentó buscar ayuda en Roger II,
entrevistándose con él en Cerano, y también con Conrado III (1137-1152)
Hohenstaufen. Al no conseguirla se decidió a emprender el asalto del Capitolio,
asiento del poder de Arnaldo, pero fue herido de una pedrada y falleció.
Eugenio III, san (15 febrero 1145
- 8 julio 1153)
El papa, fuera de Roma. El mismo
día de la muerte de Lucio II los cardenales eligieron a Bernardo Pignatelli de
Montemagno, abad del monasterio cisterciense de los Santos Vicente y Anastasio,
en las afueras de Roma. La influencia de san Bernardo era la que le había
movido, hacia 1130, a
profesar en el mismo Claraval. Partidario de la construcción de una fuerte
monarquía eclesiástica se mostró, naturalmente, enemigo de los proyectos de
Arnaldo de Brescia. Cuando san Bernardo conoció su elección se asustó, pues se
trataba de un monje —nunca abandonaría su hábito ni sus costumbres— y, sin
embargo, iba a revelar una extraordinaria capacidad para desenvolverse en medio
del mundo. Como rechazó la legalidad de la comuna constituida en Roma, fue a
hacerse consagrar en Farfa. Luego fijó su residencia en Viterbo.
Desde aquí excomulgó a Giordano
Pierleoni y a sus partidarios, estableciendo un estrecho bloqueo en torno a la
ciudad hasta que la obligó a capitular. En las Navidades de ese mismo año,
1145, pudo ya entrar en Roma; Arnaldo de Brescia fue a postrarse a sus pies y
se concertó un acuerdo mediante el cual el Senado, compuesto por 56 miembros,
no entraría en funciones salvo con la autoridad del papa. Coincidió también en
Roma por aquellas fechas Pedro Abelardo (1079-1142), para prestar obediencia a
Eugenio y explicar sus dificultades. La popularidad de Pedro Abelardo no
procedía de sus enseñanzas, en la colina de Santa Genoveva, sino de sus
discursos contra la riqueza de los eclesiásticos. Por esta causa había sido
denunciado ante el II Concilio de Letrán. Luis VII había interrumpido sus
clases expulsándole y, por el camino de Zurich, fue a confirmar su fidelidad.
Ni Arnaldo de Brescia ni Pedro Abelardo perseveraron en su sumisión arrastrados
por su espíritu, en que la mística se mezclaba con la violencia; reclamaban una
Iglesia pobre que viviera de los diezmos y de las limosnas. En 1146, cuando
Eugenio III rechazó las propuestas de la comuna que pretendía nada menos que
arrasar Tívoli, rebelde, Arnaldo condujo a Roma de nuevo a la insurrección,
obligando al papa a instalarse en Viterbo (enero de 1146).
La cruzada. En aquella ciudad le
encontró Hugo, obispo de Gabala (Djebelh), a quien enviaba Raimundo de
Antioquía. Coincidió con una delegación de obispos de rito armenio, procedentes
de Cilicia, que protestaban de la hostilidad de los bizantinos. Las noticias
eran alarmantes: Edessa había sido tomada por los turcos, que ahora amenazaban
los dominios de los cruzados. El cronista Otto de Freisingen transmite la
noticia de que Hugo fue el primero en hablar al papa de la existencia del
preste Juan de las Indias, descendiente de los Reyes Magos, y de una comunidad
cristiana en el Lejano Oriente. Eugenio III renovó la bula de cruzada con
grandes indulgencias (marzo de 1146), encargando a san Bernardo que la
predicase. Lo hizo con enorme entusiasmo: en una asamblea reunida en Vézelay
invitó a los caballeros a repetir la hazaña del 1096. Comenzaba de este modo la
Segunda Cruzada. En 1147 el papa viajó a Francia para tomar parte también en
los preparativos: había pedido a san Bernardo que no involucrara a Alemania en
la empresa porque necesitaba de Conrado III para recuperar Roma y lograr la
sumisión de Roger de Sicilia. Pero ya el sanio de Claraval había iniciado la
predicación y Conrado había dicho que oslaba dispuesto a acudir en persona.
Nunca se había hecho un esfuerzo
tan grande, ni nunca tampoco se causaría una decepción más profunda. Mientras
Eugenio III se entrevistaba con Luis VII, el otro rey cruzado, en Dijon y en
Saint Denis —el encuentro previsto con Conrado no llegó a realizarse— los
caballeros ya estaban marchando en grandes grupos por los caminos de tierra.
Otros fueron por mar. Llegados a su destino, alemanes y franceses se
entendieron mal. Por otra parte, la reina de Francia, Leonor de Aquitania
(1122-1204), que acompañaba a su marido, inti mó con Raimundo de Antioquía
(1136-1149), y el matrimonio se rompió. Más tarde tal unión sería anulada por
causa de parentesco, y Leonor, casándose con Enrique II, llegaría a ser reina
de Inglaterra. Cruzando Asia Menor e intentando luego el ataque a Damasco, se
perdió la mayor parte de los efectivos. Luis VII, al regresar, culpó a los
bizantinos de este fracaso y dejó en el aire la idea de que sin un previo
dominio del territorio bizantino la cruzada nunca con seguiría el éxito.
Eugenio III se negó a tomar ni siquiera en consideración tales proyectos, pero
fue una sugerencia que muchos no olvidaron. Dos efectos se derivaron de la
Segunda Cruzada: un serio desprestigio del pontificado y un aumento en la disyunción
entre Oriente y Occidente. Contrastaba el fracaso en el camino de Damasco con
el éxito que uno de los grupos de guerreros en viaje proporcionó a Portugal con
la conquista de Lisboa.
Falta el emperador. Eugenio
intensificó los esfuerzos de reforma para elevar el nivel de la vida espiritual
en clérigos y monjes. Importantes sínodos en París, Tréveris y Reims se
ocuparon de estos temas y también de la revisión de las doctrinas que enseñaban
los grandes maestros de la primera escolástica, como Gilberto de la Porée; la
experiencia de confusiones que originaran las enseñanzas de Pedro Abelardo
obligaba al papa a tomar precauciones. Pero no se trataba de reprimir, sino de
estimular. Por encargo de Eugenio, Burgundio de Pisa traduce al latín los
sermones de san Juan Crisóstomo y el Tratado de la fe ortodoxa de san Juan
Damasceno. Las intervenciones en Francia e Inglaterra, donde sostuvo a Teobaldo
de Canterbury frente al rey Esteban (1135-1154), y en Irlanda, donde la Iglesia
quedó reorganizada en cuatro sedes metropolitanas, fueron muy notables.
Con un buen bagaje de
realizaciones a sus espaldas, el antiguo monje decidió regresar a Italia.
Apenas llegado a Cremona (15 de julio de 1148) pronunció la excomunión contra
Arnaldo de Brescia. Con tropas sicilianas pudo entrar en Roma, pero el ambiente
era tan hostil que juzgó preferible no permanecer en ella, retornando a su
residencia de Viterbo. En los años siguientes sería cada vez más frecuente esa
residencia de los papas fuera de Roma. La única esperanza de restaurar el orden
estaba en la presencia del emperador: Eugenio hizo planes para traer a Conrado
a Roma y coronarle. Pero había regresado éste tan maltrecho de la cruzada que
murió el 15 de febrero del mismo año.
El Imperio. Aunque Federico I de
Hohenstaufen (1152-1190), llamado Barbarroja, al comunicar su elección no
solicitó la confirmación, Eugenio la otorgó; confiaba en obtener alguna clase
de acuerdo que le permitiera establecerse sólidamente en Roma. También los
rebeldes romanos estaban atentos a lo que sucedía en Alemania; bastó la noticia
de que la Dieta de Würzburgo había acordado el viaje a Italia para que los
romanos abrieran sus puertas al papa. Pero antes de que se produjera la
coronación, Eugenio y Federico negociaron y concluyeron el importante tratado
de Constanza (23 marzo 1153). En él se fijaban los respectivos ámbitos de
soberanía y jurisdicción, utilizando términos del lenguaje feudal: honor
Ecclesiae y honor Imperii, como ha destacado P. Rassow \'7bHonor Imperii,
Darmstadt, 1961). Además, ambos se comprometieron a recíproca protección: el
emperador no negociaría con romanos ni con normandos, ni haría concesiones sin
consentimiento del papa, ni éste haría nada semejante con los que fuesen
contrarios al Imperio. Eugenio III murió antes de que el convenio comenzara a
surtir efecto.
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