Edward Hopper (1882-1967), Morning Sun, 1952
Un
poeta que ama a un pintor no puede remediar ver los cuadros de éste como seres
vivos, como personas incluso, o, cuando menos, como objetos con un universo
propio que el cuadro permite visualizar. Si el espectador es el mismo, el
cuadro no varía. Hace medio año asistí a una gran exposición retrospectiva de
la obra de Edward Hopper. Luego viajé a Japón y de ahí continué mi vuelta al
mundo hasta volver a parar a Ámsterdam, donde una parte de esos cuadros se
hallan actualmente expuestos en el Stedelijk Museum. Los lienzos no han perdido
vigencia. Las mismas sensaciones me embargan: angustia, silencio, una
monumental melancolía. Las obras de Hopper siguen emitiendo a la misma altura y
yo las recibo como cuando las vi por primera vez.
Entonces
escribí ciertos comentarios acerca de algunos de esos cuadros, que, me doy
cuenta ahora, soy incapaz de parafrasear. Como ya sostuve en aquella ocasión,
me parece una monstruosidad concentrar en un par de salas una carrera artística
tan extensa como la de Hopper. La exposición muestra cómo el artista descubre,
desarrolla y explota todas las posibilidades de su temática —que es su propio
yo, naturalmente—. Cuando uno observa esos lienzos parece como si no importara
que el artista fue un hombre que vivió, se alimentó, bebió: no hay sino lo que
uno tiene delante de sí, ese residuo de la visión interior de Hopper sobre el
resto del mundo, y especialmente sobre Estados Unidos. Y se trata de una visión
trágica, aunque puede que lo trágico sea una interpretación mía. Incluso en
aquellos cuadros que carecen de figuras humanas, el decorado —paisajes,
panoramas urbanos, faros, túneles— despide un aire aciago, como si las cosas quisieran
significar más de lo que son, un elemento subyacente de dolor, de melancolía y
de radical aislamiento, ausente e imperceptible en la auténtica realidad.
En
Ámsterdam faltan algunos de mis cuadros favoritos, de modo que puedo cotejar
mis razonamientos de entonces con lo que me sugieren otro par de cuadros. Room in New York, 1932. Como es habitual
en los cuadros de Hopper, el espectador mira con descaro el interior de una
habitación, con esa brutalidad consentida del voyeur invisible. La invisibilidad del voyeur torna invisibles las dos figuras que están en la habitación.
Es obvio que esos personajes no saben que los estoy mirando. El pintor me ha
convertido en su cómplice. Cuanto más miro, más angustia me provoca el cuadro.
Los rostros de ese hombre y de esa mujer no son rostros verdaderos. El pintor
los ha dejado inacabados. Es más, es como si los hubiera borrado, desdibujando
sus rasgos más esenciales, deformándolos hasta reducirlos a caretas, a
máscaras. Y no sólo eso. El hombre no lee un periódico, lee un símbolo, la
máscara de un periódico: la portada del diario está en blanco, no hay letras ni
nada que las insinúe. Y además, la partitura sobre el piano también está en
blanco, no se distinguen las imágenes de los cuadros en la pared, las teclas blancas
del piano forman una masa blanca compacta sobre la que se pasea el dedo
aburrido de la mujer. En el escenario de la habitación de color verde intenso,
la pareja está encuadrada entre grandes bloques de piedra ennegrecida,
aprisionada detrás de una ventana cuyo cristal resulta imperceptible. Los
rostros de ambos personajes están mutilados. No los reconocerían ni sus
parientes en el caso de que tuvieran que identificar sus cadáveres. El lugar en
el que el dedo de la mujer roza el piano tiene un toque azul. Es añil. Hopper
ha aplicado ese color sobre el dedo, y no mediante una pincelada, no,
sencillamente ha fijado el azul de modo estratégico a lo largo de la cadera de
la mujer internándolo en el negro del piano. Si te acercas al lienzo, verás con
detalle cómo lo ha hecho: de forma irregular, casi con torpeza, en otras
palabras, con un cuidado infinito. De haberlo hecho mejor, más bonito, con más
habilidad técnica, se habría perdido el carácter aciago de la escena.
A woman in the sun evoca otras reflexiones. ¿De dónde procede exactamente la luz? La
mujer anónima, de gran estatura, está de pie en el centro de la habitación,
desnuda. Su desnudez no es esencial en este cuadro —o no es mítica, por usar un
concepto más elevado—, puesto que ha quedado ironizada, o en todo caso reducida
a lo anecdótico, al estar ella fumando un cigarrillo. En la habitación no hay
rastro de su ropa, la cama está sin hacer, y no hay señal tampoco de la
presencia de otra persona; todo lo cual acentúa todavía más la soledad de la mujer.
Sus zapatos, grandes, están debajo de la cama, con la punta en dirección al
espectador. Pero ¿dónde está el espectador y qué hace? El espectador participa
de una intimidad absoluta que no le pertenece. Y sin embargo, yo estoy viendo a
la mujer, casi estoy a su lado, frente a la ventana por la que sin embargo no
entra la luz. Entonces ¿cómo se explica esa franja de luz que hay en la
habitación? ¿De dónde procede ese rectángulo luminoso en cuyo centro se halla
la mujer? Tanto la luz «adherida» a ella como la cortina iluminada, ligeramente
abombada, en el margen derecho del lienzo, indican con claridad que es ahí
donde hay que buscar la luz. Y sin embargo sucede algo extraño. Aunque hay luz
sobre el cuerpo de la mujer, no existe un haz de luz que penetre en la
habitación. Esa luz proyecta detrás de ella las sombras de sus piernas sobre la
zona iluminada del suelo haciéndolas largas y delgadas, confiriendo al
personaje un aire de extrema vulnerabilidad.
Mientras
contemplo ese cuadro, echo de menos otros tres: Empty Room, Morning Sun, Western Motel. Ignoro por qué faltan en la
muestra estos cuadros tan fundamentales en la obra de Hopper. Puede que el
propietario de los mismos se haya negado a cederlos. Lo cierto es que deberían
estar aquí. Ayudarían a transmitir mejor el misterio de la técnica de Hopper,
su voyeurismo y el nuestro, su forma
de expresar el aislamiento y la anonimia de sus personajes dentro de unos
marcos formales.
Con
los ojos cerrados evoco el lienzo Morning
Sun: una mujer, que lleva una combinación color salmón, está sentada encima
de una cama de la que se han retirado las mantas. La ventana está abierta, nos
encontramos en una ciudad. ¿Quiénes? ¿Nosotros? Pero ¿quiénes somos nosotros?
Nosotros no figuramos en el cuadro, en él sólo aparece esa mujer. Comoquiera
que sea, este lado del cuadro, el lado en el que se situó el pintor mientras
pintaba y en el que nosotros nos encontramos también ahora mismo —porque él
pintó a la mujer—, es un espacio abierto. Se dirá que eso es imposible,
naturalmente: ahí donde el cuadro está abierto debería alzarse una pared. La
mujer está sola: la expresión de su rostro así nos lo indica. El enigma reside
en eso precisamente. Ella está sola, mirando hacia fuera, inobservada. Y sin
embargo nosotros la estamos viendo, porque nuestra mirada penetra en el
interior de un espacio cerrado. La escena no sólo es enigmática sino que además
produce inquietud. La luz que penetra por la ventana abierta y se proyecta
sobre la «otra» pared (aunque sólo haya una pared) cae sobre la cama en un
ángulo de cinco grados. Si mantienes un buen rato la mirada sobre esa
superficie vacía y luminosa descubres que ésta es autónoma.
En
Empty Room la cosa es todavía peor:
ahí ya no hay ni tan siquiera figuras humanas para desviar tu atención de la perturbadora
autonomía de las zonas luminosas rectangulares. Podrían echar a volar en
cualquier momento para posarse sobre un dibujo de Henneman o anidarse en un
cuadro de Malsen. Ya lo han hecho alguna vez, por cierto: superficies
geométricas rellenas de materia solar.
Un
bello e impronunciable vacío de luz solar en habitaciones desnudas sin más
habitante que él mismo: el amanecer y el ocaso de su vida avanzaban en
movimiento rotatorio, un sol solitario envolviendo el plinto, en granito, sobre
el que él se alzaba
pintado
por una luz que duró un día y luego se extinguió…
Son
versos del poeta L. E. Sissman (1928-1978) extraídos de su largo poema
«American Light, A Hopper Retrospective» (Hello,
darkness, 1978). En la cuarta parte de este poema (Later), Sissman describe el cuadro Sun in an empty room:
En
donde confluyen los interiores de sus primeros años
pasaron compañías de mudanzas
con
sus camiones de atrezo
y
se llevaron los objetos del pasado —camas, alfombras, lámparas, gente,
documentos, cómodas– dejando atrás un monumento tangible de su vida y de cómo
la vivió: Un árbol verde sopla fuera
internándose en la habitación
por la ventana doble, formando rectángulos de
color crema
sobre la pared con la ventana y la pared con
el nicho y sobre
el suelo de madera desnudo,
el sol matutino
habita el vacío
con
luz americana.
Así
es. Algunos pintores inventan su propia luz, una luz inexistente en la
naturaleza. Esa luz es lo que ellos piensan acerca del mundo, es su manera de
ver el mundo. El espectador no puede sustraerse a ello. Lo que éste contempla
ya no es una casa en Maine o un barco en el Sena, no, es una casa que alguna
vez existió en la «realidad» pero que ha sido apartada de ella al ser sumergida
en la luz (= el pensamiento) de Edward Hopper. Esa luz por él inventada ciñe e
ilumina los objetos a su manera, de tal modo que esos objetos —una casa, un
bar, una estación de servicio— dejan de percibirse de la manera «normal» en que
los vería un transeúnte. Los objetos representados se impregnan de alma —ya no
son manifestaciones de sí mismos, sino del hombre que los ha pintado—, y esa
alma mantiene una relación desconcertante con la naturaleza o con aquello que
pasa por ser naturaleza. El agua en Hopper se transforma en elemento sólido. El
cielo se alza al fondo como una lámina vertical. Y hace que las casas se
alarguen. El agua del puerto está tan solidificada que parece hielo en el que
hubieran encallado los barcos. ¿Lo estoy viendo bien? ¿O acaso es mi propia
alma, tal vez de estructura idéntica a la de Hopper o influida por ésta, la que
lo ve todo más trágico de lo que es?
Edward Hopper, Office in the night, 1950
Office in the night es el título de uno de los cuadros. ¿Se
encuentra el pintor en la habitación? ¿Mira por una ventana situada más arriba,
en un edificio contiguo? ¿Está colgado de la varilla de las cortinas? ¿Está
dentro de la pared? Es de noche. La lámpara de la mesa está encendida. ¿Qué
hacemos nosotros en la intimidad de esa oficina? El enigma de la luz y el
misterio de la mirada: una mirada que se substrae a toda lógica, porque, como
he escrito antes, la realidad representada en esos cuadros demuestra que es
imposible ver a esas personas. La intimidad, o lo que quiera que ésta
signifique, no es capaz de soportar de ninguna manera a una tercera persona.
¿Qué
ve entonces el espectador que no se interesa por tales enigmas y que tampoco es
sensible al mundo interior de Hopper ni al «drama» representado en sus cuadros?
Pues no verá gran cosa, entiendo. Grandes lienzos de carácter realista
ejecutados por un hombre que no sabía pintar de una manera especialmente
«bonita». Es obvio que quien mire de esta manera ha perdido el tren.
Edward Hopper, People in the sun, 1660-1661
Muy
característico, en este sentido, es el cuadro People in the sun. El título es alegre, sí, pero el extraño grupo
de gente inmóvil aquí representada parece estar esperando a Godot mucho antes
de que Beckett le pusiera un nombre. Los personajes están tensos, como si se
llevaran mal los unos con los otros, y están sentados no precisamente frente al
sol sino frente a un conjunto de colinas azules que se alzan siniestras al
fondo de una superficie plana de color trigueño. Jeroen Henneman, que me
acompaña en mi visita a la exposición, me señala una curiosa contradicción: en
algunos de los espacios de Hopper, los objetos sí proyectan una sombra mientras
que las personas no. Es la manera que tiene el artista de excluir a la gente.
Es como si enclaustrara a las figuras humanas en su entorno sin darles relieve.
Ello contribuye a crear esa atmósfera solitaria e inhóspita tan característica
de los cuadros de Hopper. Incluso aquellas personas acompañadas de otras están
solas. Siempre reina el silencio y un ambiente de espera. El pintor se atreve a
dejar los espacios tan peligrosamente vacíos que sus figuras, criaturas de
reconcentrada soledad, quedan literalmente arrinconadas. En su mundo
aparentemente «natural» —de moteles, bares, habitaciones, galerías—, esos
personajes actúan en silencio: leen sentados en una cama o en una silla,
inmóviles, rodeados de objetos que viven una existencia tan aislada, sólida e
independiente como la que llevan ellos mismos: una maleta, una lámpara, un
sombrero, ausentes como objeto, presentes como especie. No hay nombres, hay
personas. En algunos cuadros no hay ya figura humana alguna. Ni falta que hace:
sin nuestra presencia el ambiente de amenaza persiste igual, como un algo, un
elemento autónomo, que se amenaza a sí mismo.
Nooteboom Cees el enigma de la Luz
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