Anastasio IV (8 julio 1153 - 3
diciembre 1154)
De nombre Conrado, había nacido
en el barrio de Roma conocido como Suburra y probablemente procedía de un
sector social medio. Pascual II lo había nombrado cardenal presbítero de Santa
Pudenciana y los servicios que como tal prestó a Honorio II movieron a éste a
elevarle al rango de obispo de Santa Sabina. Decidido partidario de Inocencio
II durante el cisma, había permanecido todo el tiempo en Roma o en sus
inmediaciones como vicario suyo. Hizo el mis mo oficio durante algunas de las
ausencias de Eugenio III, de modo que era su continuador natural y fue elegido
el mismo día de la muerte de éste. Su larga experiencia, a pesar de que el
cronista Gerhoh de Reichersberg lo califica de «débil anciano», y la presencia
constante en Roma, permitían esperar que le fuera posible alcanzar un acuerdo
con la comuna. De hecho, durante todo su breve pontificado pudo residir en
Roma. Puede definírsele como un pacifica dor: aceptó el candidato que Federico
Barbarroja quería para Magdeburgo; restauró a William Fitzherbert, depuesto por
Eugenio III, en la sede de York; logró, por medio del legado Nicolás
Breakspeare, un acuerdo con Suecia y Noruega y que ambas pagasen el «dinero de
san Pedro».
Adriano IV (4 diciembre 1154 - 1
septiembre 1159)
La persona. Nicolás Breakspeare
es el único papa inglés. Hijo de un clérigo que más tarde se hizo monje y
nacido hacia el año 1100 en las proximidades de St. Albano, se vio reducido a
la absoluta pobreza. Emigró a Francia e ingresó en la orden de canónigos
regulares, siendo compañero de estudios de John de Salisbury (1115? - 1180) y
discípulo de Gilberto de la Porée y de Pedro Abelardo. Fue elegido preboste,
esto es, prior, en San Rufus (Avignon), pero sus compañeros de orden le
acusaron ante el papa, falsamente, de excesiva dureza en el trato. Eugenio III
lo llamó a Roma, pero lo que hizo fue nombrarlo cardenal obispo de Albano
(1149). Entre 1150 y 1153 desempeñó con enorme eficacia la legación en los
países escandinavos. En 1152 reunió un gran sínodo en Noruega, en el que se
decidió elevar la sede de Nidaros (Trondheim) a metropolitana; más tarde, en
Suecia, otro sínodo en Linkóping, hizo lo propio con Uppsala. La elección para
suceder a Anastasio fue unánime.
Consecuencias de Constanza. Puso
el mayor empeño en restablecer la autoridad pontificia en Roma, donde Arnaldo
de Brescia había conseguido fortalecer su posición con dos propagandas:
exigencia de pobreza absoluta al clero, sometiendo de este modo a los eclesiásticos;
y canto a las viejas glorias de la ciudad, que debía ser restaurada en su
antiguo poder. En uno de los tumultos que se produjeron, el cardenal Guido, de
Santa Pudenciana, resultó herido. Entonces Adriano fulminó la excomunión sobre
Roma, algo que nunca ocurriera y que resultaba inaudito. Pero por este
procedimiento consiguió la capitulación del Senado, al que impuso como
condición el exilio de Arnaldo de Brescia. Una solución únicamente parcial,
pues el Patrimonium estaba seriamente amenazado desde el sur por Guillermo de
Sicilia. Adriano pidió a Federico que fuera a Roma y le envió la confirmación
del tratado de Constanza. Pero según Peter Rassow (obra citada) y M. Maccarone
(Papato e Impero dalla elezione di Federico I a la morte di Adriano IV, Roma,
1959), este documento era tan sólo un acuerdo marco que necesitaba aclaraciones
y sin duda debates: ¿dónde está el límite de cada «honor»?
Barbarroja fue a Italia en su
primer viaje, el de la coronación. El 8 de junio de 1155 se entrevistó con el papa
en Sutri y se produjo ya un roce serio: el emperador se había negado en
principio a tomar las riendas del caballo de Adriano y sólo accedió cuando,
tras un largo forcejeo, quedó claro que se trataba de un gesto de cortesía
hacia san Pedro y no de sumisión. Inmediatamente después hizo entrega de
Arnaldo de Brescia, a quien llevaba consigo, el cual fue juzgado y condenado
por el prefecto de la ciudad. Las cenizas del revolucionario fueron lanzadas al
Tíber para evitar una mitificación del héroe muerto. Pero el mismo día de la
coronación (18 de junio de 1155) los alemanes tuvieron que aplastar una
revuelta en Roma. Después el emperador regresó sin ocuparse de la amenaza
siciliana, y sin que se hubieran hecho las puntualizaciones que exigía el
tratado de Constanza.
«Dominium Mundi». Adriano negoció
por su cuenta con Guillermo, firmando el tratado de Benevento (18 junio 1156).
Rematando la empresa de un siglo, este descendiente de Tancredo de Hauteville
recibía el título de rey de Sicilia, Apulia, Capua y Calabria, con la posesión
hereditaria de Nápoles, Salerno, Amalfi y la tierra marsa, todo ello en calidad
de vasallaje respecto a la Sede Apostólica y con la obligación de pagar cada
año un censo de 1.000 marcos de oro. Desde noviembre de 1156 el papa había vuelto
a establecerse sólidamente en Roma y contaba, de nuevo, con el respaldo de los
normandos.
Para informar de estos
acontecimientos, Adriano envió dos cardenales, Rolando Bandinelli y Bernardo de
San Clemente. Se habían producido entre lanto importantes cambios en el entorno
del emperador: el conde Otto de Wittelsbach y el canciller Reinaldo de Dassel
(1120-1167) ejercían una gran influencia. Este último sostenía una doctrina
según la cual el honor Imperii coincidía con un verdadero dominium Mundi, ya que
la autoridad del emperador era tan universal como la del papa. Los legados de
Adriano llevaban el encargo de resolver un conflicto que entre tanto había
surgido: Eskil, obispo de Lund, en Dinamarca, a quien en Roma el propio papa
entregara el pallium, había sido detenido en Thionville bajo la acusación de
ingerencia en territorios propios del Imperio. Federico recibió a los legados
en Besancon, donde celebraba una Dieta (octubre 1157). Al traducir la carta del
papa al alemán, Reinaldo de Dassel convirtió el término genérico de
«beneficios» en lehen, es decir, feudos. Estalló en la Dieta un escándalo al
que contribuyó el cardenal Bandinelli cuando, en el calor de la polémica,
preguntó de quién recibía el emperador el Imperio sino del papa. Los legados
tuvieron que regresar a Roma con las manos vacías y con un mal sabor de
ruptura. El papa se dirigió a los obispos alemanes, en indirecta solicitud de
apoyo, y pudo comprobar que éstos estaban decididos a cerrar filas en torno a
su rey. En consecuencia tuvo que escribir una segunda carta dando
explicaciones: él se había referido claramente a beneficios en el sentido moral
y no jurídico de la palabra, sin querer decir feudos; la corona imperial no es
algo que el papa «otorgue», sino un signo de reconocimiento que «impone».
Primera victoria para Federico,
que permitió a éste dar un paso adelante.
Protegiendo con abundantes
privilegios a los maestros de Bolonia, el empcrador estaba contribuyendo a la
recepción del derecho romano, llevándolo al ex tremo: «quod placuit principi,
legis haber vigorem». Frente a las pretensiones de la Iglesia (Dios mismo ha
escogido al papa a través de Pedro) enarbolaba olio argumento: el mismo Dios
que ha transferido el imperium al pueblo alemán, es coge a través de éste a los
emperadores. Con un gran ejército regresó a Italia y, aludiendo a quejas
presentadas en una asamblea anterior, sometió Milán (1 septiembre 1168) por la
fuerza.
Roncaglia. Una Dieta fue reunida
en Roncaglia, el 11 de noviembre de este mismo año. En ella reivindicó para sí
todos los antiguos derechos sobera nos (regalías), liquidó las pretensiones
comunitarias de las ciudades designan do en ellas magistrados (podestá)
encargados de representarlo, y devolvió a los dominios de los nobles su
condición de feudos en relación de vasallaje. Es in dudable que se preparaba a
restaurar la investidura laica de los obispos. No comprendía, acaso, que todo
este programa resultaba arcaico: chocaba abierta mente con las nuevas
circunstancias económicas. Milán, Brescia y Piacenza co menzaron a preparar una
insurrección de las ciudades, tomando contacto con el papa. Mientras tanto,
Federico Barbarroja iba acumulando motivos de dis cordia. Con los bienes de la
marquesa Matilde más las islas de Córcega y Cer deña, que el papa reclamaba, hizo
un amplio dominio que entregó en vasallaje a Welfo de Baviera a fin de atraerse
a este poderoso linaje. Luego nombró a Reinaldo de Dassel arzobispo de Colonia
y a un subdiácono para la sede de R;i vena sin consultar siquiera al papa.
Adriano reaccionó con energía: la Dieta de Roncaglia no le afectaba porque el
honor Petri que es «honor de Dios» signiíi ca plena soberanía sobre el
Patrimonium y plena independencia en lo espiritual para los obispos. Anunció
que si en cuarenta días no rectificaba, Federico sería objeto de excomunión.
Antes de que el plazo se agotara murió el papa, que ha bía comenzado a
prepararse para un enfrentamiento estrechando sus vínculos con Guillermo de
Sicilia y procurando un acercamiento a Manuel Comneno, emperador de Bizancio.
Alejandro III (7 septiembre 1159
- 30 agosto 1181)
La elección. El colegio de
cardenales se hallaba profundamente dividido: frente a los que defendían la
plenitud de la autoridad en el pontífice, con predominio de la ley canónica
sobre la civil en todos sus aspectos, no faltaban quienes, influidos por el
derecho romano, compartían el punto de vista del emperador de que la Iglesia
necesitaba la existencia de una soberanía temporal completa para su defensa.
Otto de Wittelsbach, conde palatino, estaba en Roma en el momento de la muerte
de Adriano e influyó seguramente en el desarrollo de los acontecimientos.
Adelantándose a sus colegas, una minoría de partidarios del emperador, procedió
a elegir al cardenal Ottaviano de Monticelli, un sabino de noble cuna que pertenecía
al círculo de amigos de Federico, el cual anunció que tomaría el nombre de
Víctor IV; en una de sus primeras cartas, usando los términos de Constanza,
declaró su voluntad de velar por el «honor del Imperio». Ese mismo día la
mayoría de los cardenales procedía a elegir a Rolando Bandinelli, el
protagonista del enfrentamiento en la Dieta de Besancon, que lomó el nombre de
Alejandro III y se presentó como defensor a ultranza del honor de Pedro».
Gracias a los trabajos de M.
Pacaut (Alexander III, París, 1956) y de M. W. Baldwin \'7bAlexander III and
the Twelfth Century, Londres, 1968) estamos ahora en condiciones de entender
este complicado cisma de dieciocho años. Nacido en Siena hacia el 1100,
Bandinelli era un reputado profesor de derecho de Bolonia, autor de dos libros
muy importantes (Stroma, que es el primer comentario al Decreto de Graciano, y
Sententiae, una especie de suma en que comenta y corrige a su maestro Pedro
Abelardo), promovido cardenal en 1150. En calidad de tal llegó a convertirse en
principal consejero de Adriano IV y en el más decidido defensor de su política.
La polémica entre las dos soberanías no se redujo a Italia y Alemania: se hizo
extensiva a otros reinos, en especial Inglaterra.
La doble elección fue origen de
choques armados: los partidarios de Otlaviano invadieron el aula y, contando
con la mayor fuerza, le pusieron en posesión de Letrán, donde el clero y el
pueblo le aclamaron. Pero ninguno de los electos juzgó prudente ser consagrado
en Roma: Alejandro lo fue en Ninfa, cerca de Velletri (20 de septiembre) y
Víctor en Farfa (4 de octubre). Dadas las circunstancias, muchos, de buena fe,
dudaban de dónde estuviese la legitimidad. Alejandro III tuvo que abandonar
Roma. Fue una gran oportunidad para Federico Barbarroja, que comenzó
declarándose neutral y reclamando para el emperador la decisión final, como si
se tratara de una elección episcopal en discordia de las previstas en el
concordato de Worms. Convocó un concilio en Pavía (febrero de 1160): pero lo
que en él habría de decidirse estaba prejuzgado ya que Ottaviano era llamado
Víctor IV y Bandinelli simplemente cardenal; se trataba de formular, en
ausencia de este último, una doctrina que declarase como Ottaviano era la
sanior pars. El obispo de Aquileia y algunos otros alemanes, comenzando por
Eberhard de Salzburgo, se declararon contra el emperador. John de Salisbury se
encargó de rebatir las tesis de Pavía: la elección de Alejandro III era la
única válida porque, aparte de contar con la mayoría, se había efectuado en
libertad. Entonces el legado Juan de Anagni pronunció dos sentencias de
excomunión, contra Víctor IV y contra Federico (27 de febrero). El papa
confirmó la primera pero no la segunda; seguía buscando vías de negociación con
el emperador.
«Universitas christiana». En
octubre de 1160 se celebró un sínodo en Toulouse, al que asistieron Enrique II
de Inglaterra, Luis VII de Francia y numerosos obispos de ambos reinos y de
España, todos los cuales reconocieron la legitimidad de Alejandro III. Éste, no
pudiendo instalarse en Roma y fracasado el primer contacto con el emperador,
fijó durante más de dos años la residencia en Sens. El clero y las órdenes
monásticas se dividieron: en general, los maestros teólogos y canonistas se
colocaron al lado de Alejandro, que era uno de los suyos. Lo mismo hizo el
Cister. En cambio, Cluny reconoció a Víctor IV.
Alejandro representaba un nuevo
paso hacia esa forma de monarquía pontifi cia asentada sobre una comunidad
(Universitas christianá) en relación con la cual él prefería llamarse vicario
de Cristo en lugar de vicario de Pedro.
La comunidad, verdadero cuerpo
místico, estaba siendo amenazada por desviaciones muy serias que fueron ya
tratadas en los sínodos de Monipelier (1162) y de Tours (1163), en los cuales
se reconoció la necesidad de recurrir a medidas de fuerza para desarraigarlas.
Como un eco de las críticas que se levantaran contra la estructura jerárquica
de la Iglesia y sus medios materiales surgían movimientos que reclamaban la
pobreza absoluta, como era el caso de Pietro Valdo (1140-1217) y sus
discípulos, o que rechazaban abiertamente los fundamentos mismos de la Iglesia,
como sucedía con los cátharos («puros», en el sentido de elegidos) también
llamados albigenses por ser Albi la ciudad don de más proliferaban. Alejandro
confiaría el estudio del problema al legado car denal Pedro de San Crisógono.
Mientras que en los valdenses se apreció en principio un riesgo de desviaciones
si exageraban su doctrina de la pobreza, el catharismo aparecía como una
amenaza a la estructura misma de la sociedad por su negación del matrimonio, en
consecuencia de la familia, y de los principios de autoridad. Siguiendo las
recomendaciones de este legado, Alejandro conminó al conde Raimundo de Toulouse
(1194-1222) una tarea de represión, que debía incluir el encarcelamiento de
herejes, la confiscación de bienes y la destrucción de castillos.
Alejandro retorna a Roma.
Federico Barbarroja, que había rendido Milán (1 de marzo de 1162) disponiendo
su arrasamiento, parecía por primera vez absolutamente dueño de Italia: hasta
Genova y Pisa se le sometían. Venecia co menzó a temer en su dorado
aislamiento. Pero también Luis VII y Enrique II. en la obediencia de Alejandro
III, estaban aprovechando la oportunidad del cisma para incrementar el dominio
que ejercían sobre la Iglesia. En 1162 el monarca británico impuso el
nombramiento de su propio canciller, Tomás Beckel (1117-1170), un universitario
formado en París y Bolonia, como arzobispo de Canterbury. El nombramiento fue
mal recibido porque se pensaba que era únicamente un instrumento de su
política. Entre Francia e Inglaterra se alzaba la misma mujer, Leonor de
Aquitania, casada con Enrique II después de haberse divorciado de Luis VIL Luis
proyectó una solución al cisma mediante un encuentro con Federico Barbarroja en
el puente de San Juan de Losne, sobre el Saona, al que deberían asistir ambos
papas, pero Alejandro rechazó lo que a fin de cuentas se traducía en un
arbitraje ejercido por soberanos temporales entre dos candidatos. Cuan do el
encuentro se realizó, el 19 de septiembre de 1162, Luis no encontró al
emperador sino al canciller, Reinaldo de Dassel. La entrevista se convirtió en
un fracaso. Pero también lo era la iniciativa de Enrique II. Tomás Becket
afirmó desde el primer momento la superioridad del derecho canónico sobre el
civil e impidió a los jueces temporales intervenir en el juicio de un clérigo
de Sarum aunque se trataba de un horrible crimen. El monarca británico comenzó
a trabajar en una ley, publicada en 1164 (Constituciones de Clarendon) que
establecía una prohibición de los obispos de viajar a Roma sin su licencia y
sometía a los clérigos a la justicia ordinaria cuando la materia del delito así
lo requiriese. Becket apeló al papa, que declaró aceptables únicamente tres de
los dieciséis artículos de la ley.
Conseguido el apoyo de los reinos
occidentales y de una manera especial de sus obispos (en este momento otorga a
Alfonso Enríquez el reconocimiento como rey de Portugal), Alejandro III comenzó
a preparar su regreso a Roma. Víctor IV, que viajaba siempre en compañía del
emperador, falleció en Lucca el 20 de abril de 1164. Los ciudadanos, que le
consideraban un antipapa, se negaron a que le enterrasen allí. Dassel, temiendo
que Federico se inclinase por la vía de la negociación, se apresuró a hacer
elegir a Guido de Crema, que tomó el nombre de Pascual III. Hizo dos gestos
hacia la popularidad en Alemania: la canonización de Carlomagno y el traslado
de las reliquias de los Reyes Magos desde Milán a su catedral de Colonia. Ya se
detectaba un movimiento de fuerte resistencia entre las ciudades que se
proponían formar una liga contra el emperador. Como un signo, los lombardos
comenzaron a construir una nueva ciudad, cerca de Tortona (1165), y la llamaron
Alejandría, en honor al papa. También comenzaron a reconstruir Milán. Venecia
se preparaba a respaldar dicho movimiento negociando con Guillermo de Sicilia,
con el emperador de Bizancio y con algunas otras ciudades italianas: la
consigna era frenar al emperador para no poner en peligro los esquemas económicos.
Por el camino del mar Alejandro llegó a Sicilia y, desde aquí, escoltado por
tropas normandas, pudo entrar en Roma el 23 de noviembre de 1166. Pascual III
se retiró a Viterbo.
Asesinato de Becket. Por cuarta
vez el gran ejército imperial descendió sobre Italia. Tomada Ancona, derrotadas
las milicias romanas en Tusculum (29 de mayo de 1167) y huido Alejandro al
seguro refugio de Benevento, pudo Federico entrar en Roma con Pascual III, que
coronó en San Pedro a la emperatriz, Beatriz de Borgoña. Pero entonces —como
dirían los partidarios de Alejandro— la mano de Dios descendió sobre él: una
epidemia de malaria, el mal romano, se abatió sobre el ejército, causando la
muerte de más de dos mil caballeros, entre ellos el duque Federico de Suabia,
Welfo de Baviera y Reinaldo de Dassel (14 agosto 1167). Los invisibles
microbios habían destruido el poderoso ejército alemán. Llegaba al mismo tiempo
la noticia de que Mantua, Bergamo y Brescia, habían tomado la iniciativa (marzo
de 1167) de constituir la Liga lombarda, con el propósito de que las cosas
volvieran al estado en que se hallaban antes de la Dieta de Roncaglia. Cónsules
elegidos por los ciudadanos comenzaron a sustituir a los podestá imperiales.
En 1168 murió Pascual III y
Federico Barbarroja retiró prácticamente su apoyo al sucesor procurado por sus
partidarios, Calixto III, porque comprendía que el cisma era ya un obstáculo
para su política. Por medio de los abades de Citeaux y Claraval trataría de
lograr un acuerdo. También Enrique II se rendía. Había intentado someter a
juicio a Becket por el rechazo de las Constituciones de Clarendon, pero el
arzobispo, tras pronunciar el entredicho, había salido de Inglaterra. Alejandro
III no sólo confirmó su actitud sino que le nombró legado en las islas británicas
(1166). Y Enrique II había decidido aceptarle en Canterbury, sin que Tomás
levantara siquiera las excomuniones pronunciadas contra quienes le
desobedecieran.
Las negociaciones se prolongaron
mientras se afirmaba la posición del papa. Manuel Comneno llegó a proponer a
Alejandro una fórmula para que, deponiendo a Federico, se le reconociese como
único embajador, mientras él, garantizando la unión de las dos Iglesias, le
reconocía como único papa. Aunque esa proposición no podía tomarse en serio, el
pontífice no quiso desecharla radicalmente. Por su parte, Barbarroja estaba
convencido de que sólo una victoria militar podía cambiar ahora el equilibrio
de fuerzas, pero carecía del instrumento fundamental para lograrla: no poseía
un ejército ni los príncipes alemanes estaban dispuestos a proporcionárselo.
Para ellos, y especialmente para Enrique el León, el gran güelfo, el este era
la verdadera meta para Alemania, mientras que Italia era tan sólo la tumba de
las desilusiones.
Tampoco la posibilidad de lograr aliados.
Luis VII se mostraba contrario y el retorno de Becket a Canterbury sólo había
servido para afirmar la posición de la Iglesia en Inglaterra. Un desdichado
comentario de Enrique II hizo que algunos caballeros de su séquito asesinaran a
Tomás en la catedral el 29 de diciembre de 1170. El formidable escándalo obligó
a Enrique II a ofrecer un acto de sumisión completo y las Constituciones de
Clarendon quedaron sepultadas en el olvido. En 1172 el rey hizo penitencia por
un crimen del que se declaraba inocente. Y Alejandro III declaró que Becket
había muerto mártir de la fe.
Legnano. En septiembre de 1174 el
emperador estaba nuevamente en Italia. Se celebraron algunos coloquios con el
papa y las ciudades italianas, que fracasaron: la Liga y Alejandro demostraron
estar dispuestos a no separarse. Tras un último intento de conseguir la ayuda
de Enrique el León, Federico decidió arriesgar la batalla en el campo de
Legnano y la perdió (19 mayo 1176). No puede considerarse como una victoria
decisiva, pero sí suficiente para enterrar el dominium Mundi y abrir
negociaciones. Fueron éstas muy largas y tuvieron por escenario Venecia, adonde
había llegado el papa entre los días 10 de mayo y 21 de junio de 1177. El
emperador abandonaba a Calixto III (también éste, tras un conato de
resistencia, se sometería el 28 de agosto de 1178), firmaba una tregua con las
ciudades lombardas, reconocía a Guillermo de Sicilia como rey, y prestaba
obediencia a Alejandro. Al entrar en Venecia el 24 de julio, Federico se
arrodilló humildemente delante del papa, que le aguardaba a las puertas de la
basílica de San Marcos. Alejandro le dio el beso de paz, juntos entonaron el
Tedeum y en la misa solemne del día siguiente, comulgaron. La paz fue
promulgada solemnemente el 1 de agosto.
/// Concilio de Letrán. Se había
previsto, en las negociaciones, la convocatoria de un concilio ecuménico, el
tercero de los celebrados en Letrán. Se inauguró el 5 de marzo de 1179,
exactamente un año después del triunfal regreso de Alejandro a Roma. Con
trescientos obispos e innumerables clérigos y monjes —incluyendo un enviado
bizantino, Nectario de Casula—, era indudablemente la representación de la
Iglesia universal; así lo expresó, en su discurso de apertura, Rufino, obispo
de Asís. Vencido el Imperio, la Iglesia se dibujaba como la gran monarquía
prevista por los reformadores. Pero no era el poder lo que la caracterizaba,
sino el profundo valor espiritual. Alejandro acogió a los valdenses, alabó su
pobreza, y les pidió moderación, pero les prohibió predicar salvo con permiso
de sus obispos. Se otorgaron plenos poderes al abad de Citeaux, promovido
cardenal obispo de Albano, para ocuparse del catharismo. Muchas cuestiones se
trataron en este importante concilio, cuyo análisis no corresponde hacer aquí.
Se decidió que, en adelante, las elecciones pontificias serían realizadas por
todo el colegio de cardenales sin distinción entre ellos, siendo necesaria una
mayoría de dos tercios para proclamar al electo. Toda la jerarquía se implicaba
en el deber de obediencia, de inferior a superior hasta el papa, debiendo
someterse a examen previo a los candidatos. La Iglesia optaba por la enseñanza
—nacían los estudios generales—, asignando beneficios con renta pero sin cura
de almas a los profesores, dándose de este modo la razón a los maestros
parisinos que escapaban al control de la catedral. Por vez primera se dio la
voz de alarma contra ciertas costumbres de las órdenes militares. Y se
renovaron los decretos contra la usura que englobaban también los créditos
mercantiles.
Lucio III (1 septiembre 1181 - 25
noviembre 1185)
Elección. Ubaldo Alluncingoli,
nacido en Lucca hacia el 1110, ingresado en la orden del Cister bajo el
patrocinio de san Bernardo y cardenal obispo de Ostia y de Velletri, había sido
el negociador de dos documentos esenciales, el tratado de Benevento y la paz de
Venecia. Gozaba de la confianza de Federico Barbarroja, que le había propuesto
como uno de sus interlocutores para aclarar las secuelas del acuerdo. El 21 de
noviembre de 1184 hará un importante regalo a su orden: la absoluta inmunidad
respecto a los poderes episcopales. Como no estaba seguro de la fidelidad de
los romanos ni de su Senado de veinticinco miembros, descontentos porque ni se
habían tenido con ellos las acostumbradas larguezas ni se les había dejado
vengarse de Tusculum, no se hizo consagrar en San Pedro sino en Velletri (5 de
septiembre de 1181); hasta el mes de noviembre no hizo su entrada en Roma,
donde fue recibido con evidente frialdad. Aquí permaneció cinco meses. No tenía
otra garantía de conservar la sumisión de sus habitantes que las tropas del
obispo Christian de Maguncia; pero la muerte de éste, a causa de las
acostumbradas fiebres, en septiembre de 1183, le dejó prácticamente sin
cobertura.
Lucio III era un anciano sediento
de paz. Desde el 22 de julio de 1184 se instaló en Verona aguardando a Federico
Barbarroja, que se demoró hasta el mes de septiembre porque se hallaba
negociando en Constanza una paz más amplia con las ciudades lombardas, hacia
las que se mostró tan generoso que las comunas llegaron a proponerle el cambio
de nombre de la ciudad de Alejandría por el de Cesárea. En octubre y noviembre
los consejeros del papa y del emperador estuvieron negociando; no faltaban las
disensiones, pero el ambiente, en términos generales, podía definirse como de
cordialidad. La presencia del patriarca Heraclio de Jerusalén y de los maestres
de las órdenes milita res, enviados por Balduino IV (1176-1185), provocó que se
antepusiera a cual quier otra cuestión el angustioso trance que atravesaba el
reino de los cruzados desde que Saladino consiguiera unir en una sola mano
Damasco y Egipto. Se acordó la predicación de una nueva cruzada, que habría de
ser la tercera; quedó entendido que en ella iría el emperador.
Albigenses. De esta cruzada y de
otra, contra los herejes del mediodía francés, se había hablado ya en Letrán.
Lucio publicó, el 4 de noviembre de 1184, una bula, Ad abolendum, que según H.
Maisonneuve (Étude sur les orí gines de l’Inquisition» París, 1960) debe
considerarse como la primera raíz del procedimiento inquisitorial. Era
indudable que a los obispos incumbía el deber y el derecho de juzgar a los
herejes en sus respectivas diócesis. Pero, de mu mentó, en las conversaciones
de Verona no se trataron con detalle los métodos a emplear en la extirpación de
la herejía: era un problema demasiado complejo y se acordó confiarlo a otro
concilio que habría de reunirse en Lyon próximámente. Tampoco en el pleito
suscitado por la provisión de la sede de Treveris quiso el papa complacer al emperador.
Se dispuso que los dos candidatos acudiesen a Roma para seguir el proceso
regular en tales casos. Cuando Fede rico le pidió que coronase emperador a su
joven hijo, Enrique, también se negó: dos emperadores simultáneos parecían cosa
poco conveniente.
El 29 de octubre de 1184, en un
golpe genial del emperador, fruto de largas negociaciones, se concertaron los
desposorios de este joven príncipe con Constanza, hija de Guillermo, y llamada
a ser la heredera de Sicilia. Parece que el papa aceptaba este matrimonio, que
evitaba nuevos enfrentamientos y, sobre todo, proporcionaba con Sicilia la base
para la cruzada, pero los cardenales le advirtieron del peligro que significaba
el hecho de que ahora el Patrimonium Petri se encontrara como entre los dos
brazos de una tenaza. Lucio III identificaba el éxito de la próxima cruzada con
la presencia en ella del emperador. Sin embargo, sus relaciones con éste habían
vuelto a hacerse difíciles en el momento de la muerte del papa.
Urbano III (25 noviembre 1185 -
20 octubre 1187)
Los cardenales, sin perder un
día, eligieron unánimemente a Umberto Cr¡velli, cardenal también de San Lorenzo
y arzobispo de Milán. Pertenecía a una de las opulentas familias milanesas que
sufrieran gran daño con el saqueo de los alemanes y su designación puede
interpretarse como un movimiento de oposición a Barbarroja. Se instaló en
Verona y retuvo su sede episcopal evitando así que se cumpliese la norma de que
las rentas de una vacante engrosaran las arcas reales. Al comunicar al
emperador su nombramiento insistió en la voluntad negociadora; y de hecho las
conversaciones en torno a la sede de Tréveris continuaron. A pesar de las
reticencias que el matrimonio despertaba, cuando se celebró el de Enrique VI y
Constanza (27 enero 1186), legados pontificios estuvieron presentes. Urbano III
protestó de que, contra sus advertencias, el patriarca de Aquileia coronara
luego al joven Enrique como rey de Italia.
El papa tomó un poco la
iniciativa de la ruptura: pedía la supresión de las regalías (derecho del rey a
percibir las rentas de las sedes vacantes) y de los spolia (apropiación de los
bienes muebles del obispo o abad difuntos) y, reclamando para sí el juicio
sobre la diócesis de Tréveris, nombró al candidato que rechazaba el emperador,
Folnar. A estos gestos respondió Federico, seguro ahora de la sumisión de las
ciudades lombardas, con gran energía: ordenó ocupar los Estados Pontificios y
bloquear Verona de tal modo que no pudiera tener comunicaciones con el
exterior. El papa trató de alentar una revuelta en Cremona y nombró legado en
Alemania a un enemigo declarado de Barbarroja, Felipe, arzobispo de Colonia.
Pero en la Dieta de Gelnhausen (noviembre de 1186) el emperador recibió el
apoyo unánime de sus nobles y de sus obispos.
Ante esta situación, que equivalía
a derrota, Urbano cedió. Pidió al obispo de Magdeburgo que mediara en el pleito
de Tréveris: estaba dispuesto a permitir una nueva elección, como el emperador
quería. Federico aceptó la propuesta y envió a Verona sus propios agentes
negociadores (1187). Pero cuando éstos llegaron a la ciudad, el papa, que había
recobrado su energía y preparaba ya la bula de excomunión contra el emperador,
se negó a recibirles. Las autoridades de Verona le comunicaron entonces que
deseaban mantenerse fieles a Federico y que, por consiguiente, le rogaban que
abandonara la ciudad. Encaminándose a Venecia, Urbano hizo un alto en Ferrara
porque estaba enfermo y allí murió.
Gregorio VIII (21 octubre - 17
diciembre 1187)
En el mismo lugar los cardenales,
en un giro completo de opinión, eligieron a Alberto de Morra, canciller desde
1178 y hombre de más de setenta años. Nacido en Benevento, fundó en esta ciudad
el monasterio de canónigos regulares a los cuales él pertenecía. Había sido
profesor en Bolonia y legado pontificio en Inglaterra, Portugal y Dalmacia,
siendo el que interviniera en la reconciliación de Enrique II después de la
muerte de Becket. Autor de una Forma dictandi que pretendía mejorar el estilo
de la documentación de cancillería, poseía excelentes dotes de gobierno. Pero
sus electores tuvieron sobre todo en cuenta que, dado el momento duro de las
relaciones, era Gregorio VIII una persona capaz de lograr la paz. Así pareció:
acogió con calor a los enviados de Federico, a quienes Urbano rechazara, y dio
a Enrique VI el título de «emperador electo». Pero su breve reinado de 57 días
apenas le permitió esbozar dos proyectos: el de la reforma de la curia,
acomodando a sus miembros a las costumbres premonstratenses, y la preparación
de la cruzada. Emprendió el viaje hacia Roma por Módena, Parma y Lucca, pero al
llegar a Pisa murió.
Clemente III (19 diciembre 1187 -
30 marzo 1191)
Elección. Ahora todo se hallaba
pendiente de la cruzada. El 3 de julio de 1187 Saladino (1138-1193) había
destruido a la caballería cristiana en Hattin y era dueño de Jerusalén y de
casi la totalidad del reino; los cruzados conservaban algunas posesiones en la
costa en situación angustiosa. Los cardenales, reunidos en Pisa, sabían que era
necesario elegir un papa que fuera capaz de organizar la cruzada. Pensaron en
Teobaldo, obispo de Ostia, que declinó la oferta, y se decidieron en favor de
Pablo Scolari, cardenal obispo de Prenestc (Palestrina), un miembro muy rico de
la aristocracia romana, aunque de mala salud. Desde niño se le había preparado
cuidadosamente para el servicio de la Iglesia y era un hombre muy hábil, capaz
de conservar la paz. Cumplió estas esperanzas.
Gracias a un buen entendimiento
con León de Monumenta, senador de Roma y colaborador de Federico Barbarroja, se
alcanzó un acuerdo con el gobierno de la ciudad, poniendo fin a un exilio de
seis años. Desde febrero de 1188 el papa pudo reinstalarse con los suyos en
Letrán. Un pacto con el Senado (31 de mayo) le aseguró el reconocimiento de
éste con juramento de fidelidad, así como el abono de todas las rentas
pontificias. A cambio, Clemente III se comprometió a pagar con cargo a éstas
fuertes subvenciones y a consentir la entrega de Tusculum a la merced de los
romanos.
El emperador va a la cruzada. El
tratado de Estrasburgo (3 de abril de 1189) lograba también la reconciliación
con el emperador. Las tropas de Enrique VI (Federico Barbarroja estaba ahora al
frente de la cruzada) accedieron a retirarse de los Estados Pontificios, pero
se reservaba en ellos el honor Impedí, es decir, la soberanía temporal del
emperador. Los antiguos dominios de Matilde no fueron jamás devueltos. Y el
papa se comprometió a coronar a Enrique emperador. Sin duda las concesiones
pontificias parecieron excesivas: pero la situación de la Cámara era tan desastrosa
(Cencío Savelli fue entonces nombrado tesorero con la dificilísima misión de
poner orden en unas rentas que estaban profundamente quebrantadas) y la
necesidad de cruzada de tanto agobio, que difícilmente hubiera podido
procederse de otra manera.
Clemente III hizo los mayores
esfuerzos en favor de la tercera cruzada, comprometiendo su propio prestigio.
Logró la paz entre Genova y Pisa y la reconciliación de Venecia y Hungría a fin
de disponer de fuerzas marítimas. El cardenal de Albano, por su encargo, consiguió
una reconciliación entre Felipe II de Francia (1180-1223) y Ricardo I de
Inglaterra (1189-1199). Por primera vez los tres grandes reyes de Europa
tomaban la cruz, aunque cada uno mandaba su propio ejército. Para dar mayor
realce a la liturgia de la misa Ciernenle III ordenó entonces que se practicase
la elevación de la forma y del cáliz después de la consagración.
El 18 de noviembre de 1189,
cuando todos los caminos resonaban al paso de los cruzados, murió Guillermo de
Sicilia sin hijos varones y le sucedió su yerno, Enrique VI. Pero el reino no
se le entregó. Un nieto de Roger II, Tancredo de Lecce (1190-1194), organizó
una resistencia armada a los alemanes: logró consolidarse en Sicilia y penetró
también en Apulia y Calabria. Esto afectó a la cruzada porque Ricardo reconoció
a Tancredo, mientras Felipe se mantenía al laclo de Enrique VI. Para el nuevo
emperador, ahora era Ricardo un enemigo. Clemenle III luvo tiempo de ver el
fracaso final de la obra por la que tanto había trabajado: Felipe II regresó
inmediatamente después de la conquista de Acre, obteniendo del papa el
reconocimiento de que él ya había cumplido su voto. Y además llegó la noticia
de que Federico Barbarroja, la suprema esperanza, había muerto el 10 de junio
de 1190, cuando se bañaba en las aguas frías del río Saleph.
Celestino III (marzo 1191 - 8
enero 1198)
Elección. Jacinto Boboni-Orsini,
cardenal diácono, tenía 85 años de edad cuando fue elegido por sus condiciones
conciliatorias. Era discípulo de Pedro Abelardo, a quien, con gran indignación
de san Bernardo, defendiera en el sínodo de Sens (1140). Celestino II, que
fuera su compañero de estudios, le promovió cardenal y, desde entonces, prestó
muy grandes servicios a la Iglesia por su habilidad negociadora. Adriano IV,
Alejandro III y Federico Barbarroja depositaron su confianza en él y santo
Tomás Becket dijo en cierta ocasión que era uno de los dos cardenales
incorruptibles. Fue ordenado sacerdote y consagrado los días 13 y 14 de abril
de 1191, tomando el nombre de Celestino en honor de quien fuera su amigo.
Enrique VI se hallaba entonces a las puertas de Roma, esperando ser coronado
emperador y, aunque el papa tenía ciertas reservas al respecto, consintió en
celebrar la ceremonia al día siguiente de su propia elevación al solio (15 de
abril 1191).
Discordia con el emperador.
Enrique VI tenía prisa por marchar hacia el sur para tomar posesión de la
herencia de su mujer, ya que Tancredo se había proclamado rey sin que el papa
hubiera formulado ninguna oposición. Celestino trató de disuadir al emperador,
no tuvo éxito y al final el joven Enrique sufrió una derrota y Constanza quedó
prisionera de Tancredo, que al poco tiempo la libertó. Durante el viaje de
retorno a Alemania, el emperador celebró una entrevista con Felipe II de Francia
en Milán, y aquí acordaron una estrecha alianza contra los enemigos comunes.
Apuntaban de una manera especial a Ricardo Corazón de León, aliado de Tancredo.
Una de las consecuencias de este acuerdo sería la prisión de Ricardo cerca de
Viena, cuando trataba de regresar a su reino. Esta prisión constituyó un gran
escándalo y Celestino III amenazó a Leopoldo de Austria (1157-1194) con la
excomunión si no liberaba al cautivo; lo que hizo el margrave fue entregarlo al
emperador.
A esta fuente de discordia se sumó
otra cuando, al vacar el obispado de Lieja, se produjo una elección disputada.
Enrique VI intervino para desechar a los dos candidatos y designar directamente
a Lotario de Hochstaden. El candidato que reunió más votos, Alberto de
Brabante, apeló a Roma, y Celestino III, reconociendo su derecho, le confirmó
obispo. Alberto se hizo consagrar en Reims porque el emperador había prohibido
su entrada en Lieja y, al cabo de poco tiempo, murió asesinado. Aunque Enrique
prestó juramento exculpatorio, la voz pública le acusaba, pues los asesinos
fueron condenados únicamente a una leve pena de destierro. Se tenía la
sensación de que el emperador trataba de retorcer las condiciones de Worms,
convirtiendo su «presencia» en las elecciones en nombramientos directos. Precaviéndose
ante un posible enfrenlamiento, Celestino III reconoció a Tancredo como
legítimo rey de Sicilia y firmó con él un acuerdo (Gravina, julio de 1192) muy
favorable para la soberanía pontificia.
P. Fabrc, L. Duchesne y G. Mollat
(Le Líber censuum de l’église romaine, París, 1952) otorgan una decisiva
importancia a este pontificado, en un aspecto concreto. Como sabemos, Cencio
Savelli estaba al frente de la Cámara; Celestino le confirmó encargándole
además una reforma a fondo, que comenzó con una estima rigurosa de los
recursos. Antes de 1192 se había concluido el Líber censuum, que es el registro
minucioso de las 682 propiedades del papa. Un proceso de centralización que se
estaba aplicando también a los aspectos judiciales: la curia romana se estaba convirtiendo
en el gran tribunal supremo de la cristiandad. Ante las monarquías en
organización, la administración pontificia se convertía en un modelo a imitar.
Se desmantelan los Estados
Pontificios. Cien mil marcos tuvo que abonar Ricardo Corazón de León al
emperador por su rescate; sus vasallos hicieron en esta ocasión un gran
esfuerzo. Con este dinero, y aprovechando la muerte de Tancredo (20 febrero
1194), pudo Enrique VI organizar su segunda expedición a Sicilia, esta vez con
éxito. El día de Navidad de 1194 se hizo coronar rey en esa misma catedral de
Palermo donde hoy yace enterrado. Al día siguiente la reina Constanza alumbraba
al que sería Federico II. Los antiguos dominios de la Iglesia en el Realme
fueron desmantelados y se procedió a una desmembración de los Estados
Pontificios. La reina Constanza fue reconocida como reina y regente de Sicilia;
los antiguos dominios de Matilde se cambiaron en ducado de Toscana entregado al
hermano del emperador, Felipe de Suabia (1177-1208); Conrado de Urslingen fue
designado duque de Spoleto, mientras que Markward de Anweiler se titulaba
marqués de Ancona y duque de Romagna.
Poco quedaba en pie del
Patrimonium Petri, sometido todo él al «honor del Imperio» y distribuido
arbitrariamente. Pero Enrique buscó la conciliación presentando en 1196 al papa
un gran proyecto de cruzada: aquella que daría a la cristiandad, es decir, al
Imperio, la Tierra Santa y los dominios de Oriente, donde ya León de Armenia y
Amalrico de Chipre se habían declarado vasallos. Celestino no podía rechazar la
oferta ni tampoco dejar de temer sus consecuencias. Presentó quejas por el
tremendo despojo sufrido y por la opresión a que estaban siendo sometidos los
obispos en Sicilia. Entonces Enrique le propuso una solución: que el papa
renunciase a todos estos dominios, recibiendo en cambio una renta fija cargada
sobre los ingresos de las catedrales mayores: una solución que consistía en
obligar a otros a compensar por el despojo padecido. En Alemania estas acciones
de Enrique VI y, sobre todo, el plan que se advertía de transformar Alemania c
Italia en una sola y gran monarquía hereditaria, comenzaba a despertar una
nueva oposición. De pronto, como una demostración de la fragilidad de las cosas
de este mundo, Enrique VI murió el 28 de septiembre de 1197, precediendo en
pocos meses a Celestino III.
Este papa puede considerarse como
un fuerte impulsor de la paz en todos los reinos, aunque con mediano éxito. Por
ejemplo, aunque declaró nulo el divorcio de Felipe II con su primera esposa,
Ingeborg de Dinamarca (mayo de 1195) no fue obedecido. Intervino en España para
que cesaran los enfrentamientos entre Portugal, León, Castilla y Navarra a fin
de formar un frente único contra los almohades, y obtuvo buenas palabras y no
mucho más. Tampoco consiguió hacerse obedecer por Ricardo, que buscaba a todo
trance la venganza contra Francia. Convencido de que nada de esto conducía a
mayor prestigio de la Sede Apostólica, en el verano de 1197 propuso a los
cardenales abdicar, aigo que ellos rechazaron. Y sin embargo debe decirse que,
aunque las circunstancias no le favorecieran, había conseguido ser un hombre de
paz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario