jueves, 16 de marzo de 2017

Diccionario de Papas y Concilios (años 1342-1404)

Clemente VI (7 mayo 1342 - 6 diciembre 1352)
Un papa pródigo. Felipe VI estaba tan interesado en disponer de un papa favorable que envió a su propio hijo, el duque de Normandía, a Avignon con objeto de asegurar la designación de Pedro Roger, su antiguo canciller, ahora obispo de Rouen. No tuvo necesidad de ejercer ninguna clase de presión, pues antes de que el príncipe llegara a Avignon, los cardenales le habían elegido por unanimidad. Tras el gobierno austero de Benedicto estaban deseosos de tener un pontífice más condescendiente. Escogió el nombre de Clemente porque quería que la clemencia fuera su principal virtud. Contaba entonces 51 años, pues había nacido en Maumont (Limousin), hijo del señor de Rosier d’Égletons en 1291. Desde los diez años de edad vestía el hábito de los benedictinos, que le habían preparado cuidadosamente. Se le consideraba como el mejor orador de su tiempo y, desde luego, poseía una amplia instrucción. Un cambio radical se produjo en la curia: lujo y derroche hicieron que apenas pudiera distinguirse de las cortes principescas. Pródigo con sus amigos y parientes, amigo de banquetes y de fiestas, los cronistas más adversos como Mateo Villani, Matías de Neuenburg y el Chronicon Estense, le acusan de mujeriego, aunque probablemente esto es producto de una calumnia, muy extendida y, por consiguiente, aceptada.
Las tasas ordinarias aumentaron su rendimiento hasta los 195.000 florines de oro, pero los gastos alcanzaron los 165.000. A éstos habría que añadir el continuo despilfarro de fiestas y banquetes (fue especialmente famoso el que ofreció el cardenal Aníbal de Ceccano, en que, en medio de bailes y representaciones, se sirvieron 27 platos mientras se dejaban correr fuentes de vino), así como las joyas y vestidos (reunió hasta 1.800 pieles de armiño), que se abordaban recurriendo al tesoro acumulado por sus antecesores. Ochenta mil florines de oro se invirtieron en 1348 al comprar a la reina Juana de Nápoles (1343-1382) la ciudad de Avignon y el condado Venaisin; en este caso se trataba de una operación excelente, ya que convertía al papa en dueño del territorio en que moraba. Avignon se desarrolló hasta convertirse en una de las plazas mercantiles más prósperas de todo el Occidente. Las embajadas, como la de Tartaria en 1338, y la que Alfonso XI (1313-1350) remitió con el botín de la batalla del Salado, dieron lugar a costosas recepciones. Para compensar los gastos, Clemente VI dispuso la reserva de todos los nombramientos episcopales y de otros muchos beneficios, porque de este modo se percibían directamente anatas y otras contribuciones (A. Pélissier, Clemente VI le magnifique, París, 1951).
Raíz del anglicanismo. Estas medidas, impopulares, tropezaron con una fuerte resistencia en Alemania y de una manera especial en Inglaterra, donde se le consideraba además como beligerante en favor de Francia. Fue entonces cuando Eduardo III publicó los primeros Estatutos llamados de Provisores (1351) y Praemunire (1353), que permitían al rey rechazar colaciones de beneficios y sentencias procedentes de la curia e incluso a los obispos establecer relaciones con la Santa Sede sin autorización del rey. Es cierto que existía una razón profunda para las quejas: Clemente VI estaba apoyando a Felipe VI con préstamos, diezmos, subsidios de cruzada y rentas eclesiásticas. No es, por consiguiente, extraño que se originara una abundante literatura panfletaria: una pieza especialmente curiosa es la de la supuesta carta de Lucifer, felicitando al papa que, con su mal ejemplo, le poblaba el infierno de almas.
Opuesto decididamente a Luis de Baviera, le cupo la satisfacción de obtener en este punto una victoria. En agosto de 1342 reiteró la excomunión, y mediante la bula Prolixa retro (12 abril 1343) le conminó a deponer sus vestiduras imperiales, invitando al obispo de Tréveris a convocar a los electores para proceder a una nueva designación. Luis ofreció su sometimiento completo, pero fue rechazado. El 13 de abril de 1346 (bula Olim videlicet) se pronunciaron la excomunión y deposición de forma solemne. Entonces cinco de los siete electores, los tres eclesiásticos más Bohemia y Sajonia, decidieron proclamar a Carlos, el hijo de Juan de Bohemia. La muerte de Luis de Baviera (11 octubre 1347) hizo que Carlos IV fuera reconocido sin dificultad.
Aspectos positivos. P. Fournier («Clemente VI», Hist. Lit. de la France, 37, 1936) y R. Guillemain (La Cour Pontificale d’Avignon, 1309-1376, París, 1962) descubren los aspectos positivos de un pontificado que supo hacer frente a grandes desdichas, como la guerra y la peste, empleando grandes sumas en aliviar el sufrimiento, y que ante la noticia de la existencia de islas pobladas en el Atlántico, de Azores a Canarias, recordó a los cristianos que era ilícito reducir dichas poblaciones a la esclavitud. A principios de 1343 llegó a Avignon una embajada romana con dos encargos: que el papa regresara a su ciudad asumiendo las funciones de senador, y que promulgara un nuevo Año Santo para 1350, dado el hecho de que el intervalo de un siglo dejaba a la inmensa mayoría de los cristianos sin poder lucrar la indulgencia. El papa aceptó la segunda de las peticiones, y en la bula Unigénitas Dei Filias habló por primera vez del tesoro de gracias que los méritos de Cristo y de los santos proporcionan a la Iglesia como fuente para la concesión de indulgencias.
En 1348 se desató en Europa la peste negra, una epidemia que trajeron de Crimea barcos genoveses. Avignon sufrió terriblemente: en un cementerio que compró Clemente se inhumaron en pocos días once mil cadáveres. Para muchos era el azote un castigo de Dios. Partiendo de Alemania, grupos de flagelantes que se azotaban durante treinta y cinco días trataron de frenar la epidemia mediante penitencia. Se recrudecieron en muchos lugares las persecuciones contra los judíos, a los que se acusaba de propagar la enfermedad. Hubo desviaciones hacia la superstición que movieron al papa a tomar disposiciones contra los flagelantes. En las órdenes religiosas las pérdidas fueron sensibles y la necesidad de rellenar los huecos con improvisadas vocaciones se reflejó en el deterioro de la disciplina.
Cola di Rienzo. Clemente no tuvo intención de regresar a Roma, pero no quiso desentenderse de la situación en la ciudad. En la embajada de 1343 figuraba Nicolás de Arezzo (Cola di Rienzo), un soñador de humilde cuna, que entusiasmó al papa con sus discursos en que evocaba la gloria de la Antigüedad. Clemente le apoyó en sus proyectos, que condujeron en 1347 a un verdadero golpe de Estado que pretendía acabar con la influencia de las familias patricias. Pero la curia comenzó a desconfiar de sus extravagancias: cuando cayó, en diciembre del mismo año, volvería a encontrar amparo en el pontífice. Clemente pensaba que la solución al problema de las querellas internas romanas tenía que venir por una vía semejante, de creación de un fuerte poder laico, ya que en diciembre de 1351 haría una nueva tentativa para nombrar capitán del pueblo y senador a Giovanni Cerroni.
Pero el papa no fue a Roma ni siquiera con ocasión del Año Santo: lo presidieron los cardenales Guido de Bolonia y Aníbal Ceccano. Muchos peregrinos, entre ellos Petrarca y santa Brígida, se dieron cita. Pero la impresión que la ciudad, azotada poco antes por un terremoto, causaba en los viajeros, era lamentable. Su aspecto contribuía a fortalecer los argumentos de quienes decían que no estaba ya en condiciones de servir de residencia al papa. Por otra parte, la campaña que Clemente VI intentó para restablecer su potestad en Romagna, fracasó lamentablemente: Bolonia le ofreció su obediencia, pero a costa de ser entregada en vasallaje a Juan Visconti, arzobispo de Milán.
La guerra entre Inglaterra y Francia impidió que se pusiera en marcha el proyecto de cruzada. La empresa de defensa del Mediterráneo oriental dejó de ser un proyecto europeo para convertirse en algo propio de los poderes locales. Clemente hubo de conformarse con apoyar una liga formada por Venecia, Chipre y los caballeros sanjuanistas, cuyo primer objetivo era sostener a los reyes de Armenia: Esmirna fue ocupada en octubre de 1344 y se logró una victoria sobre la flota turca en 1347. Pero ni siquiera pudieron conservarse las posiciones momentáneamente conquistadas.
Inocencio VI (18 diciembre 1352 - 12 septiembre 1362)
Un papa restaurador. Breve fue el cónclave celebrado en Avignon; los veinticuatro cardenales que en él tomaron parte estaban decididos a imprimir a la Iglesia un giro radical haciendo de la Plenitudo potestatis un gobierno compartido. Prestaron juramento de que cualquiera que fuese elegido no crearía nuevos cardenales hasta que el número se hubiera reducido a dieciséis y manteniendo el colegio por debajo de los veinte miembros; los nuevos nombramientos requerirían la aprobación de los dos tercios de los existentes; una condición que sería aplicable también a los casos de enajenación de bienes de la Iglesia, concesión de subsidios o proceso contra un purpurado. El colegio, que retendría para sí la mitad de las rentas pontificias, sería preceptivamente consultado en todos los nombramientos administrativos. Bajo tales condiciones se eligió a Esteban Aubert, a quien A. Pélissier (Innocent VI le réformateur, deuxiéme pape Umousin, Tulle, 1961) presenta como un anciano de mala salud y magnífico administrador, profesor de derecho en Toulouse y cardenal desde 1342. En el momento de su elección era obispo de Ostia y gran penitenciario. Su gran defecto sería el nepotismo.
El 6 de julio de 1353, Inocencio, que había consultado a jurisconsultos, declaró que el juramento prestado no era válido por oponerse a la plenitudo potestatis que sólo corresponde al pontífice. Volviendo a las normas de Benedicto XII, se había propuesto intentar la reforma, limitando las acumulaciones de beneficios y obligando a la residencia. Los gastos de la casa del papa fueron restringidos; esto no evitó que el déficit financiero se acentuara por la necesidad de atender a la defensa de Avignon frente a las compañías de mercenarios, y por el deseo de sostener campañas en Italia que hiciesen posible el retorno. Se asignaron emolumentos fijos a los jueces de la Audiencia para garantizar su imparcialidad. En 1360, a petición del general de los dominicos, Simón de Langres, se ordenó una inspección a fondo en los conventos: ocho definidores de la orden se volvieron entonces contra el general, pero el papa le sostuvo. De todas formas se trataba de un problema que quedó sin resolver. La misma actitud de firmeza y respaldo mostró en relación con los hospitalarios, a los que Felipe VI de Francia quería aplicar las mismas medidas disolutorias del Temple. Inocencio VI se negó en redondo, y llamando a Juan Fernández de Heredia, el más prestigioso de los caballeros, le encomendó la visita y el restablecimiento de la disciplina. La orden, que era conocida comúnmente como de Rodas por tener su maestrazgo en esta isla, recibió el encargo del papa de sostener las posiciones de Esmirna y Armenia, pero no pudo cumplir este objetivo demasiado ambicioso. Sin embargo, sostendría durante dos siglos la punta de vanguardia en el extremo mediterráneo.
Surgían visionarios y milenaristas. Un fraile de Puigcerdá, Arnaldo Muntaner, mezclando en sus predicaciones la doctrina de la absoluta pobreza de Cristo, afirmaba que nadie que vistiera hábito franciscano podía permanecer mucho tiempo en el purgatorio, pues san Francisco bajaba allí cada año a sacar a los suyos; se libró de la persecución del inquisidor Eymerich porque se fue a Oriente a predicar sus fantasías. Fray Juan de Roquetaillade anunciaba que pronto vendría un antipapa, al que Cristo haría morir por medio del espíritu de la palabra; inmediatamente después, con la desaparición del Islam y del judaísmo, comenzaría el reino del milenio. No resultaba fácil a la autoridad pontifica imponer criterios de sensatez.
Don Gil de Albornoz. La muerte de Alfonso XI (1350) había provocado una fuerte reacción en Castilla contra los que fueran sus consejeros y colaboradores. El arzobispo de Toledo, don Gil de Albornoz, tuvo que huir refugiándose en Avignon donde fue elevado por Inocencio al cardenalato, pasando luego a desempeñar funciones de confianza. No se restableció la paz. Pedro I (1350-1369), casado con Blanca de Borbón (3 de junio de 1353), abandonó a su esposa, cohabitó públicamente con María de Padilla, y hasta llegó a contraer un nuevo e ilícito matrimonio. Comenzaron luchas internas. Muchos nobles y no pocos eclesiásticos se exiliaron en Francia y Aragón, llegando algunos hasta la propia Avignon. Inocencio VI trató de detener la guerra, interna y entre reinos, que amenazaba la península, enviando como legado a Guillermo de la Jugue; no pudo nunca conseguir una paz estable.
La abundancia de mercenarios, secuela de la contienda franco-británica en el sur de Francia, hicieron desaparecer la seguridad de que hasta entonces disfrutara Avignon. Por otra parte, el viaje de Carlos IV a Roma, donde fue coronado emperador por un legado pontificio (5 de abril de 1355), venía a demostrar que el retorno no era imposible. Carlos promulgó en 1356 la llamada «Bula de Oro», en la que fijaba el procedimiento para la elección de emperadores (confirmando de hecho los acuerdos de la Dieta de Rense referentes a la separación de potestades) e independizaba el Imperio de la Santa Sede. Una decisión de doble vertiente, ya que suponía la definitiva renuncia a intervenir en Italia. Los electores designaban un rey de Romanos con entera independencia; sólo él podía convertirse en emperador cuando el papa le coronase. En 1360 la amenaza a que los merodeadores armados hicieron pesar sobre Avignon fue tan seria que Juan Fernández de Heredia (1310-1396) tuvo que acudir con 600 caballeros y 1.000 peones a liberar al papa de lo que era un asedio. De todas formas, hubo que pagar a los sitiadores 14.5000 florines de oro para que accedieran a alejarse.
Antes de que pudiera efectuarse el retorno a Roma era imprescindible la pacificación del Patrimonium. Tal fue la tarea que Inocencio VI confió a don Gil de Albornoz, a cuyo séquito fue agregado Cola di Rienzo, con título de senador y poderes para gobernar Roma. El 1 de agosto de 1354, Rienzo entró en la ciudad, siendo recibido con fuertes aclamaciones, pero muy pronto las facciones romanas provocaron un levantamiento que acabó con la vida del reformador (8 de octubre de 1354). Albornoz consiguió cumplir la misión que se le encomendara: en 1354 arrancaba Orvieto de manos de Juan de Vico; al año siguiente obligaba a los Malatesta de Rímini a firmar el humillante tratado de Gubbio. El cardenal tenía el proyecto de transformar la administración de los Estados Pontificios, haciendo participar en ella a los poderes laicos que se habían asentado. Una asamblea, reunida en la ciudad de Fano, aprobó las Constituciones egidianas (1357), que estarían vigentes hasta el siglo xix. A. Erler (Aegidius Albornoz ais Gesetzgeber des Kirchenstaates, Berlín, 1970) advierte que las Constituciones se basaban en la legislación anterior, incluyendo el Líber Augustalis de Federico II. La influencia del derecho romano se situaba por encima del canónico.
Llamado a Avignon, porque se habían producido acusaciones en su contra, el papa le confirmó en su cargo, ampliando los poderes. Regresó a Italia en 1358. Fue entonces cuando conquistó Bolonia, en donde fundaría el Colegio que lleva su nombre y aún subsiste, enfrentándose abiertamente con los Visconti. La victoria de san Rufilio sobre Barnabó (1361) abría definitivamente al papa la posibilidad del retomo. Inocencio VI comunicó al emperador Carlos, en carta de 18 de abril de 1361, que había tomado la decisión de volver a Roma. Una decisión que la muerte le impidió cumplir. Pero el éxito militar estaba empañado por un dato negativo: los tesoros de la Santa Sede estaban exhaustos.
Urbano V, beato (28 septiembre 1362 - 19 diciembre 1370)
Elección. Divididos los cardenales era difícil que pudieran llegar a un acuerdo que permitiese la elección de uno de ellos. La noticia que dan algunos cronistas de que Hugo Roger, hermano de Clemente VI, rechazó su candidatura, es cuando menos dudosa. Al parecer fue Guillermo d’Aigrefeuille quien insinuó el nombre de Guillermo de Grimoard, abad de San Víctor de Marsella que, a la sazón, era legado pontificio en Nápoles. Nacido en Griscal (Lorena) y de familia noble, profesó como benedictino en San Víctor después de haber cursado estudios en Montpellier y Toulouse. Fue abad de Saint Germain d’Auxerre (1352) antes de ser elegido para San Víctor. Era conocido por su piedad, austeridad, profundo conocimiento del derecho y experiencia en los asuntos italianos, tan importantes ahora que el retorno del papa se había convertido en la cuestión principal. E. Dupré-Theseider (/ Papi di Avignone e la questione romana, Florencia, 1939) entiende que fue ésta precisamente la razón de su nombramiento: era el papa para el retorno. Llegado a Marsella el 27 de octubre fue entronizado en Avignon pero, pese a la pompa que le rodeaba, seguía vistiendo y viviendo como un benedictino.
Las relaciones con el colegio fueron difíciles: no había sido cardenal. Quería continuar la obra de Inocencio VI hacia la centralización y la reforma: dispuso que, en adelante, todas las sedes episcopales y las principales abadías, cualesquiera que fuesen los procedimientos selectivos, serían de nombramiento pontificio. De este modo podría oponerse a las designaciones indebidas. También quiso prohibir la acumulación de beneficios en una sola persona y recomendó la celebración de sínodos provinciales. Muy convencido de las ventajas que aportaban al clero los estudios fundó las Universidades de Orange, Cracovia y Viena y, a imitación del de Bolonia, estableció el Colegio de Montpellier. Empleó mucho dinero en becas para estudiantes.
De nuevo cruzada. Al firmarse la paz de Brétigny, que parecía poner fin a la contienda entre Francia e Inglaterra, proclamó en 1363 una nueva cruzada: Pedro de Lusignan, que había cosechado algunos éxitos en Cilicia, y Felipe de Méziers, se sumaron a ella: pero Urbano creía que el éxito dependía de que tomara el mando el rey de Francia. Legado para esta cruzada fue el carmelita Pedro Thomiers y en ella tomó parte Venecia. Pero en la práctica todo se tradujo en una operación de los caballeros sanjuanistas que llegaron a reunir en Rodas 10.000 infantes y 1.400 caballos. Una fuerza que pudo ocupar fugazmente Alejandría (11 a 13 de octubre) para convencerse de que era imposible retenerla. Estas operaciones servían sin embargo para conservar Rodas y Chipre como grandes bastiones avanzados.
Retorno a Roma. Comenzó apoyando los esfuerzos militares de don Gil de Albornoz. Pronto cambió de táctica: era imprescindible acelerar el retorno a Roma y éste no podía lograrse sino mediante una paz con los partidos haciendo concesiones. Roma brindaba la posibilidad de un entendimiento con el emperador bizantino Juan V (f 1391). Desde el 23 de mayo de 1363 la decisión fue públicamente anunciada: muchas voces le impulsaban a ella. Pagó grandes sumas a Barnabo Visconti para que entregara Bolonia y sustituyó a Albornoz por el cardenal Androin que pasaba por enemigo del español y partidario de los milaneses. La recluta de los mercenarios que amenazaban Avignon, a fin de constituir las compañías blancas que provocarían el cambio en Castilla —Urbano contribuyó con una elevada suma— dieron un saludable respiro. En 1365 fray Pedro de Aragón escribió al papa que había tenido una revelación de su tío san Luis el difunto obispo de Toulouse, que le anunciaba que los grandes males de la Iglesia no se remediarían mientras no estuviese en Roma. Santa Brígida y santa Catalina contribuyeron con sus advertencias al aire de retorno espiritual. Petrarca, en cambio, hablaba de motivos estrictamente humanos; las ruinas de Roma, la esposa abandonada. Carlos V de Francia envió a Anselmo de Chacart para convencer a Urbano de que desistiera de su propósito, pero el pontífice respondió con argumentos que resultaban incontrovertibles: centro del orbe, tumba de san Pedro, altar de mártires, Roma había sido siempre la cabeza y las voces del cielo le ordenaban volver.
P. Kirsch (Díe Rückkehr der Papste Urban V und Gregor XI vori Avignon nach Rom. Auszüge aus den Karneralregistern des Vatikanischen Archives, Paderborn, 1898) reconstruyó el itinerario y los obstáculos que hubo de vencer. En mayo de 1366 el emperador Carlos IV viajó a Avignon ofreciendo darle escolta. Urbano aceptó en principio, pero luego lo pensó mejor: convenía a su libertad de movimientos viajar solo. Hubo una fuerte resistencia de los cardenales, que consideraban un desastre abandonar Avignon, pero, mostrando una gran energía, salió de la ciudad el 30 de abril de 1367. En Marsella se produjo un verdadero enfrentamiento entre el papa y el colegio, que resistió, y pudo llegar a Genova el 23 de mayo, a Pisa el 1 de junio, y por el camino del mar, alcanzar Corneto, donde le esperaba Albornoz, el 4 de junio. Desde allí se dirigieron a Viterbo. La muerte de don Gil, acaecida en esta ciudad el 22 de agosto, fue un gran contratiempo. Los grandes elogios de Petrarca desde Padua y de Coluccio Salutati desde Roma, dan la medida de la exageración en el recibimiento, que hubiera debido ser más normal. En el verano de 1368 Urbano se instaló en Montefiascone, huyendo de los calores del verano.
En otoño de aquel año llegó Carlos IV. Se vio al papa y al emperador entrar juntos en Viterbo (17 de octubre) y el 1 de noviembre, con la pompa debida, proceder a la coronación de la emperatriz Isabel durante una misa solemne en que predicó fray Pedro de Aragón. Presente estuvo también Juan V, el bizantino, que suscribió a título personal una fórmula de fe romana. Pero los signos no eran tan halagüeños como se pensara. Roma era una ruina: los alhamíes habían tenido que entrar apresuradamente en el Vaticano y en San Juan de Letrán porque los palacios eran inhabitables. Comenzaban las habituales discordias políticas. Cuando en septiembre de 1368 Urbano creó siete cardenales, sólo uno era romano; los otros seis, franceses. La influencia de Francia no había disminuido.
Vuelta a Avignon. Desilusionado, sufriendo la presión de sus cardenales que añoraban la independencia avignonense, obligado a enfrentarse con revueltas como la de Perugia, y refugiado nuevamente en Montefiascone, esta vez para huir de las inquietudes romanas, Urbano hubo de preguntarse si no había cometido un error. A principios de 1370 decidió regresar a su ciudad del Ródano. Los romanos le enviaron una embajada (22 de mayo), a la que contestó con mansa firmeza el 26 de junio. Santa Brígida subió a Montefiascone a comunicarle que había tenido una revelación según la cual si regresaba Dios le heriría de muerte pidiéndole estrecha cuenta. Todo inútil. Embarcó en Corneto el 5 de septiembre, alcanzó Marsella el 16 y entró en Avignon el 27 del mismo mes. Muy pronto cayó enfermo y murió el 19 de diciembre.
O. Halecki (Un empereur de Byzance á Rome, Varsovia, s.f.) ha explicado las razones de la presencia del emperador Bizantino. Las presiones turcas habían obligado a Juan V, inmediatamente después de su victoria sobre Juan Cantacuzeno, a acudir a Inocencio VI con una propuesta de reanudar las relaciones, la cual fue recibida con gran frialdad (1355). Pero ante la nueva ofensiva de Murad I, el emperador insistió, esta vez cerca de Urbano V, que se mostró dispuesto a organizar el socorro militar que se necesitaba si se restablecía la unión. Juan V permaneció en Roma entre 1369 y 1371: tuvo que entregar a Venecia la isla de Tenedos para afrontar los gastos de este viaje. La noción de la existencia de un peligro turco comenzaba a abrirse camino en la conciencia occidental, aunque con gran lentitud.
Gregorio XI (30 diciembre 1370 - 27 marzo 1378)
De nuevo la decisión. Los diecisiete cardenales que se reunieron en Avignon tardaron poco tiempo en elegir por unanimidad a un sobrino de Clemente VI, Pedro Roger de Beaufort, nacido en 1329, cerca de Limoges y producto del nepotismo que le hiciera cardenal a los 19 años. Sin embargo, siendo despierto, inteligente, culto y extraordinariamente piadoso, se había elevado, por sus grandes servicios durante el pontificado de Urbano V, al primer puesto dentro del colegio. Discípulo de Pietro Baldo dcgli Ubaldi (1327-1400), en Perugia, poseía una excelente formación jurídica. Mezclaba un aire de soñador, acaso por su mala salud, con rasgos de energía y firmeza cuando hacía falta. Aunque desde el primer momento afirmó su voluntad de volver a Roma, ya que sólo desde ella podía ser gobernada la Iglesia y ejecutarse la triple misión que se había asignado (reforma de las costumbres, paz entre los príncipes de la cristiandad, ofensiva contra los turcos), esto no significa que proyectase disminuir la abrumadora influencia francesa. De los 21 cardenales que creó, ocho eran paisanos suyos, limousinos, otros ocho franceses de diversas regiones, dos italianos, y tres, respectivamente, de Genova, Castilla y Aragón.
Tres obstáculos se oponían al viaje a Roma. El tesoro papal estaba vacío y se requirió bastante tiempo para incrementar las rentas que llegarían al nivel de los 480.000 florines cada año; los ingresos estaban comprometidos de antemano al pago de deudas con sus intereses. Se habían reanudado las hostilidades entre Francia e Inglaterra, arrastrando en esta ocasión a castellanos y portugueses; de modo que el alejamiento de Avignon no había favorecido el proceso de paz. Los Visconti habían aprovechado la coyuntura para hacerse de nuevo fuertes en el norte de Italia. Richard C. Trexler («Rome on the eve of the Grat Schism», Speculum, XLIII, 1967) concede una singular importancia, sin embargo, a la radical oposición de los cardenales.
En vísperas del cisma. Para aislar a los Visconti, Barnabó y Galeazzo, el papa formó una liga en agosto de 1371, contrató los servicios de un condottiero inglés, Giovanni Acuto (John Akwood) y puso a Amadeo VI de Saboya al frente de las fuerzas; un hermano del papa, vizconde de Turenne, se encargó de reclutar mercenarios en Francia. A principios de 1373 se predicó la cruzada contra los Visconti, que previamente habían sido excomulgados. Sin embargo, Urbano V, urgido por el tiempo y las dificultades económicas, se conformó con un resultado mediocre: dos victorias en Pesaro y Chiesi, justificaron que se firmara una tregua. Ahora el camino de Roma parecía abierto y se anunció la partida para Pascua de 1376. Nuevos inconvenientes aparecieron: sólo seis cardenales declararon estar dispuestos a acompañar al papa. Se acababa de conseguir la tregua general de Brujas, suspendiendo las hostilidades en Occidente, y el duque de Anjou insistía en que ahora más que nunca era oportuna la presencia del papa para que la tregua se convirtiese en paz. Al mismo tiempo, Pedro IV de Aragón (1336-1387) reclamaba una gestión pontificia para asegurar las relaciones en el interior de la península.
A todo ello oponía el cardenal Jacobo Orsini una sentencia: el señorío del papa estaba en Italia y la causa primordial de los desórdenes estaba en la ausencia del señor. Santa Brígida, que murió en Roma el 23 de julio de 1373, fray Pedro de Aragón y santa Catalina de Siena, impresionaban a Gregorio, como antes hicieran con Urbano V, refiriéndole las visiones de los males de la Iglesia mientras no se restaurara. Sin embargo, R. Fawtier (Ste. Catherine de Sienne. Essai de critique des sources, París, 1921-1930) rechaza como legendaria la pretensión de Raimundo de Capua que otorga un papel decisivo a la santa en ese retorno. Al anunciarse nuevas demoras estalló una rebelión en Florencia, donde los legados Gerardo de Puy, abad de Marmoutier, y Guillermo de Noellet, que residía en Bolonia, fueron acusados de haber desamparado a la ciudad en tiempo de hambre. Aunque Gregorio XI, con sus cartas, trató de calmar los ánimos, no fue atendido. En el verano de 1375 Florencia alzó la bandera roja con el lema «Libertas», se unió a los Visconti y a la reina Juana I de Nápoles y pretendió provocar una revuelta general en los Estados Pontificios: Coluccio Salutati, en la carta que envió a Roma el 4 de enero de 1376, hablaba de la «foedissimam tyrannidem Gallicorum». A esta revuelta se la conoce como «guerra de los ocho santos» porque los dirigentes de la ciudad empleaban muchas referencias a la reforma de la Iglesia. Catalina de Siena, en su correspondencia, nos informa de cómo Gregorio XI encargó al obispo de Jaén, Alfonso Fernández Pecha, hermano del fundador de los Jerónimos, que fuese a pedir sus oraciones. Tan eficaz fue la gestión que el obispo renunció a su mitra para convertirse en uno de los «caterinatos», como llamaban a los discípulos de la santa. Fue este el momento escogido por Florencia para enviar a Catalina de Avignon como singular embajadora. Permaneció tres meses en esta ciudad, desde mediados de junio de 1376.
Gregorio era muy sensible a estas gestiones. A pesar de los preparativos del viaje, no había dejado de entender en la reforma. Apoyó de un modo especial a los caballeros de San Juan, que se estaban reorganizando dirigidos por Juan Fernández de Heredia. En 1373 dispuso la reorganización de los dominicos, nombrándoles un cardenal protector. Persiguió con rigor a los herejes y el 22 de mayo de 1377, en cartas dirigidas a Eduardo III, al arzobispo de Canterbury, al obispo de Londres y a la Universidad de Oxford, condenó 19 proposiciones de Wyclif (1320-1384), semejantes a las que Marsilio de Padua (1275-1342) y Ockham ya formularan y que incidían en verdadera herejía.
Segundo viaje. El 2 de octubre de 1376 la flota pontificia, mandada por Juan Fernández de Heredia, abandonaba Marsella. El papa viajaba en una nave española, la Santa María. Las tormentas afectaron de tal modo a la travesía que hasta el 6 de diciembre no pudo Gregorio desembarcar en Corneto. El papa pudo hacer su entrada en Roma el 17 de enero de 1377. Desde este momento hasta el día de su muerte la documentación escasea de tal modo que no es posible seguir las líneas de su gobierno. La presencia del papa coincidió desdichadamente con la noticia de que los mercenarios que mandaba, en nombre del pontífice, el cardenal Roberto de Ginebra, habían ejecutado una terrible matanza en Cesena (3 de febrero de 1377). Florencia solicitó la paz y Bolonia volvió a la obediencia del pontífice. La inseguridad de Roma seguía siendo tan grande que Gregorio decidió fijar su residencia en Anagni. Desde aquí intentó negociar una paz que siguiese la pauta del procedimiento marcado en Brujas dos años antes, es decir, mediante la reunión de una conferencia en Sarzana, presidida por Barnabó Visconti. La conferencia llegó a reunirse, pero antes de que concluyera murió Gregorio (marzo de 1378). La idea de que había dos Iglesias, la de Avignon y la de Roma, flotaba ya en el aire.
Urbano VI (8 abril 1378 - 15 octubre 1389)
La elección disputada. En una obra clásica, M. Creighton \'7bA history of the papacy during the period of Reformation, Londres, 1882) recomendaba considerar como unidad todo el período que media entre la discutida elección de 1378 y la muerte de Pío II, en 1464. Durante este período de aguda crisis la principal batalla doctrinal giró en torno a esta cuestión: si la plenitudo potestatis pertenece a una persona o, por el contrario, a la comunidad de donde dicha persona la recibe. En esta línea, T. Brian \'7bFoundations of the Conciliar Theory: the contribution of the medieval Canonist from Granan to the Great Schism, Cambridge, 1955) advierte que el conciliarismo no surgió como consecuencia del cisma, sino que le precede, apoyándose en el derecho romano y en el principio tantas veces repetido de que «lo que a todos atañe por todos tiene que ser decidido», que se incorporó a las Decretales. La Iglesia ha establecido oficialmente que Urbano VI, Bonifacio IX, Inocencio VII y Gregorio XII fueron legítimos, y a ese criterio nos vamos a acomodar. Pero no estaba claro en su tiempo que Clemente, Benedicto, Alejandro y Juan fuesen antipapas. Es un matiz que debe tenerse en cuenta para entender lo que sigue.
Los dieciséis cardenales que se hallaban en Roma decidieron seguir el consejo que les diera el difunto papa y reunirse en cónclave sin esperar la llegada de los seis que residían en Avignon. Se encerraron, pues, los once franceses, cuatro italianos y un español, el 7 de abril de 1378. Los lemosinos querían seguir la tradición eligiendo a uno de los suyos y los demás estaban decididos a impedirlo; ningún grupo estaba en condiciones de reunir una mayoríli suficiente. Desde los funerales de Gregorio XI se estaban produciendo alborotos en Roma reclamando la elección de un romano o, al menos, de un italiano, listo reducía a dos las candidaturas, el ancianísimo Tebaldeschi y Jacobo Orsini, ninguno de los cuales resultaba aceptable al colegio. Hubo que despejar el palacio alejando los grupos armados antes de que don Pedro de Luna, el clavero, cerrara las puertas; afuera quedaba, como custodio del cónclave, el arzobispo de Marsella, que se comunicaba con los cardenales por un ventanuco. Constantemente advertía que debían darse prisa porque los alborotos iban en aumento. Para calmar impaciencias había prometido, como si fuese iniciativa de los cardenales, que la elección de un italiano se haría en plazo de uno o dos días.
Orsini propuso como solución elegir a algún eclesiástico fuera del colegio y fue Pedro de Luna, en conversación con el cardenal de Limoges, Juan de Cros, quien mencionó el nombre de Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari, encargado de la cancillería y hombre de confianza del anterior pontífice. Aunque Orsini se opuso a esta candidatura no tardaron en reunirse los votos suficientes. Consta que algunos de los cardenales, al votarle, formularon ya reservas acerca de la libertad con que procedían. A las nueve de la mañana del 8 de abril se pasó al arzobispo de Marsella una lista de seis obispos italianos pidiéndole que les hiciera acudir; el primer nombre era el de Prignano. Volvió a insistir el custodio en que no perdiesen más tiempo porque las cosas se estaban poniendo muy mal. Cuando Orsini, a través del ventanuco, dijo que ya había papa y que la gente debía dirigirse a San Pedro, muchos entendieron que el elegido era Tebaldeschi, cardenal precisamente de dicho título; otros, por el contrario, confundieron Bari con Juan de Bar, lemosín y cardenal, por lo que aumentó el alboroto. La muchedumbre rompió las puertas invadiendo el aula y alguien, para salir del paso, señaló a Tebaldeschi que, pese a sus protestas, fue alzado en hombros y llevado a San Pedro mientras se cantaba un Tedeum. Los cardenales aprovecharon el pequeño respiro para huir: unos salieron de Roma; otros se refugiaron en Sant’Angelo.
Urbano VI, papa. Aclaradas las cosas, Prignano manifestó que se consideraba legítimo y no estaba dispuesto a renunciar. En la mañana del día 9, cinco cardenales, Florencia, Marmoutier, Grandeve y Luna le cumplimentaron conociendo que había decidido tomar el nombre de Urbano VI: ellos le garantizaron una elección unánime. Los refugiados de Sant’Angelo también le prestaron obediencia por medio de comisionados. De este modo, cuando se produjo la coronación en Letrán, parecía existir unanimidad en el acatamiento. De ahí que un sector de historiadores haya llegado a la siguiente conclusión: si bien el cónclave, atemorizado y quebrantado, puede ofrecer dudas en cuanto a su legitimidad, ha existido una legitimación a posteriori por el reconocimiento unánime. M. Scldmayer (Día Anfange des grossen Abendlandischen Schismas, Münster, 1940) y O. Prerovsky (L’elezione di Urbano VI e l’insorgere dello scisma d’Occidente, Roma, 1960) han estudiado a fondo los 60 escritos que Martín de Zalba, obispo de Pamplona, reunió para don Pedro de Luna y que constituyen hoy los llamados Libri de schismate en el Archivo Vaticano. Se encuentran en ellos los argumentos que ambas partes esgrimieron en defensa de su legitimidad y también los interrogatorios de testigos presenciales desde marzo de 1379 al verano de 1386; destaca en todo este trabajo, por su importancia, el de los enviados de Juan I de Castilla (1379-1390), que sirvió de base a la declaración de Salamanca de mayo de 1381. Al margen de circunstancias políticas, la decisión castellana fue tomada con perfecto conocimiento de causa. Hay unanimidad, en todos estos testimonios, relacionada con un punto: la elección fue viciada por «metus qul cadit in constantem virum». Como una consecuencia de este hecho los reyes, que estaban recibiendo informes acerca de la elección, retrasaron más de lo normal la prestación de obediencia. Algunos, como los de Navarra y Aragón, hasta una fecha tan tardía como el 1390 y el 1388 respectivamente. Existe, pues, motivo fundado acerca de una carencia de legitimidad de origen. Sin embargo no fue ésta, sino la de ejercicio, la que actuó como factor desencadenante.
Porque, evidentemente, Urbano provocó los odios con su actuación. Decidido a actuar como soberano absoluto, mostró recelo, desconfianza y desvío al colegio de los cardenales. No podía ocultar el resentimiento que en él despertaban. A menudo decía que un especial designio de Dios le había hecho papa para cambiar las cosas. Cubría a los purpurados de insultos, cayendo en extravagancias como cuando interrumpió a un padre dominico que predicaba contra la simonía para exclamar que desde aquel momento excomulgaba a los simoníacos, incluyendo en esta categoría a los cardenales. Insultó a los obispos residentes en Roma acusándoles de abandonar sus sedes y obligando a Martín de Zalba a decirle que estaban allí no por voluntad propia, sino porque sus servicios eran requeridos en la curia. El 25 de abril llegó a Roma Juan de Lagranje, uno de los que permaneciera en Avignon, para prestar obediencia, y tuvo con el papa un serio altercado. Fue en casa de este cardenal, transcurridos veinte días desde la elección, donde se produjeron las primeras reuniones en que se hablaba francamente de considerarla inválida: alguien explicó que el miedo había obligado a votar en favor de un candidato que se esperaba no aceptase, permitiendo así pasar a elecciones verdaderamente libres.
Clemente VIL Al acercarse el verano, los cardenales salieron uno a uno de Roma y fueron a instalarse en Anagni. Allí llegó también don Pedro de Luna el 24 de junio. En este momento explicaron los miembros del colegio al embajador español, Alvaro Martínez, que todos estaban ya de acuerdo en considerar la elección como ilegítima, salvo él. Martínez habló con don Pedro, que le contestó que estaba estudiando minuciosamente el asunto porque no quería cometer un error canónico en esta ocasión. Ante las noticias que llegaban, Urbano VI no se atrevió a ir a Anagni y escogió Tívoli como residencia estival. Desde aquí pidió a los tres cardenales italianos que le acompañaban, Orsini, Brossono y Corsini, que fueran a negociar con sus compañeros, ofreciéndoles todo el favor y benevolencia que pudieran desear. Demasiado tarde: el colegio, con casi unanimidad en sus opiniones, comunicó su postura: las dudas acerca de la legitimidad del cónclave eran tan invencibles, que se precisaba repetirlo. Nada se oponía a que Prignano, u otro, fuera el elegido. Los italianos se sumaron a esta opinión, de modo que cuando Urbano VI la rechazó afirmando su indiscutible legitimidad, sólo el anciano Tebaldeschi permanecía en su obediencia.
En estas circunstancias se produjo la victoria de Bernardon de Lasalle, que obedecía a Roberto de Ginebra, sobre las milicias romanas, y hubo la sensación de que la causa de Urbano VI estaba perdida. Los cardenales franceses abandonaron sus escrúpulos y el 2 de agosto de 1378, transcurridos cuatro meses, publicaron un manifiesto en que declaraban inválida la elección y a Urbano VI intruso si se empeñaba en seguir ostentando la calidad de papa. El 20 de septiembre, en Fondi, protegidos por la reina Juana I de Nápoles, procedieron a una nueva elección de Roberto de Ginebra, que fue coronado el 31 de octubre como Clemente VIL Había bastado un escrutinio: se confiaba en sus dotes militares y políticas para alcanzar una pronta victoria. Nacido en Ginebra en 1342, hermano del conde de Saboya y pariente por su madre del rey de Francia, había sido nombrado cardenal por Gregorio XI en 1371. Como legado era responsable de las victorias y también de la crueldad con que se había llevado la guerra contra Florencia. Aunque había sido el primero en prestar acatamiento a Urbano VI, explicando en carta a Carlos IV del 14 de abril del mismo año, que no tenía dudas respecto a la legitimidad del papa, seguramente los malos tratos que recibiera de este último le habían inducido a un cambio de opinión.
La división de la cristiandad. Comenzaba un cisma. Clemente, que contaba con los Anjou y con sus propias compañías de mercenarios, confiaba en liquidarlo mediante un golpe militar, pero en febrero de 1379 sufrió una primera derrota en Carpineto. El 30 de abril, perdido Sant’Angelo, sus dos principales capitanes, Bernardon de Lasalle y Louis de Montjoie, cayeron prisioneros. El sedicente papa tuvo que refugiarse en Nápoles para emprender por vía marítima el retorno a Avignon, donde llegó el 20 de junio del mencionado año. En su ausencia, Urbano VI conseguiría provocar una revuelta en Nápoles, derribando a la reina Juana, que fue sustituida por Carlos de Durazzo, hijo de Luis de Hungría (1342-1382). Una expedición del duque de Anjou fracasó por la muerte inesperada de este príncipe.
Salvatorc Fodale \'7bLa política napolitana di Urbano VI, Roma, 1973) atribuye una importancia decisiva a este éxito logrado por Urbano VI en Nápoles, que hizo que toda Italia, salvo Saboya, por razones obvias, le obedeciera. Esta obediencia, sin embargo, le reducía al papel de un papa italiano, pues las dos grandes fuerzas políticas que le reconocieron, Inglaterra y Alemania, aprovecharon esta ocasión para afirmar su propia independencia. Wenceslao, lo mismo que su padre, hizo que la Dieta de Frankfurt (febrero 1379) se pronunciara en favor de Urbano, una conducta que fue seguida en Escandinavia y Hungría. Pero las intensas maniobras diplomáticas de Clemente VII lograron que, a su favor, se situaran las diócesis del alto Rhin, Constanza, Basilea, Estrasburgo, Baviera, Austria y el conde Eberhardo de Wutenberg, de modo que Alemania quedó dividida. La división afectó muy seriamente a las universidades.
Noel Valois (La France et le Grand Schisme d’Occident, 4 vols., París, 1896-1902), en un trabajo que sigue siendo imprescindible, coincide con Guy Mollat en afirmar la buena fe con que, más allá de las circunstancias y conveniencias políticas, procedieron los clementistas. Los maestros universitarios insistían en que el tacitas consensus no era suficiente para salvar los gravísimos defectos del primer cónclave, que exigían una nueva reunión confirmatoria por parte de los cardenales; al no haberse producido ésta era evidente la ilegitimidad de Urbano. La absoluta incapacidad de éste demostrada en los primeros meses de gobierno era una segunda razón a añadir. Ello no obstante parece indudable que pesaron mucho las razones políticas: Francia se decidió pronto, porque quería un papa que siguiera la línea avignonense. Inglaterra no podía estar en su mismo bando y el clementismo escocés responde a la hostilidad hacia los ingleses. El caso de Portugal es significativo: fue clementista, urbanista, otra vez clementista y definitivamente urbanista a tenor de las cambiantes alianzas que iba contrayendo.
Esta división, que parecía aislar a Francia, dio una importancia decisiva a los reinos españoles. Ya hemos dicho cómo Aragón y Navarra retrasaron mucho su decisión. Enrique II (1368-1379) y su hijo Juan I, en Castilla, defendieron la idea de abrir una amplia información que permitiera conocer los hechos y, después, que los cuatro reinos peninsulares se pusiesen de acuerdo para reconocer juntos al mismo pontífice. Cuando Portugal se adelantó a formular su declaración, la idea de la conferencia conjunta fue abandonada. Ello no obstante, puede decirse que la decisión castellana fue muy cuidadosamente preparada. En principio, el arzobispo de Toledo dispuso que en las misas se mencionara únicamente «pro illo qui est venís papa», sin dar nombre alguno. Dos asambteas del clero, ambas en Toledo (noviembre y diciembre de 1378), concluyeron afirmando que la única solución residía en la convocatoria de un concilio y que, mientras tanto, era imprescindible recoger las opiniones de los protagonistas y de modo especial de quien durante tanto tiempo ciñera la tiara sin obstáculo. Los obispos que asistieron a las cortes de Burgos de 1379, primeras del reinado de Juan I, coincidieron en esta opinión. Tres embajadores, Ruy Bernal, fray Fernando de Illescas y Alvaro Menéndez fueron los encargados de recoger en Avignon y Roma la correspondiente información. Pero Clemente VII decidió enviar a España a don Pedro de Luna con amplísimos poderes de legado a fin de atraer a estos reinos a su causa. Su tesis favorita consistió en decir que sólo los cardenales podían decidir si la primera elección era verdadera o falsa. Urbano, que contaba con el importante apoyo de fray Pedro de Aragón, delegó en un franciscano, fray Menendo, el cual fue capturado en el mar por piratas catalanes y tardó en recobrar la libertad.
La documentación recogida, abundantísima, fue estudiada en una asamblea reunida en Medina del Campo (23 de noviembre de 1380). Tras largos debates se llegó a la conclusión de que la primera elección era inválida y, por consiguíente, Clemente VII fue reconocido en un acto solemne que tuvo lugar en Salamanca el 19 de mayo de 1381. No puede negarse que había también una congruencia política con las actividades de don Pedro de Luna y los intereses de Francia.
Posiciones doctrinales y fácticas. Cada obediencia ahora estaba formada por un número suficiente de reinos como para organizarse como si fuera una verdadera Iglesia. No cabía esperar una victoria militar que eliminase a uno de los dos electos, ni tampoco que se produjera la renuncia de ninguno de ellos. Conforme pasaba el tiempo se tornaba más difícil para los reyes cambiar de opinión, pues el reconocimiento de que obedecían al papa equivocado hubiera conducido a la nulidad de todos los actos ejecutados por él. Ya G. J. Jordán \'7bThe inner history o] the Great Schism, a problem of Church unity, Londres, 1930) llegó a la conclusión de que el conciliarismo era la consecuencia lógica y casi inevitable del impasse a que se había llegado en punto de doctrina. Fue formulado por Enrique de Langenstein (Epístola pacis de mayo de 1379; y Epístola concilii pacis de 1381) y por el preboste capitular de Worms, Conrado de Gelnhausen (Epístola brevis, 1379; Epistolae concordiae, mayo de 1380), lo mismo que por el arzobispo Tenorio en sus primeras intervenciones. Se afirmaba que la plenitudo potestatis tiene su origen en la Iglesia y es ejercida ordinariamente por el papa; pero en circunstancias excepcionales como éstas en que no es posible saber dónde está el legítimo vicario de Cristo, la única solución que queda es volver a la fuente, esto es, la Iglesia misma, de la que el concilio puede considerarse cabal expresión. Urbano VI, invitado por los príncipes alemanes, rechazó la idea de convocar el concilio.
Los dos rivales. Puede considerarse como un dato seguro la inestabilidad patológica de Urbano VI. Comenzó creando 29 cardenales a fin de disponer de un colegio, pero les trató tan mal como a sus antecesores. Desentendiéndose de los asuntos de Europa —circunstancia que permitiría a Inglaterra reforzar el poder real sobre la Iglesia—, puso su interés únicamente en Italia. Carlos de Durazzo, una vez consolidado como rey de Nápoles, pudo aspirar a la hegemonía sobre la península. Pero entonces las relaciones se hicieron difíciles porque Urbano trataba de intervenir directamente en el gobierno napolitano. En octubre de 1363, Carlos ordenaría prender al papa en Aversa: en este momento el monarca estaba de acuerdo con un grupo de cardenales para introducir una modificación en el gobierno de la Iglesia que acabara con las arbitrariedades: un consejo de regencia se encargaría del poder, sustituyendo al papa, al que se declararía incapaz. Urbano descubrió el plan: aprisionó a seis cardenales y al obispo de Aversa (enero de 1385), haciéndoles objeto de atroces torturas. Carlos, excomulgado, puso cerco a Nocera: varias veces al día Urbano se asomaba a una ventana para fulminar la excomunión contra sus sitiadores. Pudo escapar, llegando a Genova, en donde apeló la ayuda de los gibelinos para reclutar un ejército que le permitiera combatir primero a Carlos y luego a la viuda de éste que se había declarado clementista. Cinco de los cardenales presos desaparecieron sin dejar rastro y otros dos se pasaron al bando enemigo.
Cuando Bartolomé Prignano murió el 15 de octubre de 1389, la atmósfera de odio y temor que con su conducta creara dio pábulo a la sospecha de que hubiera sido envenenado.
Paralelamente, Clemente VII organizaba desde Avignon una eficiente burocracia: basta comparar la riqueza de sus registros con los de Urbano para comprender la diferencia. Ello no obstante, el papa de Avignon comenzó a perder apoyos. La Universidad de París, en una asamblea (20 de mayo de 1381), acordó defender la tesis de que sólo el concilio podría ser vía eficaz para la solución del cisma. Mientras vivió Carlos V y la influencia angevina permaneció dominante, la corte se mostró firme: Pedro de Ailly y Jean Rousse que fueron a llevar la preocupación de los universitarios, obtuvieron una pésima acogida. De todas formas, decían los expertos, el concilio presentaba una dificultad: para ser legítimo es preciso que un papa firme la convocatoria. Evidentemente, ninguno de los dos estaba dispuesto a hacerlo. Algunos profesores abandonaron la universidad y se pasaron al urbanismo.
Hasta el final, Clemente VII creyó que la solución al problema era únicamente militar: que su rival fuera destruido. Los errores de Urbano VI y el asesinato de Carlos de Durazzo le dieron grandes esperanzas. El matrimonio de Luis de Turenne con una Visconti y el movimiento que favorecía las aspiraciones de Luis II de Anjou al trono de Nápoles, ofrecían buenas perspectivas, ya que Urbano estaba absolutamente desprestigiado. Paradójicamente, su muerte iba a permitir la recuperación de su bando.
Bonifacio IX (2 noviembre 1389 - 1 octubre 1404)
Recuperación. Los catorce cardenales urbanistas supervivientes se reunieron en Roma rechazando la fórmula de liquidación rápida del cisma que hubiera sido la elección de Clemente. Dos previos candidatos, Poncello Orsini y Angelo Acciauoli, fueron incapaces de reunir los votos necesarios y hubo que llegar a un compromiso para elegir a Pietro Tomacelli, a quien había nombrado cardenal Urbano VI, en 1381, y que era como él oriundo de Nápoles. Muy elocuente y diestro en el manejo de la diplomacia, no poseía una gran preparación ni tampoco formación intelectual. Con gran decisión defendió su legitimidad, rechazando cuantos medios se le proponían para acabar con el cisma. Su influencia fuera de Italia fue aún menor que la de su antecesor, pero en cambio reforzó el dominio sobre las posesiones en la península. En el momento de la muerte de Urbano estaba en marcha un gran proyecto clementista que consistía en hacer de Luis II de Anjou (1377-1417) un feudatario de la Santa Sede con la totalidad de los dominios de Ancona, Romagna, Ferrara, Rávena, Bolonia, Perugia y Todi, bajo el título de reino de Adria. Bonifacio consiguió desbaratar este plan coronando a Ladislao (1386-1414), hijo de Carlos de Durazzo, y operando con él y sus partidarios un giro en la conducta hacia la reconciliación. Los angevinos fueron expulsados de la parte que ocupaban en Nápoles y en los Estados Pontificios. Puede decirse que de este modo la via facti quedó pulverizada. Dejaba tras de sí pesadas consecuencias: las campañas de Italia, el lujo de una corte que con menos países quería seguir manteniendo las mismas dimensiones del pasado y la necesidad de indemnizar a los capitanes de mercenarios —entre los que figuraba un sobrino de Gregorio XI llamado Raimundo de Turenne—, agotaron todos los recursos. Avignon dependía prácticamente de Francia, pues sólo ésta, y en menor medida España, se hallaba en condiciones de remediar sus necesidades.
No muy distinta era la situación de Bonifacio IX, obligado a combatir en todos los frentes. Coronó en Gaeta a Ladislao de Nápoles (29 de mayo de 1390). Encomendó las lugartenencias de Spoleto y la marca de Ancona a dos de sus hermanos y se ocupó personalmente de someter a Roma. La guerra de Nápoles duraría diez años y las contiendas romanas no concluyeron hasta 1398, consumiendo grandes cantidades de dinero. Precisamente las reformas de Bonifacio ponen punto final a la estructura republicana que se arrastraba desde la época avignonense. Sus fuentes de ingresos estaban reducidas a las rentas de los Estados Pontificios. No es extraño que reapareciese la simonía a gran escala. No expresó Tomacelli nunca la menor duda de que era el legítimo papa: la posesión de Roma le parecía una señal inequívoca. En consecuencia, no tenía previsto para el cisma otro final que la renuncia de su contendiente; en 1390 propuso a Clemente que, si abdicaba, él y sus cardenales conservarían esta condición, reconociéndosele además una legación sobre Francia y España, que eran precisamente los territorios que dirigía. La propuesta no fue ni siquiera escuchada.
Las vías de la universidad de París. Ahora la posición de Francia había cambiado y se deseaba la conclusión del cisma. Pero como ya explicara K. Eubel \'7bDie Avignonische Obedienz der Mendikanten-Orden sowiet der Orden del Mercedarier und Trinitarier zur Zeit des grossen Schismas, Paderborn, 1900), no era posible, dado el profundo esquema de división que se había producido, llegar a un punto en que se reconociese que una mitad de la cristiandad había vivido en el error y la otra mitad en la legitimidad. El 6 de enero de 1391 el canciller de la Universidad de París, Juan Gerson (1363-1429), acusó a la corte de mantener el cisma por razones políticas. Se hizo una primera gestión cerca de Clemente VII, formulándose la propuesta de que ambos papas abdicasen, permitiendo a los cardenales reunirse para elegir otro sin disputa. La respuesta fue negativa. El papa se limitó a ordenar la celebración de la misa pro sedandis schismatis (29 octubre 1393). En octubre de 1394, tras la caída de los marmousets y la asunción del poder por los duques de Berry, Borgoña y Orléans, el Consejo real de Francia pidió a la Universidad de París que elaborara una propuesta acerca de los medios que podían aplicarse para la liquidación del cisma. Se hizo una consulta mediante votación secreta y en pocas semanas se recogieron más de 10.000 boletos. Resultado final de la consulta fue la formulación de tres vías: a) cessionis, consistente en que ambos papas renunciaran simultáneamente; b) transactionis, mediante una negociación entre ambas partes para descubrir quién era el legítimo, recurriendo si era necesario a un procedimiento de arbitraje; y c) concilii, convocatoria de un concilio ecuménico. Se recomendó particularmente la primera por ser la que menos dificultades presentaba. A. Esch (Bonifaz IX und der Kirchenstaat, Tübingen, 1969) hace una advertencia: las tres vías parisinas se produjeron únicamente en el ámbito de obediencia clementista, pues Bonifacio rechazó resueltamente cualquier propuesta que no fuera de reconocimiento de su propia legitimidad.
Pedro de Luna, papa. Murió entonces Clemente VII (16 de septiembre de 1394) y la corte francesa ejerció presiones sobre los cardenales para que no procediesen a una nueva elección. Ellos argumentaron como sus colegas de Roma: eso era tanto como admitir que durante quince años ellos habían actuado con ilegalidad. Aceptaron en cambio firmar un documento comprometiéndose a poner todos los medios, incluso la abdicación, para acabar con el cisma. Por unanimidad, el 28 de septiembre, fue elegido Pedro Martínez de Luna, nacido en Illueca (Aragón), de 66 años, cardenal de Santa María in Cosmedin y una de las primeras autoridades en derecho canónico de su tiempo. Elevado al cardenalato en 1375, era un hombre de irreprochable conducta y sumamente enérgico, si bien S. Puig y Puig \'7bPedro de Luna, Barcelona, 1920) reconoce que a veces era difícil distinguir la firmeza de la terquedad. Testigo de primera magnitud en el cónclave de 1378, se había convertido luego en uno de los principales colaboradores de Clemente VII, siendo decisiva su parte en la obediencia de España. En 1393, estando en París, había defendido la tesis de la abdicación si era precisa para liquidar el cisma.
Apenas elegido escribió a Carlos VI: era su firme voluntad poner todos los medios precisos para una justa solución del problema. Fue encargado de llevar la respuesta del Consejo el maestro Pedro de Ailly, a quien el papa, según L. Salembier \'7bLe cardinal Pierre d’Ailly, chancelier de l’Université de París, évéque du Puy et de Cambrai, Tourcoign, 1932), atraería para su causa, convenciéndole de que su propuesta de negociación era la correcta. Mientras tanto, un nuevo personaje, Simón Cramaud, que desde 1391 era patriarca de Alejandría y administrador apostólico de la diócesis de Avignon, entraba en escena. Según H. Kaminsky («The carlier career of Simón Cramaud», Speculum, XIX, 1974), se trataba de un ambicioso que había hecho de la abdicación del papa un objetivo que llegaría a obsesionarle. Se encargó de presidir una asamblea del clero en París (2 febrero de 1395), contando con el apoyo del duque de Berry, en la cual los 109 asistentes concluyeron que debía exigirse, sin más demora, la abdicación de Benedicto XIII. Los duques de Berry, Borgoña y Orléans viajaron a Avignon en mayo de 1395 para exigir sin ambages dicha fórmula. La corte francesa, que ya no manejaba a Benedicto, tampoco tenía el menor interés en sostenerle.
Camino del galicanismo. La respuesta de don Pedro de Luna fue que la via cessionis era anticanónica (un papa no puede ser obligado a abdicar) y creaba males mayores que los que se trataba de remediar, pues en adelante el primado romano quedaría sometido a las veleidades de la política. Y en el momento actual, su renuncia, conocida la negativa de Bonifacio, dejaría al descubierto la cuestión de la legitimidad. Propuso la que llamó via conventionis o via iustitiae:
los dos papas se reunirían para conversar o negociarían por medio de plenipotenciarios, siendo ellos, sin interferencias exteriores, quienes aclarasen la cuestión de la legitimidad; en caso de no obtener resultados, ambos, de consuno, abdicarían, fijando las condiciones para la elección del nuevo papa sin disputa.
Una nueva asamblea del clero francés, más agria, rechazó la via conventionis (agosto de 1396). Por su parte, Benedicto XIII envió procuradores a Roma en dos momentos (diciembre 1395 y otoño 1396) intentando el contacto directo con Bonifacio, aunque sin resultados. El obispo de Elna fue acusado de intentar en Roma una revuelta. Al de Tarazona se dijo que ni por medio de entrevista directa ni por vía de plenipotenciarios estaba el papa dispuesto a negociar.
Los consejeros de Carlos VI tomaron contacto con sus aliados de España y con los reyes de Inglaterra y de Alemania aprovechando un tiempo de tregua. El objetivo era formar una embajada de príncipes de las dos obediencias para presentar la propuesta de abdicación. Al final, sólo Enrique III de Castilla (1390-1407) y Ricardo II de Inglaterra (1377-1399) incorporaron sus procuradores a los de Francia (junio de 1397). Colard de Caleville conminó a Benedicto en Avignon; los británicos formularon en Roma a Bonifacio IX la misma demanda. En mayo de 1398 Wenceslao, por propia iniciativa, haría una gestión semejante. Todas fracasaron. Pedro de Luna se atrincheró tras su propuesta de negociación y Tomacelli en su indiscutible legitimidad. De modo que se cumplieron los plazos del ultimátum (febrero de 1398) sin que ninguno de los papas diera un paso hacia la solución del cisma. El 22 de mayo de 1398, una nueva asamblea del clero francés acordó que el único modo de obligar a Benedicto a entrar por la via cessionis era «sustraerle» la obediencia, es decir, bloquear absolutamente las rentas que desde Francia se le suministraban. Francia ejecutó la sustracción el 27 de julio de este mismo año y Castilla el 13 de diciembre. Escocia, Navarra y Aragón, rechazaron el procedimiento.
En aquella asamblea, lo mismo que en la literatura doctrinal que siguió, se formularon ya tesis de sometimiento a la monarquía que forman el precedente del galicanismo y del anglicanismo. Se dijo que al rey corresponde velar por la salud espiritual de sus súbditos incluso contra el papa. Pierre Plaoul añadió que el pontífice es tan sólo mandatario de la Iglesia, elegido, mientras que el monarca, suscitado por Dios desde la cuna, es vicario del mismo Dios. Pierre le Roy sostuvo que, en consecuencia, el papa está sometido al concilio, que es la expresión de la Iglesia. Sin embargo, la sustracción revelaría, con su fracaso, lo que podía esperarse de un sometimiento de la Iglesia al Estado. Las universidades, privadas de libertad y de muchos de sus medios de vida, fueron las primeras que reclamaron el retorno a la normalidad.
Sin obediencia. Sobre Benedicto se ejercieron muy fuertes presiones. Tras la sustracción, sólo cinco cardenales permanecieron a su lado; los demás se trasladaron a Villeneuveles-Avignon, al amparo de las tropas francesas que, mandadas por Godofredo Boucicaut, sitiaron estrechamente el palacio, fuertemente defendido por doscientos soldados aragoneses que rechazaron incluso un asalto. Enrique III protestó de esta violencia y Martín I de Aragón (1395-1440)
envió una flota que remontó el Ródano hasta Arles, logrando una especie de tregua (10 de mayo de 1399) tras haberse obtenido del papa una promesa de abdicar en el caso de que su rival lo hiciese o muriera sin que se eligiese sucesor. Pero el papa había hecho levantar acta de que tal juramento era inválido al serle arrancado por la fuerza. El asedio se convirtió en bloqueo.
Estas circunstancias permitieron a Bonifacio IX afirmarse. Genova y Nápoles le ofrecieron obediencia, de modo que prácticamente toda Italia —pero sólo Italia— le obedecía. Para conservar la frágil fidelidad de Ricardo II y de Wenceslao —que sería sustituido por Roberto el Palatino en agosto de 1400— hizo concesiones, como la entrega de los diezmos eclesiásticos, que prácticamente desmantelaban la independencia de las Iglesias locales. Bonifacio se desprestigió porque la simonía y la venta de indulgencias eran el único medio desesperado que tenía para procurarse dinero. Había un terrible contraste entre el papa, desprendido y austero, y los abusos escandalosos de la curia.
En 1402 las cosas comenzaron a cambiar en favor de Benedicto XIII. Los eclesiásticos estaban cada vez más asustados ante la intrusión de los laicos. La Universidad de París, privada de beneficios y rentas, hubo de cerrar sus aulas en 1400. Las de Orléans y Toulouse se pronunciaron abiertamente contra la sustracción. Provenza restituyó la obediencia y Luis II de Anjou se convirtió en un firme apoyo para la causa del papa. En la noche del 11 de octubre de 1403, con hábito de cartujo, el papa abandonó el palacio, al que jamás regresaría, refugiándose en casa del embajador catalán, Jaime de Prades, desde donde pasó a Chateau-Rcnard. Entonces los habitantes de Avignon, en la mañana del 12 de octubre, se amotinaron contra las tropas francesas aclamando al papa. Los cardenales acudieron también a su lado. Enrique III restableció la obediencia y, al final, Carlos VI tuvo que hacer lo mismo.

Al finalizar el año 1403, don Pedro de Luna estaba instalado en Marsella anunciando que iba a poner en marcha la vía iustitiae. Envió una embajada a su rival que alcanzó Roma el 22 de septiembre de 1404. Bonifacio estaba muy enfermo. Los avignonenses proponían una entrevista personal entre ambos papas con el compromiso moral de abdicar si no se llegaba a un acuerdo. Las discusiones, especialmente el 29 de septiembre, fueron tormentosas. Como el papa murió a los dos días, los cardenales culparon a los embajadores de su fallecimiento, les redujeron a prisión y obligaron a pagar un fuerte rescate.

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