León III, san (26 diciembre 795 -
12 junio 816)
Elección disputada. El mismo día
de la muerte de Adriano fue aclamado papa el cardenal-presbítero de Santa
Susana, León, un romano de estirpe siciliana, no noble, dedicado desde niño al
servicio de la Iglesia. Probablemente era consciente de su debilidad frente a
la aristocracia romana, crecida desde la consolidación de los Estados
Pontificios; buscó ante todo el apoyo de Carlomagno, al que envió las llaves de
la tumba de san Pedro y el estandarte de Roma, solicitando de él que enviara un
representante para recibir el juramento de fidelidad de los romanos. Había,
pues, reconocimiento de un poder. Esto explica que el missus de Carlomagno,
Angelberto, instalado en Roma, desempeñara un papel importante como si se
hubiera producido una división de funciones en la ciudad.
L. Halphen (Charlemagne et
l’empire carolingien, París, 1947) insiste en que «el papel de jefe espiritual
quizá sea aquel que Carlomagno asume de mejor grado». Esta posición es
transparente en la respuesta que envió a las primeras demandas de León III: al
rey incumbe la defensa de la cristiandad, con las armas, y el establecimiento
de un dominio «por la fe verdadera»; es misión del papa levantar, como Moisés,
los brazos en oración para atraer las bendiciones de Dios. Nuevo David —las
alusiones al rey de Israel se hacen cada vez más frecuentes— ordenó a sus
teólogos que redactaran un texto, los Libri Carolini, que contenía la
exposición completa de la fe que debe imperar en Occidente. A pesar de la
resistencia del papa, que trataba de eludir innecesarios conflictos con Oriente,
Carlomagno logró que se incluyera la expresión Filioque en el Credo de la misa
en la liturgia occidental. Las instrucciones del rey a Angelberto parecen
revelar que se estaba tratando al vicario de Cristo como un capellán del
Imperio: el missus debía exhortar a León para que viviese con toda honestidad,
guardara los cánones, rigiera la Iglesia con piedad y persiguiese «la mancha
espantosa de la simonía». Estas últimas frases permiten a los historiadores
formularse la pregunta de hasta qué punto estaba Carlomagno informado de la
tormenta que se formaba sobre el cielo de Roma.
Dos parientes de Adriano I, el
primicerio Pascual y el sacelario Cámpulo, figuraban al frente de la
aristocracia romana. Provocaron una revuelta. El 25 de abril del 799, cuando
León se dirigía a San Lorenzo in Lucina para celebrar la misa, fue asaltado por
un grupo de hombres armados que le maltrataron seriamente, declarándole
depuesto y amenazándole con sacarle los ojos y cortarle la lengua. Quedó
prisionero en San Erasmo. El duque de Spoleto, Winigis, y el abad Wirundo,
ambos francos, acudieron a Roma al recibir noticia de los disturbios; pero ya
un grupo de amigos había conseguido organizar la fuga de León, que pudo
refugiarse en el Vaticano e informar a Carlomagno que se hallaba entonces en
una de sus campañas en Sajonia. El monarca invitó al papa a trasladarse a su
corte y ambos se reunieron en Paderborn en julio del 799. Comparecieron allí
los enemigos del papa, que le acusaban de dos delitos: perjurio y adulterio. La
cuestión tomaba un giro muy serio, pues con independencia de las violencias
sufridas, se alzaba contra el papa una acusación. Alcuino advirtió seriamente a
Carlomagno: nadie puede juzgar a un papa que es vicario de Cristo en la tierra.
Ganando tiempo, el rey proporcionó a León una escolta con la que pudiese
regresar a Roma, y ordenó a los obispos Hildebando de Colonia y Arno de
Salzburgo que le acompañaran abriendo una información.
«Renovatio Impera». Los missi de
Carlomagno invitaron a Pascual y a Cámpulo a concurrir a un placitum celebrado
en Letrán. No pudieron probar sus acusaciones y fueron desterrados a Francia,
acompañados de informes que permitirían al rey juzgar su caso. Carlos no se
precipitó. Hasta el mes de agosto del año 800 en la Dieta de Maguncia no quedó decidido
su viaje a Roma; en noviembre alcanzaba Rávena y el 23 de dicho mes se
encontraba con León III en Mentana a doce millas de la capital. Allí celebraron
un gran banquete. Era imposible que Carlomagno no advirtiera que la procesión y
todo el ceremonial desplegado para su entrada en Roma correspondía a un
emperador y no a un rey.
Entre los días 1 y 23 de
diciembre, con presencia de la nobleza romana y franca, se celebró un concilio
en San Pedro. En la primera sesión dijo Carlomagno que el motivo de su convocatoria
era el juicio acerca de las acusaciones presentadas contra León. Probablemente
estaba convenido de antemano que los circunstantes dijeran que nadie puede
juzgar a un pontífice y que León se adelantara espontáneamente a ofrecer un
juramento exculpatorio. De todas formas se trataba de una muy seria derrota
para la Sede Apostólica. No tenemos razones de peso que nos permitan dudar de
la noticia que dan los Anales de Lorch cuando atribuyen a este concilio la
demanda de que se coronara emperador a Carlos, puesto que el trono en manos de
una mujer, parecía vacante. Con notable precisión cronológica el día 23 de
diciembre el capellán real Zacarías regresó de un viaje a Jerusalén; le
acompañaban dos monjes que eran portadores, en nombre del patriarca, de las
llaves del Santo Sepulcro, que entregaron a Carlos. Ahora éste podía
presentarse como protector de toda la cristiandad.
En la tercera misa del día de
Navidad (25 diciembre del 800), estando arrodillado Carlos para orar en el
momento en que se iniciaba el canto de las letanías, León III se adelantó y le
puso la corona imperial en la cabeza. Aunque el cronista Einhardo dice que el
ahora emperador hizo un gesto de sorpresa, no cabe duda de que la ceremonia
estaba preparada de algún tiempo atrás. Varias opiniones se han formulado
acerca de esa versión oficial de la «sorpresa». Halphen piensa que se trataba
de limar suspicacias bizantinas en un momento en que estaban pendientes
negociaciones. Pero lo que parece claro es que, a pesar de que León ejecutara
entonces la proskynesis de acuerdo con el ritual antiguo —nunca más se
arrodillaría un papa delante de un emperador—, la iniciativa por él tomada
tenía que llenar de preocupaciones a la corte, pues se daba la impresión de que
el pontífice «hacía» emperadores. Así se explicó luego: la autoridad apostólica
ejecutaba una translatío Imperii de los romanos a los francos. Al mismo tiempo
se producía una restaurado del Imperio desaparecido en el siglo v. Carlos
recibía ahora, de Dios y no del Senado y el pueblo, el mandato de «regir a los
pueblos con imperio», siendo su juez, favoreciendo la expansión del
cristianismo en los pueblos aún idólatras, haciendo reinar la concordia entre
los cristianos. Los que acusaran al papa falsamente fueron de inmediato
juzgados y condenados a muerte; León intercedió para que esta sentencia se
cambiara por la de destierro.
Ahora existían en la cristiandad
dos emperadores como antes del 476. En su viaje a Aquisgrán, el 804, León III
introdujo una versión apoyada en la Constitutio Constantini, que es la que
gráficamente puede verse aún hoy en el mosaico de San Juan de Letrán. En virtud
de la soberanía sobre Occidente transferida a Silvestre I por Constantino, la
coronación del 800 puede considerarse como la entrega, por delegación, de esa misma
soberanía a Carlos. Este argumento basta para hacernos comprender las quejas de
Carlomagno y que éste, según sus cronistas, llegaba a decir que, de haber
sabido lo que iba a suceder, jamás hubiera puesto los pies en San Pedro. Aquí
estaba la desigualdad. La Iglesia es universal y el primado de la Sede
Apostólica, aunque se refiera al orden espiritual, también es, por naturaleza,
universal. El Irnperio, brazo armado de esa misma Iglesia, carece de tal
universalidad. Rechazando los excesos que se atribuyeran los Libri carolini,
León hizo que la condena del adopcionismo, expresada en términos correctos,
fuese adoptada en el sínodo romano del 798. Y el 809, confirmando la doctrina
implícita en el Filioque, dispuso el papa de nuevo que se omitiera en el texto
de la misa.
No se puede dudar de la
trascendencia de los actos del 800. Nacía Europa, un nombre que rebrota en
varios textos de distintos lugares aunque pronto sería cambiado por el de
cristiandad. Nacía, sobre todo, la soberanía espiritual del papa con carácter
universal. León mantuvo sus relaciones con Bizancio y ni siquiera quiso
respaldar a Teodoro de Studion cuando este famoso monje fue perseguido.
Intensificó sus relaciones con Inglaterra, actuando como juez arbitro en las
disensiones entre York y Canterbury. Y, después de la muerte de Carlomagno (28
enero 814), volvió a ejercer la autoridad judicial en Roma.
Esteban IV (23 junio 816 - 24
enero 817)
Romano y de familia
aristocrática, conciliador y muy popular, la elección de Esteban obedece,
probablemente, a la necesidad de buscar una paz interna en Roma, pues se había
alterado mucho durante el pontificado de León III. La maduración de las
estructuras de gobierno para lo que era ya un extenso principado soberano, se
reflejaba en la existencia de tres sectores o partidos: el imperial, alimentado
desde la corte carlovingia; el senatorial, formado por los grandes oficiales
laicos y jefes de la milicia; y el que se conocía como familia sancti Petri,
constituido por los directos colaboradores del papa, a veces sus parientes. Con
mucha frecuencia, en adelante, el poder del papa será quebrantado, pero nunca
se negaría ya el derecho de ejercer soberanía.
Esteban hizo que el pueblo jurara
fidelidad al emperador, comunicó a éste su nombramiento y le anunció el propósito
de viajar a su encuentro. Estaba en la corte de Luis el Piadoso (814-840) en
octubre del 816: había llevado consigo la «corona de Constantino», que utilizó
en la ceremonia de la coronación de ambos, Luis y su esposa Irmengarda. Aunque
había sido asociado ya al Imperio por su padre, el acto de Reims quedó
revestido de gran importancia: desde el punto de vista del rey, se reforzaba su
poder espiritual; del lado del papa, se dejaba patente el principio de que
nadie es emperador hasta ser ordenado, investido y casi consagrado por el
sucesor de san Pedro. Siguieron a este acto negociaciones de las que únicamente
conocemos su resultado, es decir el Privilegium Ludovici del 24 de enero del
817. Esteban solicitó que se perdonase a los exiliados que vivían en Francia
desde el pontificado anterior. No pudo, sin embargo, conocer el contenido del
Privilegium, pues falleció el mismo día en que el emperador ponía en él su
firma.
Pascual I, san (24 enero 817-11
febrero 824)
«Ordinario Imperii». Presbítero y
abad del monasterio de San Esteban, cercano a San Pedro, Pascual había nacido
en Roma. Fue elegido el mismo día de la muerte de su antecesor y consagrado sin
pérdida de tiempo; tales prisas demuestran que se trataba de evitar toda clase
de interferencias. Comunicó a Luis su elección, asegurando que nada había hecho
para conseguirla. El emperador le remitió un ejemplar del Privilegium que
significaba concesiones en favor de la Sede Apostólica. Confirmaba el
Patrimonium Petri, garantizaba la no intervención en las elecciones pontificias
y, asimismo, que la autoridad imperial no intervendría en el gobierno y
administración de los dominios de la Iglesia, salvo a petición de ésta. El
único compromiso era el de comunicar al emperador el resultado de la elección.
Hasta el 823 el acuerdo se mantuvo sin dificultad: aparecen mencionados con
frecuencia nuncios de ambas partes.
El mismo año 817, como
consecuencia de un accidente, Luis el Piadoso pudo ser convencido por sus
consejeros de la necesidad de regular el orden sucesorio, puesto que el esquema
de la costumbre germánica reconocía derechos hereditarios a todos los hijos. La
Ordinatio Impertí que entonces se promulgó, afirmaba que la Iglesia e Imperio
estaban dotados por voluntad de Dios de esencial unidad y no podían ser divididos.
De este modo sólo el mayor de los hijos, Lotario (817-855), sería emperador:
sus hermanos Pipino (817-839) y Luis (817-876) (aún no había nacido Carlos el
Calvo) poseerían reinos supeditados a la superior autoridad del Imperio. En
compañía de Wala, Lotario bajó a Italia a principios del 823 y Pascual I le
invitó a trasladarse a Roma para proceder a su coronación. Estaba ya firme el
principio de que únicamente en Roma y de manos del papa se recibe la corona que
hace a un rey emperador. En esta ocasión Pascual regaló a Lotario una espada,
símbolo de la fuerza que se necesita para erradicar el mal.
Poder en Roma. Una vez en Roma y
coronado emperador, Lotario decidió enmendar la generosidad de su padre,
recuperando poderes, especialmente judiciales, en las provincias del
Patrimonium, que consideraba parte de su Imperio. Comenzó por atraerse a la
nobleza senatorial romana, convertida ahora en partido franco, cuyos jefes eran
el protonotario Teodoro y el nomenclátor León. Como una prueba de su poder, emitió
una sentencia que liberaba a la abadía de Farfa de su dependencia respecto a la
sede romana. Apenas hubo Lotario abandonado Roma, los consejeros del papa
provocaron una violenta reacción: León y Teodoro, presos, perdieron los ojos y
fueron degollados. En la corte de Lotario se trató de hacer de Pascual el
responsable de tales muertes. El papa prestó juramento exculpatorio: nada había
tenido que ver con las ejecuciones, pero añadió que no debían considerarse
injustas, pues se habían provocado motines.
Con la llegada de León V
(813-820) al trono de Bizancio, rebrotaba la iconoclastia. Teodoro de Studion
solicitó la intervención del papa. Era ya muy poco lo que Pascual podía hacer
en este asunto: con la creación del Imperio de Occidente se había alzado una barrera
de separación entre Oriente y Occidente. Abrió desde luego las puertas de Roma
a los monjes griegos que huían de la persecución, contribuyendo indirectamente
a un florecimiento del arte. Las grandes obras que el propio Pascual estimuló
en Roma (Santa Práxedes, Santa María in Domenica, Santa Cecilia en el
Trastévere) revelan que la capital de la Iglesia estaba bien dotada de talleres
y artistas, con tendencia a un academicismo arcaizante, pero de una calidad que
contrasta con la pobreza imperante en el resto de Europa.
Eugenio II (junio 824 - agosto
827)
Firmeza del papa. La nobleza
romana se unió al partido imperial en un esfuerzo para evitar que el clero
hiciese triunfar su candidato. Los últimos meses del pontificado de Pascual
habían sido muy duros. Wala, consejero de Luis y luego de Lotario, que estaba
en Roma a la sazón, consiguió negociar una especie de arreglo mediante el cual
se logró el reconocimiento de Esteban, arcipreste de Santa Sabina. El electo no
se limitó a comunicar a Luis el Piadoso su elevación, como estaba acordado: le
juró fidelidad, reconociendo de este modo la soberanía del emperador. Su
nombramiento fue, en general, bien acogido porque se esperaba de este modo
conseguir más paz interna. Así fue, pero a costa de que el papa fuese solamente
instrumento de la política imperial.
La «Constitutio romana».
Finalizaba el verano del 824 cuando Lotario apareció nuevamente en Roma
proclamando su intención de restaurar el orden en la ciudad y establecer nuevas
leyes que impidiesen las divisiones y tumultos. Eugenio II se plegó a estos
proyectos y la consecuencia fue la llamada Constitutio romana del 11 de
noviembre del mencionado año, que establecía un fuerte control del Imperio
sobre el Patrimonium Petri. Los capítulos más salientes determinaban:
Todas las personas declaradas
bajo protección imperial o pontificia gozarían en adelante de inmunidad.
Se establecía el principio
jurídico de los germanos de la personalidad de las leyes, de modo que cada uno
sería juzgado por la ley romana, franca o lombarda, según su nación.
La administración de Roma y de
los demás dominios pontificios se encomendaba a dos missi, uno imperial, el
otro papal, los cuales elevarían cada año un informe al emperador.
Suprimiendo el canon establecido
en el sínodo del 769, se decretaba que en las elecciones pontificias tomaría
parte el pueblo junto con el clero.
Por último, que antes de que
pudiera ser consagrado, el papa tendría que prestar juramento de fidelidad al
emperador.
En definitiva, la Constitutio
venía a demostrar que al emperador, y no al papa, correspondía la autoridad
soberana. La crisis a que el Imperio estaba siendo abocado, precisamente por
derechos sucesorios, evitaría que se obtuviesen de ella los resultados que
Lotario esperaba. Eugenio comenzó mostrando bastante independencia en dos
asuntos: la reforma, que parecía tan necesaria, y la iconoclastia. En noviembre
del 826 un sínodo reunido en Letrán, que aceptó desde luego la nueva forma
propuesta para las elecciones y también la legislación franca referida a las
Iglesias propias, promulgó numerosos cánones acerca de la simonía, deberes de
los obispos, monaquismo, educación clerical, indisolubilidad del matrimonio,
etc., que se hicieron extensivos a todas las Iglesias de Occidente sin consulta
previa al emperador.
En el mes de noviembre del 824
había pasado por Roma una embajada del emperador Miguel II (813-829) y del
patriarca Teodoro, que intentaba negociar una fórmula que permitiese suavizar
las aristas que despertara la iconoclastia. Eugenio advirtió que la doctrina
formulada en el segundo Concilio de Nicea (787) era la única aceptable. Y no
cedió ni ante una embajada de Luis el Piadoso ni ante los requerimientos de una
comisión de teólogos, reunida en París el 825, contando con permiso del papa,
que había llegado a conclusiones excesivamente críticas respecto al culto de
las imágenes. Eugenio, que mantenía contacto estrecho con Teodoro de Studion y
con los monjes iconódulos refugiados en Roma, proyectaba el envío conjunto de
una embajada imperial y pontificia a Constantinopla, cuando falleció.
Valentín (agosto - septiembre
827)
Hijo de Leoncio de Vialata,
miembro de la nobleza senatorial romana, había hecho carrera bajo Pascual I,
siendo archidiácono. En su elección unánime tomaron parte los laicos, de acuerdo
con la Constitución del 824. Según el Líber Pontificalis no reinó más que
cuarenta días. No hay ninguna noticia acerca de su gobierno.
Gregorio IV (29 marzo 828 - 25
enero 844)
Elección. Cardenal presbítero del
título de San Marcos y miembro de la aristocracia romana, fue elegido por
presiones de esta misma nobleza y de acuerdo con la Constitutio del 824, a finales del año 827,
aunque no sería consagrado hasta el 29 de marzo siguiente, después de obtener
el reconocimiento del representante imperial y hacerse el intercambio de
juramentos. La jurisdicción imperial se hizo efectiva: a principios del 829
sería rechazada la apelación presentada por la sede romana contra el privilegio
de Lotario a la abadía de Farfa, eximiéndola del tributo que pagaba a Roma.
Se rompe el Imperio. El 832 los
tres hijos mayores de Luis el Piadoso, Lotario, Pipino y Luis, protestando de
que se hubiese alterado la Ordinatio Imperii del 817 a fin de dar parte en la
herencia a Carlos el Calvo (832-887), nacido de un segundo matrimonio del
emperador, se sublevaron contra su padre. Lotario ordenó a Gregorio IV que le
acompañara en su viaje a Francia; el papa aceptó porque se trataba de una
coyuntura que podía dejar establecida nuevamente su autoridad, pero un gran
número de obispos, agrupados en torno al viejo emperador, le reprocharon que
apareciese como incorporado a un bando rebelde y llegaron a amenazarle con
romper la comunión con Roma. La respuesta del papa fue fría y contundente: a
él, en virtud de la supremacía otorgada por Dios sobre la cristiandad,
correspondía la custodia de la paz y, por ende, la mediación entre las partes
en discordia. Cuando en el verano del 833 los dos ejércitos se enfrentaron en
Rotfeld, cerca de Colmar, Gregorio intervino mediando entre un campo y otro. Descubrió
entonces que había sido utilizado malévolamente por Lotario para encubrir una
maniobra que tendía a impulsar a los nobles a que cambiasen de bando a fin de
obligar a Luis el Piadoso a una completa capitulación. Los eclesiásticos
llamaron a Rotfeld, Lügenfeld, esto es «campo de la mentira». Profundamente
amargado, Gregorio regresó a Roma, mientras en su ausencia una asamblea de
Compiegne (octubre del 833) decidía la deposición del emperador y el ingreso de
Carlos en un monasterio.
Apenas unos meses más tarde, en
marzo del 834, nobles y obispos conseguirían la restauración de Luis el
Piadoso: inmediatamente estableció contacto con Gregorio anunciándole su
intención de peregrinar a Roma. Lotario consiguió impedir el viaje de una
embajada pontificia, pero no evitó que una carta de Gregorio llegara a manos de
Luis, restableciendo con ello la dignidad del papa. La muerte del emperador, el
840, desencadenó una guerra civil en la que ya no fue posible al papa
interponer su mediación. Aunque el título imperial siguiera siendo único, el
Imperio se dividió, iniciándose con ello una época de profunda crisis en la que
la Iglesia y el pontificado serían víctimas. De inmediato se acusaron las
consecuencias desfavorables sobre dos empeños del pontífice: el 831 había recibido
en Roma a san Anscario, obispo de Hamburgo, a quien entregó el pallium y que
venía a exponer los grandes planes de evangelización de escandinavos y eslavos;
Amalario de Metz trabajaba en Roma para unificar textos litúrgicos que debían
ser reconocidos como obligatorios. La expansión religiosa y la edificación de
la unidad se vieron gravemente comprometidas.
Peligro sarraceno. Una gran
ofensiva musulmana se desencadenaba en el centro del Mediterráneo, precisamente
en el momento en que los cristianos lograban en España una resonante victoria
en Simancas (939) que les aseguraba el dominio de la meseta. El año 827 los
sarracenos desembarcaron en Mazzara (Sicilia) y en los siguientes se apoderaron
de Agrigcnto, Enna, Palermo y Mesilla (cS43). La resistencia de las milicias
bizantinas fue muy fuerte, pero sin éxito. Nápoles y Amalfi se segregaron,
convirtiéndose en repúblicas independientes. Nápoles, amenazada por el duque de
Benevento, pidió auxilio a los árabes, repitiendo el tremendo error de los
vítizanos en España. Los musulmanes desembarcaron en la península, tomaron
Brindisi (838), Tárento (839) y Bari (811), desentendiéndose pronto de sus
aliados. Venecia pudo impedir la entrada do los invasores por el Adriático,
pero no que se hiciesen dueños del mar de Sicilia y del Tirreno. Unidades
sarracenas alcanzaban con su razzias Spoleto, quemando y saqueando casas y
campos a su paso. Roma se encontraba, pues, al alcance de los musulmanes.
Gregorio ordenó construir en Ostia un bastión para evilar los desembarcos: fue
llamado Gregorópolis.
Sergio II (enero 844 - 27 enero
847)
La división del Imperio privaba a
Europa de una fuerza capaz de protegerla: vikingos en el norte, sarracenos en
el Mediterráneo y pronto magyares en el osle, colocaban a la cristiandad en una
posición sumamente difícil. Ahora Roma oslaba en el mismo frente de batalla.
Reinaba el pánico. Al producirse la muerte de Gregorio la población alborotada
aclamó a un diácono llamado Juan, se apoderó de Lelrán, e intentó entronizarle
allí. La nobleza, reunida en San Martín, eligió a uno de los suyos, Sergio,
arcipreste de Roma en el pontificado anterior. La rebelión fue aplastada aunque
el propio Sergio intervino para evitar la muerle de Juan. Anciano y enfermo de
gota, el nuevo papa fue consagrado sin esperar la confirmación imperial. Tanto
las normas de costumbre como la Constitutio del 824 habían sido quebrantadas.
Por encargo de Lotario, su hijo
Luis II (844-875), que gobernaba desde Pavía el antiguo reino lombardo, marchó
a Roma llevando un considerable ejército; junto a él se hallaba uno de los
principales consejeros del emperador, Drogo, obispo de Metz; sus tropas, que
trataban a las comarcas que atravesaban como país conquistado, causaron grandes
daños. Sergio supo calmar los ánimos porque no quedaba otra esperanza que la
ayuda de los carlovingios. Un sínodo de veinte obispos italianos se encargó de
examinar la elección; aunque fue confirmado, Sergio tuvo que prestar, con los
ciudadanos de Roma, el juramento de fidelidad al emperador, prometiendo que en
adelante no se procedería a la elección de papa sin orden previa de aquél y sin
que estuviesen presentes sus missi. Drogo fue nombrado vicario con jurisdicción
sobre todos los obispos al otro lado de los Alpes. Sin embargo, Sergio no cedió
en las cuestiones fundamentales, como la rehabilitación de los obispos Ebbo de
Reims y Bartolomé de Narbona, que habían tenido parte en la deposición de Luis
el Piadoso, pues sólo al papa corresponde «hacer» y, por tanto, «deshacer»
emperadores.
Viejo y enfermo, Sergio era
consciente de los peligros que amenazaban a Roma. Provocó el descontento de la
población por sus esfuerzos para allegar dinero; en este punto su hermano
Benedicto, a quien consagró obispo, se hizo responsable de numerosos pecados de
simonía, con terrible daño para la moral. Fue inevitable que, en la conciencia
de muchos, el ataque de los sarracenos en agosto del 846 fuese un castigo
divino por la inmoralidad desatada. Ese año había fracasado un intento musulmán
sobre la bahía de Nápoles, pero la flota, que conducía a 10.000 hombres según
cronistas contemporáneos, desembarcó entre Porto y Ostia. La guarnición de
Gregorópolis huyó y la milicia romana se refugió tras las murallas que databan
de tiempos de Aureliano. Las basílicas de San Pedro y San Pablo fueron
saqueadas. Ante el anuncio de que las fuerzas de Cesáreo de Nápoles y del rey
Luis II convergían sobre Roma, los invasores se retiraron. Su flota fue,
además, destruida por una tormenta. La muerte súbita de Sergio II se produjo a
las pocas semanas de esta catástrofe.
León IV, san (10 abril 847 - 17
julio 855)
Un papa restaurador. El mismo día
de la muerte de Sergio II, en medio de las ruinas y desolación causadas por el
golpe musulmán, fue elegido este benedictino de estirpe lombarda, aunque nacido
en Roma, hijo de Rodoaldo, a quien Sergio II nombrara cardenal del título de
los Cuatro Santos Coronados. Como tardara en llegar la confirmación imperial,
se hizo consagrar el 10 de abril, alegando que el tiempo no permitía
dilaciones. Era el hombre enérgico que se necesitaba en aquella ocasión.
Garantizó que, pese a esta circunstancia, se mantenía la legalidad de la
Constitutio. Luis II estaba llevando a cabo entonces la reconquista de
Benevento, aplacando las discordias entre pretendientes y creando dos pequeños
principados, Salerno y Benevento, destinados a servir de barbacana en la
defensa contra los sarracenos.
El nombre de León se nos conserva
hoy en la «ciudad leonina». Fue, en principio, un recinto fortificado que, por
encargo de Lotario y con apoyo económico de éste, se estableció en torno a San
Pedro para defensa de esta basílica. El año 849 los musulmanes reaparecieron y
contra ellos se unieron las flotas de Nápoles, Amalfi y Gaeta: de este modo
logró el papa obtener una victoria decisiva en Ostia. A continuación fortificó
Porto con refugiados corsos y reconstruyó Centumcellae (la actual
Civitavecchia) en un lugar dotado de mejores condiciones de defensa. Pudo
disponer de años de verdadera tregua.
Lotario estaba lejos. Pidió a
León que coronara emperador a su hijo Luis II, y el papa accedió. A partir de
entonces las relaciones con el Imperio se hicieron exclusivamente a través de
este príncipe. Tales relaciones no fueron siempre pacíficas: la lejanía del
emperador y las difíciles circunstancias de un Imperio atomizado y amenazado
permitían al papa librarse de una tutela que resultaba ya molesta. Tres agentes
imperiales que habían asesinado a un legado papal fueron ejecutados en Roma.
Luis II sospechaba, con razón, que en la curia se conspiraba contra su
autoridad. En relación con Constantinopla también mostró León la firme
autoridad: reprochó al patriarca Ignacio que hubiera depuesto al obispo de
Siracusa sin consultarle y dispuso que ambas partes, el despojado y el
designado, comparecieran en Roma para que se produjera el juicio arbitral.
Sus trabajos de restauración
aprovecharon muchos otros edificios de Roma. La basílica de San Clemente
conserva su retrato. Los años 850 y 853 se celebraron sínodos que pretendían
reemprender la obra de reforma que Eugenio II ya comenzara. Fueron importantes
las relaciones con los obispos de Inglaterra, a los cuales se remitió el año
849 una instrucción que era una exhaustiva respuesta a las preguntas que
aquéllos formularan. Ethelwulfo de Wessex (839-858) envió a Roma a uno de sus
hijos, Alfredo, que quería ser monje, y León IV le distinguió con el
nombramiento de cónsul honorario. Se trata del futuro Alfredo el Grande, y una
curiosa leyenda afirma que el papa predijo que sería rey.
Las Falsas Decretales.
Importante, por las inesperadas consecuencias que se derivaron, fue el
enfrentamiento con Hincmaro, obispo de Reims, a quien los obispos de Francia
acusaban de exceso en su calidad de metropolitano. Lolario insistió en que se
le nombrara vicario y se enviara el pallium, pero León se negó, remitiéndolo en
cambio al obispo de Autun. Hincmaro, en un sínodo celebrado en Soissons, había
declarado nulos todos los actos de su antecesor, Ebbo, y el papa revocó el
sínodo con todas sus consecuencias. En relación con esta querella aparecen las
Falsas Decretales o colección de cánones atribuidas a san Isidoro. Ya Paul
Fournier (Étude sur les Fausses Decretales, Lovaina, 1907) había apuntado que
esta curiosa colección fue redactada entre los años 846 y 852, en Le Mans, o
entre los clérigos que se oponían a Hincmaro. Pero apuntaba m;ís lejos y de ahí
sus extraordinarias consecuencias. Por vez primera se denunciaban los peligros
de la feudalización.
En el sínodo de Epernay (junio
del 846) se suscitó la grave cuestión de que los señores feudales estaban
sometiendo a la Iglesia, dentro de sus dominios, a la ley del vasallaje, que se
estaba generalizando. Al advertir los clérigos la falta de una legitimación
adecuada decidieron fabricar una mezclando invención y realidad: Gastón Le Bras
precisa los años 847 y 852 como lapso de reacción, ya que en la segunda de
dichas fechas el Pseudo Isidoro empieza a ser mencionado. Para Horts Führmann
(Einflusse und Verbreitung der pseudoisidorischen Fálschungen von ihrem
Auftauchen bis in die neuere Zeit, Stuttgart, 1972), el objetivo perseguido
era: a) proteger a los clérigos y su patrimonio de los poderes feudales en
crecimiento; b) hacer de la sede episcopal la célula esencial de la
organización eclesiástica, poniéndola a cubierto de los abusos de los metropolitanos;
y c) afirmar el primado del papa, ya que en él se apoyaba el poder de los
obispos.
Benedicto III (29 septiembre 855
- 17 abril 858)
La papisa Juana. Una curiosa
leyenda sitúa entre León IV y Benedicto III el fantástico episodio de la papisa
Juana. Vivía en Roma un diácono muy apreciado por su cara de ángel y su
profundo saber. Nacido en Ingelheim, cerca de Maguncia, aunque de padres
anglosajones, había estudiado en Atenas antes de llegar a la capital de la
cristiandad; tal era el origen de su conocimiento del griego y de los saberes
orientales. Elegido papa con el nombre de Juan, trabajó infatigablemente,
permaneciendo hasta altas horas de la noche con su principal colaborador,
Sergio. Pero en una ocasión en que presidía una procesión le acometieron los
dolores del parto y se descubrió que se trataba de una mujer. La justicia la
condenó a morir arrastrada por un caballo. La más antigua noticia de esta
curiosa superchería aparece en la Chronica universalis Mettensis, escrita hacia
el año 1250 y atribuida al dominico Juan de Mailly. La repite hacia 1265 la
Chronica de Erfurt, aunque sitúa el episodio tras la muerte de Sergio III, el
año 914. Martin de Troppau añadiría que, durante mucho tiempo, los papas, en
sus procesiones, evitarían pasar por el lugar donde había tenido lugar el parto
y la muerte. La leyenda alcanzó tanta amplitud que en el siglo xv se hizo
figurar un busto de la papisa en la colección de la catedral de Siena.
Pontificado conflictivo. No
existe posibilidad cronológica de insertar la leyenda entre León y Benedicto
III porque ambos se sucedieron sin solución de continuidad. A los pocos días de
la muerte de aquél fue elegido Benedicto, que era cardenal-presbítero de San
Calixto. No fue una elección indiscutida, pues el clero mostraba su preferencia
por el cardenal del título de San Marcos, Adriano, que se negó a aceptar. El
partido imperial tenía su propio candidato en el bibliotecario Anastasio que,
tras su cese y excomunión decretados por León IV, había buscado refugio en la
corte de Luis II. Los imperiales, aprovechando que aún no se había dado el
plácet previo a la consagración, se apoderaron de Letrán y encerraron en
prisión a Benedicto. Roma vivió un auténtico clima de guerra civil hasta que
Anastasio y sus favorecedores se convencieron de que no iba a triunfar; con los
musulmanes instalados en Bari no convenía al emperador tal ruptura. Se llegó a
un acuerdo: Anastasio pudo retirarse como abad de un monasterio aceptando la
consagración de Benedicto, que tuvo lugar el 29 de septiembre del mismo año.
La muerte de Lotario y la
necesidad de establecer una regulación sucesoria entre sus hijos Lotario II, de
quien procede el término Lotaringia (Lorena), Luis II de Italia y Carlos de
Provenza (855-863), permitieron al papa afirmarse. Guiado por los consejos de
quien sería su sucesor, Nicolás, mostró energía frente a los desarreglos de los
carlovingios: amenazó a Huberto, hermano de la emperatriz Teutberga de Lorena,
con la excomunión, si no detenía sus pretensiones de señor feudal sobre los
monasterios; exigió que Ingeltruda, esposa del conde Bos, que había buscado con
su amante refugio en aquella misma corte, fuera devuelta a su marido. La
Iglesia tropezaba con el menosprecio de las normas matrimoniales. A instancias
de Hincmaro de Reims accedió a confirmar las actas del Concilio de Soissons,
pero haciendo la salvedad de que únicamente en el caso de que los informes por
él recibidos fuesen correctos. Ante Bizancio no dejó de invocar la primacía
romana, y cuando el patriarca Ignacio comunicó la deposición de Gregorio de
Siracusa y de otros obispos, advirtió que los depuestos podían acudir a Roma
para que fuese rectamente juzgada la causa.
Nicolás I, san (24 abril 858 - 13
noviembre 867)
Un gran papa. Nacido en Roma
hacia el año 820, Nicolás era hijo de un alto oficial de nombre Teodoro, y
durante los tres últimos pontificados había ocupado una posición sumamente
influyente. Fue elegido después de que el cardenal Adriano rechazara por
segunda vez el nombramiento, y con la aprobación de Luis II que se había
apresurado a acudir a Roma al conocer la muerte de Benedicto. Hombre de
formidable energía, una de sus primeras y sorprendentes decisiones consistió en
llamar a la corte a Anastasio que, durante muy corto tiempo, jugara el papel de
antipapa. Es cierto que, como destaca E. Perels (Papst Nikolaus I und
Anasthasius Bibliotekarius, Berlín, 1920), se trataba de un hombre de
cualidades extraordinarias, conocedor del griego, precisamente por su estrecha
relación con la colonia helénica existente en Roma en aquellos tiempos.
Consejero de Nicolás, especialmente para cuestiones bizantinas, el apellido con
que se le conoce responde al oficio que se le confió mucho más larde por
Adriano II.
Nicolás completaba su energía con
una gran altura moral: defensor de la dignidad humana, negaba que pudiera
aplicarse la tortura, ni siquiera a ladrones o bandidos manifiestos; coincidía
con las Falsas Decretales en la concepción de una estructura jerárquica para la
Iglesia; y, en su correspondencia con los reyes, trataba de hacerles distinguir
entre la legitimidad de origen que corresponde al nacimiento y la de ejercicio
que se identifica con la justicia. Sentía verdadera obsesión por esa justicia,
enfrentándose con cuantos se oponían a ella o a los principios de la moral, sin
preocuparse por las consecuencias.
Nicolás I es uno de los grandes
papas en la historia de la Iglesia. Vicario de Cristo, representante de Dios en
la tierra, tenía el convencimiento de que le asistía autoridad completa sobre
toda la Iglesia, siendo los patriarcas y metropolitanos engranajes para la
comunicación con los obispos, y los sínodos instrumentos para la corrección de
cualquier deficiencia o desviación en materia de fe o de costumbres. Negaba a
los poderes laicos derechos a intervenir en cuestiones religiosas; pero él se
sentía llamado a ejercer la vigilancia sobre la moralidad del emperador, los
reyes y sus mandatarios. El 861 excomulgó al arzobispo de Rávena, Juan, porque
oprimía a los sufragáneos y se adueñaba del patrimonio que pertenecía al
pontífice. El prelado huyó a Pavía buscando la protección de Luis II, y éste le
aconsejó que se sometiera. Juzgado en Roma por un sínodo, alcanzó la absolución
después de jurar que iría a Roma cada dos años y no ordenaría a ningún obispo
sufragáneo sin la autorización pontificia.
Conflicto con los carlovingios.
Hincmaro, mencionado con anterioridad, era un sabio y eminente obispo de Reims
que, en su calidad de metropolitano, aspiraba a ejercer un dominio completo
sobre las demás sedes de Francia. La deposición de su antecesor, Ebbo, había
sido debida a motivos estrictamente políticos, relacionados con las luchas
entre los hijos de Luis el Piadoso (sínodo de Thionville, 835); restaurado el
840 por influencia del emperador Lotario y vuelto a deponer el 843, había
tomado una serie de decisiones en el tiempo en que ocupó la sede; entre ellas,
ordenaciones presbiterales. Fueron todos estos actos los que el mencionado
sínodo de Soissons (853) declaró nulos. Para Hincmaro este sínodo, cuyas actas
confirmara Benedicto III sub conditione, era la piedra de toque de su
legitimidad. Ahora uno de aquellos presbíteros ordenados por Ebbo, Wulfado,
consejero de Carlos el Calvo, a quien éste quería promover obispo de Bourges,
apeló al papa. Nicolás I explicó a Hincmaro cuál era la alternativa: o
restituía por su propia autoridad a los presbíteros ordenados por Ebbo, o
consentía que éstos apelaran al papa (primavera del 860). Un sínodo, de nuevo
en Soissons (agosto del 860), rechazó la idea de un nuevo proceso y recomendó
que el papa concediera por sí mismo la gracia. Ambas partes buscaban apoyo
argumental en las Falsas Decretales.
Sin esperar a una decisión
definitiva, Wulfado fue obispo. A esta cuestión se mezcló, sobre la marcha,
otra. Hincmaro excomulgó al obispo Rotado de Soissons, por desobediencia,
encerrándole en un monasterio (861-862). En ambos casos Nicolás hizo valer la
autoridad suprema que como a primado le correspondía: ordenó llevar las causas
a Roma. El 24 de diciembre del 864 fueron devueltas a Rotado las insignias
episcopales; dos años después se declaraba legítimos a todos los sacerdotes
ordenados por Ebbo. En el sínodo de Troyes (25 de octubre del 867) los obispos
aplaudieron esta decisión, dando por liquidado el episodio —era una victoria
que obtenían sobre sus metropolitanos— y solicitaron del papa que, a falta de
la legislación pertinente, él fijara mediante decretos los poderes y facultades
que correspondían a los arzobispos. Por primera vez, durante esta contienda se
hizo desde Roma referencia expresa a las Falsas Decretales: se ha supuesto que
fueron llevadas a Roma por Rotado, desde Soissons, en apoyo de su causa.
Uno de los cometidos que desde la
Sede Apostólica se reclamaba era la vigilancia del orden moral, que abarcaba
también a los reyes en cuanto miembros de la Iglesia. Lotario II había
contraído matrimonio con Teutberga por razones políticas relacionadas con la
Alta Saboya; de ella no tuvo descendencia, pero de su amante Waldrada habían
nacido dos hijos, Hugo y Gisela. Deshacer el primer matrimonio para legitimar a
estos hijos era importante para la pervivencia del conjunto de dominios que
iban de los Alpes al mar del Norte y que estaban siendo llamados con el nombre
de Lotaringia. Teutberga fue acusada de haber cometido incesto con su hermano
Huberto antes de la boda. Ella acudió a un juicio de Dios en que, sin que
ningún Lohengrin tuviera que aparecer, probó su inocencia (858). Pero más
tarde, y sometida a malos tratos, confesó su culpa: los arzobispos Gunther de
Colonia y Tietgaudo de Tréveris admitieron esta confesión (860), y el año 862
un sínodo admitió el segundo matrimonio del rey. Teutberga consiguió huir
refugiándose en la corte de Carlos el Calvo —personalmente interesado en que no
hubiera descendencia legítima de su sobrino^— y apeló a Roma. Un largo escrito
de Hincmaro de Reims acompañaba esta apelación: la reina era inocente y, de
todas formas, su culpabilidad no permitía un segundo matrimonio.
El año 862 Nicolás I despachó dos
legados, los obispos Rodoaldo de Porto y Juan de Cervia, con el encargo de
presidir un sínodo en Metz: en él debían debatirse dos asuntos: el del
matrimonio de Teutberga y el de Godescalco, un teólogo condenado por defender
la predestinación, cuya causa había sido elevada a Roma. La muerte de Carlos de
Provenza retrasó la prevista reunión del concilio: sus hermanos se repartieron
la herencia, asunto nada fácil. Así que las sesiones no pudieron comenzar hasta
el mes de junio del 863. La sentencia contra Godescalco, por herejía, fue
confirmada; el acusado murió poco tiempo después. Pero en cuanto al otro caso,
los legados aceptaron la opinión del sínodo respecto a la nulidad del
matrimonio de Teutberga y la autorización a Lotario II para contraer nuevas
nupcias. Gunther de Colonia y Tietgaudo de Tréveris fueron los encargados de
llevar a Roma las actas sinodales. Con plena serenidad, Nicolás reunió en
Letrán una asamblea de clérigos y obispos, haciendo comparecer ante ella a los
dos embajadores del sínodo: entonces las actas del sínodo quedaron anuladas y
los dos obispos depuestos. Gunther y Tietgaudo acudieron a Luis II en busca de
amparo, pero él se limitó a recomendarles que se sometiesen al papa.
También Lorario II se sometió:
recibió a Teutberga como su esposa y puso a Waldrada en poder de los legados
pontificios. Durante el viaje, sin embargo,, la dama huyó, volviendo a reunirse
con su amante. Fue una gran oportunidad que aprovecharon Carlos el Calvo y Luis
el Germánico: reunidos en Metz (mayo del 867) acordaron que, ante la
perspectiva de la falta de sucesión, se repartirían los dominios de Lotario II
cuando se produjera su muerte, sin tener en cuenta a Luis II. Ante esta
perspectiva, Lotario anunció su propósito de peregrinar a Roma, donde la
influencia de su hermano era muy grande, con la esperanza de alcanzar alguna
especie de reconciliación en el papa. La muerte de Nicolás I frustró este
propósito, pero es indudable que el papa, en la cuestión del matrimonio, no
hacía concesiones: el sacramento es intangible.
Toda la política en relación con
Bizancio se encuentra dentro de las mismas coordenadas: la Sede Apostólica es
primera y suprema autoridad, aunque estaba dispuesta a reconocer a
Constantinopla el segundo puesto. Las relaciones con el patriarca Ignacio
(797-877), hijo de Miguel I Rangabé (811-813) y consejero de la emperatriz
regente Teodosia, eran buenas. Dos facciones se le oponían: una clerical,
dirigida por Gregorio Asbesta, un metropolitano de Siracusa, refugiado en
Bizancio tras la invasión de Sicilia por los musulmanes, y la otra palatina,
dirigida por Bardas, tío del emperador, a quien Ignacio negaba la comunión
porque vivía en relación incestuosa con su nuera, Eudoxia. Cuando Miguel III
(842-867) alcanzó la mayoría de edad, ambos partidos se pusieron de acuerdo
para enviar a Teodosia a un monasterio y deponer a Ignacio, que fue acusado de
alta traición. Para sustituirle escogieron a un laico, Focio (820? - 895),
maestro brillante, famoso y de buena familia, a quien Asbesta inmediatamente
confirió las órdenes. Focio envió a Nicolás I sus cartas sinodales, redactadas
en forma muy correcta, en las cuales se daba a entender que Ignacio había
renunciado a su cargo para poder recluirse en un monasterio. El papa respondió
por medio de dos legados con instrucciones para enterarse de lo sucedido. Ellos
se dejaron ganar por los honores tributados —resultaba especialmente
significativa la aclamación al primado de Roma— y presidieron el sínodo (abril
del 861) en que se confirmó a Focio. Una vez más, aunque inútilmente, los
romanos reclamaron la jurisdicción del Iliricum.
En el intervalo, Nicolás I había
recibido noticias de partidarios de Ignacio que le daban una versión distinta y
más correcta del proceso. Al mismo tiempo tenía informaciones acerca de la
penetración misional que, al margen de la autoridad pontificia, se estaba
produciendo en Bulgaria y Moravia. Un sínodo celebrado en Letrán en agosto del
863 anuló las actuaciones de los legados en Constantinopla, reconoció a Ignacio
como legítimo patriarca y rechazó a Focio no por ser laico, sino por haber
ocupado una sede que no estaba vacante. Bardas se encolerizó, amenazando al
papa con la ruptura de relaciones. El jefe de los búlgaros, que acabaría
titulándose tsar (cesar) y había sido bautizado por sacerdotes griegos que le
enviaron Focio y Miguel, mudando su nombre de Boris por el del propio emperador
(864), aspiraba a conseguir para la Iglesia de su reino alguna clase de
autocefalia, reclamando una sede metropolitana, cosa que ni Focio ni Miguel
estaban dispuestos a conceder. Entonces Boris se dirigió a Nicolás I, que envió
dos legados para que respondiesen a las cuestiones pastorales y litúrgicas
planteadas por el rey, al que explicaron el propósito romano de que, como en
otras partes, hubiera también en su reino una sede metropolitana. Boris quiso
que uno de estos legados, Formoso, fuera nombrado para dicha sede. Nicolás
rechazó la demanda, alegando uno de los cánones vigentes que prohibía a quien
ya era obispo posesionarse de otra sede. De cualquier modo, Bulgaria entraba en
la obediencia de Roma.
La misión eslava. En una obra ya
clásica y fundamental, F. Dvornik (Les légendes de Constantin et de Methode,
vues de Byzance, Praga, 1933) ha conseguido desenmarañar estas difíciles
cuestiones. Por el tiempo en que Boris (852-889) contactaba con Roma, un
príncipe eslavo, Rostislav de Moravia, se había dirigido a Bizancio solicitando
misioneros que instruyeran a su pueblo en la fe.
Fueron designados dos hermanos,
Cirilo y Metodio, oriundos de Tesalónica, pero que hablaban el eslavo y que en
el 860 realizaron con gran éxito una misión cerca de los khazaros de Crimea.
Fue durante este viaje cuando Cirilo encontró una traducción de los Evangelios
al ruso, que le sirvió de base para emprender su propia versión de la Biblia.
Para expresar los sonidos de las lenguas eslavas tuvo necesidad de adaptar los
signos gráficos del alfabeto griego: así nació la escritura que aún se llama
cirílica. El año 867 Nicolás I llamó a ambos hermanos a Roma, para que
rindiesen cuenta de su trabajo y recibir nuevas instrucciones, y ellos
obedecieron. Nicolás no pudo conocerles personalmente, ya que talleció antes de
que llegaran a la Ciudad Eterna.
En ambos casos se trataba de una
victoria romana: los eslavos se preparaban para entrar en el cristianismo a
través de la obediencia a la Sede Apostólica. Las relaciones entre Roma y
Bizancio se endurecieron. Sin embargo, Nicolás I no quería una ruptura: el 28
de septiembre del 865 escribió nuevamente a Miguel III y a Focio, proponiendo
negociaciones en torno a los acuerdos tomados en el sínodo laterano del 863.
Fue Focio quien optó por la guerra. Encontró que en las respuestas llevadas por
Formoso a los búlgaros había un grave desprecio hacia las costumbres litúrgicas
orientales y lanzó graves acusaciones en una carta en que denunciaba a la
Iglesia de Occidente por desviaciones en la conducta, imposición del celibato a
los clérigos e introducir en la doctrina la doble procedencia del Espíritu
Santo (cuestión del Filioque). Subyacía en todo este asunto la preocupación
política por la presencia latina en Bulgaria y Moravia. En el verano del 867,
un concilio presidido por Focio en Constantinopla declaró depuesto y
excomulgado a Nicolás I, bajo acusación de herejía. El emperador llegó a
proponer a Luis II, que había buscado la estrecha alianza con Bizancio para defenderse
de los musulmanes, que tomara la iniciativa de expulsar a Nicolás de Roma. El
papa se dirigió a Hincmaro de Reims, buscando una especie de movilización en su
favor de los obispos occidentales. Fue entonces, en el calor de la discordia,
cuando se escribieron dos primeros libros en que se abordaban los supuestos
errores doctrinales de los griegos: la carta de Odón de Beauvais y el tratado
Adversas graecos de Eneas de París.
Adriano II (14 diciembre 867 -
¿diciembre? 872)
Giro a la condescendencia. Perteneciente
a la aristocracia romana más opulenta, pariente de Esteban IV y de Sergio II,
se trata del mismo Adriano que por dos veces había rechazado la elección.
Contaba 75 años de edad y antes de ser ordenado había estado casado; su mujer y
su hija vivían aún. Se habían producido tan graves discordias entre las
facciones que se necesitaba de un hombre que, por su bondad y recta conducta,
fuera el vínculo de unión que se necesitaba. Luis II, que estaba reuniendo
todas las fuerzas del sur de Italia para una ofensiva contra los sarracenos, se
apresuró a dar su confirmación. Sin embargo, el pontificado de Adriano II
comenzó con un verdadero desastre: Lamberto, duque de Spoleto, que acaudillaba
a la aristocracia del dominio territorial de Roma, asaltó la ciudad, donde
contaba con partidarios, cometiendo mil atropellos. En medio de la revuelta,
Eleuterio, hermano de Anastasio el Bibliotecario, se apoderó de la mujer y la
hija del papa y las asesinó. Ello no obstante, apenas transcurrido un año,
Adriano se reconciliaría con Anastasio, al que colocó al frente de la
cancillería pontificia. Esta conducta, así como el perdón a los obispos Gunther
y Tietgaudo, excomulgados por Nicolás I, fue interpretada como un signo de
debilidad. Fue necesario que Adriano II hiciese una declaración pública
afirmando que la línea fuerte de Nicolás I no sería alterada.
Esto no era completamente cierto:
su propia bondad le traicionaba. Mediando Angilberga, esposa de Luis II,
Adriano aceptó recibir a Lotario II en Montecassino, donde le ofreció la
comunión: fue acordado que en un nuevo sínodo, a celebrar en Francia, se daría
la solución definitiva en el pleito, pero como si hubiera una prematura
claudicación fue levantada la sentencia de excomunión que pesaba sobre
Waldrada. Aquí quedaron las cosas, pues Lotario murió el 8 de agosto del 869;
apenas un mes desde la entrevista de Montecassino, Carlos el Calvo y Luis el
Germánico se repartieron sus dominios, como tenían acordado, sin preocuparse
por el hijo del emperador. Tampoco Luis II, que podía presentar mejores
derechos que sus tíos, estaba en condiciones de intervenir. Era cuestión de
vida o muerte para Italia el que pudiera soldar la unión de príncipes y duques
del mediodía y conducirlos a la victoria: en febrero del 871 reconquistó Bari y,
en una gran batalla a orillas del Volturno, derrotó a los musulmanes. La
nobleza no estaba dispuesta a consentir que, como resultado de estas dos
decisivas victorias, se fortificase la monarquía en Italia: en agosto del mismo
año tomó prisionero al rey y no consintió en liberarle hasta que hubo hecho
decisivas concesiones en orden al autogobierno de los principados. Un episodio
que permitió a los musulmanes fortificar Tarento y repetir sus razzias por
Campania.
Retroceso del pontificado.
Adriano II era consciente de que la Iglesia necesitaba de la autoridad de un
emperador, máxime estando rotas las relaciones con Oriente. El año 872 coronó
nuevamente en calidad de tal a Luis II; la carencia de hijo de este carlovingio
abría una incógnita de futuro. Pero era previsible que, en cuanto dejara de
estar presente en Roma la autoridad imperial, las facciones de la nobleza
tratarían de convertir el pontificado en un instrumento a su servicio, como
estaban haciendo los señores feudales con obispos y clérigos en otras partes.
Adriano II inició contactos con Carlos el Calvo y Luis el Germánico, preparando
una eventual sucesión. Las relaciones con Luis se habían tornado difíciles
porque el monarca alemán se oponía a las misiones de Cirilo y Metodio entre los
eslavos, cuando éstos gozaban de todas las bendiciones de Roma. Los dos
hermanos estuvieron en Roma con Adriano en los comienzos de su pontificado
(869). Cirilo-Constantino murió entonces y fue sepultado en San Pedro. Metodio
regresó a Moravia con una autorización especial para predicar y celebrar la
misa en eslavo; el 870 fue consagrado obispo de Sirmium. Se dibujaba la
posibilidad de una gran Iglesia eslava en la frontera de Alemania: Sirmium es
hoy Sremska Mitrovica, no lejos de Belgrado. Luis el Germánico dio orden de
aprehender a Metodio sin que bastaran las súplicas y reconvenciones de Adriano
para conseguir su libertad. A pesar de todo, Metodio, que sería liberado en
tiempos de Juan VIII, es el gran signo de unión entre la cristiandad eslava y
latina.
Retrocedía el pontificado,
mostrándose incapaz de lograr el reconocimiento de hecho de la primacía romana.
El 868 Hincmaro, obispo de Laon, sobrino del homónimo metropolitano de Reims,
fue llevado ante el tribunal del rey porque había expulsado a algunos nobles feudales
que usurpaban beneficios de su Iglesia. Antes de que pudiera intervenir su
poderoso tío, apeló a Roma: Adriano procedió correctamente prohibiendo el
embargo de Laon y reclamando su juicio en esta causa. Carlos el Calvo se negó,
llevando la cuestión a dimensiones doctrinales muy serias: frente al papa, que
se movía en la línea de las Falsas Decretales, el rey, apoyado en este caso por
el propio obispo de Reims, invocaba el derecho consuetudinario que obligaba a
confiar la solución del pleito a los obispos franceses. Citado el obispo de
Laon ante el sínodo de Verberie, y aceptada la acusación, fue depuesto en otra
reunión en Douzy (agosto 871): Adriano, entonces, cedió. Mientras que el
canciller Anastasio redactaba carias enérgicas, en la línea de los papas
anteriores, Adriano escribía secretamente a Carlos para proponerle un acuerdo:
que el rey aceptase que Hincmaro pudiera apelar a Roma y él se comprometía a
encomendar el caso a un tribu nal de obispos franceses, conforme a la costumbre
antigua.
Restablecida la unión con
Bizancio. Una revolución se había producido en Bizancio: Basilio el Macedónico
(867-886) asesinó a Miguel III y se proclamó emperador; entre sus primeras
decisiones figuraba la deposición de Focio y el restablecimienlo de Ignacio (23
noviembre 867). El nuevo emperador necesitaba de la Iglesia como una plataforma
para el crecimiento de su propio poder; decidió convocar un concilio que
restableciese la unidad. Emperador y patriarca escribieron a Adriano II en dos
ocasiones, aceptando la línea que marcara Nicolás I, es decir, una referencia a
la suprema autoridad del obispo de Roma, En el verano del 869, un sínodo
lateranense confirmaba la deposición de Focio, la nulidad del concilio por éste
presidido, y la supresión de las ordenaciones y actas de éste, que fueron
públicamente quemadas. Mientras tanto se reunía en Conslanlinopla el concilio
que pretendía ser ecuménico: a él asistieron los legados pontificios, que eran
dos obispos, Donato y Esteban, y un diácono, Marino, que con el tiempo llegaría
a ceñir la tiara. Presidió el patricio Baanes en nombre del emperador y no los
representantes del papa. Lograron éstos, sin embargo, imponer de nuevo la
supremacía de Roma en la fe y costumbres, y la confirmación del sínodo del 867,
con gran disgusto de una parte sustancial del clero oriental, que se veía
afectado por la nulidad de las actas de Focio; sufrieron, sin embargo, dos
derrotas, pues la inmunidad reconocida a Roma se hizo extensiva también a las
otras cuatro sedes patriarcales, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y
Jerusalén, y en la cuestión búlgara el concilio decidió que este reino estaba
dentro de la esfera de Bizancio y los misioneros romanos debían por
consiguiente retirarse. Focio, vuelto del destierro y reintegrado a sus
actividades docentes en la corte imperial, volvería a ser patriarca el 877.
Juan VIII (14 diciembre 872 - 16
diciembre 882)
La persona. Romano, hijo de
Gundo, había servido como archidiácono a las órdenes de Nicolás I, demostrando
energía, capacidad de gobierno e inteligencia. En línea con dicho papa, marca
sin embargo el tránsito desde un tiempo de crecimiento, afectado ya por las
concesiones de Adriano II, a otro de oscuridad. Su biografía no aparece en el
Líber Pontificalis. Tendría que enfrentarse a tres grandes problemas: el de la
expansión y refuerzo de una Iglesia que seguía ampliando sus horizontes; el de
la lucha contra los sarracenos en el exterior y contra la nobleza en el
interior; y el de la conservación de la unidad, tan afectada por las crecientes
diferencias entre Oriente y Occidente.
Con energía consiguió la
liberación de Metodio, defendiéndole de los obispos bávaros, y le llamó a Roma
el 879 para reiterarle su plena confianza. Hasta su muerte el 884, este gran
misionero —el año 882 haría incluso un viaje a Constantinopla para deshacer
malos entendidos— trabajaría para que las nuevas Iglesias de Moravia, Eslavonia
y Czechia, permaneciesen firmemente unidas a Roma. En Francia, Juan VIII, con
el apoyo de Carlos el Calvo, restauró la calidad de vicario en el obispo de
Sens, no dudando en enfrentarse con el poderoso Hincmaro. Y en el otro extremo
de la cristiandad, aunque tengamos que considerar apócrifa la carta que se le
atribuye, hay que registrar los primeros esbozos de relación con Alfonso III de
Asturias y León, que se preparaba a restaurar la monarquía visigoda sobre algo
menos de la tercera parte de la península: la autorización de consagrar
Compostela y la elevación de Oviedo a metropolitana, pueden ser invenciones
posteriores, pero no deja de ser verdad el hecho de que Roma comenzara a contar
con los reinos españoles.
Los sarracenos. La amenaza de los
sarracenos seguía pesando. La presencia de Luis II —un emperador al lado del
papa— demostraba su eficacia, tanto en esta lucha contra el poderoso enemigo
como en el sosiego de la aristocracia que se iba haciendo más poderosa. Juan
VIII no tuvo inconveniente en tomar él mismo el mando de su pequeña flota y de
las milicias romanas; ordenó rodear de muros defensivos la basílica de San
Pablo y buscó la unión de los pequeños principados del sur de Italia. Había
algo de precario en la situación: carente de hijos, se abrió una crisis
sucesoria en el momento de su muerte el año 875. Por otra parte, los
principados que se desgajaran del poder bizantino, como Amalfi, Salerno, Gaeta
y Nápoles, que colaboraron con Luis, no parecían dispuestos a hacerlo con
autoridades de menor rango. Desde años atrás se venía negociando reconocer como
emperador a Carlos el Calvo. Juan convocó al clero y al pueblo en Roma, e hizo
que le aclamasen, invitándole a viajar hasta allí para ser coronado. Este gesto
entrañaba un malentendido: para Carlos el título imperial significaba que se le
reconocía como cabeza de la dinastía, quedando sometidos a él todos los
carlovingios, mientras que el papa necesitaba de un emperador que, de hecho,
residiera en Italia y fuera coordinador de todas las fuerzas para su defensa.
Carlos viajó a Italia, después de
haber otorgado a sus nobles el reconocimiento de la herencia en los feudos (una
norma que tendría graves consecuencias para la Iglesia) y fue coronado el día
de Navidad del 875. Tomó decisiones muy distintas de las que se esperaban: dejó
a su suegro Boso en Pavía para que rigiese el reino lombardo y encomendó a los
duques de Spoleto (Lamberto) y de Camerino (Guido, hermano del anterior) que
ejerciesen la protección del papa. Compensó a este último mediante la
ampliación teórica de los Estados Pontificios a Spoleto, Benevento, Nápoles y
toda Calabria. En adelante no sería necesaria la presencia de los missi
imperiales para proceder a la elección. Era una solución poco adecuada. Nápoles
se volvió contra el papa. Lamberto de Spoleto (880-898) acaudilló una revuelta
romana, en la que estaba mezclado Formoso, obispo de Porto y antiguo legado en
Bulgaria, tratando de cambiar la protección en dominio. Por su parte, Boso
raptó a Irmgarda, la última descendiente de Lotario, se casó con ella y
reivindicó la herencia de los derechos correspondientes a aquel emperador.
Carlos el Calvo tuvo que deshacer todo lo hecho otorgando a Juan VIII poderes
para gobernar directamente todo el sur de Italia (sínodo de Ponthieu, 876) y
destituyendo a Boso. La muerte de Luis el Germánico, acaecida ese mismo año
(tres hijos, Luis en Franconia (876-882), Carlos en Suabia (876-887) y Carlomán
en Baviera (876-880) se repartieron el reino), complicó todavía más las cosas.
Carlos el Calvo soñaba incluso con restaurar la unidad del Imperio, pero fue
derrotado.
Crisis final. Y, mientras tanto,
Juan VIII, que había tenido que abandonar Roma ante las presiones de los
spoletanos, celebraba en Rávena un sínodo que le revelaba el apoyo con que
podía contar entre los obispos de Italia. Era imprescindible que un emperador
reapareciera en Italia; sin él, la península se rompería en pedazos. Carlos el
Calvo y el papa se reunieron en Vercelli y fueron juntos a Pavía. En ese
momento Carlomán de Baviera cruzaba los Alpes entrando en Italia, sin que se
conozcan bien sus intenciones. La muerte del Calvo inspiró a Juan VIII un
recurso supremo: coronar a Carlomán emperador. Para eso era necesario que el
papa volviese a Roma en donde prácticamente se convirtió en un prisionero de
Lamberto de Spoleto y de Adalberto de Toscana (847-890), los máximos exponentes
de la nobleza del Patrimonium Petri que, a pesar de su nombre, era ya un reino
con todos sus defectos y problemas. Aquella nobleza, mezcla de sangre lombarda,
franca y romana, entendía que a ella debía corresponder, como en los demás
reinos, el ejercicio de un poder fuertemente feudalizado. El papa consiguió
huir en abril del 878, refugiándose en Genova. Carlomán moriría el año 880 sin
haberle podido prestar ninguna ayuda.
La confusión reinante y la
estricta necesidad de disponer de un soberano temporal capaz de restablecer el
orden, explican que el papa recurriera a la desesperada a candidatos como Luis
el Tartamudo (877-879), de Francia, al propio Boso, que prefirió encastillarse
como rey en Borgoña, y finalmente a Carlos el Gordo, un inútil que fue coronado
emperador en febrero del 881. Demasiado tarde. Los sarracenos acampaban en el
Careliano y la indisciplina se había adueñado de Roma.
Unidad con Oriente. F. Dvornik
(The Phocian Schism, Cambridge, 1948) ha conseguido aclarar la muy complicada
política oriental de Juan VIII, un esfuerzo desesperado para evitar la ruptura
entre las dos Iglesias. Apenas consagrado, el papa envió dos legados, Pablo y
Eugenio, a Constantinopla, con carlas en que de nuevo se reivindicaba la
sumisión de la Iglesia búlgara, pero en que se abogaba abiertamente por el
acercamiento de posiciones entre ambas partes. Encontraron una situación
cambiada: san Ignacio había muerto y de nuevo era Focio el patriarca. Es cierto
que se trataba de un Focio que había renunciado a la cólera de antaño y buscaba
también el reconocimiento. El emperador escribió a Juan VIII proponiendo la
convocatoria de un concilio en Santa Sofía, que aclarase los malentendidos, y
el papa aceptó. Previamente el sínodo romano aprobó un commonitorium con las
condiciones que debían exigirse: ante el concilio, Focio debía mostrar
arrepentimiento por las irregularidades cometidas, reconocer el primado de Roma
y renunciar a sus pretensiones sobre la Iglesia búlgara. Acudieron al concilio
(noviembre del 879) más de 400 obispos. Ante este masivo apoyo los legados
romanos aceptaron una suavización del commonitorium y no se habló para nada del
arrepentimiento de Focio; la cuestión búlgara se convirtió en un simple ruego.
Nadie aludió al conflictivo Filioque, si bien se reconoció la supremacía romana
en cuestiones de doctrina. Parecía, pues, que Focio había sido restaurado en
Constantinopla de acuerdo con el papa.
Los orientales supieron que
habían conseguido una victoria. Los misioneros romanos se retiraron de
Bulgaria. Un motivo más de resentimiento en Formoso, antiguo legado en aquel
país, ahora anatematizado por el papa. Se había reconocido el primado romano,
pero asegurando a las actas de Focio legitimidad. Juan VIII confirmó los
acuerdos del concilio: necesitaba de la ayuda bizantina para la defensa del sur
de Italia y era, además, consciente de que la Iglesia oriental, teológicamente
más desarrollada que la occidental, poseía características propias que debían
ser respetadas; unidad y univocidad no debían confundirse. Sin embargo Marino,
que era uno de los legados, manifestó su oposición a esta política.
El 15 de diciembre del 882 murió
el papa Juan. Los Anales de Fulda aseguran que hubo una nueva conspiración en
su contra y que fue envenenado. Como la ponzoña no hiciera los efectos
esperados, los conspiradores remataron su obra a martillazos. Es difícil
establecer la absoluta corrección de esta noticia, que abre desde luego una de
las etapas más tristes de la historia de la Iglesia. Desaparecido el Imperio,
durante un siglo el pontificado iba a verse a merced del creciente poder de la
aristocracia romana.
Marino I (16 diciembre 882 - 15
mayo 884)
Si fue elegido, y con mucha
celeridad, este hijo de un sacerdote, nacido en Toscana, antiguo diácono y
legado de Nicolás I, ahora obispo de Cerveteri, es sin duda porque se había
mostrado en contra de la política de su antecesor. Con él comienza la que César
Baronio llamó «edad de hierro del pontificado». Se trata, además, del primer
obispo que, contraviniendo el canon 15 del Concilio de Nicea, que prohibía los
traslados de una sede a otra, cambió Cerveteri por Roma. Este canon había
impedido en otro tiempo nombrar a Formoso metropolitano de Bulgaria. No se
registró la presencia de funcionarios imperiales en la elección, ni tampoco
hubo confirmación previa a la consagración. Pero Marino se reunió con Carlos el
Gordo en Nonantula, cerca de Módena (junio del 883), y le garantizó su lealtad.
Acordaron entonces el perdón y rehabilitación de Formoso, que pudo regresar de
su exilio en Francia y recobrar su sede de Porto. Es dudoso que se hayan tomado
otras decisiones, salvo la deposición de Guido, ahora duque de Spoleto, por
parte del emperador. Una noticia que pretende que Marino y Focio se
excomulgaron recíprocamente es, cuando menos, dudosa. El año 884, a ruegos de Alfredo el
Grande (871-899), Marino eximió de impuestos al barrio de los ingleses en Roma
(schola saxonum). Guido de Spoleto, que continuaba en sus dominios, se
convirtió en poderoso enemigo. Sabemos que mejoraron las relaciones con
Bizancio merced a Zacarías de Anagni, amigo de Focio, que había sucedido a
Anastasio en sus funciones de bibliotecario.
Adriano III, san (17 mayo 884 -
septiembre 885)
Hijo de Benedicto, había nacido
en Roma y llegó al pontificado en circunstancias extraordinariamente difíciles,
de hambre y luchas internas. Había calles por donde el papa no se atrevía a
transitar. Parece que trataba de reivindicar la memoria de Juan VIII, pues
aplicó el terrible castigo de la ceguera a uno de los enemigos desterrados por
aquel papa, Jorge del Aventino. Buscando la paz con Oriente, comunicó a Focio
su elección. Carlos el Gordo, que pretendía aprovechar una transitoria mejoría
en la situación interior de sus dominios para legitimar a su hijo bastardo
Bernardo, invitó al papa a acudir a la Dieta, en Worms, y Adriano aceptó, encomendando
el gobierno de Roma en su ausencia al enviado imperial, Juan, obispo de Pavía.
Seguramente el papa esperaba con aquel viaje convencer al emperador de la
necesidad de restablecer los esquemas políticos romanos de la época de Luis II.
Pero no alcanzó su destino; murió cerca de Módena y fue enterrado en la abadía
de Nonantula.
Esteban V, san (septiembre 885 -
14 septiembre 891)
La persona. Tras un paréntesis,
vuelve el Líber Pontificalis a incorporar su biografía, que es la última.
Cardenal presbítero de los Cuatro Santos Coronados, Esteban fue elegido por
aclamación de la nobleza y el pueblo, sin presencia de los oficiales
imperiales. Carlos el Gordo, a quien acuciaba el problema de su sucesión, envió
a Roma a su propio canciller, Liutwardo, con el encargo de desposeer a Carlos y
proceder a una elección que garantizase sus propósitos. Pero el enviado
comprobó que Esteban contaba con absoluta unanimidad, y le reconoció. Se
invirtieron los términos: tras haberse posesionado de Letrán, con la ayuda incluso
de los imperiales, el papa pidió a Carlos que fuera a Italia, donde su
presencia resultaba imprescindible para aplacar las facciones que desgarraban
el territorio romano y para hacer frente a los sarracenos que, en sus razzias,
llegaron a saquear Montecassino y San Vicente de Volturno. La ayuda nunca
llegó: Carlos fue depuesto por sus propios vasallos y murió el J3 de enero del
888.
Búsqueda de un emperador. Había
en el pontificado una firme convicción: la Iglesia necesitaba de la existencia
de un emperador —ella lo había creado— como de un brazo armado que restaurara
el orden y formara el frente único capaz de derrotar a los sarracenos. Pues
este frente se había roto: Guido de Spoleto y Berenguer de Friul, aspirante a
ceñir la corona de hierro de Italia, estaban en guerra. Esteban V comunicó a
Arnulfo, rey de Alemania (887-899), aunque bastardo de Luis el Germánico, que
si acudía a Roma sería coronado emperador. Pero Arnulfo declinó la invitación
porque necesitaba dirigir sus esfuerzos a otros frentes. Tampoco pudo acudir el
papa a Luis de Vienne, el hijo de Boson, demasiado niño, proclamado rey de
Provenza (890-905). Agotadas las posibilidades carlovingias, tuvo que
decidirse: Guido, lograda una victoria sobre Berenguer, reclamó para sí la
corona imperial y Esteban hubo de imponérsela el 21 de febrero del 891. No tuvo
dificultad en garantizar, mediante juramento, el Patrimonium; apenas coronado,
comenzó a disponer de él como un bien propio. De nuevo el pontífice acudió a
Arnulfo con sus lamentos. Roma estaba siendo tratada como un beneficio
vasallático cualquiera.
Oriente. Otra alternativa se
hallaba del lado de Bizancio: si Basilio y su hijo León VI (886-911), que le
sucedió, lograban recomponer sus posesiones en el extremo sur de Italia, podían
proporcionar a Roma la ayuda que ésta necesitaba frente al peligro musulmán.
Por eso Esteban V se esforzó en mantener buenas relaciones, reconociendo la
nueva destitución de Focio e intercambiando correspondencia con su sucesor,
llamado también Esteban I. Ofreció al Imperio una muy costosa muestra de buena
voluntad: fallecido Metodio (6 de abril del 885), Esteban llamó a Roma a su
sucesor, prohibió el uso de la lengua eslava en la liturgia y entregó las
nacientes iglesias en Moravia y Eslavonia a la custodia de los obispos
alemanes. De este modo se impedía la consolidación de una Iglesia eslava en el
ámbito occidental, empujándola hacia Oriente; los discípulos de Metodio se
refugiaron en Bulgaria, retornando al rito bizantino.
Formoso (6 de octubre 891 - 4
abril 896)
Antecedentes. Nacido en Roma, en
torno al año 815, era un hombre de larga experiencia, como hemos tenido la
oportunidad de señalar en la biografía de sus antecesores. Obispo de Porto
desde el 864, jugó un papel esencial en las negociaciones con los búlgaros, de
los que no pudo ser metropolitano por el canon que prohibía el cambio de sede.
Tuvo un papel importante en el sínodo del 869 que condenó a Focio, y desempeñó
con eficacia legaciones en Francia y Alemania. El 875 se encargó de la misión
de ofrecer en nombre de Juan VIII la corona imperial a Carlos el Gordo. Pero en
este momento, y por motivos que desconocemos, entró en discordia con el papa.
El vacío que la ausencia de carlovingios provocaba en Italia había permitido a
la aristocracia romana tomar la dirección política: se hallaba profundamente
dividida en dos sectores que heredaban al parecer las viejas discordias entre
francos y lombardos.
Guido de Spoleto parece haber
sido defensor de un proyecto: identificar el título de emperador con el de rey
de los lombardos, pero haciendo extensivo su poder a toda Italia; se podía
presentar a Luis II como el antecedente, pues no había sido otra cosa que esto.
En abril del 876, a
causa de las discordias de partido, Formoso fue acusado de traición y de haber
pretendido apoderarse del pontificado; depuesto y excomulgado, reconoció sus
culpas ante una asamblea (agosto del 878) y partió al exilio en Francia. De él
regresó con permiso de Marino I, que le devolvió a su sede. Esto le permitió
contarse entre los obispos que consagraron a Esteban V. Es muy probable que la
persecución contra Formoso se debiera a manejos del partido spoletiano, puesto
que tras su elevación al solio el patricio Sergio, que lo dirigía, se mostró su
más encarnizado enemigo.
Restaura el Imperio. Formoso
estaba en la línea de Nicolás I: la autoridad pontificia se extendía a toda
Europa. Defendió los derechos de Adaldag como obispo de Bremen-Hamburgo frente
a los arzobispos de Colonia (893). Intervino en favor de Carlos el Simple, rey
de Francia, contra las ambiciones de Eudes, conde de París. Realizó, sobre
todo, un gran esfuerzo de unidad en Oriente, proponiendo una fórmula de
conciliación (se mantendría la ilegalidad de los actos de Focio en la primera
etapa, pero no en la segunda) que ya no fue escuchada. Hasta en Inglaterra se
acentuaba la presencia de esta autoridad pese a las terribles perturbaciones
provocadas por las invasiones normandas.
Intentó construir un acuerdo de
paz con Guido de Spoleto, al que volvió a coronar, junto con su hijo Lamberto,
en Rávena (30 de abril del 892). Pero los spoletianos, vencedores del marqués
Berenguer de Friul, que hubo de refugiarse en Alemania, no aspiraban a una paz,
sino a convertirse en dominadores de todo el espacio territorial italiano
reduciendo al papa al simple papel de un obispo de Roma. Cuando Guido y su
mujer Agiltrudis ocuparon militarmente la ciudad leonina, Formoso comprendió la
gravedad del peligro y, una vez más, acudió a Arnull’o en petición de ayuda.
Esta vez el rey de Alemania respondió al llamamiento, pero no pudo acudir hasta
el año 894. Este año murió Guido y los alemanes ocuparon el norte de Italia; en
febrero del 896 tomaron militarmente Roma, obligando a Agiltrudis a huir; el
día 22 de dicho mes Arnulfo era coronado solemnemente. Pero cuando el emperador
marchaba sobre Spoleto, se vio acometido por una grave enfermedad y hubo de
regresar a Alemania. Para los spoletianos, Formoso era el peor enemigo
imaginable. Murió el 4 de abril del 896 antes de que pudieran vengarse.
Bonifacio VI (abril 896)
Los partidarios de Lamberto
aprovecharon el descontento contra los alemanes para, en medio del tumulto,
elegir a un romano, Bonifacio, que en dos ocasiones, como diácono y como
presbítero, había tenido que ser depuesto por inmoralidad. Enfermo de gota
murió a los quince días de su elección y fue sepultado en San Pedro. El sínodo
romano del 898 declararía anticanónica esta elección, prohibiendo que se
hicieran otras semejantes.
Ksteban VI (mayo 896 - agosto
897)
Romano de nacimiento e hijo de
presbítero, Formoso le había consagrado como obispo de Anagni; sin embargo, al
vigorizarse las luchas en Roma, se convirtió en radical enemigo de este papa.
Lamberto de Spoleto y su madre Agiltrudis, ahora dueños de Roma y de su ducado,
le promovieron con una misión: deshonrar la memoria de su antecesor. Para
evitar el retorno de los alemanes, los spoletianos llegaron a un acuerdo con
Berenguer de Friul (t 923), al que reconocieron dominio sobre las tierras
situadas más allá del Ada y del Po; de este modo se vieron libres de oposición
en el centro de Italia. En enero del 897 fue convocado un sínodo al que se hizo
asistir al cadáver de Formoso, arrancado de su tumba y revestido con los
ornamentos pontificios. Un diácono, de pie junto al difunto, respondía en nombre
de éste a las acusaciones de perjurio, ambición del pontificado y
quebrantamiento del canon que prohibía el traslado de obispos. Esteban VI, que
se hallaba en el mismo caso, halló una curiosa fórmula de justificación: como
las actas de Formoso eran nulas, su ordenación episcopal no había tenido lugar.
Se quebraron al difunto los dedos de bendecir y se arrojaron al Tíber los
despojos. Al desnudar el cadáver se comprobó que Formoso, hombre de gran
austeridad, había muerto sin despojarse del cilicio con que hacía penitencia.
Un ermitaño, que habitaba en la isla del Tíber, recogió los restos, que de este
modo pudieron recibir años más tarde cristiana sepultura. Todos cuantos fueran
favorecidos por Formoso sufrieron persecución. Pasados pocos meses estalló en Roma
un tumulto provocado por el hundimiento de la techumbre de la basílica de
Letrán, que fue tomado como signo del cielo por tanta iniquidad: Esteban VI,
depuesto y encerrado en prisión, murió estrangulado.
Romano (agosto - noviembre 897)
Como resultado de la fuerte
reacción proformosiana, fue elegido el cardenal presbítero de San Víctor,
Romano, nacido en Gallese, por lo que se ha supuesto que era hermano de Marino
I. No existen datos de su pontificado salvo que envió el pallium al obispo de
Grado y confirmó las sedes de Elna y Gerona en Cataluña. Por una breve noticia
que incluye el Líber Pontificalis se puede deducir que fue depuesto a los
cuatro meses y enviado a un monasterio por los mismos formosianos que buscaban
un pontífice que defendiera con más energía su memoria.
Teodoro II (897)
De nuevo un papa romano y un
perfecto desconocido; llega a nosotros apenas la noticia de que Teodoro era
«amante de la paz». Enérgico también, pues reunió el sínodo en que se hizo la
rehabilitación de los actos de Formoso, al tiempo que se adoptaban medidas para
reprimir los disturbios de la aristocracia romana, dirigida ahora por Sergio,
conde de Tusculum. Los restos de Formoso fueron solemnemente inhumados en San
Pedro. Teodoro reinó únicamente veinte días; ignoramos la fecha exacta de su
elección y de su muerte.
Juan IX (enero 898 - enero 900)
Las dos facciones, de partidarios
y enemigos de Formoso, estaban ahora firmemente asentadas. Los primeros
contaban con mayoría en el clero. Lograron el apoyo, que podía resultar
decisivo, de Lamberto de Spoleto, que desde el 892 ostentaba la corona
imperial, residía en Rávena y dominaba una gran parte de Italia. La
aristocracia del Patrimonium tenía a su frente a Adalberto, marqués de Toscana.
Fueron los partidarios de este último los que, en el momento de la muerte de
Teodoro, se adelantaron a proclamar al obispo de Caere, Sergio, poniéndole en
posesión de Letrán. Pero Lamberto intervino para expulsar a este intruso por la
fuerza y hacer que fuera elegido un monje nacido en Tívoli, Juan IX. Las
noticias que tenemos de este pontificado siguen siendo confusas. Continuó desde
luego la política de Teodoro de restaurar el orden legitimando los actos de
Formoso. Un sínodo romano al que asistieron también obispos del norte de
Italia, reivindicó la memoria de aquél, otorgando a la vez un amplio perdón a
sus enemigos, que tuvieron que reconocer que habían actuado bajo amenaza. Sólo
Sergio, dos presbíteros, Benito y Marino, y tres diáconos, León, Juan y
Pascual, quedaron excluidos. Los spoletianos entraban ahora en línea de
defensores de la legitimidad. Se prohibió en adelante juzgar a los muertos.
Para evitar confusiones se puso nuevamente en vigor la Constitutio romana del
824: los papas serían elegidos por el clero, en presencia del Senado y el
pueblo romanos, pero no podrían ser consagrados sin la presencia de los
representantes del emperador.
Otro sínodo tuvo lugar en Rávena,
esta vez bajo la protección de Lamberto. Se trataba de establecer un nuevo
orden político en Italia. Lamberto, emperador, tenía derecho a recibir en grado
de apelación todas las causas, ya fuesen de laicos o de clérigos; por su parte
confirmaba todos los privilegios de la sede romana, declarándose protector de
la misma. De este modo se pensaba haber llegado nuevamente a un equilibrio como
en los mejores momentos de Luis II, si bien el resultado era un retroceso en el
poder de los papas y un ascenso del duque de Spoleto a la singular posición de
dueño indiscutible de Italia. Desde esta nueva concordia, Juan tomó dos decisiones:
restablecer la unión con Oriente, enviando una carta sinódica al patriarca
Antonio Cauleas, ratificando la comunión con Ignacio, Focio en su segunda
etapa, Esteban y ahora el propio Antonio; y admitir la Iglesia de Moravia,
enviando a este país, pese a las protestas de los obispos de Baviera, dos
legados y un metropolitano. En ambos casos los resultados fueron mediocres: los
orientales apenas prestaron atención a los proyectos de unidad, y la Iglesia
morava desapareció el año 906 al ser sometido el país por los magyares.
El papa esperaba de esta
verdadera restauración del Imperio, en dimensiones limitadas, una sumisión de
la aristocracia romana. Pero Lamberto murió, en accidente de caza el 15 de
octubre del 898. La nobleza se encontraba de nuevo en condiciones de imponer su
voluntad.
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