Pocas
ciudades hay en las que la idea del tiempo se imponga con tanta fuerza como en
Florencia. Durante las primeras visitas, la idea es aún rudimentaria. Todo lo
que te envuelve está impregnado de tiempo pasado, y, dado que las
manifestaciones de este tiempo pasado son materiales —edificios, pinturas,
manuscritos iluminados, puentes, plazas—, lo percibes como un elemento unitario
y compacto: la ciudad. No es hasta más tarde cuando empiezas a escarbar en ese
elemento compacto, a deshilvanarlo, a descomponerlo en estilos e influencias,
es decir, en hilos e hilachas de tiempo. Descubres así que los mismos objetos
(el Duomo, por ejemplo) se reflejan en imágenes de siglos muy dispares, como si
tales objetos tuvieran una existencia más prolongada que otros posteriores. Te
percatas entonces, no sin dolor, de que para una persona del quattrocento un objeto de la época de
Dante tenía la misma antigüedad que para nosotros una pintura de finales del
siglo XVIII, y de este modo, sólo con pasearte por la ciudad no del todo ciego
ni inocente, acabas atrapado en redes y emboscadas de épocas que se oponen las
unas a las otras, trampas humanas, más o menos ocultas aunque siempre montadas
por sorpresa, trampas de historia, de causa y de consecuencia.
En
un ensayo sobre el manierismo literario (Claude-Gilbert Dubois, Le maniérisme, Presses Universitaires de
France, 1979), el autor destaca como uno de los rasgos distintivos del
manierista la preocupación obsesiva por el tiempo. Define al manierista, con
esa diabólica circunspección de los eruditos —que yo trataré de sintetizar en
una sola frase—, como un individuo que vive en una etapa posterior a un periodo
importante, cuya grandeza hace que sea consciente de la nada que le envuelve y
de su propia insignificancia, y que con esa nada y esa insignificancia
construye un discurso con que se dota de significación a sí mismo. En ese
sentido, afirma el autor, todos los manieristas andan en busca de un tiempo
perdido. No un tiempo perdido privado o anecdótico, sino un tiempo «eterno,
inmóvil y bello como un sueño de piedra». Ahora bien, el tiempo perdido y el
tiempo eterno se anulan alternativamente el uno al otro una y otra vez, dado
que resulta ya imposible conciliar los conceptos teológicos de un «tiempo
eterno» con la realidad sociológica. No olvidemos que es el Renacimiento el que
descubre el movimiento del tiempo. Ya no es la trayectoria de las estrellas
inmortales lo que mide el tiempo, sino el nuevo reloj de los hombres. El
manierista queda así atrapado entre su nuevo tiempo, que avanza y se extingue,
y su viejo tiempo, eterno e inmóvil. Consecuencia de ello es la profusión de
suspiros y lamentos a causa de lo perecedero y lo efímero. El manierista se
debate así entre dos extremos: por un lado, el instante vivido con apasionada
intensidad del tiempo eterno que la vida concede; y, por el otro, la meditación
acerca del tiempo perecedero que convierte en pretexto para abandonarse a los
deseos de muerte. Y, retornando al principio, para quien sienta en su interior
la tensión de esas tendencias antagónicas no hay ciudad más propicia a la
meditación acerca del tiempo que Florencia, pues en ella lo perecedero y el
tiempo pasado se han tornado tan sólidos y visibles que, en una sublime
paradoja, evocan permanentemente la eternidad.
Domenico Ghirlandaio
(1449-1494)
La adoración de los pastores
El
espejo es el símbolo manierista por excelencia y en ese sentido toda Florencia
es un Speculum historiae de épocas
que se reflejan las unas en las otras: si Ghirlandaio, al pintar por encargo de
Giovanni Tornabuoni nuevos frescos en el coro de Santa Maria Novella, se
inspira en los frescos ya deteriorados de los Orcagna realizados un siglo y
medio atrás, así el joven Miguel Ángel, al final de la vida de Ghirlandaio, se
forma en el estudio de los ghirlandaios; y si los florentinos del cinquecento se sintieron orgullosos de
Dante, éste y los florentinos de su época se sintieron orgullosos del pasado de
su ciudad, la cual les proporcionaba en leyendas y crónicas «una perspectiva
histórica que, más allá del tiempo de las cruzadas y de Carlomagno y sus paladines
y de los primeros cristianos, se retrotraía a la fundación de Florencia e
incluso más atrás, a través de Eneas y sus antepasados, a una época anterior a
la fundación de Roma, cuando el destino de Troya se forjaba en un descampado a
los pies de sus murallas. Así pues existía una tradición de transmisión directa
que además de otorgar a algunos florentinos el honor de saberse emparentados
con los fabulosos héroes de la Antigüedad, les hacía sentirse al mismo tiempo
herederos de la majestad de la Roma imperial» (William Anderson, Dante the Maker, Routledge & Kegan
Paul, 1980).
Todo
eso no son más que especulaciones en el aire reflejadas en espejos, claro está.
Con todo, ¿qué habrían pensado Dante y sus coetáneos de haber sabido que,
setecientos años después de su muerte, individuos procedentes de todo el mundo,
entretanto multiplicado por diez, acudirían a Florencia a contemplar dos
figuras de bronce griegas, esculpidas quinientos años antes de Cristo por un
maestro desconocido, que habían pasado un larguísimo tiempo de espera
balanceándose en las olas del mar de Calabria? Seguro que esas dos imágenes,
durante una temporada el centro de atracción de su ciudad, habrían fortalecido
su sentimiento de continuidad haciendo aún más firme y directa la línea que los
unía con la antigüedad mítica. Para nosotros la cosa no es distinta: las ideas
que los florentinos cultivan acerca de su descendencia adquieren, gracias a los
caprichos del destino, una inesperada vigencia. Que en Calabria piensen de otra
manera es natural. Es ahí, y no en la nórdica Florencia, donde antaño se
concentraron las florecientes colonias griegas y ahí es donde se hallaron las
imágenes. Esa zona meridional ahora empobrecida habría podido sacar partido de
la atención suscitada por el hallazgo. En Catania, que alberga un maravilloso
museo arqueológico, se oye decir: «Florencia no necesita más atención de la que
ya tiene. No es justo que el sur vuelva a ser postergado». Lleva razón la
gente, aunque es también de justicia recordar que la restauración de las
imágenes, que ha llevado largos años, se ha realizado en el Centro di Restauro
de Florencia. Comoquiera que sea, el resultado es maravilloso. Tras su estancia
en Florencia, los dos héroes de bronce viajarán este verano a Roma y a
continuación regresarán al sur, a su lugar de origen, ya para quedarse, salvo
que antes emprendan una gira por el mundo[1]. Sería una pena, pues
sin duda se merecen un peregrinaje hacia ese paisaje árido y arcaico de
Calabria. Hay metas que merecen un esfuerzo. El espectáculo final otorga al
viaje, y por tanto al viajero, una particular y especial satisfacción: el
encuentro cara a cara con el milagro.
De
momento el milagro no me será concedido. El día que decido acercarme al Museo
Arqueológico, éste está cerrado. Pero me consuelo, pues por cada decepción
Florencia te depara una recompensa. El sol se ha adentrado geométricamente en
la Piazza Della Santa Annunziata. Hay gente sentada en las bajas escaleras que
conducen hacia los arcos de la galería de Brunelleschi, unos arcos que se
persiguen unos a otros con ligeros saltos. Reina la alegría propia del verano.
Si la felicidad se determinara por su peso, ese día se necesitaría una gran
balanza en la plaza. Me pregunto de dónde nace esa alegría que también me
embarga a mí. ¿Será por la antigüedad de todo lo que nos rodea? No, no es por
eso. Es porque todo funciona a pesar de su antigüedad. En esta ciudad, lo
antiguo no sólo existe, sino que se emplea para existir. Los seres perecederos
que somos experimentamos por un instante una deliciosa ilusión de superioridad
física, una apariencia de continuidad que nos ensarta compasiva en su hilo. Por
un momento sentimos que formamos parte del mundo.
Entro
en el Ospedale degli Innocenti que hasta 1875 acogía a los huérfanos pobres. En
el frío corredor de paredes altas, me detengo ante un fresco «del taller de
Ghirlandaio». El artista trabajaba con sus hermanos y un cuñado. Existe un buen
número de obras atribuidas a Ghirlandaio que probablemente sólo sean en parte
suyas o no lo sean en absoluto, algo que a él al parecer le traía sin cuidado.
Indiferente a estos asuntos, el pintor ejecutó una larga serie de encargos
hasta que en 1494 falleció de una fiebre «pestilente». Quienes le encomendaban
los encargos sí se preocuparon más por esas cosas. Le hicieron firmar contratos
en los que se estipulaba lo que el artista tenía que pintar personalmente y lo
que no. Todo lo demás procedía de la «fábrica». A mí me gusta Ghirlandaio. Su
obra carece de la misteriosa poesía de su contemporáneo Botticelli —quizá por
ser sencillamente menos piadoso—, pero da muestras de una gran audacia con sus
perspectivas arquitectónicas que se pierden enlazadas en el infinito, sus
retratos impasibles, los paisajes de fondo que desbordan los límites del
cuadro, la osadía con la que emplea elementos sagrados del pasado para ilustrar
su propio tiempo, todo ello le otorga a mi juicio un gran valor. Y sin embargo,
hoy parece que el artista ha pasado de moda, si es que puede decirse eso de un
clásico. Lo demuestran los quioscos de libros. Hay pilas y pilas de volúmenes
sobre Rafael, Botticelli, Donatello y todos los grandes maestros florentinos,
pero en ningún lado, ni en las librerías serias, encuentras uno —ni tan
siquiera uno caro— sobre Ghirlandaio.
Hay
ruinas tan deterioradas que incluso el par de piedras que se conservan de los
mismos cimientos evocan más la imagen de una ruina que del edificio real que en
su día se levantó allí. Eso mismo sucede con el fresco que tengo delante. Está
tan desgastado que parece haber sido concebido así. Con talento y esfuerzo
infinito, el pintor ha trazado sobre la pared esa red de restos de forma casi
visible. Todo se ha borrado salvo la delicada expresión de un rostro y un
cinturón dorado que hace que el resto de lo que permanece visible del cuerpo se
abombe en un carmesí de pliegues. ¿Adónde se dirigiría la mirada de esa mujer?
Imposible saberlo, sencillamente no existe.
Me
aborda un vigilante, que se compadece de mí por haberme detenido tanto tiempo a
mirar una imagen apenas existente, y me advierte que en el piso de arriba hay
un Ghirlandaio «auténtico». Obediente, subo la escalera y accedo a una pequeña
y elegante sala llena de imágenes y pinturas. Hay poca gente. Aquí no sucede
como en la Galería de los Uffizi, ese vestíbulo de estación donde el autocar
japonés y el charter alemán se disputan el sitio delante de Botticelli
apartándose los unos a los otros a empellones, mientras que el visitante
solitario, impotente, se ve arrastrado por la multitud. En la estrecha pared
orientada al norte, el Retablo de la
Epifanía es la pieza final. El cuadro tira de ti con avidez, no tienes
escapatoria. El originario establo maloliente se ha tornado en milagro hecho de
perspectivas, con cuatro altas columnas cuadradas con incrustaciones de oro.
No
hace mucho me enzarcé en una discusión con un pintor que sostenía que «todas
esas imágenes religiosas siempre idénticas y eternamente repetidas» le aburrían
soberanamente, y no le falta razón si se refiere a pintores de tercer o cuarto
nivel. Ahora bien, tratándose de los grandes maestros, el efecto es más bien el
contrario. Al representar una imagen que en cierto modo es ya un lugar común,
el pintor puede aplicar toda su inventiva y dar rienda suelta a su imaginación.
Lo que representa el cuadro ya no sorprende a nadie, ni siquiera a los
contemporáneos del artista, con lo que cobra más valor la forma en que el
artista plasma sus imágenes. El hastío que produce la repetición de los mismos
temas es lo que impulsa a los artistas a experimentar cada vez más con el
color, la forma o la expresión. Ya me gustaría a mí ver una Anunciación de
Appel, Hockney o Bacon.
El
único libro que encuentro sobre Ghirlandaio es de Henri Hauvette, publicado en
1906. Por lo que deduzco leyendo entre líneas, Hauvette no es precisamente un
admirador del artista. Considera que Ghirlandaio no es lo suficientemente
espiritual, que peca con frecuencia de superficialidad y que emplea unos
colores chillones. Esto último no es visible en el libro, pues las pequeñas
reproducciones están en blanco y negro. A pesar de ello se percibe la fuerza de
su pintura. No siempre resulta fácil precisar qué es lo que le emociona a uno
de una determinada imagen, y es probable que lo que yo esté viendo sea algo
que, para variar, no existe. Lo que me intriga de este cuadro es la relación
entre la Madonna y el rey más joven. Guardan entre ellos un parecido físico,
sí, pero hay algo más. Es como si, con la intensidad con que desvían la mirada
para no encontrarse, expulsaran a todo el mundo del cuadro. El muchacho, pues
eso es lo que es —con toda probabilidad el retrato del primogénito de Lorenzo
de Médicis—, le tiende una copa a la muchacha —que es lo que ella es, a pesar
del hijo que sostiene en el regazo—. En la iconografía cristiana la copa
simboliza la pureza y en este sentido se corresponde con esos dos rostros
retraídos y apartados del mundo.
Tal
vez estoy deseando ver amor donde no está permitido que exista. Comoquiera que
sea, a pesar de lo magnífico que es el cuadro en su conjunto, son esas dos
cabezas las que atrapan mi mirada. Y no debe de ser casualidad que me encuentre
con los ojos del propio Domenico Ghirlandaio, que me mira por encima del hombro
derecho del muchacho. El artista se ha colocado delante, como si su presencia
tuviera como misión limar la discrepancia entre la escena íntima y silenciosa
representada en primer plano y la del cruel sacrificio de los niños que
discurre frente a los muros de la ciudad del fondo, que, con su columna de
Trajano y su Coliseo, no es otra que Roma.
Así,
contemplando obras de arte, transcurre la tarde sin apenas darme cuenta. Dejo
el cuadro de 1485 y me fijo en dos figuras que datan del siglo V antes del
nacimiento del niño del cuadro. Yo llego cinco siglos después de esa fecha. De
modo que las figuras bien pueden esperarme hasta mañana.
A
la mañana siguiente me presento temprano. Corren rumores terribles sobre las
interminables colas que se forman a la entrada, pero tengo suerte. Tal como me
sucedió el año anterior en las grandes exposiciones sobre los Médicis, también
aquí me veo asediado por masas de escolares demasiado pequeños. Hay que ser un
verdadero optimista de la educación para pensar que con este tipo de visitas se
despertará la pasión por la Antigüedad clásica en el alma de esos cientos de
criaturas de ocho años. Al cabo de media hora, una voz serena de hombre mayor
dice a mis espaldas: All children beneath
twenty-one ought to be executed (Habría que ejecutar a todos los niños
menores de veintiún años). Los profesores, nerviosos, intentan a la desesperada
imponer orden entre esos futuros fascistas, brigadistas rojos y decentes
ciudadanos, pero en vano. La cruzada de criaturas avanza. Se arrojan al suelo
los unos a los otros tirándose de los pelos, se introducen los duros dedos
infantiles en ojos, orejas y otros orificios, se pinchan, vociferan y parlotean
como en un parlamento liliputiense, al tiempo que arrastran consigo a un par de
personas adultas como si fueran los restos de un naufragio. Una vez en el
interior del museo, las criaturas son divididas en cohortes y a cada cohorte se
le habla por separado, aunque con una diferencia de tiempo mínima. El resultado
es una polifonía tipo Frère Jacques
de información cultural. En fin. Los tiempos del Grand Tour y de la
Contemplación en Silencio han llegado a su fin. El ciudadano que hoy en día
desee ver algo en un museo no tiene más remedio que acorazarse contra sus
prójimos armado de un odio brutal e intentar aislarse valiéndose de sus últimas
reservas de concentración. De lo contrario, también él sufrirá las
consecuencias de esa difusión del conocimiento: es decir, un menor
conocimiento.
El
16 de agosto de 1972, un solitario buceador avanza por las transparentes
cortinas del mar Jónico agitadas por el viento nello Ionio, di fronte a Riace Marina, su un fondo di circa otto metri,
trecenti metri della riva. Aquél debió de ser un instante extático para ese
hombre que, buceando en el gran silencio por entre los mudos pobladores del
mar, sostenido por el elemento en el que se mueve, de repente ve surgir ante sí
a esas dos grandes figuras oscuras, cubiertas de algas, de hierbas de mar y de
conchas, y sin embargo figuras humanas. Unos hombres, sí, aunque de mayor
tamaño, los rostros con los ojos muy abiertos, los brazos paralizados en un
movimiento indefinido, unas figuras que no nadaban, sino que flotaban en las
aguas, a la espera de este momento. El buceador avisa al doctor Giuseppe Foti,
quien alerta a los carabinieri del
Nucleo Sommozzatori di Messina. El atestado instruido contiene los elementos de
esta asociación policíaco-arqueológica. Fueron hallados en el mar: due figure virili nude, stante, in origine
armate di scudo e lancia, Ve secolo a. C.: dos figuras
masculinas desnudas, en posición erguida, armadas originariamente de escudo y
lanza, del siglo V a. C.
En
las primeras fotos, llama la atención la calma que irradian las dos figuras,
como si hubieran pasado todo ese tiempo dormidas, mecidas en el gran lecho de
la madre jónica. Eso se ha terminado. Hay algo absurdamente humano en la serie
de fotos que recogen el proceso de restauración. Ocho años ha llevado el
trabajo, ocho años de operaciones y tratamientos químicos con el objeto de
convertir a los dos misteriosos colosos, afectados de peste y de cáncer de
piel, en los dos héroes de bronce reluciente que he visto en la sala de al lado.
El proceso ha sido retratado en imágenes. Se ve a las figuras yaciendo en el
quirófano, rodeadas de hombres, más pequeños y posteriores, vestidos de blanco,
que arremeten contra ellas con toda clase de instrumentos; ves un brazo de
bronce extendido rozando una pared de azulejos con un grifo anacrónico, sigues
el largo proceso de pulido (pulitura con
vibratore meccanico), ves cómo la boca abierta vuelve a relucir, cómo
emiten luz y resplandecen los dientes dorados.
Bronces de Riace, siglo V
a. C.
También
el ojo, en las primeras fotos tan sólo un orificio negro, parece ahora estar
hecho de un metal más claro y brilla como un pez recién cogido. Sin embargo el
ojo no es convexo. Más tarde descubro, al acercarme todo lo permitido a la
figura real, que se trata de un efecto óptico, pues el ojo está hueco, un
orificio dorado al que se le ha practicado una muesca afilada. Las fotografías
son casi todas en blanco y negro, lo cual resulta muy efectivo. Pueden verse
los torsos de las figuras colgadas de las poleas y observar su interior, como
hacen los cirujanos en una intervención quirúrgica (immagio interno). El cuerpo de una de las figuras ya reluce, el
torso está ligeramente hundido en la cadera izquierda. Ese detalle hace
resaltar la fuerza de los músculos de esa cadera.
La
otra figura, paralizada en el espasmo de quien ha muerto de tétano, enseña sus
pies —los pies de un muerto, llenos de heridas, envueltos en plástico—. Los
miembros de los cuerpos de las dos figuras llenan una pequeña sala de hospital.
Dos hombres vierten con un embudo un líquido en sus oídos (acqua demineralizzata iniettata a pressione); otro grupo de
cirujanos traslada una pierna sobre una camilla; más adelante se ve a uno de
los colosos yaciendo boca abajo en una bañera, ahogado, rodeado de objetos
desagradables.
Una
sesión de tortura, eso es lo que evocan esas imágenes. Grandes esparadrapos
blancos cubren las nobles cabezas. No consiguen ridiculizarlas. Los colosos no
han confesado. Un molesto tubo ha sido introducido en su interior: immissione di soluzione complessante per la
passivazione dei cloruri interni residui. Lo que pende de las cuerdas es un
cadáver de bronce, número 1837, con una pierna ligeramente levantada, un ser
infinitamente fatigado por la perniciosa agitación de un incomprensible mundo
futuro.
Ha
llegado el momento en que voy a ver las imágenes «en vivo». Junto con el resto
de la multitud doblo la esquina hacia la sala donde están expuestas las
figuras, ya restauradas. Ellas dominan la sala, sobresalen muy por encima de los
mortales, que por contraste adquieren verdaderamente el aspecto de mortales:
seres anecdóticos, contingentes y débiles. Esas figuras son míticas, nosotros
no. Nosotros nos abrimos paso entre la multitud, nos quejamos, nos arracimamos
en torno a esos dos hombres gigantescos inmovilizados en una postura mágica. El
uno es pura fuerza, el otro es fuerza y melancolía. El tamaño de sus cuerpos
nos convierte en enanos, en una especie inferior; su calma nos sume en el
silencio a medida que nos acercamos a ellos empujados por la multitud. De
repente somos conscientes de nuestra vulgaridad de turistas fugaces y es como
si, sin exagerar, adoptáramos una actitud suplicante. Aquello sí que era otro
mundo. Es difícil saber cómo era. Lo que está claro es que la idea que se tenía
en aquel mundo de nosotros los humanos era más noble que la de una existencia
contingente y confusa.
Al
margen de todas estas consideraciones, las figuras representan dos cuerpos
masculinos superiores: la musculatura debajo de la piel de acero está viva. En
los ojos de los espectadores se observa la extraordinaria atracción que ejercen
los dos cuerpos. Las miradas se deslizan una y otra vez por las nalgas, las
caderas y los hombros. Tratas de imaginarte el aspecto que deben de tener esos
cuerpos de noche en esa sala vacía, sin ningún objeto a su alrededor. Mi
fantasía infantil imagina a los dos colosos conversando, en el griego de Zenón
y Empédocles, acerca de su extraño destierro.
¿Quién
fue el creador de estas figuras? La única información que existe al respecto se
encuentra en un artículo italiano del Mondo
Archeologico, un texto pródigo en interrogantes. Pudo ser Fidias, pero
también pudo ser cualquier otro escultor de la época. ¿Qué representan las
figuras? ¿Dioses? ¿Héroes? ¿Atletas? ¿Guerreros? El espíritu latino, que
petardea como una Vespa, sostiene, en la velocidad de su propio pathos, que tal vez lo único que se les
puede reprochar a esas imágenes es que «su perfetta
bellezza no es ni divina ni heroica». Están «lejos de la espiritualidad, o
mejor dicho de la theophania que
emana de los rasgos severos y sugestivos del Apolo hallado en Baia o del Apolo
de Chatsworth que está en el Museo Británico».
Este
último Apolo lo conozco, una cabeza de bronce, misteriosa y hermética, que me
recordó a los antiguos Budas del museo de Ayuthia. Esta comparación es
completamente gratuita, es su propia negación. Las dos imágenes no representan
a ningún dios, no evocan ninguna forma de culto. Sugieren más bien una
admiración un poco misteriosa hacia la propia especie, o bien, para mantenerme
en términos holstianos[2], un concepto «elevado» de la humanidad. En
nuestra época individualista resulta irónico pensar que un escultor en el
periodo en que fueron creadas esas imágenes no merecía apenas más consideración
que un esclavo. «Manual work in Greece was
mainly executed by slaves; and painters and sculptors hardly ranked higher than
slaves, since, like other craftsmen, they had to toil for money. Painters had a
social advantage over sculptors because their work requires less physical
effort[3]» (Wittkower, Born
Under Saturn, Norton & Company, Nueva York 1969). Éste es el argumento social, aunque no
olvidemos también que para Platón y Aristóteles las artes plásticas eran de un
nivel muy inferior a la música y la poesía.
Transportado
de un lado a otro por la corriente de blanda carne humana del siglo XX, logro
contemplar las dos imágenes desde todos los ángulos. La comparación es
inevitable. Una de las figuras me parece más bella que la otra, como si ello
tuviera un significado. Tanto la una como la otra, A y B, carecen de nombre. La
una es pura fuerza concentrada y serena. La otra es más melancólica, su mano
derecha ha soltado un objeto, o lo ha soltado todo, y empuña flácida e
impotente el objeto inexistente. Está levemente inclinada hacia atrás desde la
pelvis. Los cuatro soles artificiales que enfocan su cabeza le iluminan el
cuerpo como si viviera todavía en un verano idílico.
Lentamente
la multitud me saca a presión de la sala. Descubro que una de las figuras puede
ver a la otra pero no a la inversa, y que en cualquier caso ninguna de las dos
nos puede ver ni a ninguna de las personas en movimiento que acudan después de
nosotros a visitarlas durante el tiempo de vida que le queda al mundo. El museo
me arroja de repente a una calle llena de motos y ciclomotores. En la pared que
tengo enfrente, hay un cartel medio arrancado con el retrato del filósofo
Teilhard de Chardin, colocado ahí por el infalible director de cine de nuestra
vida cotidiana. En él figuran las palabras: materia,
evoluzione, speranza. Sí, y ¿por qué no?
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