jueves, 16 de marzo de 2017

Diccionario de Papas y Concilios (años 999-1057)

Silvestre II (2 abril 999 - 12 mayo 1003)
Papa del milenio. Siguiendo los consejos de Odilo, abad de Cluny, Otón III promovió la candidatura de Gerberto de Aurillac, el gran sabio, que lomó el nombre de Silvestre II en memoria del contemporáneo de Constantino. Al cumplirse el primer milenio de vida cristiana, el papa y el emperador proyectaban un retorno a las bases mismas del Imperio, haciendo que Europa fuese verdaderamente cristiandad. Conviene recordar que jamás existió el «terror milenario», una leyenda infantil sin fundamento alguno. Sin embargo, Raúl de Glaber, que escribe en torno al año 1044, ya señaló cómo, en el tránsito de uno a otro milenio, se había advertido una especie de despertar, un empujón hacia arriba que era producto en gran medida de la reforma que los monjes venían difundiendo desde un siglo atrás. La obra de Silvestre II reviste una gran importancia.
Nacido aproximadamente el 945, y de familia humilde, Gerberto estudió en Aurillac y luego en Ripoll, a la sombra del abad Atón, que era al mismo tiempo obispo de Vic, aprovechando su formidable biblioteca. Aquí recogió los materiales para su Introducción a la geometría y entró en contacto con la obra de al-Kwarismí y los números arábigos que pasarían a llamarse «guarismos». Entre ellos estaba el cero, capaz de revolucionar todo el conocimiento matemático: en adelante sería teóricamente posible concebir cualquier magnitud numérica y establecer el cálculo decimal. Con este bagaje, viajó a Roma el 970, sorprendiendo al papa Juan XIII, que le presentó al emperador Otón: sus relaciones con la casa imperial ya no se interrumpirían. Instalado en Reims, el obispo Adalberón le tomó bajo su custodia y le puso al frente de la escuela catedral, una de las primeras que estaban evolucionando, todavía de forma imprecisa, hacia la enseñanza superior que daría los Estudios Generales. Viajando mucho, tuvo la oportunidad de actuar ante Otón II en un debate con el maestrescuela de Magdeburgo, Otrico, estando el emperador en Rávena. Impresionado, Otón le nombró abad de Bobbio en razón de la importante biblioteca que allí se estaba formando.
No era adecuada para el inquieto sabio la vida recoleta del monje. Regresó a Reims, donde se convirtió en la mano derecha de Adalberón. Fueron éstos, según Karl Schultess \'7bPapst Silvester ¡I (Gerbert) ais Lehrer und Staatsmann, Hamburgo, 1881), los años decisivos en su formación como líder. Ambos, obispo y maestrescuela, intervinieron en el cambio de dinastía ayudando a Hugo Capeto. Pero el papa intervino en favor de los últimos carlovingios y Hugo prefirió esperar hasta que con la muerte de Luis V (987) se agotó la línea. Un vínculo de agradecimiento se estableció entre el rey de Francia y el sabio matemático y astrónomo. A pesar de todo, cuando murió Adalberón, las esperanzas de Gerberto en convertirse en su sucesor no se cumplieron, pues Hugo prefirió dar la sede de Reims como compensación a un bastardo carlovingio, hijo de Lotario, llamado Amoldo. Hugo trató de rectificar más tarde, al comprobar que Amoldo conspiraba contra él. En páginas anteriores ya hemos visto cómo los papas sostuvieron a Amoldo y las ambiciones de Gerberto quedaron defraudadas.
Universalidad. Perdida la partida de Reims, Gerberto se incorporó a la corte de Otón III, siendo uno de los principales consejeros del jovencísimo emperador. Desde abril del 998 ocupaba la sede de Rávena. Una vez elegido papa defendió con energía las mismas tesis de superioridad pontificia que antes le perjudicaran: confirmó a Amoldo como obispo de Reims, castigando a quienes conspiraran contra él; demostró, sobre todo, ser un campeón de la reforma, combatiendo los tres males que aquejaban a la Iglesia: simonía, nicolaísmo y nepotismo. La reforma tendría en adelante objetivos concretos.
M. de Ferdinandy («Sobre el poder temporal en la cultura occidental alrededor del año 1000», A. Hist. Medieval, Buenos Aires, 1948), siguiendo la línea de Schramm, describe la obra conjunta de Otón III y Silvestre II como la creación de un Imperio cósmico, esto es, ordenado en círculos en torno a Roma, del que resultaría una Europa extraordinariamente agrandada y convertida ya en Universitas christiana, comunidad de hombres unida en el bautismo. En ella entraban a formar parte, con los antiguos reinos, Polonia, donde Boleslao usaba el título de rey, y Hungría, donde Waljk, convertido en Esteban (1001-1038) tras su cristianización, recibió del propio papa la corona.
Esta tendencia a la universalidad molestaba a la aristocracia romana. En febrero del 1001 estalló una rebelión y Silvestre y Otón tuvieron que abandonar precipitadamente la ciudad. Aunque el papa regresó el año 1002, reasumiendo su autoridad, le faltaba ya el apoyo esencial de Otón, fallecido el 23 de enero del mismo año, sin herederos directos. Juan II Crescencio desempeñaba las funciones de patricio y el papa estaba de nuevo reducido a funciones sacerdotales cuando murió.
Juan XVII (16 mayo - 6 noviembre 1003)
Juan Sicco, hijo de un personaje del mismo nombre, había nacido en Roma. Fue prácticamente designado por Juan II Crescencio, que tuvo en él un instrumento dócil que le servía para asegurarse el poder completo. No ha llegado a nosotros otra noticia que la de haber autorizado al misionero polaco Benedicto a predicar el evangelio entre los eslavos. Ni siquiera se conocen las circunslancias de su muerte.
Juan XVIII (25 diciembre 1003 - junio o julio 1009)
Juan Fasano, hijo de Ursus y de Estefanía, puede haber sido pariente de los Crescencio, a quienes debería su designación. Sin embargo, no parece haberse reducido, como sus antecesores, a las puras funciones eclesiásticas. Estableció cordiales relaciones con Enrique II (1002-1031) que, ayudado por su mujer Cunegunda (ambos son santos), mostraba muy especial interés en promover la reforma. Absorto en los problemas alemanes, san Enrique mostraba poco deseo de intervenir en Italia. Juan XVIII canonizó solemnemente a san Marcial de Limoges y a los cinco mártires de Polonia. Restauró la diócesis de Merseburgo y, de acuerdo con los deseos del rey, fundó la sede de Bamberg en Baviera, para que se ocupase de los eslavos emigrados allí. También es conocido el protectorado que ejerció sobre la abadía de Fleury, cerca de Orléans, a la que declaró inmune de los dos obispos correspondientes a sus dominios.
El año 1004, cuando san Enrique viajó a Pavía para recibir la corona de hierro, Juan XVIII hizo un intento para conseguir que fuera a Roma a fin de convertirse en emperador, pero Crescencio lo estorbó. No convenía al patricio la presencia de los alemanes y estaba buscando un entendimiento con los bizantinos. El Líber Pontificalís dice que Juan murió siendo monje en San Pablo Extramuros; esta noticia se interpreta como si poco antes de su muerte hubiera decidido abdicar retirándose a un monasterio.
Sergio IV (31 julio 1009 - 12 mayo 1012)
Pedro, hijo de un zapatero del mismo nombre y de su esposa Estefanía, era obispo de Albano. También fue designado por Juan Crescencio. Se le conocía por el apodo de «hocico de cerdo». Cambió su nombre de acuerdo con la costumbre que impedía a los papas usar el mismo del príncipe de los Apóstoles, un hábito que se ha mantenido hasta hoy. Conservó las buenas relaciones con Enrique II, al que apoyaba en sus esfuerzos de reconstrucción de la Iglesia alemana. Legados pontificios estuvieron presentes en la consagración de la catedral de Bamberg. Los privilegios y posesiones de la de Merseburgo fueron reforzados. Se dio mucha importancia a la canonización de Simeón de Siracusa, un popular ermitaño que vivió en las inmediaciones de Tréveris. En este tiempo llegó a Roma la noticia de que el califa al-Hakam había destruido la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Una leyenda, forjada más tarde, señala a Sergio como el primer príncipe que incitó a los caballeros feudales a organizar una cruzada para recobrarla. De hecho, se estaba produciendo un estímulo a las ciudades marítimas italianas que recobraban el control del Mediterráneo.
Benedicto VIII (17 mayo 1012 - 9 abril 1024)
Elección disputada. La muerte en breve plazo de Sergio y Juan Crescendo, permitiría a los condes de Tusculum, descendientes también de Teofilacto, un relevo en el poder. Los Crescencio designaron a cierto clérigo, Gregorio. Los Tusculanos promovieron a uno de los suyos, Teofilacto, hijo precisamente del conde, que tenía algo más de treinta años de edad, y le instalaron en Letrán por la fuerza. Siendo laico, recibió todas las órdenes de inmediato. Benedicto retuvo para sí el poder supremo, encomendando a su hermano el gobierno civil de Roma con el título de cónsul y duque, pero dejando claro que se trataba de una especie de delegación de la Sede Apostólica. K.-J. Hermann (Die Tuskulanerpapsttum (1012-1046), Benedikt VIH, Johannes XIX, Benedikt IX, Stuttgart, 1973) define el cambio producido, en relación con los papas anteriores de este modo: el pontífice era soberano supremo; el cónsul pasaba a ser delegado para la administración del Patrimonium y el cumplimiento de las órdenes que le dieran.
Obligado a huir de Roma, Gregorio viajó a Alemania esperando convencer a Enrique II de las ventajas de su causa, pero el rey le recibió en Pohlde (Sajonia) con deliberada frialdad. Le prohibió usar su oficio hasta que él mismo fuera a Roma y decidiera en el pleito «conforme a la costumbre romana». Esta actitud permite suponer que tenía tomada ya su decisión. Parece que Enrique II había tomado contacto con Benedicto recibiendo de él las garantías que necesitaba acerca de su propia política. Antes de concluir el año 1012 se había producido el reconocimiento. Desde este momento se borran las huellas de Gregorio, que aparece mencionado únicamente como un antipapa.
Enrique II en Italia. A diferencia de Juan Crescencio, Benedicto VIII decidió estrechar las relaciones con Enrique II: a un papa dueño del poder, convenía la existencia de un emperador. Al tiempo que remitía la confirmación de los privilegios concedidos a Bamberg, cursaba la invitación, que fue aceptada, para que Enrique II viajara a Roma para ser coronado. La ceremonia tuvo lugar el 14 de febrero de 1014. En este viaje tuvo el emperador la oportunidad de dispersar toda oposición en Lombardía, siendo ahora firme dueño del reino. Dejó a su hermano Amoldo instalado en la sede metropolitana de Rávena. En esta ciudad se reunieron las dos cabezas, y Benedicto, para congratularse con Enrique II, dispuso que la costumbre alemana de cantar el Credo en la misa se incorporara a la liturgia universal: en ese texto se incluía el Filioque. Juntos presidieron un sínodo en que se tomaron por primera vez resoluciones de ambas autoridades acerca de la disciplina del clero. El problema que en aquellos momentos llamaba principalmente la atención era el de la dispersión de bienes como consecuencia del concubinato, que se había extendido especialmente en Italia.
Ausente el emperador, Benedicto dedicó su atención a los problemas del Mediterráneo y del sur de Italia. Ataques musulmanes habían tenido lugar contra Pisa los años 1004 y 1011, mientras que una flota venida de Baleares desembarcaba tropas en Cerdeña (1015). Benedicto logró reunir en una alianza su propia flota con las de Genova y Pisa, procediendo a la reconquista de Cerdeña e impulsando el entusiasmo de los italianos para una ofensiva que a partir de este momento se desarrolló con éxito creciente. En otro campo, el papa apoyó a dos jefes rebeldes, Meles y Dattus, que se habían alzado contra la autoridad bizantina en el mediodía; como una consecuencia se rompieron, una vez más, las relaciones con el patriarcado. Favoreció incluso que caballeros mercenarios, venidos de Normandía de Francia, se pusiesen al servicio de dichos rebeldes: abría de este modo perspectivas entonces poco presumibles. Al principio, toda la maniobra pareció discurrir por mal camino: los rebeldes fueron derrotados en Cannas y las tropas bizantinas llegaron a amenazar Roma (1019).
Benedicto emprendió el viaje a Alemania en busca de ayuda, y en la Pascua del 1020 se entrevistó con el emperador en Bamberg. Enrique II le hizo entrega de un documento que era réplica del famoso privilegium otonianum, manifestando la voluntad de cumplirlo, y concertó una expedición a Italia, poniendo la reforma de las costumbres como objetivo principal. El emperador y el papa viajaron en compañía de un fuerte ejército, reuniendo en Pavía un sínodo cuyos cánones se incorporaron a las leyes del Imperio: se usaron expresiones muy fuertes contra la simonía y el concubinato eclesiásticos; los hijos nacidos en estas uniones sacrilegas seguirían en todo caso la condición social inferior de cualquiera de sus progenitores. Se trataba de conseguir un clero célibe, celoso cumplidor de sus deberes y custodio atento de los bienes eclesiásticos. Una meta que parecía aún muy lejana pero para la que se contaba con san Odilo y sus monjes: las dos potestades garantizaron a Cluny todo su apoyo. Todas las disposiciones se confirmaron en otro sínodo, en Roma. Las operaciones militares en el sur de Italia consiguieron el restablecimiento de las fronteras.
Conflicto con Maguncia. Era mucho lo que Benedicto consiguiera gracias a aquel cambio que le daba absolutamente la iniciativa en Roma, y a la estrecha amistad con Enrique II. La autoridad correspondiente al primado estaba segura. Lo demuestra el hecho de que no tuviera inconveniente en entrar en conflicto con uno de los más poderosos obispos alemanes, Aribon de Maguncia. Un sínodo celebrado en esta sede había disuelto, alegando razón de parentesco, el matrimonio del conde de Hammerestein. La esposa, sintiéndose injustamente tratada, apeló a Roma. Aribon convocó un segundo sínodo (1023) tratando de impedir la apelación sin poner en duda la primacía del papa: se dijo que para que la apelación pudiera tener lugar se necesitaba que el pecador cumpliera la penitencia —debía ejecutarse la separación— y también que el obispo concediera su permiso. Benedicto rechazó las dos condiciones y, considerándolas un abuso, privó a Aribon del pallium. Poco tiempo después de la muerte del papa, una intervención de Enrique II zanjaría el conflicto. Quedaron en suspenso las acciones contra Irmgarda y se la permitió apelar ante Roma.
Juan XIX (19 abril 1024 - 20 octubre 1032)
Persona discutida. Se trata del hermano de Benedicto, que hasta entonces ejerciera las funciones de cónsul. Hubo de recibir todas las órdenes porque se trataba de un laico. Nuevamente quedaron en olvido aquellas cláusulas que determinaban que tuviera que haber un plácet previo del emperador. El cronista Raúl de Glaber, que tiene empeño en trazar una aureola siniestra en torno a su persona, afirma que repartió mucho dinero entre el clero y el pueblo para asegurar su elección; añade que durante el primer año de su pontificado recibió una embajada de Basilio II, «Macedónico» (963-1025), que mediante espléndidos donativos y ofertas trataba de obtener el reconocimiento de «ecuménico» para el patriarca de Constanlinopla, equiparándolo de este modo al papa y dividiendo por este medio a la Iglesia en dos partes absolutamente iguales, y que, movido por la codicia, Juan estuvo a punto de ceder, aunque se lo impidieron los cluniacenses. De todas estas noticias, propagandísticas en favor del Imperio, piensa II. E. J. Cowley (The Cluniacs and the Grogorian Reform, Oxford, 1970) que debe ser retenido al menos un dato. Contra lo que Tellenbach y la escuela de Friburgo sostuviera, la orden de Cluny no fue neutral en todo este proceso: ella estaba implicada en el refuerzo de la autoridad del papa precisamente porque la culminación de su empresa dependía de la supremacía romana. Juan XIX completó la inmunidad de la gran congregación eximiéndola de las sentencias de excomunión y entredicho pronunciadas por los obispos.
Relevo en el Imperio. Había muerto, en 1024, san Enrique. Conrado II, que no tenía sus mismas aspiraciones espirituales, viajó a Italia, para posesionarse del reino lombardo y luego ser coronado emperador en San Pedro (26 de marzo de 1027). A esta ceremonia, que tuvo un gran relieve, asistieron dos reyes, Rodolfo III de Borgoña (993-1032), y Knut el Grande de Dinamarca e Inglaterra (1017-1035). Era una prueba de cuánto se había progresado en poco más de medio siglo. Knut obtuvo en esta visita que se cambiaran las gruesas sumas que había que abonar en el momento de la concesión del pallium, y se sustituyeran por una renta anual de carácter regular. Conrado, que permaneció poco tiempo en Italia, tuvo la impresión de que se hallaba ante un papa débil incapaz de oponerse a lo que a él convenía. Así consiguió que se colocara a Grado bajo la jurisdicción de Aquileia y se otorgara a ésta la condición de metropolitana. En un claro gesto de despotismo, el emperador, atendiendo las quejas del obispo de Constanza, obligaría a la abadía de Reichenau a entregar las vestiduras pontificales con las que su abad oficiaba, para ser destruidas.


Benedicto IX (21 octubre 1032 - septiembre 1044; 10 marzo -1 mayo 1045; 8 noviembre 1047 - 16 julio 1048)
La elección. Una amenaza terrible se cernía sobre el pontificado, al cerrarse el círculo familiar, cuando Alberico III, conde de Tusculum, y hermano de los dos anteriores papas, promocionó a su propio hijo, Teofilacto, que cambió su nombre por el de Benedicto. Era sin duda muy joven, aunque no un niño, como algunas fuentes tratan de decir. El poder iba a ser en la práctica ejercido por su padre. La Crónica de Desiderio de Montecassino atribuye a este papa toda suerte de vilezas, si bien los historiadores entienden que se mezclan evidentes exageraciones para la propaganda. Hubo, como puede suponerse, una línea de continuidad con el pontificado anterior, incluyendo la estrecha alianza con Conrado II. En Cremona el emperador exigió la deposición de Alinardo, arzobispo de Milán, para dar paso a un candidato suyo; el papa demoró un año la resolución, para dejar sentado que era necesario un juicio previo, pero al final accedió. Benedicto tomó parte personalmente en la expedición de Conrado al sur de Italia, aportando tropas que Pandulfo de Salerno, marido de su tía, proporcionó. Esta acción le permitió una ganancia: el 1 de julio de 1038 la abadía de Montecassino fue puesta bajo la directa dependencia de la Sede Apostólica. En el sínodo romano de abril de 1044, reinando ya Enrique III (1039-1056), devolvió a Grado su carácter de sede patriarcal.
La revuelta. Las facciones romanas seguían en pie. En septiembre de 1044 los Crescencio provocaron una revuelta en Roma y obligaron al papa a huir. Durante meses dos bandos se combatieron en las calles de Roma. El 20 de enero de 1054 los Crescencio convencieron a Juan, obispo de la ciudad de Sabina, que era una especie de capital de sus dominios, para que aceptase ser elegido papa. Cambió su nombre por el de Silvestre III. Probablemente es falsa la noticia de que pagó abundantemente por este cargo. El 10 de marzo del mismo año, Benedicto conseguía regresar a Roma, expulsando a su rival, que retornó a Sabina, cubierto por la protección de los Crescencio, y reasumió sus funciones episcopales.
La segunda etapa en el pontificado de Benedicto IX fue muy breve ya que el 1 de mayo abdicó en favor de su padrino Juan Graciano, arcipreste de San Juan ante Portam Latinam y perteneciente a una acaudalada familia de banqueros, Pierleoni, de origen judío. Benedicto había exigido como condición para su renuncia que se le indemnizase por los gastos sufridos, que se fijaron en la suma de 1.500 libras de oro. Esta transacción, en la que intervino un converso, pariente de Graciano, Baruc/Benito, constituía, ppor encima de las formas electorales que se cumplieron, un caso claro de simonía. Los que apoyaron al principio a Graciano con la esperanza de que diera el impulso decisivo a la reforma, en especial san Pedro Damiano, quedaron profundamente decepcionados.

Sínodo en Sutri. Ahora había tres personas que podían titularse papas: Juan Graciano, que tomó el nombre de Gregorio VI en memoria de san Gregorio Magno; Benedicto IX, dimisionario, retirado a los dominios de su familia en Tusculum; y Silvestre III que vivía en Sabina. Enrique III, que estableció relaciones con Gregorio, como si aceptara su legitimidad, le invitó a convocar un sínodo en Sutri, cerca de Roma (20 diciembre de 1046) a fin de tomar decisiones que permitiesen aclarar la compleja situación. El rey de Romanos se demoró un tanto en Pavía para presidir una asamblea que renovase las sentencias contra la simonía. Silvestre III fue condenado a deposición y privado de las órdenes sagradas, debiendo pasar el resto de su vida en un monasterio, aunque sabemos que continuó durante años oficiando como obispo. Benedicto IX, que no asistió, fue también depuesto bajo la grave acusación de simonía. Respecto a Gregorio VI, cuyo nombre se mantendría en la lista de papas, hay cierta inseguridad: parece que fue obligado a abdicar señalándosele una nueva residencia en Renania bajo la custodia del obispo Hermann de Colonia. En este destierro le acompañaba uno de sus principales colaboradores, el monje Hildebrando, que llegaría a ser el alma de la reforma.
En Sutri, según señala K.-J. Hermann (Die Tuskulaner…) se produjo un verdadero vuelco de la situación. Se volvía a la elección en presencia del emperador o sus mandatarios, lo que daba a éste un poder decisivo, y se rompía la norma ya secular de los papas romanos. Había triunfado la conciencia de que la cristiandad tenía que ser llevada lejos por el camino de la reforma.
Clemente II (24 diciembre 1046 - 9 octubre 1047)
El primero de los papas de la nueva serie respondió a una sugerencia directa del emperador: se trataba de Suidger, obispo de Bamberg en Baviera, conde de Morsleben y Hornburg, que tomó el nombre de Clemente II. Se había ofrecido la tiara previamente a Adalberto de Hamburgo-Bremen (1000? - 1072?), pero este prelado de enorme prestigio se negó a aceptarla. El nuevo papa tenía tras de sí una larga y fructífera carrera eclesiástica. Su primer acto, el mismo día de Navidad, consistió en coronar emperadores a Enrique III y su esposa. El monarca volvió a asumir el título de «patricio de los romanos» y acompañó al papa en la presidencia del sínodo que se inició el 5 de enero de 1047 y en el que se adoptaron nuevas disposiciones en la lucha contra la simonía. Los papas de origen germánico, como ya señalara K. Guggenberger (Die deutschen Papste, Colonia, 1916), iban a mostrarse como hombres profundamente religiosos, denodados luchadores en favor de la reforma. Entre los obispos alemanes comenzaban a surgir voces críticas: el «cesaropapismo», es decir, el sometimiento de los papas al emperador, no resultaba conveniente. Wazon, en Lorena, estaba ya sosteniendo algunos argumentos como que la abdicación forzada de Gregorio VI no era legítima y que la reforma tenía que ser emprendida desde el interior de la Iglesia y no desde el Imperio.
Concluido el sínodo, Clemente II acompañó al emperador en su viaje por el sur de Italia: pronunció el anatema sobre Benevento cuando esta ciudad se negó a abrir las puertas a Enrique. Volvió a Roma en febrero. No tenemos no ticias de que Miguel Cerulario (1043-1058), nuevo patriarca de Constantinopla, le enviara las cartas sinódicas acostumbradas; desde luego el nombre del papa había dejado de figurar desde bastantes años antes en los dípticos. Clemente acumuló privilegios sobre la sede de Bamberg, a la que no había renunciado. Pero también se volcó en favor de Cluny. Un hombre honesto, espiritual, aunque probablemente no genial, impulsaba desde dentro la vida de la Iglesia. Murió en la abadía de San Tommasso, cerca de Pésaro, el 9 de octubre de 1047. Su cadáver sería enviado a Bamberg para su inhumación.
Dámaso II (17 julio - 9 agosto 1048)
Un nuevo poder estaba emergiendo en el centro de Italia, afectando a la vida de los Estados de la Iglesia: Bonifacio di Canossa, que al contraer matrimonio con Beatriz de Lorena se convertiría en marqués de Toscana. Antonio Falce \'7bBonifacio di Canossa, padre di Matilde, Reggio, 1927) ha demostrado cómo la política alemana tuvo en él un apoyo absoluto, pero tan sólo en la medida en que esta política coincidía con los intereses de la sede romana. En el momento de la muerte de Clemente II, mientras los enviados de la aristocracia y del clero romanos viajaban para pedir al emperador un nuevo candidato, Benedicto IX acudió a Roma desde Tusculum, intentando convencer a Bonifacio de que su regreso era regular. Las órdenes de Enrique III fueron bien distintas: había designado a Poppo de Bressanone, obispo de Brixen. El 17 de julio de 1048 el marqués de Toscana expulsó definitivamente a Bonifacio. Poppo, que lomó el nombre de Dámaso II, sólo reinó veintitrés días.
León IX (12 febrero 1049 - 19 abril 1054)
La elección. Ante los propios romanos, el prestigio de Enrique III había crecido: las personas por él escogidas habían devuelto al pontificado su alto significado espiritual y a la ciudad el orden y la paz; de ahí que al producirse la muerte de Dámaso II, el Senado y el clero se dirigieran a él pidiéndole una nueva propuesta. Al principio su preferencia se dirigía a Alinardo, obispo de Lyon, pero acabó decidiéndose por Bruno, obispo de Toul, que había demostrado una gran eficacia en varias misiones. Nacido el 21 de junio de 1002, hijo de Hugo, conde de Egisgheim y de Dagsbourg, alsaciano, estaba muy enraizado con los programas de reforma de los monasterios de aquella región. Conrado II, su pariente, le había encomendado misiones diplomáticas, pero era en su calidad de obispo como demostró energía, habilidad y espíritu sacerdotal. Cuando Enrique III, estando en Worms, le comunicó su decisión, en diciembre de 1048, le respondió que sólo aceptaría si los romanos le reconocían unánimemente. Así pues, viajó a Roma en hábito de peregrino y fue recibido con aclamaciones, pudiendo ser consagrado el 12 de febrero de 1049. El nombre escogido apelaba a la protección del Magno.
Equipo de reformadores. En ese gesto no había ninguna desconfianza al emperador, aunque sí la afirmación de un espíritu de libertad interna que es la misma que exigía en el Concilio de Reims del 1049. W. Brocking (Die Franzosische Politik Papst Leo IX, Stuttgart, 1891) ya destacó, hace más de un siglo, que este sínodo fue como el acelerador de la reforma. Precisamente en Francia comenzó entonces a marchar con mayor rapidez porque los Capetos, que deseaban corregir los excesos del vasallaje, esperaban de ella un fortalecimiento y no una debilidad de su poder. Pero León IX hizo algo más importante todavía: crear el equipo colectivo de la reforma, con un predominio bastante claro de loreneses: Humberto de Moyenmoutier, Federico de Lorena, Hugo el Blanco, Pedro Damiano y, desde luego, san Hugo de Cluny (1024-1109). Desde Lorena trajo también a Hildebrando, el colaborador de Juan Graciano, al que ordenó de subdiácono para ponerle al frente de la administración romana. A. Fliche (Études sur la polémique religieuse á l’époque de Grégoire VII. Les prégrégoriens, París, 1916) insiste: ha habido cierta exageración al atribuir a Hildebrando un papel de dirección casi absoluta en la reforma: la huella de los loreneses es muy profunda; fueron ellos los que descubrieron que sin libertad en las elecciones eclesiásticas, dicha reforma se encontraría desprovista de raíces.
León IX atacó muy duramente el concubinato de los clérigos en Roma, pero necesitaba de los obispos en cada sede, para atacar con eficacia un problema que no bastaba con denunciar. Llegó a la conclusión de que en la simonía, ese complejo tráfico de los grandes oficios, se encontraba la clave de todo. La simonía fue declarada pecado contra la fe, pues se opone a la acción del Espíritu Santo, y convierte lo sagrado en profano. En cierta ocasión el papa llegaría a plantear la cuestión de si debían considerarse inválidas las ordenaciones de manos de un obispo simoníaco —un debate que se había producido ya en el pasado al anularse los actos de un antipapa o antipatriarca—, pero Humberto, cardenal de Silva Candida, en su Líber gratissimus explicó que, en términos de doctrina cristiana, la validez de un sacramento es independiente de la dignidad o indignidad del ministro.
Frente a la herejía. Para extender su doctrina, León IX viajó infatigablemente. De este modo se daba la sensación, de un modo práctico, de que el papa era y actuaba como cabeza de la cristiandad y no simplemente como el primero de los obispos residentes en Roma. En mayo de 1049 presidió un sínodo en Pavía. Luego fue a Colonia, Aquisgrán, Lieja, Tréveris y, naturalmente, Toul. En octubre de ese mismo año estaba presidiendo el ya mencionado sínodo de Reims. Una asamblea, celebrada en Maguncia, contó con la presencia del emperador. En 1050, vuelto a Italia, León recorrió el sur de la península, ahora libre de sarracenos, visitando Salerno, Amalfi, Benevento, Gargano y Siponte, dejando en todas partes claramente establecida la autoridad romana. En ese preciso momento, y como una de las secuelas doctrinales generadas por la simonía, el papa se enfrentó con el primer hereje moderno occidental, Berengario de Tours (1000? - 1088).
Aunque no son demasiado precisas nuestras fuentes de información, Berengario afirmaba, al parecer, que la presencia de Cristo en la eucaristía no es «real» sino «virtual». De este modo resolvía las dudas que se venían formulando en torno a la validez de los sacramentos impartidos por simoníacos y nicolaístas: el pan seguía siendo pan y el vino vino, antes como después de la consagración. El sínodo de Letrán de 1050 declaró que dicha doctrina era herética, invitando en consecuencia a Berengario a arrepentirse y a suscribir una declaración de ortodoxia. Berengario buscó el amparo de Enrique I, rey de Francia (1031-1060), y acabó sometiéndose. Ante el concilio que presidía en Tours Hildebrando, en calidad de legado apostólico, firmó la declaración de fe que se le pedía. Otros sínodos, en Velletri y Florencia, se ocuparon de posibles errores en torno a la eucaristía.
Cividale. Antes de fin de año, León IX había reemprendido sus viajes: por Borgoña, Lorena y Alsacia, alcanzó Augsburgo para presidir, junto con Enric|ue III, otro sínodo (2 febrero 1051). Recorrería después el norte de Italia, comprobando la marcha de la reforma. El año 1052 volvería a Alemania para Iratar con el emperador de otro asunto, esta vez político. Los mercenarios normandos, a los que el propio pontificado pusiera en relación con el rebelde Mcles, crecidos en número por sucesivas emigraciones, se habían agrupado en torno a los cuatro hijos de Tancredo de Hauteville y actuaban con absoluta independencia. Argiro, el hijo de Meles, reconciliado con Bizancio, proponía ahora una alianza entre el emperador Constantino y León para acabar con estos rebeldes que se habían vuelto peligrosos. Enrique III accedió a transferir a la sede romana el gobierno de Benevento y otros lugares inmediatos pero, aconsejado por su canciller, Gebhardt de Eichstadt, eludió participar en la campaña. Operando por su cuenta, los bizantinos fueron derrotados. También León IX sufrió un duro revés en Cividale (16 julio 1053) y cayó prisionero. Antes de recobrar la libertad hubo de firmar un tratado que significaba el pleno reconocimiento del principado normando.
Cisma de Oriente. Hubo una consecuencia inesperada. El patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, era opuesto a los planes de Argiro y del emperador, pues entendía que la intervención del papa en aquella campaña implicaba un reconocimiento de su autoridad sobre las Iglesias del sur de Italia. Decidió forzar una nueva ruptura. Para ello, en 1053 inspiró una carta del metropolitano de Bulgaria, León de Acrida, al obispo Juan de Trani, en la que se acusaba a los occidentales de serias desviaciones doctrinales: uso de pan ázimo en la eucaristía, ayuno en los sábados y autorización para comer animales ahogados. El cardenal Humberto de Silva Candida dio la respuesta, afirmando al mismo tiempo la supremacía de la sede romana. Confiando en su alianza con el emperador, León IX decidió el envío a Constantinopla de una embajada en la que, junto al mencionado cardenal, figuraban Federico de Lorena y el obispo Pedro de Amalfi. Cerulario preparó ruidosas manifestaciones de protesta y exigió de los legados que le prestaran homenaje. Luego rompió las negociaciones afirmando que las cuestiones doctrinales eran competencia exclusiva del santo sínodo oriental. Los legados abandonaron Constantinopla. El emperador, que quería salvar in extremis la alianza, les volvió a llamar, pero Cerulario, que dominaba la situación, invocó al pueblo en alboroto y logró que el sínodo formulara acusaciones contra Roma. Los legados se encolerizaron y, a punto de abandonar definitivamente la ciudad, depositaron en el altar de Santa Sofía, el 16 de julio de 1054, una bula de excomunión. Seguramente no se percataban de que esta vez la ruptura iba a ser definitiva. Las dos excomuniones eran defectuosas, pues se hacían en nombre de un papa que había fallecido y estando la sede vacante a un patriarca que no había tenido ocasión de redactar nuevas cartas sinodales.
Entre otras decisiones de este importante pontificado figuran la prohibición de calificar a Compostela de sedis apostolicae y la de otorgar a los arzobispos de Hamburgo-Bremen la vicaría general sobre los países del norte.
Víctor II (13 abril 1055 - 28 julio 1057)
Vacante el solio, el clero romano despachó una legación, presidida por Hildebrando, para pedir al emperador un candidato. Cinco meses de negociaciones transcurrieron hasta que fue designado Gebhardt de Eichstadt, el canciller antes mencionado. Nacido en Suabia, en torno al 1018, e hijo del conde Hartwig, gozaba de la plena confianza de Enrique III; exigió, como condición previa a la aceptación, que fueran devueltos a la sede romana algunos territorios que usurpaban las autoridades imperiales. Tomó el nombre de Víctor II y mantuvo en plenitud de funciones el equipo de reformadores. En el Concilio de Florencia (4 de junio de 1055) que presidió junto con Enrique II, al renovar las sentencias contra la simonía y el nicolaísmo, éstas se hicieron extensivas a cuantos enajenasen bienes eclesiásticos. Logró que el emperador le transfiriera el ducado de Spoleto con Trani a fin de fortalecer la defensa del Patrimonium frente a los normandos; sin embargo, mantuvo escrupulosamente la tregua firmada por su antecesor.
En el equipo llegó a faltar Federico de Lorena. El hermano de éste, Godofredo el Barbudo, con gran disgusto del emperador, se había casado con Beatriz de Lorena, viuda ya de Bonifacio de Toscana. De este modo dos grandes dominios, vitales para el Imperio, se unían peligrosamente en una sola mano. La persecución desencadenada por Enrique III llevó a Beatriz y a su hija Matilde (1055-1115) a prisión y a Federico de Lorena a buscar refugio en Montecassino. Pero el 5 de octubre de 1056 murió el emperador. Víctor II, que se hallaba presente, tomó muy eficaces disposiciones para asegurar al niño Enrique IV (1056-1106) en el trono y a su madre Inés en la regencia hasta que el nuevo príncipe alcanzara la mayoría de edad. Desde esta posición logró la reconciliación con Godofredo y la sede romana pudo contar con un muy fuerte apoyo en Toscana, que resultaría precioso en los difíciles tiempos posteriores. Federico de Lorena se reincorporó a la corte pontificia siendo ahora abad de Montecassino y cardenal de San Crisógono.

En estos años Hildebrando, legado en Francia al igual que los arzobispos de Arles y de Aix, impulsaba poderosamente la reforma en este país. La investidura no tenía en él las características que había llegado a cobrar en Alemania. La popularidad de Víctor II se mide por un hecho. Cuando falleció en Rávena, los moradores en esta ciudad se negaron a que sus restos fuesen enviados a Alemania y los sepultaron en Santa María la Rotonda, junto a la tumba de Teodorico el Ámalo.

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