Benedicto IV (mayo-junio 900 -
agosto 903)
Hijo de Mammolo, y miembro de la
aristocracia romana, fue elegido en una lecha incierta del año 900. Habiendo
presidido un sínodo, Benedicto parecía la persona más indicada desde el punto
de vista de los clérigos formosianos. Aunque el panorama que Roma y sus
inmediaciones ofrecía, con un recrudecimiento de la violencia y del bandidaje,
era desolador, el nuevo papa continuó la línea que marcaban sus antecesores de
mantenimiento de la autoridad primada. En el sínodo de Letrán del 31 de agosto
del 900, se tomaron decisiones como la confirmación de Argrino como obispo de
Langres, reiterándose la concesión del pallium que ya le otorgara Formoso; se
ratificó el derecho de Esteban, obispo de Sorrento, a ejercer como
metropolitano de Nápoles; y algunas otras. Personalmente intentó ayudar con sus
cartas al obispo de Amasia, Maclaceno, expulsado de su sede por los musulmanes.
Benedicto concedía especial
importancia a la situación de Italia. Seguía conservándose firme la conciencia
de que la sede romana necesitaba la presencia de un emperador, cuya autoridad
representaba el orden y la justicia en los asuntos temporales. La muerte de
Lamberto había dejado vacante el trono y Berenguer de Friul se había apresurado
a reclamar para sí la corona de Italia. Había muchas razones para que no
resultara un candidato aceptable, especialmente porque el año 899 había sufrido
una seria derrota a manos de los magyares. Se dibujaba, pues, un nuevo peligro de
invasión desde el norte —viejo camino que usaran godos y lombardos— sobre la
península. El papa optó por un carlovingio, Luis de Provenza, nieto de Luis II,
y le coronó emperador en Roma en febrero del 901. Pero Luis cayó prisionero en
manos de Berenguer, que ordenó sacarle los ojos y le devolvió así a Provenza
(agosto del 902).
León V (agosto - septiembre 903)
Ahora las discordias dividían a
todos, el clero, los senadores y el pueblo romanos. La designación de un simple
párroco, como era León, en un pueblo próximo a Ardea, aparece como una solución
de compromiso. El cronista Auxilio le describe como un santo admirable en su
conducta privada. Pero sólo pudo reinar treinta días, pues una fracción del
clero proclamó a Cristóforo (Cristóbal), cardenal presbítero del título de San
Dámaso; se adueñó de Letrán por la fuerza y le consagró, enviando a León a la
prisión. Cristóbal, que es considerado como antipapa, pudo sostenerse tan sólo
hasta enero del 904, pues la división del clero permitió a Sergio, el electo en
discordia del 898 por los antiformosianos, regresar a Roma, adueñarse de Letrán
y enviarle a hacer compañía a su antecesor. León y Cristóbal murieron
ejecutados, «para poner fin a su miserable condición», como oficialmente se
dijo.
Sergio III (29 enero 904 - 14
abril 911)
Un golpe de Estado. Conde de
Tusculum, situado por tanto en la primera línea de la aristocracia romana,
Sergio representaba los intereses de ésta y, al mismo tiempo, el odio más
radical a Formoso y a la conducta y programa de éste. Afirmó, por ejemplo, que
su consagración como obispo de Caere, nula como todas las del tiempo de
Formoso, le había sido impuesta contra su voluntad; tras su fallido intento del
898 había sido reordenado presbítero por Esteban VI, refugiándose, a la caída
de éste, en la corte de Adalberto, marqués de Toscana. Su restauración en enero
del 904 es un episodio muy confuso, como ya estableciera E. Dümmler (Auxilius
und Vulgarius, Leipzig, 1866) hace más de un siglo, y en él aparecen mezcladas
dos personas: Teofilacto, «senador y maestre de la milicia romana», que
ostentaba ya el principal poder en la ciudad, y Alberico, duque de Spoleto, que
no tardaría en convertirse en su yerno. Fueron tropas de este último las que
ejecutaron el golpe de Estado del 904. Por consiguiente, puede considerarse
éste como una toma del poder por parte de la aristocracia romana.
Aunque consagrado el 29 de enero
del 904, Sergio III dispuso que se datara el comienzo de su pontificado en el
año 898, considerando a Juan IX y León V como simples usurpadores. Por medio de
amenazas y violencias consiguió que se renovaran en un sínodo las actas del que
vulgarmente se llamaba «cadavérico», declarando nulos todos los actos,
incluyendo ordenaciones presbiterales y episcopales, producidos con posterioridad.
Se produjo de este modo una terrible confusión, que él quiso remediar obligando
con halagos y amenazas a los afectados a reordenarse; de este modo los que no
querían o no se les permitía la reordenación, quedaban excluidos del clero.
Refugiado en Nápoles un presbítero franco, Auxilius, tomó a su cargo la
explicación proformosiana en dos obras, De ordinationis a Formoso papae factis
e Infensor et defensor, que han contribuido mucho a crear una atmósfera espesa
llegada hasta nosotros, gracias especialmente a Baronio que definió este
tiempo, que abarca una docena de pontificados, como la «pornocracia».
Puede afirmarse que el año 904,
en efecto, se consuma la revolución que se venía gestando desde tiempo atrás:
la aristocracia senatorial romana se hizo dueña del poder en Roma y sus
dominios, en un proceso de feudalización no distinto del que entonces
atravesaban las demás monarquías europeas, reconociendo al papa una soberanía
eminente poco efectiva. Un denario retrata a Sergio III locado ya con la tiara.
Aunque cabe suponer que esta corona se empleaba desde algún tiempo atrás, la
coincidencia entre la acuñación de moneda y uso de tiara denotan signos de
soberanía. En un nivel inmediatamente inferior la nobleza ejercía el poder y en
la cúspide de la misma se hallaban Teofilacto, con su mujer Teodora, y
Alberico, duque de Spoleto, que el año 905 contrajo matrimonio con Marozia
(892? - 937), la menor de las hijas del senador.
Confusión en las fuentes. Los
historiadores se muestran perplejos, ya que una propaganda virulenta, propia de
años de lucha, hace que lleguen a nosotros testimonios encontrados. Liutprando
de Cremona, en su Antopodosis, escrita en defensa de Otón I y de la entrega del
poder a los monarcas alemanes, retrata a Marozia como una «meretriz impúdica»,
la convierte en amante del papa Sergio y en madre del hijo de éste, el futuro
Juan XI. Vulgarius, en cambio, pese a ser un defensor de Formoso, habla de ella
como de una mujer ejemplar. La dificultad es seria: ¿a quién creer? Otras
fuentes próximas, el Líber Pontificalis, Flodoardo y Juan Diácono, corroboran
que en efecto Juan XI fue hijo de Sergio III, pero no mencionan el nombre de la
madre. De ser cierta la imputación, Marozia habría tenido quince años en el
momento de su nacimiento. Su hermana mayor, Teodora «la joven», ejerció también
una gran influencia.
El pontificado de Sergio III es
famoso porque en él se concluyó la basílica de San Juan de Letrán, dañada por
el terremoto que puso fin al gobierno de Esteban VI. Se conservan pocas cartas,
algunas ocupándose de donaciones a monasterios de tierras devastadas por las
correrías de los musulmanes. Hay entre ellas una notable que intentaba recabar
el apoyo de la Iglesia franca en favor de la doctrina de la «doble procesión
del Espíritu Santo» que Focio negara. El emperador de Bizancio, León VI, que
había sido excomulgado por el patriarca Nicolás el Místico al contraer un
cuarto matrimonio, acudió a Roma en grado de apelación. Los legados enviados
por Sergio aclararon que en la moral cristiana no entra el poner límites al
número de matrimonios que, por viudedad, deban contraerse. Provocaron así la
destitución de Nicolás. Pero esta decisión, meramente coyuntural, no sirvió
para incrementar la unión entre las dos Iglesias.
Anastasio III (junio 911 - agosto
913)
No somos capaces de fijar con
precisión las fechas de la elección y muerte de Anastasio. El cronista
Flodoardo, que nos transmite el nombre de su padre, elogia la dulzura de su
carácter y la tranquilidad de su pontificado, con lo que parece indicar que se
redujo a funciones exclusivamente religiosas, mientras Teofilacto y su esposa
desempeñaban plenamente el poder en Roma. Hay dos noticias, la del envío del
pallium al obispo de Vercelli y la de importantes concesiones al prelado de
Pavía que, siendo ambos súbditos de Berenguer de Friul, pueden interpretarse
como un intento de acercamiento a este. El papa estaba siendo reducido a un
papel mínimo, lo que nada tiene que ver con sus condiciones personales. Nicolás
el Místico, restaurado en el patriarcado de Constantinopla, reclamó una
rectificación en la doctrina acerca del cuarto matrimonio, a lo que Anastasio
se negó: en consecuencia su nombre fue borrado de los dípticos.
Lando (agosto 913 - marzo 914)
Nacido en Sabina e hijo de un
conde lombardo de nombre Taino, sabemos que reinó seis meses y once días,
durante los cuales otorgó beneficios a la catedral de San Salvador de Fornovo,
la tierra de su nacimiento. El silencio absoluto resulta significativo: el papa
había perdido el control sobre la cristiandad actuando únicamente como obispo
de Roma.
Juan X (marzo 914 - mayo 928)
Victoria en el Garellano. De
pronto surgió una gran figura, Juan de Tossignano (Romana). Era arzobispo de
Rávena en el momento de su elección, lo que le colocaba en estrecha y útiles relaciones
de amistad con Berenguer de Friul, rey de Italia. Los clérigos que heredaban la
antigua posición de los formosianos, protestaron: si su jefe había sido
condenado por cambiar un obispado sufragáneo por el de Roma, más grave era el
caso de un metropolitano. Liutprando de Cremona, venenosa pluma, dice que
Teodora, «la mayor», promovió su elección porque años atrás Juan había sido su
amante, pero esto parece falso. La senadora moriría poco tiempo después. Puede
en cambio atribuirse esta designación a otra circunstancia: el gravísimo
peligro que significaban los musulmanes; completada la conquista de Sicilia,
lanzaban fuertes ataques sobre Italia meridional y central. De modo que Roma
necesitaba de un hombre enérgico que pudiera reunir tantos poderes dispersos y,
desde luego, Juan podía ser ese hombre.
Inmediatamente el papa organizó
la alianza triple con Adalberto de Toscana, Alberico de Spoleto, el marido de
Marozia, y Landulfo de Capua, que aportó el poderoso auxilio de una flota
bizantina. Tras un cerco de tres meses, la gran fuerza reunida se apoderó de la
fortaleza del Garellano y arrojó a los musulmanes de Italia (agosto 915). Hay
cierto paralelismo con la pacificación de Normandía y con la victoria leonesa
en Simancas, que revelan que la cristiandad europea estaba en condiciones de
superar las invasiones. Muy pocos años más tarde los monarcas alemanes lograban
derrotar a los magyares. Se vislumbraba ya el final de los tiempos difíciles.
Juan X decidió entonces volver a la situación de Luis II o de Lamberto de
Spoleto, coronando emperador a Berenguer de Friul (diciembre del 915). Pero
había un error de apreciación: el verdadero héroe de la batalla del Garellano
había sido Alberico de Spoleto; él y su esposa se aprestaban a ejercer el poder
que ya tuvieran sus padres.
Restablecimiento del primado.
Durante ocho años Juan X pudo desplegar las funciones que como primado le
correspondían, ateniéndose al contenido de las Falsas Decretales. Intervino
directamente para zanjar conflictos en las sedes de Narbona y de Lovaina. En
septiembre del 916 sus legados presidieron el Concilio de Hohcnallheim,
apoyando la posición de Conrado I (911-918). Envió precisas instrucciones a las
sedes de Rouen y de Reims acerca de las medidas a adoptar para asegurar el
cristianismo entre los normandos. Restableció la unidad con la Iglesia oriental
mediante una fórmula ambigua y acertada: el matrimonio de León VI era legítimo
pero «excepcional», dejando a salvo la costumbre de aquélla que limitaba a tres
el número posible de veces para recibir el sacramento.
Dos decisiones sumamente
importantes señalan también este pontificado. El año 929 otorgó a la abadía de
Cluny, fundada en el 909 y en trance de convertirse en una gran congregación de
monasterios, la exención de la autoridad del obispo correspondiente, pasando a
depender tan sólo del papa. Aceptó también la norma que vendría a llamarse
«investidura», es decir, que los reyes o príncipes soberanos diesen posesión a”
los obispos electos de sus respectivas sedes, sin cuya condición no podrían ser
consagrados. Se invocaba así la colaboración de los poderes temporales en apoyo
de la disciplina. Las cosas cambiaron más adelante, pero en aquellos momentos
la investidura se presentaba bajo un aspecto positivo. La reorganización de la
schola cantonan de Letrán revela la importancia que concedía a la educación de
los futuros clérigos.
El asesinato. Marozia tenía que
contemplar con preocupación este crecimiento de poder que amenazaba el suyo
propio. Es evidente que Juan X estaba maniobrando para independizarse de la
tutela de la aristocracia romana. Para ello utilizaba a su hermano Pedro, un
laico a quien confiaba oficios cada vez más elevados dentro de la
administración romana: llegó a nombrarle cónsul, esto es, magistrado supremo.
El 12 de marzo del 924 Berenguer de Friul fue asesinado y la nobleza
franco-lombarda llamó entonces a un hijo de Lotario II y de Waldrada, Hugo, y
le coronó rey de Pavía (926-947). El papa perdía uno de sus puntos de apoyo.
Para remediarlo, Juan X llegó a un acuerdo con Hugo: debía acudir a Roma para
ser coronado emperador. Marozia se adelantó. Acababa de enviudar y contrajo de
inmediato segundo matrimonio con el hijo de Adalberto, Guido, marqués de
Toscana. En sus manos estaban los dominios del padre, del primer esposo y del
nuevo marido: era, desde Roma, la más poderosa de las nobles de Italia. Se
organizó contra el cónsul Pedro la acusación de que había llamado a los
magyares en su auxilio; fue asesinado en LeIrán y en presencia del papa a
finales del 927. Y en mayo del 928 Juan X fue depuesto, encerrado en
Sant’Angelo, y probablemente asesinado pocos meses más tarde.
León VI (mayo - diciembre 928)
Marozia estaba preparando ya el
golpe definitivo: sentar a su capricho papas en el solio. Entramos en la
verdadera «pornocracia» o gobierno de las mujeres. Papas débiles, de mera
transición, bondadosos a ser posible. León era el hijo de un notario,
Cristóforo, perteneciente a una familia aristocrática y cardenal de Santa
Susana. No se ha conservado de él otra noticia que la de una carta conminando a
los obispos de Dalmacia y Croacia a someterse al metropolitano de Spalato,
Juan. Murió, al parecer, antes que Juan X.
listeban VII (diciembre 928 -
febrero 931)
Fue como una sombra que pasa sin
dejar huella. Las únicas noticias que se le atribuyen hablan de concesiones a
monasterios. Marozia tenía lo que necesitaba: un papa que lo fuera únicamente
de nombre mientras ella, senatrix y patricia, gobernaba Roma.
Juan XI (marzo 931 - diciembre
935)
Marozia pudo entonces culminar su
trabajo cerrando el círculo. Juan, cardenal de Santa María in Trastevere, aquel
mismo de quien Liutprando dice que era hijo del papa Sergio, sucedió a Esteban
VIL Una de sus primeras decisiones consistió en lograr un acuerdo con Romano
Lecapeno, emperador de Bizancio (920-944), consintiendo que el hijo de éste,
Teofilacto, con sólo 16 años, se convirtiera en patriarca de Constantinopla.
Era Marozia la principal interesada en este acuerdo, pues proyectaba para su
hija Berta el matrimonio con uno de los Césares.
En medio de la oscuridad que
significan estas intrigas, aparece ya un signo de contradicción: el papa estaba
prestando apoyo a la obra de san Odón de Cluny. La primera de las abadías
constituidas en el marco de la congregación, la de Déols, recibió los mismos
privilegios de que gozaba la iglesia madre. Cluny preparaba un futuro de
universalidad, opuesto al que entonces parecía vislumbrarse. Peter Llewelyn
(Rome in Dark Ages, Nueva York, 1971) llama la atención sobre este contraste,
pues con él comienza la raíz de la reforma.
Marozia aspiraba probablemente a
más: quería ser reina de Italia, emperatriz. Viuda de Guido, pero dueña de
Roma, Spoleto y Toscana, nudo y corazón de Italia, buscó un nuevo matrimonio
con Hugo de Arles, el hijo de Waldrada. Y el papa ofició en esta boda de su
madre, contraria a los cánones porque los contrayentes eran concuñados. En este
momento entró en escena Alberico II, hijo del primer marido de Marozia: en
diciembre del 932 tomó al asalto Sant’Angelo. Hugo logró escapar, pero Marozia
y Juan XI quedaron prisioneros. Alberico se proclamó príncipe de Roma, senador,
conde y patricio, reuniendo en su mano todos los poderes, que supo retener
hasta su muerte. Parete que Marozia, de la que no volvemos a tener noticias,
fue encerrada en un monasterio. En cuanto a Juan, devuelto a sus funciones
estrictamente sacerdotales, murió a finales del 935 o principios del año
siguiente.
León VIl (3 enero 936 - 13 julio
939)
Durante más de veinte años,
Alberico sería dueño absoluto de Roma. Sabía muy bien que este extraordinario
poder tenía que justificarse como un servicio a la grandeza de la ciudad y de
su territorio, ahora a salvo de la amenaza de los sarracenos, y como un
respaldo a la Iglesia en vías de reconstrucción moral. Tara eso necesitaba papas
sumisos, sin duda, pero ejemplares. Y aunque las elecciones fueron sustituidas
por la designación directa, no cabe duda de que los cuatro pontífices que
sucedieron a Juan XI deben calificarse de ejemplares. León VII, cardenal
presbítero de San Sixto era, con toda probabilidad, un benedictino. Alberico
mostraba mucho afecto a estos monjes. San Odón, presente en Roma, le ayudó a
conseguir un acuerdo de paz con Hugo de Arles, al que se reconoció como rey de
Italia. Alberico le hizo importantes regalos: el palacio del Avenlino ¡i fin de
convertirlo en monasterio, Subiaco, tan afectivamente ligado a los orígenes del
benedictismo, y la basílica de San Pablo extramuros. (‘arlas de León a los
obispos franceses les conminaba a que prestaran ayuda a la reforma de Cluny. No
sólo a ésta: Gorze, cerca de Metz, recibió también los privilegios que
necesitaba para su desenvolvimiento; de ella arranca la otra rama del
movimiento de reforma. Hacia el año 937 el papa envió el pallium al arzobispo
de Bremen, Adaldag, lo que permitiría renovar el esfuerzo misionero en
Escandinavia, y nombró a Federico de Maguncia vicario para Alemania. Primeros
pasos, todavía tímidos de un cambio que habría de acentuarse. Europa, vencidas
las invasiones —incluso en España— comenzaba a reconstruirse.
El cronista Flodoardo, que le
conoció personalmente, hace de León un retrato lleno de devoción admirativa.
Esteban VIII (14 julio 939 -
octubre 942)
Romano, era presbítero cardenal
de los Santos Silvestre y Martino. No hay duda de que Esteban fue un hombre
instruido, intachable en su vida privada. Alberico II le designó al día
siguiente de la muerte de León, asignándole funciones que debían limitarse a la
vida religiosa. Pero ésta era en aquellos momentos la que revestía mayor
importancia. Su estrecha colaboración con Cluny le impulsó a intervenir en los
asuntos políticos de Francia, protegiendo a Luis IV de Ultramar (936-954) el
hijo de Carlos el Simple (879-929); bajo pena de excomunión advirtió a los
obispos que le debían obediencia. Como una parte de esta actividad envió el
pallium al obispo de Reims. Pero al restablecerse la paz en Francia, la labor
de los monjes disponía de nuevas facilidades. Ignoramos las circunstancias de
su muerte: fuentes muy tardías pretenden que murió asesinado al tomar parte en
una conspiración contra Alberico.
Marino II (30 octubre 942 - mayo
946)
Era presbítero cardenal de San
Ciríaco cuando Alberico le presentó al pueblo de Roma para que le aclamasen. En
sus monedas aparece mencionado, al lado del papa, el príncipe de Roma. De este
modo no había duda de quien ostentaba el poder. Esto no obsta para que en una
fuente muy antigua se le describa como un efectivo pacificador y, sobre todo,
un reformador de las eoslumbres de monjes y clérigos. Las pocas cartas que de
él se conservan le muestran protegiendo a Balduino, abad de Montecassino, que
estaba encargado al mismo tiempo de la comunidad de San Pablo Extramuros. Al
comenzar el año 946 confirmó al arzobispo Federico de Maguncia en su condición
de vicario para Alemania, pero ampliando sus poderes con la facultad de
presidir sínodos y corregir las deficiencias en el clero secular y regular.
Agapito II (10 mayo 946 -
diciembre 955)
La reforma acerca a Alemania.
Nacido en Roma, Agapito permite comprender cómo los nombramientos efectuados
por Alberico, al ir recayendo en clérigos idóneos, llevaban poco a poco a los
papas hasta un punto en que recuperaban la dirección de la Iglesia universal.
Un síntoma de esa paulatina
afirmación se encuentra en el hecho de que en las monedas apareciese únicamente
su nombre. También pudo influir el alejamiento del peligro sarraceno: los
últimos ataques a las costas italianas, a cargo del emir al-Hassan de Sicilia,
tuvieron lugar los años 950, 952 y 956; a partir de esta fecha la iniciativa
cambió de mano y fueron los cristianos los que pasaron a la ofensiva. Por otra
parte, Alberico y el papa estaban de acuerdo en cuanto al impulso de la reforma
de la vida monástica, y religiosos venidos de Gorze se instalaron en San Pablo
Extramuros. Su legado, Marino, presidió en Ingelheim un sínodo conjunto de
alemanes y franceses confirmando la amistad entre Otón I (936-973) y Luis de
Ultramar (936-954) y regulando la disputa del obispado de Reims en favor del
candidato del segundo, Amoldo. Se amenazó a Hugo Capeto con la excomunión si no
se sometía al legítimo rey. Todas estas decisiones fueron después confirmadas
en el sínodo romano del 949.
La tarea más importante vinculaba
cada vez más a la Sede Apostólica con Alemania. El 2 de enero del 948 el papa
concedió al obispo de Hamburgo plenos poderes para organizar las Iglesias que
estaban surgiendo en Escandinavia. Envió el pallium a Bruno, arzobispo de
Colonia, hermano de Otón I, significando de este modo la autoridad que se le
otorgaba. Confirmó el proyecto del rey que quería convertir el monasterio de
San Mauricio, en Magdeburgo, fundado el 937, en sede metropolitana para los
países eslavos: un amplio espacio dentro del cual se autorizaba a Otón a erigir
nuevas sedes episcopales. En aquellos momentos ni la protección a monasterios
ni la investidura laica parecían inconvenientes; antes bien resultaban
ventajosos para el avance de la reforma que oslaba consiguiendo un renacer de
la vida cristiana.
Otón, rey de Italia. Hugo, rey de
Italia, mostraba síntomas de creciente debilidad. Había una vacante en el
título imperial, pero no deseaba Alberico que se restableciera. Los nobles
enemigos de Hugo, que se agrupaban en torno al marqués Berenguer de Ivrea,
acudieron a Otón I despertando su atención hacia la península y, en definitiva,
hacia el Imperio; pero pasaron bastantes años sin que el monarca alemán,
absorto en los problemas de reforma y expansión de la cristiandad, prestara
atención. El año 947 murió Hugo, dejando su herencia a Lotarío, que falleció a
su vez el 950. Entonces Berenguer de Ivrea concibió un proyecto distinto: casar
a Adelaida, viuda de Lotario, con su propio hijo Adalberto, proclamar a ambos
reyes de Italia y, eventualmente, lograr una coronación imperial. Pero Adelaida
rechazó el plan, fue encerrada en prisión y objeto de malos tratos para
convencerla. El 20 de agosto del 951 la dama huyó y, atríncherándose en el
castillo de Canosa, pidió a Otón que acudiera a recoger su mano y su corona.
Rápidamente las tropas alemanas quebraron la resislencia de Berenguer y Otón
pudo coronarse rey de Italia el 23 de septiembre del 951.
Desde Pavía, insinuó Agapito la
conveniencia de restaurar el título de emperador. Alberico, que sentía
acercarse el fin de su existencia, comprendía que el Imperio era el fin de
aquello por lo que tanto luchara, un principado soberano y autocéfalo en Roma.
Poco antes de morir (31 de agosto del 954) llamó al papa y a los clérigos de su
entorno y les hizo jurar que, cuando se produjera la vacante en el solio,
elegirían a su propio hijo, Octaviano; de este modo la Sedo Apostólica y el
principado se unirían, garantizando la independencia. Una solución con ventajas
políticas, sin duda, y con desastrosas consecuencias para la Iglesia.
Juan XII (16 diciembre 955 - 14
mayo 964)
La elección. El juramento fue cumplido y el clero eligió a este bastardo, Oclaviano, que contaba 17 años. Era laico y ostentaba ya la magistratura de patricio de Roma. Fue ordenado a toda prisa. Las fuentes historiográficas, todas proalemanas, insisten en presentarle como un licencioso gozador de la vida en el sentido más vulgar de la palabra y completamente ajeno a las preocupaciones espirituales. Carecía, en consecuencia, de las condiciones necesarias para una empresa de tanta envergadura como era la de afirmarse en esa posición tan singular de papa y príncipe soberano. Los historiadores, sin embargo, deben mostrarse cautos ante las exageraciones que la propaganda favorable a Otón I fabricaría en los años siguientes. Liutprando, uno de los colaboradores del emperador, incluye en su Antopodosis relatos extendidos a todo el siglo del pontifiicado, que deben reputarse falsos. Algunos visitantes ilustres como Oskitel, arzobispo de York, o san Dunstan, de Canterbury, están lejos de compartir las negruras del cronista alemán. Por ejemplo, es un hecho comprobado que Juan XII mostró el mismo interés que su padre por la reforma monástica y que aplicó este interés concretamente a las abadías de Farfa y de Subiaco.
Coronación imperial. Las
obligaciones políticas que como príncipe le correspondían, acabaron por
desbordarle. Volvían las amenazas militares desde el sur, por los duques de
Capua y Benevento, y desde el norte, donde Berenguer de Ivrea, que seguía
titulándose rey de Italia, pudo apoderarse de Spoleto el año 959. Puesta a
prueba, la capacidad militar de Roma reveló su deficiencia; en tales
circunstancias Juan XII envió sus legados a Otón I, solicitando su ayuda y
ofreciéndole la coronación como emperador, restaurando la situación existente
en época de Luis II. Otón prometió a estos legados proteger la persona del papa
y su patrimonio temporal, no ejercer funciones de juez salvo en su presencia, y
no hacer nada que pudiera perjudicar al pueblo romano (960). En la primavera
del 961 un gran ejército alemán llegaba a Pavía, restableciendo el orden a su
paso, alcanzando Roma en enero del año siguiente. Aquí, el 2 de febrero del
962, en una aparatosa ceremonia, tuvo lugar la coronación: el Imperio era
declarado «santo» como la Iglesia misma. El papa y los principales romanos
juraron fidelidad a Otón y rechazo absoluto a Berenguer.
Sus contemporáneos no se
percataron enteramente de la importancia del paso que se había dado. P. van der
Baar (Die Kirchliche Lehre der Translatio Imperii Romani, Roma, 1956)
recomienda poner atención, sin embargo, a lo que dijeron los tratadistas del
tiempo: se trataba de una translatio Imperii a los alemanes, lo cual
significaba al mismo tiempo, como señala Peicy Schramm (Kaiser, Rom und
Renovatio, Darmstadt, 1957), una «renovación». En la práctica, el acto del 2 de
febrero del 962 no fue simplemente una reanudación de la línea seguida desde
Carlomagno a Hugo de Arles; extrayendo las últimas consecuencias de las Falsas
Decretales, se llega a una nueva definición de la autoridad en sus dos
dimensiones: la espiritual del papa, que es por esencia universal, y la que
corresponde al emperador, de carácter temporal, y colocada a la cabeza de la
sociedad cristiana. No es que Francia, España o Inglaterra se sometieran de
alguna manera a su poder: en cuanto a éste, Otón y sus sucesores seguían siendo
reyes de Romanos, de Italia, de Germania y de Borgoña, nada más. Pero siendo el
primero entre los soberanos de la tierra, el papa —y sólo el papa— le confería
en una ceremonia que tiene rasgos de consagración sacerdotal, un carácter
«sacro» que daba a sus disposiciones jurídicas un alcance universal. Sólo el
emperador podrá en adelante promulgar esas leyes fundamentales que se llaman
Constituciones.
El imperio —señala J. Orlandis
(El pontificado romano en la historia, Madrid, 1966) siguiendo en este punto a
G. A. Bezzola, Das ottonische Kaisertum in der franzosischen
Geschichtssechreibung des 10. und beginnenden 11. Jahrhunderts, Graz, 1956)—no
coincidía con la cristiandad y, sin embargo, otorgaba a los reyes de Alemania,
Italia y las fronteras del este, una especie de cumbre en la estricta jerarquía
de los soberanos. Esto daba lugar a que se estableciese cierta confusión, ya
que siendo definida la cristiandad como un «cuerpo místico» de Cristo, la
paridad en la cumbre de emperador y papa provocaban también en el primero la
fuerte tentación de presentarse como cabeza de la cristiandad entera en el
orden temporal.
Deposición. Así apareció muy
pronto. En el sínodo romano que siguió a la ceremonia de la coronación, Otón
reconvino a Juan XII a fin de que enmendase su línea de conducta, acomodándola
a la conveniente a una persona religiosa; se otorgaron al mismo tiempo a la
Iglesia alemana grandes poderes en relación con todos los países del este. El
13 de febrero de esc mismo año, renovando la Constitución romana del 824
—siempre punto de partida— el emperador confirmó las donaciones de Pipino y
Carlomagno, ampliándolas hasta que abarcasen aproximadamente los dos tercios de
la península italiana en sentido estricto. Sin embargo, Otón retenía lo que
entonces se llamaba soberanía eminente sobre este territorio, que de este modo
parecía un dominio señorial como eran los grandes ducados alemanes. Meses más
tarde, a este privilegium ottonianum se añadiría una cláusula según la cual las
elecciones pontificias necesitaban el plácet imperial: ningún electo sería
consagrado antes de recibirlo y de que prestara en consecuencia juramento de
fidelidad.
Juan XII comprendió el alcance de
la revolución: ahora el papa, cuya universal autoridad espiritual nadie
discutía, estaba reducido, en cuanto príncipe, al nivel de uno de los grandes
magnates del Imperio. Apenas hubo abandonado Otón la ciudad, para combatir los
focos de rebeldía que aún se detectaban, y ya el papa estaba contactando con
Berenguer y, superando antiguos recelos, abría al hijo de éste, Adalberto, las
puertas de Roma: alegaba que el emperador no había cumplido el juramento que
hiciera ante sus legados. Por su parte, Otón acusó a Juan XII de haberle
traicionado negociando con los rebeldes y con los enemigos de la cristiandad.
En noviembre del 963 estaba de regreso en Roma, haciendo huir al papa, que
buscó refugio en Tívoli con todos los tesoros que en el último momento pudo
reunir. Un sínodo, presidido por el emperador, se reunió en San Pedro. Fue
enviada al papa la orden para que compareciera; no obedeció y fue depuesto (4
de diciernbre del 963). Entonces los clérigos reunidos solicitaron de Otón que
designara al nuevo pontífice.
León VIII (4 diciembre 963 - 1
marzo 965)
Otón designó al proscrinarius,
esto es, el jefe de los notarios de la cancillería pontificia, un laico de
buena fama llamado León. Tuvo que recibir todas las órdenes antes de ser
consagrado de acuerdo con un ritual nuevo, personalmente revisado por el
emperador. Se habían establecido serios precedentes, entre ellos el de someter
a juicio y deponer a un papa, algo que ningún canon consentía. La elección era
sustituida por la designación directa. El pueblo de Roma consideró esto como un
atropello a la legitimidad y a sus derechos y el 3 de enero del 964 se lanzó a
una revuelta que los alemanes ahogaron en sangre. León VIII intentaría la
pacificación por otras vías, aunque sin éxito.
De este modo, cuando las tropas
imperiales, todavía en enero del 964, abandonaron Roma, Juan XII pudo regresar
de Tívoli y convocar un sínodo en San Pedro (26 febrero del 964) para juzgar a
León, ahora refugiado en la corte de Otón, bajo tres acusaciones: usurpación,
ilegitimidad en sus ordenaciones y traición a su obispo. Todas las actas de su
pontificado se declararon nulas. Pero apenas transcurridos tres meses, murió
Juan XII (14 de mayo 964). Los romanos procedieron a una nueva elección, la de
Benedicto V, para quien solicitaron el plácet imperial. La respuesta de Otón
consistió en volver a Roma, que fue tomada el 23 de junio de ese año, y
restablecer a León VIII. Nada sabemos de la política de este papa durante los
pocos meses que todavía reinó.
Benedicto V (22 mayo - 23 junio
964)
La superposición de pontificados
constituye un problema para los historiadores que, incapaces de llegar a una
conclusión jurídica indudable, optan por situar a los tres, Juan, León y
Benedicto, entre los legítimos sucesores de san Pedro. Benedicto V, romano de
origen y de nacimiento, es descrito como una persona piadosa, ejemplar y culta,
como demuestra el calificativo de grammaticus con el que se le conoce. Parece
que no tomó parte en los disturbios del 963 y 964, de modo que su elección
puede interpretarse como un deseo de presentar al emperador un hombre sin
sospecha. Cuando Otón bloqueó la ciudad, privándola de alimentos, los romanos
decidieron entregarlo. Fue llevado ante el sínodo para ser juzgado. Otón se
conformó con rebajarle al nivel de diácono y con enviarle a Hamburgo bajo la
custodia del obispo Adaldag. Allí murió el 4 de julio del 966 siendo su vida
ejemplar. Otón III dispondría el año 988 que sus restos fuesen trasladados a
Roma.
Juan XIII (1 octubre 965 - 6
septiembre 972)
Aunque los romanos solicitaron
del emperador que consintiera el retorno de Benedicto V, Otón se negó. La Sede
Apostólica estuvo vacante cinco meses hasta que al final el clero procedió a
elegir a Juan, hijo de Juan, un romano que había sido bibliotecario con Juan
XII y ocupaba a la sazón la sede episcopal de Narni. Otón, que estuvo
representado por dos obispos, aceptó la elección, de modo que el Imperio se
proponía gobernar Roma por medio de una persona enraizada en la ciudad. Ello no
obstante, los romanos recibieron mal a Juan XIII y en diciembre del 965 ya se
produjo una revuelta, en el curso de la cual el prefecto Pedro se apoderó de la
persona del papa; cuando era conducido al destierro, Juan pudo escapar,
informando de todo al emperador. Pero antes de que se produjera la intervención
de Otón, un brusco cambio de opinión entre la población romana hizo que el papa
fuera acogido con muestras incluso de entusiasmo (14 de noviembre del 966), de
modo que se pudo tener la impresión de que todo era resultado de la lucha entre
facciones. El emperador llegó en las Navidades de aquel mismo año, tomando represalias
muy duras contra los autores de la revuelta.
El
emperador permaneció en Italia hasta el verano del 972; intentaba establecer
allí el sistema de gobierno que tan buenos resultados estaba dando en Alemania.
De él formaban parte los dos aspectos esenciales: la ordenación jerárquica de
los condados y señoríos feudales y la investidura laica de los obispos que
estaban dotados también de beneficios. El papa era, desde este punto de vista,
la cumbre del sistema, dotado de los beneficios más opulentos, pero designado
directamente por el emperador. Se habían recibido demandas de Bohemia y de
Polonia para que se erigiesen también allí sedes metropolitanas, y de Cataluña,
cuyos obispos deseaban desligarse de Francia y reclamaban el reconocimiento de
la primada de Tarragona aunque se hallaba aún esta ciudad en poder de los
musulmanes. Para resolver éstas y otras cuestiones fue convocado un sínodo en
Rávena al que debería asistir el papa, en abril del 967.
Importantes decisiones que
afectaban al conjunto de la cristiandad fueron tornadas en este sínodo,
comenzando por una orden de restitución de las tierras del Patrimonium que
hubieran sido usurpadas. Especial interés tienen las disposiciones que
prohibían el concubinato de los clérigos, un pecado que se denominaba
nicolaísmo, y que quebrantaba una de las bases de la Iglesia occidental, el
celibato. Se cursaron órdenes para que todas las autoridades, seculares o
espirituales, siguieran prestando apoyo a Cluny, cuya expansión cobraba un
ritmo rápido. Definitivamente Magdeburgo fue confirmada como metrópoli de los
eslavos «recientemente convertidos», lo que dejaba a Polonia al margen. Otón
consiguió que se declarara que Bohemia (la sede de Praga nace poco después)
quedaba bajo la custodia de obispos alemanes. Y en relación con España se
tomaría el año 971 la decisión de reconocer a Vic la condición de metropolitana
en tanto que Tarragona permaneciese en régimen de ocupación. El 972 Oswald,
nuevo arzobispo de York, viajaría a Roma para recibir el pallium y trazar el programa
de una gran reforma monástica en Inglaterra.
Boda imperial. En la fiesta de
Navidad del 96-7, Juan XIII coronó al hijo de Otón I, del mismo nombre,
asociándolo de este modo al Imperio. Otón I pretendía extender sus dominios a
la frontera meridional italiana, pero evitando el choque con los bizantinos.
Envió a Liutprando de Cremona a negociar el matrimonio del joven Otón II con
una hija de Juan Tzimisces (969-976), Teófano. De este modo se lograba el
recíproco reconocimiento de ambos Imperios. La boda fue oficiada por el papa en
Roma el 14 de abril del 972 y sus consecuencias, en el orden político y
cultural, fueron importantes. Ante todo se pretendía llegar a un modus vivendi,
no sin algunos roces. Pero había ya una frontera entre los dos Imperios. Bizancio
conservaba partes de Apulia y de Calabria, haciendo de Otranto una sede
metropolitana con cinco sufragáneas, mientras que Juan XIII otorgaba ese mismo
rango a Capua y Benevento. En este momento era ya visible una reacción
cristiana en el Mediterráneo.
Benedicto VI (19 enero 973 -
julio 974)
Nacido en Roma, hijo de cierto
Hildebrando, era el candidato imperial y al mismo tiempo el de quienes deseaban
la reforma. Elegido en septiembre u octubre del 972, tuvo que esperar varios
meses hasta que, de acuerdo con el privilegium Otonis, llegara el plácet
imperial. La aristocracia romana se había reorganizado en un fuerte partido que
dirigía ahora Crescendo I, sobrino de Marozia como hijo de Teodora la Joven.
Intentó, sin éxito, suscitar un candidato alternativo con el diácono Franco.
Benedicto, que había sido presbítero cardenal de San Teodoro, contando con la
protección imperial, pudo continuar las medidas de reforma que aprobaban los
sínodos: refuerzo del celibato, extensión del monaquismo y persecución de las
costumbres simoníacas. Algunos obispos cobraban tasas por las ordenaciones
sacerdotales y por otros servicios ministeriales. La calidad de primada en
Alemania fue reconocida a la diócesis de Tréveris.
El 7 de mayo del 973 murió Otón I
y se originaron fuertes tensiones en Alemania. Con los alemanes lejos,
Crescencio consideró que había llegado para él la ocasión que debía aprovechar.
Seguramente contaba con el apoyo bizantino para el levantamiento que
desencadenó en junio del mismo año. Benedicto fue preso, llevado a Sant’Angelo
y allí estrangulado, mientras que el diácono Franco era entronizado con el
nombre de Bonifacio VII. Cuando el representante imperial, Sicco, conde de
Spoleto, llegó a Roma, la tragedia se había consumado. A pesar de todo, los imperiales
decidieron acabar con el antipapa, al que sitiaron en Sant’Angelo. Franco
consiguió huir llevándose consigo parte de los tesoros de la Iglesia; se puso a
salvo en el territorio bizantino.
Benedicto VII (octubre 974 - 10
julio 983)
La elección de Benedicto, obispo
de Sutri, conde de Tusculum, hijo de David y pariente de Alberico II, fue
resultado de un compromiso entre las dos facciones: candidato del bando
imperial, resultaba también aceptable para la aristocracia romana. El antipapa
Franco protagonizaría, el año 980, una nueva ofensiva que obligó a Benedicto a
abandonar Roma, pero las tropas imperiales se encargaron de restaurarle y de
devolver a Bonifacio al exilio. De este modo, hasta el 981 no pudo desarrollar
en paz su pontificado. Mostraba una estrecha amistad a san Mayeul de Cluny y
entusiasmo por la reforma que estaba presidiendo. Una serie de sínodos
incrementó progresivamente la libertad de que gozaban sus monasterios,
asegurándoles así las condiciones que necesitaban para triunfar. También se
ocuparon de reforzar la estructura jurídica en Alemania: el obispo de Maguncia,
vicario pontificio, recibió el privilegio de coronar a los reyes de Romanos,
que es como se titulaban los soberanos antes de convertirse en emperadores.
Dietrich de Tréveris fue el primer extranjero promovido cardenal de los Cuatro
Santos Coronados. A principios del 976 fue confirmado el primer obispo de
Praga, Thietmar, con jurisdicción sobre Bohemia y Moravia. En la propia Roma,
Benedicto restauró el monasterio griego de los Santos Bonifacio y Alexis,
colocándolo bajo la dependencia del patriarca Sergio de Damasco, refugiado en
la ciudad a causa de la invasión musulmana.
La larga estancia de Otón II
(973-980) en Italia favoreció extraordinariamente la autoridad del papa. Con él
compartía el emperador la profunda voluntad de reforma. El principal de los
colaboradores eclesiásticos de Otón, Giseler, trasladado a Magdcburgo desde la
suprimida sede de Merseburgo, se convirtió en cabeza del gran movimiento de
evangelización de los eslavos, que progresaba con creciente rapidez. Una
noticia posterior, que ignoramos si es correcta, afirma que Benedicto, antes de
ser papa, había hecho una peregrinación a Jerusalén. Tal vez tenga alguna
relación con el hecho de que fuera inhumado en la basílica dedicada en Roma a
la Santa Cruz.
Juan XIV (diciembre 983 - 20
agosto 984)
Hubo una larga vacante, hasta que
Otón II se decidió a ofrecer la tiara a Pedro Canepanova, obispo de Pavía y su
vicecanciller, para el reino de Italia. No parece que haya tenido lugar ninguna
clase de elección, lo que puede explicar la impopularidad de que desde el
primer momento se vio rodeado. Cambió su nombre por el de Juan para que no se
repitiera el del príncipe de los apóstoles. El emperador quería tener a un
gobernante con experiencia y capacidad que llevara adelante el programa de
desarrollo de la Iglesia y también las relaciones con el sur de Italia. La
única bula de él conservada, otorgando el pallium al obispo Alo de Benevento,
responde a los deseos del emperador. Como una consecuencia de tan estrecha
dependencia, la muerte de Otón II, a causa de la malaria (7 diciembre del 983)
y el retorno de la emperatriz Teófano a Alemania, para garantizar la sucesión
de su hijo Otón III (983-1002), demasiado joven, dejaron a Juan XIV en un
absoluto desamparo. En abril del 984, contando esla vez con el apoyo de
Crescencio, Benedicto VII regresó. Juan, sometido a juicio y despojado, fue
encerrado en Sant’Angelo, en donde falleció, por hambre o veneno, el 20 de
agosto de aquel mismo año.
Juan XV (agosto 985 - marzo 996)
Crescencio había muerto, el 7 de
julio del 984, en el monasterio de San Alejo, en el monte Aventino, adonde se
había retirado. Actuaba como cabeza de la aristocracia romana su hijo Juan
Crescencio que, en la turbulenta situación que siguió a la muerte del antipapa
Bonifacio VIL. consiguió imponer su candidato. Juan XV, hijo del presbítero
León, cardenal del título de San Vítale, era un hombre culto y de buena
preparación. Teófano no intervino, pues se hallaba con dificultades para lograr
el reconocimiento de su hijo en Alemania, de modo que se volvió en cierto modo
a la situación del tiempo de Alberico II, pues Juan Crescencio asumió el título
de «patricio» y comenzó a gobernar Roma según su criterio. Aunque reducido a
funciones estrictamente ministeriales, Juan XV pudo mantener la línea favorable
a la reforma. En el invierno del 989
a 990 la emperatriz Teófano estuvo en Roma reforzando
con su cordialidad la posición del papa.
Se trataba, sin embargo, de una
posición difícil que sus legados describirían en Constantinopla como de
«tribulación y opresión». Era inevitable que, fuera de Roma, se le hiciera
responsable de aquella anomalía: en Francia se le acusó de avaricia y de
nepotismo. En un punto no vacilaba: apoyándose en las Falsas Decretales
pretendía extender a toda la cristiandad su supremacía. Por primera vez se
registra un intercambio entre el papa y Wladimiro de Kiev (980-1015). Medió
entre Ethclredo de Inglaterra (978-1017) y Ricardo de Normandía (942-996) hasta
convencerles de que suscribieran la paz (1 marzo 991). Aceptó el vasallaje que
los reyes de Polonia le ofrecieron, garantizando así la independencia del reino
y de su Iglesia. Un sínodo, reunido el 993 en Letrán, hizo la primera
canonización de que tenemos noticia en la persona de Ulrico, obispo de
Ausgburgo.
Conflicto con Gerberto de
Aurillac. En junio del 991 se reunió un sínodo de la Iglesia de Francia en San
Basilio de Verzy. Sirviendo los deseos de Hugo Capelo, depuso al arzobispo de
Reims, Amoldo, y lo sustituyó por Gerberto de Aurillac, uno de los más
extraordinarios sabios que ha conocido Europa. Pero algunos obispos y abades,
invocando las Decretales, exigieron que se esperase la confirmación pontificia.
Esta tardó en llegar. Se suscitó entonces un debate que pudo tener
consecuencias muy peligrosas. Por ejemplo, Arnulfo de Orléans sostuvo que tal
confirmación no era necesaria cuando los sínodos actúan, como en este caso,
conforme a derecho; mezclaba este autor sus argumentos con tremendos ataques a
la situación que se estaba viviendo en Roma. Juan XV no quiso decidir por su
cuenta: dio poderes a un legado, León, abad del monasterio de San Alejo del
Aventino, para que decidiese sobre el terreno. Se celebró un nuevo sínodo en
Chelles (993 o 994) y en él se dijeron cosas muy radicales, como que cuando un
papa no se atenía a la doctrina de los Padres no era mejor que cualquier hereje
ni menos susceptible de excomunión. Por vez primera se sostuvo la tesis de que
la Iglesia de un reino tiene derecho a proceder con independencia de Roma. Por
fortuna para el papa, la protesta no prosperó: Hugo Capeto necesitaba de Roma
para legitimar el cambio de dinastía y por consiguiente sacrificó a Gerberto
que, en el sínodo de Mouzon (995), fue declarado como carente de derechos a la
sede de Reims. Este percance no impediría a Gerberto llegar a ser papa.
La muerte de Juan Crescencio, a
quien sustituyó su hermano, Crescencio II, la de Nomentano (988) y la de
Teófano (991), perjudicaron hondamente a Juan XV. El nuevo «patricio» era menos
condescendiente que su antecesor. Las relaciones con el papa se hicieron tan
difíciles que, en marzo del 995, Juan huyó a Sutri y desde allí pidió ayuda a
Otón III. La noticia de que el monarca aleman preparaba el viaje y su
coronación, movió a Crescencio a reconciliarse con el papa, reinstalándolo en
Letrán con todos los honores. Juan XV no tardó en sucumbir a la fiebre (marzo
del 996) antes de que el rey de Romanos alcanzara Roma.
Gregorio V (3 mayo 996 - 18
febrero 999)
Nombramiento. Se trata del primer
papa alemán. Afortunadamente disponemos de la investigación de Teta E. Moehs
(Gregorius V, 996-999: A Biographical Study, Stuttgart, 1972) que nos permite
comprender los matices de este singular pontificado. Su designación tuvo lugar
de la siguiente manera. En Pavía, donde celebraba la Pascua, supo Otón III la
muerte de Juan XV. Pasó a Rávena y aquí una delegación enviada por los romanos
le solicitaba que designase un candidato que ellos pudieran aclamar. El monarca
escogió a un pariente suyo, Bruno, biznieto de Otón I e hijo del duque de
Carintia, capellán muy preparado y de gran experiencia en negocios
eclesiásticos, a pesar de su juventud. Fue a Roma en compañía de los obispos de
Maguncia y de Worms y quedó regularmente elegido. Cambió su nombre por el de
Gregorio porque se proponía seguir los pasos de san Gregorio Magno. Su primer
acto fue coronar emperador a Otón III (21 de mayo), otorgándole al mismo tiempo
el patriciado romano. Intercedió en favor de Crescencio Nomentano, que había
sido desterrado, permitiéndole regresar a Roma.
La intercesión no era tan sólo un
gesto de clemencia; formaba parte también de un designio político que intentaba
convertir la autoridad del papa en un factor de equilibrio entre los dos
partidos, el imperial y el aristocrático, evitando los enfrentamientos. Esto le
llevó a un cierto grado de independencia respecto al Imperio, del que se
benefició por ejemplo el rey de Polonia, Boleslao Chrobry (Boca Torcida)
(992-1027), pues la sede de Posen fue puesta a cubierto de las aspiraciones de
dominio de los obispos alemanes. También Arnoldoo, arzobispo de Reims,
confirmado en su puesto a pesar de la protección que Otón III otorgaba a
Gerberto de Aurillac. El emperador compensaría a osle último con la sede de
Rávena, obligando además al papa a cederle casi todos los poderes que tenía en
la Pentápolis y el antiguo Exarcado. Las relaciones entre el papa y el
emperador fueron siempre buenas, pero Gregorio V demostró que estaba muy lejos
de considerarse como un alto funcionario al servicio del Imperio. La mayor
dificultad para él radicaba en la estructura interna del Patrimonium Petri:
demasiado extenso, en él convivían dos potestades, laica y eclesiástica, mal
delimitadas. Además, la inobservancia del celibato impulsaba a obispos, abades
y clérigos a crear verdaderas dinastías, dotando a sus hijos con bienes que
eran de la Iglesia. Por eso concedían las abadías cluniacenses o lorenesas
tanta importancia a la inmunidad, que les libraba de esta presión feudal. La
generalización del vasallaje como modo de relación comenzaba a percibirse como
una amenaza para la independencia de la Iglesia. Durante su estancia en Roma,
Otón III promulgó una Capitulare de praedis ecclesiasticis que intentaba hacer
una distinción entre beneficios laicos y eclesiásticos, poniendo límites a ese
enfeudamiento. Pero la política del emperador buscaba, precisamente, el
incremento del vasallaje.
El cisma. En junio de 996 Otón
abandonó Roma. Inmediatamente Crescencio renovó sus proyectos de ejercer el
poder, recurriendo a la fuerza. El papa pidió al emperador que regresara, pero
éste se excusó, delegando la protección de Roma en los duques de Toscana y de
Spoleto. En octubre, falto de apoyo, Gregorio abandonó Roma refugiándose en
Spoleto, para intentar desde allí la reconquista de la ciudad, que fracasó. A
principios del 997 pasó a Lombardía, en un intento de lograr el apoyo de los
obispos del reino, entre los que destacaba el de Piacenza, Juan Filagato,
maestro de griego del emperador, que acababa de regresar de Constantmopla con
una misión que el propio Otón le encomendara. Gregorio presidió en febrero un
sínodo en Pavía que puso en vigor antiguas y nuevas disposiciones contra el
comercio del dinero en bienes espirituales, esto es, la simonía. Tuvieron, de
momento, escasa eficacia.
Pero se había planteado una
cuestión que suscitaba un profundo descontento en amplios sectores del clero
ganados a esta práctica. Crescencio trató de aprovecharlo declarando que la
sede romana, desamparada por Gregorio, se hallaba vacante. Creyó asestar un
golpe certero al elegir a Juan Filagato, que tomó el nombre de Juan XVI, y que
esperaba el apoyo de su antiguo discípulo además del bizantino, que ya tenía.
Pero Otón no aceptó en modo alguno la usurpación. Volvió a Roma en febrero del 998
y procedió a terribles represalias. Crescencio y sus colaboradores,
decapitados, fueron luego colgados de los muros de Sant’Angelo. Juan Filagato,
mutilado, compareció ante el sínodo y fue condenado a reclusión perpetua en un
monasterio.
Gregorio V sobrevivió poco tiempo
a estos terribles sucesos. Murió en febrero del 999 víctima de la malaria.
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