jueves, 16 de marzo de 2017

Diccionario de Papas y Concilios (Años 1057-1099)

Esteban IX (2 agosto 1057 - 29 marzo 1058)
La elección. La estrecha vinculación entre el pontificado y el Imperio había conseguido no sólo hacer viable la reforma de la sociedad cristiana, sino forlalecer la sede romana. A juicio de Antón Michel (Humbert und Keruarios, Paderborn, 1925-1930), se había pagado un precio muy alto: la división de la Iglesia en dos mitades, pues a partir de este momento el papa sería cabeza únicamente de la Iglesia occidental; la destitución de Cerulario no restablecería la unidad. En 1057, uno de los depositarios que marcó aquella ruptura, Federico de Lorena, ceñía la tiara. Según Giuseppe Alberico \'7bCardinalato e collegialitá: studi sull’ecclesiologia tra l’IX e il XV secólo, Florencia, 1969), los cardenales habían conseguido ser los únicos representantes del clero de Roma. Y ellos protagonizaron un giro, todavía no muy brusco, pero que rompía la línea hasta entonces seguida de solicitar del emperador un candidato: ellos le eligieron el 2 de agosto —de ahí que Federico de Lorena tomara el nombre de Esteban— sin que se alterara en lo más mínimo la promesa de concordia. Inmediatamente después de la elección, una legación presidida por Hildebrando viajó a Alemania para comunicar el hecho a la regente Inés. Pero no se trataba ya de recabar una autorización, sino de colocar a la corte ante los hechos consumados, pues el día 3 de agosto Esteban IX había sido consagrado.
Derivaciones: la patada. Hildebrando había recibido en este viaje otra misión: informarse de los graves sucesos que estaban produciéndose en Milán, donde la reforma, unida a la protesta por la mala conducta de los eclesiásticos, se estaba convirtiendo en una revuelta en favor de la pobreza (pataria). Un sacerdote, Ariando de Varese, y un noble, Landulfo Cotta, aparecían al frente del movimiento, cuyo extremismo podía perjudicar la reforma. Esteban, entre tanlo, elevaba a san Pedro Damiano al rango de obispo de Ostia y cardenal, lo que le situaba en una especie de segundo puesto. J. Leclercq \'7bSaint Pierre Damien, cremite et homme d’Église, Roma, 1960) explica cómo este gran motor de la reforma disentía de algunos otros miembros del equipo en que consideraba imprescindible la colaboración del emperador para llevar adelante el programa, En el extremo opuesto, Humberto de Silva Candida, que a su regreso de España estaba componiendo el Adversas simoniacos, estaba dando un paso adelante de gran significado: simonía era cualquier intervención de laicos en nombramientos eclesiásticos y la reforma tenía que coincidir con una radical independencia. Aunque parece que Esteban IX compartía más el punto de vista del segundo que del primero, no quiso prescindir de nadie dentro del equipo. La reforma parecía contar ahora con tres puntos de apoyo: Hildebrando, Humberto y Pedro Damiano, cuyas opiniones no coincidían en todo. Detrás estaba Godofredo el Barbudo, el hermano del papa, a quien se encomendó el gobierno de la marca de Ancona y de Spoleto; unidos estos dominios a Toscana, proporcionaban una plataforma militar.
Poco antes de morir, Esteban IX recomendó a quienes le rodeaban que no procedieran a una nueva elección hasta que Hildebrando hubiera regresado de su viaje. Y fue obedecido. Murió en Florencia.


Nicolás II (6 diciembre 1058 - 19 o 26 julio 1061)
Elección en discordia. Hubo un interregno. La nobleza romana, dirigida por Gregorio de Tusculum y Gerardo de Galería, aprovechó la ausencia de los cardenales para intentar una recuperación de su poder, haciendo aclamar por el pueblo a Juan, apodado Mincius, cardenal obispo de Velletri, que tomó el nombre de Benedicto X. La elección podía calificarse de prudente, pues Juan Mincius pertenecía al grupo de reformadores y su nombre había sonado incluso entre los posibles papas. Como Pedro Damiano se negó a consagrarlo, tuvo que acudir al arcipreste de Ostia. Los cardenales que permanecían en Roma le negaron obediencia y fueron a reunirse en Florencia con los demás miembros del colegio. Hildebrando había regresado y estaban en marcha negociaciones con la regente Inés y con Godofredo de Lorena. Asegurados estos apoyos se reunieron en Siena para elegir al obispo de Florencia, Gerardo, que tomó el nombre de Nicolás II. Durante nueve meses pudo Benedicto X ejercer en Roma funciones de papa. Un sínodo reunido en Sulri excomulgó a Juan Mincius, despojándole de sus beneficios. Las tropas toscanas se encargaron de expulsarle de Roma y, después, de poner cerco al castillo de Galera hasta conseguir que el conde Gerardo le entregara. Bonifacio reconoció la legitimidad de la sentencia contra él, se despojó de sus cargos y se retiró a una de las propiedades de la familia. Los re formadores no se conformaron. Hildebrando se encargó de conducirlo preso a Roma para ser sometido a juicio, mientras él protestaba de que había sido elegido papa contra su voluntad. Considerado culpable, fue degradado en ceremonia pública y encerrado en el hospicio de Santa Inés en la vía Nomentana. El resultado de esta contienda era bien claro: los cardenales, ausentes de Roma y sin consulta al pueblo, habían procedido a rechazar a un candidato y elegir a otro, entronizándolo después. Decreto electoral. Esta victoria y el cambio subsiguiente fueron confirmados en el sínodo romano de la primavera de 1059 que aprobó el decreto Praeducens sint, determinando el procedimiento que debía seguirse en la elección de papa. Constaba de tres fases: primero, los cardenales obispos se reunirían para escoger un candidato; luego comunicarían con los otros cardenales el resultado de su decisión; por último, el electo sería presentado al pueblo para su aclamación. Antón Michel (Papstwahl und Kónigsrecht, oder das Papstwahl-Konkordat von 1059, Munich, 1936) descubre en el documento un aspecto capital. En adelante, y como resultado de los trabajos de Humberto de Silva Candida, el mecanismo electoral se reducía a un colegio muy reducido de cardenales obispos y ni siquiera sería necesario que se reuniesen en Roma. A pesar de que —sobre esto llama la atención A. Fliche \'7bLa reforme grégorienne, I, París, 1924)— se introdujese en el documento la fórmula de estilo, «salvo debito honore et reverentia dilecti filii nostro Henrici», era evidente la intención de prescindir en absoluto de la intervención del emperador o de sus representantes.
El decreto de 1059 establecía el procedimiento de elección colegial que, con algunas variantes, ha perdurado hasta nosotros. Esto no significa que se aplicara en todas las vacantes posteriores. En aquel momento los cardenales eran 53, de los cuales 25 poseían «título» sobre una de las iglesias romanas, y siete eran obispos suburbicarios (Ostia, Porto, Albano, Santa Rufina o Silva Candida, Sabina, Frascati —Tusculum— y Preneste —Palestrina—). En el mismo sínodo de 1059, al renovar los cánones contra la simonía y el nicolaísmo se mencionó por vez primera una condena de la «investidura», esto es, la entrega de un oficio eclesiástico por parte de un laico a un clérigo. De momento, la nueva ley no se aplicó porque se temía la reacción de los príncipes soberanos y especialmente del emperador. Pero el principio jurídico se había establecido.
Había motivos sobrados para este temor. Toda la estructura social y la de gobierno se apoyaban entonces en el vasallaje, es decir, el principio contractual de una fidelidad personal a la que se hacía coincidir con la libertad; fuera de ella sólo quedaban los siervos o los semilibres. La idea de que existe una obligación pública, como de súbdito a rey, general, había sido sustituida prácticamente y de manera universal por esa obligación privada de vasallo a señor. Las iglesias, parroquiales o episcopales, en cuanto que formaban parte del entramado social, se sujetaban a ese principio mediante la investidura, un término que en principio significaba la entrega de un beneficio por el señor al vasallo. Para el emperador la cuestión era especialmente grave, ya que los vasallos eclesiásticos, célibes, constituían el principal apoyo de su gobierno. Ahora los cánones del 1059 no sólo le despojaban de su intervención en el nombramiento de papas (algo que podía presentar como un poderoso servicio a la Iglesia, al liberar a su cabeza de la opresión a que la sometieran las facciones romanas), sino que ponía en peligro la estructura misma del Imperio. El sínodo había revelado, además, cuánta energía acumulada tenían los reformadores: Berengario de Tours fue de nuevo juzgado y obligado a firmar un texto en que se reconocía la presencia real de Cristo en la eucaristía sin que se admitiesen tergiversaciones ni simples disquisiciones dialécticas.
Acuerdo con los normandos. Para prevenirse de una probable reacción imperial, Nicolás II, siguiendo los consejos de Hildebrando y de Desiderio de Montecassino, decidió operar una reconciliación plena con los normandos: en el sínodo de Melfi (agosto de 1059), uno de los hijos de Tancredo de Hauteville fue investido como vasallo de la sede romana en razón de su título de príncipe de Apulia y Calabria, con derecho de conquista sobre Sicilia, en poder de los musulmanes. El primer servicio que los normandos prestaron fue, precisamente, el asedio y rendición de Galería. Nuevos sínodos, en 1060 y 1061, insistieron en sus sentencias contra la simonía. Nicolás II envió legados a todos los países de Occidente para reclamar el establecimiento de la liturgia romana, comunicar los decretos de reforma y explicar los objetivos que con ella se perseguían. Pedro Damiano y Anselmo de Lucca visitaron Milán, entrando en contacto directo con los «patarinos» y buscando el modo de reducir a disciplina el movimiento. Guido, el arzobispo, y sus clérigos, manifestaron que aceptaban plenamente la reforma; en un gesto lleno de significado, el prelado compareció ante el sínodo romano de 1060, recibiendo del papa el báculo y el anillo, como si considerara inválida o insuficiente la anterior investidura que obtuviera de manos del emperador.
Sin embargo, cuando el cardenal Esteban, a quien se confió la legación en Alemania, llegó a la corte de Enrique IV, encontró un ambiente muy desfavorable. El arzobispo Annon de Colonia, que había llegado a convertirse en uno de los principales consejeros, maniobró de forma tal que el legado no fue recibido. Presagio de ruptura en torno a la cuestión concreta de las investiduras laicas. En 1061 un sínodo de obispos alemanes rechazó los decretos del 1059, excomulgó a Nicolás II y declaró nulos sus actos. De modo que las espadas estaban en alto cuando la muerte del papa, en Florencia, evitó lo que parecía un choque frontal.
Alejandro II (30 septiembre 1061 - 21 abril 1073)
El cisma de Cutíalo. La nobleza romana envió una embajada a Enrique IV con las insignias de patricio, pidiendo que, de nuevo, designara un papa sin tener en cuenta el decreto de Nicolás II. La regente Inés y sus consejeros aceptaron la idea. Pero los cardenales, guiados por Hildebrando, se adelantaron eligiendo el 30 de septiembre a Anselmo de Lucca, un milanés, antiguo discípulo de Laníranco (1010-1089), que había servido en la corte de Enrique III y figuraba, según C. Volante (La potaría milanese e la riforma ecclesiastica, Roma, 1955), entre los fundadores del movimiento de los patarinos. Como ya indicamos, era uno de los legados que restableció la paz en Milán en 1060. Esta elección, efectuada por los cardenales según el decreto de 1059, no fue consultada a la regente; los obispos alemanes, que rechazaban el mencionado decreto, la consideraron ilegítima. A finales de octubre de 1061, el canciller de Inés de Aquitania, reunió en Basilea a un grupo de enemigos de la reforma, predominando los obispos lombardos, y procedió a una nueva elección en favor de Pedio Cadalo, obispo de Verona, miembro de una acaudalada familia alemana establecida desde hacía tiempo en Italia, el cual tomó el nombre de Honorio III. En abril del 1062 pudo Honorio instalarse en Roma, adonde llegó Godofredo de Toscana, en mayo, con instrucciones precisas: ordenó a los dos electos que se retiraran a sus respectivas diócesis hasta que el emperador decidiera quién era el más conveniente. Seguramente Alejandro II temía que dicha decisión le fuera desfavorable.
lin este momento se produjo en Alemania un golpe de Estado: estando la corte en Kenilworth, Annon de Colonia, Otón de Nordheim y Egberto de Brunswick, se apoderaron de la persona de Enrique IV y declararon terminada la regencia. Fue Annon (1010? - 1075), convertido ahora en el principal de los consejeros, quien recomendó el cambio de política: había que atraerse a Alejandro II y a su equipo de reformadores como un medio para fortalecer la posición del futuro emperador. La experiencia demostraba que el decreto de las investiduras seguía sin aplicarse y la estrecha alianza podía ser un medio para que no se usase jamás. El reconocimiento vino acompañado, sin embargo, de golpes de autoridad: un sínodo celebrado en Augsburgo se erigió en arbitro de la disputa, examinando los Disceptatio synodalis; y fue Godofredo quien, en 1063, y siguiendo las órdenes del emperador, se encargó de reinstalar a Alejandro en Roma; finalmente el papa fue obligado a comparecer en mayo ante un sínodo en Mantua, jurando en manos de Annon que su elección no era simoníaca.
Se había logrado un acuerdo. Según S. G. Borino (L’investidura laica del decreto di Nicolo II al decreto di Gregorio VII, 1956), se apoyaba un principio pragmático: el decreto de las investiduras laicas quedaba en suspenso y reducido a un plano teórico, al no indicarse las penas en que incurrían los que fuesen de este modo posesionados. El sínodo laterano del 1063, que endureció las normas al prohibir la asistencia a misas celebradas por sacerdotes concubinarios, limitó la condena de las investiduras a aquellos que las recibían sin permiso del ordinario. Por su parte, Enrique IV renunció a sus demandas de divorcio respecto a Berta de Turín, sometiéndose a las disposiciones pontificias.
Se amplía la reforma. Sin éxito, hubo en estos años un intento de establecer contacto con el emperador de Bizancio, Miguel VII (1071-1078). Los bizantinos perdieron entonces su última posición en Italia, Bari, y encontrándose en grave peligro en su frontera oriental, perdieron interés en las relaciones occidentales. Eran los normandos los que ahora emprendían la reconquista de Sicilia.
El pontificado de Alejandro II se prolongó el tiempo suficiente para que la reforma cuajara. Por medio de legados, el papa iba tomando la dirección de los asuntos en los distintos reinos. Directamente mostraba a los monjes la importancia del rezo en común, estableciendo la misa comunitaria en cada centro, en la hora de tercia y como culminación del oficio divino. Respondió a los regalos que le hiciera Roberto Guiscardo (1015? -1085) a costa del botín de Sicilia, enviándole el estandarte de san Pedro; este mismo estandarte ondeó en la batalla de Hastings cuando Guillermo de Normandía logró la corona británica en 1066. Detrás de cada legado y de cada relación política marchaba lo que podríamos llamar la nueva Iglesia.
Los reformadores, al difundir los cánones aprobados en los sínodos, planteaban a los reyes un problema de muy difícil solución: los obispados, las abadías y en algunos casos las iglesias simples, poseían abundantes bienes materiales que constituían el patrimonio, del que dependían para su existencia y su acción pastoral y benéfica; algunos de dichos bienes eran de nuda propiedad («alodios»), pero en su mayor parte se trataba de beneficios, es decir, feudos entregados a cambio de una relación de vasallaje. Una solución simple, como hubiera sido la renuncia a tales feudos, cobrando automáticamente independencia, resultaba imposible porque hubiera reducido a los eclesiásticos a la impotencia. Los monasterios tenían un recurso supremo, entrar en la «encomienda» directa de la sede romana, pero esto no estaba al alcance de todos. En sentido contrario, la abundancia de bienes materiales despertaba codicia: se buscaba el oficio episcopal o abacial no por su ministerio, sino por su riqueza.
Primera cruzada. La península ibérica estuvo mejor preparada para la reforma porque en ella el vasallaje, aunque extendido, no había alcanzado la radicalidad de otras partes y porque abundaban las inmunidades. Por eso el cardenal Hugo Cándido en su acción como legado, cosechó abundantes éxitos. Por otra parte, el rey de Aragón, Sancho Ramírez (1043-1094), que temía el empuje que desde dos fronteras podía ejercerse sobre su reino, viajó a Roma para poner su persona y bienes al servicio de la sede romana. Como un signo de cambio se adoptaría en su reino desde 1071 la liturgia romana; no tardó en extenderse también a Castilla y León. Siguiendo el ejemplo de Sicilia, se predicó desde Roma una especie de guerra santa contra los musulmanes en 1064. Ésta fue la «cruzada de Barbastro», un precedente para las expediciones posteriores a Tierra Santa. Los combatientes lucraban beneficios espirituales.
Milán, un conflicto. Apuntaba el conflicto. Guido, arzobispo de Milán, impotente ante la pataria, decidió renunciar a su mitra devolviendo a Enrique IV el báculo y el anillo con que fuera investido por el emperador al comienzo de su pontificado. Y murió muy poco después (23 de agosto de 1071). Enrique procedió de acuerdo con la costumbre, nombrando a un clérigo de nombre Godofredo. Estalló la revuelta colocándose al frente de la misma un noble, Erlembaldo, que enarbolaba el estandarte del papa: los reformadores se reunieron y procedieron a elegir a otro arzobispo, Aton. Como Enrique IV mantuviera su designación, Alejandro II, en el último sínodo que presidió, en la Pascua de 1073, excomulgó a cinco consejeros del monarca —aunque no al rey mismo— acusándoles de simonía. Una grave disensión quedaba abierta en el momento de la muerte del papa.
Gregorio VII, san (22 abril 1073 - 25 mayo 1085)
Su personalidad. De nuevo estamos ante uno de los grandes papas. Mientras se celebraban los funerales de Alejandro II, se alzó el clamor popular, refrendado más tarde por los cardenales, pidiendo a Hildebrando que fuera papa. No era sacerdote y hubo de ser ordenado en mayo de 1073. Sin embargo, retrasó deliberadamente su consagración hasta el 29 de junio a fin de que coincidiera con la fiesta del Apóstol. Al tomar el nombre de Gregorio, legitimaba indirectamente al que fuera su patrón, dimitido en Sutri. Figura de extraordinaria importancia es también, lógicamente, muy controvertida. Para A. Fliche (La reforme grégorienne, II: Gregoire VII, Lovaina, 1925; Saint Grégoire, París, 1920) se trata de la figura más sobresaliente de su siglo, un santo de dimensiones capaces de cambiar el mundo. En cambio, A. J. Macdonald (Hildebrand. A Ufe of Gregoire VIL Londres, 1932), expresando un punto de vista protestante, lo considera el personaje nefasto que impidió, como en el caso de Berengario de Tours, las derivaciones hacia la libertad. Esa contradicción sigue presente en los historiadores, aunque probablemente traduce juicios subjetivos lejanos a la realidad. Nos puede ayudar mucho la observación de J. P. Whitncy (Hildebrandine Essays, Cambridge, 1932) en sus cinco profundos ensayos: sin duda se ha otorgado demasiada importancia al enfrentamiento con Enrique IV, descuidando otros aspectos mucho más importantes: la obra de Gregorio VII se reflejó, en espacio y tiempo, sobre toda la cristiandad y únicamente así puede entenderse; hasta 1081 los problemas del Imperio ocuparon tan sólo una parte de su atención y fue después de esta fecha cuando se convirtieron en dominantes; por último, es imprescindible tratar de comprender su obra desde las coordenadas de pensamiento de su propia época.
Hijo de Bonizo, un toscano de cierta fortuna aunque no noble, Hildebrando había nacido en Soana en una fecha que debemos situar entre los años 1020 y 1025. Enviado por su familia a ser educado en el monasterio de Santa María del monte Aventino, donde su tío era abad, fue ordenado subdiácono e integrado en la capilla de Juan Graciano, Gregorio VI, al que acompañó al destierro. A la muerte de éste, en el otoño de 1047, se recluyó en Cluny o en alguno de los monasterios de esta congregación. León IX, como ya explicamos, le llamó a Roma para convertirlo en administrador del tesoro y prior de San Pablo. Desde entonces es uno de los hombres de confianza, motor de la reforma, que acumula experiencia de los negocios públicos, sirve como legado en Francia (1054 y 1056) y Alemania (1057) desempeñando el archidiaconado. En el momento de ceñir la tiara, heredaba un conflicto con Enrique IV, cinco de cuyos consejeros estaban excomulgados. Es importante señalar que conservó siempre un buen recuerdo de Enrique III, al que los miembros del equipo consideraron, sin vacilaciones, como un modelo de monarca reformador.
«Dictatus Papae». Gregorio VII tenía trazada de antemano una línea de conducta que, apoyándose en las Falsas Decretales, reivindicaba para la Sede Apostólica la primacía absoluta, la cual debía traducirse en leyes. Existía una compilación de cánones que databa del 1050. Otras tres se redactaron después: Breviarium o Capitulares de Atton, Collectio canonum de su antecesor, Anselmo de Lucca, y la Recopilación del cardenal Deusdedit. De este modo, explica Paul Fournier \'7bLes collections canoniques romaines á l’époque de Grégoire VII, París, 1918), se disponía de un elenco completo que evitaba recurrir al Pseudo Isidoro y que abarcaba los puntos esenciales: primado de Roma apoyado en el encargo de Jesús, elecciones canónicas de acuerdo con la costumbre de la Iglesia, decretos contra simonía y nicolaísmo, e inmunidad eclesiástica. Ellos venían a ser como los cinco pilares de toda una obra. El rigor, a veces aspereza, con que el papa exigía el sometimiento a tales principios, sin matices ni flexiones, puede ayudarnos a comprender que en un momento de especial tensión, otro de los reformadores, partidario de negociaciones sutiles y pausadas, llegara a llamarle «San Satanás».
Sin embargo, pocas veces se enfrenta el historiador con tanta claridad de pensamiento. Según K. Hoffmann (Der Dictatus Papae Gregors VII; eine rechtsgeschichte Erklarung, Paderborn, 1933), las 27 proposiciones conocidas como Dictatus Papae (es difícil discernir si se trata de un genitivo «del papa» o de un ilativo «para el papa») no tenían otro objetivo que guiar, mediante principios apodícticos, el trabajo de los canonistas. Entre ellas hay algunas cortantes como espadas: «Sólo el romano pontífice debe ser llamado universal»; «El papa es el único cuyos pies besan los príncipes»; «Tiene facultad para deponer a los emperadores»; «El papa no puede ser juzgado por nadie»; «Puede desligar a los súbditos del juramento de fidelidad prestado a los inicuos». El programa contenido en este documento implicaba una auténtica revolución, pues destruía el núcleo esencial de la estructura política, el vasallaje, reclamando para la Iglesia y sus clérigos una completa desvinculación del mismo. No aspiraba a ningún poder, sino al servicio: Cristo había puesto sobre los hombros de Pedro y sus sucesores la tarea de guiar a los hombres hacia el verdadero fin de su existencia, que es la salvación eterna, único bien absoluto, único necesario. Los dos poderes, explica Elie Voosen (Papante et pouvoir civil á l’époque de Grégoire VII, Gembloux, 1927), poseen el mismo origen, Dios, y por caminos distintos persiguen la misma meta: pues quien pierde su alma pierde toda su existencia. La dependencia de la fe es, en Gregorio VII, absoluta. Como consecuencia de este planteamiento, el poder principal es el del espíritu, siendo necesariamente el temporal subsidiario de éste y dependiente, para tener legitimidad, de no perder de vista su sometimiento al fin esencial de la salvación eterna. Porque el cristianismo no era para él una opinión, a la que el hombre puede adherirse o no, sino la verdad absoluta a la que todos, independientemente de su voluntad, se hallan sujetos, los santos para la salvación, los pecadores para la eterna condenación. La Iglesia, que se ocupa de las almas es, objetivamente, superior al Imperio, que sólo tiene el cuidado de los cuerpos. El poder espiritual, custodio del orden moral, genera autoridad; el temporal únicamente la recibe de aquél. Un emperador o príncipe cualquiera, si rehuyera estos deberes o se opusiera a ellos, se convertiría en tirano, servidor del diablo; se le debe convertir o, en caso extremo, suprimir. Verdaderamente resulta en extremo difícil comprender este argumento desde una mentalidad contemporánea.
Los sínodos. Con Hildebrando, la reforma cluniacense, que trataba de modificar la existencia humana para acercarla a Dios, se convierte en gregoriana que pretende la transformación de las estructuras sociales. Elegido papa contra su voluntad («reluctanti impositum est») este hombre de escasa estatura y voluntad de hierro, se sintió convertido en instrumento del Espíritu Santo, cuya inspiración buscaba en la oración contemplativa, como los monjes. Pero no intentaba reducir a la Iglesia a una vida monástica. Sentía muy acuciante el amor al prójimo, el anhelo de conseguir su salvación: esto explica las vacilaciones en relación con Enrique IV que tanto le perjudicaron: no quería la destrucción, sino la conversión del emperador. Cristo, verdadero hombre además de Dios, era el gran modelo a imitar. Por encima del amor a los hombres san Gregorio colocaba el amor a la Iglesia, que es la esposa de Cristo.
La reforma, organizada sistemáticamente por los sínodos que se reunían todos los años a partir de 1073, no aparecía como algo nuevo: simonía, nicolaísmo e incluso investidura laica, habían sido condenados sucesivamente a lo largo de un siglo, protagonizando una lucha cuyo resultado comenzaba a inclinarse cada vez más en favor del papa. Algunos colaboradores de Gregorio VII le reprocharon que iba demasiado deprisa. La resistencia principal no vino de parte de los reyes, sino de los obispos, que veían derruirse parte de su poder, obligados además a cambiar de vida. El 25 de enero de 1075 escribió a Hugo de Cluny que estaba tan decepcionado ante esta resistencia, que pedía a Jesús le enviase pronto la muerte. Ese mismo año el abad de Pontoise, san Gualterio, que defendía ante el sínodo de París la reforma con gran vehemencia, fue maltratado y llevado a prisión por los soldados del rey Felipe I (1060-1108). El vigor de la resistencia, que alteró seriamente la velocidad de la marcha, explica que al final de su pontificado hubiera cierta sensación de fracaso: nada más engañoso. Gregorio VII provocó el gran vuelco. Iba a permitir edificar a la Iglesia sobre presupuestos nuevos y la autoridad pontificia que él construyó es precisamente la que ha llegado hasta nosotros.
Condena de Berengario. Ante todo, la doctrina. Berengario de Tours, que había sido condenado varias veces porque seguía empeñado en decir que no sólo los accidentes sino también la sustancia del pan y del vino permanecían después de la consagración, apeló a Roma pidiendo una aclaración doctrinal. Fue juzgado en los sínodos de 1078 y 1079, donde aceptó una fórmula que reconocía en la eucaristía la realidad sustancial del cuerpo y de la sangre de Cristo. Reconciliado, el papa prohibió que se le tratara como hereje. En el fondo, la pobreza del lenguaje teológico occidental era responsable en parte de la confusión. Volvió a insistir en que el término substancialiter inserto en la fórmula que él jurara, se refería a las especies de pan y vino. Por eso tendría que comparecer ante otro sínodo en Burdeos (1080), mostrando deseo de rectificar en aquello que se declarara erróneo. Murió en la comunión de la Iglesia. Pero el episodio resultaba importante en un aspecto: la Iglesia latina necesitaba desarrollar su trabajo intelectual. El impulso a las escuelas y a los que en ellas profesaban, fue una de las consecuencias de la reforma.
Hechos concretos. Las tres cuestiones, simonía, concubinato e investidura laica, como se vio claramente en el sínodo cuaresmal del 1075, estaban profundamente imbricadas, de modo que o se las desarraigaba conjuntamente o la reforma fracasaría. El abad Ruperto sintetizaba las investiduras en una frase: «non electione, sed donus regís episcopus fiebat». Mientras la designación recayera en personas excelentes, como había sido frecuente en tiempos de Enrique II, el mal no se revelaba en toda su extensión. Geroch de Reichesberg nos dice que con la llegada de Enrique IV al trono se había producido una terrible indisciplina: se buscaban funcionarios eficientes y no santos. La medida era universal: el rey de Francia nombraba directamente los obispos de Sens, Reims, Lyon, Bourges y, en general, todos los que estaban en su patrimonio; en el resto del país lo hacían de uno u otro modo los grandes señores feudales. Los compromisos adquiridos en virtud del nombramiento, expresados a veces en dinero, obligaban a los titulares a resarcirse con sus súbditos. Obispos y abades, con investidura laica, no se diferenciaban ni siquiera en lo externo del resto de la jerarquía feudal: también ellos vivían con sus mujeres e hijos. Se invocaba en Occidente el ejemplo de la Iglesia griega, que consentía al clérigo casado antes de su ordenación, conservar su familia.
Conviene no exagerar, dejándose arrastrar por la propaganda que fue muy fuerte en esta contienda. Tenemos una muchedumbre de obispos y abades ejemplares, dentro del sistema. Para modificarlo y hacer presente su autoridad, Gregorio VII hizo un uso muy amplio del nombramiento de legados: Hugo de Dye en Francia, Amando de Oleron en Languedoc y la Marca Hispánica, Ricardo de San Víctor en España, Anselmo de Lucca en Lombardía, Altmann de Passau en Alemania. Ellos procedieron a aplicar los decretos sinodales. Estos nombramientos servían también para ampliar el ámbito de presencia. Dinamarca, con nueve obispados, pagaba el «sueldo de san Pedro», y Suecia se adhería definitivamente al cristianismo. Las relaciones de Polonia, Bohemia y Hungría con Roma se hicieron constantes. Gregorio VII envió a Zvonimir, de Croacia y Dalmacia, el vexillum Petri como a Roberto Guiscardo; intervino en favor de Iziaslav de Kiev y de su propio hijo Jaropolk, ayudándoles a recobrar el trono.
La reforma triunfó fácilmente en España, donde la simonía y el nicolaísmo eran menos frecuentes, por medio de los sínodos de Gerona (1078) y de Burgos (1080): la vieja liturgia mozárabe cedió el paso a la romana y los monarcas españoles se vincularon muy estrechamente al pontificado. Fueron grandes los avances en Francia, donde nunca se llegó a una ruptura a pesar de que Felipe I, cuyas costumbres dejaban mucho que desear, seguía practicando la investidura. Las relaciones con Guillermo de Inglaterra, a través de Lanfranco de Canterbury, fueron cordiales, y ello a pesar de que el rey en nada modificó su cerrado cesaropapismo, uno de los más persistentes, prohibiendo incluso a los obispos acudir a Roma sin licencia suya.
Amplios horizontes, crecimiento de energía. Los obispos de Burdeos, Sens y Reims, fueron depuestos y excomulgados sin que hubiera necesidad de recurrir a las leyes contra la investidura laica. Europa estaba siendo ya la Cristiandad. Desde 1071, destruido el ejército bizantino en la batalla de Manzikert, y percibiéndose los grandes movimientos de agitación berberisca en el norte de África, pesaba sobre ella una nueva amenaza. Gregorio VII, que había participado probablemente en los preparativos de la cruzada de Barbastro, pensó en el desarrollo de una guerra santa contra el Islam mediante dos expediciones, una hacia España, a cuyo frente estaría Ebulo de Roucy, un hermano de Roberto Guiscardo, cuñado de Sancho Ramírez de Aragón, y la otra en Anatolia para salvar al Imperio bizantino. En 1074, respondiendo a una embajada de Miguel VII, envió a Constantinopla a Domingo de Grado para proponer el plan: la recuperación de Anatolia era cuestión de vida o muerte para Bizancio. Naturalmente el papa esperaba lograr de este modo la unión de las dos Iglesias. La muerte de Miguel VII —a quien sucede Nicéforo III (1078-1081) y en 1080 Alejo Comneno (1081-1118)— y la oposición radical del patriarca, impidieron que esto cuajara. Pero la idea fue recogida por Roberto Guiscardo y sus nobles normandos, bien que ellos estaban pensando en una ampliación de su fuerza militar. Guiscardo llegaría a apoderarse de Durazzo, pero sería expulsado tras una derrota.
Choque con Enrique IV. Todos los proyectos se vieron afectados y a veces destruidos por el enfrentamiento con el emperador. Enrique IV, embebido entonces en la necesidad de combatir la revuelta de Sajonia, no manifestó ninguna inquietud ante el nombramiento de Hildebrando. Éste se apresuró a enviar dos legados para comunicarlo, al tiempo que aludían a la reforma. Los obispos alemanes se inquietaron y Liemaro de Bremen viajó a Roma tratando de frenar la impetuosidad del nuevo papa. Transcurrió más de un año. Las primeras cartas entre Gregorio y Enrique están llenas de afecto y no parecen presagiar la ruptura ulterior: el 7 de diciembre de 1074, cuando el papa comunicó a Enrique sus proyectos de guerra en Oriente, a la que pensaba acudir, le dijo que, en caso tal, la Iglesia de Roma quedaría bajo la custodia del emperador.
Pero en febrero de 1074 el sínodo cuaresmal aprobaba un canon riguroso que incluía la investidura laica entre los pecados de simonía y nicolaísmo, estableciendo además la pena correspondiente que era deposición. B. B. Borino («II decreto di Gregorio VII contro le investiture fu promúlgato nel 1075», Studi gregoriani, 1959-1961) parece haber demostrado que dicha disposición fue inmediatamente promulgada en forma de decreto imperativo: no era, por tanto —y así lo entendieron los obispos alemanes—, un canon para la prudente matización en su empleo, sino un mandato expreso. Enrique IV entendió que se trataba de un ataque a la propia estructura del Imperio: sin obispos (acababa de nombrar a los de Spira, Lieja, Bambcrg, Spoleto y Fermo por el método directo de la investidura laica), la fuerza centrífuga de los príncipes territoriales quedaría sin contrapartida. Los obispos lombardos, amenazados muy directamente por la pataria, compartían esta actitud aunque por motivos personales. Mientras duró la rebelión sajona, Enrique IV mostró una voluntad negociadora, aceptando incluso que se produjera la primera deposición en el obispo de Bamberg.
Pero el 8 de junio de 1075 la victoria le permitió afirmarse en el trono. Entonces decidió rechazar el decreto: la chispa que permitió provocar el incendio fue el nombramiento de Tedaldo como arzobispo de Milán. Uno de los seis consejeros imperiales excomulgados por Alejandro II, el conde Eberhardo, estaba ahora combatiendo la pataria y tratando de lograr un acuerdo con Roberto Guiscardo.
Enrique IV se engañó: llegó a creer que la posición de su adversario ante la nobleza romana era débil y que podía ser derribado por un movimiento interno. En la Navidad del 1075 se produjo un atentado contra el papa, acaudillado por Cencio de Prefecto y otros partidarios del antiguo antipapa Cándalo. Pero Gregorio, preso mientras celebraba la misa, fue liberado por una fuerte reacción popular que le condujo en triunfo hasta Santa María la Mayor, obligando a Cencio a huir hasta refugiarse en la corte de Enrique. Por otra parte, Roberto Guiscardo estaba más interesado en sostener la causa del papa que en aliarse peligrosamente con el emperador, mientras que la marquesa Matilde de Toscana, con su marido, mostraba una más que favorable actitud progrcgoriana (N. Grimaldi, La contessa Mathilde e la sua stirpe feudale, Florencia, 1928). Hildebrando no quería la ruptura: envió sus legados, que llegaron a Goslar el 1 de enero de 1076 e invitaron al rey a que cediera en sus pretensiones. La respuesta de Enrique fue convocar a la Dieta en Worms para el 24 de enero del mismo año.
Los personajes más antigregorianos en esta Dieta fueron el antiguo legado en España, cardenal Hugo Cándido, ahora excomulgado, y el obispo Guillermo de Utrech. Con la anuencia de muchos prelados alemanes —luego se sumaron los de Lombardía—, todos de la estricta obediencia de Enrique, se denunció la ilegitimidad de Hildebrando, «falso monje», invitándole a que abandonara el solio. Esta conminación hubo de transmitirla Rolando de Parma en el sínodo cuaresmal correspondiente a aquel año. En medio de las naturales propuestas, Gregorio respondió excomulgando al rey y desligando a sus subditos del juramento de fidelidad. No invitaba a una nueva elección, sino que dejaba abierta la puerta a la reconciliación. Enrique IV, que recibió la noticia en Utrech, donde pudo celebrar la Pascua sin dificultad, anunció que en un nuevo sínodo a celebrar en Worms para la fiesta de Pentecostés, se iba a proceder a la elección de un nuevo papa. Casi nadie respondió ahora a su llamamiento. Una cosa era protestar contra un decreto y otra muy distinta provocar un cisma.
Canosa. Algunos grandes príncipes, Rodolfo de Suabia, Güelfo de Baviera y Bertondo de Carintia, contando con numerosos apoyos, tomaron la decisión de reunirse en Tribur (octubre 1076) en compañía de los legados Altmann de Passau y Sicardo de Aquileia. Acordaron que, transcurrido el plazo de un año desde la excomunión, si el rey no lograba reconciliarse con el papa, la Dieta, convocada para Augsburgo el 2 de febrero de 1077, procedería a una nueva elección. Tras una reiterada serie de sucesiones de padre a hijo, los príncipes reivindicaban ahora la costumbre alemana de que el monarca es elegido por los príncipes que representan las stamme que integran su nacionalidad. Sintiéndose en aquel momento el más débil, Enrique decidió montar lo que, a juicio de la mayor parte de los historiadores, no pasaba de ser una farsa, si bien Lino L. Ghirardini (L’imperatore a Canossa, Parma, 1965; L’enigma di Canossa, Bolonia, 1968; Chi a vinto in Canossa?, Bolonia, 1970) propone fijar la atención en un aspecto: aquella humillación, por falsa que fuera, tenía que influir negativamente en el prestigio del emperador. Gregorio fue invitado por los príncipes a presidir la Dieta de Augsburgo.
En su viaje a Alemania el papa alcanzó el castillo de Canosa, propiedad de Matilde. El emperador venía a su encuentro. En tres días sucesivos (25 a 28 enero 1077) compareció Enrique en hábito de penitente, y permaneció ante las puertas cerradas. Los ruegos de Hugo de Cluny, Adelaida de Saboya y la propia Matilde, hicieron que, al final, el papa accediera a recibirle restableciendo la comunión bajo dos condiciones: dar satisfacción a las querellas de los príncipes y otorgar al papa un salvoconducto, cuando debiera ir a Alemania. Moralmente la penitencia de Canosa era una victoria del papa: a sus brazos llegaba el arrepentido emperador. Políticamente el éxito correspondía a Enrique IV, que recibía la legitimación de su poder. Así sucedió que cuando los príncipes, decepcionados —ninguna satisfacción se les había ofrecido—, procedieron a elegir a Rodolfo de Suabia como rey en Forcheim, cerca de Bamberg (marzo de 1077), Gregorio ordenó a los legados que se mantuvieran neutrales.
Segunda excomunión. Las fuertes convicciones religiosas (lograr el arrepentimiento del pecador y no su muerte) habían decidido Canosa. Esas mismas dictaban ahora la conducta del papa: entre dos pretendientes, a él correspondía juzgar sobre su legitimidad. En el fondo, ninguno de los dos bandos en lucha deseaba que llegara a producirse un arbitraje, pues sin la menor duda vendría acompañado de fuertes concesiones a la Sede Apostólica. Dos legados, los obispos de Albano y de Padua, respectivamente, comenzaron a recoger la información necesaria, pero Enrique les prohibió incluso el viaje: estaba dominando la rebelión de los príncipes y comenzaba la confiscación de bienes a sus enemigos. Ante el incumplimiento de las condiciones de Canosa, y la negativa a aceptar los legados, unidos al concreto rechazo a suprimir la encomienda que pesaba sobre la abadía de Hirsau, Gregorio volvió a pronunciar la excomunión durante el sínodo cuaresmal del 7 de marzo de 1080.
El 25 de junio del mismo año un sínodo de 30 obispos alemanes y lombardos, reunido en Brixen, condenó a Gregorio como culpable de herejía, magia, simonía y pacto diabólico, proponiendo para sustituirle a Guiberto, obispo de Rávena. La pugna, convertida ahora en doctrinal, dio origen a numerosos opúsculos de propaganda. El 15 de octubre de 1080 murió Rodolfo de Suabia, y aunque los rebeldes eligieron para sustituirle a Hermann de Salm, su bando se había debilitado lo suficiente como para no causar inquietudes al rey, que comenzó a preparar su expedición a Italia. Enrique celebró en Verona la Pascua de 1081 y se hizo coronar en Milán como soberano de los lombardos. Combatiendo, llegó hasta Roma, que sufrió dos asedios, en 1081 y 1082. San Hugo de Cluny trató de mediar entre los dos bandos aunque sin resultado. Desde el 1083 los imperiales eran dueños de San Pedro y de la ciudad leonina, pero hasta el 21 de marzo de 1084 no consiguieron cruzar el río tomando el resto al asalto. Tres días más tarde Guiberto de Rávena, elegido por el clero y el pueblo, era consagrado papa Clemente III y procedía a la coronación del emperador (31 de marzo). Entonces acudieron los normandos de Roberto Guiscardo que rescataron a Gregorio VII, refugiado en Sant’Angelo, y se lo llevaron a Salerno. Detrás quedaba Roma, víctima de saqueos e incendios; algunos cardenales que hasta entonces siguieran a Hildebrando, se pasaron al bando del emperador. Y Gregorio VII murió el 25 de mayo de 1085, pronunciando las palabras del Salmo: «amé la justicia y aborrecí la iniquidad». Ese mismo día las tropas cristianas entraban en Toledo.
Hasta el día de su muerte, el 8 de septiembre del año 1100, Guiberto, pariente de los margraves de Canosa, seguía titulándose papa. Curiosamente se trataba de uno de los amigos de juventud de Hildebrando, que mucho influyera sobre Alejandro II para que le consagrara obispo. Ambos se distanciaron luego por razones de política: para Guiberto de Rávena la reforma tenía que hacerse a través del emperador, no en contra suya. Cuando los normandos ocuparon Roma, él se retiró a su sede ravennata, que no había abandonado. Nunca careció de partidarios. Nunca, tampoco, logró el reconocimiento más allá de un determinado círculo.
Víctor III, san (24 mayo 1086 - 16 septiembre 1087)
Gregorio VII había recomendado tres nombres para su sucesión: Anselmo de Lucca, Hugo de Lyon y Eudes de Ostia, pero los cardenales prefirieron a Desiderio (Danfari), abad de Montecassino, porque era un hombre pacífico que en 1082 incluso había sufrido temporal excomunión por su empeño en llegar a una paz negociada. Contaba casi sesenta años y desde 1058 se hallaba al frente de la famosa abadía cuyas rentas, prestigio y biblioteca incrementó extraordinariamente. En 1059 fue nombrado presbítero cardenal y vicario de todos los monasterios del sur de Italia. En calidad de tal logró la reconciliación de Roberto Guiscardo con la sede romana. Acogió al papa cuando éste huía de Roma, brindándole hospitalidad en su monasterio, y estuvo luego a su lado en el momento de la muerte. Jordano, príncipe de Capua, influyó cerca de los cardenales en su favor.
Consciente de la oposición que su nombramiento despertaba entre los gregorianos más radicales, Víctor se retiró a Montecassino, reasumiendo las funciones de abad, y sólo aceptó ser papa después de que un sínodo reunido en Capua así lo acordara. El 9 de mayo de 1087, liberada finalmente la ciudad leonina por los normandos, pudo ser consagrado. Entonces convocó el sínodo de Benevento, donde fue ratificada la excomunión de Enrique IV. Enfermo, débil y condescendiente, residió muy poco tiempo en Roma. Sin embargo, fue precisamente en este momento cuando los genoveses y pisanos formando parte de la milicia romana, llevaron a cabo la conquista de Mehdia, en el norte de África: el botín de guerra fue invertido en la catedral de Pisa. La reacción ofensiva en el Mediterráneo ya no se detendría. Víctor III murió en Montecassino.
Urbano II (12 marzo 1088 - 29 julio 1099)
Elección. Clemente III se mantenía aún en Roma cuando los cardenales, reunidos en Terracina, procedían a elegir a Eudes, obispo de Ostia, antiguo prior de Cluny. Se trataba del primer papa francés, nacido en noble cuna, hacia el 1035, en Chátillon-sur-Marne (L. Paulot, Un pape franeáis: Urbain II, París, 1903). Educado por san Bruno de Reims, había llegado a ser arcediano de esta catedral antes de ingresar en Cluny. De allí le trajo Gregorio VII para convertirle en cardenal obispo de Ostia (1080), cargo que ostentó sin cambiar su condición monástica. Formó, pues, en el equipo de reformadores gregorianos. Como legado en Alemania, había presidido el sínodo de Quedlimburgo (Sajorna), donde pronunció oficialmente la excomunión de Clemente III. A. Becker (Papst Urban II, 1088-1099, 2 vols., Stuttgart, 1964) destaca que, aun manteniendo el rigor doctrinal de san Gregorio VII, su gobierno significó un cambio radical hacia la negociación, la cual permitió a la reforma triunfar.
La doctrina. En un libro ya clásico de Karl Miret (Die Publizistik im Zeitalter Gregors Vil, Leipzig, 1894) quedó demostrado cómo, en los años clave de esta década de los ochenta, en el siglo xi, la querella entre el emperador y el papa generó un profundo debate intelectual: se conservan más de un centenar de escritos, la mitad aproximadamente de cada bando, en que se presentan y discuten los argumentos encontrados. Alguno de los antigregorianos, como el cardenal Benon o el obispo Benzo de Alba, son meramente injuriosos, pero hay algunos como el De unitate Ecclesiae conservando de un anónimo monje de llirsfeld, y los tratados de Pedro Crasso y Guido de Ferrara, que plantean la cuestión de fondo que permanecería a lo largo de toda la Edad Media: perteneciendo la soberanía a la comunidad política, un rey, aceptado por ésta y debidamente establecido en el trono, no puede ser depuesto; en consecuencia, pues, la reforma gregoriana constituía un atentado al orden social y político y, en definitiva, a la propia Iglesia. Por su parte, los gregorianos, como Gerhard de Salzburgo, Bernoldo de San Blas o Manegoldo de Lautenbach, lo mismo que el ya mencionado cardenal Deusdedit, preferían apoyarse en los cánones: es la ley, tomando su inicio en las Decretales, la que forma el nervio de la Iglesia y garantiza su libertad.
Desde este punto de vista era indudable que la reforma no podía triunfar sino a través del entramado legislativo que nace de la propia Iglesia. Y ésa fue la vía que escogió Urbano II. Mientras reunía en Melfi (septiembre del 1089) un sínodo para renovar las sentencias canónicas contra la simonía, el nicolaísmo y la investidura laica, enviaba instrucciones a su legado en Alemania, Gebhard de Constanza, a fin de que se mostrara en la práctica generoso: el rigor de la ley es compatible con la misericordia hacia el reo. Aceptó al arzobispo de Milán como legítimo, a pesar de haber recibido el báculo y el anillo de manos del rey, porque su elección había sido correcta. Y dio facilidades para que continuasen en su ministerio los sacerdotes ordenados por obispos simoníacos o que hubiesen seguido el cisma cuando alegaban ignorancia.
Victoria de Urbano. Durante su ocupación de Roma, Clemente III celebró un sínodo en el cual fueron renovadas las sentencias contra la simonía y el nicolaísmo, pero se guardó un escrupuloso silencio en relación con las investiduras laicas. Contando con el apoyo normando, Urbano se instaló en la isla del Tíber (San Bartolomeo in Insola en la actualidad) y consiguió expulsar de la ciudad a su rival en junio de 1089. Preparaba entonces una jugada política de largo alcance: el matrimonio de la marquesa Matilde, viuda de 43 años, con Welfo V, heredero de Baviera, que sólo contaba 17. Serían la base de un amplio movimiento al que habría de sumarse Roger (1091-1127), rey de Sicilia y Nápoles, sucesor de Roberto Guiscardo, que en Amalfi renovó de forma fuerte el vasallaje. Ese mismo año también Sancho Ramírez de Aragón convertiría en vasallaje su dependencia de Roma. Desde 1091 Sicilia quedaría enteramente libre de musulmanes. Un acuerdo entre el papa y Alejo Comneno, que esperaba la movilización de fuerzas auxiliares en Occidente, garantizó a Urbano de un posible entendimiento entre los dos Imperios.
Tan amplia maniobra diplomática obligó a Enrique IV a regresar a Italia: entonces se apoderó de Mantua y amenazó los dominios del Patrimonium. En 1092 sus tropas le hicieron dueño de Roma, obligaron a Urbano II a huir, y restauraron a Clemente III. Poco duraron las victorias. El ejército alemán, sujeto a un fuerte desgaste, fue derrotado por las tropas de Matilde en las inmediaciones de Canosa, y Enrique IV se vio obligado a retirarse a Verona, donde quedó bloqueado. Estallaban por todas partes rebeliones: cinco ciudades lombardas, agrupadas en torno a Milán, tomaron la iniciativa de constituir una liga. El propio hijo de Enrique IV, Conrado, se alzó contra su padre, haciéndose coronar rey de Lombardía. En el invierno de 1093 a 1094, nuevamente Urbano II era dueño de Roma: mediante sobornos consiguió que le fuesen entregados el palacio de Letrán y el castillo de Sant’Angelo. Desde Roma renovó los poderes de Hugo de Lyon como legado en Francia y envió el pallium al nuevo arzobispo de Toledo, Bernardo de Salvetat, un cluniacense procedente de Sahagún, que pudo desde entonces considerarse primado de España. Las relaciones con Alfonso VI (1072-1109), que recibía auxilios desde Europa, eran excelentes.
Hasta 1097 no podría Enrique regresar a Alemania y restablecer su poder. En este tiempo Felipe I de Francia era excomulgado por Hugo de Dye por una razón puramente privada: el pecado de adulterio. Con un rey fuera de combate fue posible acelerar la marcha de la reforma en Francia, suprimiendo a la vez la simonía y la investidura (A. Becker, Studien zur Investiturproblem in Frankreich. Papstum, Kónigtum und Episkopat im Zeitalter der gregorianischen Kirchenreform, Sarrebruck, 1955). Guillermo II de Inglaterra (1087-1100) que, para fortalecer su dominio sobre la Iglesia, había tratado de mantenerse indiferente entre Clemente y Urbano y, durante cuatro años, forzado una vacante en la sede primada de Canterbury, tuvo al final que rendirse nombrando a Anselmo abad de Bec, para ocupar la vacante. San Anselmo (1093-1109) sería la figura clave de la reforma británica. Obligó a reconocer a Urbano y rechazó abiertamente las demandas de los obispos reunidos en Rockingham que, en un precedente de lo que llegaría a ser el anglicanismo, pretendían establecer el principio de que los miembros de la Iglesia deben antes obediencia al rey que al papa.
Clermont Ferrand. Firme ya en Roma, Urbano decidió entonces emprender el gran viaje que, según Rene Crozet («Le voyage d’Urbain II et ses negotiations avec le clergé de la France (1095-1096)», R. K, CLXXIX, 1937) debía convertirle en la primera autoridad de Europa, con un emperador eclipsado, envuelto en revueltas, un rey excomulgado y otros monarcas sometidos de grado o por fuerza a la enorme influencia de Roma. El 1 de marzo de 1095 inauguró el sínodo de Piacenza con más de 4.000 clérigos y 30.000 laicos llegados de todas partes; ante él compareció Práxedes, la esposa de Enrique IV, acusándole de deshonestidades. Se renovaron en esta magna asamblea las sentencias contra Clemente III y se recibió cordialmente a los embajadores de Alejo Comneno, que solicitaba abiertamente la ayuda. En cierto modo el papa se comprometió a procurarla. Por Cremona y Milán, Urbano llegó a Valence y comenzó a ocuparse de los problemas de Francia. Además de las acostumbradas sentencias contra la simonía y el concubinato, se extendieron a todo el sur de Francia los preceptos de la Paz y la Tregua de Dios. Hizo un alto en Le Puy, cuyo obispo, Adhemar de Montreuil, que acababa de regresar de Jerusalén, le explicó cuál era la situación de los cristianos en Tierra Santa. El 25 de octubre de aquel año intenso estaba de nuevo en Cluny, consagrando el altar mayor de la basílica. El 18 de noviembre inauguraba otro gran concilio, en Clermont Ferrand.
Esta asamblea estaba destinada a ser el motor de la reforma en Francia: la excomunión de Felipe I fue renovada, con una afirmación de la doctrina acerca del matrimonio; se acompañaron las acostumbradas disposiciones acerca de la reforma eclesiástica y por primera vez se llegó al fondo mismo de la cuestión prohibiendo a los clérigos cualquier relación de vasallaje en relación con los laicos. Y el 27 de noviembre, saliendo a la plaza, hizo un llamamiento a los caballeros para que, formando un ejército, acudiesen al socorro de Bizancio. Así se puso en marcha la gran cruzada. Urbano II advirtió a los españoles que no debían participar porque «su» cruzada estaba en la frontera de sus reinos, amenazada por los almorávides. Terminado el concilio, el papa emprendió el regreso haciendo etapas en Poitiers, Burdeos, Toulouse, Nimes, Pavía y Milán, y siendo recibido en todas partes con indescriptible entusiasmo. El papa era ya, verdaderamente, cabeza de la cristiandad; en esta condición pudo presidir en enero de 1097 el sínodo en Letrán.
La gran cruzada. En este momento se incorporó a la corte pontificia san Anselmo de Canterbury; se había visto obligado a huir porque no podía contener las ingerencias de Guillermo II. Urbano retuvo junto a sí al gran teólogo, pero le disuadió de renunciar a la mitra, como pretendía. La decisión de enfrentarse al cesaropapismo inglés fue demorada (el problema se disolvería en 1100 con la muerte de Guillermo) porque la cruzada era más importante. De ella esperaba el papa, mediante la salvación de Bizancio, un restablecimiento de la unidad entre las Iglesias. Cuando ya las unidades de caballeros cruzaban, por tierra y por mar, los caminos de Europa, se celebraba un sínodo en Bari (1089) con la asistencia de los griegos, a quienes san Anselmo, con una expresión teológica más rica, pudo convencer de la corrección de la doctrina occidental acerca de la doble procesión del Espíritu Santo. Los choques entre caballeros cruzados y autoridades bizantinas, en divergencia profunda respecto a los verdaderos objetivos de la cruzada, impidieron que se llegase a la unión en el preciso momento en que se había conseguido superar el escollo más difícil. Cuando Urbano II murió hacía dos semanas que los occidentales eran dueños de Jerusalén.
Urbano II recogió los frutos de la política de Gregorio VII: una gran monarquía espiritual se alzaba ahora en Europa. Por vez primera encontramos en una bula de 1089 el término «curia» para designar el organismo central que gobernaba esa cristiandad; dentro de ella se menciona un camerarius que era el encargado de administrar las rentas. Curia y Cámara apostólica eran dos organismos destinados a servir de modelo a las monarquías temporales en su camino hacia las primitivas formas de Estado.

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