Esteban IX (2 agosto 1057 - 29
marzo 1058)
La elección. La estrecha
vinculación entre el pontificado y el Imperio había conseguido no sólo hacer
viable la reforma de la sociedad cristiana, sino forlalecer la sede romana. A
juicio de Antón Michel (Humbert und Keruarios, Paderborn, 1925-1930), se había
pagado un precio muy alto: la división de la Iglesia en dos mitades, pues a
partir de este momento el papa sería cabeza únicamente de la Iglesia
occidental; la destitución de Cerulario no restablecería la unidad. En 1057,
uno de los depositarios que marcó aquella ruptura, Federico de Lorena, ceñía la
tiara. Según Giuseppe Alberico \'7bCardinalato e collegialitá: studi
sull’ecclesiologia tra l’IX e il XV secólo, Florencia, 1969), los cardenales
habían conseguido ser los únicos representantes del clero de Roma. Y ellos
protagonizaron un giro, todavía no muy brusco, pero que rompía la línea hasta
entonces seguida de solicitar del emperador un candidato: ellos le eligieron el
2 de agosto —de ahí que Federico de Lorena tomara el nombre de Esteban— sin que
se alterara en lo más mínimo la promesa de concordia. Inmediatamente después de
la elección, una legación presidida por Hildebrando viajó a Alemania para
comunicar el hecho a la regente Inés. Pero no se trataba ya de recabar una
autorización, sino de colocar a la corte ante los hechos consumados, pues el
día 3 de agosto Esteban IX había sido consagrado.
Derivaciones: la patada.
Hildebrando había recibido en este viaje otra misión: informarse de los graves
sucesos que estaban produciéndose en Milán, donde la reforma, unida a la
protesta por la mala conducta de los eclesiásticos, se estaba convirtiendo en
una revuelta en favor de la pobreza (pataria). Un sacerdote, Ariando de Varese,
y un noble, Landulfo Cotta, aparecían al frente del movimiento, cuyo extremismo
podía perjudicar la reforma. Esteban, entre tanlo, elevaba a san Pedro Damiano
al rango de obispo de Ostia y cardenal, lo que le situaba en una especie de
segundo puesto. J. Leclercq \'7bSaint Pierre Damien, cremite et homme d’Église,
Roma, 1960) explica cómo este gran motor de la reforma disentía de algunos
otros miembros del equipo en que consideraba imprescindible la colaboración del
emperador para llevar adelante el programa, En el extremo opuesto, Humberto de
Silva Candida, que a su regreso de España estaba componiendo el Adversas
simoniacos, estaba dando un paso adelante de gran significado: simonía era
cualquier intervención de laicos en nombramientos eclesiásticos y la reforma
tenía que coincidir con una radical independencia. Aunque parece que Esteban IX
compartía más el punto de vista del segundo que del primero, no quiso
prescindir de nadie dentro del equipo. La reforma parecía contar ahora con tres
puntos de apoyo: Hildebrando, Humberto y Pedro Damiano, cuyas opiniones no
coincidían en todo. Detrás estaba Godofredo el Barbudo, el hermano del papa, a
quien se encomendó el gobierno de la marca de Ancona y de Spoleto; unidos estos
dominios a Toscana, proporcionaban una plataforma militar.
Poco antes de morir, Esteban IX
recomendó a quienes le rodeaban que no procedieran a una nueva elección hasta
que Hildebrando hubiera regresado de su viaje. Y fue obedecido. Murió en
Florencia.
Nicolás II (6 diciembre 1058 - 19
o 26 julio 1061)
Elección en discordia. Hubo un
interregno. La nobleza romana, dirigida por Gregorio de Tusculum y Gerardo de
Galería, aprovechó la ausencia de los cardenales para intentar una recuperación
de su poder, haciendo aclamar por el pueblo a Juan, apodado Mincius, cardenal
obispo de Velletri, que tomó el nombre de Benedicto X. La elección podía
calificarse de prudente, pues Juan Mincius pertenecía al grupo de reformadores
y su nombre había sonado incluso entre los posibles papas. Como Pedro Damiano
se negó a consagrarlo, tuvo que acudir al arcipreste de Ostia. Los cardenales
que permanecían en Roma le negaron obediencia y fueron a reunirse en Florencia
con los demás miembros del colegio. Hildebrando había regresado y estaban en
marcha negociaciones con la regente Inés y con Godofredo de Lorena. Asegurados
estos apoyos se reunieron en Siena para elegir al obispo de Florencia, Gerardo,
que tomó el nombre de Nicolás II. Durante nueve meses pudo Benedicto X ejercer
en Roma funciones de papa. Un sínodo reunido en Sulri excomulgó a Juan Mincius,
despojándole de sus beneficios. Las tropas toscanas se encargaron de expulsarle
de Roma y, después, de poner cerco al castillo de Galera hasta conseguir que el
conde Gerardo le entregara. Bonifacio reconoció la legitimidad de la sentencia
contra él, se despojó de sus cargos y se retiró a una de las propiedades de la
familia. Los re formadores no se conformaron. Hildebrando se encargó de
conducirlo preso a Roma para ser sometido a juicio, mientras él protestaba de
que había sido elegido papa contra su voluntad. Considerado culpable, fue
degradado en ceremonia pública y encerrado en el hospicio de Santa Inés en la
vía Nomentana. El resultado de esta contienda era bien claro: los cardenales,
ausentes de Roma y sin consulta al pueblo, habían procedido a rechazar a un
candidato y elegir a otro, entronizándolo después. Decreto electoral. Esta
victoria y el cambio subsiguiente fueron confirmados en el sínodo romano de la
primavera de 1059 que aprobó el decreto Praeducens sint, determinando el
procedimiento que debía seguirse en la elección de papa. Constaba de tres
fases: primero, los cardenales obispos se reunirían para escoger un candidato;
luego comunicarían con los otros cardenales el resultado de su decisión; por
último, el electo sería presentado al pueblo para su aclamación. Antón Michel
(Papstwahl und Kónigsrecht, oder das Papstwahl-Konkordat von 1059, Munich,
1936) descubre en el documento un aspecto capital. En adelante, y como
resultado de los trabajos de Humberto de Silva Candida, el mecanismo electoral
se reducía a un colegio muy reducido de cardenales obispos y ni siquiera sería
necesario que se reuniesen en Roma. A pesar de que —sobre esto llama la
atención A. Fliche \'7bLa reforme grégorienne, I, París, 1924)— se introdujese
en el documento la fórmula de estilo, «salvo debito honore et reverentia
dilecti filii nostro Henrici», era evidente la intención de prescindir en
absoluto de la intervención del emperador o de sus representantes.
El decreto de 1059 establecía el
procedimiento de elección colegial que, con algunas variantes, ha perdurado
hasta nosotros. Esto no significa que se aplicara en todas las vacantes
posteriores. En aquel momento los cardenales eran 53, de los cuales 25 poseían
«título» sobre una de las iglesias romanas, y siete eran obispos suburbicarios
(Ostia, Porto, Albano, Santa Rufina o Silva Candida, Sabina, Frascati
—Tusculum— y Preneste —Palestrina—). En el mismo sínodo de 1059, al renovar los
cánones contra la simonía y el nicolaísmo se mencionó por vez primera una
condena de la «investidura», esto es, la entrega de un oficio eclesiástico por
parte de un laico a un clérigo. De momento, la nueva ley no se aplicó porque se
temía la reacción de los príncipes soberanos y especialmente del emperador.
Pero el principio jurídico se había establecido.
Había motivos sobrados para este
temor. Toda la estructura social y la de gobierno se apoyaban entonces en el
vasallaje, es decir, el principio contractual de una fidelidad personal a la
que se hacía coincidir con la libertad; fuera de ella sólo quedaban los siervos
o los semilibres. La idea de que existe una obligación pública, como de súbdito
a rey, general, había sido sustituida prácticamente y de manera universal por
esa obligación privada de vasallo a señor. Las iglesias, parroquiales o
episcopales, en cuanto que formaban parte del entramado social, se sujetaban a
ese principio mediante la investidura, un término que en principio significaba
la entrega de un beneficio por el señor al vasallo. Para el emperador la
cuestión era especialmente grave, ya que los vasallos eclesiásticos, célibes,
constituían el principal apoyo de su gobierno. Ahora los cánones del 1059 no
sólo le despojaban de su intervención en el nombramiento de papas (algo que
podía presentar como un poderoso servicio a la Iglesia, al liberar a su cabeza
de la opresión a que la sometieran las facciones romanas), sino que ponía en
peligro la estructura misma del Imperio. El sínodo había revelado, además,
cuánta energía acumulada tenían los reformadores: Berengario de Tours fue de
nuevo juzgado y obligado a firmar un texto en que se reconocía la presencia
real de Cristo en la eucaristía sin que se admitiesen tergiversaciones ni
simples disquisiciones dialécticas.
Acuerdo con los normandos. Para
prevenirse de una probable reacción imperial, Nicolás II, siguiendo los
consejos de Hildebrando y de Desiderio de Montecassino, decidió operar una
reconciliación plena con los normandos: en el sínodo de Melfi (agosto de 1059),
uno de los hijos de Tancredo de Hauteville fue investido como vasallo de la
sede romana en razón de su título de príncipe de Apulia y Calabria, con derecho
de conquista sobre Sicilia, en poder de los musulmanes. El primer servicio que
los normandos prestaron fue, precisamente, el asedio y rendición de Galería.
Nuevos sínodos, en 1060 y 1061, insistieron en sus sentencias contra la
simonía. Nicolás II envió legados a todos los países de Occidente para reclamar
el establecimiento de la liturgia romana, comunicar los decretos de reforma y
explicar los objetivos que con ella se perseguían. Pedro Damiano y Anselmo de
Lucca visitaron Milán, entrando en contacto directo con los «patarinos» y
buscando el modo de reducir a disciplina el movimiento. Guido, el arzobispo, y
sus clérigos, manifestaron que aceptaban plenamente la reforma; en un gesto
lleno de significado, el prelado compareció ante el sínodo romano de 1060,
recibiendo del papa el báculo y el anillo, como si considerara inválida o
insuficiente la anterior investidura que obtuviera de manos del emperador.
Sin embargo, cuando el cardenal
Esteban, a quien se confió la legación en Alemania, llegó a la corte de Enrique
IV, encontró un ambiente muy desfavorable. El arzobispo Annon de Colonia, que
había llegado a convertirse en uno de los principales consejeros, maniobró de
forma tal que el legado no fue recibido. Presagio de ruptura en torno a la
cuestión concreta de las investiduras laicas. En 1061 un sínodo de obispos
alemanes rechazó los decretos del 1059, excomulgó a Nicolás II y declaró nulos
sus actos. De modo que las espadas estaban en alto cuando la muerte del papa,
en Florencia, evitó lo que parecía un choque frontal.
Alejandro II (30 septiembre 1061
- 21 abril 1073)
El cisma de Cutíalo. La nobleza
romana envió una embajada a Enrique IV con las insignias de patricio, pidiendo
que, de nuevo, designara un papa sin tener en cuenta el decreto de Nicolás II.
La regente Inés y sus consejeros aceptaron la idea. Pero los cardenales,
guiados por Hildebrando, se adelantaron eligiendo el 30 de septiembre a Anselmo
de Lucca, un milanés, antiguo discípulo de Laníranco (1010-1089), que había
servido en la corte de Enrique III y figuraba, según C. Volante (La potaría
milanese e la riforma ecclesiastica, Roma, 1955), entre los fundadores del
movimiento de los patarinos. Como ya indicamos, era uno de los legados que restableció
la paz en Milán en 1060. Esta elección, efectuada por los cardenales según el
decreto de 1059, no fue consultada a la regente; los obispos alemanes, que
rechazaban el mencionado decreto, la consideraron ilegítima. A finales de
octubre de 1061, el canciller de Inés de Aquitania, reunió en Basilea a un
grupo de enemigos de la reforma, predominando los obispos lombardos, y procedió
a una nueva elección en favor de Pedio Cadalo, obispo de Verona, miembro de una
acaudalada familia alemana establecida desde hacía tiempo en Italia, el cual
tomó el nombre de Honorio III. En abril del 1062 pudo Honorio instalarse en
Roma, adonde llegó Godofredo de Toscana, en mayo, con instrucciones precisas:
ordenó a los dos electos que se retiraran a sus respectivas diócesis hasta que
el emperador decidiera quién era el más conveniente. Seguramente Alejandro II
temía que dicha decisión le fuera desfavorable.
lin este momento se produjo en
Alemania un golpe de Estado: estando la corte en Kenilworth, Annon de Colonia,
Otón de Nordheim y Egberto de Brunswick, se apoderaron de la persona de Enrique
IV y declararon terminada la regencia. Fue Annon (1010? - 1075), convertido
ahora en el principal de los consejeros, quien recomendó el cambio de política:
había que atraerse a Alejandro II y a su equipo de reformadores como un medio
para fortalecer la posición del futuro emperador. La experiencia demostraba que
el decreto de las investiduras seguía sin aplicarse y la estrecha alianza podía
ser un medio para que no se usase jamás. El reconocimiento vino acompañado, sin
embargo, de golpes de autoridad: un sínodo celebrado en Augsburgo se erigió en
arbitro de la disputa, examinando los Disceptatio synodalis; y fue Godofredo
quien, en 1063, y siguiendo las órdenes del emperador, se encargó de reinstalar
a Alejandro en Roma; finalmente el papa fue obligado a comparecer en mayo ante
un sínodo en Mantua, jurando en manos de Annon que su elección no era
simoníaca.
Se había logrado un acuerdo.
Según S. G. Borino (L’investidura laica del decreto di Nicolo II al decreto di
Gregorio VII, 1956), se apoyaba un principio pragmático: el decreto de las
investiduras laicas quedaba en suspenso y reducido a un plano teórico, al no
indicarse las penas en que incurrían los que fuesen de este modo posesionados.
El sínodo laterano del 1063, que endureció las normas al prohibir la asistencia
a misas celebradas por sacerdotes concubinarios, limitó la condena de las
investiduras a aquellos que las recibían sin permiso del ordinario. Por su
parte, Enrique IV renunció a sus demandas de divorcio respecto a Berta de
Turín, sometiéndose a las disposiciones pontificias.
Se amplía la reforma. Sin éxito,
hubo en estos años un intento de establecer contacto con el emperador de
Bizancio, Miguel VII (1071-1078). Los bizantinos perdieron entonces su última
posición en Italia, Bari, y encontrándose en grave peligro en su frontera
oriental, perdieron interés en las relaciones occidentales. Eran los normandos
los que ahora emprendían la reconquista de Sicilia.
El pontificado de Alejandro II se
prolongó el tiempo suficiente para que la reforma cuajara. Por medio de
legados, el papa iba tomando la dirección de los asuntos en los distintos
reinos. Directamente mostraba a los monjes la importancia del rezo en común,
estableciendo la misa comunitaria en cada centro, en la hora de tercia y como
culminación del oficio divino. Respondió a los regalos que le hiciera Roberto
Guiscardo (1015? -1085) a costa del botín de Sicilia, enviándole el estandarte
de san Pedro; este mismo estandarte ondeó en la batalla de Hastings cuando
Guillermo de Normandía logró la corona británica en 1066. Detrás de cada legado
y de cada relación política marchaba lo que podríamos llamar la nueva Iglesia.
Los reformadores, al difundir los
cánones aprobados en los sínodos, planteaban a los reyes un problema de muy
difícil solución: los obispados, las abadías y en algunos casos las iglesias
simples, poseían abundantes bienes materiales que constituían el patrimonio,
del que dependían para su existencia y su acción pastoral y benéfica; algunos
de dichos bienes eran de nuda propiedad («alodios»), pero en su mayor parte se
trataba de beneficios, es decir, feudos entregados a cambio de una relación de
vasallaje. Una solución simple, como hubiera sido la renuncia a tales feudos, cobrando
automáticamente independencia, resultaba imposible porque hubiera reducido a
los eclesiásticos a la impotencia. Los monasterios tenían un recurso supremo,
entrar en la «encomienda» directa de la sede romana, pero esto no estaba al
alcance de todos. En sentido contrario, la abundancia de bienes materiales
despertaba codicia: se buscaba el oficio episcopal o abacial no por su
ministerio, sino por su riqueza.
Primera cruzada. La península
ibérica estuvo mejor preparada para la reforma porque en ella el vasallaje,
aunque extendido, no había alcanzado la radicalidad de otras partes y porque
abundaban las inmunidades. Por eso el cardenal Hugo Cándido en su acción como
legado, cosechó abundantes éxitos. Por otra parte, el rey de Aragón, Sancho
Ramírez (1043-1094), que temía el empuje que desde dos fronteras podía
ejercerse sobre su reino, viajó a Roma para poner su persona y bienes al
servicio de la sede romana. Como un signo de cambio se adoptaría en su reino
desde 1071 la liturgia romana; no tardó en extenderse también a Castilla y
León. Siguiendo el ejemplo de Sicilia, se predicó desde Roma una especie de
guerra santa contra los musulmanes en 1064. Ésta fue la «cruzada de Barbastro»,
un precedente para las expediciones posteriores a Tierra Santa. Los combatientes
lucraban beneficios espirituales.
Milán, un conflicto. Apuntaba el
conflicto. Guido, arzobispo de Milán, impotente ante la pataria, decidió
renunciar a su mitra devolviendo a Enrique IV el báculo y el anillo con que
fuera investido por el emperador al comienzo de su pontificado. Y murió muy
poco después (23 de agosto de 1071). Enrique procedió de acuerdo con la
costumbre, nombrando a un clérigo de nombre Godofredo. Estalló la revuelta
colocándose al frente de la misma un noble, Erlembaldo, que enarbolaba el
estandarte del papa: los reformadores se reunieron y procedieron a elegir a
otro arzobispo, Aton. Como Enrique IV mantuviera su designación, Alejandro II,
en el último sínodo que presidió, en la Pascua de 1073, excomulgó a cinco
consejeros del monarca —aunque no al rey mismo— acusándoles de simonía. Una
grave disensión quedaba abierta en el momento de la muerte del papa.
Gregorio VII, san (22 abril 1073
- 25 mayo 1085)
Su
personalidad. De nuevo estamos ante uno de los grandes papas. Mientras se celebraban
los funerales de Alejandro II, se alzó el clamor popular, refrendado más tarde
por los cardenales, pidiendo a Hildebrando que fuera papa. No era sacerdote y
hubo de ser ordenado en mayo de 1073. Sin embargo, retrasó deliberadamente su
consagración hasta el 29 de junio a fin de que coincidiera con la fiesta del
Apóstol. Al tomar el nombre de Gregorio, legitimaba indirectamente al que fuera
su patrón, dimitido en Sutri. Figura de extraordinaria importancia es también,
lógicamente, muy controvertida. Para A. Fliche (La reforme grégorienne, II:
Gregoire VII, Lovaina, 1925; Saint Grégoire, París, 1920) se trata de la figura
más sobresaliente de su siglo, un santo de dimensiones capaces de cambiar el
mundo. En cambio, A. J. Macdonald (Hildebrand. A Ufe of Gregoire VIL Londres,
1932), expresando un punto de vista protestante, lo considera el personaje
nefasto que impidió, como en el caso de Berengario de Tours, las derivaciones
hacia la libertad. Esa contradicción sigue presente
en los historiadores, aunque probablemente traduce juicios subjetivos lejanos a
la realidad. Nos puede ayudar mucho la observación de J. P. Whitncy
(Hildebrandine Essays, Cambridge, 1932) en sus cinco profundos ensayos: sin
duda se ha otorgado demasiada importancia al enfrentamiento con Enrique IV,
descuidando otros aspectos mucho más importantes: la obra de Gregorio VII se
reflejó, en espacio y tiempo, sobre toda la cristiandad y únicamente así puede
entenderse; hasta 1081 los problemas del Imperio ocuparon tan sólo una parte de
su atención y fue después de esta fecha cuando se convirtieron en dominantes;
por último, es imprescindible tratar de comprender su obra desde las
coordenadas de pensamiento de su propia época.
Hijo de Bonizo, un toscano de
cierta fortuna aunque no noble, Hildebrando había nacido en Soana en una fecha
que debemos situar entre los años 1020 y 1025. Enviado por su familia a ser
educado en el monasterio de Santa María del monte Aventino, donde su tío era
abad, fue ordenado subdiácono e integrado en la capilla de Juan Graciano,
Gregorio VI, al que acompañó al destierro. A la muerte de éste, en el otoño de
1047, se recluyó en Cluny o en alguno de los monasterios de esta congregación.
León IX, como ya explicamos, le llamó a Roma para convertirlo en administrador
del tesoro y prior de San Pablo. Desde entonces es uno de los hombres de
confianza, motor de la reforma, que acumula experiencia de los negocios
públicos, sirve como legado en Francia (1054 y 1056) y Alemania (1057)
desempeñando el archidiaconado. En el momento de ceñir la tiara, heredaba un
conflicto con Enrique IV, cinco de cuyos consejeros estaban excomulgados. Es
importante señalar que conservó siempre un buen recuerdo de Enrique III, al que
los miembros del equipo consideraron, sin vacilaciones, como un modelo de
monarca reformador.
«Dictatus Papae». Gregorio VII
tenía trazada de antemano una línea de conducta que, apoyándose en las Falsas
Decretales, reivindicaba para la Sede Apostólica la primacía absoluta, la cual
debía traducirse en leyes. Existía una compilación de cánones que databa del
1050. Otras tres se redactaron después: Breviarium o Capitulares de Atton,
Collectio canonum de su antecesor, Anselmo de Lucca, y la Recopilación del
cardenal Deusdedit. De este modo, explica Paul Fournier \'7bLes collections
canoniques romaines á l’époque de Grégoire VII, París, 1918), se disponía de un
elenco completo que evitaba recurrir al Pseudo Isidoro y que abarcaba los
puntos esenciales: primado de Roma apoyado en el encargo de Jesús, elecciones
canónicas de acuerdo con la costumbre de la Iglesia, decretos contra simonía y
nicolaísmo, e inmunidad eclesiástica. Ellos venían a ser como los cinco pilares
de toda una obra. El rigor, a veces aspereza, con que el papa exigía el
sometimiento a tales principios, sin matices ni flexiones, puede ayudarnos a
comprender que en un momento de especial tensión, otro de los reformadores,
partidario de negociaciones sutiles y pausadas, llegara a llamarle «San
Satanás».
Sin embargo, pocas veces se
enfrenta el historiador con tanta claridad de pensamiento. Según K. Hoffmann
(Der Dictatus Papae Gregors VII; eine rechtsgeschichte Erklarung, Paderborn,
1933), las 27 proposiciones conocidas como Dictatus Papae (es difícil discernir
si se trata de un genitivo «del papa» o de un ilativo «para el papa») no tenían
otro objetivo que guiar, mediante principios apodícticos, el trabajo de los
canonistas. Entre ellas hay algunas cortantes como espadas: «Sólo el romano
pontífice debe ser llamado universal»; «El papa es el único cuyos pies besan
los príncipes»; «Tiene facultad para deponer a los emperadores»; «El papa no
puede ser juzgado por nadie»; «Puede desligar a los súbditos del juramento de
fidelidad prestado a los inicuos». El programa contenido en este documento
implicaba una auténtica revolución, pues destruía el núcleo esencial de la
estructura política, el vasallaje, reclamando para la Iglesia y sus clérigos
una completa desvinculación del mismo. No aspiraba a ningún poder, sino al
servicio: Cristo había puesto sobre los hombros de Pedro y sus sucesores la
tarea de guiar a los hombres hacia el verdadero fin de su existencia, que es la
salvación eterna, único bien absoluto, único necesario. Los dos poderes,
explica Elie Voosen (Papante et pouvoir civil á l’époque de Grégoire VII,
Gembloux, 1927), poseen el mismo origen, Dios, y por caminos distintos
persiguen la misma meta: pues quien pierde su alma pierde toda su existencia.
La dependencia de la fe es, en Gregorio VII, absoluta. Como consecuencia de
este planteamiento, el poder principal es el del espíritu, siendo
necesariamente el temporal subsidiario de éste y dependiente, para tener
legitimidad, de no perder de vista su sometimiento al fin esencial de la
salvación eterna. Porque el cristianismo no era para él una opinión, a la que
el hombre puede adherirse o no, sino la verdad absoluta a la que todos,
independientemente de su voluntad, se hallan sujetos, los santos para la
salvación, los pecadores para la eterna condenación. La Iglesia, que se ocupa
de las almas es, objetivamente, superior al Imperio, que sólo tiene el cuidado
de los cuerpos. El poder espiritual, custodio del orden moral, genera
autoridad; el temporal únicamente la recibe de aquél. Un emperador o príncipe
cualquiera, si rehuyera estos deberes o se opusiera a ellos, se convertiría en
tirano, servidor del diablo; se le debe convertir o, en caso extremo, suprimir.
Verdaderamente resulta en extremo difícil comprender este argumento desde una
mentalidad contemporánea.
Los sínodos. Con Hildebrando, la
reforma cluniacense, que trataba de modificar la existencia humana para
acercarla a Dios, se convierte en gregoriana que pretende la transformación de
las estructuras sociales. Elegido papa contra su voluntad («reluctanti
impositum est») este hombre de escasa estatura y voluntad de hierro, se sintió
convertido en instrumento del Espíritu Santo, cuya inspiración buscaba en la
oración contemplativa, como los monjes. Pero no intentaba reducir a la Iglesia
a una vida monástica. Sentía muy acuciante el amor al prójimo, el anhelo de
conseguir su salvación: esto explica las vacilaciones en relación con Enrique
IV que tanto le perjudicaron: no quería la destrucción, sino la conversión del
emperador. Cristo, verdadero hombre además de Dios, era el gran modelo a
imitar. Por encima del amor a los hombres san Gregorio colocaba el amor a la
Iglesia, que es la esposa de Cristo.
La reforma, organizada
sistemáticamente por los sínodos que se reunían todos los años a partir de
1073, no aparecía como algo nuevo: simonía, nicolaísmo e incluso investidura
laica, habían sido condenados sucesivamente a lo largo de un siglo,
protagonizando una lucha cuyo resultado comenzaba a inclinarse cada vez más en
favor del papa. Algunos colaboradores de Gregorio VII le reprocharon que iba
demasiado deprisa. La resistencia principal no vino de parte de los reyes, sino
de los obispos, que veían derruirse parte de su poder, obligados además a
cambiar de vida. El 25 de enero de 1075 escribió a Hugo de Cluny que estaba tan
decepcionado ante esta resistencia, que pedía a Jesús le enviase pronto la
muerte. Ese mismo año el abad de Pontoise, san Gualterio, que defendía ante el
sínodo de París la reforma con gran vehemencia, fue maltratado y llevado a
prisión por los soldados del rey Felipe I (1060-1108). El vigor de la
resistencia, que alteró seriamente la velocidad de la marcha, explica que al
final de su pontificado hubiera cierta sensación de fracaso: nada más engañoso.
Gregorio VII provocó el gran vuelco. Iba a permitir edificar a la Iglesia sobre
presupuestos nuevos y la autoridad pontificia que él construyó es precisamente
la que ha llegado hasta nosotros.
Condena de Berengario. Ante todo,
la doctrina. Berengario de Tours, que había sido condenado varias veces porque
seguía empeñado en decir que no sólo los accidentes sino también la sustancia
del pan y del vino permanecían después de la consagración, apeló a Roma
pidiendo una aclaración doctrinal. Fue juzgado en los sínodos de 1078 y 1079,
donde aceptó una fórmula que reconocía en la eucaristía la realidad sustancial
del cuerpo y de la sangre de Cristo. Reconciliado, el papa prohibió que se le
tratara como hereje. En el fondo, la pobreza del lenguaje teológico occidental
era responsable en parte de la confusión. Volvió a insistir en que el término
substancialiter inserto en la fórmula que él jurara, se refería a las especies
de pan y vino. Por eso tendría que comparecer ante otro sínodo en Burdeos
(1080), mostrando deseo de rectificar en aquello que se declarara erróneo.
Murió en la comunión de la Iglesia. Pero el episodio resultaba importante en un
aspecto: la Iglesia latina necesitaba desarrollar su trabajo intelectual. El
impulso a las escuelas y a los que en ellas profesaban, fue una de las
consecuencias de la reforma.
Hechos concretos. Las tres
cuestiones, simonía, concubinato e investidura laica, como se vio claramente en
el sínodo cuaresmal del 1075, estaban profundamente imbricadas, de modo que o
se las desarraigaba conjuntamente o la reforma fracasaría. El abad Ruperto
sintetizaba las investiduras en una frase: «non electione, sed donus regís
episcopus fiebat». Mientras la designación recayera en personas excelentes,
como había sido frecuente en tiempos de Enrique II, el mal no se revelaba en
toda su extensión. Geroch de Reichesberg nos dice que con la llegada de Enrique
IV al trono se había producido una terrible indisciplina: se buscaban
funcionarios eficientes y no santos. La medida era universal: el rey de Francia
nombraba directamente los obispos de Sens, Reims, Lyon, Bourges y, en general,
todos los que estaban en su patrimonio; en el resto del país lo hacían de uno u
otro modo los grandes señores feudales. Los compromisos adquiridos en virtud
del nombramiento, expresados a veces en dinero, obligaban a los titulares a
resarcirse con sus súbditos. Obispos y abades, con investidura laica, no se
diferenciaban ni siquiera en lo externo del resto de la jerarquía feudal:
también ellos vivían con sus mujeres e hijos. Se invocaba en Occidente el
ejemplo de la Iglesia griega, que consentía al clérigo casado antes de su
ordenación, conservar su familia.
Conviene no exagerar, dejándose
arrastrar por la propaganda que fue muy fuerte en esta contienda. Tenemos una
muchedumbre de obispos y abades ejemplares, dentro del sistema. Para
modificarlo y hacer presente su autoridad, Gregorio VII hizo un uso muy amplio
del nombramiento de legados: Hugo de Dye en Francia, Amando de Oleron en
Languedoc y la Marca Hispánica, Ricardo de San Víctor en España, Anselmo de
Lucca en Lombardía, Altmann de Passau en Alemania. Ellos procedieron a aplicar
los decretos sinodales. Estos nombramientos servían también para ampliar el
ámbito de presencia. Dinamarca, con nueve obispados, pagaba el «sueldo de san
Pedro», y Suecia se adhería definitivamente al cristianismo. Las relaciones de
Polonia, Bohemia y Hungría con Roma se hicieron constantes. Gregorio VII envió
a Zvonimir, de Croacia y Dalmacia, el vexillum Petri como a Roberto Guiscardo;
intervino en favor de Iziaslav de Kiev y de su propio hijo Jaropolk,
ayudándoles a recobrar el trono.
La reforma triunfó fácilmente en
España, donde la simonía y el nicolaísmo eran menos frecuentes, por medio de
los sínodos de Gerona (1078) y de Burgos (1080): la vieja liturgia mozárabe
cedió el paso a la romana y los monarcas españoles se vincularon muy
estrechamente al pontificado. Fueron grandes los avances en Francia, donde
nunca se llegó a una ruptura a pesar de que Felipe I, cuyas costumbres dejaban
mucho que desear, seguía practicando la investidura. Las relaciones con
Guillermo de Inglaterra, a través de Lanfranco de Canterbury, fueron cordiales,
y ello a pesar de que el rey en nada modificó su cerrado cesaropapismo, uno de
los más persistentes, prohibiendo incluso a los obispos acudir a Roma sin
licencia suya.
Amplios horizontes, crecimiento
de energía. Los obispos de Burdeos, Sens y Reims, fueron depuestos y
excomulgados sin que hubiera necesidad de recurrir a las leyes contra la
investidura laica. Europa estaba siendo ya la Cristiandad. Desde 1071,
destruido el ejército bizantino en la batalla de Manzikert, y percibiéndose los
grandes movimientos de agitación berberisca en el norte de África, pesaba sobre
ella una nueva amenaza. Gregorio VII, que había participado probablemente en
los preparativos de la cruzada de Barbastro, pensó en el desarrollo de una
guerra santa contra el Islam mediante dos expediciones, una hacia España, a
cuyo frente estaría Ebulo de Roucy, un hermano de Roberto Guiscardo, cuñado de
Sancho Ramírez de Aragón, y la otra en Anatolia para salvar al Imperio
bizantino. En 1074, respondiendo a una embajada de Miguel VII, envió a
Constantinopla a Domingo de Grado para proponer el plan: la recuperación de
Anatolia era cuestión de vida o muerte para Bizancio. Naturalmente el papa
esperaba lograr de este modo la unión de las dos Iglesias. La muerte de Miguel
VII —a quien sucede Nicéforo III (1078-1081) y en 1080 Alejo Comneno
(1081-1118)— y la oposición radical del patriarca, impidieron que esto cuajara.
Pero la idea fue recogida por Roberto Guiscardo y sus nobles normandos, bien
que ellos estaban pensando en una ampliación de su fuerza militar. Guiscardo
llegaría a apoderarse de Durazzo, pero sería expulsado tras una derrota.
Choque con Enrique IV. Todos los
proyectos se vieron afectados y a veces destruidos por el enfrentamiento con el
emperador. Enrique IV, embebido entonces en la necesidad de combatir la
revuelta de Sajonia, no manifestó ninguna inquietud ante el nombramiento de
Hildebrando. Éste se apresuró a enviar dos legados para comunicarlo, al tiempo
que aludían a la reforma. Los obispos alemanes se inquietaron y Liemaro de
Bremen viajó a Roma tratando de frenar la impetuosidad del nuevo papa.
Transcurrió más de un año. Las primeras cartas entre Gregorio y Enrique están
llenas de afecto y no parecen presagiar la ruptura ulterior: el 7 de diciembre
de 1074, cuando el papa comunicó a Enrique sus proyectos de guerra en Oriente,
a la que pensaba acudir, le dijo que, en caso tal, la Iglesia de Roma quedaría
bajo la custodia del emperador.
Pero en febrero de 1074 el sínodo
cuaresmal aprobaba un canon riguroso que incluía la investidura laica entre los
pecados de simonía y nicolaísmo, estableciendo además la pena correspondiente
que era deposición. B. B. Borino («II decreto di Gregorio VII contro le
investiture fu promúlgato nel 1075», Studi gregoriani, 1959-1961) parece haber
demostrado que dicha disposición fue inmediatamente promulgada en forma de
decreto imperativo: no era, por tanto —y así lo entendieron los obispos
alemanes—, un canon para la prudente matización en su empleo, sino un mandato
expreso. Enrique IV entendió que se trataba de un ataque a la propia estructura
del Imperio: sin obispos (acababa de nombrar a los de Spira, Lieja, Bambcrg,
Spoleto y Fermo por el método directo de la investidura laica), la fuerza
centrífuga de los príncipes territoriales quedaría sin contrapartida. Los
obispos lombardos, amenazados muy directamente por la pataria, compartían esta
actitud aunque por motivos personales. Mientras duró la rebelión sajona,
Enrique IV mostró una voluntad negociadora, aceptando incluso que se produjera
la primera deposición en el obispo de Bamberg.
Pero el 8 de junio de 1075 la
victoria le permitió afirmarse en el trono. Entonces decidió rechazar el
decreto: la chispa que permitió provocar el incendio fue el nombramiento de
Tedaldo como arzobispo de Milán. Uno de los seis consejeros imperiales
excomulgados por Alejandro II, el conde Eberhardo, estaba ahora combatiendo la
pataria y tratando de lograr un acuerdo con Roberto Guiscardo.
Enrique IV se engañó: llegó a
creer que la posición de su adversario ante la nobleza romana era débil y que
podía ser derribado por un movimiento interno. En la Navidad del 1075 se
produjo un atentado contra el papa, acaudillado por Cencio de Prefecto y otros
partidarios del antiguo antipapa Cándalo. Pero Gregorio, preso mientras
celebraba la misa, fue liberado por una fuerte reacción popular que le condujo
en triunfo hasta Santa María la Mayor, obligando a Cencio a huir hasta
refugiarse en la corte de Enrique. Por otra parte, Roberto Guiscardo estaba más
interesado en sostener la causa del papa que en aliarse peligrosamente con el
emperador, mientras que la marquesa Matilde de Toscana, con su marido, mostraba
una más que favorable actitud progrcgoriana (N. Grimaldi, La contessa Mathilde
e la sua stirpe feudale, Florencia, 1928). Hildebrando no quería la ruptura:
envió sus legados, que llegaron a Goslar el 1 de enero de 1076 e invitaron al
rey a que cediera en sus pretensiones. La respuesta de Enrique fue convocar a
la Dieta en Worms para el 24 de enero del mismo año.
Los personajes más
antigregorianos en esta Dieta fueron el antiguo legado en España, cardenal Hugo
Cándido, ahora excomulgado, y el obispo Guillermo de Utrech. Con la anuencia de
muchos prelados alemanes —luego se sumaron los de Lombardía—, todos de la
estricta obediencia de Enrique, se denunció la ilegitimidad de Hildebrando,
«falso monje», invitándole a que abandonara el solio. Esta conminación hubo de
transmitirla Rolando de Parma en el sínodo cuaresmal correspondiente a aquel
año. En medio de las naturales propuestas, Gregorio respondió excomulgando al
rey y desligando a sus subditos del juramento de fidelidad. No invitaba a una
nueva elección, sino que dejaba abierta la puerta a la reconciliación. Enrique
IV, que recibió la noticia en Utrech, donde pudo celebrar la Pascua sin
dificultad, anunció que en un nuevo sínodo a celebrar en Worms para la fiesta
de Pentecostés, se iba a proceder a la elección de un nuevo papa. Casi nadie
respondió ahora a su llamamiento. Una cosa era protestar contra un decreto y
otra muy distinta provocar un cisma.
Canosa. Algunos grandes
príncipes, Rodolfo de Suabia, Güelfo de Baviera y Bertondo de Carintia,
contando con numerosos apoyos, tomaron la decisión de reunirse en Tribur
(octubre 1076) en compañía de los legados Altmann de Passau y Sicardo de
Aquileia. Acordaron que, transcurrido el plazo de un año desde la excomunión,
si el rey no lograba reconciliarse con el papa, la Dieta, convocada para
Augsburgo el 2 de febrero de 1077, procedería a una nueva elección. Tras una
reiterada serie de sucesiones de padre a hijo, los príncipes reivindicaban
ahora la costumbre alemana de que el monarca es elegido por los príncipes que
representan las stamme que integran su nacionalidad. Sintiéndose en aquel
momento el más débil, Enrique decidió montar lo que, a juicio de la mayor parte
de los historiadores, no pasaba de ser una farsa, si bien Lino L. Ghirardini
(L’imperatore a Canossa, Parma, 1965; L’enigma di Canossa, Bolonia, 1968; Chi a
vinto in Canossa?, Bolonia, 1970) propone fijar la atención en un aspecto:
aquella humillación, por falsa que fuera, tenía que influir negativamente en el
prestigio del emperador. Gregorio fue invitado por los príncipes a presidir la
Dieta de Augsburgo.
En su viaje a Alemania el papa
alcanzó el castillo de Canosa, propiedad de Matilde. El emperador venía a su
encuentro. En tres días sucesivos (25
a 28 enero 1077) compareció Enrique en hábito de
penitente, y permaneció ante las puertas cerradas. Los ruegos de Hugo de Cluny,
Adelaida de Saboya y la propia Matilde, hicieron que, al final, el papa
accediera a recibirle restableciendo la comunión bajo dos condiciones: dar
satisfacción a las querellas de los príncipes y otorgar al papa un
salvoconducto, cuando debiera ir a Alemania. Moralmente la penitencia de Canosa
era una victoria del papa: a sus brazos llegaba el arrepentido emperador.
Políticamente el éxito correspondía a Enrique IV, que recibía la legitimación
de su poder. Así sucedió que cuando los príncipes, decepcionados —ninguna
satisfacción se les había ofrecido—, procedieron a elegir a Rodolfo de Suabia
como rey en Forcheim, cerca de Bamberg (marzo de 1077), Gregorio ordenó a los
legados que se mantuvieran neutrales.
Segunda excomunión. Las fuertes
convicciones religiosas (lograr el arrepentimiento del pecador y no su muerte)
habían decidido Canosa. Esas mismas dictaban ahora la conducta del papa: entre
dos pretendientes, a él correspondía juzgar sobre su legitimidad. En el fondo,
ninguno de los dos bandos en lucha deseaba que llegara a producirse un
arbitraje, pues sin la menor duda vendría acompañado de fuertes concesiones a
la Sede Apostólica. Dos legados, los obispos de Albano y de Padua,
respectivamente, comenzaron a recoger la información necesaria, pero Enrique
les prohibió incluso el viaje: estaba dominando la rebelión de los príncipes y
comenzaba la confiscación de bienes a sus enemigos. Ante el incumplimiento de
las condiciones de Canosa, y la negativa a aceptar los legados, unidos al
concreto rechazo a suprimir la encomienda que pesaba sobre la abadía de Hirsau,
Gregorio volvió a pronunciar la excomunión durante el sínodo cuaresmal del 7 de
marzo de 1080.
El 25 de junio del mismo año un
sínodo de 30 obispos alemanes y lombardos, reunido en Brixen, condenó a
Gregorio como culpable de herejía, magia, simonía y pacto diabólico,
proponiendo para sustituirle a Guiberto, obispo de Rávena. La pugna, convertida
ahora en doctrinal, dio origen a numerosos opúsculos de propaganda. El 15 de
octubre de 1080 murió Rodolfo de Suabia, y aunque los rebeldes eligieron para sustituirle
a Hermann de Salm, su bando se había debilitado lo suficiente como para no
causar inquietudes al rey, que comenzó a preparar su expedición a Italia.
Enrique celebró en Verona la Pascua de 1081 y se hizo coronar en Milán como
soberano de los lombardos. Combatiendo, llegó hasta Roma, que sufrió dos
asedios, en 1081 y 1082. San Hugo de Cluny trató de mediar entre los dos bandos
aunque sin resultado. Desde el 1083 los imperiales eran dueños de San Pedro y
de la ciudad leonina, pero hasta el 21 de marzo de 1084 no consiguieron cruzar
el río tomando el resto al asalto. Tres días más tarde Guiberto de Rávena,
elegido por el clero y el pueblo, era consagrado papa Clemente III y procedía a
la coronación del emperador (31 de marzo). Entonces acudieron los normandos de
Roberto Guiscardo que rescataron a Gregorio VII, refugiado en Sant’Angelo, y se
lo llevaron a Salerno. Detrás quedaba Roma, víctima de saqueos e incendios;
algunos cardenales que hasta entonces siguieran a Hildebrando, se pasaron al
bando del emperador. Y Gregorio VII murió el 25 de mayo de 1085, pronunciando
las palabras del Salmo: «amé la justicia y aborrecí la iniquidad». Ese mismo
día las tropas cristianas entraban en Toledo.
Hasta el día de su muerte, el 8
de septiembre del año 1100, Guiberto, pariente de los margraves de Canosa,
seguía titulándose papa. Curiosamente se trataba de uno de los amigos de
juventud de Hildebrando, que mucho influyera sobre Alejandro II para que le
consagrara obispo. Ambos se distanciaron luego por razones de política: para
Guiberto de Rávena la reforma tenía que hacerse a través del emperador, no en
contra suya. Cuando los normandos ocuparon Roma, él se retiró a su sede
ravennata, que no había abandonado. Nunca careció de partidarios. Nunca,
tampoco, logró el reconocimiento más allá de un determinado círculo.
Víctor III, san (24 mayo 1086 -
16 septiembre 1087)
Gregorio VII había recomendado
tres nombres para su sucesión: Anselmo de Lucca, Hugo de Lyon y Eudes de Ostia,
pero los cardenales prefirieron a Desiderio (Danfari), abad de Montecassino,
porque era un hombre pacífico que en 1082 incluso había sufrido temporal
excomunión por su empeño en llegar a una paz negociada. Contaba casi sesenta
años y desde 1058 se hallaba al frente de la famosa abadía cuyas rentas, prestigio
y biblioteca incrementó extraordinariamente. En 1059 fue nombrado presbítero
cardenal y vicario de todos los monasterios del sur de Italia. En calidad de
tal logró la reconciliación de Roberto Guiscardo con la sede romana. Acogió al
papa cuando éste huía de Roma, brindándole hospitalidad en su monasterio, y
estuvo luego a su lado en el momento de la muerte. Jordano, príncipe de Capua,
influyó cerca de los cardenales en su favor.
Consciente de la oposición que su
nombramiento despertaba entre los gregorianos más radicales, Víctor se retiró a
Montecassino, reasumiendo las funciones de abad, y sólo aceptó ser papa después
de que un sínodo reunido en Capua así lo acordara. El 9 de mayo de 1087,
liberada finalmente la ciudad leonina por los normandos, pudo ser consagrado.
Entonces convocó el sínodo de Benevento, donde fue ratificada la excomunión de
Enrique IV. Enfermo, débil y condescendiente, residió muy poco tiempo en Roma.
Sin embargo, fue precisamente en este momento cuando los genoveses y pisanos formando
parte de la milicia romana, llevaron a cabo la conquista de Mehdia, en el norte
de África: el botín de guerra fue invertido en la catedral de Pisa. La reacción
ofensiva en el Mediterráneo ya no se detendría. Víctor III murió en
Montecassino.
Urbano II (12 marzo 1088 - 29
julio 1099)
Elección. Clemente III se
mantenía aún en Roma cuando los cardenales, reunidos en Terracina, procedían a
elegir a Eudes, obispo de Ostia, antiguo prior de Cluny. Se trataba del primer
papa francés, nacido en noble cuna, hacia el 1035, en Chátillon-sur-Marne (L.
Paulot, Un pape franeáis: Urbain II, París, 1903). Educado por san Bruno de
Reims, había llegado a ser arcediano de esta catedral antes de ingresar en
Cluny. De allí le trajo Gregorio VII para convertirle en cardenal obispo de
Ostia (1080), cargo que ostentó sin cambiar su condición monástica. Formó,
pues, en el equipo de reformadores gregorianos. Como legado en Alemania, había
presidido el sínodo de Quedlimburgo (Sajorna), donde pronunció oficialmente la
excomunión de Clemente III. A. Becker (Papst Urban II, 1088-1099, 2 vols.,
Stuttgart, 1964) destaca que, aun manteniendo el rigor doctrinal de san
Gregorio VII, su gobierno significó un cambio radical hacia la negociación, la
cual permitió a la reforma triunfar.
La doctrina. En un libro ya
clásico de Karl Miret (Die Publizistik im Zeitalter Gregors Vil, Leipzig, 1894)
quedó demostrado cómo, en los años clave de esta década de los ochenta, en el
siglo xi, la querella entre el emperador y el papa generó un profundo debate
intelectual: se conservan más de un centenar de escritos, la mitad
aproximadamente de cada bando, en que se presentan y discuten los argumentos
encontrados. Alguno de los antigregorianos, como el cardenal Benon o el obispo
Benzo de Alba, son meramente injuriosos, pero hay algunos como el De unitate
Ecclesiae conservando de un anónimo monje de llirsfeld, y los tratados de Pedro
Crasso y Guido de Ferrara, que plantean la cuestión de fondo que permanecería a
lo largo de toda la Edad Media: perteneciendo la soberanía a la comunidad
política, un rey, aceptado por ésta y debidamente establecido en el trono, no
puede ser depuesto; en consecuencia, pues, la reforma gregoriana constituía un
atentado al orden social y político y, en definitiva, a la propia Iglesia. Por
su parte, los gregorianos, como Gerhard de Salzburgo, Bernoldo de San Blas o
Manegoldo de Lautenbach, lo mismo que el ya mencionado cardenal Deusdedit,
preferían apoyarse en los cánones: es la ley, tomando su inicio en las
Decretales, la que forma el nervio de la Iglesia y garantiza su libertad.
Desde este punto de vista era
indudable que la reforma no podía triunfar sino a través del entramado
legislativo que nace de la propia Iglesia. Y ésa fue la vía que escogió Urbano
II. Mientras reunía en Melfi (septiembre del 1089) un sínodo para renovar las
sentencias canónicas contra la simonía, el nicolaísmo y la investidura laica,
enviaba instrucciones a su legado en Alemania, Gebhard de Constanza, a fin de
que se mostrara en la práctica generoso: el rigor de la ley es compatible con
la misericordia hacia el reo. Aceptó al arzobispo de Milán como legítimo, a
pesar de haber recibido el báculo y el anillo de manos del rey, porque su
elección había sido correcta. Y dio facilidades para que continuasen en su ministerio
los sacerdotes ordenados por obispos simoníacos o que hubiesen seguido el cisma
cuando alegaban ignorancia.
Victoria de Urbano. Durante su
ocupación de Roma, Clemente III celebró un sínodo en el cual fueron renovadas
las sentencias contra la simonía y el nicolaísmo, pero se guardó un escrupuloso
silencio en relación con las investiduras laicas. Contando con el apoyo
normando, Urbano se instaló en la isla del Tíber (San Bartolomeo in Insola en
la actualidad) y consiguió expulsar de la ciudad a su rival en junio de 1089.
Preparaba entonces una jugada política de largo alcance: el matrimonio de la
marquesa Matilde, viuda de 43 años, con Welfo V, heredero de Baviera, que sólo
contaba 17. Serían la base de un amplio movimiento al que habría de sumarse Roger
(1091-1127), rey de Sicilia y Nápoles, sucesor de Roberto Guiscardo, que en
Amalfi renovó de forma fuerte el vasallaje. Ese mismo año también Sancho
Ramírez de Aragón convertiría en vasallaje su dependencia de Roma. Desde 1091
Sicilia quedaría enteramente libre de musulmanes. Un acuerdo entre el papa y
Alejo Comneno, que esperaba la movilización de fuerzas auxiliares en Occidente,
garantizó a Urbano de un posible entendimiento entre los dos Imperios.
Tan amplia maniobra diplomática
obligó a Enrique IV a regresar a Italia: entonces se apoderó de Mantua y
amenazó los dominios del Patrimonium. En 1092 sus tropas le hicieron dueño de
Roma, obligaron a Urbano II a huir, y restauraron a Clemente III. Poco duraron
las victorias. El ejército alemán, sujeto a un fuerte desgaste, fue derrotado
por las tropas de Matilde en las inmediaciones de Canosa, y Enrique IV se vio
obligado a retirarse a Verona, donde quedó bloqueado. Estallaban por todas
partes rebeliones: cinco ciudades lombardas, agrupadas en torno a Milán, tomaron
la iniciativa de constituir una liga. El propio hijo de Enrique IV, Conrado, se
alzó contra su padre, haciéndose coronar rey de Lombardía. En el invierno de 1093 a 1094, nuevamente
Urbano II era dueño de Roma: mediante sobornos consiguió que le fuesen
entregados el palacio de Letrán y el castillo de Sant’Angelo. Desde Roma renovó
los poderes de Hugo de Lyon como legado en Francia y envió el pallium al nuevo
arzobispo de Toledo, Bernardo de Salvetat, un cluniacense procedente de
Sahagún, que pudo desde entonces considerarse primado de España. Las relaciones
con Alfonso VI (1072-1109), que recibía auxilios desde Europa, eran excelentes.
Hasta 1097 no podría Enrique
regresar a Alemania y restablecer su poder. En este tiempo Felipe I de Francia
era excomulgado por Hugo de Dye por una razón puramente privada: el pecado de
adulterio. Con un rey fuera de combate fue posible acelerar la marcha de la
reforma en Francia, suprimiendo a la vez la simonía y la investidura (A.
Becker, Studien zur Investiturproblem in Frankreich. Papstum,
Kónigtum und Episkopat im Zeitalter der gregorianischen Kirchenreform,
Sarrebruck, 1955). Guillermo II de Inglaterra
(1087-1100) que, para fortalecer su dominio sobre la Iglesia, había tratado de
mantenerse indiferente entre Clemente y Urbano y, durante cuatro años, forzado
una vacante en la sede primada de Canterbury, tuvo al final que rendirse
nombrando a Anselmo abad de Bec, para ocupar la vacante. San Anselmo
(1093-1109) sería la figura clave de la reforma británica. Obligó a reconocer a
Urbano y rechazó abiertamente las demandas de los obispos reunidos en
Rockingham que, en un precedente de lo que llegaría a ser el anglicanismo,
pretendían establecer el principio de que los miembros de la Iglesia deben
antes obediencia al rey que al papa.
Clermont Ferrand. Firme ya en
Roma, Urbano decidió entonces emprender el gran viaje que, según Rene Crozet
(«Le voyage d’Urbain II et ses negotiations avec le clergé de la France
(1095-1096)», R. K, CLXXIX, 1937) debía convertirle en la primera autoridad de
Europa, con un emperador eclipsado, envuelto en revueltas, un rey excomulgado y
otros monarcas sometidos de grado o por fuerza a la enorme influencia de Roma.
El 1 de marzo de 1095 inauguró el sínodo de Piacenza con más de 4.000 clérigos
y 30.000 laicos llegados de todas partes; ante él compareció Práxedes, la
esposa de Enrique IV, acusándole de deshonestidades. Se renovaron en esta magna
asamblea las sentencias contra Clemente III y se recibió cordialmente a los
embajadores de Alejo Comneno, que solicitaba abiertamente la ayuda. En cierto
modo el papa se comprometió a procurarla. Por Cremona y Milán, Urbano llegó a
Valence y comenzó a ocuparse de los problemas de Francia. Además de las
acostumbradas sentencias contra la simonía y el concubinato, se extendieron a
todo el sur de Francia los preceptos de la Paz y la Tregua de Dios. Hizo un
alto en Le Puy, cuyo obispo, Adhemar de Montreuil, que acababa de regresar de
Jerusalén, le explicó cuál era la situación de los cristianos en Tierra Santa.
El 25 de octubre de aquel año intenso estaba de nuevo en Cluny, consagrando el
altar mayor de la basílica. El 18 de noviembre inauguraba otro gran concilio,
en Clermont Ferrand.
Esta asamblea estaba destinada a
ser el motor de la reforma en Francia: la excomunión de Felipe I fue renovada,
con una afirmación de la doctrina acerca del matrimonio; se acompañaron las
acostumbradas disposiciones acerca de la reforma eclesiástica y por primera vez
se llegó al fondo mismo de la cuestión prohibiendo a los clérigos cualquier
relación de vasallaje en relación con los laicos. Y el 27 de noviembre,
saliendo a la plaza, hizo un llamamiento a los caballeros para que, formando un
ejército, acudiesen al socorro de Bizancio. Así se puso en marcha la gran
cruzada. Urbano II advirtió a los españoles que no debían participar porque
«su» cruzada estaba en la frontera de sus reinos, amenazada por los
almorávides. Terminado el concilio, el papa emprendió el regreso haciendo
etapas en Poitiers, Burdeos, Toulouse, Nimes, Pavía y Milán, y siendo recibido
en todas partes con indescriptible entusiasmo. El papa era ya, verdaderamente,
cabeza de la cristiandad; en esta condición pudo presidir en enero de 1097 el
sínodo en Letrán.
La gran cruzada. En este momento
se incorporó a la corte pontificia san Anselmo de Canterbury; se había visto
obligado a huir porque no podía contener las ingerencias de Guillermo II.
Urbano retuvo junto a sí al gran teólogo, pero le disuadió de renunciar a la
mitra, como pretendía. La decisión de enfrentarse al cesaropapismo inglés fue
demorada (el problema se disolvería en 1100 con la muerte de Guillermo) porque
la cruzada era más importante. De ella esperaba el papa, mediante la salvación
de Bizancio, un restablecimiento de la unidad entre las Iglesias. Cuando ya las
unidades de caballeros cruzaban, por tierra y por mar, los caminos de Europa,
se celebraba un sínodo en Bari (1089) con la asistencia de los griegos, a
quienes san Anselmo, con una expresión teológica más rica, pudo convencer de la
corrección de la doctrina occidental acerca de la doble procesión del Espíritu
Santo. Los choques entre caballeros cruzados y autoridades bizantinas, en
divergencia profunda respecto a los verdaderos objetivos de la cruzada,
impidieron que se llegase a la unión en el preciso momento en que se había
conseguido superar el escollo más difícil. Cuando Urbano II murió hacía dos
semanas que los occidentales eran dueños de Jerusalén.
Urbano II recogió los frutos de
la política de Gregorio VII: una gran monarquía espiritual se alzaba ahora en
Europa. Por vez primera encontramos en una bula de 1089 el término «curia» para
designar el organismo central que gobernaba esa cristiandad; dentro de ella se
menciona un camerarius que era el encargado de administrar las rentas. Curia y
Cámara apostólica eran dos organismos destinados a servir de modelo a las
monarquías temporales en su camino hacia las primitivas formas de Estado.
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