jueves, 16 de marzo de 2017

Diccionario de Papas y Concilios (años 1254-1305)

Alejandro IV (12 diciembre 1254 - 25 mayo 1261)
Elección. Habiendo muerto en Nápoles Inocencio IV, las autoridades de esta ciudad cerraron las puertas obligando a los cardenales a elegir allí mismo. Designaron a un sobrino de Gregorio IX, Reinaldo conde de Segni, que era cardenal desde 1227 y obispo de Ostia desde 1231. Persona amable que no había destacado en los pontificados anteriores. Cardenal protector de los franciscanos, mostraría especial interés por los mendicantes, favoreciéndoles en el pleito que sostenían con la Universidad de París, a la que compensó otorgándole el derecho de poseer sello propio, esto es, jurisdicción independiente. Los electores probablemente esperaban que se mostrase menos implacable con los Staufen que su antecesor. Prácticamente no residió en Roma: repartía sus estancias entre Nápoles, Anagni y Viterbo.
Sicilia. Manfredo (f 1265), bastardo de Federico II, actuaba como regente en Sicilia en nombre de su sobrino Conradino. Alejandro negoció con él, pero se negó a reconocerlo, y en 1255 le excomulgó. Declarados vacantes el reino y el ducado de Suabia, el papa pareció inclinarse por la aceptación de las reclamaciones de Alfonso X de Castilla (1252-1284) a la herencia patrimonial y ofreció el trono de Sicilia a Edmundo, hijo segundo de Enrique III de Inglaterra. Pisa tomó pie de las buenas disposiciones pontificias para enviar una embajada que encontró a Alfonso en Soria (18 marzo 1256) y le invitó a que reclamara también la corona imperial, sugerencia que él aceptó cuando Marsella y otras ciudades se sumaron a la misma. Pero las opiniones en Alemania, inclinadas a prorrogar la vacante, se dividieron entre el castellano, descendiente de los Staufen, y Ricardo de Cornwall (1254-1273), hermano del rey de Inglaterra. El rey de Bohemia votó dos veces, de modo que ambos candidatos pudieron decir que tenían cuatro votos sobre siete. Ninguno tenía fuerzas ni posibilidad de imponerse.
Tampoco Edmundo, a cuya candidatura hubo de renunciar Alejandro en 1258. Manfredo, que había conseguido expulsar del reino a cuantos le combatían, se hizo proclamar rey el 11 de agosto del mismo año, renunciando a la ficción de la regencia. Mientras los gibelinos se extendían por el norte de Italia, Alejandro IV renovó la excomunión contra el flamante rey. Pero los güelfos fueron derrotados en Montiaperti (4 septiembre 1260) y Florencia se convirtió en gibelina, por un tiempo. Ahora Manfredo aparecía como verdadero rey de Italia. Sus partidarios en Roma le eligieron senador, al tiempo que la fracción contraria hacía lo mismo con Ricardo de Cornwall. En este momento el papa vivía al resguardo de los muros de Viterbo, donde murió.
Otros asuntos. Entre otros asuntos corresponde a Alejandro IV haber elevado a Riga al rango de metropolitana. Canonizó a Clara de Asís, extendiendo a sus monjas la protección que dispensaba a los franciscanos. Ordenó en una congregación única a los ermitaños de san Agustín y confirmó en 1255 a los servitas. Antes de 1260 recibió una carta de Hulagu, el khan que conquistara Bagdad, casado con una jacobita, estos es, cristiana nestoriana: pedía el envío de un hombre piadoso e instruido que pudiera enseñar esta religión. El papa delegó en el patriarca de Jerusalén el establecimiento de relaciones con esta rama de mongoles. G. Soranzo (// Papato, l’Europe cristiana e i tartarí, Milán, 1930), tras un minucioso análisis de fuentes concluye que los esfuerzos para crear una cristiandad extremooriental fracasaron por la enorme distancia, el fortalecimiento de los turcos, que crearon una barrera, y finalmente la revolución Ming en China, que rechazaría a los cristianos por considerarlos filomongoles.
Urbano IV (29 agosto 1262 - 2 octubre 1264)
El giro hacia Francia. Durante tres meses los ocho cardenales supervivientes discutieron en Viterbo, sin llegar a acuerdo alguno. Finalmente se decidieron a elegir, fuera del colegio, a Jacques Pantaleon, patriarca de Jerusalén que ocasionalmente visitaba la curia. Hijo de un zapatero de Troyes, había hecho una muy brillante carrera eclesiástica, destacando en el primer Concilio de Lyon. Fue entonces enviado como legado a Polonia, Prusia y Pomerania, territorios en que la orden teutónica desarrollaba su conquista. Tuvo una intervención decisiva en la paz de Cristenburgo (1249), que equiparaba a los prusianos con los alemanes, garantizando su libertad. En 1255 el propio Alejandro le nombró patriarca de Jerusalén con la misión, según hemos visto, de contactar con los tártaros. Su condición de francés podía dejarle manos libres para manejar los asuntos de Italia.
Apenas consagrado, Urbano IV creó catorce cardenales, de los que seis eran franceses; comenzaba de este modo la reorientación de la curia que se acentuaría en los años siguientes. Desde esta nueva posición mostró condiciones de independencia y dotes de mando: nunca quiso residir en Roma, aunque la gobernaba, sino en Viterbo u Orbieto, para sentirse más libre. Mantuvo la línea de sumisión universal a la sede romana: por ejemplo, agregó a la orden benedictina la congregación de ermitaños creada por Pedro de Morrone, futuro Celestino V, a fin de evitar desviaciones. El 2 de octubre de 1264, tomando pie en el milagro de la forma ensangrentada de Bolsena, extendió a toda la Cristiandad la fiesta del Corpus Christi, encomendando el oficio de la misma a santo Tomás de Aquino que, tres años antes, había concluido la Summa contra gentiles y trabajaba en la monumental Teológica, donde se explicaba la doctrina de la presencia real de Cristo en la eucaristía.
Acude a Carlos de Anjou. En política sus ideas eran muy claras. No quería apoyar a Alfonso ni a Ricardo: pretendía que se abriera un proceso que mediante pruebas permitiera conocer, en términos estrictamente jurídicos, quién era de los dos el legítimo. No aceptó en principio las conversaciones de Miguel VIII, que en 1261 había expulsado a los latinos de Constantinopla (1261), y prometió ayuda a Balduino II haciendo predicar una cruzada que permitiera su reconquista. Rápidamente restableció el dominio sobre las tierras del Patrimonium y suscitó dos grandes familias güelfas, Este y Visconti, para que combatiesen a los gibelinos dirigidos por un representante de Manfredo, Pallavicini. Otón Visconti (1207-1295) fue nombrado arzobispo de Milán: tal es el origen de un dominio que se prolongaría durante casi dos siglos.
Parecieron a Urbano IV indispensables dos objetivos para garantizar su independencia: acabar con los ghibellini y desarraigar definitivamente a los Staufen del sur de Italia. Concedió a los banqueros güelfos privilegios que a otros negaba, favoreciendo arbitrariamente a este partido, y prescindió absolutamente de Edmundo. Según K. Hampe (Urban IV und Manfred 1261-1264, Heidelberg, 1905), la razón fundamental de esta conducta, y de que rechazase las demandas de Manfredo —que venían acompañadas de la suma de 300.000 onzas de oro— era un proyecto: hacer del reino un verdadero Estado vasallo de la sede romana. Primero se dirigió a san Luis, pidiéndole uno de sus hijos, pero el monarca declinó la oferta. Entonces acudió a Carlos de Anjou, el ambicioso hermano de aquel mismo rey. Un acuerdo preliminar fue establecido el 7 de junio de 1263. Carlos debía entregar 50.000 marcos esterlinos como rachat del feudo y comprometerse a una «ayuda» anual de 10.000 onzas de oro. Garantizaba la libertad de elecciones episcopales, la no aceptación de la corona imperial, y una completa abstención en los asuntos del resto de Italia, algo que seguramente no pensaba cumplir.
La curia nunca estuvo convencida de la oportunidad de dicho acuerdo. Cuando llegó la noticia a Manfredo, éste desató una ofensiva sobre las marcas y Campania, obligando al papa a refugiarse en Orvieto. Carlos, que acudió en su ayuda, obtuvo un premio que era quebranto de la palabra dada: fue elegido senador de Roma. En estas condiciones, el 15 de agosto de 1264 se confirmó el acuerdo y se hizo la investidura. Pero el papa murió antes de que el de Anjou tomara posesión efectiva del territorio.
Clemente IV (5 febrero 1265 - 29 noviembre 1268)
De nuevo francés. Los cardenales, reunidos en Perugia, estaban profundamente divididos respecto a la conducta a seguir: tardaron cuatro meses en elegir a Guy Foulquois, también francés, nacido hacia 1195 en Saint-Gilles-sur-Rhóne, hijo de un juez y consejero importante de Luis IX. Al enviudar se había ordenado, siendo obispo de Le Puy (1257), arzobispo de Narbona (1259) y cardenal obispo de Sabina (1261). En condición de tal fue legado en Inglaterra, mediando entre Enrique III y los barones. Elegido cuando regresaba a Italia hubo de disfrazarse de monje para llegar a Perugia; allí fijó su residencia, más tarde en Viterbo, nunca en Roma. Había logrado durante su legación que Inglaterra se abstuviese de participar en las querellas sicilianas. En 1268 explicaría confidencialmente a los embajadores que no creía en la legitimidad de los derechos de Alfonso X.
Conquista de Nápoles. Absolutamente profrancés, instó a Carlos de Anjou para que acelerara la llegada de tropas. Carlos entró en Roma en mayo de 1265 y recibió la investidura del reino (28 junio) sin renunciar a su título de senador. El papa ordenó predicar la cruzada contra Manfredo y respaldó la operación de los banqueros de Florencia con los fondos de la Iglesia en Francia durante un plazo de treinta años. El 26 de febrero de 1266, Manfredo fue derrotado y muerto en Benevento; la correspondencia del papa no deja duda respecto a que Clemente reprendió a Carlos con severidad por la dureza de sus represalias y de su régimen. Pero cuando Conradino, en julio de 1268, llegó a Roma reclamando su herencia, Clemente IV le excomulgó; nada hizo tampoco en su favor cuando el joven príncipe, derrotado y preso en Tagliacozzo (23 de agosto), fue ejecutado públicamente.
La victoria de Carlos de Anjou trajo una profunda decepción al papa, como ya E. Jordán \'7bLes origines de la domination angevine en Italie, París, 1910) señalara: el príncipe francés no se limitó a ser rey de Sicilia, preparando la cruzada, sino que muy pronto, asumiendo el vicariato imperial, trató de extender sus dominios a otras regiones de Italia. A pesar de todo, Clemente IV reiteró su apoyo, desoyendo las demandas de Miguel VIII, que quería llegar a la unión para quitar a Carlos el pretexto esencial.
Dos actos importantes de este pontífice son: la bula Ea quae iuditio (Kaspar Elm, Die Bulle Ea quae iuditio Clemens IV, 30-VW-1266, Lovaina, 1968), que unió a los ermitaños de san Agustín, antes dispersos, en una sola congregación, y la Licet ecclesiarum, que establecía un sistema de designación directa en todos los beneficios que vacaren estando su anterior titular en corte de Roma.
Gregorio X, san (1 septiembre 1271 - 10 enero 1276)
Un papa restaurador. Los cardenales estaban profundamente divididos en torno a dos cuestiones: la hegemonía de Carlos de Anjou, y la prolongada vacante en el Imperio. A éstas, según Olga Johnson \'7bDie Papstwahlen des 13Jahr-hunderts bis zur Einführung der Conclaveordnung Gregors X, Berlín, 1928), se sumaban otras dos: los intereses de las familias de papas y la clara disensión entre jóvenes y viejos en el colegio de los cardenales. De hecho, el interregno duró casi tres años. Las autoridades civiles presionaron encerrando a los cardenales en el palacio, quitando el techo y amenazando con privarles de la comida. Fue san Buenaventura quien propuso la solución: delegar en una comisión de sólo seis, la cual designó a Teobaldo Visconti, arcediano de Lieja, un laico que se encontraba con Eduardo de Inglaterra en Tierra Santa. De noble origen, había jugado un papel importante en el primer concilio de Lyon y gozaba de una amplia confianza en las dos familias reales, francesa e inglesa. L. Gatto (Il pontificato dei Gregorio X, 1271-1276, Roma, 1959) le considera especialmente dotado: estudiante en París, conoció a santo Tomás y a san Buenaventura. Llegó a Viterbo el 10 de febrero e inmediatamente se trasladó a Roma, donde fue ordenado y consagrado en San Pedro el 27 de marzo.
Se elige emperador. Entendía que su elección respondía al esfuerzo que debía hacerse en favor de la cruzada. Su primer gesto fue la convocatoria (13 de abril de 1273) del concilio, nuevamente en Lyon; en él debían tratarse tres cosas íntimamente ligadas: la cruzada, la unión con la Iglesia oriental y la reforma. Antes de que todo esto pudiera llevarse a cabo, el papa sabía que era preciso poner un límite a la expansión angevina en Italia, y sosegar las querellas entre güelfos y gibelinos que perturbaban la vida de sus ciudades. No impidió que Carlos de Anjou siguiera ostentando el senado en Roma y la vicaría imperial en Toscana, pero, aprovechando la muerte de Ricardo de Cornwall, decidió colaborar para resolver el interregno: recomendó a los electores que prescindiesen de Ottokar de Bohemia y de este modo logró que el 1 de octubre de 1273 hubiera, con Rodolfo de Habsburgo (1273-1291), nuevo rey de Romanos. El papa no ocultó su satisfacción, pero quiso que el reconocimiento se hiciera a través del concilio. Fue en Lyon, el 6 de julio de 1274, donde el canciller, en nombre de Rodolfo, garantizó el juramento de éste respecto al respeto de las libertades de la Iglesia. Se acordó entonces hacer en Roma la coronación imperial. La primera fecha fue demorada tras la entrevista personal de Gregorio X y Rodolfo (Lausanne, octubre de 1275) hasta el 2 de febrero de 1276. La muerte de Gregorio impidió que pudiera llevarse a cabo.
La unión con Oriente. Gregorio aplicó dotes de moderación, prudencia y grandeza en la solución del problema oriental. Sus primeros contactos con Miguel VIII se habían producido durante el viaje a Palestina. Era evidente que el emperador quería protección frente a las ambiciones de Carlos de Anjou. Muy pronto la iniciativa pasó a manos del papa, que tuvo el acierto de conducir el asunto ante el concilio en lugar de convertirlo en puramente personal. Además, se mostró condescendiente: se conformaba con que sólo una parte del clero griego se adhiriera a la unión, dejando para más adelante la universalización del juramento, y se conformaba con que reconociera la integridad de la fe y el primado de la sede romana. Miguel aceptó las condiciones aunque al principio tropezó con enormes dificultades, pues apenas media docena de obispos se mostró dispuesta a apoyarle: el patriarca José, empujado por su clero, formuló un juramento contra la unión. Pero el más importante de los teólogos, Juan Beccos, que al principio se mostró absolutamente contrario (hubo de ser reducido a prisión por su actitud levantisca), acabó convenciéndose de su error y se convirtió en ardiente defensor de la unión. Fue el comienzo de la victoria. En febrero de 1274, Miguel VIII consiguió que 44 obispos y todo el clero de Santa Sofía suscribieran una carta al papa.
El 24 de junio de este mismo año llegó a Lyon la embajada bizantina presidida por el logoteta Jorge Acropolita y de la que formaban parte el antiguo patriarca de Constantinopla, Germán III, el de Nicea, Teófanes, y algunos otros. Las condiciones de los griegos fueron aceptadas por el concilio y el 29 de junio pudo proclamarse la unión; se invitó a los otros obispos bizantinos a que se adhiriesen. Fue entonces elegido patriarca Juan Beccos, y el 16 de enero de 1275, en la capilla del palacio real de Constantinopla, se celebró la solemne función religiosa de la unión.
Aparte de esto, el concilio tomó algunas disposiciones importantes: renovación de las sentencias contra la usura; restablecimiento de la obligación del culto divino en los cabildos; exigencia rigurosa de los decretos que prohibían nuevas reglas para las congregaciones religiosas. Los españoles impidieron, en cambio, que prosperara un proyecto para refundir en una todas las órdenes militares. La más importante de las disposiciones, Ubi periculum, establecía el sistema de cónclave para las futuras elecciones pontificias. Los cardenales serían encerrados con llave (éste es el origen del nombre), manteniéndolos incomunicados con el mundo exterior; en caso de demora se les reducirían las raciones alimenticias.
Tras la entrevista con Rodolfo en Lausanne, Gregorio X regresó a Italia, aunque no pudo alcanzar Roma porque murió de fiebre en Arezzo. Su muerte iba a interrumpir un proceso evolutivo importante.
Inocencio V, beato (21 enero - 22 junio 1276)
Los cardenales no tardaron en elegir al dominico Pedro de Tarantaise en un cónclave que se celebró en Arezzo, aplicándose por vez primera el decreto conciliar. M. H. Laurent (Beatas Innocentius PP. V. Petras de Tarantasia, Roma, 1943) ha trazado la biografía de este maestro extraordinario, nacido en Val d’Isére, dominico y colaborador de san Alberto Magno y de santo Tomás de Aquino, autor de un importante comentario de las Sentencias de Pedro Lombardo y uno de los que más contribuyeron a difundir el pensamiento de Aristóteles. Dos veces provincial de los dominicos en Francia, arzobispo de Lyon, cardenal obispo de Ostia (1273) y colaborador estrechísimo de Gregorio X, fue el primer miembro de su orden que ciñó la tiara. Fue conocido con el sobrenombre de doctor famossisimus.
Hay un contraste entre su saber, acompañado de austera piedad, y la debilidad política que mostró hacia Carlos de Anjou, al que confirmó como senador de Roma y vicario de Toscana. Pidió a Rodolfo (17 de marzo) que pospusiera su viaje a Roma hasta que hubieran sido resueltas sus diferencias con el angevino. Logró la reconciliación de Genova con Carlos de Anjou y la paz entre Pisa, gibelina, y la Liga güelfa de Toscana. Pero todo esto servía al rey de Nápoles para incrementar su poder. Predicó una vez más la cruzada. Y, cambiando la política de Gregorio, suspendió las concesiones que se hicieran exigiendo que todos los obispos del Imperio juraran ya el símbolo de fe con el Filioqae. Era, también, un medio indirecto de indicar a Carlos de Anjou que iba a disponer del apoyo, al menos moral, de la Santa Sede para sus proyectos sobre Constantinopla. La breve duración de su pontificado impidió que el programa llegara a realizarse.
Adriano V (11 julio - 18 agosto 1276)
El cónclave se reunió en Letrán. En su calidad de senador de Roma, Carlos de Anjou se ocupó de que se cumpliese con rigor el decreto de Lyon, suspendiendo incluso el aprovisionamiento de los cardenales. Éstos acabaron eligiendo a Ottobono Fieschi, sobrino de Inocencio IV, nacido en Genova en la familia de los condes de Lavagna. Había sido legado en Inglaterra, donde coronó con éxito la política pontificia de restablecimiento de la paz entre Enrique III y sus nobles; con posterioridad había trabajado en favor de la política angevina. Aunque proponía una negociación entre Sicilia y Bizancio, mostrándose así menos hostil, se negó a excomulgar a los partidarios de Carlos de Anjou por sus agresiones injustificadas en territorio bizantino. El único acto que de él se recuerda es la anulación del decreto sobre las elecciones pontificias, prometiendo la redacción de uno nuevo, que no llegó a promulgar. Antes de que pudiera ser ordenado sacerdote y, por consiguiente, consagrado, falleció en Viterbo, adonde había llegado huyendo del calor de Roma.
Juan XXI (8 septiembre 1276 - 20 mayo 1277)
La elección estuvo nuevamente rodeada de violencia. Las autoridades de Viterbo quisieron aplicar el decreto del cónclave, pero los cardenales alegaron que dicho decreto ya no existía. Juan Gaetano Orsini, al ver que no conseguía los votos necesarios, promovió la candidatura de un portugués, Pedro Juliáo, conocido como Pedro Hispano, confiando en gobernar a través de él. Hijo de un médico y nacido en Lisboa, M. H. da Rocha Pereira (Obras médicas de Pedro Hispano, Coimbra, 1973) y J. M. de la Cruz Pontes (A obra filosófica de Pedro Hispano Portugalense, Coimbra, 1972) han estudiado a fondo los dos aspectos fundamentales de su saber. Médico personal de Gregorio X, éste le nombró arzobispo de Braga (1272) y cardenal de Tusculum (1273). Fue una de las figuras más destacadas del Concilio de Lyon. Como médico se hizo famoso por un tratado de oftalmología conocido como El ojo y un manual de patología, Tesoro de los pobres. Se le ha confuniddo a veces con otro Pedro Hispano, dominico natural de Estella y autor de dos obras filosóficas de gran importancia, Summulae logicae, muy empleada como texto en las universidades, y De alma, que es un comentario a Aristóteles y al pseudo Dionisio (A. D’Ors Lois, «Petrus Hispanus O.P. auctor Summutarum», Vivarium, 35/1, 1997).
Por un error que ya no fue corregido tomó el nombre de Juan XXI, siendo así que ningún Juan XX encontramos en la lista de los papas. No quiso residir en Roma, haciéndose construir un departamento provisional en el palacio de Viterbo para poder seguir con su trabajo científico; dotado de gran sencillez, estaba dispuesto a recibir a todo el mundo, aunque prefería la compañía de sabios y doctores a la de los miembros de la curia. Comenzó su pontificado confirmando la anulación del decreto del concilio sobre las elecciones y entregando a Orsini prácticamente todo el poder. Por esta causa se inició un distanciamiento con Carlos de Anjou, al que no fue renovado el nombramiento de senador ni el de vicario en Toscana. La Santa Sede estaba buscando medios para restablecer una concordia entre el rey de Sicilia y Roberto, entre Alfonso X y Felipe III de Francia (1270-1285), enemistados a causa de los infantes de la Cerda, así como en Portugal, su patria, donde tomó la defensa de las inmunidades eclesiásticas. Tras esta política de paz alentaban siempre dos propósitos: afirmar la supremacía de Roma y proceder a un nuevo lanzamiento de la cruzada. A este mismo fin apuntaban el envío de misioneros y legados a tierra de mongoles y las nuevas negociaciones con Miguel VIII. Pero en este último caso era, tal vez, demasiado tarde: el rigorismo un tanto arbitrario de sus dos antecesores había disipado el buen clima que creara Gregorio X.
Preocupaba especialmente a Juan XXI un problema que conocía bien: las tendencias al materialismo que podían nacer de los excesos del aristotelismo. El 18 de enero de 1277 ordenó al obispo de París que abriera una información en la universidad. El resultado fue señalar 219 proposiciones que se estaban enseñando y que los universitarios calificaban de «averroístas». Diecinueve de ellas se encuentran en santo Tomás.
Juan XXI murió a consecuencia de la herida que sufrió al desplomarse la techumbre del departamento provisional que levantara en Viterbo. Fue enterrado en aquella catedral.
Nicolás III (25 noviembre 1277 - 22 agosto 1.280)
La elección de Orsini. Los siete cardenales se dividieron en dos bandos: tres de ellos apoyaban la candidatura de Juan Gaetano Orsini, hijo de Mateo Rosso y de Perna Gaetani, que durante treinta años había gobernado la curia; otros tres se le oponían porque le consideraban un enemigo de Carlos de Anjou. El interregno duró seis meses hasta que, finalmente, la candidatura de Orsini triunfó. El nombre adoptado por el nuevo papa coincidía con el título que como cardenal ostentara. Publicaría una nueva colección de Decretales, las Novélae, que se agregaron a las de Graciano. Al desarrollarse en Europa el antijudaísmo, como consecuencia de las condenas que se estaban formulando contra el Talmud, pidió a franciscanos y dominicos que escogiesen predicadores idóneos que llevaran a los hebreos a la fe. Elegante y de buena presencia, juntaba la destreza personal con la experiencia de los negocios. Su objetivo parece haber sido restaurar la independencia de los Estados Pontificios.
La política. Comenzó obteniendo el cese de Carlos de Anjou como senador de Roma (16 septiembre 1278); un decreto, de 11 de julio de 1279, determinó que ningún príncipe foráneo pudiera en adelante ocupar el cargo. El papa debía ser senador perpetuo, absorbiendo de esta manera la señoría sobre la ciudad de Roma; su pariente, Mateo Orsini, se ocupó en la práctica de hacer sus veces. También hizo desaparecer la vicaría imperial sobre Toscana. Mantuvo estrechas negociaciones con Rodolfo de Habsburgo, preparando ya su coronación: el 14 de febrero de 1279 el rey de Romanos hizo una solemne renuncia a los derechos que aún pudieran corresponderle en Romagna. De este modo los Estados Pontificios obtuvieron la distribución espacial y la estructura jurídica que conservarían hasta 1860. Para que esta política diera resultados duraderos, se necesitaban dos condiciones difíciles de obtener: la reconciliación entre los Anjou y los Habsburgo, que hiciera definitiva la separación entre Alemania e Italia, y la paz entre los partidos de güelfos y gibelinos. Por eso apoyó a los Visconti, en Milán, y su sobrino el cardenal Latino Malabranca negoció en Genova y en Florencia reconciliaciones que permitieran regresar a los que estaban en el exilio.
Se proyectó el matrimonio de una hija del emperador, Clemencia, con un nieto del rey de Nápoles, Carlos Martel; ambos serían reconocidos como reyes de Arles. De hecho, Rodolfo legitimó a Carlos de Anjou en su posesión de Provenza y Foncalquier, que eran feudos del Imperio. Es difícil conocer cuál era el proyecto de fondo que Nicolás perseguía: se ha especulado con el designio de crear cuatro reinos o principados independientes entre sí, Alemania, Lombardía, Borgoña, Toscana, como una garantía de paz para la Iglesia; de todas formas, la muerte del papa impidió que las negociaciones llegasen a buen fin.
Oriente. Siempre, la cruzada. Bizancio estaba en el mismo centro del problema. Aunque Nicolás prohibió hacer la guerra a Miguel VIII (no se atrevió, en cambio, a excomulgar a quienes en Epiro y Tesalia le combatían), presentó exigencias en relación con la unión, que los orientales juzgaron excesivas: inserción obligatoria del Filioque, publicación de los juramentos prestados en Lyon, conservación en la liturgia griega únicamente de aquellos ritos que coincidiesen con la latina, presencia de un legado permanente en Constantinopla y de nuncios en cada una de las principales ciudades, confirmación de los nombramientos eclesiásticos en Roma y algunas otras de menor importancia. Sin embargo, el papa no quería provocar la ruptura: tales demandas se incluyeron en las instrucciones a los legados como una especie de programa máximo, pero con poderes para atemperarlas si era necesario. A pesar de todo es preciso reconocer que aquí estaba el precedente para la decisión de Martín IV.
Franciscanos. Protector de los franciscanos, Nicolás III publicó la constitución Etsi qui seminat (14 agosto 1279), declarando la santidad de la pobreza y la obligación de seguirla; al mismo tiempo establecía la diferencia entre propiedad y usufructo, que permitía poseer edificios y otros bienes. A los extremistas del franciscanismo esta disposición les sentó mal, y Berengario de Perpignan presentó ante el papa una protesta que llegaría a tener consecuencias impensadas: alegaba que Cristo y los apóstoles nada habían tenido en propiedad ni en simple posesión.
Martín IV (22 febrero 1281 - 28 marzo 1285)
Golpe de Estado. De nuevo una vacante de seis meses con un final muy grave. Los cardenales, reunidos en Viterbo, no lograban ponerse de acuerdo, cuando Carlos de Anjou decidió dar un golpe de Estado valiéndose de las autoridades de la ciudad, que aprisionaron a dos de los purpurados, mientras el rey presionaba a Mateo Rosso Orsini para impedir que interviniese. Por esta vía se eligió a Simón de Brie, antiguo archidiácono de Rouen, tesorero de San Martín de Tours y canciller y guardasellos de san Luis. Cardenal de Santa Cecilia desde 1264, vivía entregado con todo entusiasmo a la misión de hacer triunfar los proyectos de Carlos de Anjou. Tomó el nombre de Martín IV, por el patrón de Francia y por el error de haber confundido a Marino I y II con Martín. Ha sido definido como «el más francés de todos los papas» por su empeño en propiciar el triunfo absoluto de los angevinos. No sólo renunció en Carlos el oficio de senador, sino que le entregó el gobierno de todos los Estados Pontificios; Jean d’Eppe se hizo cargo de Romagna y Guillermo Durando, el famoso autor del Speculum iudiciale, fue nombrado vicario general. Las relaciones con Rodolfo de Habsburgo se mantuvieron correctas porque el rey de Romanos se abstuvo cuidadosamente de intervenir en los asuntos de Italia.
// Vespro. Nacía así un Imperio angevino tan amenazador para la independencia de la Iglesia como lo fuera en tiempos el de los alemanes. Carlos compró a María de Antioquía sus derechos sobre Jerusalén y comenzó a usar este título enviando a Rogerio de San Severino en calidad de bailío a tomar posesión de las escasísimas reliquias que aún sobrevivían del antiguo reino. Al mismo tiempo mantenía abiertas relaciones comerciales con Egipto para evitar amenazas desde este sector. Poco a poco iba aumentando sus dominios. Gobernaba Albania y Acaya, esta última en nombre de su nuera, y ostentaba la soberanía feudal sobre Atenas y los otros señoríos latinos en Grecia. El objetivo final era la conquista de Constantinopla, presentándose como heredero de Balduino II. Todo estaba preparado cuando se negoció en Orvieto, interviniendo la cancillería pontificia, una alianza entre Carlos, Felipe de Courtenay y la República de Venecia (3 de julio de 1281). Martín IV dio la señal: sin que se hubiera dado motivo alguno, excomulgó a Miguel VIII (18 noviembre 1281), prohibió a los católicos prestarle cualquier clase de ayuda (26 marzo 1282) y finalmente declaró nula la unión que tan trabajosamente se consiguiera en Lyon. Martín, mientras tanto, no residía en Roma: estableció en Orvieto y en Perugia su residencia.
Los manifiestos errores de Martín IV causaron un indudable daño a la Iglesia pues la convirtieron en un satélite de la política francesa, y a Italia porque la lanzaron de nuevo por el camino de la guerra: el primero de mayo de 1282 los gibelinos, mandados por Guido de Montefeltro, derrotaron a las tropas pontificias; el 30 de marzo, tras una delicada operación de acercamiento entre la nobleza siciliana, el rey Pedro III de Aragón (1276-1285) y el emperador Miguel, aclarada por Steven Runciman (The Sicilian Vespers, Cambridge, 1958), estallaba la gran revuelta conocida como las «Vísperas Sicilianas». Los rebeldes acudieron a Martín IV como a su señor natural, pero él los rechazó con dureza ordenándoles someterse sin condiciones a Carlos de Anjou. Pedro III, yerno de Manfredo, aceptó la corona y el papa le excomulgó. Esfuerzo inútil: la flota catalana, reforzada en Sicilia, hizo añicos el Imperio angevino. Sin proponérselo, los aragoneses habían prestado un servicio al papa, pues dividieron el reino en dos, alejando el agobiante dominio que desde él se ejercía.
Protector de los franciscanos, Martín IV publicó la bula Ad fructus liberes (13 diciembre 1281), autorizándoles la predicación y la confesión. Este privilegio provocó la resistencia del clero secular, que lo consideraba como una ingerencia en sus propias funciones. Martín IV murió en Perugia, pocas semanas después del fallecimiento de Carlos de Anjou.
Honorio IV (2 abril 1285 - 3 abril 1287)
Los cardenales reunidos en Perugia se dieron prisa y en sólo cuatro días eligieron a Jacobo Savelli, cardenal de Santa María in Cosmedin, evitando de este modo las ingerencias. Perteneciente a una ilustre familia romana, estudiante en París y sobrino nieto de Honorio III, cuyo nombre adoptó. Con 75 años de edad y medio paralítico, había sido elegido para que intentara subsanar los errores de su antecesor, pero conservando las relaciones excelentes con la Casa de Anjou. El 20 de mayo fue consagrado en Roma, en medio de un entusiasmo delirante de su población, al que correspondió fijando su residencia permanente en la ciudad y asumiendo de nuevo la senatoria que su hermano Pandulfo gestionó en la práctica.
La mayoría francesa en el colegio de cardenales obligaba a conservar una política proangevina en la guerra. Honorio rechazó las propuestas de Eduardo I de Inglaterra (1272-1307), que quería mediar, y otorgó a Felipe III los beneficios de cruzada para la guerra que emprendía contra Pedro III y que se cerró en un fracaso. Cuando estos dos reyes murieron en el otoño de 1285, pudo abrirse, al fin, el camino de las negociaciones. Alfonso III (1285-1291) reinaba en Aragón, firmando tregua con Francia; su hermano Jaime fue coronado como rey en Palermo, ganando con ello la excomunión. Pero la derrota angevina en Castellamare (1287) obligó a reconocer el fallo, abriéndose negociaciones que condujeron al tratado de Oloron (25 julio 1287), firmado cuando el papa ya había muerto.
Se reanudaron los contactos con Rodolfo de Habsburgo, preparándose la coronación imperial. Pero los príncipes alemanes negaron el dinero para el viaje porque el legado, cardenal Juan de Tusculum, había solicitado fuertes compensaciones económicas para la Cámara y sospecharon que se estaba tendiendo una intriga para declarar a Alemania monarquía hereditaria como las demás de Europa.
Aunque Honorio restauró los derechos y privilegios del clero secular y condenó en 1286 una secta de extremada pobreza fundada en Parma con el título de «apostólica» (1260), fue también un protector de las órdenes religiosas, especialmente dominicos y franciscanos, a los que trataba de convencer de que estableciesen cátedras de árabe a fin de preparar misioneros para tierras musulmanas.


Nicolás IV (22 febrero 1288 - 4 abril 1292)
Elección. La supresión del decreto de Gregorio X había permitido el retorno a las elecciones prolongadas: más de once meses duró esta vez la vacante. Calores excesivos y peste causaron la muerte de seis cardenales y la dispersión de todos los demás excepto uno, el franciscano Jacobo de Ascoli, del título de Palestrina. Cuando los purpurados regresaron a Roma, le eligieron por unanimidad. Nacido en Lisciano, cerca de Ascoli, el 30 de septiembre de 1227, e hijo de clérigo, sucedió a san Buenaventura como general de su orden en 1274. Había sido uno de los negociadores de la unión con los griegos. Colaborador de Nicolás III en la bula Exiit qui seminat, este papa le nombró cardenal. Se trata del primer franciscano que llegó al solio. Protector de artistas como Arnolfo di Cambio o Pietro Cavallini, reconstruyó San Juan de Letrán y Santa María la Mayor. Protegió, seguramente con exceso, a los Colonna, procedentes de Nápóles: Giovanni Colonna, senador único, en lucha con los Orsini y los Savelli, creó en Campania un gran poder.
Cardenales. La bula Coelestis ahitado (18 de junio de 1289) reconoció a los cardenales el derecho a percibir la mitad de las rentas correspondientes a la curia. Estableció de este modo un precedente de importancia, abriendo el debate en torno a las funciones del colegio, en especial durante las vacantes en el solio. Dos corrientes de opinión se dibujaban: aquella que sostenía que los cardenales compartían con el papa la plenitudo potestatis, por lo que, en los interregnos, gobernaban a la Iglesia por derecho propio; y aquella otra que afirmaba ser únicamente un organismo consultivo (consistorio) cuyos miembros recibían del papa todas las funciones y, durante las vacantes, asumía provisionalmente funciones que no eran suyas.
Nápoles. Apoyó a Carlos II de Anjou (1285-1309) con todas sus fuerzas aunque mantuvo buenas relaciones con Rodolfo, reconociendo su derecho a ser coronado. La muerte del rey de Romanos en 1291 impidió definitivamente la coronación. Mediante negociaciones intentó que, anulado el tratado de Canfranc (28 octubre 1288) —por el que se daba a Carlos II libertad a cambio de reconocer a Jaime II como rey de Sicilia—, los Anjou recobrasen la totalidad de sus dominios. No pudo conseguirlo, pero logró al menos que, levantando la excomunión que pesaba sobre Alfonso III, se negase desde Aragón toda clase de ayuda a los rebeldes. Sin embargo Alfonso murió el 18 de junio de 1291 y fue precisamente Jaime quien le sucedió, dejando a su hermano Federico en Sicilia como lugarteniente. Cuando el papa coronó en Rieti a Carlos II lo hizo en calidad de rey de todo el Realme y no sólo de Nápoles.
Oriente. En un último esfuerzo para salvar las posiciones de Tierra Santa, tras el saqueo de Trípoli (abril de 1289), Nicolás IV dispuso la predicación de la cruzada (1290) c incluso llegó a enviar una pequeña flota en auxilio de san Juan de Acre. En 1291 Enrique II, rey de Chipre y de Jerusalén, abandonó esta última ciudad, que sucumbió al asalto el 18 de mayo del mismo año. Las noticias que llegaron a Occidente eran espeluznantes: el maestre del Temple Guillermo de Beaujeu, y el mariscal del Hospital, Mateo de Clermont, murieron luchando heroicamente, y las monjas clarisas se cortaron la nariz para evitar ser violadas. Causaron un gran impacto. El franciscano Fidenzio de Padua envió al papa un Líber de recuperatione Terre Sáncte, incitándole a realizar un gran esfuerzo para recobrar Palestina, de cuya pérdida Tadeo de Nápoles culpaba a los reyes y caballeros occidentales. Pero fue Ramón Llull (1232-1316) quien envió el programa más eficaz: un plan de estudios para disponer de personas que conociesen el árabe y el hebreo a fin de penetrar en los espacios orientales y africanos; la centralización de las misiones bajo el mando de un solo cardenal; y la refundición de las órdenes militares hasta crear con ellas el gran ejército de caballería que la cristiandad necesitaba. Nicolás atendió también al otro horizonte que se había abierto. En 1290 Argun, nieto de Hulagu Khan, dueño de Bagdad, se puso en contacto con Roma a través de un converso, Andrés Chagan o Zagan, pidiéndole como su abuelo el envío de personas instruidas porque en sus dominios había comunidades cristianas. Paralelamente, otro franciscano, Juan del Monte Corvino, que había actuado en Armenia, llegaba a ponerse en contacto con los keraitas nestorianos: por el camino de Mongolia llegó a la corte de Kublai Khan (1260-1294) en Pekín. Desde Orvieto fueron enviados algunos franciscanos para ayudarle. El papa otorgaría a Monte Corvino el título de obispo de Pekín.
Celestino V, san (5 julio - 13 diciembre 1294)
Un papa «angélico». Muchas fantasías literarias se siguen vertiendo en torno a este papa que tomó la decisión excepcional de abdicar y al que algunos autores siguen llamando «papa angélico», como lo hicieran los franciscanos «espirituales» en su propio tiempo. Hace más de un siglo F. Ehrle (Die Spirituales, ihr Verlhaltniss zum Franciscanerorden und zu den Fratricellen, 4 vols., Berlín, 1885-1888) puntualizó la necesidad de distinguir entre estos «espirituales», rigoristas que preceden a la observancia, que aparecen íntimamente ligados al nombramiento y gestión de san Celestino, y los fratricelli posteriores, en los que, como clara desviación de esta postura, se mezclaron la resistencia al papa y algunas doctrinas heréticas milenaristas. Por su parte, F. X. Seppelt (Monumento Coelestiniana, Paderborn, 1921) ha trabajado para recopilar la abundante literatura en torno a Celestino, a fin de separar los elementos reales de los legendarios, reconociendo la importancia que en 1294 revestían las ideas rigoristas. Estas pretendían, frente a los intereses políticos y de familia, dar un salto radical entregando el pontificado a un santo, que lo fuera en el sentido más simple y directo de la palabra.
Tras la muerte de Nicolás el solio estuvo vacante dos años y tres meses: divididos en facciones, los doce cardenales eran incapaces de llegar a un acuerdo que atribuyese los doce votos que se necesitaban. Tras dos interrupciones, el cónclave volvió a reunirse en Perugia en octubre de 1293; se produjo entonces una fuerte presión de Carlos II, que necesitaba de un papa que confirmase el acuerdo que acababa de concluir con Jaime II en La Jonquera, el cual incluía la orden a Federico para entregar Sicilia. Los cardenales no se rindieron a las presiones, pero fueron conscientes de la necesidad de poner rápidamente fin al interregno porque se estaban produciendo graves desórdenes. El decano del Sacro Colegio, Latino Malabranca, dijo que un santo ermitaño, Pedro de Morrone, había profetizado un castigo de Dios si seguían demorando la elección, y añadió que este hombre santo era precisamente su candidato. Con bastante rapidez los cardenales le proclamaron por unanimidad.
Pedro era hijo de aldeanos y tenía 85 años; educado por los benedictinos de Santa María de Faifula, se había retirado a una cueva del monte Morrone, de donde procedía el nombre con que sustituyera el de Pedro Angelario, que recibiera en el bautismo. El apellido familiar se prestaba a interpretaciones relacionadas con el advenimiento de un «papa angélico» que iniciaría la nueva etapa en la vida de la Iglesia, dominada por el Espíritu según las profecías de Joachim de Fiore (1130? - 1202). Al acudir a él numerosos discípulos, decidió construir una iglesia dedicada a Santa María al pie del Morrone y crear una fraternidad reconocida por Gregorio X en 1274, pero dentro de la orden y regla de san Benito, que pretendía observar con todo rigor. Carlos II tomó la hermandad bajo su protección y Pedro Angelario fue elegido abad del monasterio de Faifula, donde se educó. Pero en 1293 había tomado la decisión de retirarse de nuevo a una gruta en el Morrone para ser otra vez ermitaño.
Fracaso y abdicación. Costó trabajo convencerle para que aceptara. Pero un vasto clamor se extendió por Italia: al fin la santidad estaba en la cátedra de Pedro. Los «espirituales» le consideraron como uno de los suyos —de ahí el error de que a veces se le tuviera por franciscano— y Carlos II le tomó bajo su guía y protección. Con escolta napolitana llegó a L’Aquila, en cuya iglesia de Santa María de Colmaggio fue consagrado el 29 de agosto. Celestino no fue nunca a Roma: el rey preparó para él una residencia en el Castilnuovo de Nápoles. Incapaz de usar el latín, hablaba en italiano con sus cardenales. Pronto se demostró que santidad y gobierno son valores distintos: pueden coincidir, pero pueden también ser divergentes. Nombró doce cardenales, sobre una lista que le proporcionó Carlos II (siete eran franceses y todos angevinos), confirmó el acuerdo de La Jonquera, dando un plazo de tres años a los aragoneses para restituir Sicilia, y nombró a un niño de pocos años, hijo de Carlos II, arzobispo de Toulouse. La confusión en la curia se hizo terrible: algunos beneficios eran atribuidos simultáneamente a varias personas por ignorancia absoluta del asunto.
Llegado el tiempo de Adviento propuso retirarse a un lugar aislado a fin de entregarse a la oración contemplativa en riguroso ayuno, dejando a tres cardenales el gobierno de la Iglesia. Cuando el colegio rechazó esta propuesta que consideraba muy perjudicial, consultó con uno de sus miembros, Benito Gaetani, notable canonista, si existían precedentes de una abdicación. La respuesta fue afirmativa aunque errónea. Entonces, el 10 de diciembre de 1294, publicó una bula que hacía extensivo el procedimiento del cónclave de Gregorio X, previsto para la muerte de un papa, al caso de una renuncia, y el 13 del mismo mes, en un consistorio, se dio lectura a un acta de abdicación que el propio Gaetani preparara. Sin duda Celestino, de nuevo Pedro Angelario del Morrone, confiaba en volver a su vida de santo ermitaño. No se lo consintieron: podía convertirse en bandera para los «espirituales». Tratado con toda dignidad, se le puso vigilancia, de la que huyó tratando de volver al yermo. Fue entonces cuando Bonifacio VIII le encerró en Castel Fumone, cerca de Ferentino. Es seguramente falsa la noticia de que se le maltratara: murió el 19 de mayo de 1296. Fue canonizado el 5 de mayo de 1313 como confesor de la fe.
Bonifacio VIII (24 diciembre 1294 - 12 octubre 1303)
La persona. Restablecida por Celestino V la constitución del Concilio de Lyon, los cardenales se reunieron en el Castilnuovo de Nápoles, diez días después de la abdicación de aquél, y habiendo rechazado la elección Mateo Rosso Orsini, escogieron precisamente a Benito Gaetani. Nacido en Anagni en 1240 de una familia de baja nobleza, educado por su tío el obispo de Todi, había adquirido una sólida formación en ambos derechos, estudiando en Bolonia. Había prestado importantes servicios como legado en Francia e Inglaterra, mostrándose favorable a la primera, y Martín IV le premió haciéndole cardenal diácono en 1281 y presbítero en 1291. En ambos casos retuvo importantes beneficios que le permitían acumular considerables propiedades en favor de su familia: empleaba sus recursos en la adquisición de propiedades que diesen origen a un patrimonio para los Gaetani.
Sus mayores éxitos antes de la elección le ponían en relación con Francia: negoció el tratado de Tarascón de 1291, que aparentemente ponía fin a las hostilidades con Aragón y evitaba una ruptura con Inglaterra, y defendió brillantemente a los mendicantes en su pleito con la Universidad de París. Los «espirituales» fueron sus enemigos declarados porque le atribuían la eliminación del «papa angélico». Apenas elegido, Bonifacio anularía todas las disposiciones de su antecesor, despegándose de la influencia angevina y limpiando la curia de partidarios de Carlos II. Se instaló en Roma, donde fue coronado el 23 de enero de 1295.
T. R. S. Boase (Boniface VIII, Londres, 1933) pone en guardia contra uno de los errores más frecuentes: reducir este importantísimo pontificado a uno sólo de sus aspectos, el de la lucha contra el rey Felipe IV de Francia. Probablemente, como Heinz Góring (Die Beamten der Kurie unter Bonifaz VIII, Konigsberg, 1934) estableciera, a él corresponde una reforma fiscal de grandes proporciones, que proporcionó a la curia recursos abundantes. Tres casas de banca florentinas se encargaron, naturalmente con beneficios para ellas, de manejar tales fondos, que permitieron, ante todo, una política de pacificación interna aplicada con energía, mediante la cual el papa tuvo verdadera posesión de los Estados Pontificios. Sus cartas demuestran que se consideraba árbitro supremo entre todos los poderes de la cristiandad, mostrando empeño en desempeñar un papel decisivo: fue este empeño, precisamente, el que según G. Digard (Philippe le Bel et le Saint Siége, 1285-1304, 2 vols., París, 1966) le condujo al enfrentamiento que provocó la grave derrota del pontificado.
Caltabellota. Confirmando su política como cardenal quería que se entregase Sicilia a Carlos II de Anjou, según lo previsto en el tratado de Tarascón, y que cesaran las hostilidades entre Francia e Inglaterra reanudadas durante el interregno en el pontificado. Sobre esta base negoció con los tres enviados de Jaime II, Manfredo Lanza, Juan de Prócida y Roger de Launa: el rey se comprometía a evacuar Calabria y entregar Sicilia, casándose con una hija del angevino. Fadrique sería compensado mediante su matrimonio con Catalina de Courtenay y con los dominios que en Oriente pertenecían a esta señora. Se negociaba también en torno a la entrega de Córcega y Cerdeña, feudos de la Iglesia, al soberano aragonés. Pero el proyecto fracasó: Felipe IV no quiso consentir en el matrimonio de Catalina, y los sicilianos reafirmaron su independencia, coronando rey a Federico en Palermo (26 marzo 1296). Con natural repugnancia, Jaime II prometió el envío de una flota y de un ejército para combatir a este hermano rebelde que, entre tanto, estaba lanzando su ofensiva sobre Apulia y Calabria. Recibiendo mucho dinero, el aragonés adquirió el compromiso de emprender la lucha en 1297; en la práctica el ataque sólo se produjo en 1299. La flota catalana obtuvo una victoria en cabo Orlando (5 julio 1299), pero cuando los angevinos intentaron la invasión de la isla fueron estrepitosamente derrotados en Falconaria. De modo que la solución final fue muy distinta a la que Bonifacio preconizara: la paz de Caltabellota (1302) reconoció la independencia de Sicilia.
Italia y Alemania. Idénticos fracasos, según H. Finke (Vorreformatione geschichtlichen Forschungen. Aus den Tagen Bonifaz VIII. Funde und Forschungen, Münster, 1902), se registraron en todas o casi todas las cuestiones en que el papa se empeñó en intervenir. Nunca pudo lograr la reconciliación entre Genova y Venecia, a las que trataba de interesar en la cruzada, ni sostener la independencia de Escocia frente a Inglaterra, ni menos hacer triunfar la causa de Carlos Roberto de Hungría. La experiencia que se estaba recogiendo marcaba la diferencia con los días de Inocencio III: los poderes fácticos de las monarquías eran ya superiores. Únicamente se registra un éxito en Italia al extender a Toscana la tutela de la Santa Sede; pero esta influencia era tan sólo el resultado de los compromisos adquiridos con la banca florentina que ligaban a la Iglesia con los llamados «negros» de la parte güelfa, es decir, los elementos más conservadores.
En 1298 Adolfo de Nassau (1292-1298), rey de Romanos, fue derrotado y muerto en Gollheim por Alberto de Habsburgo (1298-1308), el cual le sustituyó en el trono. Bonifacio trató de oponerse a este último comprometiéndose incluso con los príncipes que en 1301 intentaron una insurrección. Pero la rebelión fue dominada y el papa, por la bula Aeterni Regís (30 abril 1303), se vio obligado a reconocer la legitimidad de Alberto. Éste se comprometió a no ayudar a Francia en la polémica que entonces alcanzaba su punto más agudo y a desentenderse de los asuntos italianos: los vicarios imperiales en Lombardía y Toscana requerirían, para su nombramiento, la aquiescencia de la Santa Sede. Pero este cambio de política no era mérito de Bonifacio, sino resultado de un giro en la orientación que se registraba en Alemania. La época del dominium Mundi había pasado para siempre.
Primera fase del conflicto. La causa de la guerra franco-británica estaba en los feudos de Guyena: iniciada cuando la sede romana estaba vacante, los dos reyes, Eduardo y Felipe, comenzaron a recabar tributos sobre las rentas del clero sin el preceptivo consentimiento de la curia. Protestaron los simples clérigos, guiados por cistercienses, pero no los obispos. El 24 de abril de 1296 Bonifacio publicó la bula Clericis laicos, no dirigida específicamente a Francia, pero que endurecía las penas canónicas contra quienes, sin permiso, cobrasen tributos. En Inglaterra fue aprovechada por los eclesiásticos, y también por los barones, para negarse a contribuir. El 18 de agosto del mismo año, Felipe IV publicó una disposición que prohibía la salida de metales, moneda y letras de cambio: las rentas pontificias en Francia, las más cuantiosas, quedaron bloqueadas. Se presentó la medida no como una réplica, sino, simplemente, como emergencia en caso de guerra, pero Bonifacio entendió que estaba dirigida en contra suya. El 20 de septiembre escribió al rey una carta quejándose; en ella negaba taxativamente que la Clericis laicos estuviese dirigida contra Francia.
Surgió una polémica doctrinal bastante agria. Los colaboradores de Felipe recurrieron a panfletos, como el titulado Disputas del clérigo y el caballero, en que se defendían tres tesis fundamentales:
La autoridad temporal debe ayudar a la espiritual sin que esto suponga reconocimiento de ninguna clase de superioridad.
La Iglesia limita sus funciones a los aspectos espirituales, la palabra, los sacramentos y el sacrificio, sin intervenir para nada en los temporales.
Al rey corresponde la defensa de la comunidad en todos los aspectos, incluyendo a su Iglesia, por lo que los clérigos están obligados a contribuir en sus necesidades.
A ninguna de las partes convenía endurecer las posiciones. Menos que a nadie a la banca florentina, que estaba manejando las rentas pontificias. Fue por eso un banquero, Juan Francesi, llamado Musciato, quien intervino como mediador, logrando que el papa redujera sus pretensiones y accediendo a contestar afirmativamente a una demanda de contribución por parte del clero. Felipe envió entonces una embajada, presidida por Pedro Flotte, a Roma. El enviado descubrió una magnífica oportunidad en el choque entre el papa y los Colonna. Se trataba de una cuestión entre familias relacionada con la adquisición de ciertas fincas en Campania, pero a ella se mezclaron los «espirituales» franciscanos, descontentos porque no se les consentía formar una congregación aparte. En 1297 Esteban Colonna robó el dinero que el papa enviaba desde Anagni a Roma para completar la compra de Narni. Aunque los agresores devolvieron el botín (9 de mayo), Bonifacio excomulgó a los Colonna, deponiendo además a los dos cardenales de esta familia, Jacobo y Pedro, exigiendo el depósito de todas las fortalezas que ocupaban.
De este modo Pedro Flotte pudo disponer en Roma de los servicios de un fuerte partido, que utilizó contra el papa, sin mezclarse en sus cuestiones: los Colonna depositaron en el altar de San Pedro un documento en que acusaban a Bonifacio de ilegitimidad, herejía, simonía y las acostumbradas y negras denuncias que formaban su secuela. El papa ordenó entonces a la Inquisición incoar un proceso. Pero ante los franceses se doblegó: el 31 de julio declaró que la Clericis laicos no era de aplicación en Francia y que el monarca estaba facultado para decidir cuándo necesitaba percibir impuestos. Otros abundantes privilegios fueron concedidos. Pero gracias a este repliegue los «espirituales» tuvieron que someterse y las tierras de los Colonna fueron ocupadas. Palestrina, principal de sus fortalezas, tomada en octubre de 1298, fue arrasada. Los dos cardenales se sometieron y volvieron a la comunión, pero no recuperaron el capelo.
Primer Año Santo. El año 1300 era considerado de especial significación. Movido por fuertes presiones el papa publicó la bula Antiquorum habet fidem, en la que, declarándolo santo, por primera vez se otorgaba indulgencia plenaria a quienes, tras la debida confesión, visitasen las tumbas de los dos apóstoles: esta indulgencia podían lucrarla quince veces los peregrinos y treinta los romanos. De este modo se estableció la norma que ha continuado hasta hoy. La afluencia de peregrinos fue extraordinaria y las iglesias romanas se beneficiaron de las abundantes ofrendas. Bonifacio no obtuvo un gran rendimiento económico, pero sí un enorme prestigio que le proporcionó conciencia, tal vez excesiva, de su propio poder. Cuando el conflicto con Felipe IV rebrotó, se mostró sumamente fuerte, nada inclinado a complacencias.
Camino hacia Anagni. En 1295, al crear la diócesis de Pamiers, el papa nombró, sin consulta previa, a Bernardo Saisset, preboste de los canónigos regulares de san Agustín. Saisset, que había chocado antes con el rey, se enfrentó al conde de Foix que, por cesión de Felipe IV, ejercía el patronato sobre Pamiers; apeló entonces al papa, profiriendo amenazas muy duras contra el conde. Frases imprudentes del obispo fueron causa de que se le detuviera, embargándose sus bienes (24 de octubre de 1301), y de que se le juzgara por un tribunal que presidía precisamente Flotte: los cargos eran insulto al rey, rebeldía, alta traición, simonía y herejía. La sentencia, condenatoria, fue comunicada al papa a fin de que éste pronunciara la degradación del obispo. Pero la respuesta de Bonifacio (5 diciembre 1301) fue contundente: Saisset tenía que ser puesto en libertad y reintegrado a su sede. Una bula, Salvator mundi, puso nuevamente en vigor la Clericis laicos, convocando a los obispos franceses a un sínodo que debía celebrarse en Roma el 1 de noviembre de 1302.
El papa envió al rey una carta, Ausculta filii, en que hacía exposición de los agravios que la Iglesia estaba recibiendo. Pedro Flotte la interceptó, sustituyéndola por otra, Deum time, redactada por él mismo. Esta falsificación, llamada a demostrar que el papa hacía injurias al rey, circuló conjuntamente con una supuesta réplica de Felipe IV, Sciat máxima tua fatuitas, en que se descendía al terreno de los insultos. En el fondo, la batalla se estaba planteando en términos doctrinales. El papa invocaba para sí la supremacía espiritual única. El rey reclamaba un poderío «absoluto», esto es, sin limitaciones ni dependencias.
Los Estados Generales, con escasa asistencia de obispos, apoyaron decididamente a Felipe IV, refiriéndose a la Deum time como si se tratara de un documento auténtico. En consistorio de cardenales, Bonifacio denunció la falsificación, y mantuvo que él no trataba de imponer ninguna clase de vasallaje a Francia, sino de pedir cuentas a un cristiano, el rey, ratione peccati. Al sínodo de Roma asistieron 39 obispos franceses, desafiando la cólera de Felipe IV. Inmediatamente después se hizo pública la bula Unam sanctam (18 noviembre 1302), uno de los documentos más controvertidos y, al mismo tiempo, más claros, cuyo probable redactor fue el cardenal francés Mateo de Acquasparta, que utilizaba la doctrina teológica elaborada en el siglo xiii, incluyendo a santo Tomás de Aquino: siendo la salvación eterna el único verdadero fin de la existencia humana, quien resiste al vicario de Cristo resiste a Dios; y todo hombre, si quiere salvarse, debe someterse al obispo de Roma. Era por tanto una pretensión absoluta de someter la existencia al espíritu. Pero esto, para las nacientes monarquías en las que el «poderío real absoluto» incluía ambos aspectos, el temporal y el espiritual de la existencia, resultaba ya intolerable.
Acababa de morir Flotte en la batalla de Courtenay (11 julio 1302) y al lado de Felipe aparecía un nuevo personaje, Guillermo de Nogaret, cuyo protagonismo, desde que fuera establecido por R. Holtzmann (Wilhelms vori Nogaret, Rat und Grossiegelbelwahrer Philipps des Schonen vori Frankreich, Friburgo, 1898), no ha sido nunca discutido. Fue un gran daño para la causa de Bonifacio VIII que el cardenal Le Moine, a quien nombrara legado en Francia, se pasara al enemigo. El 12 de marzo de 1303 Nogaret presentó ante el consejo real, acusaciones formales contra el papa que coincidían con las que en 1297 formularan los Colonna, haciendo hincapié en la ilegitimidad y la herejía. Un concilio debía reunirse para juzgarle. El 13 de abril Bonifacio replicó fulminando la excomunión, pero su bula fue interceptada y nunca se dio a conocer. La acusación fue asumida por una asamblea general a mediados de junio, repitiéndose la apelación al concilio. Los clérigos que dirigidos por cistercienses y franciscanos osaron resistir, fueron encarcelados o desterrados. Una asamblea del clero (24 de junio 1303) se sumó a la acusación. Fue entonces cuando según R. Fawtier («L’attentat d’Anagni», Mél. École Franq. á Rome, LX, 1948, pp. 153-79), Nogaret, con sólo algunos acompañantes, emprendió el viaje a Roma para formular la acusación, citar a Bonifacio ante el concilio, y declararlo acusado bajo la protección del rey de Francia.
Los Colonna vieron llegada la hora de su venganza personal y prepararon un atentado más violento. Bonifacio, instalado en Anagni, había redactado la bula Super Petri solio, que excomulgaba a Felipe y desligaba a sus súbditos del juramento de fidelidad. Iba a ser publicada solemnemente el 8 de septiembre de 1303. Pero el día anterior Nogaret, con Sciarra Colonna (t 1329) y hombres armados, se apoderó de Anagni invadiendo el palacio. Bonifacio, revestido de pontifical, desafió a sus acusadores mostrándose dispuesto a entregar su vida. Nogarel no se atrevió a llegar tan lejos. Los moradores de la ciudad, hasta entonces pasivos, tomaron las armas y liberaron al pontífice, obligando a los agresores a huir. Pero Bonifacio era ya un hombre acabado: regresó a Roma el 25 de septiembre y falleció el 12 de octubre.
Las reformas. Graves defectos se han achacado a Bonifacio VIII: soberbia y arrogancia, nepotismo y desprecio hacia sus colaboradores, excesiva preocupación por el enaltecimiento de su familia. Pero, al mismo tiempo, poseyó extraordinarias cualidades. Muchas de sus realizaciones permanecieron largo tiempo. Publicó una nueva colección de cánones, el Líber Sextus, promulgada el 3 de marzo de 1298 e incorporada a las Decretales de Gregorio IX. Fue en realidad la obra de una comisión dirigida por Guillermo de Mandagout, arzobispo de Embrun, formada por 108 decretos de los papas anteriores, 251 del propio Bonifacio y los cánones de los concilios de Lyon. Supo dar estructura jurídica a la posición de aquellos obispos cuyas sedes estaban en territorio hostil (in partibus infideliuní), determinando que tendrían funciones espirituales pero no pastorales. Afirmó la inamovilidad de los obispos, estableciendo la norma de que se nombrara coadjutor, siempre con consentimiento del cabildo, en casos de enfermedad o ausencia prolongada. Reorganizó la Audiencia, formada por 14 jueces, en forma de Colegio (Audientia sacri palatií), que entendían en todas las causas, civiles o penales, de la competencia de la Santa Sede. Mediante la bula Super cathedram (18 febrero 1300) reguló las relaciones entre los mendicantes y el clero secular: tendrían libertad de predicación en sus iglesias propias, pero necesitarían de la licencia del párroco para predicar en otras, y del obispo para confesar; aunque podían tener enterramientos, la tercera parte del llamado derecho de estola correspondería a la parroquia del difunto. Aunque los mendicantes protestaron, estas disposiciones han seguido vigentes hasta hoy.
Benedicto XI, beato (22 octubre 1303 - 7 julio 1304)
Un continuador. Aunque el ambiente en Roma estaba profundamente alterado por el enfrentamiento entre los Gaetani y los Colonna, el cardenal Mateo Rosso Orsini consiguió que se celebrara el cónclave, sin autorizar la entrada de los dos depuestos cardenales, Pedro y Jacobo, y que se hiciera una rápida elección unánime de Nicolás Boccasino, antiguo general de los dominicos y ahora cardenal obispo de Ostia. Nacido en Treviso en 1240, de humilde familia, ingresó muy joven en la orden de los Predicadores. Su lealtad a Bonifacio había sido causa de que éste le promoviera cardenal en 1298 y lo empleara como legado en Francia, y, sobre todo, en Hungría, defendiendo con calor, aunque sin éxito, las pretensiones de Carlos Roberto. De ahí nacía el agradecimiento de Carlos II, abuelo de aquel príncipe, cuyas tropas garantizaron el orden durante el cónclave. Los cardenales le eligieron porque iba a defender la memoria de Bonifacio VIII pero, al mismo tiempo, porque era un hábil negociador. Pronto sería acusado de debilidad, pero probablemente hizo la política que más convenía en aquellos momentos.
Escogió el nombre de Benedicto en memoria y honor de Bonifacio VIII (Benedetto Gaetani), y buscó de inmediato los medios de lograr una paz sin concesiones excesivas: dejó sin pronunciar la sentencia de excomunión contra Felipe IV y aceptó una reconciliación de los Colonna con la Iglesia, sin restituirles el capelo; volvió a establecer relaciones con Fadrique de Sicilia, renovando el compromiso de vasallaje y, con él, el abono del dinero de san Pedro; envió a Florencia al cardenal Nicolás de Prato a fin de propiciar la reconciliación de las facciones que fue acordada en una gran fiesta (17 marzo 1304), aunque en esta oportunidad cosechó un fracaso, ya que esta intervención sirvió únicamente para que los linajes relevantes de la parte güelfa, Donati, Tosingi, Médicis, tomaran represalias contra sus enemigos. En favor de Felipe IV pronunció la excomunión contra los rebeldes flamencos que causaran al rey la derrota de Courtrai.

Condena del atentado. Nada de esto sirvió para obtener el cambio deseado en las relaciones con Francia: se había adelantado a comunicar al rey su elección, y cuando Felipe respondió congratulándose, publicó la bula que le exoneraba de cualquier censura (25 de marzo de 1304), usando de la habilidad de hacerla extensiva a toda su familia. Prácticamente dejó sin efecto la Clericis laicos y otorgó al monarca los diezmos del clero correspondientes a dos años. De estas medidas de clemencia mantuvo sin embargo una excepción: Nogaret. Éste, por otra parte, seguía reclamando la convocatoria de un concilio que condenase al papa, pues sólo la sentencia contra Bonifacio le absolvería de toda culpa. Benedicto, tras haber consultado con sus cardenales, incrementados en tres puestos, todos de dominicos, decidió precisamente lo contrario. Llegado a Perugia, publicó la bula Flagitiosum scelus (7 de junio de 1304), condenando abiertamente a Nogaret, Sciarra Colonna y otros doce como responsables de una agresión contra el papa. Las espadas estaban de nuevo en alto cuando Benedicto murió exactamente un mes más tarde.

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