Silvestre II (2 abril 999 - 12
mayo 1003)
Papa del milenio. Siguiendo los
consejos de Odilo, abad de Cluny, Otón III promovió la candidatura de Gerberto
de Aurillac, el gran sabio, que lomó el nombre de Silvestre II en memoria del
contemporáneo de Constantino. Al cumplirse el primer milenio de vida cristiana,
el papa y el emperador proyectaban un retorno a las bases mismas del Imperio,
haciendo que Europa fuese verdaderamente cristiandad. Conviene recordar que
jamás existió el «terror milenario», una leyenda infantil sin fundamento
alguno. Sin embargo, Raúl de Glaber, que escribe en torno al año 1044, ya
señaló cómo, en el tránsito de uno a otro milenio, se había advertido una
especie de despertar, un empujón hacia arriba que era producto en gran medida
de la reforma que los monjes venían difundiendo desde un siglo atrás. La obra
de Silvestre II reviste una gran importancia.
Nacido aproximadamente el 945, y
de familia humilde, Gerberto estudió en Aurillac y luego en Ripoll, a la sombra
del abad Atón, que era al mismo tiempo obispo de Vic, aprovechando su
formidable biblioteca. Aquí recogió los materiales para su Introducción a la
geometría y entró en contacto con la obra de al-Kwarismí y los números arábigos
que pasarían a llamarse «guarismos». Entre ellos estaba el cero, capaz de
revolucionar todo el conocimiento matemático: en adelante sería teóricamente
posible concebir cualquier magnitud numérica y establecer el cálculo decimal.
Con este bagaje, viajó a Roma el 970, sorprendiendo al papa Juan XIII, que le
presentó al emperador Otón: sus relaciones con la casa imperial ya no se
interrumpirían. Instalado en Reims, el obispo Adalberón le tomó bajo su
custodia y le puso al frente de la escuela catedral, una de las primeras que
estaban evolucionando, todavía de forma imprecisa, hacia la enseñanza superior
que daría los Estudios Generales. Viajando mucho, tuvo la oportunidad de actuar
ante Otón II en un debate con el maestrescuela de Magdeburgo, Otrico, estando
el emperador en Rávena. Impresionado, Otón le nombró abad de Bobbio en razón de
la importante biblioteca que allí se estaba formando.
No era adecuada para el inquieto
sabio la vida recoleta del monje. Regresó a Reims, donde se convirtió en la
mano derecha de Adalberón. Fueron éstos, según Karl Schultess \'7bPapst
Silvester ¡I (Gerbert) ais Lehrer und Staatsmann, Hamburgo, 1881), los años
decisivos en su formación como líder. Ambos, obispo y maestrescuela, intervinieron
en el cambio de dinastía ayudando a Hugo Capeto. Pero el papa intervino en
favor de los últimos carlovingios y Hugo prefirió esperar hasta que con la
muerte de Luis V (987) se agotó la línea. Un vínculo de agradecimiento se
estableció entre el rey de Francia y el sabio matemático y astrónomo. A pesar
de todo, cuando murió Adalberón, las esperanzas de Gerberto en convertirse en
su sucesor no se cumplieron, pues Hugo prefirió dar la sede de Reims como
compensación a un bastardo carlovingio, hijo de Lotario, llamado Amoldo. Hugo
trató de rectificar más tarde, al comprobar que Amoldo conspiraba contra él. En
páginas anteriores ya hemos visto cómo los papas sostuvieron a Amoldo y las
ambiciones de Gerberto quedaron defraudadas.
Universalidad. Perdida la partida
de Reims, Gerberto se incorporó a la corte de Otón III, siendo uno de los
principales consejeros del jovencísimo emperador. Desde abril del 998 ocupaba
la sede de Rávena. Una vez elegido papa defendió con energía las mismas tesis
de superioridad pontificia que antes le perjudicaran: confirmó a Amoldo como
obispo de Reims, castigando a quienes conspiraran contra él; demostró, sobre
todo, ser un campeón de la reforma, combatiendo los tres males que aquejaban a
la Iglesia: simonía, nicolaísmo y nepotismo. La reforma tendría en adelante
objetivos concretos.
M. de Ferdinandy («Sobre el poder
temporal en la cultura occidental alrededor del año 1000», A. Hist. Medieval,
Buenos Aires, 1948), siguiendo la línea de Schramm, describe la obra conjunta
de Otón III y Silvestre II como la creación de un Imperio cósmico, esto es,
ordenado en círculos en torno a Roma, del que resultaría una Europa
extraordinariamente agrandada y convertida ya en Universitas christiana,
comunidad de hombres unida en el bautismo. En ella entraban a formar parte, con
los antiguos reinos, Polonia, donde Boleslao usaba el título de rey, y Hungría,
donde Waljk, convertido en Esteban (1001-1038) tras su cristianización, recibió
del propio papa la corona.
Esta tendencia a la universalidad
molestaba a la aristocracia romana. En febrero del 1001 estalló una rebelión y
Silvestre y Otón tuvieron que abandonar precipitadamente la ciudad. Aunque el
papa regresó el año 1002, reasumiendo su autoridad, le faltaba ya el apoyo
esencial de Otón, fallecido el 23 de enero del mismo año, sin herederos
directos. Juan II Crescencio desempeñaba las funciones de patricio y el papa
estaba de nuevo reducido a funciones sacerdotales cuando murió.
Juan XVII (16 mayo - 6 noviembre
1003)
Juan Sicco, hijo de un personaje
del mismo nombre, había nacido en Roma. Fue prácticamente designado por Juan II
Crescencio, que tuvo en él un instrumento dócil que le servía para asegurarse
el poder completo. No ha llegado a nosotros otra noticia que la de haber
autorizado al misionero polaco Benedicto a predicar el evangelio entre los
eslavos. Ni siquiera se conocen las circunslancias de su muerte.
Juan XVIII (25 diciembre 1003 -
junio o julio 1009)
Juan Fasano, hijo de Ursus y de
Estefanía, puede haber sido pariente de los Crescencio, a quienes debería su
designación. Sin embargo, no parece haberse reducido, como sus antecesores, a
las puras funciones eclesiásticas. Estableció cordiales relaciones con Enrique
II (1002-1031) que, ayudado por su mujer Cunegunda (ambos son santos), mostraba
muy especial interés en promover la reforma. Absorto en los problemas alemanes,
san Enrique mostraba poco deseo de intervenir en Italia. Juan XVIII canonizó
solemnemente a san Marcial de Limoges y a los cinco mártires de Polonia.
Restauró la diócesis de Merseburgo y, de acuerdo con los deseos del rey, fundó
la sede de Bamberg en Baviera, para que se ocupase de los eslavos emigrados
allí. También es conocido el protectorado que ejerció sobre la abadía de
Fleury, cerca de Orléans, a la que declaró inmune de los dos obispos
correspondientes a sus dominios.
El año 1004, cuando san Enrique
viajó a Pavía para recibir la corona de hierro, Juan XVIII hizo un intento para
conseguir que fuera a Roma a fin de convertirse en emperador, pero Crescencio
lo estorbó. No convenía al patricio la presencia de los alemanes y estaba
buscando un entendimiento con los bizantinos. El Líber Pontificalís dice que
Juan murió siendo monje en San Pablo Extramuros; esta noticia se interpreta
como si poco antes de su muerte hubiera decidido abdicar retirándose a un
monasterio.
Sergio IV (31 julio 1009 - 12
mayo 1012)
Pedro, hijo de un zapatero del
mismo nombre y de su esposa Estefanía, era obispo de Albano. También fue
designado por Juan Crescencio. Se le conocía por el apodo de «hocico de cerdo».
Cambió su nombre de acuerdo con la costumbre que impedía a los papas usar el
mismo del príncipe de los Apóstoles, un hábito que se ha mantenido hasta hoy.
Conservó las buenas relaciones con Enrique II, al que apoyaba en sus esfuerzos
de reconstrucción de la Iglesia alemana. Legados pontificios estuvieron
presentes en la consagración de la catedral de Bamberg. Los privilegios y
posesiones de la de Merseburgo fueron reforzados. Se dio mucha importancia a la
canonización de Simeón de Siracusa, un popular ermitaño que vivió en las
inmediaciones de Tréveris. En este tiempo llegó a Roma la noticia de que el
califa al-Hakam había destruido la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Una
leyenda, forjada más tarde, señala a Sergio como el primer príncipe que incitó
a los caballeros feudales a organizar una cruzada para recobrarla. De hecho, se
estaba produciendo un estímulo a las ciudades marítimas italianas que
recobraban el control del Mediterráneo.
Benedicto VIII (17 mayo 1012 - 9
abril 1024)
Elección disputada. La muerte en
breve plazo de Sergio y Juan Crescendo, permitiría a los condes de Tusculum,
descendientes también de Teofilacto, un relevo en el poder. Los Crescencio
designaron a cierto clérigo, Gregorio. Los Tusculanos promovieron a uno de los
suyos, Teofilacto, hijo precisamente del conde, que tenía algo más de treinta
años de edad, y le instalaron en Letrán por la fuerza. Siendo laico, recibió
todas las órdenes de inmediato. Benedicto retuvo para sí el poder supremo,
encomendando a su hermano el gobierno civil de Roma con el título de cónsul y
duque, pero dejando claro que se trataba de una especie de delegación de la
Sede Apostólica. K.-J. Hermann (Die Tuskulanerpapsttum (1012-1046), Benedikt
VIH, Johannes XIX, Benedikt IX, Stuttgart, 1973) define el cambio producido, en
relación con los papas anteriores de este modo: el pontífice era soberano
supremo; el cónsul pasaba a ser delegado para la administración del Patrimonium
y el cumplimiento de las órdenes que le dieran.
Obligado a huir de Roma, Gregorio
viajó a Alemania esperando convencer a Enrique II de las ventajas de su causa,
pero el rey le recibió en Pohlde (Sajonia) con deliberada frialdad. Le prohibió
usar su oficio hasta que él mismo fuera a Roma y decidiera en el pleito
«conforme a la costumbre romana». Esta actitud permite suponer que tenía tomada
ya su decisión. Parece que Enrique II había tomado contacto con Benedicto
recibiendo de él las garantías que necesitaba acerca de su propia política.
Antes de concluir el año 1012 se había producido el reconocimiento. Desde este
momento se borran las huellas de Gregorio, que aparece mencionado únicamente
como un antipapa.
Enrique II en Italia. A
diferencia de Juan Crescencio, Benedicto VIII decidió estrechar las relaciones
con Enrique II: a un papa dueño del poder, convenía la existencia de un
emperador. Al tiempo que remitía la confirmación de los privilegios concedidos
a Bamberg, cursaba la invitación, que fue aceptada, para que Enrique II viajara
a Roma para ser coronado. La ceremonia tuvo lugar el 14 de febrero de 1014. En
este viaje tuvo el emperador la oportunidad de dispersar toda oposición en
Lombardía, siendo ahora firme dueño del reino. Dejó a su hermano Amoldo
instalado en la sede metropolitana de Rávena. En esta ciudad se reunieron las
dos cabezas, y Benedicto, para congratularse con Enrique II, dispuso que la
costumbre alemana de cantar el Credo en la misa se incorporara a la liturgia
universal: en ese texto se incluía el Filioque. Juntos presidieron un sínodo en
que se tomaron por primera vez resoluciones de ambas autoridades acerca de la
disciplina del clero. El problema que en aquellos momentos llamaba
principalmente la atención era el de la dispersión de bienes como consecuencia
del concubinato, que se había extendido especialmente en Italia.
Ausente el emperador, Benedicto
dedicó su atención a los problemas del Mediterráneo y del sur de Italia.
Ataques musulmanes habían tenido lugar contra Pisa los años 1004 y 1011,
mientras que una flota venida de Baleares desembarcaba tropas en Cerdeña (1015).
Benedicto logró reunir en una alianza su propia flota con las de Genova y Pisa,
procediendo a la reconquista de Cerdeña e impulsando el entusiasmo de los
italianos para una ofensiva que a partir de este momento se desarrolló con
éxito creciente. En otro campo, el papa apoyó a dos jefes rebeldes, Meles y
Dattus, que se habían alzado contra la autoridad bizantina en el mediodía; como
una consecuencia se rompieron, una vez más, las relaciones con el patriarcado.
Favoreció incluso que caballeros mercenarios, venidos de Normandía de Francia,
se pusiesen al servicio de dichos rebeldes: abría de este modo perspectivas
entonces poco presumibles. Al principio, toda la maniobra pareció discurrir por
mal camino: los rebeldes fueron derrotados en Cannas y las tropas bizantinas
llegaron a amenazar Roma (1019).
Benedicto emprendió el viaje a
Alemania en busca de ayuda, y en la Pascua del 1020 se entrevistó con el
emperador en Bamberg. Enrique II le hizo entrega de un documento que era
réplica del famoso privilegium otonianum, manifestando la voluntad de
cumplirlo, y concertó una expedición a Italia, poniendo la reforma de las
costumbres como objetivo principal. El emperador y el papa viajaron en compañía
de un fuerte ejército, reuniendo en Pavía un sínodo cuyos cánones se
incorporaron a las leyes del Imperio: se usaron expresiones muy fuertes contra
la simonía y el concubinato eclesiásticos; los hijos nacidos en estas uniones
sacrilegas seguirían en todo caso la condición social inferior de cualquiera de
sus progenitores. Se trataba de conseguir un clero célibe, celoso cumplidor de
sus deberes y custodio atento de los bienes eclesiásticos. Una meta que parecía
aún muy lejana pero para la que se contaba con san Odilo y sus monjes: las dos
potestades garantizaron a Cluny todo su apoyo. Todas las disposiciones se
confirmaron en otro sínodo, en Roma. Las operaciones militares en el sur de
Italia consiguieron el restablecimiento de las fronteras.
Conflicto con Maguncia. Era mucho
lo que Benedicto consiguiera gracias a aquel cambio que le daba absolutamente
la iniciativa en Roma, y a la estrecha amistad con Enrique II. La autoridad
correspondiente al primado estaba segura. Lo demuestra el hecho de que no
tuviera inconveniente en entrar en conflicto con uno de los más poderosos obispos
alemanes, Aribon de Maguncia. Un sínodo celebrado en esta sede había disuelto,
alegando razón de parentesco, el matrimonio del conde de Hammerestein. La
esposa, sintiéndose injustamente tratada, apeló a Roma. Aribon convocó un
segundo sínodo (1023) tratando de impedir la apelación sin poner en duda la
primacía del papa: se dijo que para que la apelación pudiera tener lugar se
necesitaba que el pecador cumpliera la penitencia —debía ejecutarse la
separación— y también que el obispo concediera su permiso. Benedicto rechazó
las dos condiciones y, considerándolas un abuso, privó a Aribon del pallium.
Poco tiempo después de la muerte del papa, una intervención de Enrique II
zanjaría el conflicto. Quedaron en suspenso las acciones contra Irmgarda y se
la permitió apelar ante Roma.
Juan XIX (19 abril 1024 - 20
octubre 1032)
Persona discutida. Se trata del
hermano de Benedicto, que hasta entonces ejerciera las funciones de cónsul.
Hubo de recibir todas las órdenes porque se trataba de un laico. Nuevamente quedaron
en olvido aquellas cláusulas que determinaban que tuviera que haber un plácet
previo del emperador. El cronista Raúl de Glaber, que tiene empeño en trazar
una aureola siniestra en torno a su persona, afirma que repartió mucho dinero
entre el clero y el pueblo para asegurar su elección; añade que durante el
primer año de su pontificado recibió una embajada de Basilio II, «Macedónico»
(963-1025), que mediante espléndidos donativos y ofertas trataba de obtener el
reconocimiento de «ecuménico» para el patriarca de Constanlinopla,
equiparándolo de este modo al papa y dividiendo por este medio a la Iglesia en
dos partes absolutamente iguales, y que, movido por la codicia, Juan estuvo a
punto de ceder, aunque se lo impidieron los cluniacenses. De todas estas noticias,
propagandísticas en favor del Imperio, piensa II. E. J. Cowley (The Cluniacs
and the Grogorian Reform, Oxford, 1970) que debe ser retenido al menos un dato.
Contra lo que Tellenbach y la escuela de Friburgo sostuviera, la orden de Cluny
no fue neutral en todo este proceso: ella estaba implicada en el refuerzo de la
autoridad del papa precisamente porque la culminación de su empresa dependía de
la supremacía romana. Juan XIX completó la inmunidad de la gran congregación
eximiéndola de las sentencias de excomunión y entredicho pronunciadas por los
obispos.
Relevo en el Imperio. Había
muerto, en 1024, san Enrique. Conrado II, que no tenía sus mismas aspiraciones
espirituales, viajó a Italia, para posesionarse del reino lombardo y luego ser
coronado emperador en San Pedro (26 de marzo de 1027). A esta ceremonia, que
tuvo un gran relieve, asistieron dos reyes, Rodolfo III de Borgoña (993-1032),
y Knut el Grande de Dinamarca e Inglaterra (1017-1035). Era una prueba de
cuánto se había progresado en poco más de medio siglo. Knut obtuvo en esta
visita que se cambiaran las gruesas sumas que había que abonar en el momento de
la concesión del pallium, y se sustituyeran por una renta anual de carácter
regular. Conrado, que permaneció poco tiempo en Italia, tuvo la impresión de
que se hallaba ante un papa débil incapaz de oponerse a lo que a él convenía.
Así consiguió que se colocara a Grado bajo la jurisdicción de Aquileia y se
otorgara a ésta la condición de metropolitana. En un claro gesto de despotismo,
el emperador, atendiendo las quejas del obispo de Constanza, obligaría a la
abadía de Reichenau a entregar las vestiduras pontificales con las que su abad
oficiaba, para ser destruidas.
Benedicto IX (21 octubre 1032 -
septiembre 1044; 10 marzo -1 mayo 1045; 8 noviembre 1047 - 16 julio 1048)
La elección. Una amenaza terrible
se cernía sobre el pontificado, al cerrarse el círculo familiar, cuando
Alberico III, conde de Tusculum, y hermano de los dos anteriores papas,
promocionó a su propio hijo, Teofilacto, que cambió su nombre por el de
Benedicto. Era sin duda muy joven, aunque no un niño, como algunas fuentes
tratan de decir. El poder iba a ser en la práctica ejercido por su padre. La
Crónica de Desiderio de Montecassino atribuye a este papa toda suerte de vilezas,
si bien los historiadores entienden que se mezclan evidentes exageraciones para
la propaganda. Hubo, como puede suponerse, una línea de continuidad con el
pontificado anterior, incluyendo la estrecha alianza con Conrado II. En Cremona
el emperador exigió la deposición de Alinardo, arzobispo de Milán, para dar
paso a un candidato suyo; el papa demoró un año la resolución, para dejar
sentado que era necesario un juicio previo, pero al final accedió. Benedicto
tomó parte personalmente en la expedición de Conrado al sur de Italia,
aportando tropas que Pandulfo de Salerno, marido de su tía, proporcionó. Esta
acción le permitió una ganancia: el 1 de julio de 1038 la abadía de
Montecassino fue puesta bajo la directa dependencia de la Sede Apostólica. En
el sínodo romano de abril de 1044, reinando ya Enrique III (1039-1056),
devolvió a Grado su carácter de sede patriarcal.
La revuelta. Las facciones
romanas seguían en pie. En septiembre de 1044 los Crescencio provocaron una
revuelta en Roma y obligaron al papa a huir. Durante meses dos bandos se
combatieron en las calles de Roma. El 20 de enero de 1054 los Crescencio
convencieron a Juan, obispo de la ciudad de Sabina, que era una especie de
capital de sus dominios, para que aceptase ser elegido papa. Cambió su nombre
por el de Silvestre III. Probablemente es falsa la noticia de que pagó
abundantemente por este cargo. El 10 de marzo del mismo año, Benedicto
conseguía regresar a Roma, expulsando a su rival, que retornó a Sabina,
cubierto por la protección de los Crescencio, y reasumió sus funciones
episcopales.
La
segunda etapa en el pontificado de Benedicto IX fue muy breve ya que el 1 de
mayo abdicó en favor de su padrino Juan Graciano, arcipreste de San Juan ante
Portam Latinam y perteneciente a una acaudalada familia de banqueros,
Pierleoni, de origen judío. Benedicto había exigido como condición para su
renuncia que se le indemnizase por los gastos sufridos, que se fijaron en la
suma de
Sínodo en Sutri. Ahora había tres
personas que podían titularse papas: Juan Graciano, que tomó el nombre de
Gregorio VI en memoria de san Gregorio Magno; Benedicto IX, dimisionario,
retirado a los dominios de su familia en Tusculum; y Silvestre III que vivía en
Sabina. Enrique III, que estableció relaciones con Gregorio, como si aceptara
su legitimidad, le invitó a convocar un sínodo en Sutri, cerca de Roma (20
diciembre de 1046) a fin de tomar decisiones que permitiesen aclarar la
compleja situación. El rey de Romanos se demoró un tanto en Pavía para presidir
una asamblea que renovase las sentencias contra la simonía. Silvestre III fue
condenado a deposición y privado de las órdenes sagradas, debiendo pasar el resto
de su vida en un monasterio, aunque sabemos que continuó durante años oficiando
como obispo. Benedicto IX, que no asistió, fue también depuesto bajo la grave
acusación de simonía. Respecto a Gregorio VI, cuyo nombre se mantendría en la
lista de papas, hay cierta inseguridad: parece que fue obligado a abdicar
señalándosele una nueva residencia en Renania bajo la custodia del obispo
Hermann de Colonia. En este destierro le acompañaba uno de sus principales
colaboradores, el monje Hildebrando, que llegaría a ser el alma de la reforma.
En Sutri, según señala K.-J.
Hermann (Die Tuskulaner…) se produjo un verdadero vuelco de la situación. Se
volvía a la elección en presencia del emperador o sus mandatarios, lo que daba
a éste un poder decisivo, y se rompía la norma ya secular de los papas romanos.
Había triunfado la conciencia de que la cristiandad tenía que ser llevada lejos
por el camino de la reforma.
Clemente II (24 diciembre 1046 -
9 octubre 1047)
El primero de los papas de la
nueva serie respondió a una sugerencia directa del emperador: se trataba de
Suidger, obispo de Bamberg en Baviera, conde de Morsleben y Hornburg, que tomó
el nombre de Clemente II. Se había ofrecido la tiara previamente a Adalberto de
Hamburgo-Bremen (1000? - 1072?), pero este prelado de enorme prestigio se negó
a aceptarla. El nuevo papa tenía tras de sí una larga y fructífera carrera
eclesiástica. Su primer acto, el mismo día de Navidad, consistió en coronar
emperadores a Enrique III y su esposa. El monarca volvió a asumir el título de «patricio
de los romanos» y acompañó al papa en la presidencia del sínodo que se inició
el 5 de enero de 1047 y en el que se adoptaron nuevas disposiciones en la lucha
contra la simonía. Los papas de origen germánico, como ya señalara K.
Guggenberger (Die deutschen Papste, Colonia, 1916), iban a mostrarse como
hombres profundamente religiosos, denodados luchadores en favor de la reforma.
Entre los obispos alemanes comenzaban a surgir voces críticas: el
«cesaropapismo», es decir, el sometimiento de los papas al emperador, no
resultaba conveniente. Wazon, en Lorena, estaba ya sosteniendo algunos
argumentos como que la abdicación forzada de Gregorio VI no era legítima y que
la reforma tenía que ser emprendida desde el interior de la Iglesia y no desde
el Imperio.
Concluido el sínodo, Clemente II
acompañó al emperador en su viaje por el sur de Italia: pronunció el anatema
sobre Benevento cuando esta ciudad se negó a abrir las puertas a Enrique.
Volvió a Roma en febrero. No tenemos no ticias de que Miguel Cerulario
(1043-1058), nuevo patriarca de Constantinopla, le enviara las cartas sinódicas
acostumbradas; desde luego el nombre del papa había dejado de figurar desde
bastantes años antes en los dípticos. Clemente acumuló privilegios sobre la
sede de Bamberg, a la que no había renunciado. Pero también se volcó en favor
de Cluny. Un hombre honesto, espiritual, aunque probablemente no genial,
impulsaba desde dentro la vida de la Iglesia. Murió en la abadía de San
Tommasso, cerca de Pésaro, el 9 de octubre de 1047. Su cadáver sería enviado a
Bamberg para su inhumación.
Dámaso II (17 julio - 9 agosto
1048)
Un nuevo poder estaba emergiendo
en el centro de Italia, afectando a la vida de los Estados de la Iglesia:
Bonifacio di Canossa, que al contraer matrimonio con Beatriz de Lorena se
convertiría en marqués de Toscana. Antonio Falce \'7bBonifacio di Canossa,
padre di Matilde, Reggio, 1927) ha demostrado cómo la política alemana tuvo en
él un apoyo absoluto, pero tan sólo en la medida en que esta política coincidía
con los intereses de la sede romana. En el momento de la muerte de Clemente II,
mientras los enviados de la aristocracia y del clero romanos viajaban para
pedir al emperador un nuevo candidato, Benedicto IX acudió a Roma desde
Tusculum, intentando convencer a Bonifacio de que su regreso era regular. Las
órdenes de Enrique III fueron bien distintas: había designado a Poppo de
Bressanone, obispo de Brixen. El 17 de julio de 1048 el marqués de Toscana
expulsó definitivamente a Bonifacio. Poppo, que lomó el nombre de Dámaso II,
sólo reinó veintitrés días.
León IX (12 febrero 1049 - 19
abril 1054)
La elección. Ante los propios
romanos, el prestigio de Enrique III había crecido: las personas por él
escogidas habían devuelto al pontificado su alto significado espiritual y a la
ciudad el orden y la paz; de ahí que al producirse la muerte de Dámaso II, el
Senado y el clero se dirigieran a él pidiéndole una nueva propuesta. Al
principio su preferencia se dirigía a Alinardo, obispo de Lyon, pero acabó
decidiéndose por Bruno, obispo de Toul, que había demostrado una gran eficacia
en varias misiones. Nacido el 21 de junio de 1002, hijo de Hugo, conde de
Egisgheim y de Dagsbourg, alsaciano, estaba muy enraizado con los programas de
reforma de los monasterios de aquella región. Conrado II, su pariente, le había
encomendado misiones diplomáticas, pero era en su calidad de obispo como
demostró energía, habilidad y espíritu sacerdotal. Cuando Enrique III, estando
en Worms, le comunicó su decisión, en diciembre de 1048, le respondió que sólo
aceptaría si los romanos le reconocían unánimemente. Así pues, viajó a Roma en
hábito de peregrino y fue recibido con aclamaciones, pudiendo ser consagrado el
12 de febrero de 1049. El nombre escogido apelaba a la protección del Magno.
Equipo de reformadores. En ese
gesto no había ninguna desconfianza al emperador, aunque sí la afirmación de un
espíritu de libertad interna que es la misma que exigía en el Concilio de Reims
del 1049. W. Brocking (Die Franzosische Politik Papst Leo IX, Stuttgart, 1891)
ya destacó, hace más de un siglo, que este sínodo fue como el acelerador de la
reforma. Precisamente en Francia comenzó entonces a marchar con mayor rapidez
porque los Capetos, que deseaban corregir los excesos del vasallaje, esperaban
de ella un fortalecimiento y no una debilidad de su poder. Pero León IX hizo
algo más importante todavía: crear el equipo colectivo de la reforma, con un
predominio bastante claro de loreneses: Humberto de Moyenmoutier, Federico de
Lorena, Hugo el Blanco, Pedro Damiano y, desde luego, san Hugo de Cluny
(1024-1109). Desde Lorena trajo también a Hildebrando, el colaborador de Juan
Graciano, al que ordenó de subdiácono para ponerle al frente de la
administración romana. A. Fliche (Études sur la polémique religieuse á l’époque
de Grégoire VII. Les prégrégoriens, París, 1916) insiste: ha habido cierta
exageración al atribuir a Hildebrando un papel de dirección casi absoluta en la
reforma: la huella de los loreneses es muy profunda; fueron ellos los que
descubrieron que sin libertad en las elecciones eclesiásticas, dicha reforma se
encontraría desprovista de raíces.
León IX atacó muy duramente el
concubinato de los clérigos en Roma, pero necesitaba de los obispos en cada
sede, para atacar con eficacia un problema que no bastaba con denunciar. Llegó
a la conclusión de que en la simonía, ese complejo tráfico de los grandes
oficios, se encontraba la clave de todo. La simonía fue declarada pecado contra
la fe, pues se opone a la acción del Espíritu Santo, y convierte lo sagrado en
profano. En cierta ocasión el papa llegaría a plantear la cuestión de si debían
considerarse inválidas las ordenaciones de manos de un obispo simoníaco —un
debate que se había producido ya en el pasado al anularse los actos de un
antipapa o antipatriarca—, pero Humberto, cardenal de Silva Candida, en su
Líber gratissimus explicó que, en términos de doctrina cristiana, la validez de
un sacramento es independiente de la dignidad o indignidad del ministro.
Frente a la herejía. Para
extender su doctrina, León IX viajó infatigablemente. De este modo se daba la
sensación, de un modo práctico, de que el papa era y actuaba como cabeza de la
cristiandad y no simplemente como el primero de los obispos residentes en Roma.
En mayo de 1049 presidió un sínodo en Pavía. Luego fue a Colonia, Aquisgrán,
Lieja, Tréveris y, naturalmente, Toul. En octubre de ese mismo año estaba
presidiendo el ya mencionado sínodo de Reims. Una asamblea, celebrada en
Maguncia, contó con la presencia del emperador. En 1050, vuelto a Italia, León
recorrió el sur de la península, ahora libre de sarracenos, visitando Salerno,
Amalfi, Benevento, Gargano y Siponte, dejando en todas partes claramente
establecida la autoridad romana. En ese preciso momento, y como una de las
secuelas doctrinales generadas por la simonía, el papa se enfrentó con el
primer hereje moderno occidental, Berengario de Tours (1000? - 1088).
Aunque no son demasiado precisas
nuestras fuentes de información, Berengario afirmaba, al parecer, que la
presencia de Cristo en la eucaristía no es «real» sino «virtual». De este modo
resolvía las dudas que se venían formulando en torno a la validez de los
sacramentos impartidos por simoníacos y nicolaístas: el pan seguía siendo pan y
el vino vino, antes como después de la consagración. El sínodo de Letrán de
1050 declaró que dicha doctrina era herética, invitando en consecuencia a
Berengario a arrepentirse y a suscribir una declaración de ortodoxia.
Berengario buscó el amparo de Enrique I, rey de Francia (1031-1060), y acabó
sometiéndose. Ante el concilio que presidía en Tours Hildebrando, en calidad de
legado apostólico, firmó la declaración de fe que se le pedía. Otros sínodos,
en Velletri y Florencia, se ocuparon de posibles errores en torno a la
eucaristía.
Cividale. Antes de fin de año,
León IX había reemprendido sus viajes: por Borgoña, Lorena y Alsacia, alcanzó
Augsburgo para presidir, junto con Enric|ue III, otro sínodo (2 febrero 1051).
Recorrería después el norte de Italia, comprobando la marcha de la reforma. El
año 1052 volvería a Alemania para Iratar con el emperador de otro asunto, esta
vez político. Los mercenarios normandos, a los que el propio pontificado
pusiera en relación con el rebelde Mcles, crecidos en número por sucesivas
emigraciones, se habían agrupado en torno a los cuatro hijos de Tancredo de
Hauteville y actuaban con absoluta independencia. Argiro, el hijo de Meles,
reconciliado con Bizancio, proponía ahora una alianza entre el emperador
Constantino y León para acabar con estos rebeldes que se habían vuelto
peligrosos. Enrique III accedió a transferir a la sede romana el gobierno de
Benevento y otros lugares inmediatos pero, aconsejado por su canciller,
Gebhardt de Eichstadt, eludió participar en la campaña. Operando por su cuenta,
los bizantinos fueron derrotados. También León IX sufrió un duro revés en
Cividale (16 julio 1053) y cayó prisionero. Antes de recobrar la libertad hubo
de firmar un tratado que significaba el pleno reconocimiento del principado
normando.
Cisma de Oriente. Hubo una
consecuencia inesperada. El patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, era
opuesto a los planes de Argiro y del emperador, pues entendía que la
intervención del papa en aquella campaña implicaba un reconocimiento de su
autoridad sobre las Iglesias del sur de Italia. Decidió forzar una nueva
ruptura. Para ello, en 1053 inspiró una carta del metropolitano de Bulgaria,
León de Acrida, al obispo Juan de Trani, en la que se acusaba a los
occidentales de serias desviaciones doctrinales: uso de pan ázimo en la
eucaristía, ayuno en los sábados y autorización para comer animales ahogados.
El cardenal Humberto de Silva Candida dio la respuesta, afirmando al mismo
tiempo la supremacía de la sede romana. Confiando en su alianza con el
emperador, León IX decidió el envío a Constantinopla de una embajada en la que,
junto al mencionado cardenal, figuraban Federico de Lorena y el obispo Pedro de
Amalfi. Cerulario preparó ruidosas manifestaciones de protesta y exigió de los
legados que le prestaran homenaje. Luego rompió las negociaciones afirmando que
las cuestiones doctrinales eran competencia exclusiva del santo sínodo
oriental. Los legados abandonaron Constantinopla. El emperador, que quería
salvar in extremis la alianza, les volvió a llamar, pero Cerulario, que
dominaba la situación, invocó al pueblo en alboroto y logró que el sínodo
formulara acusaciones contra Roma. Los legados se encolerizaron y, a punto de
abandonar definitivamente la ciudad, depositaron en el altar de Santa Sofía, el
16 de julio de 1054, una bula de excomunión. Seguramente no se percataban de
que esta vez la ruptura iba a ser definitiva. Las dos excomuniones eran
defectuosas, pues se hacían en nombre de un papa que había fallecido y estando
la sede vacante a un patriarca que no había tenido ocasión de redactar nuevas
cartas sinodales.
Entre otras decisiones de este
importante pontificado figuran la prohibición de calificar a Compostela de
sedis apostolicae y la de otorgar a los arzobispos de Hamburgo-Bremen la
vicaría general sobre los países del norte.
Víctor II (13 abril 1055 - 28 julio
1057)
Vacante el solio, el clero romano
despachó una legación, presidida por Hildebrando, para pedir al emperador un
candidato. Cinco meses de negociaciones transcurrieron hasta que fue designado
Gebhardt de Eichstadt, el canciller antes mencionado. Nacido en Suabia, en
torno al 1018, e hijo del conde Hartwig, gozaba de la plena confianza de
Enrique III; exigió, como condición previa a la aceptación, que fueran
devueltos a la sede romana algunos territorios que usurpaban las autoridades
imperiales. Tomó el nombre de Víctor II y mantuvo en plenitud de funciones el
equipo de reformadores. En el Concilio de Florencia (4 de junio de 1055) que
presidió junto con Enrique II, al renovar las sentencias contra la simonía y el
nicolaísmo, éstas se hicieron extensivas a cuantos enajenasen bienes
eclesiásticos. Logró que el emperador le transfiriera el ducado de Spoleto con
Trani a fin de fortalecer la defensa del Patrimonium frente a los normandos;
sin embargo, mantuvo escrupulosamente la tregua firmada por su antecesor.
En el equipo llegó a faltar
Federico de Lorena. El hermano de éste, Godofredo el Barbudo, con gran disgusto
del emperador, se había casado con Beatriz de Lorena, viuda ya de Bonifacio de
Toscana. De este modo dos grandes dominios, vitales para el Imperio, se unían
peligrosamente en una sola mano. La persecución desencadenada por Enrique III
llevó a Beatriz y a su hija Matilde (1055-1115) a prisión y a Federico de
Lorena a buscar refugio en Montecassino. Pero el 5 de octubre de 1056 murió el
emperador. Víctor II, que se hallaba presente, tomó muy eficaces disposiciones
para asegurar al niño Enrique IV (1056-1106) en el trono y a su madre Inés en
la regencia hasta que el nuevo príncipe alcanzara la mayoría de edad. Desde
esta posición logró la reconciliación con Godofredo y la sede romana pudo
contar con un muy fuerte apoyo en Toscana, que resultaría precioso en los
difíciles tiempos posteriores. Federico de Lorena se reincorporó a la corte
pontificia siendo ahora abad de Montecassino y cardenal de San Crisógono.
En estos años Hildebrando, legado
en Francia al igual que los arzobispos de Arles y de Aix, impulsaba
poderosamente la reforma en este país. La investidura no tenía en él las
características que había llegado a cobrar en Alemania. La popularidad de
Víctor II se mide por un hecho. Cuando falleció en Rávena, los moradores en
esta ciudad se negaron a que sus restos fuesen enviados a Alemania y los
sepultaron en Santa María la Rotonda, junto a la tumba de Teodorico el Ámalo.
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