Clemente VI (7 mayo 1342 - 6
diciembre 1352)
Un papa pródigo. Felipe VI estaba
tan interesado en disponer de un papa favorable que envió a su propio hijo, el
duque de Normandía, a Avignon con objeto de asegurar la designación de Pedro
Roger, su antiguo canciller, ahora obispo de Rouen. No tuvo necesidad de
ejercer ninguna clase de presión, pues antes de que el príncipe llegara a
Avignon, los cardenales le habían elegido por unanimidad. Tras el gobierno
austero de Benedicto estaban deseosos de tener un pontífice más
condescendiente. Escogió el nombre de Clemente porque quería que la clemencia
fuera su principal virtud. Contaba entonces 51 años, pues había nacido en
Maumont (Limousin), hijo del señor de Rosier d’Égletons en 1291. Desde los diez
años de edad vestía el hábito de los benedictinos, que le habían preparado
cuidadosamente. Se le consideraba como el mejor orador de su tiempo y, desde
luego, poseía una amplia instrucción. Un cambio radical se produjo en la curia:
lujo y derroche hicieron que apenas pudiera distinguirse de las cortes
principescas. Pródigo con sus amigos y parientes, amigo de banquetes y de
fiestas, los cronistas más adversos como Mateo Villani, Matías de Neuenburg y
el Chronicon Estense, le acusan de mujeriego, aunque probablemente esto es
producto de una calumnia, muy extendida y, por consiguiente, aceptada.
Las tasas ordinarias aumentaron
su rendimiento hasta los 195.000 florines de oro, pero los gastos alcanzaron
los 165.000. A éstos habría que añadir el continuo despilfarro de fiestas y
banquetes (fue especialmente famoso el que ofreció el cardenal Aníbal de
Ceccano, en que, en medio de bailes y representaciones, se sirvieron 27 platos
mientras se dejaban correr fuentes de vino), así como las joyas y vestidos
(reunió hasta 1.800 pieles de armiño), que se abordaban recurriendo al tesoro
acumulado por sus antecesores. Ochenta mil florines de oro se invirtieron en
1348 al comprar a la reina Juana de Nápoles (1343-1382) la ciudad de Avignon y
el condado Venaisin; en este caso se trataba de una operación excelente, ya que
convertía al papa en dueño del territorio en que moraba. Avignon se desarrolló
hasta convertirse en una de las plazas mercantiles más prósperas de todo el
Occidente. Las embajadas, como la de Tartaria en 1338, y la que Alfonso XI
(1313-1350) remitió con el botín de la batalla del Salado, dieron lugar a
costosas recepciones. Para compensar los gastos, Clemente VI dispuso la reserva
de todos los nombramientos episcopales y de otros muchos beneficios, porque de
este modo se percibían directamente anatas y otras contribuciones (A.
Pélissier, Clemente VI le magnifique, París, 1951).
Raíz del anglicanismo. Estas
medidas, impopulares, tropezaron con una fuerte resistencia en Alemania y de
una manera especial en Inglaterra, donde se le consideraba además como
beligerante en favor de Francia. Fue entonces cuando Eduardo III publicó los
primeros Estatutos llamados de Provisores (1351) y Praemunire (1353), que
permitían al rey rechazar colaciones de beneficios y sentencias procedentes de
la curia e incluso a los obispos establecer relaciones con la Santa Sede sin
autorización del rey. Es cierto que existía una razón profunda para las quejas:
Clemente VI estaba apoyando a Felipe VI con préstamos, diezmos, subsidios de
cruzada y rentas eclesiásticas. No es, por consiguiente, extraño que se
originara una abundante literatura panfletaria: una pieza especialmente curiosa
es la de la supuesta carta de Lucifer, felicitando al papa que, con su mal
ejemplo, le poblaba el infierno de almas.
Opuesto decididamente a Luis de
Baviera, le cupo la satisfacción de obtener en este punto una victoria. En
agosto de 1342 reiteró la excomunión, y mediante la bula Prolixa retro (12
abril 1343) le conminó a deponer sus vestiduras imperiales, invitando al obispo
de Tréveris a convocar a los electores para proceder a una nueva designación.
Luis ofreció su sometimiento completo, pero fue rechazado. El 13 de abril de
1346 (bula Olim videlicet) se pronunciaron la excomunión y deposición de forma
solemne. Entonces cinco de los siete electores, los tres eclesiásticos más
Bohemia y Sajonia, decidieron proclamar a Carlos, el hijo de Juan de Bohemia.
La muerte de Luis de Baviera (11 octubre 1347) hizo que Carlos IV fuera reconocido
sin dificultad.
Aspectos positivos. P. Fournier
(«Clemente VI», Hist. Lit. de la France, 37, 1936) y R. Guillemain (La Cour
Pontificale d’Avignon, 1309-1376, París, 1962) descubren los aspectos positivos
de un pontificado que supo hacer frente a grandes desdichas, como la guerra y
la peste, empleando grandes sumas en aliviar el sufrimiento, y que ante la
noticia de la existencia de islas pobladas en el Atlántico, de Azores a
Canarias, recordó a los cristianos que era ilícito reducir dichas poblaciones a
la esclavitud. A principios de 1343 llegó a Avignon una embajada romana con dos
encargos: que el papa regresara a su ciudad asumiendo las funciones de senador,
y que promulgara un nuevo Año Santo para 1350, dado el hecho de que el
intervalo de un siglo dejaba a la inmensa mayoría de los cristianos sin poder
lucrar la indulgencia. El papa aceptó la segunda de las peticiones, y en la
bula Unigénitas Dei Filias habló por primera vez del tesoro de gracias que los
méritos de Cristo y de los santos proporcionan a la Iglesia como fuente para la
concesión de indulgencias.
En 1348 se desató en Europa la
peste negra, una epidemia que trajeron de Crimea barcos genoveses. Avignon
sufrió terriblemente: en un cementerio que compró Clemente se inhumaron en
pocos días once mil cadáveres. Para muchos era el azote un castigo de Dios.
Partiendo de Alemania, grupos de flagelantes que se azotaban durante treinta y
cinco días trataron de frenar la epidemia mediante penitencia. Se recrudecieron
en muchos lugares las persecuciones contra los judíos, a los que se acusaba de
propagar la enfermedad. Hubo desviaciones hacia la superstición que movieron al
papa a tomar disposiciones contra los flagelantes. En las órdenes religiosas
las pérdidas fueron sensibles y la necesidad de rellenar los huecos con
improvisadas vocaciones se reflejó en el deterioro de la disciplina.
Cola di Rienzo. Clemente no tuvo
intención de regresar a Roma, pero no quiso desentenderse de la situación en la
ciudad. En la embajada de 1343 figuraba Nicolás de Arezzo (Cola di Rienzo), un
soñador de humilde cuna, que entusiasmó al papa con sus discursos en que
evocaba la gloria de la Antigüedad. Clemente le apoyó en sus proyectos, que
condujeron en 1347 a
un verdadero golpe de Estado que pretendía acabar con la influencia de las
familias patricias. Pero la curia comenzó a desconfiar de sus extravagancias:
cuando cayó, en diciembre del mismo año, volvería a encontrar amparo en el
pontífice. Clemente pensaba que la solución al problema de las querellas
internas romanas tenía que venir por una vía semejante, de creación de un
fuerte poder laico, ya que en diciembre de 1351 haría una nueva tentativa para
nombrar capitán del pueblo y senador a Giovanni Cerroni.
Pero el papa no fue a Roma ni
siquiera con ocasión del Año Santo: lo presidieron los cardenales Guido de
Bolonia y Aníbal Ceccano. Muchos peregrinos, entre ellos Petrarca y santa
Brígida, se dieron cita. Pero la impresión que la ciudad, azotada poco antes
por un terremoto, causaba en los viajeros, era lamentable. Su aspecto
contribuía a fortalecer los argumentos de quienes decían que no estaba ya en
condiciones de servir de residencia al papa. Por otra parte, la campaña que
Clemente VI intentó para restablecer su potestad en Romagna, fracasó
lamentablemente: Bolonia le ofreció su obediencia, pero a costa de ser
entregada en vasallaje a Juan Visconti, arzobispo de Milán.
La guerra entre Inglaterra y
Francia impidió que se pusiera en marcha el proyecto de cruzada. La empresa de
defensa del Mediterráneo oriental dejó de ser un proyecto europeo para
convertirse en algo propio de los poderes locales. Clemente hubo de conformarse
con apoyar una liga formada por Venecia, Chipre y los caballeros sanjuanistas,
cuyo primer objetivo era sostener a los reyes de Armenia: Esmirna fue ocupada
en octubre de 1344 y se logró una victoria sobre la flota turca en 1347. Pero
ni siquiera pudieron conservarse las posiciones momentáneamente conquistadas.
Inocencio VI (18 diciembre 1352 -
12 septiembre 1362)
Un papa restaurador. Breve fue el
cónclave celebrado en Avignon; los veinticuatro cardenales que en él tomaron
parte estaban decididos a imprimir a la Iglesia un giro radical haciendo de la
Plenitudo potestatis un gobierno compartido. Prestaron juramento de que
cualquiera que fuese elegido no crearía nuevos cardenales hasta que el número
se hubiera reducido a dieciséis y manteniendo el colegio por debajo de los
veinte miembros; los nuevos nombramientos requerirían la aprobación de los dos
tercios de los existentes; una condición que sería aplicable también a los
casos de enajenación de bienes de la Iglesia, concesión de subsidios o proceso
contra un purpurado. El colegio, que retendría para sí la mitad de las rentas
pontificias, sería preceptivamente consultado en todos los nombramientos administrativos.
Bajo tales condiciones se eligió a Esteban Aubert, a quien A. Pélissier
(Innocent VI le réformateur, deuxiéme pape Umousin, Tulle, 1961) presenta como
un anciano de mala salud y magnífico administrador, profesor de derecho en
Toulouse y cardenal desde 1342. En el momento de su elección era obispo de
Ostia y gran penitenciario. Su gran defecto sería el nepotismo.
El 6 de julio de 1353, Inocencio,
que había consultado a jurisconsultos, declaró que el juramento prestado no era
válido por oponerse a la plenitudo potestatis que sólo corresponde al
pontífice. Volviendo a las normas de Benedicto XII, se había propuesto intentar
la reforma, limitando las acumulaciones de beneficios y obligando a la
residencia. Los gastos de la casa del papa fueron restringidos; esto no evitó
que el déficit financiero se acentuara por la necesidad de atender a la defensa
de Avignon frente a las compañías de mercenarios, y por el deseo de sostener
campañas en Italia que hiciesen posible el retorno. Se asignaron emolumentos
fijos a los jueces de la Audiencia para garantizar su imparcialidad. En 1360, a petición del
general de los dominicos, Simón de Langres, se ordenó una inspección a fondo en
los conventos: ocho definidores de la orden se volvieron entonces contra el
general, pero el papa le sostuvo. De todas formas se trataba de un problema que
quedó sin resolver. La misma actitud de firmeza y respaldo mostró en relación
con los hospitalarios, a los que Felipe VI de Francia quería aplicar las mismas
medidas disolutorias del Temple. Inocencio VI se negó en redondo, y llamando a
Juan Fernández de Heredia, el más prestigioso de los caballeros, le encomendó
la visita y el restablecimiento de la disciplina. La orden, que era conocida
comúnmente como de Rodas por tener su maestrazgo en esta isla, recibió el
encargo del papa de sostener las posiciones de Esmirna y Armenia, pero no pudo
cumplir este objetivo demasiado ambicioso. Sin embargo, sostendría durante dos
siglos la punta de vanguardia en el extremo mediterráneo.
Surgían visionarios y
milenaristas. Un fraile de Puigcerdá, Arnaldo Muntaner, mezclando en sus
predicaciones la doctrina de la absoluta pobreza de Cristo, afirmaba que nadie
que vistiera hábito franciscano podía permanecer mucho tiempo en el purgatorio,
pues san Francisco bajaba allí cada año a sacar a los suyos; se libró de la
persecución del inquisidor Eymerich porque se fue a Oriente a predicar sus
fantasías. Fray Juan de Roquetaillade anunciaba que pronto vendría un antipapa,
al que Cristo haría morir por medio del espíritu de la palabra; inmediatamente
después, con la desaparición del Islam y del judaísmo, comenzaría el reino del
milenio. No resultaba fácil a la autoridad pontifica imponer criterios de
sensatez.
Don Gil de Albornoz. La muerte de
Alfonso XI (1350) había provocado una fuerte reacción en Castilla contra los
que fueran sus consejeros y colaboradores. El arzobispo de Toledo, don Gil de
Albornoz, tuvo que huir refugiándose en Avignon donde fue elevado por Inocencio
al cardenalato, pasando luego a desempeñar funciones de confianza. No se
restableció la paz. Pedro I (1350-1369), casado con Blanca de Borbón (3 de
junio de 1353), abandonó a su esposa, cohabitó públicamente con María de
Padilla, y hasta llegó a contraer un nuevo e ilícito matrimonio. Comenzaron
luchas internas. Muchos nobles y no pocos eclesiásticos se exiliaron en Francia
y Aragón, llegando algunos hasta la propia Avignon. Inocencio VI trató de
detener la guerra, interna y entre reinos, que amenazaba la península, enviando
como legado a Guillermo de la Jugue; no pudo nunca conseguir una paz estable.
La abundancia de mercenarios,
secuela de la contienda franco-británica en el sur de Francia, hicieron
desaparecer la seguridad de que hasta entonces disfrutara Avignon. Por otra
parte, el viaje de Carlos IV a Roma, donde fue coronado emperador por un legado
pontificio (5 de abril de 1355), venía a demostrar que el retorno no era
imposible. Carlos promulgó en 1356 la llamada «Bula de Oro», en la que fijaba
el procedimiento para la elección de emperadores (confirmando de hecho los
acuerdos de la Dieta de Rense referentes a la separación de potestades) e
independizaba el Imperio de la Santa Sede. Una decisión de doble vertiente, ya
que suponía la definitiva renuncia a intervenir en Italia. Los electores designaban
un rey de Romanos con entera independencia; sólo él podía convertirse en
emperador cuando el papa le coronase. En 1360 la amenaza a que los merodeadores
armados hicieron pesar sobre Avignon fue tan seria que Juan Fernández de
Heredia (1310-1396) tuvo que acudir con 600 caballeros y 1.000 peones a liberar
al papa de lo que era un asedio. De todas formas, hubo que pagar a los
sitiadores 14.5000 florines de oro para que accedieran a alejarse.
Antes de que pudiera efectuarse
el retorno a Roma era imprescindible la pacificación del Patrimonium. Tal fue
la tarea que Inocencio VI confió a don Gil de Albornoz, a cuyo séquito fue
agregado Cola di Rienzo, con título de senador y poderes para gobernar Roma. El
1 de agosto de 1354, Rienzo entró en la ciudad, siendo recibido con fuertes
aclamaciones, pero muy pronto las facciones romanas provocaron un levantamiento
que acabó con la vida del reformador (8 de octubre de 1354). Albornoz consiguió
cumplir la misión que se le encomendara: en 1354 arrancaba Orvieto de manos de
Juan de Vico; al año siguiente obligaba a los Malatesta de Rímini a firmar el
humillante tratado de Gubbio. El cardenal tenía el proyecto de transformar la
administración de los Estados Pontificios, haciendo participar en ella a los
poderes laicos que se habían asentado. Una asamblea, reunida en la ciudad de
Fano, aprobó las Constituciones egidianas (1357), que estarían vigentes hasta
el siglo xix. A. Erler (Aegidius Albornoz ais Gesetzgeber des Kirchenstaates,
Berlín, 1970) advierte que las Constituciones se basaban en la legislación
anterior, incluyendo el Líber Augustalis de Federico II. La influencia del
derecho romano se situaba por encima del canónico.
Llamado a Avignon, porque se
habían producido acusaciones en su contra, el papa le confirmó en su cargo,
ampliando los poderes. Regresó a Italia en 1358. Fue entonces cuando conquistó
Bolonia, en donde fundaría el Colegio que lleva su nombre y aún subsiste,
enfrentándose abiertamente con los Visconti. La victoria de san Rufilio sobre
Barnabó (1361) abría definitivamente al papa la posibilidad del retomo.
Inocencio VI comunicó al emperador Carlos, en carta de 18 de abril de 1361, que
había tomado la decisión de volver a Roma. Una decisión que la muerte le
impidió cumplir. Pero el éxito militar estaba empañado por un dato negativo:
los tesoros de la Santa Sede estaban exhaustos.
Urbano V, beato (28 septiembre
1362 - 19 diciembre 1370)
Elección. Divididos los
cardenales era difícil que pudieran llegar a un acuerdo que permitiese la
elección de uno de ellos. La noticia que dan algunos cronistas de que Hugo
Roger, hermano de Clemente VI, rechazó su candidatura, es cuando menos dudosa.
Al parecer fue Guillermo d’Aigrefeuille quien insinuó el nombre de Guillermo de
Grimoard, abad de San Víctor de Marsella que, a la sazón, era legado pontificio
en Nápoles. Nacido en Griscal (Lorena) y de familia noble, profesó como
benedictino en San Víctor después de haber cursado estudios en Montpellier y
Toulouse. Fue abad de Saint Germain d’Auxerre (1352) antes de ser elegido para
San Víctor. Era conocido por su piedad, austeridad, profundo conocimiento del
derecho y experiencia en los asuntos italianos, tan importantes ahora que el
retorno del papa se había convertido en la cuestión principal. E.
Dupré-Theseider (/ Papi di Avignone e la questione romana, Florencia, 1939)
entiende que fue ésta precisamente la razón de su nombramiento: era el papa
para el retorno. Llegado a Marsella el 27 de octubre fue entronizado en Avignon
pero, pese a la pompa que le rodeaba, seguía vistiendo y viviendo como un
benedictino.
Las relaciones con el colegio
fueron difíciles: no había sido cardenal. Quería continuar la obra de Inocencio
VI hacia la centralización y la reforma: dispuso que, en adelante, todas las
sedes episcopales y las principales abadías, cualesquiera que fuesen los
procedimientos selectivos, serían de nombramiento pontificio. De este modo
podría oponerse a las designaciones indebidas. También quiso prohibir la
acumulación de beneficios en una sola persona y recomendó la celebración de
sínodos provinciales. Muy convencido de las ventajas que aportaban al clero los
estudios fundó las Universidades de Orange, Cracovia y Viena y, a imitación del
de Bolonia, estableció el Colegio de Montpellier. Empleó mucho dinero en becas
para estudiantes.
De nuevo cruzada. Al firmarse la
paz de Brétigny, que parecía poner fin a la contienda entre Francia e
Inglaterra, proclamó en 1363 una nueva cruzada: Pedro de Lusignan, que había
cosechado algunos éxitos en Cilicia, y Felipe de Méziers, se sumaron a ella:
pero Urbano creía que el éxito dependía de que tomara el mando el rey de
Francia. Legado para esta cruzada fue el carmelita Pedro Thomiers y en ella
tomó parte Venecia. Pero en la práctica todo se tradujo en una operación de los
caballeros sanjuanistas que llegaron a reunir en Rodas 10.000 infantes y 1.400
caballos. Una fuerza que pudo ocupar fugazmente Alejandría (11 a 13 de octubre) para
convencerse de que era imposible retenerla. Estas operaciones servían sin
embargo para conservar Rodas y Chipre como grandes bastiones avanzados.
Retorno a Roma. Comenzó apoyando
los esfuerzos militares de don Gil de Albornoz. Pronto cambió de táctica: era
imprescindible acelerar el retorno a Roma y éste no podía lograrse sino
mediante una paz con los partidos haciendo concesiones. Roma brindaba la
posibilidad de un entendimiento con el emperador bizantino Juan V (f 1391).
Desde el 23 de mayo de 1363 la decisión fue públicamente anunciada: muchas
voces le impulsaban a ella. Pagó grandes sumas a Barnabo Visconti para que
entregara Bolonia y sustituyó a Albornoz por el cardenal Androin que pasaba por
enemigo del español y partidario de los milaneses. La recluta de los
mercenarios que amenazaban Avignon, a fin de constituir las compañías blancas
que provocarían el cambio en Castilla —Urbano contribuyó con una elevada suma—
dieron un saludable respiro. En 1365 fray Pedro de Aragón escribió al papa que
había tenido una revelación de su tío san Luis el difunto obispo de Toulouse,
que le anunciaba que los grandes males de la Iglesia no se remediarían mientras
no estuviese en Roma. Santa Brígida y santa Catalina contribuyeron con sus
advertencias al aire de retorno espiritual. Petrarca, en cambio, hablaba de
motivos estrictamente humanos; las ruinas de Roma, la esposa abandonada. Carlos
V de Francia envió a Anselmo de Chacart para convencer a Urbano de que
desistiera de su propósito, pero el pontífice respondió con argumentos que
resultaban incontrovertibles: centro del orbe, tumba de san Pedro, altar de
mártires, Roma había sido siempre la cabeza y las voces del cielo le ordenaban
volver.
P. Kirsch (Díe Rückkehr
der Papste Urban V und Gregor XI vori Avignon nach Rom. Auszüge aus den Karneralregistern des Vatikanischen Archives, Paderborn,
1898) reconstruyó el itinerario y los obstáculos que hubo de vencer. En mayo de
1366 el emperador Carlos IV viajó a Avignon ofreciendo darle escolta. Urbano
aceptó en principio, pero luego lo pensó mejor: convenía a su libertad de
movimientos viajar solo. Hubo una fuerte resistencia de los cardenales, que
consideraban un desastre abandonar Avignon, pero, mostrando una gran energía,
salió de la ciudad el 30 de abril de 1367. En Marsella se produjo un verdadero
enfrentamiento entre el papa y el colegio, que resistió, y pudo llegar a Genova
el 23 de mayo, a Pisa el 1 de junio, y por el camino del mar, alcanzar Corneto,
donde le esperaba Albornoz, el 4 de junio. Desde allí se dirigieron a Viterbo.
La muerte de don Gil, acaecida en esta ciudad el 22 de agosto, fue un gran
contratiempo. Los grandes elogios de Petrarca desde Padua y de Coluccio
Salutati desde Roma, dan la medida de la exageración en el recibimiento, que
hubiera debido ser más normal. En el verano de 1368 Urbano se instaló en
Montefiascone, huyendo de los calores del verano.
En otoño de aquel año llegó
Carlos IV. Se vio al papa y al emperador entrar juntos en Viterbo (17 de
octubre) y el 1 de noviembre, con la pompa debida, proceder a la coronación de
la emperatriz Isabel durante una misa solemne en que predicó fray Pedro de
Aragón. Presente estuvo también Juan V, el bizantino, que suscribió a título
personal una fórmula de fe romana. Pero los signos no eran tan halagüeños como
se pensara. Roma era una ruina: los alhamíes habían tenido que entrar
apresuradamente en el Vaticano y en San Juan de Letrán porque los palacios eran
inhabitables. Comenzaban las habituales discordias políticas. Cuando en
septiembre de 1368 Urbano creó siete cardenales, sólo uno era romano; los otros
seis, franceses. La influencia de Francia no había disminuido.
Vuelta a Avignon. Desilusionado,
sufriendo la presión de sus cardenales que añoraban la independencia
avignonense, obligado a enfrentarse con revueltas como la de Perugia, y
refugiado nuevamente en Montefiascone, esta vez para huir de las inquietudes
romanas, Urbano hubo de preguntarse si no había cometido un error. A principios
de 1370 decidió regresar a su ciudad del Ródano. Los romanos le enviaron una
embajada (22 de mayo), a la que contestó con mansa firmeza el 26 de junio.
Santa Brígida subió a Montefiascone a comunicarle que había tenido una
revelación según la cual si regresaba Dios le heriría de muerte pidiéndole
estrecha cuenta. Todo inútil. Embarcó en Corneto el 5 de septiembre, alcanzó
Marsella el 16 y entró en Avignon el 27 del mismo mes. Muy pronto cayó enfermo
y murió el 19 de diciembre.
O. Halecki (Un empereur de
Byzance á Rome, Varsovia, s.f.) ha explicado las razones de la presencia del
emperador Bizantino. Las presiones turcas habían obligado a Juan V,
inmediatamente después de su victoria sobre Juan Cantacuzeno, a acudir a
Inocencio VI con una propuesta de reanudar las relaciones, la cual fue recibida
con gran frialdad (1355). Pero ante la nueva ofensiva de Murad I, el emperador
insistió, esta vez cerca de Urbano V, que se mostró dispuesto a organizar el
socorro militar que se necesitaba si se restablecía la unión. Juan V permaneció
en Roma entre 1369 y 1371: tuvo que entregar a Venecia la isla de Tenedos para
afrontar los gastos de este viaje. La noción de la existencia de un peligro turco
comenzaba a abrirse camino en la conciencia occidental, aunque con gran
lentitud.
Gregorio XI (30 diciembre 1370 -
27 marzo 1378)
De nuevo la decisión. Los
diecisiete cardenales que se reunieron en Avignon tardaron poco tiempo en
elegir por unanimidad a un sobrino de Clemente VI, Pedro Roger de Beaufort,
nacido en 1329, cerca de Limoges y producto del nepotismo que le hiciera
cardenal a los 19 años. Sin embargo, siendo despierto, inteligente, culto y
extraordinariamente piadoso, se había elevado, por sus grandes servicios
durante el pontificado de Urbano V, al primer puesto dentro del colegio.
Discípulo de Pietro Baldo dcgli Ubaldi (1327-1400), en Perugia, poseía una
excelente formación jurídica. Mezclaba un aire de soñador, acaso por su mala
salud, con rasgos de energía y firmeza cuando hacía falta. Aunque desde el
primer momento afirmó su voluntad de volver a Roma, ya que sólo desde ella
podía ser gobernada la Iglesia y ejecutarse la triple misión que se había
asignado (reforma de las costumbres, paz entre los príncipes de la cristiandad,
ofensiva contra los turcos), esto no significa que proyectase disminuir la
abrumadora influencia francesa. De los 21 cardenales que creó, ocho eran
paisanos suyos, limousinos, otros ocho franceses de diversas regiones, dos
italianos, y tres, respectivamente, de Genova, Castilla y Aragón.
Tres obstáculos se oponían al
viaje a Roma. El tesoro papal estaba vacío y se requirió bastante tiempo para
incrementar las rentas que llegarían al nivel de los 480.000 florines cada año;
los ingresos estaban comprometidos de antemano al pago de deudas con sus
intereses. Se habían reanudado las hostilidades entre Francia e Inglaterra,
arrastrando en esta ocasión a castellanos y portugueses; de modo que el
alejamiento de Avignon no había favorecido el proceso de paz. Los Visconti
habían aprovechado la coyuntura para hacerse de nuevo fuertes en el norte de
Italia. Richard C. Trexler («Rome on the eve of the Grat Schism», Speculum,
XLIII, 1967) concede una singular importancia, sin embargo, a la radical
oposición de los cardenales.
En vísperas del cisma. Para
aislar a los Visconti, Barnabó y Galeazzo, el papa formó una liga en agosto de
1371, contrató los servicios de un condottiero inglés, Giovanni Acuto (John
Akwood) y puso a Amadeo VI de Saboya al frente de las fuerzas; un hermano del
papa, vizconde de Turenne, se encargó de reclutar mercenarios en Francia. A
principios de 1373 se predicó la cruzada contra los Visconti, que previamente
habían sido excomulgados. Sin embargo, Urbano V, urgido por el tiempo y las
dificultades económicas, se conformó con un resultado mediocre: dos victorias
en Pesaro y Chiesi, justificaron que se firmara una tregua. Ahora el camino de
Roma parecía abierto y se anunció la partida para Pascua de 1376. Nuevos
inconvenientes aparecieron: sólo seis cardenales declararon estar dispuestos a
acompañar al papa. Se acababa de conseguir la tregua general de Brujas,
suspendiendo las hostilidades en Occidente, y el duque de Anjou insistía en que
ahora más que nunca era oportuna la presencia del papa para que la tregua se
convirtiese en paz. Al mismo tiempo, Pedro IV de Aragón (1336-1387) reclamaba
una gestión pontificia para asegurar las relaciones en el interior de la
península.
A todo ello oponía el cardenal
Jacobo Orsini una sentencia: el señorío del papa estaba en Italia y la causa
primordial de los desórdenes estaba en la ausencia del señor. Santa Brígida,
que murió en Roma el 23 de julio de 1373, fray Pedro de Aragón y santa Catalina
de Siena, impresionaban a Gregorio, como antes hicieran con Urbano V,
refiriéndole las visiones de los males de la Iglesia mientras no se restaurara.
Sin embargo, R. Fawtier (Ste. Catherine de Sienne. Essai de critique des
sources, París, 1921-1930) rechaza como legendaria la pretensión de Raimundo de
Capua que otorga un papel decisivo a la santa en ese retorno. Al anunciarse
nuevas demoras estalló una rebelión en Florencia, donde los legados Gerardo de
Puy, abad de Marmoutier, y Guillermo de Noellet, que residía en Bolonia, fueron
acusados de haber desamparado a la ciudad en tiempo de hambre. Aunque Gregorio
XI, con sus cartas, trató de calmar los ánimos, no fue atendido. En el verano
de 1375 Florencia alzó la bandera roja con el lema «Libertas», se unió a los
Visconti y a la reina Juana I de Nápoles y pretendió provocar una revuelta
general en los Estados Pontificios: Coluccio Salutati, en la carta que envió a
Roma el 4 de enero de 1376, hablaba de la «foedissimam tyrannidem Gallicorum».
A esta revuelta se la conoce como «guerra de los ocho santos» porque los
dirigentes de la ciudad empleaban muchas referencias a la reforma de la
Iglesia. Catalina de Siena, en su correspondencia, nos informa de cómo Gregorio
XI encargó al obispo de Jaén, Alfonso Fernández Pecha, hermano del fundador de
los Jerónimos, que fuese a pedir sus oraciones. Tan eficaz fue la gestión que
el obispo renunció a su mitra para convertirse en uno de los «caterinatos»,
como llamaban a los discípulos de la santa. Fue este el momento escogido por
Florencia para enviar a Catalina de Avignon como singular embajadora.
Permaneció tres meses en esta ciudad, desde mediados de junio de 1376.
Gregorio era muy sensible a estas
gestiones. A pesar de los preparativos del viaje, no había dejado de entender
en la reforma. Apoyó de un modo especial a los caballeros de San Juan, que se
estaban reorganizando dirigidos por Juan Fernández de Heredia. En 1373 dispuso
la reorganización de los dominicos, nombrándoles un cardenal protector.
Persiguió con rigor a los herejes y el 22 de mayo de 1377, en cartas dirigidas
a Eduardo III, al arzobispo de Canterbury, al obispo de Londres y a la
Universidad de Oxford, condenó 19 proposiciones de Wyclif (1320-1384),
semejantes a las que Marsilio de Padua (1275-1342) y Ockham ya formularan y que
incidían en verdadera herejía.
Segundo viaje. El 2 de octubre de
1376 la flota pontificia, mandada por Juan Fernández de Heredia, abandonaba
Marsella. El papa viajaba en una nave española, la Santa María. Las tormentas
afectaron de tal modo a la travesía que hasta el 6 de diciembre no pudo
Gregorio desembarcar en Corneto. El papa pudo hacer su entrada en Roma el 17 de
enero de 1377. Desde este momento hasta el día de su muerte la documentación
escasea de tal modo que no es posible seguir las líneas de su gobierno. La
presencia del papa coincidió desdichadamente con la noticia de que los
mercenarios que mandaba, en nombre del pontífice, el cardenal Roberto de
Ginebra, habían ejecutado una terrible matanza en Cesena (3 de febrero de
1377). Florencia solicitó la paz y Bolonia volvió a la obediencia del
pontífice. La inseguridad de Roma seguía siendo tan grande que Gregorio decidió
fijar su residencia en Anagni. Desde aquí intentó negociar una paz que siguiese
la pauta del procedimiento marcado en Brujas dos años antes, es decir, mediante
la reunión de una conferencia en Sarzana, presidida por Barnabó Visconti. La
conferencia llegó a reunirse, pero antes de que concluyera murió Gregorio
(marzo de 1378). La idea de que había dos Iglesias, la de Avignon y la de Roma,
flotaba ya en el aire.
Urbano VI (8 abril 1378 - 15
octubre 1389)
La elección disputada. En una
obra clásica, M. Creighton \'7bA history of the papacy during the period of
Reformation, Londres, 1882) recomendaba considerar como unidad todo el período
que media entre la discutida elección de 1378 y la muerte de Pío II, en 1464.
Durante este período de aguda crisis la principal batalla doctrinal giró en
torno a esta cuestión: si la plenitudo potestatis pertenece a una persona o,
por el contrario, a la comunidad de donde dicha persona la recibe. En esta
línea, T. Brian \'7bFoundations of the Conciliar Theory: the contribution of
the medieval Canonist from Granan to the Great Schism, Cambridge, 1955)
advierte que el conciliarismo no surgió como consecuencia del cisma, sino que
le precede, apoyándose en el derecho romano y en el principio tantas veces
repetido de que «lo que a todos atañe por todos tiene que ser decidido», que se
incorporó a las Decretales. La Iglesia ha establecido oficialmente que Urbano
VI, Bonifacio IX, Inocencio VII y Gregorio XII fueron legítimos, y a ese
criterio nos vamos a acomodar. Pero no estaba claro en su tiempo que Clemente,
Benedicto, Alejandro y Juan fuesen antipapas. Es un matiz que debe tenerse en
cuenta para entender lo que sigue.
Los dieciséis cardenales que se
hallaban en Roma decidieron seguir el consejo que les diera el difunto papa y
reunirse en cónclave sin esperar la llegada de los seis que residían en
Avignon. Se encerraron, pues, los once franceses, cuatro italianos y un
español, el 7 de abril de 1378. Los lemosinos querían seguir la tradición
eligiendo a uno de los suyos y los demás estaban decididos a impedirlo; ningún
grupo estaba en condiciones de reunir una mayoríli suficiente. Desde los
funerales de Gregorio XI se estaban produciendo alborotos en Roma reclamando la
elección de un romano o, al menos, de un italiano, listo reducía a dos las
candidaturas, el ancianísimo Tebaldeschi y Jacobo Orsini, ninguno de los cuales
resultaba aceptable al colegio. Hubo que despejar el palacio alejando los
grupos armados antes de que don Pedro de Luna, el clavero, cerrara las puertas;
afuera quedaba, como custodio del cónclave, el arzobispo de Marsella, que se
comunicaba con los cardenales por un ventanuco. Constantemente advertía que
debían darse prisa porque los alborotos iban en aumento. Para calmar
impaciencias había prometido, como si fuese iniciativa de los cardenales, que
la elección de un italiano se haría en plazo de uno o dos días.
Orsini propuso como solución
elegir a algún eclesiástico fuera del colegio y fue Pedro de Luna, en
conversación con el cardenal de Limoges, Juan de Cros, quien mencionó el nombre
de Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari, encargado de la cancillería y hombre
de confianza del anterior pontífice. Aunque Orsini se opuso a esta candidatura
no tardaron en reunirse los votos suficientes. Consta que algunos de los
cardenales, al votarle, formularon ya reservas acerca de la libertad con que
procedían. A las nueve de la mañana del 8 de abril se pasó al arzobispo de
Marsella una lista de seis obispos italianos pidiéndole que les hiciera acudir;
el primer nombre era el de Prignano. Volvió a insistir el custodio en que no
perdiesen más tiempo porque las cosas se estaban poniendo muy mal. Cuando
Orsini, a través del ventanuco, dijo que ya había papa y que la gente debía
dirigirse a San Pedro, muchos entendieron que el elegido era Tebaldeschi,
cardenal precisamente de dicho título; otros, por el contrario, confundieron
Bari con Juan de Bar, lemosín y cardenal, por lo que aumentó el alboroto. La
muchedumbre rompió las puertas invadiendo el aula y alguien, para salir del
paso, señaló a Tebaldeschi que, pese a sus protestas, fue alzado en hombros y
llevado a San Pedro mientras se cantaba un Tedeum. Los cardenales aprovecharon
el pequeño respiro para huir: unos salieron de Roma; otros se refugiaron en
Sant’Angelo.
Urbano VI, papa. Aclaradas las
cosas, Prignano manifestó que se consideraba legítimo y no estaba dispuesto a
renunciar. En la mañana del día 9, cinco cardenales, Florencia, Marmoutier,
Grandeve y Luna le cumplimentaron conociendo que había decidido tomar el nombre
de Urbano VI: ellos le garantizaron una elección unánime. Los refugiados de
Sant’Angelo también le prestaron obediencia por medio de comisionados. De este
modo, cuando se produjo la coronación en Letrán, parecía existir unanimidad en
el acatamiento. De ahí que un sector de historiadores haya llegado a la
siguiente conclusión: si bien el cónclave, atemorizado y quebrantado, puede
ofrecer dudas en cuanto a su legitimidad, ha existido una legitimación a
posteriori por el reconocimiento unánime. M. Scldmayer (Día Anfange des grossen
Abendlandischen Schismas, Münster, 1940) y O. Prerovsky (L’elezione di Urbano
VI e l’insorgere dello scisma d’Occidente, Roma, 1960) han estudiado a fondo
los 60 escritos que Martín de Zalba, obispo de Pamplona, reunió para don Pedro
de Luna y que constituyen hoy los llamados Libri de schismate en el Archivo
Vaticano. Se encuentran en ellos los argumentos que ambas partes esgrimieron en
defensa de su legitimidad y también los interrogatorios de testigos
presenciales desde marzo de 1379 al verano de 1386; destaca en todo este
trabajo, por su importancia, el de los enviados de Juan I de Castilla
(1379-1390), que sirvió de base a la declaración de Salamanca de mayo de 1381.
Al margen de circunstancias políticas, la decisión castellana fue tomada con
perfecto conocimiento de causa. Hay unanimidad, en todos estos testimonios,
relacionada con un punto: la elección fue viciada por «metus qul cadit in
constantem virum». Como una consecuencia de este hecho los reyes, que estaban
recibiendo informes acerca de la elección, retrasaron más de lo normal la
prestación de obediencia. Algunos, como los de Navarra y Aragón, hasta una
fecha tan tardía como el 1390 y el 1388 respectivamente. Existe, pues, motivo
fundado acerca de una carencia de legitimidad de origen. Sin embargo no fue
ésta, sino la de ejercicio, la que actuó como factor desencadenante.
Porque, evidentemente, Urbano
provocó los odios con su actuación. Decidido a actuar como soberano absoluto,
mostró recelo, desconfianza y desvío al colegio de los cardenales. No podía
ocultar el resentimiento que en él despertaban. A menudo decía que un especial
designio de Dios le había hecho papa para cambiar las cosas. Cubría a los
purpurados de insultos, cayendo en extravagancias como cuando interrumpió a un
padre dominico que predicaba contra la simonía para exclamar que desde aquel
momento excomulgaba a los simoníacos, incluyendo en esta categoría a los
cardenales. Insultó a los obispos residentes en Roma acusándoles de abandonar
sus sedes y obligando a Martín de Zalba a decirle que estaban allí no por
voluntad propia, sino porque sus servicios eran requeridos en la curia. El 25
de abril llegó a Roma Juan de Lagranje, uno de los que permaneciera en Avignon,
para prestar obediencia, y tuvo con el papa un serio altercado. Fue en casa de
este cardenal, transcurridos veinte días desde la elección, donde se produjeron
las primeras reuniones en que se hablaba francamente de considerarla inválida:
alguien explicó que el miedo había obligado a votar en favor de un candidato
que se esperaba no aceptase, permitiendo así pasar a elecciones verdaderamente
libres.
Clemente VIL Al acercarse el
verano, los cardenales salieron uno a uno de Roma y fueron a instalarse en
Anagni. Allí llegó también don Pedro de Luna el 24 de junio. En este momento
explicaron los miembros del colegio al embajador español, Alvaro Martínez, que
todos estaban ya de acuerdo en considerar la elección como ilegítima, salvo él.
Martínez habló con don Pedro, que le contestó que estaba estudiando
minuciosamente el asunto porque no quería cometer un error canónico en esta
ocasión. Ante las noticias que llegaban, Urbano VI no se atrevió a ir a Anagni
y escogió Tívoli como residencia estival. Desde aquí pidió a los tres
cardenales italianos que le acompañaban, Orsini, Brossono y Corsini, que fueran
a negociar con sus compañeros, ofreciéndoles todo el favor y benevolencia que
pudieran desear. Demasiado tarde: el colegio, con casi unanimidad en sus
opiniones, comunicó su postura: las dudas acerca de la legitimidad del cónclave
eran tan invencibles, que se precisaba repetirlo. Nada se oponía a que
Prignano, u otro, fuera el elegido. Los italianos se sumaron a esta opinión, de
modo que cuando Urbano VI la rechazó afirmando su indiscutible legitimidad,
sólo el anciano Tebaldeschi permanecía en su obediencia.
En estas circunstancias se
produjo la victoria de Bernardon de Lasalle, que obedecía a Roberto de Ginebra,
sobre las milicias romanas, y hubo la sensación de que la causa de Urbano VI
estaba perdida. Los cardenales franceses abandonaron sus escrúpulos y el 2 de
agosto de 1378, transcurridos cuatro meses, publicaron un manifiesto en que
declaraban inválida la elección y a Urbano VI intruso si se empeñaba en seguir
ostentando la calidad de papa. El 20 de septiembre, en Fondi, protegidos por la
reina Juana I de Nápoles, procedieron a una nueva elección de Roberto de
Ginebra, que fue coronado el 31 de octubre como Clemente VIL Había bastado un
escrutinio: se confiaba en sus dotes militares y políticas para alcanzar una
pronta victoria. Nacido en Ginebra en 1342, hermano del conde de Saboya y
pariente por su madre del rey de Francia, había sido nombrado cardenal por
Gregorio XI en 1371. Como legado era responsable de las victorias y también de
la crueldad con que se había llevado la guerra contra Florencia. Aunque había
sido el primero en prestar acatamiento a Urbano VI, explicando en carta a
Carlos IV del 14 de abril del mismo año, que no tenía dudas respecto a la
legitimidad del papa, seguramente los malos tratos que recibiera de este último
le habían inducido a un cambio de opinión.
La división de la cristiandad.
Comenzaba un cisma. Clemente, que contaba con los Anjou y con sus propias compañías
de mercenarios, confiaba en liquidarlo mediante un golpe militar, pero en
febrero de 1379 sufrió una primera derrota en Carpineto. El 30 de abril,
perdido Sant’Angelo, sus dos principales capitanes, Bernardon de Lasalle y
Louis de Montjoie, cayeron prisioneros. El sedicente papa tuvo que refugiarse
en Nápoles para emprender por vía marítima el retorno a Avignon, donde llegó el
20 de junio del mencionado año. En su ausencia, Urbano VI conseguiría provocar
una revuelta en Nápoles, derribando a la reina Juana, que fue sustituida por
Carlos de Durazzo, hijo de Luis de Hungría (1342-1382). Una expedición del
duque de Anjou fracasó por la muerte inesperada de este príncipe.
Salvatorc Fodale \'7bLa política
napolitana di Urbano VI, Roma, 1973) atribuye una importancia decisiva a este
éxito logrado por Urbano VI en Nápoles, que hizo que toda Italia, salvo Saboya,
por razones obvias, le obedeciera. Esta obediencia, sin embargo, le reducía al
papel de un papa italiano, pues las dos grandes fuerzas políticas que le
reconocieron, Inglaterra y Alemania, aprovecharon esta ocasión para afirmar su
propia independencia. Wenceslao, lo mismo que su padre, hizo que la Dieta de
Frankfurt (febrero 1379) se pronunciara en favor de Urbano, una conducta que
fue seguida en Escandinavia y Hungría. Pero las intensas maniobras diplomáticas
de Clemente VII lograron que, a su favor, se situaran las diócesis del alto
Rhin, Constanza, Basilea, Estrasburgo, Baviera, Austria y el conde Eberhardo de
Wutenberg, de modo que Alemania quedó dividida. La división afectó muy
seriamente a las universidades.
Noel Valois (La France et le
Grand Schisme d’Occident, 4 vols., París, 1896-1902), en un trabajo que sigue
siendo imprescindible, coincide con Guy Mollat en afirmar la buena fe con que,
más allá de las circunstancias y conveniencias políticas, procedieron los
clementistas. Los maestros universitarios insistían en que el tacitas consensus
no era suficiente para salvar los gravísimos defectos del primer cónclave, que
exigían una nueva reunión confirmatoria por parte de los cardenales; al no
haberse producido ésta era evidente la ilegitimidad de Urbano. La absoluta
incapacidad de éste demostrada en los primeros meses de gobierno era una
segunda razón a añadir. Ello no obstante parece indudable que pesaron mucho las
razones políticas: Francia se decidió pronto, porque quería un papa que
siguiera la línea avignonense. Inglaterra no podía estar en su mismo bando y el
clementismo escocés responde a la hostilidad hacia los ingleses. El caso de
Portugal es significativo: fue clementista, urbanista, otra vez clementista y
definitivamente urbanista a tenor de las cambiantes alianzas que iba
contrayendo.
Esta división, que parecía aislar
a Francia, dio una importancia decisiva a los reinos españoles. Ya hemos dicho
cómo Aragón y Navarra retrasaron mucho su decisión. Enrique II (1368-1379) y su
hijo Juan I, en Castilla, defendieron la idea de abrir una amplia información
que permitiera conocer los hechos y, después, que los cuatro reinos
peninsulares se pusiesen de acuerdo para reconocer juntos al mismo pontífice.
Cuando Portugal se adelantó a formular su declaración, la idea de la
conferencia conjunta fue abandonada. Ello no obstante, puede decirse que la
decisión castellana fue muy cuidadosamente preparada. En principio, el
arzobispo de Toledo dispuso que en las misas se mencionara únicamente «pro illo
qui est venís papa», sin dar nombre alguno. Dos asambteas del clero, ambas en
Toledo (noviembre y diciembre de 1378), concluyeron afirmando que la única
solución residía en la convocatoria de un concilio y que, mientras tanto, era
imprescindible recoger las opiniones de los protagonistas y de modo especial de
quien durante tanto tiempo ciñera la tiara sin obstáculo. Los obispos que
asistieron a las cortes de Burgos de 1379, primeras del reinado de Juan I,
coincidieron en esta opinión. Tres embajadores, Ruy Bernal, fray Fernando de
Illescas y Alvaro Menéndez fueron los encargados de recoger en Avignon y Roma
la correspondiente información. Pero Clemente VII decidió enviar a España a don
Pedro de Luna con amplísimos poderes de legado a fin de atraer a estos reinos a
su causa. Su tesis favorita consistió en decir que sólo los cardenales podían
decidir si la primera elección era verdadera o falsa. Urbano, que contaba con
el importante apoyo de fray Pedro de Aragón, delegó en un franciscano, fray
Menendo, el cual fue capturado en el mar por piratas catalanes y tardó en
recobrar la libertad.
La documentación recogida,
abundantísima, fue estudiada en una asamblea reunida en Medina del Campo (23 de
noviembre de 1380). Tras largos debates se llegó a la conclusión de que la
primera elección era inválida y, por consiguíente, Clemente VII fue reconocido
en un acto solemne que tuvo lugar en Salamanca el 19 de mayo de 1381. No puede
negarse que había también una congruencia política con las actividades de don
Pedro de Luna y los intereses de Francia.
Posiciones doctrinales y
fácticas. Cada obediencia ahora estaba formada por un número suficiente de
reinos como para organizarse como si fuera una verdadera Iglesia. No cabía
esperar una victoria militar que eliminase a uno de los dos electos, ni tampoco
que se produjera la renuncia de ninguno de ellos. Conforme pasaba el tiempo se
tornaba más difícil para los reyes cambiar de opinión, pues el reconocimiento
de que obedecían al papa equivocado hubiera conducido a la nulidad de todos los
actos ejecutados por él. Ya G. J. Jordán \'7bThe inner history o] the Great
Schism, a problem of Church unity, Londres, 1930) llegó a la conclusión de que
el conciliarismo era la consecuencia lógica y casi inevitable del impasse a que
se había llegado en punto de doctrina. Fue formulado por Enrique de Langenstein
(Epístola pacis de mayo de 1379; y Epístola concilii pacis de 1381) y por el
preboste capitular de Worms, Conrado de Gelnhausen (Epístola brevis, 1379;
Epistolae concordiae, mayo de 1380), lo mismo que por el arzobispo Tenorio en
sus primeras intervenciones. Se afirmaba que la plenitudo potestatis tiene su
origen en la Iglesia y es ejercida ordinariamente por el papa; pero en
circunstancias excepcionales como éstas en que no es posible saber dónde está
el legítimo vicario de Cristo, la única solución que queda es volver a la
fuente, esto es, la Iglesia misma, de la que el concilio puede considerarse
cabal expresión. Urbano VI, invitado por los príncipes alemanes, rechazó la
idea de convocar el concilio.
Los dos rivales. Puede
considerarse como un dato seguro la inestabilidad patológica de Urbano VI.
Comenzó creando 29 cardenales a fin de disponer de un colegio, pero les trató
tan mal como a sus antecesores. Desentendiéndose de los asuntos de Europa
—circunstancia que permitiría a Inglaterra reforzar el poder real sobre la
Iglesia—, puso su interés únicamente en Italia. Carlos de Durazzo, una vez consolidado
como rey de Nápoles, pudo aspirar a la hegemonía sobre la península. Pero
entonces las relaciones se hicieron difíciles porque Urbano trataba de
intervenir directamente en el gobierno napolitano. En octubre de 1363, Carlos
ordenaría prender al papa en Aversa: en este momento el monarca estaba de
acuerdo con un grupo de cardenales para introducir una modificación en el
gobierno de la Iglesia que acabara con las arbitrariedades: un consejo de
regencia se encargaría del poder, sustituyendo al papa, al que se declararía
incapaz. Urbano descubrió el plan: aprisionó a seis cardenales y al obispo de
Aversa (enero de 1385), haciéndoles objeto de atroces torturas. Carlos,
excomulgado, puso cerco a Nocera: varias veces al día Urbano se asomaba a una
ventana para fulminar la excomunión contra sus sitiadores. Pudo escapar,
llegando a Genova, en donde apeló la ayuda de los gibelinos para reclutar un
ejército que le permitiera combatir primero a Carlos y luego a la viuda de éste
que se había declarado clementista. Cinco de los cardenales presos
desaparecieron sin dejar rastro y otros dos se pasaron al bando enemigo.
Cuando Bartolomé Prignano murió
el 15 de octubre de 1389, la atmósfera de odio y temor que con su conducta
creara dio pábulo a la sospecha de que hubiera sido envenenado.
Paralelamente, Clemente VII
organizaba desde Avignon una eficiente burocracia: basta comparar la riqueza de
sus registros con los de Urbano para comprender la diferencia. Ello no
obstante, el papa de Avignon comenzó a perder apoyos. La Universidad de París,
en una asamblea (20 de mayo de 1381), acordó defender la tesis de que sólo el
concilio podría ser vía eficaz para la solución del cisma. Mientras vivió
Carlos V y la influencia angevina permaneció dominante, la corte se mostró
firme: Pedro de Ailly y Jean Rousse que fueron a llevar la preocupación de los
universitarios, obtuvieron una pésima acogida. De todas formas, decían los
expertos, el concilio presentaba una dificultad: para ser legítimo es preciso
que un papa firme la convocatoria. Evidentemente, ninguno de los dos estaba
dispuesto a hacerlo. Algunos profesores abandonaron la universidad y se pasaron
al urbanismo.
Hasta el final, Clemente VII
creyó que la solución al problema era únicamente militar: que su rival fuera
destruido. Los errores de Urbano VI y el asesinato de Carlos de Durazzo le
dieron grandes esperanzas. El matrimonio de Luis de Turenne con una Visconti y
el movimiento que favorecía las aspiraciones de Luis II de Anjou al trono de
Nápoles, ofrecían buenas perspectivas, ya que Urbano estaba absolutamente
desprestigiado. Paradójicamente, su muerte iba a permitir la recuperación de su
bando.
Bonifacio IX (2 noviembre 1389 -
1 octubre 1404)
Recuperación. Los catorce
cardenales urbanistas supervivientes se reunieron en Roma rechazando la fórmula
de liquidación rápida del cisma que hubiera sido la elección de Clemente. Dos
previos candidatos, Poncello Orsini y Angelo Acciauoli, fueron incapaces de
reunir los votos necesarios y hubo que llegar a un compromiso para elegir a Pietro
Tomacelli, a quien había nombrado cardenal Urbano VI, en 1381, y que era como
él oriundo de Nápoles. Muy elocuente y diestro en el manejo de la diplomacia,
no poseía una gran preparación ni tampoco formación intelectual. Con gran
decisión defendió su legitimidad, rechazando cuantos medios se le proponían
para acabar con el cisma. Su influencia fuera de Italia fue aún menor que la de
su antecesor, pero en cambio reforzó el dominio sobre las posesiones en la
península. En el momento de la muerte de Urbano estaba en marcha un gran
proyecto clementista que consistía en hacer de Luis II de Anjou (1377-1417) un
feudatario de la Santa Sede con la totalidad de los dominios de Ancona,
Romagna, Ferrara, Rávena, Bolonia, Perugia y Todi, bajo el título de reino de Adria.
Bonifacio consiguió desbaratar este plan coronando a Ladislao (1386-1414), hijo
de Carlos de Durazzo, y operando con él y sus partidarios un giro en la
conducta hacia la reconciliación. Los angevinos fueron expulsados de la parte
que ocupaban en Nápoles y en los Estados Pontificios. Puede decirse que de este
modo la via facti quedó pulverizada. Dejaba tras de sí pesadas consecuencias:
las campañas de Italia, el lujo de una corte que con menos países quería seguir
manteniendo las mismas dimensiones del pasado y la necesidad de indemnizar a
los capitanes de mercenarios —entre los que figuraba un sobrino de Gregorio XI
llamado Raimundo de Turenne—, agotaron todos los recursos. Avignon dependía
prácticamente de Francia, pues sólo ésta, y en menor medida España, se hallaba
en condiciones de remediar sus necesidades.
No muy distinta era la situación
de Bonifacio IX, obligado a combatir en todos los frentes. Coronó en Gaeta a
Ladislao de Nápoles (29 de mayo de 1390). Encomendó las lugartenencias de
Spoleto y la marca de Ancona a dos de sus hermanos y se ocupó personalmente de
someter a Roma. La guerra de Nápoles duraría diez años y las contiendas romanas
no concluyeron hasta 1398, consumiendo grandes cantidades de dinero.
Precisamente las reformas de Bonifacio ponen punto final a la estructura
republicana que se arrastraba desde la época avignonense. Sus fuentes de
ingresos estaban reducidas a las rentas de los Estados Pontificios. No es
extraño que reapareciese la simonía a gran escala. No expresó Tomacelli nunca
la menor duda de que era el legítimo papa: la posesión de Roma le parecía una
señal inequívoca. En consecuencia, no tenía previsto para el cisma otro final
que la renuncia de su contendiente; en 1390 propuso a Clemente que, si
abdicaba, él y sus cardenales conservarían esta condición, reconociéndosele
además una legación sobre Francia y España, que eran precisamente los
territorios que dirigía. La propuesta no fue ni siquiera escuchada.
Las vías de la universidad de
París. Ahora la posición de Francia había cambiado y se deseaba la conclusión
del cisma. Pero como ya explicara K. Eubel \'7bDie Avignonische Obedienz der
Mendikanten-Orden sowiet der Orden del Mercedarier und Trinitarier zur Zeit des
grossen Schismas, Paderborn, 1900), no era posible, dado el profundo esquema de
división que se había producido, llegar a un punto en que se reconociese que
una mitad de la cristiandad había vivido en el error y la otra mitad en la
legitimidad. El 6 de enero de 1391 el canciller de la Universidad de París,
Juan Gerson (1363-1429), acusó a la corte de mantener el cisma por razones
políticas. Se hizo una primera gestión cerca de Clemente VII, formulándose la
propuesta de que ambos papas abdicasen, permitiendo a los cardenales reunirse
para elegir otro sin disputa. La respuesta fue negativa. El papa se limitó a
ordenar la celebración de la misa pro sedandis schismatis (29 octubre 1393). En
octubre de 1394, tras la caída de los marmousets y la asunción del poder por
los duques de Berry, Borgoña y Orléans, el Consejo real de Francia pidió a la
Universidad de París que elaborara una propuesta acerca de los medios que
podían aplicarse para la liquidación del cisma. Se hizo una consulta mediante
votación secreta y en pocas semanas se recogieron más de 10.000 boletos. Resultado
final de la consulta fue la formulación de tres vías: a) cessionis, consistente
en que ambos papas renunciaran simultáneamente; b) transactionis, mediante una
negociación entre ambas partes para descubrir quién era el legítimo,
recurriendo si era necesario a un procedimiento de arbitraje; y c) concilii,
convocatoria de un concilio ecuménico. Se recomendó particularmente la primera
por ser la que menos dificultades presentaba. A. Esch (Bonifaz IX und der
Kirchenstaat, Tübingen, 1969) hace una advertencia: las tres vías parisinas se
produjeron únicamente en el ámbito de obediencia clementista, pues Bonifacio
rechazó resueltamente cualquier propuesta que no fuera de reconocimiento de su
propia legitimidad.
Pedro de Luna, papa. Murió
entonces Clemente VII (16 de septiembre de 1394) y la corte francesa ejerció
presiones sobre los cardenales para que no procediesen a una nueva elección.
Ellos argumentaron como sus colegas de Roma: eso era tanto como admitir que
durante quince años ellos habían actuado con ilegalidad. Aceptaron en cambio
firmar un documento comprometiéndose a poner todos los medios, incluso la
abdicación, para acabar con el cisma. Por unanimidad, el 28 de septiembre, fue
elegido Pedro Martínez de Luna, nacido en Illueca (Aragón), de 66 años, cardenal
de Santa María in Cosmedin y una de las primeras autoridades en derecho
canónico de su tiempo. Elevado al cardenalato en 1375, era un hombre de
irreprochable conducta y sumamente enérgico, si bien S. Puig y Puig \'7bPedro
de Luna, Barcelona, 1920) reconoce que a veces era difícil distinguir la
firmeza de la terquedad. Testigo de primera magnitud en el cónclave de 1378, se
había convertido luego en uno de los principales colaboradores de Clemente VII,
siendo decisiva su parte en la obediencia de España. En 1393, estando en París,
había defendido la tesis de la abdicación si era precisa para liquidar el
cisma.
Apenas elegido escribió a Carlos
VI: era su firme voluntad poner todos los medios precisos para una justa
solución del problema. Fue encargado de llevar la respuesta del Consejo el
maestro Pedro de Ailly, a quien el papa, según L. Salembier \'7bLe cardinal
Pierre d’Ailly, chancelier de l’Université de París, évéque du Puy et de
Cambrai, Tourcoign, 1932), atraería para su causa, convenciéndole de que su
propuesta de negociación era la correcta. Mientras tanto, un nuevo personaje,
Simón Cramaud, que desde 1391 era patriarca de Alejandría y administrador
apostólico de la diócesis de Avignon, entraba en escena. Según H. Kaminsky
(«The carlier career of Simón Cramaud», Speculum, XIX, 1974), se trataba de un
ambicioso que había hecho de la abdicación del papa un objetivo que llegaría a
obsesionarle. Se encargó de presidir una asamblea del clero en París (2 febrero
de 1395), contando con el apoyo del duque de Berry, en la cual los 109
asistentes concluyeron que debía exigirse, sin más demora, la abdicación de
Benedicto XIII. Los duques de Berry, Borgoña y Orléans viajaron a Avignon en
mayo de 1395 para exigir sin ambages dicha fórmula. La corte francesa, que ya no
manejaba a Benedicto, tampoco tenía el menor interés en sostenerle.
Camino del galicanismo. La
respuesta de don Pedro de Luna fue que la via cessionis era anticanónica (un
papa no puede ser obligado a abdicar) y creaba males mayores que los que se
trataba de remediar, pues en adelante el primado romano quedaría sometido a las
veleidades de la política. Y en el momento actual, su renuncia, conocida la
negativa de Bonifacio, dejaría al descubierto la cuestión de la legitimidad.
Propuso la que llamó via conventionis o via iustitiae:
los dos papas se reunirían para
conversar o negociarían por medio de plenipotenciarios, siendo ellos, sin
interferencias exteriores, quienes aclarasen la cuestión de la legitimidad; en
caso de no obtener resultados, ambos, de consuno, abdicarían, fijando las
condiciones para la elección del nuevo papa sin disputa.
Una nueva asamblea del clero
francés, más agria, rechazó la via conventionis (agosto de 1396). Por su parte,
Benedicto XIII envió procuradores a Roma en dos momentos (diciembre 1395 y
otoño 1396) intentando el contacto directo con Bonifacio, aunque sin
resultados. El obispo de Elna fue acusado de intentar en Roma una revuelta. Al
de Tarazona se dijo que ni por medio de entrevista directa ni por vía de
plenipotenciarios estaba el papa dispuesto a negociar.
Los consejeros de Carlos VI
tomaron contacto con sus aliados de España y con los reyes de Inglaterra y de
Alemania aprovechando un tiempo de tregua. El objetivo era formar una embajada
de príncipes de las dos obediencias para presentar la propuesta de abdicación.
Al final, sólo Enrique III de Castilla (1390-1407) y Ricardo II de Inglaterra
(1377-1399) incorporaron sus procuradores a los de Francia (junio de 1397).
Colard de Caleville conminó a Benedicto en Avignon; los británicos formularon
en Roma a Bonifacio IX la misma demanda. En mayo de 1398 Wenceslao, por propia
iniciativa, haría una gestión semejante. Todas fracasaron. Pedro de Luna se
atrincheró tras su propuesta de negociación y Tomacelli en su indiscutible
legitimidad. De modo que se cumplieron los plazos del ultimátum (febrero de
1398) sin que ninguno de los papas diera un paso hacia la solución del cisma.
El 22 de mayo de 1398, una nueva asamblea del clero francés acordó que el único
modo de obligar a Benedicto a entrar por la via cessionis era «sustraerle» la
obediencia, es decir, bloquear absolutamente las rentas que desde Francia se le
suministraban. Francia ejecutó la sustracción el 27 de julio de este mismo año
y Castilla el 13 de diciembre. Escocia, Navarra y Aragón, rechazaron el
procedimiento.
En aquella asamblea, lo mismo que
en la literatura doctrinal que siguió, se formularon ya tesis de sometimiento a
la monarquía que forman el precedente del galicanismo y del anglicanismo. Se
dijo que al rey corresponde velar por la salud espiritual de sus súbditos
incluso contra el papa. Pierre Plaoul añadió que el pontífice es tan sólo
mandatario de la Iglesia, elegido, mientras que el monarca, suscitado por Dios
desde la cuna, es vicario del mismo Dios. Pierre le Roy sostuvo que, en
consecuencia, el papa está sometido al concilio, que es la expresión de la
Iglesia. Sin embargo, la sustracción revelaría, con su fracaso, lo que podía
esperarse de un sometimiento de la Iglesia al Estado. Las universidades,
privadas de libertad y de muchos de sus medios de vida, fueron las primeras que
reclamaron el retorno a la normalidad.
Sin obediencia. Sobre Benedicto
se ejercieron muy fuertes presiones. Tras la sustracción, sólo cinco cardenales
permanecieron a su lado; los demás se trasladaron a Villeneuveles-Avignon, al
amparo de las tropas francesas que, mandadas por Godofredo Boucicaut, sitiaron
estrechamente el palacio, fuertemente defendido por doscientos soldados
aragoneses que rechazaron incluso un asalto. Enrique III protestó de esta
violencia y Martín I de Aragón (1395-1440)
envió una flota que remontó el
Ródano hasta Arles, logrando una especie de tregua (10 de mayo de 1399) tras
haberse obtenido del papa una promesa de abdicar en el caso de que su rival lo
hiciese o muriera sin que se eligiese sucesor. Pero el papa había hecho
levantar acta de que tal juramento era inválido al serle arrancado por la
fuerza. El asedio se convirtió en bloqueo.
Estas circunstancias permitieron
a Bonifacio IX afirmarse. Genova y Nápoles le ofrecieron obediencia, de modo
que prácticamente toda Italia —pero sólo Italia— le obedecía. Para conservar la
frágil fidelidad de Ricardo II y de Wenceslao —que sería sustituido por Roberto
el Palatino en agosto de 1400— hizo concesiones, como la entrega de los diezmos
eclesiásticos, que prácticamente desmantelaban la independencia de las Iglesias
locales. Bonifacio se desprestigió porque la simonía y la venta de indulgencias
eran el único medio desesperado que tenía para procurarse dinero. Había un
terrible contraste entre el papa, desprendido y austero, y los abusos
escandalosos de la curia.
En 1402 las cosas comenzaron a
cambiar en favor de Benedicto XIII. Los eclesiásticos estaban cada vez más
asustados ante la intrusión de los laicos. La Universidad de París, privada de
beneficios y rentas, hubo de cerrar sus aulas en 1400. Las de Orléans y
Toulouse se pronunciaron abiertamente contra la sustracción. Provenza restituyó
la obediencia y Luis II de Anjou se convirtió en un firme apoyo para la causa
del papa. En la noche del 11 de octubre de 1403, con hábito de cartujo, el papa
abandonó el palacio, al que jamás regresaría, refugiándose en casa del
embajador catalán, Jaime de Prades, desde donde pasó a Chateau-Rcnard. Entonces
los habitantes de Avignon, en la mañana del 12 de octubre, se amotinaron contra
las tropas francesas aclamando al papa. Los cardenales acudieron también a su
lado. Enrique III restableció la obediencia y, al final, Carlos VI tuvo que
hacer lo mismo.
Al finalizar el año 1403, don
Pedro de Luna estaba instalado en Marsella anunciando que iba a poner en marcha
la vía iustitiae. Envió una embajada a su rival que alcanzó Roma el 22 de
septiembre de 1404. Bonifacio estaba muy enfermo. Los avignonenses proponían
una entrevista personal entre ambos papas con el compromiso moral de abdicar si
no se llegaba a un acuerdo. Las discusiones, especialmente el 29 de septiembre,
fueron tormentosas. Como el papa murió a los dos días, los cardenales culparon
a los embajadores de su fallecimiento, les redujeron a prisión y obligaron a
pagar un fuerte rescate.
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