Inocencio VII (17 octubre 1404 -
6 noviembre 1406)
Nueva elección. El cónclave
romano no necesitó mucho tiempo para llegar a la elección de Cosimo Gentile de
Migliorati, arzobispo de Bolonia y cardenal presbítero, un hombre que iba a
cumplir 70 años y cuya más importante trayectoria le situaba en el estudio del
derecho. Legado en Toscana y Lombardía, había prestado grandes servicios a
Bonifacio IX. Los cardenales se negaron a atender los ruegos de los embajadores
de Benedicto, que proponían retrasar la elección hasta llegar a un acuerdo que
permitiera la liquidación del cisma. El que pasó a llamarse Inocencio VII se
había comprometido bajo juramento, antes de su elección, a poner todos los
medios a su alcance para restaurar la unidad, incluyendo su propia abdicación.
Presionado por el rey de Romanos, accedió a convocar un concilio que debería
reunirse en Roma el 1 de noviembre de 1405, pero los embajadores de Benedicto
XIII, rescatados al fin, regresaron a Marsella con el convencimiento de que
nada iba a hacerse. De hecho el concilio, pospuesto dos veces, acabaría siendo
olvidado.
Benedicto XIII abandonó Marsella
el 2 de diciembre de 1404, dirigiéndose a Italia: con él viajaban sus dos
grandes aliados, Luis II de Anjou y Martín I; suya era la flota que les
transportaba. Los colectores de Francia y el soberano aragonés contribuyeron a
reunir la suma de 128.000 francos de oro en que se cifraban los costes de la
operación. El 21 de diciembre llegaba a Niza. Monaco envió al papa las llaves.
Toda la Costa Azul se declaraba en favor suyo. El 16 de mayo de 1405 fue
recibido en Genova con todo honor. San Vicente Ferrer, con su palabra y sus
prodigios, contribuía a dar un ambiente popular a la expedición. Las noticias
que llegaban del otro campo eran muy favorables: a causa de los disturbios
acaecidos en Roma, Inocencio VII había tenido que refugiarse en Viterbo.
Benedicto comunicó que estaba dispuesto a ir a esta ciudad, si se le
proporcionaba un salvoconducto, para tener allí la entrevista. Pero Inocencio
se negó en redondo a ambas cosas. Una gran decepción se produjo en todo
Occidente cuando Benedicto regresó a Marsella el 4 de diciembre del mismo año.
Interviene Ladislao. En el fondo,
Inocencio era un instrumento en manos del rey Ladislao, que temía que una
reconciliación con Luis II de protagonista significara el desconocimiento de
sus derechos a Nápoles: hizo jurar al papa que ninguna clase de acuerdo
concluiría sin que se incluyese la confirmación de su legitimidad. Las tropas
napolitanas habían aprovechado la ausencia del papa para adueñarse de Roma,
incluyendo el castillo de Sant’Angelo. Aunque Inocencio llegó a fulminar la
excomunión contra Ladislao por estas usurpaciones (marzo 1406), no le quedaba
otro remedio que rendirse: fuera de Ladislao no tenía ningún otro punto de
apoyo. Y así el 1 de septiembre de 1406 le nombraría gonfaloniero de la Santa
Sede y protector de los Estados Pontificios.
Cuando Benedicto XIII envió a
París al cardenal Antonio Challant para dar cuenta de sus gestiones, fue
recibido con absoluta frialdad. El duque de Borgoña, que gobernaba en nombre de
Carlos VI, a quien la pérdida de razón incapacitaba, se mostró declarado
enemigo de don Pedro de Luna, cuya abdicación exigía sin condiciones. Una embajada
de Enrique III volvió a insistir: la vía cessionis era la más conveniente. En
una nueva asamblea del clero, Simón Cramaud se mostró sumamente crítico no sólo
en relación con ambos papas, sino con la institución misma del pontificado, tal
y como había salido de la experiencia centralizadora de Avignon. Cuando la
asamblea clausuró sus sesiones, el 4 de enero de 1407, quedó flotando en el
aire la idea de que había que reclamar a toda costa las «libertades de la
Iglesia de Francia». Los medios prácticos para acabar con el cisma estaban
pasando a un segundo plano ante esta explosión de galicanismo. En este momento
llegó la noticia de que Inocencio VII había muerto en Roma el 4 de enero de
1406.
Gregorio XII (30 noviembre 1406 -
4 julio 1415)
Primer acuerdo. De nuevo los
procuradores de Benedicto XIII trataron de convencer a los cardenales para que
no procedieran a una nueva elección. Éstos, antes de entrar en el cónclave,
juraron abdicar si éste era el medio para acabar con el cisma. El electo,
Angelo Correr, veneciano que tomó el nombre de Gregorio XII, confirmó
solemnemente este juramento la misma noche del escrutinio y así lo explicó en
cartas a príncipes y reyes, despertando grandes esperanzas. Contaba más de 70
años y había sido patriarca de Constantinopla, cardenal presbítero de San
Marcos, secretario del papa. Su juramento, que finalmente cumpliría, implicaba
una condición previa y era la renuncia de Benedicto XIII. Esto mismo estaba
exigiendo en Marsella el infatigable Simón Cramaud: que don Pedro de Luna
publicara una bula comprometiéndose a abdicar en iguales circunstancias y
prohibiendo a sus cardenales elegir después de su muerte, para lo cual deberían
invitar a los de la obediencia romana a reunirse con ellos. El 12 de diciembre
Gregorio escribió a Benedicto: tenían que devolver la paz a la Iglesia. A esto
respondió don Pedro que se trataba de algo que ellos mismos debían acordar en
una entrevista directa. Las muestras de consideración y respeto que mutuamente
se dispensaron, inducen a los historiadores a creer que ya existían secretos
contactos que desconocemos. Resultado de las mismas fue el acuerdo de Marsella
(21 de abril de 1407): la reunión se celebraría en Savona, ciudad protegida por
Francia y guarnecida por Boucicaut, acudiendo ambos a ella con sus cardenales y
un séquito rigurosamente equilibrado. Para mayor garantía, el casco urbano se
dividiría en dos.
Se fijaron dos fechas, 29 de
octubre y 1 de noviembre del mismo año. Pronto los parientes del papa y
Ladislao de Nápoles, que temían sufrir perjuicios, trabajaron para impedir la
reunión. Los primeros pedían garantías sobre los beneficios que estaban
recibiendo y el rey reclamaba como una de las condiciones previas su propio
reconocimiento, puesto que al lado de Benedicto estaba Luis de Anjou.
Comenzaron las vacilaciones de Gregorio cuando temió que hubiera tras ello una
celada para capturarle: puso primero inconvenientes al viaje por tierra, poco
seguro, y después a la navegación; finalmente salió de Roma a finales de agosto
sin tiempo material para hallarse en Savona en la fecha precisa. Llegó a Siena
el 4 de septiembre y permaneció allí hasta enero de 1408; entonces recibió la
noticia de que, en su ausencia, Ladislao había atacado Roma hasta tomarla. En
su desesperación los romanos pidieron auxilio a Benedicto XIII, que envió
algunas naves, aunque llegaron demasiado tarde. Una eventual ocupación de Roma
por los benedictistas hubiera sido para Gregorio el final. Además, Ladislao
anunció que si la entrevista se celebraba, él estaría presente.
Benedicto, que mostraba un
decidido interés por el encuentro, había llegado a Savona el 24 de septiembre
de 1407. Daba sensación de poder. Mientras se negociaban nuevos plazos y nuevos
lugares, avanzó hasta Portoveneris (3 enero 1408). Gregorio continuó hasta
Lucca (28 de enero). Aunque las negociaciones continuaban, se abría paso el
convencimiento de que la entrevista nunca llegaría a celebrarse. Una gran
decepción se extendió. Asesinado el duque de Orléans (23 de noviembre de 1407),
gobernaba ahora en nombre de Carlos VI el duque de Borgofia, que no era nada
favorable a Benedicto: el Consejo Real anunció que si antes del 24 de mayo los
dos papas no daban la unidad a la Iglesia, Francia se declararía neutral. La
amenaza se cumplió con absoluta precisión el 28 de mayo. Cuando Gregorio, en
esta misma fecha, buscando reforzarse, promovió cuatro nuevos cardenales, el
colegio se rebeló, trasladándose a Pisa, desde donde escribió a reyes y
príncipes señalando que no quedaba otro recurso que la convocatoria del concilio
universal. A Pisa acudieron también cuatro cardenales de la obediencia de
Benedicto que le habían abandonado. Entre todos tomaron la decisión de convocar
un concilio que se reuniría en aquella misma ciudad el próximo mes de marzo de
1409. Esta convocatoria, en que se afirmaba la tesis de que, vacante el
pontificado, a los cardenales compete la iniciativa, fue distribuida ya a todas
las Iglesias en el mes de julio de 1408. En este momento fracasó, al parecer,
un intento de Simón Cramaud para apoderarse de la persona de don Pedro de Luna.
El concilio fallido. Comenzaban a
tocarse las consecuencias de tan prolongado cisma: el pontificado había perdido
no sólo su poder, sino también el prestigio de que se viera rodeado en los dos
últimos siglos. Surgían dos doctrinas, conciliarismo y regalismo. La primera
sostenía abiertamente que el concilio, como expresión de toda la Iglesia, es
superior al papa, a quien puede incluso juzgar, y se hace titular de la
plenitudo potestatis, no siendo por tanto necesario que un papa lo convoque y
presida. Se añadía que aunque en circunstancias normales al pontífice
corresponde cursar la convocatoria, en otras excepcionales como aquélla podría
hacerlo el colegio de cardenales o incluso los soberanos temporales. El
regalismo colocaba la potestad regia (poderío real absoluto) por encima de la
del propio papa. El principio del praemunire, que exigía la autorización real
para las relaciones con Roma, se consolidó en Inglaterra y comenzó a aplicarse
en Francia.
El 16 de junio de 1408, tras
haber convocado un concilio a celebrar en Perpignan, Benedicto XIII abandonó
Portoveneris; le acompañaban solamente cuatro cardenales. Buscó refugio en
tierra catalana, donde en los años inmediatamente siguientes la muerte de su
gran amigo Martín I le daría la oportunidad de influir sobre el Compromiso de
Caspe y la elección de Fernando el de Antequera (1412-1416) como rey. Por esta
vía calculaba disponer de una plataforma inconmovible en la península. Gregorio
XII, vuelto a Siena, también convocó un concilio de su obediencia en Cividale.
La situación se complicaba: eran tres concilios los convocados. Muy pocas
personas concurrieron a Cividale, que fue suspendido sin que se tomara
resolución alguna. El de Perpignan tuvo una mayor importancia y volumen. Se
examinó y aprobó un largo informe de Benedicto XIII acerca de las gestiones que
había hecho y continuaba haciendo para concluir el cisma por la via iustitiae.
Sus sesiones se interrumpieron, sin acto de clausura, el 26 de marzo de 1409,
después de tomarse el acuerdo de enviar una delegación a Pisa.
Francia, Navarra, Milán e
Inglaterra se sumaron oficialmente al Concilio de Pisa, que se inauguró el 15
de marzo de 1409 mediante una solemne ceremonia en su catedral. Aunque la Dieta
del Imperio, reunida en Frankfurt, aprobó la doctrina del concilio, los
príncipes y ciudades se dividieron de modo que no se produjo una comparecencia
conjunta de la nación alemana. La concurrencia fue, sin embargo, muy grande: 24
cardenales, cuatro patriarcas, 160 arzobispos, obispos y abades presentes en
persona y otros 3.000 representados por procuradores. La ausencia de España,
que se mostraba como un bloque en torno a Benedicto XIII, auguraba también el
fracaso. Comenzó presidiendo el cardenal más antiguo, Guido de Malesset, pero
muy pronto Simón Cramaud se hizo dueño de la situación pasando a dirigir las
sesiones con ayuda de otros dos patriarcas. Por vez primera un concilio se
presentaba a sí mismo como suma de seis corporaciones: el colegio de los
cardenales y las naciones alemana, francesa, inglesa, italiana y provenzal. En
la primera sesión el arzobispo de Milán, Pedro Philarghi, sostuvo la tesis de
que los cardenales tenían derecho a convocar el concilio (26 de marzo), pero ya
el 15 de abril los alemanes replicaron que sólo Gregorio XII tenía derecho y
que si se le negaba legitimidad también los cardenales designados por él y sus
antecesores la perdían. Carlos Malatesta, que intervino en nombre de Gregorio,
dijo que si el concilio se trasladaba a una ciudad que no estuviese bajo el
dominio de Florencia, acudiría allí depositando la abdicación en sus manos.
El cisma tricéfalo. Se nombraron
el 4 de mayo las comisiones encargadas de juzgar a ambos papas. De ello
protestaron Roberto de Nápoles y Bonifacio Ferrer, que estaba al frente de una
embajada española que fue maltratada después por el concilio y cuyos miembros
tuvieron que abandonar Pisa perseguidos por el populacho. Los miembros de dicha
comisión eran dos cardenales y dieciséis representantes de las naciones (cuatro
alemanes, cinco franceses, un inglés, cinco italianos y un provenzal). Se
recogieron 62 testimonios, algunos de ellos presentados únicamente por escrito
y, en medio de acusaciones fantásticas que no podían faltar, apareció clara la
culpabilidad: negándose a abdicar, ambos papas impedían que volviera la paz a
la Iglesia. En consecuencia, el 5 de junio de 1409 se leyó la sentencia: se les
declaraba depuestos por cisma, herejía contra el concilio y perjurio al no
cumplir el voto de abdicar. Vacante la sede se procedió a una nueva elección:
como medida cautelar se dispuso que el electo debía reunir dos tercios de los
votos en ambas obediencias. El 26 de junio Pedro Philarghi sería designado por
unanimidad. Tomó el nombre de Alejandro V.
Nacido en Creta, súbdito veneciano,
de humilde familia, era un franciscano formado en Padua, Norwich y Oxford.
Había viajado mucho. Profesor de Sentencias de Pedro Lombardo, era, desde 1381,
doctor por la Universidad de París. De aquí pasó a Pavía, y contando con la
protección de los Visconti fue obispo de Piacenza, Vincenza, Novara y, desde
1402, arzobispo de Milán. Inocencio VII le elevó al cardenalato, encomendándole
la legación en Lombardía. Fue de los primeros en abandonar a Gregorio XII para
sumarse a los rebeldes de Pisa. Su candidatura había sido sugerida por
Baldassare Cossa que, precisamente, le sucedería. Defraudó las esperanzas que
su recta vida personal habían hecho concebir: como primera medida confirmó
todas las actuaciones de los cardenales y del concilio e hizo un reparto de
prebendas entre parientes y amigos. El 7 de agosto el Concilio de Pisa cerró
sus puertas anunciándose que antes de tres años volvería a reunirse para
proceder a la reforma en la cabeza y en los miembros. Se creía que en este
plazo los rivales de Alejandro V desaparecerían.
Benedicto XIII, seguro de la
obediencia española, pasó a Barcelona y luego a Valencia, desde donde formuló
anatemas contra el concilio. Gregorio, confiando en el apoyo de Ladislao, se
refugió en Gaeta: el rey de Nápoles controlaba gran parte de los Estados
Pontificios. Para destruir este poder, Alejandro nombró a Luis II de Anjou
gonfaloniero de la Iglesia, excomulgando a Ladislao y reconociendo los derechos
angevinos sobre Nápoles. Aunque las tropas de Luis II y de Baldassare Cossa se
apoderaron de Roma (12 de diciembre de 1409), Alejandro V no llegó a instalarse
en ella. Fijó su residencia en Bolonia, donde falleció el 3 de mayo de 1410.
El primer Juan XXIII. Por
recomendación de Luis II los cardenales eligieron a Baldassare Cossa, que tomó
el nombre de Juan XXIII. J. Blumenthal («Johann XXIII: seine Wahl und seine
Personlichkeit», Zeitschrift für Kirchen-geschichte, 21, 1901) ha recogido
todas las noticias negativas que convierten a este antipapa en un verdadero
monstruo de liviandad y de codicia. Es indudable que tales exageraciones no
pueden ser admitidas como fidedignas. De hecho, era un soldado, con dotes
políticas antes que hombre de Iglesia: se le había elevado al cardenalato del
título de San Eustaquio en febrero de 1402 como consecuencia de tales
cualidades, que fueron tenidas en cuenta en su elección como papa ya que era el
único que podía conducir la guerra a buen fin. Su primera decisión consistió en
enviar un mensaje a España para reclamar su sumisión. Cayó en el vacío. Francia,
Inglaterra y partes sustanciales de Alemania e Italia le obedecían. Con ayuda
de Luis II derrotó en Roccasecca a Ladislao, entrando en Roma once días más
tarde (22 abril 1411). Pero la vuelta de Luis II a Francia permitió a Ladislao
un cambio radical: abandonó a Gregorio XII, reconoció a Juan XXIII y se encargó
de la protección de Roma. Gregorio se recluyó en Rímini al amparo de Carlos
Malatesta y hasta el momento de su abdicación vivió reducido a la impotencia.
La alianza entre el papa y
Ladislao no podía durar: era un juego de intereses encontrados. Juan XXIII creó
14 cardenales y convocó un concilio que, con muy escasa asistencia, se celebró
en Roma. La única decisión importante fue la condena pronunciada sobre los
escritos de Wyclif (1 febrero 1413). Despejada la amenaza angevina, Ladislao
volvió a sus pretensiones de dominio y en junio de este mismo año el pontífice
tuvo que huir de Roma, de la que se apoderaron los napolitanos. Buscó refugio
en la corte de Segismundo, rey de Romanos, que había llegado entre tanto al
norte de Italia.
Constanza. Elegido en 1411 para
suceder a Roberto, Segismundo, que no alteró la línea de obediencia de su
antecesor, mostró desde el primer instante su convencimiento de que el final
del cisma sólo vendría cuando los tres sedicentes papas abdicasen, estando
todas las naciones conformes. Gregorio no significaba ningún problema: varias
veces había anunciado su intención de renunciar. Estando en Lodi, el rey de
Romanos pidió a Juan XXIII que le enviara procuradores para tratar de la
convocatoria de un concilio que fuese verdaderamente ecuménico: fueron los
cardenales Chalant y Zabarella. El 20 de octubre de 1413 la Cancillería
imperial pudo anunciar que dicho concilio abriría sus puertas en la ciudad de
Constanza el 1 de noviembre del siguiente año. Juan XXIII firmó en efecto la
bula de convocatoria (9 de diciembre). Segismundo dejó pasar algún tiempo antes
de transmitir a Gregorio una invitación.
La dificultad principal se
hallaba en España donde, según se creía, Fernando I, rey de Aragón y regente al
mismo tiempo de Castilla en nombre de Juan II (1407-1454), ofrecía apoyo
absoluto a Benedicto. Entraba en los planes del soberano aragonés casar a su
hijo Juan con la hermana heredera de Ladislao, Juana (1414-1435), que sucedió a
éste precisamente en 1414. Si se unían Sicilia y Nápoles al benedictismo,
podían convertirlo en opción peligrosa. Entre junio y septiembre de 1414,
enviados del rey de Romanos se reunieron con los representantes del papa y con
castellanos, aragoneses y franceses, en Morella, y llegaron a una conclusión:
Benedicto no iba a renunciar en modo alguno, de modo que la esperanza se
cifraba en una entrevista directa entre Segismundo y Fernando; una idea que el
rey de Romanos aceptó.
Juan XXIII llegó a Constanza el
28 de octubre de 1414, siendo recibido con los honores de un verdadero papa.
Pudo entonces creer que el concilio era suyo y que su trabajo consistiría en
lograr que los otros dos electos renunciasen. A la primera misa, ceremonia
oficial de apertura (5 de noviembre), acudieron muy pocas personas; pero luego
la asistencia creció. Cuando Segismundo se instaló en Constanza (24 de
diciembre de 1414) se tuvo la sensación de que se empezaba a trabajar en serio.
Aumentaron los asistentes. Al final estuvieron presentes 29 cardenales, tres
patriarcas, 33 arbozispos, 150 obispos, más de cien abades, 300 doctores y
18.000 laicos de las más diversas procedencias. Nunca se había reunido en la
Iglesia una asamblea tan numerosa. Juan XXIII, que comenzaba a temer, se colocó
bajo la protección del duque Federico de Austria (1382-1439) y del margrave de
Badén. Se dijo entonces que las tareas asignadas al concilio eran tres:
liquidación del cisma, confirmación de la fe, reforma en la cabeza y en los
miembros.
Pedro de Ailly y Guillermo
Fillastre desmontaron la maniobra de Juan XXIII, que presentaba a Constanza
como simple continuación de Pisa, haciendo aprobar (7 de febrero 1415) un
procedimiento que era enteramente nuevo: todo el mundo tendría voz y voto,
expresándose éste a través de la nación correspondiente. Europa, la
cristiandad, estaba formada por cinco naciones: italiana, alemana, francesa,
española e inglesa. Los cardenales perdían su carácter de corporación e Italia
se veía despojada de la primacía que hasta entonces tuviera: era apenas un voto
entre cinco. Ante las protestas de los cardenales, la sesión XI (25 de mayo de
1415) permitió al colegio designar una comisión de seis miem281
bros que podría deliberar con las
naciones aunque sin reconocerle un voto independiente.
Conciliarismo. Ausente la
española, el concilio comenzó a marchar con cuatro naciones. Mientras se
negociaba y deliberaba sobre el cisma, tenía lugar el proceso contra Juan de
Hus (1369-1415) y sus colaboradores, que duraría hasta el 6 de julio de 1415:
la sentencia condenatoria y ejecución del famoso reformador bohemio se
produjeron estando la sede vacante. Fillastre y Pedro de Ailly defendieron con
decisión la tesis de Segismundo: era imprescindible que los tres papas
abdicasen. Se hizo circular entre los conciliares un libelo infame que
presentaba a Juan XXIII bajo las más negras tintas que cabe imaginar.
Atemorizado, el papa consultó con sus colaboradores la posibilidad de
comparecer ante el concilio, hacer una abierta confesión y lograr de este modo
una declaración absolutoria que despejara las calumnias; ellos la
desaconsejaron dadas las circunstancias. Presionado, firmó el 16 de febrero de
1415 una fórmula de abdicación condicionada a que sus rivales lo hicieran
también, pero el concilio la rechazó, por falta de claridad, y le propuso un
texto que, mediante presiones, tuvo que aceptar el 1 de marzo. Entonces el
concilio le aplaudió y Segismundo, en signo de reconocimiento, se arrodilló
para besar su zapato.
Pero en la noche del 20 al 21 de
marzo, disfrazado, Baldassare huyó de Constanza y alcanzó Schaffhausen, desde
donde se dirigió a Friburgo de Brisgovia para ponerse bajo el amparo del duque
de Austria. Fue un momento de gran confusión, porque el concilio perdía su
cabeza. Segismundo llamó a los representantes de las naciones para explicar la
situación, y ellos decidieron seguir adelante. En la tarde del Viernes Santo,
29 de marzo de 1415, en el convento de los franciscanos, tres de las cuatro
naciones presentes, alemana, francesa e inglesa, acordaron defender la doctrina
de la superioridad del concilio sobre el papa. Juan Gerson sostuvo la tesis de
que todo el mundo, incluidos los pontífices, se encuentran obligados a obedecer
al concilio, que cuenta con la asistencia del Espíritu Santo.
Esto era ya conciliarismo. Los
cardenales y la nación italiana estaban dispuestos a oponerse a él. Segismundo
intervino para lograr una suavización en las expresiones que evitara una
ruptura. Se dio a conocer, sin embargo, que algunos cardenales y miembros de la
curia se estaban reuniendo con Baldassare Cossa para restablecer su obediencia
y estallaron tumultos. En la sesión del 6 de abril fue aprobado un decreto —los
cinco Artículos de Constanza— que rompía con las Decretales y toda la tradición
de la Iglesia, declarando que el concilio era superior al papa. Juan XXIII se
había alejado todavía más refugiándose en el castillo de Breisach, que
pertenecía a Federico de Austria; aquí le visitaron Zabarella y una comisión de
cardenales que le conminaban a regresar para responder a las acusaciones que se
habían presentado. Federico se comprometió con los conciliares a entregar a
quien consideraba únicamente como un rehén. El 28 de mayo se pronunció la
sentencia de deposición e inmediatamente el duque dispuso que se le trasladara
en calidad de prisionero a Gottlieben. Años más tarde, tras la conclusión del
concilio, Cossa recobraría la libertad, pero entregando como rescate toda su
fortuna, 30.000 florines de oro. Fue a Roma, pidió perdón a Martín V y se le
reintegró en el colegio hasta su muerte en 1419.
Desde enero de 1415 se
encontraban en Constanza representantes de Gregorio XII, a los que se trató
bastante mal. Ellos habían comunicado la decisión de su señor de abdicar si los
otros lo hacían y siempre que Cossa no presidiera el concilio. Tras la
destitución de Juan XXIII, Carlos Malatesta confirmó este propósito. A fin de
dar una mayor legitimidad a los actos, Juan Dominici presentó el 4 de julio una
bula firmada por Gregorio convocando el concilio. A continuación Malatesta leyó
el acta de abdicación. El que ahora era ya de nuevo Angelo Corario fue nombrado
decano del colegio de cardenales, obispo de Porto y legado perpetuo en la marca
de Ancona. Moriría en Recanate el 18 de octubre de 1417.
Interregno (4 julio 1415 - 11 noviembre
1417)
Entre el 4 de julio de 1415 y el
11 de noviembre de 1417 se produjo en la Iglesia un interregno muy singular:
por vez primera la Iglesia estaba, sede vacante, gobernada por un concilio y no
por el colegio de cardenales. Segismundo seguía firme en la idea de que no
debía procederse a una nueva elección mientras no hubiera sido eliminado el
tercero de los sedicentes papas, Benedicto XIII. Embajadores de este último y
de los reyes españoles habían insistido en Constanza el 4 de marzo de 1415 en la
idea de una entrevista con Fernando y con don Pedro de Luna, señalando la
ciudad de Narbona. El rey de Romanos aceptó y emprendió el viaje en el mes de
julio del mismo año. La enfermedad que padecía Fernando I fue causa de que la
entrevista tuviera que celebrarse en Perpignan, tierra catalana, a partir del
17 de septiembre. Los españoles comenzaron defendiendo la vía iustitiae, es
decir, aquella información que debía permitir averiguar quién de los electos
era legítimo papa. Benedicto propuso dos fórmulas: que se repitiese la elección
de 1378 con los cardenales supervivientes de aquel cónclave —es decir,
únicamente él—, prometiendo que en modo alguno se votaría a sí mismo; o que se
estableciese una negociación con arbitros entre sus procuradores y los del
concilio. No hubo modo de inducirle a abdicar. Al final, Fernando optó por
retirarle su obediencia, firmando con Segismundo un convenio (13 de diciembre
de 1415) que implicaba la incorporación al concilio de Aragón, Castilla,
Navarra, Escocia y Armagnac. Ésta fue la decisión que san Vicente Ferrer
comunicó a Benedicto el 6 de enero de 1416.
Hubo fuertes retrasos en la
constitución de la nación española. Los procuradores de Portugal y Aragón
fueron admitidos el 15 de octubre en 1416 y los de Navarra el 24 de diciembre
del mismo año. Pero los de Castilla no quisieron hacerlo hasta el 18 de junio
de 1417, porque como L. Suárez \'7bCastilla, el cisma y la crisis conciliar,
Madrid, 1960) ha comprobado, exigieron seguridades de que se procedería a una
elección de papa antes que a los decretos de reforma. La deposición de
Benedicto XIII como culpable de perjurio, al haber incumplido la promesa de
abdicar, de cisma y de herejía contra la Unam Sanctam —no se pudo formular
acusación alguna respecto a su conducta personal—, tuvo lugar el 26 de julio de
1417.
Segismundo compartía el
pensamiento de la nación alemana: la reforma debía preceder a la elección de
papa a fin de que el nuevo vicario de Cristo se encontrara con una Iglesia
reformada. Los cardenales y las dos naciones de Italia y España sostenían que
la primera y principal de las reformas era precisamente devolver a la Iglesia
su cabeza. Hubo fuertes debates. Llegó la solución cuando el obispo de
Winchester, Enrique de Beaufort, tío de Enrique VI de Inglaterra (1422-1461),
asumió la presidencia de su nación y sumó su voto al de las dos mencionadas,
estableciendo una mayoría a la que entonces se sumó Francia. Un decreto del 9
de octubre de 1417 declaró que la reforma se haría inmediatamente después de la
elección. Alemania se sintió entonces traicionada. Fue ésta la primera raíz de
las gravamina, que se esgrimirían más tarde en la Reforma. El 30 de octubre el
concilio aprobó un programa de 18 puntos para esa reforma, que el futuro electo
tenía que comprometerse a aceptar.
Por una
sola vez, y habida cuenta de las excepcionales circunstancias que entonces
concurrían, las naciones estuvieron de acuerdo para que en el cónclave, además
de los 23 cardenales existentes, tomaran parte otros treinta prelados o
embajadores, seis de cada nación. Se reunieron el 8 de noviembre y en sólo tres
días llegaron al acuerdo de elegir al cardenal diácono Otón Colonna que, por la
festividad del día, quiso llamarse Martín V. Tuvo que ser ordenado antes de que
se procediera, el día 21 del mismo mes, a su coronación. Felipe de Malla
pronunció en esta ceremonia un discurso en que establecía la comparación entre
las doce estrellas del Apocalipsis y los doce reyes que habían conseguido
acabar con el cisma. Benedicto XIII mantuvo su condición de papa, sin ser
molestado, en la pequeña villa de Peñíscola, rodeado por un minúsculo grupo de
fieles seguidores hasta su muerte en 1423, contando 95 años de edad. Los tres
cardenales que le sobrevivieron eligieron entonces a Gil Sánchez Muñoz,
arcipreste de Teruel, que tomó el nombre de Clemente VIII. Obedeciendo las
sugerencias de Alfonso V abdicaría en una solemne ceremonia el 28 de julio de
1429, haciendo que los cardenales de él dependientes proclamasen también a
Martín V como legítimo papa. Gil Sánchez moriría en 1446 siendo obispo de Mallorca.
Martín V (11 noviembre 1417 - 20
febrero 1431)
Decretos finales del concilio.
Martín V comenzó su programa de reformas mediante el restablecimiento de la
curia, tomando para ella, como el concilio propusiera, personas procedentes de
las dos obediencias. Modesto, de buen juicio y notable prudencia, entendía que
dicho programa tenía que empezar precisamente por la cabeza, es decir,
restaurando el principio de autoridad y conservando la colación de todos los
beneficios con los ingresos que éstas procuraban. Incorporó seis cardenales a
la comisión de reforma. Pero el colegio no tenía mucho interés en ella y cada
una de las naciones tenía su propio programa que no coincidía con el de la
nación vecina. Los alemanes se adelantaron a presentar en enero de 1418 lo que
podríamos llamar un croquis general, que afectaba por igual a todos los países.
Martín suprimió dos puntos (la protesta por excesivas apelaciones a la curia y
la referencia a aquellos casos en que un papa puede ser juzgado por el
concilio) y presentó los demás a la aprobación de las naciones. Así surgieron
los siete decretos del 20 de marzo de 1418:
Supresión de las exenciones
otorgadas a monasterios durante el cisma.
Revocación de las uniones
concedidas para reformar con varios beneficios un solo título.
Renuncia por parte del papa a
percibir las rentas de los beneficios vacantes.
Suspensión inmediata de todos
aquellos que hubiesen sido ordenados con simonía.
Obligación de residencia para
todos los titulares de beneficios, privándose de ellos a los obispos que no se
hubiesen hecho consagrar.
Supresión de todos los diezmos
concedidos hasta entonces y compromiso de no imponer otros nuevos excepto en
casos especialmente graves.
Corrección de los abusos
producidos en el vestir y comportamiento de los clérigos ordenados.
Los decretos tuvieron escasa
efectividad. Pero en cambio Martín V se vio obligado a firmar concordatos con
Alemania, Francia, Italia y España (13 de mayo de 1418) que restringían durante
cinco años —hasta la celebración del siguiente concilio— muchas de las
prerrogativas pontificias. El acuerdo con Inglaterra era más fuerte, ya que no
reconocía límites de tiempo confirmando así el Estatuto de Provisores que iba a
permitir a los monarcas británicos conformar un clero a su medida. El papa pudo
recuperar gran parte de sus poderes en Francia por la confusa situación
provocada por la guerra y porque el Parlamento de París se negó a registrar el
concordato, alegando que había sido firmado con la Iglesia y no con el
príncipe. En aquellos momentos los borgoñones ocupaban París reconociendo a
Enrique VI, y los obispos franceses estaban divididos entre las dos
obediencias.
La tarea de reconstrucción. El 22
de abril de 1418 concluyó el Concilio de Constanza. Comenzaba ahora la tarea
más difícil, precisamente aquella en que, según P. Partner (The Papal State
under Martin V, Londres, 1958), obtendría el mayor éxito: recuperar su poder en
Italia. Habiendo celebrado el 15 de mayo su última misa, Martín abandonó
Constanza al día siguiente, acompañado hasta Gottlieben por una inmensa
muchedumbre. Allí embarcó rumbo a Schaffhausen. Por Berna y Ginebra, viajando
lentamente, llegó a Milán. En Florencia tuvo que detenerse 19 meses porque ni
Roma, ocupada por Juana II, ni Bolonia, sometida a tiranuelos locales, le
obedecían. A sus hermanos Jordano y Lorenzo les nombró respectivamente duque de
Amalfi y príncipe de Salerno, y conde de Alba. Mediante negociaciones logró que
Juana II retirara sus tropas de Roma y así pudo entrar en la ciudad el 29 de
septiembre de 1420 con un ceremonial deliberadamente fastuoso.
La vieja capital era una ruina:
hubo que comenzar reponiendo la techumbre de San Pedro, que se había caído.
Martín V inició la profunda transformación que haría de la capital de la
Iglesia la gran ciudad del Renacimiento, contratando artistas como Massaccio,
Giacomo Bellini o Gentile da Fabriano. Pero la guerra era en aquellos momentos
la ocupación fundamental. Un condottiero, Braccio da Montone, se encargó de
recuperar los Estados Pontificios, que significaban una muy sustantiva fuente
de rentas. Mientras tanto, de acuerdo con el decreto Frequens aprobado en
Constanza (5 de octubre de 1417), tuvo que convocar un Concilio en Pavía (22
septiembre de 1423). W. Brandmüller (Das Konzil vori Pavía-Siena, 1423-1424,
Münster, 1968) ha comprobado que el conciliarismo reapareció, aunque la
asistencia fuera muy escasa. A causa de la peste, las sesiones se trasladaron a
Siena. Aquí la gran figura fue precisamente un español, Juan Martínez de Contreras,
arzobispo de Toledo, que gozaba de la confianza de Martín V. Se comenzó a
trabajar en un programa de reformas preparado por maestros franceses que
tendían a disminuir los poderes pontificios: supresión de las expectativas,
reducción de las causas susceptibles de apelación ante la curia, sometimiento
de ésta a los decretos conciliares y reforma del colegio mediante la condición
de que el papa sólo pudiera nombrar cardenales de entre una lista de candidatos
propuesta por las naciones. Naturalmente, el interés de Martín V estaba en
cerrar lo antes posible los trabajos conciliares.
La guerra de Nápoles y los
disturbios acaecidos en el norte de Italia, acontecimientos ambos en los que
aparece mezclado Alfonso V de Aragón, permitieron a Martín V poner fin al
concilio tras la sesión del 25 de febrero de 1424. Braccio de Montone se había
convertido ahora en una amenaza porque se había pasado al servicio de Juana II.
El papa consiguió derrotarle en L’Aquila, consolidando de este modo su dominio
sobre los Estados Pontificios. Desde 1428 puede decirse que el pontificado se
había restablecido en su antiguo poder. Estaba previsto que el concilio
volviera a reunirse en 1431 y, a pesar del temor que inspiraban los
doctrinarios, Martín V no quiso alterar este compromiso.
Mientras tanto continuaban sus
esfuerzos de reforma. Decretos de 13 de abril y 16 de mayo de 1425 redujeron
los oficios de la curia, rebajaron las tasas por colaciones y adoptaron normas
disciplinarias. Aparecen también por este tiempo los primeros humanistas, con
Antonio Loschi y Poggio Bracciolini. A la hora de promover cardenales, el papa
buscó personas dentro de esta línea, verdaderos hombres de Iglesia, como
Domingo Capránica, Julio Cesarini (1389? -1444) o el beato Luis de Alemán.
Mostró comprensión inusual hacia los judíos, prohibiendo que se predicara
contra ellos y que se bautizara a niños menores de doce años. En 1426 fue
presentada una denuncia contra san Bernardino de Siena, que difundía la
devoción al santo nombre de Jesús, pintando en todas partes el anagrama «JHS»;
algunos frailes le acusaban de que fomentaba una superstición. El papa escuchó
la defensa que de esta práctica hizo san Juan Capistrano y autorizó que
continuara. De su tiempo data la fundación de las oblatas por santa Francisca
Romana (1425).
La apelación que formulara Juana
de Arco contra el proceso inquisitorial a que estaba siendo sometida, llegó a
Roma cuando el papa había fallecido. Las difíciles circunstancias que siguieron
fueron causa de que la revisión de la causa no se emprendiera hasta la época de
Calixto III.
Eugenio IV (3 marzo 1431 - 23
febrero 1447)
La elección. Tres semanas antes
de su muerte, el 1 de febrero de 1431, Martín V había firmado las bulas que
convocaban el concilio para la ciudad de Basilea y otorgaban poderes a Julio
Cesarini, entonces legado en la guerra contra los husitas, para reunirlo,
presidirlo y también clausurarlo. De estas bulas tomaron pie los cardenales
para juramentarse en torno a unas condiciones que habría de cumplir el nuevo
papa: habría de hacerse a través del concilio la esperada reforma in capite et
in membrís; se garantizaría al colegio la mitad de las rentas pontificias; no
se procedería contra un miembro del mismo sin acuerdo de sus colegas; y que el
juramento de fidelidad de los oficiales tuviera que dirigirse al papa y al
colegio conjuntamente. Bajo tales condiciones procedieron a elegir a Gabriel
Condulmer, un pariente de Gregorio XII, veneciano y de familia rica, austero
agustino, obispo de Siena, cardenal desde 1408. En el momento de su elección
gobernaba la marca de Ancona y Romagna. Aunque su conducta personal fuese
irreprochable, le faltaban sin duda dotes de habilidad en el difícil juego de
la política. Al proceder contra los Colonna, tratando de recobrar las vastas
posesiones que disipara su antecesor, se excedió en el rigor, provocando una
terrible enemistad.
El concilio suspendido. El
problema fundamental era el concilio ya convocado. Las tormentas que amenazaban
desde Constanza estallaron ahora con gran violencia. Eugenio IV confirmó el 31
de mayo el nombramiento y poderes de Cesarini, pero éste, ocupado en los graves
problemas de su legación, no pudo asistir personalmente a la sesión inaugural,
del 23 de julio, haciéndose representar por Juan de Palomar y Juan de Ragusa. Se
fijaron de inmediato los cuatro cometidos: reforma de la Iglesia, solución del
conflicto husita, restablecimiento de la paz entre Francia e Inglaterra y
búsqueda de la unión con la Iglesia oriental. La cruzada contra los husitas
registraba un desastre: Cesarini, vencido en el Taus, llegó a Basilea con el
convencimiento de que era el concilio la única vía posible para resolver el
problema haciendo concesiones a los sectores moderados. Hasta el 14 de
diciembre de 1431 no se celebró la primera sesión solemne; en este momento la
asistencia era muy escasa.
Mientras tanto Eugenio IV había
recibido, por medio del canónigo Jean Beaurepere, enviado por Cesarini, un
comunicado desalentador: la exigua asistencia, las dificultades de acceso a
Basilea, la cercanía amenazadora de Federico de Austria y del duque de Borgoña,
la hostilidad demostrada por los habitantes, eran motivos suficientes para que
se pensara en otro lugar. Se habían recibido además noticias alentadoras de los
griegos, que se mostraban deseosos de negociar la unión pero reclamaban una
ciudad a ellos más asequible. Todo esto decidió al pontífice, en una fecha tan
temprana como el 12 de noviembre de 1431, a ejecutar el traslado. Una bula (18 de
diciembre) enviada a Cesarini por medio del nuncio Daniel de Rampi, ordenaba la
disolución del concilio, convocando otro para Bolonia año y medio más tarde. La
lentitud de los viajes fue causa de que los documentos pontificios no se
leyeran hasta el 13 de enero de 1432, cuando ya habían comenzado negociaciones
esperanzadoras con los husitas. Se produjo un gran escándalo, menudeando las
actitudes destempladas. Cesarini se colocó al lado del concilio y escribió
inmediatamente al papa solicitando una rectificación.
En la segunda sesión general, el
15 de febrero, los padres conciliares pusieron en vigor los decretos de
Constanza, nunca confirmados, y declararon que, siendo el concilio superior al
papa, no podía ser disuelto por éste. En consecuencia las reuniones debían
continuar hasta que se alcanzase la reforma en la cabeza y en los miembros.
Segismundo temió que llegara a producirse una ruptura, pero no quería
desautorizar a un concilio que se celebraba en tierra alemana. Por su parte,
una asamblea de obispos franceses, reunida en Bourgcs, acordó apoyar la
decisión conciliar, aunque tratando al papa con obediencia y caridad. J. Haller
(Concilium Basiliense. Studien und Quellen zur Geschichte des Concils von
Basei, 2 vols., Basilea, 1896-1897), en un estudio que sigue siendo
imprescindible para el conocimiento de estos sucesos, llega a la conclusión de
que un verdadero espíritu revolucionario y antijerárquico se había apoderado ya
de los conciliares. Éstos eran, en la tercera sesión general, diez obispos y
setenta doctores, nada más (29 abril 1432); en ella se acordó desobedecer la
bula. Los maestros en teología se sentían como los profetas de una nueva edad,
pretendiendo destruir la estructura jerárquica de la Iglesia a fin de otorgarle
una verdadera dirección intelectual.
Eugenio fue consciente del grave
riesgo. Los grandes pensadores de la época, como Capránica, Nicolás de Cusa
(1401-1464), autor del De concordia catholica libri tres, y Eneas Silvio
Piccolomini (1405-1464), futuro papa, tomaron parte en aquella primera fase en
favor del concilio. Cesarini insistió el 5 de junio en carta al papa pidiendo
que suspendiera el traslado para no poner en riesgo la paz con los utraquistas
de Bohemia. Poco a poco el concilio se iba afirmando en sus posiciones: en la
sesión IV, del 20 de junio, usurpó abiertamente funciones que correspondían al
poder ejecutivo, como dar salvoconductos a los husitas moderados, nombrar a
Alfonso Carrillo legado en Avignon y acordar que si el solio llegaba a quedar
vacante, la nueva elección tendría lugar en Basilea. En la sesión V, del 9 de
agosto, se aprobó el reglamento. Manteniendo las naciones, éstas estarían
supeditadas a cuatro comisiones (dogma, reforma, pacificación de la Iglesia y
asuntos diversos) en cuyo seno el voto de los obispos quedaba absolutamente
sumergido por el de los doctores. En la sesión VI, a la que concurrieron ya 32
obispos, lo que seguía siendo una ínfima minoría, se iniciaron los ataques al
papa, cuya deposición fue reclamada por desconocimiento de la superioridad
conciliar. Contarini reasumió la presidencia el 18 de diciembre; trataba sin
duda de salvar al concilio haciéndolo entrar por vías de moderación. Pero sólo
pudo conseguir que se diera a Eugenio IV un plazo de sesenta días, en tono de
ultimátum, para que retirase el decreto de traslado.
El papa, cede. El año 1433 estuvo
marcado por fuertes tensiones, amenazadoras para la autoridad del pontífice: la
Iglesia entraba en la vía revolucionaria. El 19 de febrero, en medio de un gran
alboroto, los maestros pidieron que se declarara a Eugenio IV contumaz y se le
depusiera, porque el concilio era cabeza de la Iglesia y todos le debían
obediencia. El papa intentó entonces negociar enviando a Felipe de Malla,
Ludovico Barbo, reformador de los benedictinos, Nicolás Tedeschi, conocido como
el Panormitano, y Cristóbal, obispo de Cervia. Propusieron una prórroga del
concilio por otros cuatro meses a fin de culminar las negociaciones con los
husitas, trasladándose luego a Bolonia, sin solución de continuidad, dándose a
la propia asamblea la administración de la ciudad. La misma oferta en el caso
de que se escogiera otra sede satisfactoria para los griegos. Pero los padres
conciliares, cada vez más exaltados, rechazaban cualquier fórmula: en las
sesiones de 5 de junio, 13 de julio y 17 de noviembre se profirieron insultos y
amenazas contra Eugenio, a quien se ordenaba comparecer y someterse.
Pero entonces muchos de los que
al principio apoyaran el proyecto de reforma por la vía conciliar, empezaron a
temer los desmanes de los asamblearios. E. Van Steenberghe (Le cardinal Nicolás
de Cuse, 1401-1466: l’action, la pensée, Lille, 1920) explica que no hubo
ningún cambio en el modo de pensar de los humanistas, sino un desbordamiento
por parte de los revolucionarios. Segismundo temió que fuera a reproducirse el
cisma y viajó a Roma para ser coronado emperador (31 de mayo de 1433), haciendo
así público y expreso reconocimiento de la autoridad de Eugenio, al que, por
otra parte, recomendaba que se mostrara condescendiente.
La autoridad y prestigio del papa
tocaban sus horas bajas. Fue el momento que los Visconti, desde Milán, aliados
a los Colonna de Roma, aprovecharon para desencadenar la gran revuelta. Un
ejército, que se presentaba a sí mismo como obrando en nombre del concilio, a
las órdenes de dos famosos condottieros, Nicolás Fortebraccio y Francisco
Sforza (1401-1466), invadió la marca de Ancona apoderándose de ella. Eugenio
pudo comprar a Sforza nombrándole gonfaloniero de la Iglesia, pero no pudo
impedir que estallara un levantamiento en Roma, donde se proclamó la República.
El papa se refugió en Santa María del Trastévere y, en circunstancias de
extrema necesidad, firmó la bula Dudum siquidem del 15 de diciembre de 1433,
que dejaba en suspenso la disolución y traslado del concilio.
Eugenio tuvo que huir de Roma,
perseguido por la muchedumbre, en mayo de 1434. Tendido en el fondo de un bote
pudo llegar a Ostia, en donde embarcó en una nave del pirata Vitelio, llegando
a Florencia el 22 de junio. Durante un decenio Florencia se convertiría en la
capital de la cristiandad; un hecho que influyó en gran medida en que la ciudad
del Amo llegara a ser la primera en cuanto al nivel del Renacimiento cultural.
La curia se contagiaría de humanismo.
Aparentemente se había logrado la
reconciliación entre el papa y el concilio: desde el 26 de abril de 1434 los
legados recobraron la presidencia. Pero los conciliaristas entendieron que era
la suya una victoria absoluta, sin concesiones, y en la sesión XVIII (26 de
junio) exigieron de todos los presentes que prestaran juramento de obediencia
reconociendo la superioridad del concilio sobre toda la Iglesia. Pero en agosto
de 1434 se incorporó la legación castellana, presidida por Alfonso de Cartagena
(1385-1456), que iba a desempeñar un papel importante en favor de la autoridad
pontificia: planteó de inmediato dos debates, uno sobre el derecho de
preferencia de la nación española sobre la inglesa y el otro sobre los títulos
que a su rey correspondían en relación con las Canarias.
Concluida con éxito la
negociación con los husitas moderados, que permitiría en breve tiempo liquidar
el problema, se pasó a tratar de la unión con los griegos: Juan VIII Paleólogo
(1425-1448) urgía porque necesitaba de un gran esfuerzo occidental para
rescatar la capital de su Imperio prácticamente sitiada por los turcos.
Entonces se produjo una división: los conciliaristas exigían de los bizantinos
que fueran a Basilea o, en caso necesario, a Ginebra o Avignon; pero el papa
había adquirido el compromiso de que el concilio se celebraría en una ciudad de
fácil acceso. Las discusiones alcanzaron de nuevo un tono violento: se pensaba
en que todo era un pretexto para detener la reforma radical que se estaba
intentando: un decreto del 22 de enero de 1435, que privaba de sus beneficios a
los clérigos concubinarios, hacía mención expresa de los más altos dirigentes
de la Iglesia incluyendo al papa; otro más grave, del 9 de junio, suprimía las
anatas y servicios comunes, privando a la sede romana de su fuente de ingresos.
Las protestas que elevaron los nuncios y legados (26 de agosto) fueron
sencillamente ignoradas.
La ruptura. Fue entonces cuando,
afirmada su posición en Florencia, el papa se decidió a plantar batalla. El 1
de junio de 1436 envió a los príncipes cristianos un escrito acusando al
concilio de abusos inaceptables, de destruir en la Iglesia el principio de
autoridad —algo que a ellos también afectaba— y, especialmente, de impedir el
logro del más importante de los objetivos, esto es, la unión con los griegos.
Las negociaciones para esta unión databan de 1422 y los bizantinos habían dado
su conformidad en aceptar una fórmula de fe que fuese elaborada por un
concilio. Siendo imposible reunirlo en Constantinopla (primera opción) se pensó
en alguna de las ciudades accesibles desde Venecia, destinada a ser puerto de
enlace. Eugenio IV estableció de nuevo la necesidad del traslado. El concilio
se encrespó: el 7 de mayo el cardenal Luis de Alemán, dirigiendo la mayoría,
presentó una especie de conminación para que el papa compareciera en término de
sesenta días so pena de deposición. La respuesta del papa fue la bula Doctoris
gentium del 18 de septiembre del mismo año 1437, trasladando las sesiones a
Ferrara. Todos los miembros del concilio debían hallarse en esta ciudad antes
del 8 de enero de 1438.
El 1 de octubre de 1437, en una
sesión que presidía Jorge, obispo de Vise Eugenio IV fue declarado contumaz.
Este gesto se volvió contra los concilia, ristas. Todos los cardenales, salvo
Luis de Alemán, se colocaron al lado de Eugenio IV. La delegación inglesa
abandonó el concilio antes de que éste, el 24 de enero de 1438, suspendiera al
papa en sus funciones declarando dogma de fe tres decretos: superioridad del
concilio sobre el papa, prohibición de disolverlo, prorrogarlo o trasladarlo
salvo con acuerdo del mismo, y definición de herejía para cualquier oposición a
estas tres verdades. Inmediatamente hizo lo mismo la nación española, formada
entonces únicamente por los embajadores castellanos. La muerte de Segismundo, a
quien sucedió Alberto II de Austria (1438-1440), privó a la nación alemana,
única en que podían confiar los conciliaristas, de su principal apoyo: la
Dieta, reunida en Frankfurt (17 de marzo de 1438), acordó recomendar la
neutralidad en el conflicto entre concilio y pontificado. Carlos VII de Francia
reunió en Bourges una asamblea del clero (1 de mayo a 7 de junio de 1438) y en
ella se acordó mantenerse en la obediencia a Eugenio IV, pero después de haber
incorporado a una Pragmática Sanción de 23 artículos (7 de agosto de 1438) los
decretos de reforma aprobados por el concilio que permitían el refuerzo de la
autoridad del rey sobre la Iglesia. Siguiendo «las laudables costumbres de la
Iglesia galicana» se suprimían las reservas de beneficios, debiendo conferirse
esto a quienes de iure correspondiese, se sustituían las anatas y rentas comunes
por una indemnización, y se limitaban las apelaciones a Roma.
Las monarquías habían conseguido
sus objetivos y ahora abandonaban el concilio a su suerte. Este siguió
adelante: declaró vacante la sede romana y procedió a designar una comisión
que, sustituyendo al colegio, hiciera la elección de un nuevo papa (25 de junio
de 1439). El 5 de noviembre del mismo año sería proclamado Amadeo VIII, conde
de Saboya y prior de los Caballeros de San Mauricio. En una muy curiosa
conversación con Luis de Alemán y Eneas Silvio, el antipapa, que tomó el nombre
de Félix V, pidió explicaciones acerca de la falta de recursos a que le
condenaban, pues no estaba dispuesto a sacrificar sus propios bienes, que eran
el patrimonio de sus hijos. Una de sus primeras decisiones consistió en nombrar
a Alemán, cardenal de Arles, presidente del concilio. En este preciso momento
Eneas Silvio decidió abandonarle para volver al servicio de Eugenio IV.
Los éxitos de Eugenio IV. Desde
finales de enero de 1438 Eugenio IV estaba en Ferrara presidiendo las sesiones
con notable éxito. El 15 de febrero hizo que se pronunciara la excomunión
contra los que seguían reunidos en Basilea. Todas las grandes figuras de la
primera etapa, como Cesarini, Juan de Torquemada, Nicolás de Cusa, estaban ya a
su lado. En marzo llegaron Juan VIII, su hijo, y el patriarca de
Constantinopla, José II. La voz de los que se oponían a la unión estuvo a cargo
de Marcos Eugenicos, metropolita de Éfeso. Los unionistas contaban con dos
figuras extraordinarias, Besarion (1402-1472), metropolita de Nicea, y el
teólogo Gemistos Pleton. Hubo discusiones prolongadas y falta de dinero: los
griegos viajaban con cargo a la sede romana.
Por eso en enero de 1439 se
decidió el traslado a Florencia, alegando un brote de epidemia, aunque en realidad
era porque la ciudad de los banqueros había decidido hacerse cargo de los
gastos. Aquí, en la sesión solemne del 6 de julio de 1439, se leería el decreto
de unión, que no tuvo las consecuencias que de él se esperaban por la
incapacidad de los occidentales para liberar Constantinopla, de la que
finalmente se adueñaron los turcos en 1453. El concilio viajaría después con el
papa a Roma y aquí celebró otras dos sesiones.
En enero de 1443 Eugenio IV había
establecido su sede en la Ciudad Eterna, poniendo fin a un largo período de
ausencias. Se cerraba una etapa en la historia del pontificado. Es cierto que
el decreto del 6 de julio, jubilosamente conocido como Laetentur coeli, falló
en su cometido principal, puesto que ni la Iglesia bizantina ni la rusa se
unieron, pero sí trajo algunas incorporaciones importantes: armenios (1439),
jacobitas de Egipto (1443), nestorianos de Mesopotamia y de Chipre (1445)
aceptaron la obediencia al papa, conservando muchas de sus peculiaridades. La
rebelión de Basilea, carente de apoyos y perdida en sus metas, se reveló apenas
como la obra de grupos minoritarios. Pasado el 16 de mayo de 1443 no celebraría
nuevas sesiones. Félix V abdicó solemnemente el 7 de abril de 1449,
integrándose en el colegio como cardenal de Santa Sabina.
Un cierre en falso: Alemania.
Quedaba aún el gran problema de Alemania. Para muchos eclesiásticos de esta
nación, Basilea había aparecido como respuesta a sus deseos de reforma. Durante
seis años la Dieta mantuvo la declaración de neutralidad, dando origen a que
los obispos, especialmente aquellos que tenían poderes temporales, procediesen
con absoluta independencia. En 1439 una nueva Dieta, en Maguncia, ante la que
estuvieron acreditados embajadores franceses, castellanos, portugueses y del
duque de Milán, acordó reconocer la legitimidad de los decretos conciliares en
la medida en que se acomodasen a las necesidades alemanas. Dos electores, los
de Colonia y Tréveris, incluso habían reconocido como papa a Félix V. Desde el
momento de su elección, en 1440, Federico III de Habsburgo (t 1493) mostró una
fuerte decisión negociadora. Dos legados pontificios, Juan de Carvajal
(1399-1469) y Eneas Silvio Piccolomini, trabajaron en etapas sucesivas y
trabajaron con gran eficacia: el llamado «concordato de los príncipes»,
negociado en febrero de 1447 por el propio Piccolomini, consiguió que a cambio
de concesiones en la reforma la nación alemana volviera a la plena obediencia
de Eugenio IV. El tiempo del cisma parecía definitivamente superado.
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