Inocencio III (8 enero 1198 - 16
julio 1216)
Gran figura. Los seis volúmenes
que A. Luchaire (Innocent III, París, 1904-1908) publicó hace ya muchos años,
que siguen siendo considerados como el gran estudio clásico, permiten
establecer dos cosas: el pontificado de Inocencio III indica la cumbre de la
monarquía eclesiástica medieval y, al mismo tiempo, señala el tránsito hacia
una época nueva en que la Iglesia trata de organizarse mediante esquemas
jurídicos que se apoyan en los Decreta de Graciano. Hijo de Trasimundo, conde
de Segni, había nacido en Gravignando en torno a 1160; no había cumplido aún 38
años cuando, el mismo día de la muerte de Celestino III, los cardenales le
designaron para sucederle, por mayoría simple en la primera votación y por
unanimidad en la segunda. Gran orador, cantaba bien y se hacía notar por sus
costumbres sencillas y una modestia que revestía de frugalidad. Sin embargo,
como indica J. Clayton \'7bPope Innocent and his times, Milwaukee, 1941), la
época, de plena madurez, desborda en ocasiones a la persona. «Demasiado joven»,
comentó el poeta Walter von der Vogelweide.
No lo era intelectualmente. Hasta
1187 había estudiado en París, donde tuvo como maestro a Pedro de Corbeil y
como compañeros a Esteban Langton y a Roberto de Courcon, que llegarían a ser
cardenales y grandes colaboradores suyos. Pasó a Bolonia donde, con Huguccio de
Pisa, se convirtió en verdadero maestro de leyes. En 1189 su tío, Clemente III,
le nombró cardenal diácono de los Santos Sergio y Baco. Con Celestino III
atravesó, a causa de rivalidades familiares, un tramo de oscuridad que
aprovechó dedicándose a escribir. Dos obras suyas destacan especialmente: De miseria
humanae conditionis (nada torna tan miserable al hombre como el pecado) y De
missarum mysteriis, que es una explicación de la misa en términos alegóricos.
Escogió el nombre de Inocencio como una memoria hacia la reforma que el papa de
1130 emprendiera, y retrasó deliberadamente su ordenación sacerdotal y
consagración hasta el 22 de febrero para hacerlas coincidir con la fiesta de la
cátedra de San Pedro.
La gran preparación jurídica
resultó esencial en toda su obra. En muchos de sus escritos hallamos una
exposición de las ideas que tenía acerca del primado de Roma. El título de
vicario de Cristo demostraba que el papa es un mediador entre Dios y los
hombres cuya autoridad, en espíritu de servicio, se extiende no sólo a la
Iglesia, sino al mundo entero, una idea que vemos reactivada en nuestros días a
través del Concilio Vaticano II: como F. Kempf (Papsttum und 204 DICCIONARIO DE
LOS PAPAS Y CONCILIOS Kaisertum bei Innocenz III, Roma, 1954) y algunos otros
autores han señalado, tal autoridad, plenitudo potestatis que Inocencio
reivindicaba, se refería al or den espiritual y no al temporal, y el servicio
se refería a la humanidad enteía más allá de los límites de la cristiandad.
Esto no significa que no se produjesen intervenciones en el orden temporal, referidas
a dos aspectos: la defensa de la moral, cuando era conculcada, y el
restablecimiento de la paz entre cristianos. Ese derecho a intervenir se
explicaba únicamente ratione peccati. No dejaba de llamar la atención a reyes y
príncipes de que gobernaban hombres que, ante todo, eran cristianos, y que para
éstos la salvación eterna, que únicamente la Iglesia hace viable, era la
verdadera meta de la existencia. En el IV Concilio de Letrán se estableció que
así como resultaba intolerable la intervención de los laicos en asuntos
espirituales, debía rechazarse también la de los clérigos en los temporales.
El programa. El pontificado de
Inocencio III incluye un programa con cuatro puntos principales: el
restablecimiento de la independencia de los Esta dos Pontificios, gravemente
alterada por Enrique VI, lo que obligaría a medidas cerca del Imperio y de los
reinos; desarrollo de la cruzada que restañase los terribles efectos de Hattin
y enmendase los errores de la tercera; la destrucción de la herejía; y la reforma
de la Iglesia en la cabeza y en los miembros. Estaba convencido de que la
libertad de movimientos del pontificado estaba ligada a la libre posesión del
antiguo Patrimonium Petri. Hubo de emplear en esta tarea muchos años. Hasta
1206, habiendo ya recobrado el ducado de Spoleto y la marca de Ancona (nunca
lograría la devolución de Toscana ni de Romagna) no quedó perfilado el espacio
territorial que debería conservar la Iglesia, con dificultades, durante siglos:
una franja de mar a mar que separaba la Italia del norte de la del sur. Ese
sur, consolidado como reino de Nápoles, era de hecho, va sallo de la sede
romana.
Ayudó, en consecuencia, a
Constanza, la reina viuda, a ejercer la regencia de su hijo Federico II y,
cuando ella murió (27 de noviembre de 1198), el pro pió papa asumió estas
funciones. Para salvaguardar la herencia de Federico II tendría que batallar
durante diez años y a veces con rudeza. Es indudable que uno de los objetivos
que interesaba conseguir era la separación de Sicilia y el Imperio, aunque,
llegado cierto momento, tampoco tendría inconveniente en impulsar la
candidatura del joven rey de Sicilia para el Imperio. No cabe duda de que
Inocencio III prestó al Staufen un enorme servicio: probablemente sin él no
habría podido Federico ni siquiera conservar Sicilia. El vasallaje era una
condición seria. Se hizo extensiva a otros reinos, Aragón, Hungría y Dinamarca,
cuyos soberanos le consideraban como salvaguardia.
En numerosas ocasiones Inocencio
III explicaría que la paz y la justicia han sido encomendadas por Dios a dos
potestades, la espiritual, que es única, y la secular, que ejercen diversos
príncipes compartidamente. En consecuencia, la autoridad del papa es universal,
mientras que la del emperador en relación con toda la cristiandad se limita a
cierta superioridad de honor. La diferen cia con nuestro propio tiempo se
aprecia mejor si se tiene en cuenta que mu chas de las cuestiones actualmente
reguladas por el derecho civil, como el matrimonio, la familia, la propiedad,
la herencia y los créditos, estaban entonces en el ámbito del canónico,
resultando además sumamente difícil separar las acciones políticas del
comportamiento moral. La doctrina del dominium Mundi que enarbolara Reinaldo de
Dassel en la época de Federico I, era radicalmente rechazada.
Güelfos y gibelinos. Los
príncipes alemanes aprovecharon la oportunidad de la muerte de Enrique VI para
reafirmar el carácter electivo de la corona imperial. Prescindiendo de
Federico, demasiado niño, se dividieron: la mayoría se (inclinaba en favor de
Felipe de Suabia, hermano de Enrique VI; pero una minoría importante lo hizo
por Otón de Brunswick (1175-1219), el hijo de Enrique el León. En Italia la
división se materializó en dos partidos, los gibelinos en favor de los Staufen
y los güelfos que aclamaban a su rival. Más allá de los candidatos, güelfismo y
gibelinismo iban a significar doctrinas políticas distintas: el primero
aceptaba la supremacía pontificia, reclamando una pluralidad temporal que
sustentaba también el autogobierno de las ciudades; el segundo la rechazaba.
Estalló en Alemania, como en Italia, la guerra civil. Inocencio, por medio de
su legado, el cardenal Guillermo de Palestrina, trató de intervenir sin
inclinarse al principio en favor de ningún bando. El legado llegó a proponer a
los dos partidos como solución un arbitraje papal, con la posibilidad de
escoger a un tercero si no llegaban ambos rivales a un acuerdo. Otón de
Brunswick, siendo al principio el más débil, negoció con el papa. Felipe de
Suabia rechazó toda intervención. De este modo se llegaría a la decisión que se
comunicó el 1 de marzo de 1201: Otón de Brunswick iba a ser reconocido. Cuando
los partidarios de Felipe de Suabia protestaron, el papa explicó su doctrina en
la bula Venerabilem: a los príncipes corresponde sin duda elegir emperador,
pero es atribución del papa escoger entre los electos quién puede servir mejor
a la Iglesia.
El choque con Francia. Esta
decisión afectaba no sólo a Alemania, sino a lodo el Occidente. J. A. Watt
\'7bThe theory of papal Monarchy in the Thirteenth Century, Londres, 1965)
insiste en considerar que es precisamente en Inglaterra y Francia donde se
descubren mejor las implicaciones de la autoridad universal que Inocencio III
reclamaba. Felipe II era un aliado imprescindible frente a los gibelinos, pero
se hallaba inmerso en un problema moral de grandes proporciones: casado con
Ingeborg de Dinamarca, la había abandonado tras la noche de bodas declarando
que la dama padecía frigidez tan absoluta que hacía imposible las relaciones
conyugales; una asamblea de obispos reunida en Compiegne (1193) aceptó, con
otro tipo de argumentos, la nulidad de dicho matrimonio y que Felipe casara con
Inés de Meraunia. Inocencio no podía aceptar ese atentado a la moral: amenazó
con la excomunión si no se reintegraba a Ingeborg al trono, haciendo que todo
el asunto se examinase en un sínodo especialmente convocado en Soissons para el
mes de marzo de 1201.
Felipe debía demasiadas cosas al
papa, aunque también esperaba mucho de su alianza con los Staufen. El legado
Pedro de Capua había intervenido hasta conseguir que Ricardo de Inglaterra
hiciera un alto en sus ataques y firmara una tregua de cinco años (1198) cuando
las cosas iban mal para Francia. El rey de Inglaterra murió poco tiempo después
cuando sitiaba un castillo rebelde. Su sucesor, Juan sin Tierra (1199-1216),
agriamente denostado en su propio país, ya no resultaba peligroso: los
franceses comenzaron a invadir territorios del Imperio angevino. Inocencio, que
necesitaba de la paz para impulsar la cruzada, intervino con gran fuerza: el
acuerdo de Peronne (2 enero 1200) pacificó la frontera de Flandes; el de Goulet
(22 mayo 1200) selló la reconciliación de Felipe con Juan sin Tierra. La boda
de Blanca de Castilla, sobrina de Juan e hija de Alfonso VIII de Castilla, con
el futuro san Luis, iba a ser la garantía suprema de paz. Una enorme
indemnización fue ofrecida en concepto de dote, tomándola de lo que en tiempos
fueran dominios de la abuela de la novia, Leonor de Aquitania.
Felipe II protestó de las intenciones
de Inocencio de reconocer a Otón de Brunswick; se iba a constituir una alianza
entre Alemania e Inglaterra muy perjudicial para su propio reino. La
preocupación en estos momentos le inspiró, tal vez, la conducta en el sínodo de
Soissons, que se reunió como estaba previsto. Felipe interrumpió las
deliberaciones presentándose en el aula, afirmó que reconocía a Ingeborg como
su esposa, la subió a caballo y se la llevó… para encerrarla en la torre de
Étampes. La reina consiguió sin embargo burlar la vigilancia a que estaba
sometida, y hacer llegar al papa un mensaje lleno de angustia. Inocencio III
montó en cólera. Era el momento difícil de la gran rebelión en Sicilia contra
Federico II y esto le obligaba a negociar, pero sin contemplaciones: tardaría
muchos años, hasta el 1213, pero Ingeborg fue reina de Francia.
. Las protestas francesas fueron
eficaces. Inocencio III no llegó a romper las relaciones con Felipe de Suabia
y, propugnando una paz negociada, volvió a la que podría calificarse de postura
neutral. Los Staufen triunfaban, Otón daba pocas muestras de respetar los
derechos de la Iglesia y, de hecho, el conflicto creciente con Juan sin Tierra
inspiraba desconfianza por su alianza con los ingleses. Además, el proyecto de
cruzada estaba sufriendo uno de los golpes más demoledores que cabe imaginar.
Cruzada de 1204. Inocencio había
puesto mucho empeño en resolver la cuestión de Oriente, en sus dos facetas, muy
mezcladas entre sí: lograr la unidad de las dos Iglesias y recobrar el dominio
de los Santos Lugares. Al ser Jerusalén un reino vasallo, en las mismas o más
fuertes condiciones que el de Sicilia, respecto a la Sede Apostólica, el papa
desempeñaba en este tema un protagonismo muy especial. Inocencio recogió una
tendencia heredada pero inyectó nuevo vigor: dos predicadores, el abad
cisterciense del monasterio alemán de Pairis (Colmar) y el francés Fulco de
Neully, estaban tratando de galvanizar a los caballeros para conseguir, como en
1095, un gran ejército más homogéneo, sin que estuviesen presentes los reyes
con sus rivalidades. A finales de 1199 parecía convenido que el conde Teobaldo
de Champagne fuera el jefe de este ejército que, por hallarse cerrados los
caminos de tierra, era preciso transporlar por mar. Inocencio III tomó contacto
con Amalrico II de Jerusalén, que en realidad poseía sólo Acre y algunas otras
fortalezas de la costa, y con León de Armenia de Cilicia, porque estos dos
territorios debían ser la base de partida. En 1200 escribió a Alejo III de
Constantinopla (1195-1203) explicándole estos proyectos, recabando su
colaboración y aludiendo en defintiva al siempre espinoso problema de la unión.
Pero Alejo no era un aliado seguro: se trataba de un usurpador que tenía al
emperador Isaac II (1185-1195) ciego y en la cárcel, mientras que el hijo de
éste, también llamado Alejo, se encontraba en Venecia.
La experiencia recogida
aconsejaba utilizar este ejército, sobre el papel muy considerable, para la
conquista del delta del Nilo, que era la verdadera garantía de que pudiera
retenerse Jerusalén. Era una empresa que afectaba directamente al comercio
veneciano. En febrero de 1201 seis caballeros, entre ellos el cronista
Godofredo de Villehardouin (1160? - 1212?), negociaron en Venecia las
condiciones para el transporte. El dux Enrique Dándolo (1192-1205) se
comprometió a conducir un contingente de 4.500 caballeros, 9.000 escuderos y
20.000 infantes —cifra que nunca se alcanzó— a cambio de 85.000 marcos de plata
que debían serle entregados antes de mayo de 1202 y de la mitad de las
conquistas que en la expedición se lograsen. Inocencio puso como condición a
este contrato que no fuera dañado en sus derechos ningún príncipe o súbdito
cristiano. Llegado el momento, y como los cruzados no habían podido reunir más
que 50.000 marcos, el dux propuso a Bonifacio de Monferrato (1192-1207), que
por muerte de Teobaldo mandaba la cruzada, que se le indemnizase ayudándole en
la conquista de Zara. Los cruzados, concentrados en el Lido y sin recursos,
aceptaron la propuesta. Inocencio se encolerizó, pues Zara era una ciudad
cristiana, y excomulgó a Enrique Dándolo.
Felipe de Suabia y el dux de
Venecia pusieron a Monferrat en contacto con aquel príncipe Alejo, hijo de
Isaac II, que había venido a buscar ayuda en Occidente. Les propuso, si
restauraban a su padre en el trono, contribuir a la expedición con 200.000
marcos de plata y 10.000 hombres. Cogidos ya en la trampa los cruzados
aceptaron lo que Steven Runciman (Historia de las Cruzadas, 3 vols., Madrid,
1965) llama «descomunal locura». Convertidos en mercenarios expulsaron a Alejo
III, le sustituyeron por Alejo IV, y cuando éste fue derribado por un
usurpador, Murzuplos (Alejo V), simplemente tomaron la ciudad y se quedaron con
ella. Los actos de pillaje y crueldad fueron espantosos. Los cruzados
restablecieron el Imperio, pero eligiendo a uno de los suyos, Balduino de
Flandes (1204-1205), como emperador; al otro lado del Bosforo los bizantinos
organizaron inmediatamente la resistencia.
Imperio latino. Se había colocado
al papa ante hechos consumados. Inocencio mostró una profunda indignación
cuando supo lo que había sucedido y más aún cuando conoció que su legado, el
español Pelagio, había cambiado el voto de los cruzados de ir a Tierra Santa
por el de defender durante dos años la nueva Romanía. Es indudable que se habían
cometido tres gravísimos errores que durante siglos pesarían sobre la vida
europea:
No se habían llevado los
refuerzos imprescindibles para sostener las po siciones de Tierra Santa,
encerradas en una defensiva sin esperanza. Por fortuna para estos puertos, el
sultán había aceptado una tregua de diez años para evitar los desastres que
temía, y Amalrico II había encontrado para su hija María un marido, Jean de
Brienne (1148-1237), que gozaba de la confianza de las órdenes militares y
tenía capacidad para la política que se precisaba.
Se había destruido la barrera
bizantina que defendía Europa de los turcos, y aunque Teodoro Lascaris, en
Nicea, había restablecido el Imperio, éslc era apenas una sombra y jamás se
recobraría.
La separación entre las dos Iglesias
había dejado de ser una cuestión de disciplina religiosa para convertirse en
nacional. «Griego y ortodoxo» se identificaron frente a «franco y papal», que
despertaba el odio popular.
Inocencio III trataría de
enmendar el desastre sacando ventajas de una mala situación. Ante todo envió 40.000 libras de
plata (Felipe II hizo otro tanto) a Jean de Brienne para emplearlas en la
defensa. Intentó que el patriarca Juan Camatero, huido el mismo día de la toma
de Constantinopla (12 de abril de 1204) regresara a su sede. Por medio de otros
legados, Pedro de Capua y Benedicto cardenal de Santa Susana, intentó luego la
negociación con los eclesiásticos bizantinos, pero la oposición fue absoluta.
Un nuevo patriarca ortodoxo fue elegido en Nicea. En 1214, y coincidiendo con
el Concilio de Letrán, el papa llegaría incluso al reconocimiento de Teodoro
Lascaris, intentando la reconciliación. Demasiado tarde: los odios habían
crecido demasiado.
Rigor en la moral. El dramático
suceso de 1204, del que Inocencio III fue víctima y no autor, pesó sin embargo
sobre una política que se estaba haciendo presente en toda Europa. Dos
prelados, Absalon de Lund y Enrique Kietlicz, de Gniesen, ejercieron la
representación de dicha autoridad en Escandinavia y Polonia respectivamente. Mantuvo
firmes los principios de la moral: negó a Pedro II de Aragón, su vasallo, el
divorcio que reclamaba respecto a María de Montpellier (la madre de Jaime I) y
mantuvo con firmeza la separación de Alfonso IX de León de sus respectivas
esposas, Teresa de Portugal y Berenguela de Castilla, por razón de parentesco.
El sacramento del matrimonio era igual para reyes y súbditos. La política de
cruzada se apuntó en la península un gran éxito cuando, en 1212, en la batalla
que se llamó luego de las Navas, el Imperio almohade recibió el golpe que le
haría desaparecer.
El domingo de Bouvines. La
alianza güelfa, que se presentaba a sí misma como favorable al papa, estaba
revelando ya matices muy distintos. En julio de 1025 murió el arzobispo Walter
de Canterbury. Los canónigos, que formaban una congregación, eligieron al
subprior de la misma, Reginaldo, pero los obispos sufragáneos se quejaron al
rey de no haber sido consultados y Juan aprovechó la oportunidad para forzar
una nueva elección en favor del obispo de Norwich, Juan Gray. Inocencio III
recibió la causa en grado de apelación y, utilizando a los ingleses que
residían en Roma, hizo elegir a su compañero de estudios el cardenal Esteban
Langton, al que personalmente consagró (junio de 1207). En una carta del 26 de
mayo de este mismo año, el papa había puesto a Juan en guardia contra los malos
consejeros que le rodeaban, apartándole de Dios y de la Iglesia. La respuesta
del rey fue prohibir a Langton la entrada en Inglaterra y la persecución de
clérigos y monjes que se oponían a su gobierno, confiscando bienes. En marzo de
1208 Inocencio pronunció el entredicho sobre Inglaterra y, pocos meses más
tarde, excomulgaba a Juan.
De pronto llegó la noticia de que
Otón de Wittelsbach había asesinado a Felipe de Suabia (21 junio 1208).
Unánimemente las Dietas de Halberstadt y de Frankfurt reconocieron entonces a
Otón IV. El 22 de marzo de 1209, en Spira, garantizó a los legados pontificios
las tres condiciones esenciales que formaban la promesa del güelfismo: libertad
en las elecciones eclesiásticas, derecho a apelar en todas las causas a Roma, y
garantía para el Patrimonium Petri en la forma tradicionalmente establecida. El
4 de octubre del mismo año, Otón era coronado en Roma. Pero el emperador no
cumplió su palabra. Afirmaba que la soberanía temporal le correspondía en todos
los casos y que Sicilia formaba parte del Imperio. Cuando las tropas alemanas,
en el otoño de 1210, cruzaron la frontera de Nápoles, Inocencio, que era el
soberano feudal del Realme y regente del mismo, excomulgó a Otón y desligó a
sus súbditos del juramento de fidelidad. El papa recomendó entonces a los
príncipes electores que eligieran al hijo de Enrique VI, aquel Federico que era
su pupilo y protegido. Ellos lo hicieron así en la Dieta de Nurenberg. A su
paso por Roma, Federico garantizó las libertades de la Iglesia, el esfuerzo del
Imperio en favor de la cruzada, y la separación entre Sicilia y Alemania. El 5
de diciembre de 1212 Federico era reconocido como emperador electo y establecía
una alianza, como ya tuviera su padre, con Felipe II de Francia.
Los términos se habían invertido.
El papa era gibelino y los reyes güelfos estaban excomulgados. Una guerra
general entre ambos mandos iba a resolver el futuro de Europa. En febrero de
1213 Inocencio desligó a los británicos del juramento de fidelidad y encargó a
Felipe II del cumplimiento de la sentencia. En la propia Inglaterra, donde
Esteban Langton era ya una bandera, los barones vieron la gran oportunidad para
sacudirse la «tiranía» del rey Juan. Mientras la guerra general en Europa
alcanzaba su punto culminante, Juan sin Tierra tuvo que capitular: pidió perdón
al legado Pandulfo, admitió a Langton y declaró a sus reinos vasallos de la
sede romana, comprometiéndose a pagar un censo anual de mil libras, 700 por
Inglaterra y 300 por Irlanda. Dicho censo sería abonado regularmente hasta
1366. También Federico II hizo semejantes promesas. La bula de oro de Eger (12
julio 1213) —sellar con oro era la forma más solemne de la cancillería
imperial— garantizaba las promesas dadas y la separación entre Sicilia y el
Imperio.
La guerra entre las dos
coaliciones se resolvió un domingo —lo cual era un atentado o una prueba del
principio de la Tregua de Dios— en Bouvines (27 de julio de 1214). Juan sin
Tierra volvió a su país derrotado y Otón IV prácticamente desapareció. El
legado Roberto de Courcon, otro de los hombres de confianza de Inocencio, medió
para lograr una paz de cinco años (18 septiembre 121.4) en que cada parte
conservaba sus posiciones. Los nobles no se conformaron con esle magro
resultado y, agrupándose en torno a Langton, impusieron al rey la llamada Carta
Magna, un documento que transformaba el compromiso vasallático en fundamento de
las libertades del reino. Inocencio III condenó la Carta Magna, salvo unos
pocos artículos, porque amenazaba los derechos de la Iglesia al establecer la
preeminencia de la comunidad política y por el modo violento como había sido
conseguida. Langton, suspendido de nuevo por el rey en sus funciones, acudió al
Concilio de Letrán, pero la suspensión no fue levantada.
A pesar de todo, Inocencio
insistía en la necesidad de una cruzada que devolviese Jerusalén a la
cristiandad. Ni siquiera el extraño episodio de la «cruzada de los niños» —un
movimiento que afirmaba que sólo muchachos desarmados entre 10 y 18 años sería
capaz de lograr esa restitución— le desanimó. Uno de los grupos llegó a Roma
desde donde fueron los niños devueltos a sus casas, pero los que se embarcaron
en Marsella perecieron en naufragios o fueron vendidos como esclavos en Egipto.
En 1213 la cruzada volvió a ser objeto de predicación, señalándose ya el lugar
y la fecha en que tendría lugar la partida, Brindisi, el 1 de junio de 1217.
Una nueva fuente de futuros daños para la Iglesia estaba surgiendo en torno a esta
cuestión: la indulgencia plenaria (es decir, el perdón sobre el reato de pena
que deja la culpa después de confesada) que se concedía a los cruzados podía
lucrarse ahora mediante la entrega de dinero que permitiese armar soldados. Al
mezclarse esta limosna con el diezmo destinado a las cruzadas se entraba en un
peligroso camino, como si pudieran obtenerse tan importantes beneficios
espirituales por medio de dinero.
Lucha contra el catharismo. Estas
dificultades avivaban en el papa los deseos de reforma. El catharismo se seguía
extendiendo por el sur de Francia, haciéndose ya presente en países limítrofes.
Inocencio pensaba que había una grave negligencia en esta cuestión. En la bula
Urgentis et senium (25 marzo 1198) dirigida a Viterbo, equiparaba ya la herejía
al crimen de lesa majestad. Alejandro III (1179) y Lucio III (1184) habían
publicado disposiciones condenatorias, pero Inocencio III creía que era deber
de la Iglesia intentar la conversión de los herejes antes que su represión, y
en 1198 envió a dos cistercienses, Raniero y Prisco, a organizar una vasta
campaña de predicación. Tras la muerte del primero de ambos, el equipo fue
remodelado colocando a su frente a Juan Pablo, cardenal obispo de Santa Prisca,
y a dos renombrados predicadores, Pedro de Castelnau y Rodolfo de Fontfroide.
Un coloquio público, al que Pedro II de Aragón (1196-1213) estuvo presente, y
en que los predicadores se enfrentaron al obispo cátaro Bernardo Simorre,
demostró que la palabra no bastaba a la conversión. En 1206 Diego de Aceves,
obispo de Osma, y Domingo de Guzmán, su vicario, trataron de convencer a
Inocencio III de que sólo el ejemplo, unido a la palabra, podía ser eficaz: de
este modo se inició la orden de los Predicadores (dominicos).
Cuando el 14 de enero de 1208
Pedro de Castelnau fue asesinado, el papa se convenció de que se hallaba ante
un movimiento de rebelión en toda regla.
La voz pública acusó a Raimundo
de Toulouse, que había tenido un serio enfrentamiento con el predicador, y a
quien se acusaba de proteger a los herejes cuando eran sus vasallos. Entonces
se encargó al abad general del Cister, Arnaldo Amaury, de predicar la cruzada,
mientras Inocencio se dirigía a Felipe II, pidiéndole que extirpase la herejía.
El rey no quiso intervenir. En junio de 1209 un ejército de cruzados se reunió
en Lyon; como era ya frecuente, muchos de los enrolados estaban pensando en el
botín más que en otra cosa. Cuando este ejército tomó Béziers, Narbona,
Carcasona y otros castillos, saqueando y destruyendo a su paso, Raimundo VI maniobró
para conseguir una reconciliación con la Iglesia (18 de julio de 1209). Pero
entre tanto Simón de Monfort había conseguido ser reconocido jefe de la
cruzada: ésta debía proporcionarle un vasto dominio en el sur de Francia, para
lo que era preciso destruir a Raimundo VI y si era preciso a su yerno Pedro II
de Aragón. Consiguió que un sínodo de Avignon excomulgase de nuevo al conde de
Toulouse, que viajó a Roma y fue cariñosamente acogido por Inocencio. Pero el
papa no tenía otra fórmula que la de dejar el asunto en manos del legado, el
cual puso como condición que Raimundo abandonara sus Estados y se trasladara a
Tierra Santa para no volver hasta que se le ordenase. Era tanto como poner sus
feudos en manos de Simón, para que los robase.
Pedro II, vasallo del papa,
intervino en favor de su suegro. Inocencio III, que había confirmado la segunda
excomunión de Raimundo (12 de abril de 1211) dando al de Monfort un arma
definitiva, comprendió al fin la iniquidad que se estaba cometiendo, y en el
verano de 1212 —mientras Pedro se cubría de gloria en las Navas— tomó al conde
de Toulouse y a sus bienes bajo su protección, ordenando a Simón de Monfort
prestar vasallaje al soberano aragonés. Demasiado tarde. Simón no obedeció y en
Muret (12 de septiembre de 1213) derrotaría y daría muerte a Pedro II. En pocos
meses toda Occitania sucumbió: una civilización desapareció al paso de los
cruzados. Cuando al fin el rey de Francia intervino, cortando tantas
iniquidades, fue para hacer de Occitania una tierra propia.
IV Concilio de Letrán. En todas
partes, salvo en España (aquí los cruzados europeos se retiraron pronto sin
tomar parte en la batalla), el pontífice iba descubriendo los riesgos que para
él se escondían en el término cruzada. Sin embargo no tenía otro: era el medio
único de que disponía la monarquía pontificia para su defensa contra los
enemigos del interior y del exterior. De ella tuvo que ocuparse en primer
término en el IV Concilio de Letrán, la magna asamblea convocada desde el 19 de
abril de 1213, aunque las sesiones no comenzaron hasta el 11 de noviembre de 1215. A ella asistieron más
de 400 obispos y 800 abades y prelados capitulares. Rodrigo Jiménez de Rada
(1170-1247) fue una figura descollante con toda lógica, pues era el autor de la
victoria en España.
Los temas asignados eran dos:
cómo hacer la cruzada y la nueva reforma de la Iglesia. Inocencio III tomó como
lema de su discurso inaugural las palabras de Le. 22, 15: «he deseado con
acucia comer esta Pascua con vosotros antes de mi Pasión», identificándose con
el papel de vicario de Cristo. De nuevo el concubinato entre los eclesiásticos,
el desorden matrimonial entre los laicos y la prostitución en general se habían
extendido. Inocencio, que había publicado una bula (29 de abril de 1198)
concediendo indulgencia plenaria a quien se casase con una ramera, librándola
de este oficio, atribuía al lujo y al comercio del dinero, genéricamente
asociado al pecado de usura, la causa principal. Los 70 decretos conciliares
atienden a multitud de aspectos. Se trataba de conseguir que clérigos y
religiosos viviesen de acuerdo con su regla y con su condición en espíritu de
sacrificio. Se tomaron medidas muy rigurosas para asegurar el uso de las
vestiduras eclesiásticas, que eran una especie de defensa de la conducta. En los
laicos el eje fundamental se marcaba en la santidad del matrimonio, que los
propios contrayentes establecen desde que efectúan el consensus de praesenti
(«palabras de presente hacen matrimonio», sería la fórmula legal) sin que pueda
después disolverse.
Entre las disposiciones
conciliares que se estudian en otro lugar de este libro, además de la condena
contra valdenses, albigenses y berengarios, destacan: el reconocimiento de
Constantinopla como segunda sede de la cristiandad, la prohibición de establecer
nuevas reglas para órdenes religiosas, el veto al matrimonio entre parientes
hasta el cuarto grado, las disposiciones que obligaban a judíos y musulmanes a
usar señales distintivas en la ropa, morando en barrios apartados, y la
prohibición radical de todas las formas de usura. En cada catedral habría un
magister scholarium y se dispondría de beneficios adecuados para que clérigos y
monjes acudieran a los estudios generales. Letrán es, probablemente, el momento
que marca la cumbre medieval. Se establecía la obligación de recibir una vez al
año el sacramento de la penitencia y de comulgar al menos en Pascua.
En el verano de 1216, contando
apenas 46 años, Inocencio III, que había sufrido frecuentes ataques de fiebre,
viajó al norte de Italia para establecer la paz entre Genova y Pisa,
permanentes bases para los cruzados. Falleció de uno de esos ataques estando en
Perugia y allí fue enterrado, hasta que León XIII dispuso el traslado de los
restos a San Juan de Letrán.
Honorio III (18 julio 1216 - 18
marzo 1227)
Elección. Los cardenales,
reunidos en Perugia, delegaron en dos de ellos la elección del sucesor de
Inocencio y coincidieron en Cencío Savelli, un anciano y enfermizo cardenal
obispo de Albano, donde había nacido, antiguo camarlengo y autor del Líber censuum.
Tutor en otro tiempo de Federico II, era dulce, pacífico y tan desprendido que
había repartido casi todos sus bienes entre los pobres. A él iba a corresponder
la puesta en marcha de los decretos del IV Concilio de Letrán, especialmente en
tres aspectos principales: cruzada, represión de la herejía y renovación del
episcopado. Según M. Gibbs y J. Land (Dishops and reform, 1215-1272, with
special reference to the Lateran Council of 1215, Oxford, 1934), el cambio más
significativo del concilio se advertía en el nuevo talante universitario que se
trataba de introducir en el episcopado.
Federico II y la cruzada. La
cruzada estaba en marcha desde finales de 1215. Max Halbe (Friedrich und die
papstliche Stuhl bis zum Kaiserkronung, Berlín, 1888) ya sostuvo la tesis de
que tanto Inocencio III como Honorio se equivocaron seriamente: preparaban con
ahínco a Federico II para que fuese el jefe de dicha cruzada y fortalecieron
sin darse cuenta al más formidable enemigo de la Iglesia. Este error, sin
embargo, respondía a un hecho cierto: cerrado el camino de tierra y llevada la
cruzada de 1204 al escandaloso desastre, la operación planeada —una gran
expedición marítima— sólo podía alcanzar éxito si se disponía de una base
mediterránea. Sicilia era adecuada, advierte Josef Derr (Papstum und
Nordmannen: Untersuchungen zur ihren lehnsrechtlichen und kirchenpolitischen
Beziehungen, Colonia, 1972) porque al ser feudo de la Santa Sede, su rey
operaba como un mandatario. La entrega del estandarte (vexilla Petri) daba en
este caso una significación más intensa que la que tenían los vasallajes de
Hungría o Aragón. J. A. Watt (obra ya citada) destaca que la separación entre
sacerdotium y regnum, tan nítida en Francia, por ejemplo, no aparecía en el sur
de Italia, puesto que el papa tenía una parte en este regnum.
Federico II había reiterado su
juramento de ir a la cruzada y el 1 de julio de 1216 también el compromiso de
separar Sicilia del Imperio: cuando fuera coronado emperador, cedería a su hijo
Enrique el reino, restableciéndose así la situación que él mismo viviera. Pero
en la Dieta de Frankfurt hizo que se reconociera a este Enrique como rey de
Romanos, su sucesor también en el Imperio. Explicó que era éste el modo de
asegurar el futuro evitando contiendas intestinas, y compensó el gesto con una
Constitución en favor de los príncipes eclesiásticos (26 abril 1220) que ponía
el poder temporal al servicio de los obispos. Pudo decir que la libertad de la
Iglesia quedaba garantizada.
El emperador viajó a Roma donde
fue coronado el 22 de noviembre de 1220. En esta oportunidad promulgó una
Constitución, que la investigación moderna ha descubierto que fue redactada en
la curia, mediante la cual se ponía en vigor el canon 3 de Letrán, declarando
la herejía como crimen de lesa majestad: a los obispos competía pronunciar
sentencias sobre los herejes, que serían condenados a destierro y pérdida de
bienes. Esta ley sería incorporada en 1226 a la legislación de Francia y de Aragón.
Pero en 1224, por iniciativa propia, rompiendo las vacilaciones formuladas por
la curia, Federico estableció pena de muerte en la hoguera para este crimen.
Había precedentes de su aplicación en algunos casos en Lombardía y Languedoc.
En la Dieta de Veroli, Federico
logró un aplazamiento de la cruzada alegando que necesitaba poner orden en
Sicilia (1222). Mientras tanto, la gran expedición que llamamos quinta cruzada,
dirigida por Andrés II de Hungría (1175-1235) y Leopoldo VI de Austria
(1198-1230), culminaba en un desastre. Era legado de la misma el cardenal
español Pelagio (1216). Acudieron gentes de todas partes y en noviembre de 1219
se logró la toma de Damieta que parecía anunciar buenos logros. Una base en
Egipto permitía enfocar nuevas operaciones. Pelagio cometió entonces dos
errores: rechazar una oferta que hizo el sultán al-Kamel restituyendo Jerusalén
a cambio de garantías, y lanzar una ofensiva tierra adentro en agosto de 1221.
Los caballeros cubiertos de hierro no pudieron resistir bajo el calor del
desierto: fue necesario entregar Damieta y hacer otras concesiones para
recuperar los prisioneros.
Honorio escribió una dolorida
carta a Federico II dándole cuenta de la caída de Damieta y culpándole
prácticamente del fracaso. Pero en las dos entrevistas que sostuvo con el papa,
en Veroli (abril 1222) y Ferentino (marzo 1223) explicó sus razones: sin una
Sicilia pacificada y en orden era un error lanzarse a la expedición. El papa
aceptó estas explicaciones como también que, viudo de Constanza, contrajera
nuevo matrimonio con María, la hija de Jean de Brienne que se titulaba rey de
Jerusalén. Por último, un acuerdo en San Germano (julio de 1225) fijó la fecha
de salida de la expedición para el verano de 1227; el emperador reconocía que
si no cumplía esta vez el compromiso quedaría incurso en excomunión.
Una cosa era cierta. Federico no
tenía la menor intención de renunciar a la corona de Sicilia; estaba
convirtíendo el sur de Italia en una base militar. Pedro de la Vigne y Roberto
de Viterbo se encargaron de establecer un régimen de durísima disciplina.
Tampoco se respetaba la independencia de los Estados Pontificios y Honorio III
registró ingerencias en la marca de Ancona y el ducado de Spolcto. Por su parte
Federico II le acusaba de apoyar los esfuerzos de las ciudades para reconstruir
la liga.
Otros asuntos. Un importante
cambio se producía en Francia. La muerte de Simón de Monfort (1218) puso en
manos de Luis VIII el mando de la cruzada contra los albigenses y de la batalla
con los señores feudales. Era la Francia del norte que dominaba a la del sur.
Cuando en 1229 se restableció la paz mediante sumisión de todos a la corona, el
reino de Francia alcanzaba por fin los Pirineos.
Honorio, que autorizó una nueva
colección de Decretales, la Compilado quinta que se envió a todas las
universidades para su enseñanza, debe ser recordado también por el impulso que
proporcionó a nuevos movimientos religiosos. Favoreciendo la expansión del
cristianismo por las tierras aún paganas de Livonia, Estonia, Samland y Prusia,
tomó a los habitantes de ellas bajo su especial protección. Aceptó en 1216 las
comunidades de beguinas dedicadas al cuidado de hospitales y leproserías.
Otorgó por dos bulas (22 diciembre 1216 y 21 enero 1217) el pleno
reconocimiento de la orden de los dominicos bajo la regla de san Agustín.
Aprobó (22 noviembre 1223) la carta definitiva de los franciscanos en cuya
redacción intervino el cardenal Ugolino, que sería su sucesor. Y confirmó en
1226 la regla que el patriarca Alberto de Jerusalén diera a los carmelitas. En
el gobierno interior de la Iglesia reorganizó la penitenciaría, de acuerdo con
el formulario de Tomás de Capua, convirtiéndolo en el gran órgano de gobierno
que se encargaba de los pecados y censuras reservados al papa, de otorgar
dispensas matrimoniales, casar sentencias injustas, aceptar o rechazar las
modificaciones de votos y, en general, de los indultos y penitencias. Todo lo
cual significaba una fuente de ingresos.
Gregorio IX (19 marzo 1227 - 22
agosto 1241)
Elección. El colegio de
cardenales creó una comisión de tres miembros para que escogiesen y, en segundo
término, propusieron a un sobrino de Inocencio II, Ugolino dei Conti di Segni.
J. Felten (Papst Gregor IX, Friburgo, 1886) ya demostró que había nacido en
torno a 1170, por lo que es falsa la ancianidad que algunos textos le
atribuyen. Cardenal diácono en 1198 y obispo de Ostia en 1206, había probado su
destreza diplomática en Italia, Alemania y otros lugares, entregando a Federico
II la cruz durante su predicación de la cruzada, una idea a la que se mantendrá
fiel. Enérgico, era bastante riguroso en el cumplimiento de sus deberes
religiosos, y en esto le influyeron los dominicos y especialmente san
Francisco, su amigo, al que canonizó en 1228. Protector de la orden siendo
cardenal, hubo de intervenir en las querellas que se suscitaron tras la muerte
del fundador, disponiendo que su testamento no tenía fuerza de mandato, sino de
consejo y orientación. Favoreció el crecimiento de las clarisas.
La extraña cruzada. Como en otros
tiempos los cistercienses y canónigos regulares, eran ahora los mendicantes el
gran apoyo del papa. Ellos le ayudaron en la predicación de la cruzada: dos
grandes contingentes, uno de ingleses en Apulia, y otro de alemanes a las
órdenes de Luis, margrave de Turingia, esperaban la partida de la expedición.
Gregorio IX hubo de recordar a Federico que pesaba sobre él la amenaza de
excomunión si no la emprendía. El emperador embarcó en Brindisi en agosto de
1227, pero se sintió enfermo y ordenó al barco dar la vuelta. El gran ejército,
desconcertado, comenzó a disolverse, y Gregorio no creyó en la realidad de la
dolencia: fue formulada la excomunión que ratificó un sínodo romano en marzo de
1228. De hecho, se había llegado a una ruptura que los Frangipani trataron de
aprovechar provocando una revuelta que obligó al papa a refugiarse en Rieti.
A. di Stefano (L’idea imperiale
di Federico II, Bolonia, 1952) ha profundizado en la postura del emperador que,
desde luego, no quería ir a la cruzada como simple jefe de un ejército
heterogéneo. Volviendo a la idea del dominium, entendía que el Mediterráneo
tenía que ser eje fundamental del Imperio. Cedió parcelas importantes de su
soberanía a los príncipes alemanes, primero los eclesiásticos y luego los
laicos. Despojó a Jean de Brienne del título de rey de Jerusalén,
incorporándolo a la corona de Sicilia. Y el 28 de junio de 1228 embarcó con un
pequeño ejército, suyo propio, a fin de tomar posesión de este reino. Mantenía
relaciones con al-Kamel desde algún tiempo antes. Al llegar a Acre, el 7 de
septiembre, templarios y hospitalarios se mostraron adversos porque era un
emperador excomulgado. Pero las negociaciones dieron como resultado el acuerdo
de Yafo (4 de febrero de 1229) por el que los turcos entregaron Jerusalén y el
camino de los peregrinos hacia la costa. Un extraño contrasentido tuvo lugar:
fue pronunciado el entredicho sobre la iglesia del Santo Sepulcro. Comenzó a
trazarse la espesa leyenda que presentaría a Federico como enemigo de la
religión.
Gregorio IX trató, sin éxito, de
provocar una revuelta en Alemania, mientras Jean de Brienne invadía el reino,
cuyos habitantes fueran desligados del ¡uramento de fidelidad. La noticia de
que Federico II estaba de nuevo en Italia (junio de 1230) bastó para que estas
fuerzas se disolvieran, comenzándose negociaciones que condujeron a la paz de
San Germano (23 julio 1230): a cambio de garantías de libertad para la Iglesia,
el papa levantó la excomunión. No era un acuerdo definitivo, sino el paso a una
nueva etapa, destinada a durar nueve años, en que cada una de las partes
intentaba fortalecer su posición. En la Iglesia como en el Imperio se contempla
un desarrollo jurídico importante.
Constituciones. Pedro de la Vigne
trabajó en unas Constitutiones regnm regni Siciliae mediante las cuales se
estableció por primera vez un absolutismo regio que sometía a la Iglesia y su
doctrina a los imperativos del poder laico. La Dieta de Rávena (noviembre de
1231) declaró que la herejía era crimen de lesa majestad, siendo la pena de
muerte en la hoguera el castigo adecuado para los que no se arrepintieran. En
la primavera de 1232 se exigió de las ciudades lombardas juramento de fidelidad
con vasallaje, y cuando estas ciudades trataron de resistirse renovando la
liga, el emperador las aplastó en Cuortenuova (27 noviembre 1237). Pero
entonces el joven heredero, Enrique, se levantó en armas protestando del
abandono de la soberanía que desmantelaba sus facultades de gobierno en
Alemania y de la calificación política de la herejía, pues era un modo de
desembarazarse de enemigos alegando razones religiosas. Federico redujo a este
hijo rebelde a prisión, de la que nunca salió.
Gregorio no renunciaba a la
cruzada. Dos expediciones separadas, la de Teobaldo, rey de Navarra
(1234-1253), y la de Ricardo de Cornwall (1209-1272), viajaron a Tierra Santa,
consiguiendo por medio de alardes militares y negociaciones la restitución de
Galilea (1239-1241). De este modo resurgía el reino de Jerusalén, aunque por
muy poco tiempo, ya que, como consecuencia remota de la expansión de los
mongoles, los jaresmios tomarían en 1244 la ciudad santa.
Decretales. El decenio de 1230 a 1240 señala un
importante desarrollo interno en el gobierno de la Iglesia. Gregorio IX encargó
a san Raimundo de Peñafort (1175-1275) una codificación legislativa que fue
promulgada como Líber Decretalium extra decretum vagantium el 5 de septiembre
de 1234 y constituye el primer código universal e indudable del derecho
canónico. Los papas posteriores harían añadidos, obligando a Bonifacio VIII a
otra refundición complementaria, pero de todas maneras la Iglesia iba a
disponer del gran cuerpo de leyes que aseguraba su administración. Al mismo
tiempo, el papa continuaba la centralización de poderes, reservándose las
canonizaciones, restringiendo mucho el poder de los obispos para conceder
indulgencias, y estableciendo como obligación la visita ad limina en que éstos
daban cuenta del estado de su diócesis. En 1229 la Universidad de París, a
causa de la querella entre sus profesores y los primeros maestros mendicantes,
se había disuelto. Gregorio IX la restauró (bula Pareas scientiarum de 13 de
abril de 1231), determinando que tres cátedras fuesen de los frailes, otras
tres del cabildo de Notre Dame y las otras seis de régimen ordinario para el
clero secular. Mucho más importante, en relación con este hecho, fue el nombramiento
de una comisión encargada de examinar los textos de Aristóteles: el
aristotelismo vencía las reticencias que se le oponían, y entraba en la
universidad.
Inquisición. El problema de la
Inquisición suscita desde hace muchos años grandes debates. C. Douais (L
‘inquisition, ses origines et sa procedure, París, 1906) fue el primero en
establecer que el «procedimiento» inquisitorial había sido un instrumento de
defensa del poder pontificio frente a la justicia imperial, suscitando la
discrepancia de H. Kohler (Die KetzerpoUtik der deutschen Kaiser und Kónige in
den Jahren 1152-1254, Bonn, 1913), que trataba de exculpar al emperador. H.
Maisonneuve (Etudes sur ¡‘origine de ¡‘Inquisition: l’Eglise et l’État au Moyen
Age, París, 1960) establece con claridad los hechos: Gregorio IX heredaba una
tradición eclesiástica que declaraba la herejía como un crimen cuyo juicio
correspondía a los obispos; se encontró con el decreto de la Dieta de Rávena
que la declaraba «crimen de Estado» (lesa majestad) aplicando la pena más
grave, muerte en la hoguera, o cremación del cadáver si el culpable se
arrepentía. No intentó privar a los obispos de un derecho que de antiguo
tenían, pero con su Decretal de 1231 trató de poner límite a lo que podía
convertirse en un abuso político (Juana de Arco iba a demostrar la realidad de
esos temores), acudiendo a san Raimundo de Peñafort y a los dominicos para
establecer garantías en el procedimiento. No era la autoridad civil la que
decidía la existencia del delito; sólo la eclesiástica podía hacerlo tras un
examen de expertos. Hallado el culpable y probado el delito, se haría la
entrega al brazo secular, que era el único capacitado para ejecutar la
sentencia. A Federico II y, en general, a los reyes, no gustó porque les
arrebataba un arma. Y de hecho la Inquisición medieval fue menos dura de lo que
pudiera temerse, porque los poderes laicos desconfiaron de ella.
Nueva ruptura con el emperador.
Desde 1236 se registró un rápido deterioro de las relaciones entre Gregorio y
el emperador. Protestaba el papa de los atropellos a la Iglesia, pues Federico
despojaba de sus bienes a templarios y hospitalarios, impedía el nombramiento
de obispos, trataba a los lombardos como herejes y permitía a sus tropas, en
parte musulmanas, cometer terribles atropellos. Estas discordias alcanzaron el
punto de ruptura cuando el emperador intentó crear un reino de Cerdeña (isla
que formaba parte del Patrimonio de San Pedro) para su hijo bastardo, Enzio,
casado con una dama de la nobleza insular, Adelasia. El 20 de marzo de 1239
Gregorio volvería a pronunciar la excomunión. La lucha se caracterizó por una
propaganda verdaderamente feroz, creándose en torno a Federico la leyenda de
que era un ateo blasfemo; los mendicantes predicaron en contra suya. Y entonces
la suerte comenzó a abandonarle. Milán y Bolonia resistieron sus ataques y
pronto se contagió el levantamiento. Cuando intentó apoderarse de Roma, las
milicias ciudadanas consiguieron derrotarle.
Gregorio optó por la convocatoria
de un concilio (9 de agosto de 1241) que debía reunirse en Letrán en la Pascua
del siguiente año, a fin de elevar la querella a su nivel más alto. Federico
cerró los accesos a Roma mientras que Enzio de Cerdeña se apoderaba de los
barcos genoveses en que viajaban los obispos frente a la isla de Montecristo:
más de cien prelados, entre ellos los abades del Cister y de Cluny, quedaron
prisioneros. En estas circunstancias murió Gregorio IX.
Celestino IV (25 octubre - 10
noviembre 1241)
De los doce cardenales
subsistentes, dos estaban en poder de Federico II y los otros diez divididos y
atemorizados. El cónsul Mateo Rosso Orsini, para obligarles a una elección
rápida, recurrió a un procedimiento que empleaban ciertas ciudades: encerrarles
con llave y en malas condiciones en el palacio de Septizonium junto al
Palatino. A pesar de todo, transcurrieron dos meses sin que se decidieran entre
los dos candidatos, Godofredo de Castiglione y Juan Colonna. La muerte de uno
de los cardenales y las amenazas de Orsini acabaron por provocar la elección de
Godofredo, que tomó el nombre de Celestino. Buen teólogo —es dudoso que se
tratara de un sobrino de Urbano III—, había sido cardenal de San Marcos (1227)
y luego obispo de Sabina. Fracasó en una misión en Lombardía, para luchar
contra la herejía y esto detuvo su carrera eclesiástica. Enfermo, dio
justamente tiempo para que los cardenales salieran de su encierro, pues murió a
los quince días de su elección sin haber sido ordenado.
Inocencio IV (25 junio 1243 - 7
diciembre 1254)
Elección. La vacante duró en esta
ocasión dieciocho meses, ya que los cardenales aguardaron la liberación de los
dos miembros del colegio prisioneros de Federico. El emperador maniobraba para
conseguir que el electo le fuera favorable. Al fin pudieron reunirse los
electores en Anagni, escogiendo el 25 de junio de 1243 a Sinibaldo Fieschi,
conde de Lavagna, genovés de familia gibelina, que había estudiado y enseñado
brillantemente en Bolonia. Juez de la curia, fue nombrado cardenal y
vicecanciller por Gregorio IX en 1227, gobernando la marca de Ancona entre
1235-1240. Aunque Federico no perdió la esperanza de negociar, comprendía bien
que un colaborador de Gregorio IX no podía seguir siendo su amigo. Cierto
cronista le atribuye la frase de que «un papa no puede ser gibelino». Ya F.
Fehling \'7bKaiser Friedrich II und die romanische Cardinale in den Jahren 1227
bis 1239, Berlín, 1901), llegó a la conclusión de que Inocencio IV llevó a sus
últimas consecuencias las tesis de Inocencio III acerca de la soberanía
universal pontificia, distinguiendo sin embargo entre una situación de iure y
otra de jacto que a él no correspondía. Sinibaldo era autor del Apparatus in
quinqué libros Decretalium, primer comentario importante sobre las Decretales
de Gregorio IX que fue utilizada en las universidades para la enseñanza.
Una de las tareas fundamentales
se refería al colegio de cardenales: el 28 de mayo de 1244 promocionó cuatro
franceses, que unidos a los dos españoles y un inglés formaban el adecuado
contrapeso a los once italianos. Reducido el número (estamos muy lejos de los
53 que se mencionaban dos siglos atrás) ganaron en poder. En 1245 se les
autorizó el uso del capelo rojo como signo de distinción. Venían a ser un
consejo de Estado que gobernaba con el papa y le sustituía en los interregnos.
Sus reuniones, denominadas consistorios, como en el Bajo Imperio, sustituían ya
a los antiguos sínodos. A sus órdenes trabajaban más de doscientos capellanes.
Este mundo, que tendía a centralizar el gobierno (era cada vez mayor el número
de provisiones que se tomaban directamente in curia) fue dotado también de
cátedras para la enseñanza de la teología y del derecho, embrión de la Sapienza
creada por Bonifacio VIII. Allí encontraría santo Tomás de Aquino al traductor
de Aristóteles, Guillermo de Moerbeeke, tan importante en su contribución a la
Summa.
El juicio al emperador. Federico
II ofreció negociar. Las promesas que hizo fueron tan exageradas que, aunque el
31 de marzo de 1244, se redactó un convenio marco, Inocencio no quiso
precipitarse: era imprescindible una entrevista entre ambos, señalada para
Narni, en que se precisaran los puntos. Inocencio salió de Roma pero, de
pronto, sospechando una celada, torció hacia Civitavecchia, donde embarcó
secretamente (28 junio 1244) llegando a Genova y desde aquí a Lyon en donde
pudo instalarse el 2 de diciembre de 1244. Permanecería en esta ciudad hasta
después de la muerte de Federico II. Desplegó tanta actividad que debemos
considerar esta etapa como una de las más fecundas para la Iglesia medieval. El
3 de enero de 1245 se cursó la invitación para un concilio ecuménico a celebrar
en Lyon a partir del 24 de junio. Acababan de llegar las noticias de la toma de
Jerusalén por los jaresmios y del hundimiento estrepitoso de lo que quedaba del
reino. Los temas asignados al concilio fueron, pues: la reforma del clero, la
cruzada, la ayuda a Constantinopla, la política a seguir con los mongoles y,
sobre todo, las relaciones con el emperador.
En un extremo intento, Inocencio
IV, que había convocado a Federico en calidad de acusado ante el concilio, le
escribió (6 de mayo de 1245) ofreciendo una reconciliación si mantenía todas
las condiciones de marzo del año anterior en forma solemne. Una ingerencia en
los dominios de la Iglesia y una gestión para que se denegase un importante
crédito en Inglaterra, convencieron al papa de que nada quedaba salvo la
ruptura. El concilio inició sus sesiones el 26 de junio con un discurso de
Inocencio en que comparaba los males de la Iglesia con las cinco llagas de
Cristo: pecados de los obispos y de los fieles; insolencia de los infieles en
Tierra Santa; invasiones mongolas que alcanzaron Hungría; y la persecución del
emperador contra la Iglesia.
Federico fue sometido a una
especie de juicio en ausencia. En su defensa actuaron Tadeo de Sessa, el
patriarca de Antioquía, y los embajadores ingleses, que reclamaban su presencia
pero como partícipe y no como acusado. Tres obispos, uno italiano y dos
españoles (Tarragona y Santiago) pidieron en cambio al papa que tomara medidas
contra él. Éste, que había interesado a la banca güelfa en la defensa de
Lombardía, retrasó las sesiones con la esperanza de que se produjera algún tipo
de acuerdo que no llegó: finalmente, el 17 de julio tuvo lugar la solemne
sesión de clausura en la que Federico fue depuesto aunque no fue mencionada en
este punto la excomunión. La propaganda, más moderada, centró su atención en
este punto político: si se reconoce al papa el derecho a nombrar y deponer,
ningún príncipe podrá hallarse seguro en su trono. Enrique III (1216-1273), que
necesitaba del apoyo pontificio para mantener en calma su reino, mantuvo sin
embargo a Inglaterra neutral (G. von Puttkamer, Papst ¡nnocenz IV, Münster,
1930), mientras que san Luis (1226-1270), garantizando con sus tropas la
seguridad de Lyon, intentaba forzar la reconciliación. Hubo negociaciones, pero
Inocencio IV respondió que sólo se entrevistaría con Federico si éste acudía
solo y sin armas. La guerra se hizo especialmente dura en Italia, donde Enzio
disponía de sarracenos.
La guerra cambia de signo. Pero
Inocencio, como ya revelara P. Aldinger (Die Besetzung der deutschen Bistümer
unter Papst lnnocenz IV, 1243-1245, Leipzig, 1900), disponía de un verdadero
partido en Alemania, ya que muchas de las elecciones episcopales habían sido
forzadas desde Roma en favor de candidatos que ahora se mostraban contrarios al
emperador. Cuando los duques de Austria, Baviera y Bohemia se pusieron en
contacto con la curia, se les dijo que el trono estaba vacante y podían, por
tanto, elegir nuevo emperador. El 22 de mayo de 1246 proclamaron a Enrique
Raspe, que hasta entonces era el delegado de Federico en Alemania, y cuando
éste falleció (16 de febrero de 1247) eligieron a Guillermo de Holanda.
Inocencio IV reconoció tanto a uno como a otro.
La guerra cambió de signo en
febrero de 1248 cuando los defensores de Pariría derrotaron a los imperiales
causando la muerte de Tadeo de Sessa, y las milicias de Bolonia capturaron a
Enzio, que nunca recobraría su libertad. De modo que Federico II se hallaba en
plena derrota cuando murió (13 diciembre de 1250). El papa, decidido a romper
la vinculación de Sicilia con los Staufen, rechazó a Conrado IV (1250-1254),
hijo de Federico, y emprendió el regreso a Roma (19 abril 1251) en un viaje
triunfal. Desde el 6 de octubre estaba de nuevo en su palacio, excomulgando a
Conrado y reclamando su presencia para ser juzgado. Sin embargo, cuando Conrado
murió en Amalfiel 21 de mayo de 1254, el papa se mostró dispuesto a reconocer a
su hijo Conradino como rey de Sicilia y Jerusalén, ya que nada tenía que ver
con el Imperio.
Mendicantes e Inquisición. Otras
importantes cuestiones se trataron en este pontificado. Buscando el apoyo de
los mendicantes incorporó a éstos la orden de los carmelitas, cuyo origen se
remonta a las postrimerías del siglo xn, y cuyo primer general es san Simón
Stocke. Consolidó la Inquisición, mitigando de hecho la dureza del
procedimiento primitivo, como se había propuesto en los sínodos de Narbona
(1243) y Béziers (1246). Sin embargo, al extender a Italia el procedimiento
inquisitorial (bula Ad extirpandos de 15 mayo 1242), autorizó el empleo de la
tortura en los interrogatorios. Fue ampliamente criticado porque aumentaron las
tasas para la obtención de dispensas y la colación de beneficios. La lucha
contra el emperador era la causa de que se atendiese menos a la reforma y más a
la obtención de recursos.
Mongoles. Mientras san Luis vivía
su gran aventura de Egipto, llamada Séptima Cruzada (1248-1254), que cerraría
con un fracaso el capítulo de las expediciones a Oriente, se iniciaba la toma
de contactos con los mongoles. Por medio de una carta, Regi et populo
Tartarorum (5 marzo de 1245), entregada al franciscano Lorenzo de Portugal, se
les invitaba a que abrazasen el cristianismo. Carecemos de noticias acerca de
este posible aunque dudoso viaje. Pero el 16 de abril de ese mismo año Juan de
Piano Carpino (1182-1252) y Benedicto de Polonia salieron de Lyon para un
larguísimo trayecto por tierra que les llevó al campamento de Batu Khan (Altyn
Ordu, actual Volgogrado y antes Stalingrado), desde donde fueron escoltados con
seguridad hasta Karakorum. Era el momento en que Kuyuk era elevado al rango de
Gran Khan; recibió mal a los embajadores, invitando al papa a que se sometiese
a su poder. Al regreso, Piano Carpino estuvo en Kiev, visitando al príncipe
Daniel y tratando de atraer a la unidad a la Iglesia ucraína. Inocencio daría a
Daniel el título de rey. Entre 1253 y 1255 otro franciscano, Guillermo de
Rubrock, con cartas de san Luis, visitó Karakorum, donde Mongka (f 1260),
sustituto de Kuyuk, le recibió de forma más cordia.
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