jueves, 16 de marzo de 2017

Diccionario de Papas y Concilios (Años 701-795)

Sergio I, san (15 diciembre 687 - 9 septiembre 701)
Ellección disputada. Nacido en Palermo en una familia emigrada de Antioquía, se hallaba en Roma desde muy joven, a fin de hacer carrera eclesiástica partiendo de la base, es decir, como niño de coro; en el momento de la muerte de Conon era presbítero del título de Santa Susana, en el Quirinal. Rebrotó la querella entre los bandos a causa de la nueva elección y otra vez Teodoro, con el apoyo de la milicia, mostró aspiraciones. Frente a él los clérigos apoyaban al archidiácono Pascual. Recordemos que el archidiaconado era entonces la primera magistratura eclesial. Todavía en vida de Conon, Pascual había llegado a una especie de acuerdo con el exarca Juan Platin, al que ofreció cien libras de oro a cambio de su decisivo apoyo; él confiaba resarcirse de este desembolso con nuevas contribuciones entre el clero y en las propiedades del Patrimonium. Los soldados llevaron a Teodoro a Letrán y se instalaron en el recinto interior; Pascual, con sus partidarios, ocupó el exterior.
Pero la mayoría del clero, arrastrando a los nobles y a una parte del ejército, se reunió en asamblea en el antiguo palacio imperial del Palatino y decidió que ninguno de los dos candidatos era conveniente. Proclamaron a Sergio, que pudo contar con la aclamación popular; una gran muchedumbre fue con él a Lctrán, permitiéndole instalarse. Teodoro, al ver la causa perdida, y que la milicia le abandonaba, salió al encuentro de Sergio y le reconoció como legítimo papa. No volvemos a tener noticia de él. Resulta indudable que no puede ser considerado antipapa. Pascual, en cambio, escribió al exarca pidiéndole que fuera a Roma y cumpliera su parte del pacto. Platin acudió, pero comprobó que Sergio contaba con el favor de casi toda la población y, por consiguiente, Pascual no podía cumplir tampoco sus promesas. Confirmó a Sergio, que pudo ser inmediatamente consagrado, y le reclamó a cambio las cien libras de oro que le estaban prometidas.
Occidente. Sergio se revelaría como un enérgico papa que trataba especialmente de librar a la Iglesia de aquella especie de tutela imperial. Por vez primera desde la ruptura del 666, tuvo la oportunidad de consagrar un obispo de Rávena, al que entregó el pallium, destacando que era señal de un especial vínculo. Tomó contacto con Pipino de Landen, mayordomo de palacio en Francia, y patrocinó la obra de las misiones entre los germanos. La estrecha relación con Inglaterra, donde envió el pallium a Beorthwealdo de Canterbury y consiguió la restauración de Wilfrido en York, le permitió ejercer con más facilidad el control de las misiones de Frisia. Caedwalla (685-688), rey de Wesex, viajó a Roma y fue bautizado por el papa (10 de abril del 689).
El 695 san Willibrordo, misionero sajón, estuvo en Roma para explicar al papa cómo, con ayuda de los mayordomos Pipino y san Arnulfo, había abierto un campo de misión prometedor en los Países Bajos. Sergio le consagró obispo de Frisia, asignándole la sede de Utrcch (27 de noviembre). El año 700, en un sínodo celebrado en Pavía, en el que se hallaba presente Cuniberto (688-711), rey de los lombardos, se extinguieron los últimos rescoldos del viejo cisma de Aquileia. Venecia se incorporaba a la comunidad italiana. De este modo el cristianismo, que durante el último medio siglo había experimentado un terrible retroceso en Oriente, lograba en Occidente expansión y fortalecimiento. Cuatro Iglesias, española, italiana, francesa y británica, estaban ya sólidamente en la obediencia a Roma. Es cierto que, como ha indicado Kathleen Hughes \'7bThe Church in Early Irish Society, Ithaca, 1966), nunca se había conseguido que Irlanda se acomodara a algunos aspectos de la disciplina romana, pero estaba en la obediencia del papa y, en cambio, los anglosajones prestaban sus monjes misioneros para la penetración en el espacio germánico, más allá de donde estuvieran las fronteras de Roma.
Oriente. Era un absurdo que el Imperio bizantino se siguiera identificando con la cristiandad. Pero Justiniano II, llamado el «Rinotmeta» cuando le cortaron la nariz, estaba empeñado en demostrar que él era el verdadero administrador de la Iglesia. El año 692, en el mismo palacio del Trullo, presidió un concilio al que únicamente asistieron obispos orientales e hizo aprobar 102 cánones litúrgicos y disciplinarios. Pretendía ser complemento de los concilios ecuménicos V y VI; de ahí que se le conozca como Quinísexto. Ignorando las leyes y costumbres occidentales, hacía tabla rasa del celibato eclesiástico y ponía énfasis en el canon 28 de Calcedonia, como si pretendiera establecer la paridad entre Roma y Bizancio. Los apocrisiarios firmaron las actas, pero cuando éstas llegaron a manos de Sergio I, él las rechazó. Justiniano hizo detener y deportar a cuantos consejeros del papa tuvo a su alcance y encargó al jefe de su guardia, el espatario Zacharías, que fuese a Roma, consiguiese la firma o se trajera a Sergio preso. No pudo cumplir este encargo porque las milicias de Rávcna, Roma y la Pentápolis se pusieron al lado del papa y le atacaron. Zacharías buscó refugio en las propias habitaciones del papa, que se encargó de salvarle la vida. Una afrenta al emperador, una demostración incluso del declive de su poder.

Sergio I hizo trasladar las cenizas de san León a una nueva tumba, en el centro de la basílica de San Pedro, a fin de que pudiera recibir el culto de los fieles. Promovió edificios, embelleció y amplió otros, enriqueció el culto: oriental en el fondo, trataba de promover las fiestas de la Virgen instituyendo, junto a la de la Candelaria (2 de febrero), la Anunciación (25 de marzo), la Asunción (15 de agosto) y la Natividad (8 de septiembre). Introdujo en el ritual de la misa el canto triple del Agnus Del Muy poco tiempo después de su muerte ya se le rendía culto.


Juan VI (30 octubre 701 - 11 enero 705)
De su familia sólo sabemos que era griego de nacimiento. El año 695 una rebelión militar derribó a Justiniano II, que pudo huir al país de los kházaros, en el sur de Rusia. La anarquía se extendió a Italia. Juan VI negó su reconocimiento a los dos sucesivos usurpadores, Leoncio (695-698) y Apsimer, el segundo de los cuales había cambiado su nombre por el de Tiberio III (698-705). Tampoco reconoció al exarca que este último nombrara: Teofilacto. El hundimiento del Imperio —entonces los musulmanes dominaban todo el litoral africano, hasta Ceuta— permitió al duque de Benevento, Gisulfo, invadir Campania el año 702, llegando con sus tropas hasta corta distancia de Roma. El papa hubo de negociar con él, entregando sumas muy crecidas para que cesara en el saqueo y devolviera a sus cautivos. Se conserva una sola carta de este papa, fechada el año 704 y dirigida a los reyes de Northumbria y Mercia, explicando cómo un sínodo romano había reivindicado la conducta de Wilfrido de York. Los obispos de Inglaterra figuraban entre los más obedientes a la autoridad pontificia.
Juan VII (1 marzo 705 - 18 octubre 707)
Griego, como lo fueron casi todos los papas de este período, era hijo del administrador del antiguo palacio imperial en el Palatino, que ahora estaba asignado al exarca y a quienes le representaban. Sus padres se llamaban Platón y Blatta; se trata, por tanto, de un papa que procede de la burocracia bizantina.
Hombre muy culto y de especial gusto artístico, aguzado en los años en que actuó como rector del Patrimonium en la vía Appia. En cierto modo, estos antecedentes condicionaron su pontificado: lo importante era conseguir que Roma llegara a ser la digna capital de la cristiandad; el autor de su biografía en el Líber Pontificalis parece reprocharle una excesiva afición a los monumentos, las pinturas y los mosaicos. Pero al papa no faltaba razón: sin una capital digna de tal nombre era difícil conservar el prestigio.
Son los años que preceden muy de cerca a la inesperada pérdida de España. La Iglesia de Occidente era ya más extensa y poblada que la de Oriente, pero Roma seguía siendo una ciudad bizantina y sus obispos se consideraban todavía como altos magistrados de un Imperio que, por inercia, se identificaba con la cristiandad. Huyendo del Islam, muchos fueron a instalarse en Roma, creando importantes colonias, especialmente la del Foro Boario en torno a Santa María in Cosmedin. Templos griegos se alzaban en el Capitolio (Ara Coeli), en el Palatino (San Cesáreo), en el Aventino (San Sebas), en el Monte Celio (San Erasmo) y en el Esquilmo. Juan VII se hizo construir una residencia cercana al palacio de los exarcas. Reformas y construcciones convertían a Roma en una ciudad de artistas: técnicas que en otras partes se perdieran, allí se conservaban. Hemos hablado de la música, pero lo mismo habría que decir del mosaico, los frescos y la escultura. Un retrato de Juan VII se conserva aún en las grutas del Vaticano.
Devotísimo de la Virgen María, en su política se mostró más hábil que enérgico. Logró estrechar las relaciones con Ariperto, rey de los lombardos, y que éste le indemnizara por las sumas que había tenido que abonar al duque de Benevento. Justiniano II, restaurado el 705; envió a Roma dos obispos con las actas del concilio quinisexto, proponiendo al papa que confirmara los cánones con los que estuviera de acuerdo, silenciando todos los demás. Pero Juan las devolvió íntegras, sin aclarar su postura. No deseaba, en modo alguno, poner en peligro la unión conseguida con el Imperio.
Sisinio (15 enero - 4 febrero 708)
Sirio de origen fue, probablemente, elegido en octubre del 707, si bien la consagración hubo de demorarse varios meses. Tenía un enorme prestigio, pero se hallaba tan enfermo de gota en el momento de su elección que ni siquiera podía alimentarse por sí mismo. No se conoce otra cosa que su preocupación por el mal estado de las defensas de Roma; se proponía reconstruir las murallas, pero los escasos días de su gobierno no le consintieron ni siquiera iniciar las obras.
Constantino (25 marzo 708 - 9 abril 715)
Probablemente se trata del subdiácono de este nombre que figura entre los legados en el Concilio de Constantinopla del 681; el Líber Pontificalis le describe como persona sensible y hábil. Sin embargo, su pontificado coincide con un endurecimiento de las circunstancias exteriores. El 709 consagró un nuevo arzobispo de Rávena, Félix, que inmediatamente se volvió en contra suya, reclamando otra vez la autocefalia: negó el juramento de obediencia y las demás señales de sumisión, provocando de este modo una ruptura. Pero tras sacarle los ojos, le envió al destierro. Regresaría el 712, tras la muerte del emperador y, hasta su muerte, mantendría la perfecta comunión con Roma.
Justiniano II, cuyas dificultades crecían, invitó a Constantino a viajar a la capital de Imperio y él aceptó: se trataba de negociar en torno a los cánones del concilio Quinisexto, a fin de traducirlos en fórmulas que fuesen igualmente aceptables para Oriente y Occidente. La estancia duró aproximadamente un año (710-711) y constituyó un gran éxito para Constantino, que se hizo acompañar por un gran séquito; en todas partes el papa era acogido con grandes muestras de afecto. El diácono Gregorio, futuro papa, se encargó de la negociación más difícil, desenvolviéndose con gran habilidad; se trataba de extraer del conjunto de las actas todo aquello que fuera aceptable para Occidente. Al final pudo decirse que el papa había aprobado, al menos verbalmente, los trabajos realizados en el Quinisexto y, cuando regresó a Roma, mostrar con claridad que en nada había cedido. El emperador, muy satisfecho, confirmó todos los privilegios que vinculaban a la ciudad con su pontífice. Fue un resultado importante: Constantino se presentaba como si se hallara en posesión de una autoridad subrogada. Roma era suya.
Pero el retorno a la ciudad, en donde hizo su entrada el 24 de octubre del 711, no fue placentero. Apenas unos meses antes (19 de julio) sucumbía el reino de los visigodos a orillas del Guadalete. Supo el papa que algunos altos oficiales romanos habían sido ejecutados por orden del exarca. Pero tiempo después llegó la noticia de que Justiniano II había muerto, asesinado por sus soldados (4 noviembre) que aclamaban en su lugar a Filipico Bardanes (711-712) que, además, era conocido monotelita. El usurpador remitió al papa una confesión de fe con la pretensión de que éste le aceptara. Constantino se negó. Y las calles de Roma eran ahora escenario de sangrientas luchas entre los que rechazaban a Bardanes y los soldados que trataban de imponer su reconocimiento. Constantino ordenó a sus clérigos que salieran en procesión, con cruces y libros sagrados, invitando a todos a deponer las armas. Afortunadamente para el papa murió pronto Filipico Bardanes y el nuevo emperador, Anastasio II (712-717), envió una confesión de fe plenamente ortodoxa.
Constantino rechazó una demanda de los obispos de Milán que pretendían que los obispos de Pavía fuesen consagrados por ellos como en la época anterior a la creación del reino lombardo.
Cregorio II, san (19 mayo 715 - 11 febrero 731)
El romano. Después de siete papas griegos o sirios, en todo caso orientales, y de tantas promociones de ancianos que garantizaban reinados muy breves, un romano de 46 años, con mucha experiencia en los asuntos públicos, llegaba a la sede de san Pedro en momentos extraordinariamente difíciles, cuando cabía preguntarse si la cristiandad, atrapada en medio de dos tenazas, iba a sucumbir a manos del Islam: estaba a las puertas de Constantinopla y, cruzando España con gran rapidez, sus soldados árabes y berberiscos pasaron al otro lado del Pirineo, adueñándose de la Narbonense. No era previsible que quince años más tarde los francos conseguirían invertir el sentido de la marcha. Naturalmente, la resistencia iniciada en Asturias era absolutamente desconocida. El año 717 comenzó el asedio de Constantinopla, que iba a durar un año justo y acabaría estrellándose contra las fuertes murallas y la superioridad técnica de los bizantinos que descubrieron y aplicaron el «fuego griego».
En calidad de subdiácono, Gregorio había desempeñado bajo Sergio I los oficios de tesorero y bibliotecario. Como diácono fue uno de los miembros prominentes de la delegación que acompañó a Constantino en su viaje del 710, desempeñando, como dijimos, un importante papel en las negociaciones en torno a la doctrina del concilio llamado Quinisexto. Esta estancia le permitió conocer las realidades del Imperio: como romano, se sentía más inclinado que sus antecesores a buscar el apoyo del oeste. Sin embargo, seguía siendo un súbdito fiel para Constantinopla. En sus negociaciones con Liutprando (712-744), el nuevo rey de los lombardos, no se limitó a defender los intereses del Patrimonium Petri, sino que hizo suyos también los del Imperio. Pero esto puede obedecer al hecho de que su gobierno se había extendido hasta abarcar, al menos en ciertas ocasiones, todo el ducado de Roma, que comprendía, además de la Urbe y su territorio, Campania y Tuscia. Cuando Grimoaldo, duque de Benevento, se apoderó de Cumas el 710, el rector de las propiedades de Campania unió sus fuerzas a las de los bizantinos de Nápoles para recuperarla. El 728 conseguirá Gregorio que Liutprando evacuara Sutri, de la que se había apoderado. Resultaba ya muy difícil separar en el Patrimonium la propiedad de la autoridad: el progresivo repliegue bizantino permitía el crecimiento de un poder pontificio que puede definirse como temporal.
Oriente. León III el Isáurico (717-741) había salvado a Constantinopla. Entre sus proyectos para organizar una contraofensiva que le permitiera recobrar el espacio imprescindible para la superviviencia del Imperio, figuraba una revisión del sistema de impuestos, obligando a las provincias a contribuir más pesadamente a las cargas militares. Gregorio II, defendiendo a los que de hecho eran ya sus súbditos, se opuso. El emperador dictó una vez más la orden de conducir prisionero al funcionario rebelde, pero las milicias romanas, apoyadas en esta ocasión por los duques de Spoleto y Benevento, lo impidieron. El exarca Paulo fue asesinado en la revuelta (726-727). Una extraña alianza se concertó entonces entre su sucesor, Eutiquio, y Liutprando: bizantinos y lombardos unirían sus fuerzas para castigar a los rebeldes; el rey lograría la sumisión de los ducados que operaban con independencia, mientras el exarca se apoderaría de Roma. Gregorio repitió el gesto de san León: presentarse en el campamento de Liutprando, revestido como papa, y obtener de él un acta de protección. Solemnemente el rey de los lombardos depositó sus insignias reales en la tumba de san Pedro en muestra de sumisión. Gregorio no se opuso a que, mediante un acuerdo, Eutiquio volviera a ocupar la residencia de los exarcas en Roma y le ayudó incluso a someter a los súbditos rebeldes. Las rentas pontificias acudieron también a la reparación de los muros de la ciudad. Lo sucedido en Constantinopla obligaba a tomar esas precauciones.
Las misiones en el oeste. Vientos nuevos llegaban del norte y del oeste. Como hicieran ya reyes y misioneros anglosajones, en el otoño del 718 san Winfrid (680? - 754), nacido en Wessex, llegaba a Roma para explicar al papa los grandes proyectos que, desde Frisia, comenzaba a acometer: se trataba de convertir a los pueblos de la llanura y del bosque, sajones que a sí mismos se llamaban Deutsch, «teutones». Gregorio II respaldó el programa y cambió a Winfrid su nombre por el de Bonifacio con que ahora se le conoce (15 mayo 719), otorgándole una especie de monopolio sobre estas misiones con la condición de mantenerlas en estrecha dependencia de Roma. Sucedía esto en el momento en que llegaban noticias extraordinariamente graves desde España y desde Bizancio, de modo que la obra de san Bonifacio parecía una especie de compensación por las pérdidas sufridas. En efecto, en los años inmediatos siguientes fue conocido el hecho de que se habían producido miles de bautismos. El 722 Gregorio II llamó al misionero a Roma y le consagró obispo (30 de noviembre); prestó juramento de fidelidad al papa con la misma fórmula que empleaban los suburbicarios. Vuelto a Hesse, san Bonifacio derribaría la encina de Goslar, signo del paganismo, y edificaría en su lugar el monasterio de Fulda. Gregorio II recibió también al duque Teodo de Baviera y a Ina (t 725), rey de Wessex, que había renunciado al trono para hacerse monje. Se ha conservado una correspondencia relativamente abundante con estos personajes, que revela la preocupación por la defensa y expansión de Occidente. Gregorio murió un año antes de que Carlos Martel lograra la victoria de Poitiers, que marcaba un cambio de signo.
El papa concedía mucha importancia a la restauración de Roma, sus murallas, sus monumentos y sus defensas contra las avenidas del río. Decidido partidario de la vida monástica, convirtió su casa en monasterio de Santa Águeda y encomendó al abad Petronax de Brescia que restaurara Montecassino. Las misiones eran concebidas asimismo como obra de monjes y no de clérigos.
Iconoclasüa. Desde el año 726 una nueva fuente de discordia con el Imperio había surgido. León III, empujado por ciertos extremistas cristianos y también por las críticas de musulmanes y judíos, se mostró enemigo del culto a las imágenes. Es cierto que en la Iglesia oriental se había llegado a extremos reprensibles en este aspecto, declarándose que muchas de ellas eran ajeiropoietes, es decir, no hechas por manos de hombre, sino de origen sobrenatural. El emperador se propuso erradicar el culto a las imágenes; es lo que se conoce como «iconoclasüa». Un decreto, firmado por el patriarca de Constantinopla, se publicó el año 730: el emperador amenazó a Gregorio II con deponerle si no suscribía esta disposición. El papa respondió que la iconoclastia era herejía (siendo las imágenes representación de algo que es, en sí mismo, sagrado), que no correspondía a los laicos sino a los clérigos decidir sobre cuestiones de doctrina, y que todo el oeste reverenciaba al sucesor de san Pedro. De hecho, al conocerse las amenazas del emperador, se produjeron revueltas en el norte de Italia. A pesar de todo, el papa no alteró su lealtad al Imperio.
Gregorio III, san (18 marzo 731 - 28 noviembre 741)
Pérdida de bienes. Sirio de origen, era un presbítero tan famoso que en los funerales de Gregorio II fue aclamado por la multitud, llevado a Letrán y consagrado, tras haber obtenido el plácet del exarca. Sería la última vez que se cumpliría tal requisito. El primer gesto de Gregorio III fue contactar con el emperador León para conseguir que renunciara a la iconoclastia que no podía ser admitida en el oeste. No recibió respuesta. Fue entonces cuando convocó un sínodo en Roma (1 noviembre 731) con amplia representación de obispos italianos, en que se condenó a excomunión a cuantos destruyeran imágenes. Los enviados con las actas sinodiales, que llevaban instrucciones de insistir en el buen entendimiento y retorno a la verdadera fe, no alcanzaron su destino: fueron encarcelados en Sicilia. Uno de ellos logró atravesar la barrera, entregando las cartas de que era portador al emperador, a su hijo Constantino y al patriarca Anastasio. Encolerizado, decidido entonces León el empleo de la fuerza: envió una flota, que naufragó, sin embargo, en el Adriático, y ordenó una confiscación general de bienes y propiedades del Patrimonium Petri ubicadas en las provincias a él sometidas (733); de este modo perdió el papa las grandes fincas de Calabria, Sicilia y el Exarcado. Esta decisión de León III, que no pudo aplicarse en el ducado de Roma, tuvo dos efectos: dejó materialmente a Roma y su entorno fuera de control bizantino y provocó que todos los enemigos de la iconoclastia invocaran la autoridad primada de san Pedro, reforzando la conciencia de que la unidad de la Iglesia y la fe dependían de la comunión con Roma.
Giro al oeste. La contraofensiva bizantina en Asia Menor y, sobre todo, la victoria de Carlos Martel (685? - 791) en Poitiers (732), indicaban un cambio y un respiro: ya no parecía tan inminente el peligro musulmán. En este tiempo se empieza a utilizar el término res publica romana para designar el ámbito de gobierno territorial de Roma. Gregorio, que prácticamente ejercía dicho gobierno, lo concebía apenas como un soporte-garantía de independencia política y económica, no como un principado territorial independiente. Estaba tratando, en cambio, de afirmar un esquema rigurosamente jerárquico en las Iglesias de Occidente: el 732 envió el pallium a san Bonifacio (lo que significaba reconocerle como metropolitano) con autorización para crear otros dos o tres obispados, sin romper la estrecha dependencia de Roma. Cuando el año 737 el gran misionero hizo su tercer viaje a la ciudad eterna a fin de recibir instrucciones, Gregorio III le confirió poderes como legado o vicario para reformar la Iglesia franca. Hace más de un siglo que A. Hauck (Die Bischoftswahlen unter der Merovinger, Erlangen, 1884) señaló la importancia de esta fecha, pues a partir de entonces los obispos francos, teóricamente elegidos por el clero y el pueblo, en realidad por los grandes y príncipes, formaron una estricta jerarquía, de meIropolitanos abajo, reconociendo su dependencia absoluta del papa.
La confiscación del Patrimonium no había modificado los sentimientos de lealtad al Imperio. El 733 los lombardos se apoderaron de Rávena y Gregorio intervino para conseguir de Liutprando la restitución. Este gesto desarmaba moralmente a León III y a Eutiques, que hubieron de mostrar su gratitud enviando seis columnas de ónice, las cuales fueron colocadas en torno al altar de la confesión de san Pedro. El gesto generoso de Liutprando no engañó al papa: ahora que el poder imperial tendía a desaparecer en Italia, el rey de los lombardos abrigaba proyectos expansivos que, sin la menor duda, se extendían a toda la península. Gregorio III estableció una especie de alianza con los duques lombardos de Spoleto y Benevento y con el exarca Eutiques para frenar esta posible expansión. Reforzó también las murallas de Roma. Pronto se cumplieron los presagios: Liutprando conquistó Spoleto e invadió el ducado de Roma. En este momento Gregorio envió dos solemnes embajadas a Carlos Martel (739 y 740), con generosos regalos que incluían valoradas reliquias, en solicitud de ayuda. Carlos no estaba en condiciones de organizar una campaña de Italia: envió al abad Grimón para advertir seriamente a Liutprando del peligro a que se exponía. En un mismo año, 741, murieron León III, Carlos Martel y Gregorio. De éste puede decirse que fue el primer príncipe territorial de Roma, aunque sin desgajarla todavía del Imperio.
Zacarías, san (3 diciembre 741 - 15 marzo 742)
Su persona. De familia griega, nacido en Calabria, su bilingüismo le permitió traducir los Diálogos de san Gregorio, abriéndoles paso en las Iglesias orientales. I labia sido uno de los principales colaboradores de su antecesor. Tal como Karlo Janlere (Dic Romischec Weltreichsidee und die Entstehung der weltlichen Machi des Papstcs, Turku, 1936) ya señalara con precisión, este pontificado marca un punto de inflexión definitiva: Roma se separa del Imperio de Oriente y se convierte en la cabeza indiscutida de Occidente. La idea de crear unos Estados Pontificios no estaba probablemente en la mente de ninguno de sus protagonistas, pero fue el resultado de una evolución casi inevitable del Patrimonium Petri. Apenas elegido, Zacarías comunicó al emperador su nombramiento, como un gesto de deferencia, sin esperar confirmación. En adelante los papas iban a prescindir de este requisito. El papa buscaba en aquellos momentos un acercamiento a Constantino V (741-775), aunque sin ceder una línea en la posición doctrinal referida a la inococlastia.
Cambió la política de Gregorio III, abandonando la alianza con Trasamundo de Spoleto y tratando de llegar a un entendimiento directo con el rey Liutprando, con quien celebró una entrevista en Trani el año 742. Consecuencia de este diálogo fue una tregua de veinte años, con devolución de las fortalezas, territorios y prisioneros que los lombardos ocuparan en el ducado de Roma. La razón de esta aparente generosidad estaba en el proyecto del monarca de eliminar el exarcado de Rávena reducido ya a la Pentápolis: el 743 lanzó su ofensiva. A instancias del exarca Eutiques, el papa volvió a entrevistarse con el rey, viajando a Pavía, y consiguió que devolviera sus conquistas. Rachis (743-749), sucesor de Liutprando, que era ferviente católico, también se rindió a las demandas y regalos del papa, retirándose del exarcado y firmando una tregua. De este modo se logró una paz, y tanto en Roma como en Rávena se aclamó a Zacarías como verdadero salvador. Pero ya no era el emperador, lejano, sino el papa, quien ejercía las funciones de defensa territorial.
Alianza con los carlovingios. En julio del 749 Rachis fue depuesto e ingresó en un monasterio. Su hermano y sucesor Astolfo (749-756) no estaba dispuesto a guardar a Zacarías las mismas consideraciones. De un solo golpe hizo desaparecer el exarcado (751) sin que Zacarías pudiera hacer nada para evitarlo.
Cuando los legados que Zacarías enviara a Constantinopla a comunicar su elección el año 741 llegaron a aquella ciudad, encontraron sentado en el trono a un usurpador, Artavasdes, yerno de León. Hasta noviembre del 743 no conseguiría el legítimo heredero, Constantino, entrar en Constantinopla restableciendo la normalidad. Ni el emperador, convencido iconoclasta, ni el papa, decidido defensor de las imágenes, querían ahondar en las divergencias doctrinales; mantuvieron una polítipolítica de frías relaciones amistosas, evitando las referencias a la cuestión que tan profundamente les separaba. Constantino, dueño ahora de Asia Menor, vida para el Imperio, empleaba todas sus fuerzas en la frontera árabe y no podía distraerlas en Italia: hasta el año 749 la diplomacia de Zacarías se mostró eficiente, frente a los lombardos y también en las provincias e islas meridionales.
En Francia, tras la muerte de Carlos Martel, sus hijos Carlomán y Pipino (741-768), llamado «el Breve» por la corta estatura, fueron mayordomos de palacio. La influencia de san Bonifacio creció. En el año 742 culminó el encargo que el papa le hiciera: todos los obispos de Austrasia y Neustria se sometieron a su autoridad como ya lo estaban los de Hesse, Turingia y Baviera, en su calidad de legado vicario. En una serie de sínodos promovió la reforma, siendo punto principal de la misma el reconocimiento del primado romano. En el del año 747 fue leída y aprobada, con plena unanimidad, la carta de fe católica y unidad jurisdiccional aprobada por Zacarías. Se condenaba la iconoclastia, si bien se definía con precisión la doctrina que impedía las exageraciones, y se establecía que, en la Iglesia, todos los obispos estaban sometidos a sus metropolitanos y éstos al papa.
Ese mismo año, 747, Carlomán renunció a su cargo para ingresar en un monasterio. Pipino quedó solo al lado de un fantasma de rey, Childerico III. El 751 una embajada en la que figuraban el obispo de Würzburgo, Burchardo, y el capellán real, Fulrado, viajó a Roma para plantear a Zacarías una cuestión moral: ¿es o no justo que se llame rey el que sólo tiene el título de tal en lugar del que posee todos los poderes? La respuesta del papa permitía establecer un nuevo criterio de legitimidad: «El orden de las cosas de este mundo reclama, conforme a la voluntad divina, que el título de rey lo ostente quien haya sabido hacerse con el poder, antes que el que no haya sido capaz de conservarlo.» Sobre esta base, Pipino, tras haber depuesto a Childerico, enviándole a un monasterio, será proclamado rey por la asamblea de los francos. Lo importante fue que, resucitando el rito bíblico de la unción, y apoyándose en ciertos precedentes visigodos, Bonifacio procedió a ungir, en el nombre de Dios y de su Iglesia, a Pipino y sus hijos.
Fue un cambio muy importante. La unción sacralizaba la realeza, arrancándola de la elección por la asamblea, pero al mismo tiempo la sometía a la Iglesia. Desde este momento el papa, que fuera súbdito del emperador desde la época de Constantino, se colocaba en el vértice de toda autoridad en Occidente; a ella se encontraban subordinadas todas las demás. Zacarías, dueño ya, de hecho, del gobierno temporal de Roma y su ducado, comenzó allí una tarea de reasentamiento de campesinos en tierras abandonadas o roturadas, buscando una afirmación de poder y también una compensación para las rentas perdidas por la confiscación del Patrimonium que decretara León III. Menos opulencia, desde luego, pero una independencia más absoluta.
Esteban II (26 marzo 752 - 26 abril 757)
Ultimátum lombardo. Pocos días después de la muerte de Zacarías, el clero y el pueblo de Roma proclamaron a un anciano presbítero, llamado Esteban. Sufrió un ataque de apoplegía y murió a los cuatro días sin llegar a ser consagrado. Durante cierto tiempo se dudó acerca de su inclusión en la lista de papas, pero desde 1961 existe un fallo de la Santa Sede que aclara la cuestión: elegido y no consagrado, nunca fue papa. En su lugar se procedió a elegir a otro diácono, también llamado Esteban que, junto con su hermano Pedro, siendo huérfanos muy niños y de familia muy rica, habían sido educados en Letrán y preparados para el servicio de la Iglesia. Una gran figura desaparecía al mismo tiempo: el 5 de junio del 754 san Bonifacio sufrió el martirio.
Pocos meses antes de la elección de Astolfo se había producido la anexión violenta de Rávena y el exarcado al reino lombardo. Era evidente que se trataba de un primer paso, pues comenzó a tratar a los habitantes del ducado de Roma como sí fuesen súbditos propios: en junio-julio del 752 Esteban II consiguió una tregua con el evidente propósito de negociar. Seguramente el rey de los lombardos esperaba un reconocimiento de su expansión, pero el papa no lo entendió así: envió una embajada a Constantinopla solicitando de Constantino V un ejército para recobrar Rávena. Informado de esta gestión, Astolfo amenazó (octubre del 752) con ocupar la propia Roma, que miraba ya como una parte del exarcado que debía serle transferida. El emperador no estaba en condiciones de enviar un ejército y propuso una nueva negociación. El «silenciario» Juan pasó por Roma en noviembre del 752, camino de Pavía para celebrar una entrevista con Astolfo. A su regreso a Constantinopla le acompañaban oficiales lombardos y pontificios encargados de explicar al emperador las condiciones a que aspiraba el rey. Habían aumentado.
Alianza con Pipino. En marzo del 753 un peregrino, visitando a Pipino el Breve, le dio noticia de la angustiosa situación que padecía Roma; insinuó que el papa deseaba recibir una invitación para ir a Francia. Dos embajadas, en julio y septiembre del mismo año (la segunda compuesta por el duque Autcario y el obispo Chrodegando) se encargaron de transmitirla. Al mismo tiempo reaparecía en Roma el «silenciario» Juan: el emperador encargaba al papa que, en su nombre, negociara con Astolfo. Esteban II se trasladó en efecto a Pavía: halló en el rey una decidida voluntad de no ceder. El 15 de noviembre del 753 continuó su viaje a Francia.
En la abadía de San Mauricio, en Valais, aguardaba al papa un brillante séquito en que figuraba un muchachito de 12 años, hijo de Pipino: era el futuro Carlomagno: el rey aguardaba a Esteban II en Ponthion, cerca de Chálons. Aquí, el 6 de enero siguiente, tuvo lugar el encuentro que iba a cambiar la faz de Europa. Según E. Caspar (Pippin und die Rótnische Kirche. Kritische untersuchungen zum frankisch-papstlichen Bunde im VHIJahrhundert, Berlín, 1914), Esteban tenía el proyecto ya de pedir a Pipino la entrega del exarcado de Rávena, tal vez colocándolo bajo el mundubardium del rey de los francos. Pero cambiaron las cosas cuando Pipino ejecutó la proskynesis, ese gesto de absoluta sumisión que consiste en besar el suelo de rodillas, y llevó luego las riendas del caballo del papa como si fuera su escudero. Esteban dio cuenta a Pipino de la difícil situación en que se hallaba «la causa de san Pedro y de la república de los romanos». Juntos fueron a Saint Denis, donde el papa procedió a ungir de nuevo al rey y también a sus hijos, otorgando a todos el título de «patricio de los romanos». Un patricio es un funcionario del más alto rango, pero sometido a la soberanía de quien otorga esta concesión.
Los Estados Pontificios. La asamblea de Quierzy-sur-Oise, cerca de Laon, ratificó en forma solemne estos acuerdos, que «han de considerarse —según J. Orlandis (El pontificado romano en la historia, Madrid, 1966)— el acta fundacional de los Estados Pontificios». Astolfo no se sometió a las demandas que le transmitieron las embajadas: trató incluso de promover entre los nobles francos una resistencia a Pipino, enviando entre sus propios embajadores al hermano de éste, Carlomán, monje de Bobbio. Esteban tuvo que reaccionar formulando una serie de amenazas y prohibiendo a Carlomán y a sus hijos abandonar el monasterio. Carlomán falleció antes de que pudiera regresar a Lombardía. En agosto del 754 condujo Pipino la primera expedición. Sitiado en Pavía, Astolfo pidió la paz, comprometiéndose a devolver Rávena con todas las ciudades y villas por él usurpadas. No cumplió sus promesas. En diciembre del 755 desencadenó una nueva ofensiva, fijándose esta vez como objetivo la propia Roma, que quedó prácticamente cercada. Embajadores del papa y de las autoridades bizantinas, por el camino del mar, fueron al encuentro de Pipino que, entre tanto, había vuelto a marchar sobre Pavía: a la demanda de los bizantinos para que restituyese Rávena y el exarcado, el rey de los francos contestó que él sólo combatía «por el amor de san Pedro y el perdón de los pecados». La segunda paz de Pavía fue de condiciones mucho más duras que la primera: Astolfo tenía que entregar la tercera parte de su tesoro, someterse a un tributo anual y hacer entrega a la Iglesia de todas las tierras que antes fueran dominio del Imperio. Fulrado, abad de Saint Denis, con una parte del ejército, permanecería en Italia para vigilar el cumplimiento de los acuerdos. Él se encargó de depositar sobre la tumba de san Pedro las llaves de Rávena, las ciudades que formaban la Pentápolis (Fano, Ancona, Pésaro, Sinigaglia, Rímini) y de las otras de Emilia. En la corte pontificia comenzó entonces a tomar cuerpo la leyenda de la Falsa Donación de Constantino a Silvestre, pues era un medio de legitimar esta decisiva donación que convertía al papa en un importante soberano temporal. Desde el año 756, y como consecuencia de un largo proceso, que partiera de un conjunto de propiedades inmunes, para acabar en la soberanía, comienza a existir un nuevo sujeto político, la Sancta Ecclesiae Respublica, que perdurará hasta 1870.
Tras la muerte de Astolfo, el papa respaldó al nuevo rey, Desiderio (756-774), asegurándose de este modo el cumplimiento de los acuerdos adquiridos en la segunda paz de Pavía. Esto no le impedía trabajar cerca de los duques de Spoleto y Benevento para que, apartándose de la dependencia de Lombardía, se situasen en la de la Sede Apostólica. Fue el de Esteban un pontificado breve pero decisivo.
Paulo I, san (29 mayo 757 - 28 junio 767)
Hermano de Esteban y colaborador sobresaliente de los papas desde Gregorio II, fue elegido sin dificultad. Comunicó a Pipino esta elección pero sin recabar ninguna clase de confirmación. Sus legados regalaron al rey de los francos un antifonario, redactado por Amalario, que era como el signo externo de la identidad litúrgica entre Roma y la Iglesia franca. Paulo definía sus funciones, en un tono muy elevado, como las de «un mediador entre Dios y los hombres, buscador de almas». De hecho era consciente de que, al convertirse en soberano temporal, se estaban desatando sobre la sede de Pedro las concupiscencias que son fuente de conflictos; se hallaba, sin embargo, decidido a detender con todos sus medios el naciente Estado, para lo que necesitaba la ayuda del rey de los francos.
Aunque su deseo ferviente era el de mantener la estrecha comunión con las Iglesias orientales (estrechó sus relaciones con Antioquía y Alejandría, entonces sometidas al Islam), la nueva política imperial hizo muy difícil tal propósito: un sínodo reunido en Hieria (febrero-agosto del 754) por Constantino V, desencadenó una nueva ola de iconoclastia; se reprodujeron las persecuciones y muchos monjes orientales buscaron refugio en Roma. Para ellos edificó el papa, utilizando su propia casa, el monasterio de San Esteban y San Silvestre in Capita (761). Por otra parte, Desiderio comenzaba a dar muestras de que no estaba dispuesto a cumplir las promesas que hiciera: sometió Spoleto y Benevento, despreciando los compromisos de ambos ducados con el papa, y trató de concertar una especie de alianza con el emperador. El rey de los lombardos viajó a Roma para entrevistarse con Paulo I: explicó a éste que para que la paz fuese verdadera necesitaba la restitución de los rehenes que Pipino condujera a Francia, es decir, una plena independencia sin restricciones para su reino. Paulo no podía negarse a transmitir esta demanda pero, al mismo tiempo, advirtió a Pipino en secreto que tras ella se encontraba una amenaza contra Roma. Aunque el papa repitió sus apremiantes demandas de ayuda, el rey de los francos parecía decidido a no repetir su expedición a Italia: se lo impedían los grandes proyectos de llevar la frontera hasta el Pirineo y establecer contacto con los grupos de resistencia que se habían formado en España.
Creyendo que la alianza entre los francos y Roma había terminado, el emperador Constantino envió el 765 embajadores a Pipino con un ambicioso proyecto de alianza entre los dos poderes, con respaldo para la iconoclastia. Pero la respuesta no le satisfizo. Pipino estaba dispuesto a mantener relaciones amistosas, pero en cuanto al abandono de la protección al papa o la aceptación de la iconoclastia, su actitud era negativa. Griegos y francos debatieron en Gentilly (767) en relación con las imágenes, cuyo culto Occidente defendía. Poco después murió Paulo I.
Esteban III (7 agosto 768 - 24 enero 772)
El interregno. Sucedió lo que se temía. El papa había dejado de ser una exclusiva autoridad espiritual para convertirse en príncipe soberano y los altos funcionarios del gobierno estaban ahora interesados en elevar a uno de los suyos. Se habían formado dos partidos, uno encabezado por el duque Toto de Nepi, jefe de la milicia, y el otro dirigido por el primicerio Cristóforo, con la nobleza senatorial: estando Paulo en su lecho de muerte, ambos se comprometieron, bajo juramento, a asegurar una elección normal. Apenas fallecido el papa, Toto, faltando a su juramento, se hizo dueño del poder mediante un golpe de Estado, y proclamó a su hermano Constantino, que era laico. Ordenado y consagrado por tres obispos, se instaló en el palacio de Letrán. Constantino escribió en dos ocasiones, en agosto y septiembre del mismo año, a Pipino, pero en ninguna de ellas obtuvo respuesta. Se obligó a Cristóforo a prometer que ingresaría en un monasterio.
No lo hizo así. Por el contrario, fue a advertir de lo ocurrido al duque de Spoleto y al rey Desiderio (757-774). Éste proporcionó tropas a Sergio, hijo de Cristóforo, para volver a Roma e imponer el orden. Hubo una sangrienta batalla dentro de la ciudad en la que Toto perdió la vida. Constantino, aprehendido en Letrán, fue privado de la vista. Un clérigo, Wadiperto, que actuaba por cuenta de Desiderio, quiso aprovechar la ocasión para suscitar un papa que pudiera convertirse en fiel instrumento de la política lombarda y escogió para ello a un presbítero, capellán del monasterio de San Vito en el Esquilmo, llamado Felipe: le llevó con escolta a Letrán. Pero los seguidores de Cristóforo no lo consintieron: invadieron la basílica, se apoderaron de su persona y lo devolvieron a San Vito, sin hacerle daño, para que reasumiese sus funciones.
Ahora Cristóforo pudo organizar una elección legal y sacar adelante a su propio candidato: Esteban III, presbítero del título de Santa Cecilia. El primicerias trataba de establecer su propio gobierno personal en nombre de un papa débil. Al principio así sucedió: Esteban no pudo evitar las crueles represalias contra Constantino, Wadiperto y sus respectivos seguidores. Roma estaba viviendo las secuelas de una primera lucha sangrienta por el poder. Entronizado el 8 de agosto del 768, Esteban III se vio abocado a una ingente tarea de restauración.
El pontificado. Comenzó enviando sus legados a Francia para comunicar su elección. Estos legados se encontraron con el hecho de que Pipino había muerto (24 de septiembre del 768) y sus hijos, Carlos y Carlomán, se habían repartido los ya extensos dominios aunque mantenían una forma de gobierno conjunto. Ofrecieron el apoyo que ya era tradicional. Los embajadores que saludaron a los príncipes como «patricios de los romanos», les invitaron a enviar rcprescnlanles para el sínodo que Esteban había convocado en Roma para el año siguiente. Trece obispos francos, en efecto, participaron en él (abril del 769): compareció Constantino II, ciego y evidentemente maltratado, que hizo confesión arrepentida de sus faltas; las disposiciones por 61 tomadas, se declararon nulas; calificado de antipapa se le condenó a penitencia perpetua. El acuerdo más importante del sínodo, como era de esperar, giró en torno a la regulación de las elecciones futuras: sólo el clero tendría derecho a participar en ellas, siendo candidatos únicamente los cardenales presbíteros y diáconos. Desde el año 732 se mencionaba como cardinales a los siete obispos: Esteban aumentó hasta veintiocho el número de tituli a fin de establecer una debida proporción de presbíteros y diáconos también cardinales. A los laicos correspondería únicamente aclamar al elegido. En el sínodo del 769 se condenó la doctrina iconoclasta del Concilio de Hieria.
Una nueva amenaza parecía surgir. Las discordias entre Carlos (768-814) y Carlomán beneficiaron los propósitos de Desiderio, que había entrado en Istria aumentando el ámbito de la diócesis de Aquileia. Las discordias romanas evitaron cualquier intervención del papa. Supo Esteban III que Carlos, empujado por su madre, Bertrada, iba a casarse con la hija de Desiderio, Deseada, y se asustó: calificó el proyecto de maniobra «diabólica» (770). En realidad, Carlos no estaba pensando en suspender la protección sobre Roma y sus dominios, sino en disponer de alianzas, lo mismo que en Baviera y Benevento. El Líber Pontificalis —es la única fuente y por añadidura sospechosa, como ya apreció Louis Halphcn («La papauté et le complot lombard de 771», R. H., CLXXXII, 1938)—, da cuenta de una especie de extraño acuerdo entre Esteban III y Desiderio, el año 771, para librarse de la tutela del primicerio y de su hijo Sergio, los cuales fueron asesinados. Pero con la desaparición de Cristóforo la influencia franca recibía un duro golpe en Roma. Esteban habría escrito a Carlos que se habían lomado duras medidas por haberse descubierto, gracias a «su admirable hijo Desiderio», un complot dirigido a causar su propia muerte.
La abdicación de Carlomán, en este mismo año, convirtió a Carlos en único rey de los francos. Repudió entonces a Deseada y se aprestó a reorganizar la influencia franca en Roma.


Adriano I (1 febrero 772 - 25 diciembre 795)
Sumisión del reino lombardo. En contra de los preceptos del sínodo, el pueblo de Roma tomó parte en la elección de Adriano, diácono al servicio de Esteban III, y sobrino de cierto Teodoto con quien se había educado a causa de su prematura orfandad. Los acuerdos que Esteban concertara poco antes con Desiderio, entregaban a su chambelán, Paulo Afiarta, plenos poderes en Roma. Adriano hubo de comenzar por desembarazarse de él, rehabilitando primero a las víctimas del complot del 771, enviando luego al propio Afiarta ante Desiderio para reclamar las fortalezas que prometiera a Esteban devolver y que aún retenía, y haciéndole finalmente arrestar. Sabemos que el chambelán moriría por orden del metropolitano de Rávena, León.
Desiderio reclamó del papa la consagración de los hijos de Carlomán para crear enemigos a Carlos. Sin esperar la respuesta invadió el exarcado, poniendo cerco a Rávena. Sin medios suficientes de defensa, Adriano envió sus legados a Carlos; le encontraron en Thionville, cuando regresaba de la primera campaña de Sajonia (febrero o marzo del 773). El rey de los francos comenzó despachando una embajada a Pavía y Roma, para informarse de la situación y, repetidas veces, propuso a Desiderio una paz, ofreciéndose incluso a indemnizarle por las fortalezas que debía entregar. Actuaba no como un aliado, sino como verdadero «patricio de los romanos». Sus propuestas fueron rechazadas. Entonces llegó a la decisión extrema: suprimir el reino lombardo y liquidar de este modo el problema. Frente a los francos se produjo el derrumbamiento de la resistencia militar lombarda, de modo que en septiembre del 773 permanecían fieles a Desiderio únicamente Pavía, estrechamente cercada, y Benevento, donde gobernaba su yerno Arichis. Muchos de los nobles lombardos fugitivos se acogerían en Roma a la protección del papa.
Mientras duraba el cerco de Pavía, en marzo Carlos hizo una peregrinación a Roma, a fin de asistir a la Pascua, y fue recibido con extraordinarios honores. No quiso, sin embargo, ser alojado en el Palatino, residencia de los exarcas, sino en una zona inmediata a San Pedro, como hacían los peregrinos. Asistió a los oficios solemnes y luego negoció, con Adriano, el reconocimiento de un dominio que abarcaba el ducado de Roma, la isla de Córcega, el antiguo exarcado de Rávena, las provincias de Venecia e Istria y los ducados de Spoleto y Benevento. Más de la tercera parte de Italia, según este acuerdo, debía constituir ahora el Patrimonium Petri. De esta donación o reconocimiento se redactaron tres ejemplares: dos fueron ceremoniosamente depositados en la tumba de Pedro y el tercero viajó con el rey. A partir de este momento la cancillería pontifica dejó de datar los documentos por años del emperador de Constantinopla, cuya efigie desapareció también de las monedas: la plena soberanía era asumida por el papa. Por su parte, Carlos, que el 7 de junio del 734 entraba en Pavía enviando a Desiderio y a sus hijos a un monasterio, cambiaba su título inicial para asumir el de «rey de los francos y de los lombardos y patricio romano». Esto le convertía en protector de la Iglesia. Probablemente entendía que dicha condición le otorgaba poderes y facultades de gobierno sobre Roma. Retenía, por tanto, cierta autoridad sobre los dominios que prometiera entregar.
Por lo demás, esta promesa fue deliberadamente retrasada: se restituyeron en seguida las fortalezas que prometiera Desiderio, pero no las otras. El año 775 se produjo una revuelta en Italia, a cargo de nobles lombardos agrupados en torno al duque de Benevento que asumía el título de príncipe y que contaba con el apoyo bizantino. La muerte de Constantino V privó a los rebeldes de dicho apoyo, pero el movimiento fue tan fuerte que obligó a Carlos a regresar a Italia, donde permaneció desde diciembre del 775 hasta julio del 776. En esta oportunidad no viajó a Roma: estaba entregado a la tarea de hacer «franca» a la antigua Lombardía. Inútilmente insistió Adriano en sus reclamaciones. El rey estaba alentando las tendencias de León de Rávena hacia la autocefalia.
Es precisamente entonces, el año 778, cuando encontramos la primera mención de la «Donación de Constantino» como si se tratara de una fuente de derecho. Este supuesto, cuya falsedad no quedaría oficialmente establecida hasta mediados del siglo xv, cuando Nicolás de Cusa y otros humanistas aportaron pruebas incontrovertibles, permitía a Adriano sostener que Constantino, además de reconocer la superioridad de Roma sobre todos los patriarcados y obispados del orbe, diera a san Pedro «la ciudad de Roma y todas las provincias, las localidades y las ciudades tanto de Italia entera como de todas las regiones occidentales». Los falsificadores del documento, cuyo nombre oficial fue Constitutum Constantini, trataban de demostrar que el papa reclamaba mucho menos de aquello a lo que tenía derecho.
Hasta el año 781 no se produciría un nuevo viaje de Carlomagno a Roma y, en consecuencia, la negociación que el papa reclamaba sobre los espinosos asuntos territoriales. En esta visita, en que Adriano bautizó y consagró a Carlomán (ahora llamado Pipino) y Luis, hijos de Carlos, como reyes de Italia y de Aquitania respectivamente, se puso mucho empeño en destacar el grado de buena relación existente entre el papa y el monarca en un momento en que, por muerte de Constantino V, las relaciones con Bizancio mejoraban. La emperatriz Irene (797-802), regente en nombre de su hijo León IV (775-780), buscaba el acercamiento y promovía un nuevo patriarca de Constantinopla, Tarasio, ajeno a la iconoclastia. Adriano prestó todo su apoyo a la reforma de la Iglesia que Carlos promovía en sus dominios y respaldó la política de éste incluso en sus dimensiones temporales. Sin embargo, las nuevas negociaciones, durante las cuales se puso de manifiesto de qué modo Carlos consideraba su título de patricio como una especie de soberanía temporal, condujeron a una definición del espacio asignado al Patrimonium Petri mucho menor del que se había prometido el 774.
La propuesta de Irene. El año 785 Tarasio e Irene se pusieron en contaclo con Adriano; aunque éste tenía ciertas reservas que oponer, pues no le eran devueltas las fincas confiscadas ni se le restituía la jurisdicción sobre el Illiricum, aceptó la apertura y envió a sus delegados, un monje y un arcipreste, ambos del mismo nombre, Pedro, al concilio que se celebró en Nicea (septiembre del 787), haciéndoles portadores de una profesión de fe que fue aplaudida. Así se restableció la unión y se proclamó la legitimidad del culto a las imágenes. Los legados trajeron a Roma las actas conciliares, que Adriano confirmó ordenando se tradujesen al latín. La traducción estaba llena de tantas imperfecciones que sería fuente después de dudas y de pequeños conflictos. No obstante estas buenas relaciones, Adriano advirtió que podría llegar de nuevo a la excomunión de Irene y Tarasio si los antiguos dominios y jurisdicción no le eran restituidos. Uno de los errores en la mencionada traducción consistía en ordenar una «adoración» de las imágenes. Este término fue rechazado en el Concilio de Frankfurt del 794, convocado por Carlomagno, en el que se condenaron, a la vez, la iconoclastia y el adopcionismo surgido en España.
Adriano ha sido considerado como el segundo fundador de los Estados Pontificios, con una extensión mucho más amplia que la prevista en Quierzy-sur-Oise, aunque no tanto como se soñara en el primer momento. Emprendió obras muy importantes en Roma: refuerzo de las murallas, diques contra las avenidas, cuatro acueductos (con objeto de colocarla a la altura de esta nueva posición), pero sobre todo creó un inteligente sistema de granjas para asegurar la alimentación de los indigentes y eliminar así un problema que había llegado a hacerse grave: las diaconae y las domus cuitae. Cuando murió, Carlomagno comentó que era como si hubiera perdido un hermano o un hijo, y remitió una lápida, que aún se conserva, con versos que demostraban este afecto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario