Clemente V (5 junio 1305 - 20
abril 1314)
Un papa angevino. Los cardenales,
que se reunieron en Perugia se hallaban dividios en dos sectores perfectamente
igualados: los partidarios de Bonifacio, dirigidos por Orsini, Stefaneschi y
Pedro Hispano, querían alguien que defendiese su memoria; los otros buscaban
una reconciliación a toda costa con el rey de Francia. Once meses se
prolongaron los debates hasta que en un extraño cambio de actitud Nicolás
Orsini propuso un nombre que podía servir de compromiso: Bertrand de Got,
nacido hacia 1260 en Villandraut (Gironde), hermano del cardenal-arzobispo de
Lyon, Berard; se trataba de uno de los 39 obispos que, sin atender a las
prohibiciones reales, asistieron al sínodo de Roma, en noviembre de 1302. R.
Guillemain (La Cour pontificale d’Avignon, 1309-1376. Étude d’une société,
París, 1962), estudiando las relaciones familiares, ha desvelado con claridad
una maniobra tendente, en la opinión del cardenal napolitano, a imponer la
influencia angevina sobre la Iglesia y en definitiva sobre Italia. Inteligente,
indeciso y débil, Clemente V acabaría cayendo bajo la abrumadora influencia de
Felipe IV. Es falsa, sin embargo, la noticia que transmite Villani, de que se
hubiera celebrado una entrevista del rey con el nuevo papa antes de la
elección. El 5 de junio de 1305, Bertrand de Got obtuvo exactamente los dos tercios
de los votos.
Abandona Roma. Deliberadamente
escogió Clemente para su consagración la catedral de Lyon. Fue después de la
ceremonia cuando por primera vez se entrevistó con Felipe IV. Signos de mal
agüero se registraban, pues durante aquélla, el 14 de noviembre, se había
derrumbado una pared causando la muerte de varias personas, entre ellas el
duque de Bretaña, heridas a otras cuantas, entre las que se contaba Carlos de
Valois, y contusiones al propio papa, derribado del caballo. Prometió a Felipe
no regresar todavía a Roma e incrementar la influencia francesa en el gobierno
de la Iglesia. Inmediatamente creó diez cardenales, todos franceses, menos uno,
inglés, asegurando así la mayoría nacional de sus compatriotas: Pedro y Jacobo
Colonna se vieron completamente rehabilitados. La decisión de no retornar a
Roma suscita debates entre los historiadores; una versión, en cierto modo
«oficial», pretende que las condiciones de anarquía reinante se lo impedían.
Pero a esto se opone el hecho de que Bonifacio VIII había conseguido establecer
disciplina, la cual necesitaba de la presencia física del papa para perdurar.
Cronistas, literatos e
historiadores italianos descalificaron esta ausencia de Roma que habría de
durar setenta años, llamándola «cautiverio de Babilonia». Sin duda se trata de
una versión nacionalista y en parte exagerada; de hecho, hacía mucho tiempo que
los papas no residían en la Ciudad Eterna, sino en otros lugares del
Patrimonio. G. Mollat (Les Papes d’Avignon, París, 1912, 1920, 1950), en un excelente
trabajo, señala cómo fue precisamente durante la estancia en Avignon —dejando
aparte al propio Clemente— cuando se efectuó la gran transformación de la curia
que convertiría a ésta en arquetipo de organización. Otro error que se comete
es considerar Avignon como la ciudad francesa —actualmente lo es—, pues la
ciudad era un enclave del condado Venaisin, en poder de los Anjou, siendo éstos
vasallos del papa. Constantemente tuvieron conciencia de que no estaban
habitando tierra extraña. E. Dupré-Theseider (/ Papi di Avignone e la
questiones romana, Florencia, 1939) llama justamente la atención sobre el
círculo vicioso: el papa no regresaba a causa del desorden y sólo su presencia
podía conjurarlo. Cada año el retorno se tornaba más difícil.
Proceso contra Bonifacio.
Clemente deambuló por varios lugares, Cluny, Nevers, Burdeos, Poitiers y,
durante un corto tiempo, residió en el convento de los dominicos de Avignon.
Durante seis años Felipe IV hizo pesar sobre él la amenaza del proceso contra
Bonifacio. Nogaret era el principal interesado en la condena. De esto se trató
en la conversación de Lyon y en otra posterior, de abril de 1307, en Poitiers.
Clemente no se atrevió a oponerse: intentaba ganar tiempo para despejar la
tormenta. Existen documentos que permiten conocer cuáles fueron las exigencias
francesas: anulación de todas las medidas tomadas contra los responsables del
atentado de Anagni; casación de todos los actos de Bonifacio VIII; exhumación
de los restos de éste para someterle a juicio de un concilio; e indemnización a
los Colonna. El papa nombró una comisión de seis cardenales que se dedicó a
perder el tiempo. Pero en 1308 las presiones se hicieron más fuertes y se
mezclaron ya con las denuncias contra los templarios: Felipe estaba reclamando
que el papa fijara en Francia su residencia por ser éste el reino más
importante y cabeza de la cristiandad. Al final, Clemente hizo una concesión:
incoaría el proceso si los acusadores presentaban sus testimonios contra
Bonifacio en Lyon en la Pascua de aquel año.
Las nieves estorbaron la
comunicación y hubo un nuevo plazo hasta la Cuaresma de 1310. Entonces apareció
el acusador, que era Guillermo de Nogaret, actuando como defensores Francesco
Gaetani y Jacobo Stefaneschi. Duraron los debates entre el 16 de marzo y el 13
de mayo de 1310; los acusadores, aludiendo a los graves delitos de Nogaret que
estaba excomulgado —sentencia que Clemente confirmó—, consideraron sus
testimonios inaceptables. Se pasó entonces al examen de los documentos
escritos, ganándose más tiempo. A pesar de que el 3 de julio de 1310, Felipe IV
protestaría de la lentitud de los debates, el ritmo nunca se alteró. Fueron
nombradas dos comisiones para interrogar a los testigos, una en Francia, la
otra en Roma. Sorprende a los historiadores, hoy, comprobar la facilidad con
que se afirmaban cosas absurdas e increíbles. Concluyeron las sesiones de
noviembre y diciembre de este año sin que se llegara a resultado alguno.
Enrique VII emperador. Habían
surgido entre tanto complicaciones políticas. La rebelión de Flandes, indomada,
obligaba a Felipe a moderar sus ímpetus. Sobre todo, según Karl Wenck
\'7bClemens V und Heinrich VIL Die Anfange des franzosischen Papsttums, Halle,
1882), fue la aparición de un nuevo emperador la que permitió el cambio. Cuando
en 1308 Alberto I de Habsburgo murió asesinado, el papa se negó a patrocinar la
candidatura de Carlos de Valois como quería el rey. Fue elegido Enrique de
Luxemburgo, amigo de Francia, hermano del arzobispo de Tréveris, muy dispuesto
sin embargo a restablecer el prestigio del Imperio. Su viaje a Italia, para
recibir la corona, suscitó probablemente el entusiasmo de Dante Alighieri
(1265-1321) en su De Monarchia, que reflejaba las esperanzas gibelinas. Fue
coronado en Roma por tres cardenales, entre ellos Jacobo Stefaneschi, que tenía
un plan para la pacificación de Italia que se apoyaba en el matrimonio de una
hija del emperador con Roberto de Nápoles (1309-1353), que recibiría Arles.
Durante la ceremonia de la coronación (29 de junio de 1309), tropas napolitanas
guardaron el orden en la ciudad. Pero cuando Enrique de Luxemburgo exigió de
Roberto que renunciara a sus funciones de vicario porque había sido nombrado
por el papa y no por el emperador, las relaciones se rompieron. Reanudada la
lucha, Clemente cedió a las presiones francesas, colocándose al lado de
Roberto. La prematura muerte de Enrique (24 de agosto 1313) permitiría la
publicación de la bula Pastoralis cura en que se sostenía la tesis de que
vacante el trono al papa correspondía el nombramiento de los vicarios en
Italia. Mediante ella se legitimaban los poderes de Roberto de Anjou.
De todas formas, como señalara G.
Lizerand (Clément V et Philippe le Bel, París, 1910), los términos se habían
invertido y era ahora el rey quien necesitaba del papa. En abril de 1311,
aconsejado por Enguerrando de Marigny, Felipe IV escribió a Clemente una carta,
en términos conciliatorios, en que se mostraba dispuesto a renunciar al proceso
contra Bonifacio a cambio de importantes compensaciones: convocatoria de un concilio
a celebrar en Francia para tratar del problema de los templarios; perdón a
Nogaret y los demás responsables de Anagni; reparaciones a los Colonna;
canonización de Celestino V. Clemente cedió, imponiendo dos matizaciones: a
Nogaret se señaló como penitencia el traslado a Tierra Santa para permanecer
allí; y la canonización del papa Angélico se hizo el 5 de mayo de 1311 a título de Pedro del
Morrone, confesor de la fe, no mártir como el rey reclamaba. El 27 de abril de
1311 se cerraba definitivamente este aspecto mediante la bula Rex gloriae, en
que se alababa el celo exquisito con que procediera el rey.
La víctima: los templarios. Pocas
dudas quedan de que en el turbio asunto de los templarios intervino la codicia,
la misma que en 1306 había dictado la expulsión de los judíos de Francia
impidiéndoles disponer de sus bienes. H. Finke \'7bPapsttum und Untergang des
Templeordens, 2 vols., Münster, 1907), tras un análisis muy riguroso, llegó a
la conclusión de que las acusaciones que se manejaron eran falsas. Debe
establecerse alguna relación entre la caída de Acre en 1291 y el proceso contra
la orden. En un memorial de Pedro Dubois dirigido a Felipe IV se habla de la
cruzada como de un medio para asegurar la hegemonía francesa en Oriente y, por
primera vez, se insinuó la confiscación de los bienes de la orden, al tiempo
que un impuesto sobre las herencias de los clérigos como un medio de reunir los
fondos necesarios. En 1305, Esquiu de Floyran y otro caballero templario
presentaron atroces denuncias contra la orden; como Jaime II de Aragón no quiso
recibirlas, acudieron con ellas a Felipe IV. El maestre Jacques de Molay
(1243-1314) reclamó un juicio en toda regla a fin de que se estableciera la
verdad, pero la respuesta fue, bruscamente, su detención y la de todos los
caballeros templarios en Francia el 13 de octubre de 1307. Felipe, utilizando a
Guillermo Imbert de París, inquisidor general, y a los tribunales de algunas
diócesis, sometió a muchos de los presos a tortura, obligándoles a declarar
crímenes terribles: hechicería, homosexualidad, injurias al crucifijo,
sacrilegio y cuantos horrores puedan imaginarse. Clemente V, informado de cómo
se estaba procediendo, trató de detener la iniquidad suspendiendo a los jueces
en conjunto de sus funciones e invocando la causa ante la curia. Pero la
habilidad del rey consistió en llevar la acusación no contra la orden como un
conjunto, sino contra los individuos, uno por uno, que quedaban dentro de la
jurisdicción episcopal.
Entre los días 26 de mayo y 20 de
julio de 1308, el rey y el papa estuvieron juntos en Poitiers. Guillermo de
Plaisians se encargó de presentar el testimonio de 72 templarios que, bajo
tortura ciertamente, acusaban a la orden de los crímenes que se la imputaban.
Ante esta evidencia, Clemente retrocedió disponiendo que se abriesen dos
procesos inquisitoriales: en cada diócesis para los simples caballeros, y en la
curia para el maestre y los altos dirigentes de la orden. Esta última,
presidida por tres cardenales, se instaló en París, y entre el 9 de agosto y el
26 de noviembre de 1309 procedieron a los interrogatorios.
Pero entonces Jacques de Molay y
sus compañeros rechazaron las confesiones,
declarándose inocentes: uno de
los caballeros, Ponsard de Gisi, alegó que todo
era producto de una falsificación
bajo tortura cuando la víctima ni siquiera sabe 10 que se le atribuye. Entre
tanto, en algunas diócesis, como Sens, donde era
obispo Felipe de Marigny, hermano
de Enguerrando, comenzaron las ejecucio
nes por muerte en la hoguera.
Concilio de Vienne. En tales
circunstancias no quedaba otra solución que la de recurrir al concilio, que se
inauguró en Vienne el 1 de octubre de 1311. Aunque figura entre los ecuménicos,
la convocatoria no fue universal: se redactó una lista de 231 obispos, de los
cuales Felipe IV tachó 66 nombres. Al final asistieron alrededor de 170.
Paralelamente, el rey de Francia convocó a sus Estados Generales para hacer
presión sobre la asamblea. A pesar de estas precauciones, con gran disgusto del
monarca, y temor de Clemente y sus cardenales ante posibles represalias
francesas, el concilio se inclinó en favor de la tesis de que la orden pudiera
defenderse en forma debida. Enguerrando de Marigny propuso entonces la solución
jurídica de que la extinción del Temple se hiciera por decisión directa del
papa; tal fórmula fue aceptada en la sesión segunda del concilio (3 abril
1312). Allí mismo fue leído el decreto Vox clamantis que el papa firmara el 22
de marzo. El argumento empleado fue que, estando difamada la orden, nadie
querría ya ingresar en ella y era preferible su disolución. La bula Ad
providarn, de 2 de mayo de 1313, hizo una excepción con España, donde los
caballeros no fueron acusados y pasaron a integrarse con sus bienes en otras
órdenes, pero dispuso que las propiedades del Temple pasaran a la caballería
del Hospital de San Juan de Jerusalén. Esta bula no se cumplió: Felipe IV
confiscó los bienes alegando los gastos que había asumido para establecer la
verdad. Jacques de Molay y los caballeros que se negaron a reconocer su culpa fueron
quemados en la hoguera. En Italia, Alemania, Inglaterra, Portugal y Castilla se
mantuvo oficialmente la tesis de la inocencia de la orden.
Sobre el concilio pesaba la
abrumadora influencia francesa, pero fuera de él, como hemos visto en las
relaciones con el emperador, el papa gozaba de bastante independencia. Clemente
V mantuvo muy buenas relaciones con Eduardo I de Inglaterra, apoyándole incluso
frente a Roberto de Winchelsea, arzobispo de Canterbury, y obligando a este
último a reconciliarse con el rey. También formuló reservas espirituales sobre
los rebeldes de Escocia. Hizo la guerra a Venecia hasta obligarla a reconocer
los derechos pontificios sobre Ferrara. Por primera vez en 1306 se percibieron
anatas sobre los beneficios vacantes en Inglaterra, Escocia e Irlanda,
recortando unos ingresos que antes recaían en el Tesoro real. Los ingresos
anuales de la Cámara, pese a faltar las rentas del Patrimonio, se incrementaron
hasta alcanzar los 190.000 florines de oro. La contabilidad, llevada por medio de
un Líber tam de secretis receptis quam expensis, se hizo muy minuciosa. El
defecto era que gran parte de los ahorros conseguídos (había un superávit de
25.000 florines al año sólo en los gastos ordinarios) iban a parar a los
bolsillos de los parientes.
Otras muchas cuestiones se
trataron en el concilio. Los españoles insistieron en que el esfuerzo de
cruzada se volcase sobre Granada. Enrique de Lusignan presentó un proyecto de
bloqueo sobre Egipto para arruinar su comercio, empleando además su isla de Chipre
como base para la conquista de territorios en este país. Nogaret, por su parte,
presentó un plan: todos los recursos económicos para el sostenimiento de la
cruzada debían ingresar en las arcas del rey de Francia, ya que Felipe IV
estaba destinado a ser el jefe de esta cruzada. Por vez primera Ramón Llull
consiguió que, en medio de estas fantasías militares, se aprobase un proyecto
de creación de cátedras de hebreo, árabe y caldeo en París, Oxford, Bolonia y
Salamanca, a fin de disponer de misioneros preparados. Como resultado final de
los debates se acordó un diezmo sobre todas las rentas eclesiásticas durante
seis años a fin de constituir el fondo preciso: pero esa renta, prolongada por
el papa otros cinco años, en el caso de Francia, fue entregada a Felipe IV.
Ambos ingresos, bienes del Temple y subsidio de cruzada, significaron un
considerable beneficio para el rey.
Pobreza. Aunque se acumularon
abundantes materiales en relación con la reforma de la Iglesia, no llegaron a
adoptarse disposiciones. El principal problema en este aspecto lo constituían
los enfrentamientos en el seno del franciscanismo, elevados al rango de
doctrina por Pedro Juan Olivi. Dos constituciones de la misma fecha, 6 de mayo
de 1312, la Fidei catholica fundamento y la Exivit de paradiso, trataron de
hallar una solución. Se exigía a los franciscanos el mantenimiento estricto de
la norma de pobreza, pero mitigando ésta de tal forma que les fuese permitida
la posesión de bienes y no la propiedad. Se evitó pronunciar censura sobre Olivi,
pero se afirmaron algunos puntos de doctrina que éste discutía: el costado de
Cristo no fue abierto hasta que se produjo su muerte; la sustancia racional del
alma es la verdadera forma del cuerpo humano; los efectos del bautismo son
iguales en los adultos y en los niños. El papa dispuso que los decretos
conciliares y sus propias disposiciones se incorporaran a las Decretales con el
nombre de clementinas.
Juan XXII (7 agosto 1316 - 4
diciembre 1334)
Persona y obra. Noel Valois
(«Jacques Duése, Pape sous le nom de Jean XX», Hist. Lit. de la France, 34,
1915) sigue siendo nuestra guía fundamental para el conocimiento de este
controvertido papa, sin duda el más importante de cuantos residieron en
Avignon. Para José Orlandis (El pontificado romano en la historia, Madrid,
1996), dos fueron las decisiones importantes: haber escogido una residencia
permanente que, en medio del condado Venaisin, le garantizase su libertad; y
haber establecido un sistema recaudatorio que libró al pontificado de las
variables rentas tradicionales, decisivamente afectadas por la recesión del
siglo xiv. Como reverso de la medalla aparecen las acusaciones contra su
concupiscencia, que aprovecharon los enemigos del pontificado, y el desarrollo
de un fuerte espíritu laico en las monarquías.
Los cardenales se reunieron en
Carpentras, donde muriera Clemente V. Formaban tres partidos: diez gascones,
siete italianos y seis franco-provenzales; era imprescindible un pacto con los
gascones para asegurar la mayoría absoluta. Mientras se producían debates
aparecieron tropas armadas que expulsaron a los italianos y entonces los demás
se dispersaron (julio de 1314). Pasaron dos años de tercas negociaciones en que
desempeñó un papel importante Felipe de Poitiers, hermano y sucesor de Luis X
de Francia (1314-1316), antes de que pudieran reunirse nuevamente los
cardenales, esta vez en Lyon. Fue entonces cuando Napoleone Orsini, Jacobo
Stefaneschi y Francesco Gaetani negociaron con los otros grupos la candidatura
del cardenal obispo de Porto, antiguo prelado de Avignon, Jacques Duése, de 72
años y mala salud, pensando en un pontificado de tránsito. En la práctica
viviría hasta cumplir 90 años.
Nacido en Cahors, de familia
burguesa, discípulo de los dominicos y, después, de la Facultad de Derecho de
Montpellier, hablaba mal el francés y por eso prefería expresarse en latín o en
provenzal. Canciller de Carlos II y después de Roberto de Nápoles, debía a los
angevinos mucha parte de su carrera política. Demostró una gran energía y buena
experiencia. Afirmó que su intención era volver a Roma, pero supeditado este
propósito al logro de una Italia güelfa pacificada, en la que el papa pudiera
residir con libertad, y este objetivo sólo podían lograrlo los angevinos. Por
eso confirmó a Roberto como vicario, entregándole plenos poderes. Mientras
llegaba el momento, se instaló en el palacio episcopal de Avignon, que en otro
tiempo ocupara, ocupándose de que se realizaran obras que le permitiesen
instalar la curia. Creó 28 cardenales de los que 23 fueron franceses y muchos parientes
suyos. Comenzaba, pues, un nepotismo a gran escala.
Las rentas. Autoritario por
naturaleza, los 65.000 documentos conservados en los registros aviñonenses nos
revelan su enorme capacidad de trabajo. Encontró la Cámara agotada (sólo había
70.000 florines, de los que la mitad correspondían a los cardenales, del millón
largo que Clemente V hubiera debido ahorrar) y de ahí la decisión de ejecutar
una reforma a fondo. La caída en vertical de las rentas había provocado una
tendencia a la acumulación de beneficios como medio de conservar los ingresos;
Juan XXII, por la bula Execrabais (19 de noviembre de 1317), prohibió que una
misma persona tuviera más de dos, al tiempo que reivindicaba para la Santa Sede
todos los nombramientos de obispos que de este modo tenían que pagar anatas con
gran beneficio para la Cámara apostólica. Muchas diócesis excesivamente grandes
fueron divididas, mientras que otras veían modificados sus límites a fin de
equilibrar los rendimientos. En 1319 se decretó también una reserva completa de
todos los beneficios menores por un plazo de tres años. Las annatas fueron
unificadas en todos los casos, respondiendo a los ingresos calculados de un
año, y se compiló un sistema de nuevas tasas para las concesiones de la curia.
Al lado de esta reordenación hemos de colocar la recopilación definitiva de los
acuerdos del Concilio de Vienne, la transformación de la orden de la Merced en
puramente religiosa, siendo en su origen de caballería (1318) y las medidas
disciplinarias acerca de las beguinas. En 1323 canonizaría a santo Tomás,
poniendo de este modo término a los ataques que se dirigían a su doctrina.
Extremo Oriente. Influido por los
dominicos, Juan XXII mostró una clara preocupación por los países de Oriente,
en donde los predicadores habían comenzado a actuar. Creó dos obispados, uno en
Sultaneih, con facultad para crear otros seis sufragáneos, a fin de reorganizar
la comunidad cristiana en Persia e Iraq, y el otro en Quilon (Colombo), punto
de encuentro para los mercaderes que iban de Arabia al Extremo Oriente; ambos
fueron encomendados a dominicos. En 1330 regresó Ordorico de Podernone, que
había permanecido tres años en Kanbalig (Pekín) y dio cuenta de la excelente
acogida que le dispensaran los mongoles. Todo esto, que despertó grandes esperanzas,
no duraría mucho tiempo: la reacción Ming y, luego, la conversión de Tamerlan
al Islam, arrancarían las efímeras raíces. Pero quedó en pie la tensión de
buscar un camino que permitiera el retorno a China y a Japón. Los reyes de
Armenia y de Chipre pidieron al papa ayuda contra el Soldán de Babilonia y, en
1334, se dispuso una nueva cruzada. Francia, Navarra, Bohemia y Venecia
contribuyeron a armar una flota que derrotó a los mamelucos ganando un corto
respiro para las posiciones cristianas en el Oriente mediterráneo.
La cuestión de los
«espirituales». Fue especialmente grave el enfrentamiento con los espirituales
franciscanos. Las predicaciones del dominico Gerardo di Borgosandonino y de
Pedro Juan de Olivi, inyectaron en ellos las doctrinas milenaristas de Joaquim
de Fiore que anunciaban que muy pronto la Iglesia de los clérigos y de los
obispos sería sustituida por una nueva, la de los espirituales pobres. En 1316,
Miguel de Cesena, recientemente elegido general de los franciscanos, ordenó a
los espirituales reintegrarse a la que se dominaba a sí misma como la
Comunidad. Los espirituales, fuertes especialmente en Narbona y Beziers, se
resistieron. El papa ordenó a Ubertino de Casale y a Angelo Clareno, que
aparecían como jefes de la resistencia, para que compareciesen ante él. El 11
de mayo de 1317 fueron 64 los espirituales que acudieron a Avignon pidiendo ser
oídos. Juan XXII los trató con dureza, conminándolos a someterse a la
Comunidad. Fue en este momento cuando, despectivamente, les calificó de
fratricelli. Bernard Delicieux fue preso, Angelo Clareno, absuelto de
excomunión, pasó a los Celestinos, y a Ubertino da Casale, que contaba con la
protección del cardenal Colonna, se le conminó para que se hiciera benedictino.
La bula Quorumdem exigit (7 de octubre de 1317) declaró que la virtud de la
obediencia estaba por encima de la de la pobreza y conminó a los espirituales a
cesar en su disidencia. Al mismo tiempo se denunciaban los errores doctrinales
que estaban defendiendo.
Las circunstancias en el Imperio,
tras la muerte de Enrique VII, favorecían los proyectos del papa: una doble
elección, entre Luis de Baviera (1314-1347) y Federico de Austria, había
conducido a Alemania al borde de la guerra civil. Juan XXII recabó para sí el
derecho de pronunciar el juicio arbitral; mientras tanto, prohibió que se
obedeciera a otro vicario imperial que el nombrado por él, Roberto de Anjou.
Pero desconfiando de la capacidad de este último para llevar a cabo la tarea de
imponer en Italia la unidad güelfa, decidió conferir a su pariente Bertrand de
Pouget plenos poderes como legado en Lombardía, con instrucciones de derribar a
los «tiranos», es decir, a los gobernantes gibelinos: entre éstos eran los más
relevantes los Visconti. En un primer momento Federico de Austria intentó
prestar ayuda a los güelfos, socorriendo a Brescia, pero muy pronto los
Visconti le convencieron de que estaba favoreciendo a los enemigos de los
alemanes.
En 1321 un franciscano,
Berengario de Tolón, apoyándose en un decreto de Nicolás III, afirmó que era
dogma de fe que Cristo y los apóstoles no habían tenido propiedad alguna. El
papa, en su bula Quia nonnumquam (26 marzo 1322), aclaró que la decretal
alegada era ambigua, que se trataba de una cuestión sujeta a debate y que no
podía darse aún por definida. Era un asunto muy grave, pues los extremistas que
invocaban esta doctrina apuntaban a un objetivo de largo alcance: que la
Iglesia jerárquica tuviera que despojarse de todos sus bienes, incapacitándose
para la acción. Los franciscanos habían acudido a una curiosa fórmula que les
permitía el usufructo de bienes cuyos titulares eran los llamados
«procuradores». Cuando el capítulo general de la orden, reunido en Perugia,
declaró que la pobreza absoluta de Cristo era doctrina correcta (4 de junio de
1322), el papa se sintió herido en su dignidad y traicionado por Miguel de
Cesena, que presidía el mencionado capítulo: la bula Ad conditorem canonum (8
de diciembre de 1322) retiró a los procuradores, obligando a la orden a asumir
la plena propiedad de todos sus bienes.
Fray Bonagratia de Bergamo se
colocó al lado de Miguel de Cesena en esta ocasión. Tomó sobre sus hombros la
responsabilidad de visitar a Juan XXII, tratando de convencerle (14 de enero de
1323), y fue detenido por desobediencia. El papa tuvo de inmediato un gesto de
condescendencia: permitió que la Iglesia asumiera la propiedad de los inmuebles
y objetos de culto de los franciscanos. Demasiado tarde: los ánimos estaban muy
soliviantados y las concesiones podían afectar al principio de autoridad.
Cuando la bula ínter nonnullos (12 noviembre 1323) declaró herética la doctrina
de la absoluta pobreza, surgió entre los franciscanos un movimiento de rebelión
y a él se sumó Guillermo de Ockham (1290-1349), el gran filósofo fundador del
nominalismo.
Excomunión de Luis de Baviera. A
esta contienda vino a sumarse Luis de Baviera, convertido en único emperador
tras su victoria de Mühldorf, en que Federico de Austria quedó prisionero.
Reclamó del papa el reconocimiento, pero mezclaba esta demanda a una invocación
de los derechos imperiales sobre Italia. Sin esperar el resultado de esta
negociación, hizo que sus tropas intervinieran decisivamente en la ruptura del
cerco de Milán (1323), derrotando estrepitosamente a Bertrand de Pouget. Estas
tropas estaban mandadas por Bertoldo de Neifen. Lleno de cólera, el papa
prohibió el 8 de octubre de 1323 que se prestara obediencia a Luis, al que
calificaba únicamente de «electo», insistiendo en que la legitimidad sólo podía
darla él mismo. Los franciscanos rebeldes comenzaron a agruparse en torno suyo.
El 23 de marzo de 1324 Juan XXII
pronunció la excomunión del emperador. Éste, que había recibido previamente el
apoyo de la Dieta de Nurenberg (los príncipes consideraban intolerable la
ingerencia del papa), convocó una importante reunión en la capilla de los
caballeros de Sachsenhausen, cerca de Frankfurt. En ella se redactó un
manifiesto al que se incorporaron las protestas de los franciscanos. Entre
otras muchas cosas se reclamaba en él la convocatoria de un concilio que
juzgase al papa como culpable de herejía al rechazar el dogma de la absoluta
pobreza de Cristo. El 11 de julio, rememorando a Gregorio VII, el papa
prohibió, bajo severas penas espirituales, que los súbditos alemanes prestaran
obediencia a Luis. A toda prisa, el emperador liberó a Federico de Habsburgo y
se reconcilió con él y con su hermano, cediéndoles la administración de
extensos territorios. De este modo se dio un paso decisivo para la
consolidación de la Casa de Austria.
«Defensor Pacís». Comenzaron a
faltar apoyos a Juan XXII. El capítulo general de la orden franciscana, reunido
en Lyon en Pentecostés de 1325, reiteró su obediencia al pontífice, pero se
negó a relevar a Miguel de Cesena en el generalato. Juan XXII, que retenía aún
a Bonagracia, ordenó a Cesena y a Ockham que fuesen a Avignon para responder de
sus doctrinas. También fueron detenidos. Luis de Baviera había descendido a
Italia para recibir en Milán (31 de mayo de 1327) la corona de hierro de los
lombardos de manos de un obispo, el de Arezzo, que estaba excomulgado. Desde
aquí marchó sobre Roma, en estrecha alianza con Sciarra Colonna, que había
conseguido expulsar a la guarnición napolitana. El 17 de enero de 1328, tras
haber recibido en San Pedro la unción de manos de dos obispos que carecían de
poderes, subió al Capitolio, donde en una ceremonia laica fue proclamado
emperador. La vieja Roma de los Césares intentaba resucitar: un sueño que la
ausencia del papa propiciaría durante algunos años.
En la noche del 26 al 27 de mayo
de 1328, Miguel de Cesena, Bonagracia de Bergamo y Guillermo de Ockham, huyeron
de Avignon y se incorporaron en Pisa a la corte de Luis de Baviera, que
regresaba de Roma. Allí encontraron a Jean de Jandun, antiguo rector de la
Universidad de París y autor, con otros colaboradores, de una obra, Defensor
Pacis, destinada a una profunda repercusión. Se iniciaba una ruptura llamada a
terribles consecuencias. Como G. de la Garde \'7bLa naissance de l’esprit
laique au declin du Moyen Age. II: Marsile de Padouse ou la premier théoricien
de l’Etat laique, París, 1934) ha señalado con precisión, se estaban sentando
las bases de la modernidad: el poder temporal que, en su grado máximo,
corresponde al emperador, es independiente de cualquier otro y no reconoce
superior; es, en consecuencia, absoluto; la fe se encuentra en las Escrituras,
sólo en ellas, y tan sólo el concilio puede interpretarlas. A esta doctrina
añadía Ockham que en el papa reconocía dos condiciones, la de vicario de Pedro,
que plenamente le correspondía, y la de vicario de Cristo, que constituía tan
sólo una usurpación. Pues el poder de los pontífices se extiende únicamente al
culto, los sacramentos y los otros medios que conducen a la salvación. Fuera de
esto, todos los demás poderes corresponden al emperador, y en su nivel debido a
los reyes. El Defensor Pacis declaraba falso el principio de que toda autoridad
tuviese origen divino, ya que ésta es consecuencia de que los hombres forman
comunidades. La Iglesia es, tan sólo, una de estas comunidades, sociedad humana
que el papa preside como una especie de primiis inter pares, que coincidía con
la forma en que san Pedro recibiera su mandato.
La respuesta a esta doctrina, que
iniciaba el proceso hacia la fractura de la Iglesia, fue dada por un
franciscano gallego, Alvaro Pelayo (N. Jung, Un franciscain théologique du
pouvoir pontifical au XIV siécle: Alvaro Pelayo, évéque et pénitencier de Jean
XXII, París, 1931) y por Agostino de Ancona, denominado Trionfo: en sus obras
respectivas, De statu et planeta Ecclesiae y Summa potestate, defendieron la
tesis tradicional en la Iglesia: es cierto que el poder entregado plenamente
por Cristo al papa es de naturaleza espiritual, pero precisamente por eso el
poder temporal se le encuentra sometido, ya que el espíritu desborda en todos
los aspectos a la materia.
Antipapa Nicolás. Luis de Baviera
intentó crear un antipapa escogiendo al franciscano Pedro Rainalducci. Era, sin
duda, una persona de poca importancia, que a veces ha sido duramente
calificado. Había ingresado en el convento de Aracoeli en Roma después de
abandonar a su esposa, tras cinco años de matrimonio. Fue elegido por una
comisión de 13 clérigos el 12 de mayo de 1333 y coronado por el propio
emperador el 22 de mayo. Designó seis cardenales, organizando una minúscula
curia. Ockham y Cesena se aprestaron a sostenerle. Mientras tanto, Juan XXII
había conseguido que el Capítulo general de los franciscanos accediera a elegir
un nuevo general, Geraldo Odón. Ahora todos, antipapa, rebeldes franciscanos,
partidarios de Luis, se volvieron contra el papa y contra el superior de la
orden: se estaba llegando al más absurdo de los contrasentidos, como señala J.
Lotz (Der unvergleichliche Heilige, Dusseldorf, 1952), pues se estaba invocando
la memoria del santo fundador, el poverello obediente de Asís, para practicar
un acto de desobediencia al papa. La minoría disidente generaría un grupo cada
vez más sumido en el error. La mayoría, en cambio, privada de quienes debieran
haber sido sus guías rigurosos, entraría por el camino de la tibieza y las
concesiones: únicamente treinta o cuarenta años más tarde la «observancia»
emprendería el camino de la reconstrucción.
El antipapa llamado Nicolás V no
permaneció mucho tiempo en Roma: salió detrás de Luis de Baviera cuando éste
abandonó la ciudad (4 de agosto de 1328). Tras apoderarse de los tesoros de la
iglesia de San Fortunato en Todi, a fin de aprovisionarse de recursos, se
reunió en Pisa con el emperador. Aquí los rebeldes trataron de fortalecerle:
montaron en la catedral una ceremonia de deposición de Juan XXII, utilizando un
muñeco al que revistieron con ornamentos papales para despojarlo después. Luis
no pudo permanecer mucho tiempo allí y se dirigió al norte de Italia. Entonces
Nicolás V, perdida su causa, se refugió en Burgaro y entró en negociaciones con
el papa para alcanzar su perdón. Juan XXII se mostró muy generoso: le ofreció
una pensión anual de 3.000 florines, y cumplió su palabra. Hasta su muerte,
Rainalducci viviría en unas habitaciones del palacio de Avignon, en libertad.
Supuesta «herejía». Aunque se
ejercieron fuertes presiones sobre el papa para lograr su reconciliación con
Luis de Baviera, Juan se negó. Intervino entonces en el conflicto Juan de
Bohemia (1311-1346), hijo del emperador Enrique VII, que levantó la bandera del
güelfismo, buscando una alianza con el rey de Francia (Fontainebleau, enero de
1332), al que llegó a prometer la entrega del reino de Arles si lograba el
triunfo de sus planes. Estos consistían en convencer a Luis de que abdicara en
su hijo Enrique de Baviera, que era precisamente el yerno de Juan. Luis estuvo
a punto de aceptar, pero ni Roberto de Anjou ni los güelfos, que veían en la
intriga un tortuoso medio para que Juan de Bohemia se convirtiera en rey de
Lombardía, se mostraron dispuestos a consentirlo. Algunos cardenales, entre
ellos Napoleone Orsini, se distanciaron del papa convencidos de que se trataba
de un error político. Además, en este momento, 1332, estalló el escándalo
cuando Juan XXII, advirtiendo que se trataba de una opinión personal, que a
nadie obligaba, sostuvo que las almas de los muertos no gozan de la plena
visión de Dios hasta que no llega el Juicio Universal. Todas las escuelas de
teología, comenzando por la de París, que era la de más prestigio, alzaron
voces de protesta. El papa aclaró en seguida (18 de noviembre de 1333) que él
no había querido decir que fuese doctrina segura, sino solamente que era una
cuestión que convenía debatir. Y luego retiró su tesis. Demasiado tarde. Los
espirituales franciscanos afirmaron que el papa había sostenido dos doctrinas
heréticas: una en relación con la pobreza de Cristo, la otra en cuanto a la
visión beatífica. El pontífice podía, en consecuencia, ser un hereje como
cualquier otro hombre.
Benedicto XII (20 diciembre 1334
- 25 abril 1342)
La persona. Siete días duró esta
vez el cónclave. Una noticia sin confirmar, aunque muy significativa, pretende
que el cardenal de Comminges no fue elegido porque rechazó un compromiso de no
volver a Roma. Fue designado entonces un languedociano de alrededor de
cincuenta años, Jacques Fournier, nacido de una familia sencilla en Saverdun,
cerca de Toulouse, monje cisterciense desde su niñez, al cuidado de su tío que
era abad de Fontfroide, cerca de Narbona. Maestro de teología por la
Universidad de París y sucesor de su pariente en la abadía, fue obispo de
Pamiers (1317), Mircpoix (1326) y cardenal de Santa Prisca (1327), sin
abandonar el hábito y las costumbres cistercienses. Como obispo se había
distinguido en la persecución a los herejes, hasta convertirse en un experto
del procedimiento inquisitorial, aunque prefería la reconciliación y no la
condena de los acusados. Juan XXII le había utilizado como su principal
colaborador en cuestiones teológicas.
Líneas fundamentales del
pontificado. Muchos de los debates que se han producido en torno a su política,
han sido despejados por la obra de J. Koch (Der Kardinal Jacques Fournier
(Benedikt XII) ais Gutacher in theologischen Prozessen: Die Kirche und ihre
Ámter und Stande, Colonia, 1960) y por la exhaustiva publicación de sus cartas.
Su primera declaración doctrinal fue para declarar que los niños y los que nada
tienen que purgar entran directamente en el cielo en la presencia de Dios.
Aunque dio buenas palabras a los enviados que le suplicaban el retorno a Roma,
nada hizo para llevarlo a cabo; dispuso en cambio la construcción de un gran
palacio en Avignon, trasladando los archivos de la curia a esta ciudad. El
argumento que se esgrimía para justificar esta conducta seguía siendo que las
violentas querellas internas seguían siendo un obstáculo insalvable para el
retorno a Roma. Se afirmaba que Avignon era una ciudad absolutamente
pontificia, sin los problemas que en aquella otra ciudad planteaban los grandes
linajes. Las obras, dirigidas por el arquitecto Pedro Posson, se iniciaron en
1335: ese mismo año un dominico, Venturino de Bergamo, con sus predicaciones,
exaltaba los ánimos de los romanos contra el papa. También Petrarca,
decepcionado definitivamente en sus esperanzas, le criticaría con aspereza.
Contrario al nepotismo, Benedicto
comenzó expulsando de la curia a cuantos no tenían en ella un oficio definido,
y ordenando a los beneficiados que cumpliesen sus deberes de domicialización.
Abolió expectativas y encomiendas, salvo las de los cardenales, y emprendió la
reforma de las órdenes religiosas, comenzando por la suya propia, el Cístcr
(Fulgens sicut stella, 12 julio 1335), y por una disposición de carácter
general, la Pastor bonus (17 junio 1335), que intentaba acabar con los monjes
que vivían fuera de sus monasterios o los llamados giróvagos: reclamaba de sus
hermanos de religión más obediencia a sus votos y, también, que enviaran a
algunos de sus jóvenes a las universidades para formarse. La Summi magistri (20
junio 1336) dividió a los benedictinos en 32 provincias, exigiendo la
celebración periódica de capítulos. La Redemptor noster (28 noviembre 1336),
dirigida a los franciscanos, fue mal acogida por éstos: condenaba a los
fratricelli, pero reprochaba también a la Comunidad su relajación de
costumbres. Las protestas se fundamentaron en considerar abusiva la pretensión
del papa, que penetraba en detalles minuciosos.
Corpulento y de buenos colores,
de voz fuerte, piadoso, humilde, pacífico y, al mismo tiempo, severo, Benedicto
reorganizó los departamentos de la curia, poniendo orden en las finanzas. Se
calcula que sus ingresos anuales eran de 165.000 florines de oro —los más bajos
del período avignonense—, pero al ser restringidos los gastos hasta 96.000,
pudo efectuar grandes ahorros. Aproximadamente un millón y medio de florines se
depositaron en las cámaras inferiores, inmediatas a la habitación del papa, en
monedas, oro, plata y joyas de diversas especies. Dedicó una particular
atención a la Sacra Penitenciaría (In agro dominico, 8 abril 1338); de entonces
data el tribunal de indulgencias, dispensas y exenciones que se conocería como
la Rota.
Política de paz. La política
conciliadora con los gibelinos en Italia, que logró al principio la sumisión de
Bolonia, se cerró con un fracaso: prácticamente toda la marca de Ancona, como
la Romagna, escapaban a la influencia pontificia, mientras en Roma las torres
de los Colonna y de los Orsini se enfrentaban en una verdadera guerra civil.
Idéntico fracaso cosecharía la diplomacia pontificia en sus intentos para detener
la guerra entre Inglaterra y Francia: el hecho de que se hubiera autorizado a
Felipe VI a disponer de las rentas del clero reservadas para la cruzada, causó
un profundo malestar en Inglaterra e hizo ya imposible la predicación de la
guerra santa en otros lugares. Solamente en España quedaba abierto el frente.
En 1339 un monje calabrés procedente de la ortodoxia, Barlaam, acudió al papa
tratando de convencerle de la posibilidad de un proyecto de unión en que estaba
interesado también el emperador Juan Cantacuzeno (1341-1355), el cual
imprescindiblemente tenía que ser precedido por una sustanciosa ayuda militar.
Barlaam desaconsejaba las negociaciones entre pequeños grupos de teólogos. Sólo
un concilio, en que ambas partes estuviesen reunidas, tenía buenas perspectivas
de éxito, pues los orientales sentían un profundo respeto por ellos.
En 1335 llegaron a Avignon
embajadores de Luis de Baviera, que buscaban el camino de la reconciliación.
Benedicto consultó con Felipe VI y con Roberto de Anjou y puso como condición
un previo acuerdo con éstos. Pero ambos reyes se opusieron resueltamente al
entendimiento. Luis de Baviera volvería a insistir en 1338, dejando bien clara
su posición negociadora. La negativa actitud de los franceses le favoreció,
puesto que en marzo de ese mismo año un sínodo de obispos alemanes celebrado en
Spira, mostró su apoyo encomendando a Enrique de Virneburgo, arzobispo de
Maguncia, una negociación con la curia. Más tarde, al confirmarse la cerrada
actitud profrancesa de Avignon, la Dieta de Frankfurt, con ayuda de los
franciscanos rebeldes, redactó un documento, Fidem catholicam, en que se
rechazaba absolutamente la doctrina según la cual al papa corresponde la
legitimación de la autoridad imperial. No es el pontífice quien crea
emperadores, pues el poder de éstos viene directamente de Dios. Los electores,
creando una unión (Kurverein) afirmaron que a ellos y sólo a ellos correspondía
decir si el emperador había sido legítimamente elegido. Tal fue la doctrina que
hizo suya la Dieta reunida en Rense, cerca de Coblenza. A comienzos de 1339 el
poder y la autoridad de Luis de Baviera no admitían discusión. Sin embargo, el
emperador, a quien preocupaba el futuro de su propia familia, necesitaba de
alguna clase de acercamiento a la sede romana y comenzó por abandonar la
alianza con Eduardo III (1327-1377) para firmar un acuerdo con Felipe VI en
1341. No conseguiría otra cosa que aumentar el embrollo sin lograr la confianza
del papa y alterando la paz interior en Alemania. Su designio era casar a su propio
hijo Luis con la heredera del Tirol, Margarita Maultasch, anulando previamente
el matrimonio de ésta con un hijo de Juan de Bohemia, impotente, a fin de
asegurarle un fuerte dominio señorial. Esta conducta despertó la cólera de los
príncipes. Las discordias desgarraban Alemania cuando Benedicto XII murió.
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