sábado, 18 de marzo de 2017

HISTORIA DE LOS CONCILIOS ECUMÉNICOS (EDAD ANTIGUA)

Antes de pasar a la exposición de los distintos concilios ecuménicos nos parece necesario precisar algunos aspectos más genéricos, que ayuden al lector a captar mejor la naturaleza y el desarrollo histórico de la institución conciliar.
Comencemos por la noción misma de concilio ecuménico. Como tal se entiende el ejercicio de la plena y suprema potestad de toda la Iglesia mediante actos estricta o propiamente colegiales. Esta potestad suprema del colegio de los obispos debe ser promovida o libremente aceptada, en su caso, por el romano pontífice. Se ejerce mediante la acción conjunta de los obispos dispersos por el mundo, y significa, de hecho, el acto supremo de la communio episcopal. Es una institución de origen apostólico —recordemos el Concilio de Jerusalén (Act 15, 6)—, que se va desarrollando a través del tiempo.
El adjetivo «ecuménico» tiene el sentido primigenio de significar la participación de los obispos de la oikumene, es decir, del mundo grecolatino existente en la Antigüedad. En la época actual esta denominación está reglada específicamente por el Código de derecho canónico (cc. 337-341), y convendrá distinguir estos concilios de los concilios provinciales y de los sínodos diocesanos, que también aparecen regulados por el derecho de la Iglesia. Digamos igualmente, que la palabra «ecuménico» no la empleamos aquí con el significado y las connotaciones modernas derivadas del término «ecumenismo».
Ciñéndonos a los concilios ecuménicos, que surgen en la historia de la Iglesia, puede llamarnos la atención la discontinuidad de su cronología. Pero si nos fijamos con mayor perspicuidad, veremos que la convocatoria de estos grandes concilios está íntimamente ligada casi siempre a momentos cargados de significación para la vida de la Iglesia.
También interesa considerar la realidad histórica de estas asambleas conciliares. Así no le extrañará al lector que, a partir de la conversión de Constantino, los emperadores tengan un protagonismo importante en la convocatoria y realización de los concilios, como sucederá con el Concilio de Nicea (325) o con el de Trento (1545-1563), pero no se debe olvidar que ese protagonismo imperial está subordinado a la aceptación por el papa de tales concilios.
Tampoco debe llamar la atención, que en los concilios se legisle no ya sobre lemas relacionados con la vida eclesiástica, sino también sobre cuestiones de índole política o social, dada la estrecha unión que existía en la Edad Media y durante el Ancien régime entre la Iglesia y el poder político.
Desde esta misma óptica de la historia se comprende perfectamente que exista una evolución en el desarrollo de los concilios ecuménicos. Cualquier observador avisado reconocerá que, al lado de unos elementos constitutivos de carácter esencial, existentes en todos los concilios, hay otros muchos cambiantes, que obedecen a culturas y a momentos históricos diversos y que enriquecen también este tipo de reuniones.
Por último, hemos de afirmar el protagonismo más relevante en los concilios, que es el de la propia Iglesia. Los concilios ecuménicos han sido acontecimientos eclesiales, por excelencia. En ellos la Iglesia se ha interrogado a sí misma sobre su propio actuar en la historia.

Concilio de Nicea (325)

Este concilio es el primero de los llamados ecuménicos. Su convocatoria por el emperador Constantino (306-337) está motivada, sobre todo, por el arrianismo y, en menor medida, por el problema de la fecha de la Pascua. En cuanto al número de los participantes suele aducirse el de 318, en clara alusión a los 318 siervos de Abraham (Gen 14, 14), aunque en realidad debió de oscilar entre 250 y 300, si nos atenemos al testimonio del historiador Eusebio de Cesarea y de san Atanasio. La mayor parte de los asistentes procedían del Oriente cristiano; de Occidente sólo fueron cinco representantes, entre los que ; destacaba Osio de Córdoba y los dos legados del obispo de Roma. Algunos de los obispos asistentes llevaban en sus cuerpos los estigmas martiriales de las últimas persecuciones, como el obispo Pablo de Neocesarea y el egipcio Pafnucio. La reunión de este considerable número de padres conciliares se vio facilitada por Constantino, que puso a su disposición el servicio de postas imperiales.
Las sesiones conciliares se celebraron en Nicea de Bitinia, en el palacio de verano del emperador. Comenzaron el 20 de mayo y terminaron el 25 de julio del 325. Constantino ocupó el lugar de más alto rango en la inauguración y pronunció un discurso en latín para exhortar a la concordia; luego dejaría la palabra a la presidencia del concilio. Parece que la presidencia eclesiástica fue desempeñada por Osio, por ser hombre de confianza del emperador. '
Las primeras actuaciones corrieron a cargo de Arrio y sus secuaces, que expusieron su doctrina sobre la inferioridad del Verbo de Dios. Tras largas deliberaciones logró imponerse la tesis ortodoxa sobre la consubstancialidad del Verbo propugnada por el obispo Marcelo de Ancira (Ankara), por el obispo Eustacio de Antioquía y por el diácono Atanasio de Alejandría. Sobre la base del credo bautismal de la Iglesia de Cesarea se redactó un símbolo de la fe, que recogía de forma inequívoca que el Verbo es «engendrado, no hecho, consubstancial (homousios) al Padre». Este símbolo fue aprobado por el concilio el 19 de junio del 325, a excepción de Arrio y de dos obispos que, al no suscribirlo, fueron excluidos de la comunión de la Iglesia y desterrados.
En relación con otros temas de menor cuantía hubo unanimidad de acuerdo. Así sucedió con la determinación de la fecha de la Pascua, que se fijó en el primer domingo siguiente al primer plenilunio de primavera —o domingo siguiente al 14 de Nisán en el calendario hebreo—, que era la praxis de la Iglesia de Roma y de la mayor parte de las Iglesias.
El concilio se ocupó también de algunas cuestiones disciplinares, dando unas breves disposiciones (cánones) sobre ellas. Son en total veinte cánones, que tratan de aspectos relacionados con la vida intraeclesial, y tienen el carácter de reafirmar normas canónicas anteriores. Así, el canon 1 prohíbe a los eunucos que sean promovidos al clero. El canon 2 confirma una prohibición ya existente, según la cual los recién bautizados no podían acceder al presbiterado o al episcopado. Según el canon 4 se necesitaba la presencia de tres obispos para que se pudiera celebrar la ordenación de un obispo. El canon 6 establece —reafirmando también una antigua costumbre— la subordinación a la autoridad del obispo de Alejandría de todos los metropolitanos de Egipto, Libia y Tebaida. Hay también otros cánones que se ocupan de la disciplina eclesiástica de los clérigos (cc. 15-18), y dentro de ellos destacaríamos el c. 17 contra la usura. Los padres de Nicea legislaron igualmente sobre la readmisión en la Iglesia de cismáticos y herejes (cc. 8 y 19), así como sobre la penitencia pública (cc. 11-14) y la liturgia (cc. 18 y 20).
Una vez concluidas las reuniones conciliares, el emperador Constantino, que celebraba por aquel entonces las fiestas del 20 aniversario de su elevación a la dignidad imperial, invitó a los obispos a un banquete solemne, en el que pronunció el discurso de clausura.

Concilio I de Constantinopla (381)

Este concilio fue convocado por el emperador Teodosio (379-395) y tuvo su comienzo en mayo del 381. Lo más recordado de este sínodo es el símbolo. No han llegado hasta nosotros las actas conciliares; sí, en cambio, conocemos algunas listas de obispos asistentes y los cánones disciplinares conservados en algunas colecciones canónicas antiguas.
Desde el punto de vista doctrinal, este concilio supuso el golpe de gracia contra el arrianismo, que —a pesar de la condena del sínodo niceno— había tenido una amplia difusión al amparo de los emperadores Constancio (337-361) y Valente (364-378). Pero, sobre todo, se enfrentó a una nueva herejía: el macedonianismo y sus seguidores llamados también «pneumatómacos», que derivan del error arriano, y que negaban la consubstancialidad del Espíritu Santo. Al lado de estos planteamientos dogmáticos se suscitaba también una cuestión de carácter más bien honorífico, pero que con el tiempo adquiriría mayor envergadura: la dignidad de Constantinopla, la nueva Roma, de cara a otras sedes apostólicas, como Roma, Alejandría, Antioquía y Jerusalén.
El concilio fue inaugurado en mayo del 381 y duró hasta julio de ese mismo año. Se reunieron unos ciento cincuenta padres conciliares, todos ellos orientales. No asistieron obispos de Occidente. El papa Dámaso (366-384) no asistió ni envió representantes. Los obispos de Occidente habían celebrado un concilio en Aquileya, ese mismo año, para condenar los últimos focos de arrianismo detectados en el mundo latino. Ocupó la presidencia Melecio de Antioquía, a cuya muerte asumió la presidencia Gregorio de Nacianzo, recién elegido como obispo de Constantinopla, y confirmado como tal por el propio concilio. Poco duró la presidencia de Gregorio, que se vio obligado a renunciar a la sede constantinopolitana a causa de una serie de intrigas. En su lugar fue elegido Nectario, un viejo senador, que fue bautizado y recibió seguidamente la consagración episcopal.
El documento más importante de este concilio es, sin duda, el llamado «símbolo niceno-constantinopolitano», que tendrá un gran influjo posterior por su utilización litúrgica como profesión de fe. Este símbolo parece que tiene su origen en el que se utilizaba en la Iglesia de Jerusalén para la colación del bautismo, con algunas adiciones relativas al Espíritu Santo: «Señor y vivificador, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es igualmente adorado y glorificado, que habló por boca de los profetas.» Este símbolo fue leído en el concilio durante la celebración del bautismo y la consagración episcopal de Nectario.
También han llegado hasta nosotros cuatro cánones disciplinares. El c. 1 reafirma la fe de Nicea y condena todas las herejías, y en particular menciona a algunas de ellas, como las de los arríanos y pneumatómacos. El c. 2 señala los límites en los que debe ejercitarse la potestad episcopal. En concreto, establece que los obispos de una diócesis no deben ocuparse de las cuestiones de las otras. El c. 3 afirma que «el obispo de Constantinopla, por ser ésta la nueva Roma, tendrá el primado de honor, después del obispo de Roma». La razón que se invoca en este canon no es de índole eclesiástica, sino política. La Iglesia occidental rechazó siempre este canon, que originaría futuros enfrentamientos y disensiones. El c. 4 declaraba nula la ordenación episcopal de Máximo, el intrigante colaborador de san Gregorio de Nacianzo. A estos cuatro cánones se suelen añadir otros tres: dos de ellos provenientes del sínodo constantinopolitano del 382, y el tercero de una carta enviada por la Iglesia de Constantinopla a la de Antioquía.
A la vista del desarrollo histórico de este concilio es fácil deducir que se trata de un concilio exclusivamente oriental. Entonces, ¿por qué se le considera ecuménico? La respuesta nos la da la historia misma de los concilios. Será el Concilio de Calcedonia (451) quien declarará que el concilio constantinopolitano I es ecuménico.

Concilio de Éfeso (431)

Este concilio tuvo lugar en Éfeso (Asia Menor), del 22 de junio al 31 de julio del 431. Con él se abren una serie de concilios de índole cristológica. La motivación del concilio surge de un conflicto doctrinal. Nestorio, obispo de Constantinopla desde el 428, comenzó a predicar que María no se la podría llamar Madre de Dios (theótokos) porque entendía que Cristo era sólo el hombre en el que habitaba el Hijo de Dios y, en consecuencia, María era sólo Madre de un hombre. Esta doctrina fue considerada herética por Cirilo de Alejandría y por el papa Celestino (422-432), que en sendos sínodos la condenaron explícitamente. A pesar de esas condenas Nestorio persistió en su error. Para conseguir la paz en la Iglesia, el emperador Teodosio II (408-450) convocó un concilio ecuménico en Éfeso.
El concilio se reunió con un cierto retraso sobre la fecha prevista, aunque todavía no habían llegado los obispos antioquenos, ni los representantes del papa. Tomó esta iniciativa Cirilo de Alejandría, en contra del parecer de Candidiano, comisario imperial del concilio. Nestorio, a pesar de encontrarse ya en Éfeso, se negó a comparecer ante la asamblea sinodal. En la sesión de apertura se leyó un documento doctrinal de Cirilo sobre la unión hipostática de las dos naturalezas en Cristo. También se leyeron otros escritos: un florilegio de obras de los Padres de la Iglesia, las cartas intercambiadas entre Cirilo y Nestorio, la carta de Celestino a Nestorio y la carta de un sínodo de Alejandría del 430, seguida de doce anatematismos. También en esta sesión se dictó una sentencia condenando a Nestorio a deponer la dignidad episcopal. En la segunda sesión del concilio se incorporaron los legados romanos y aprobaron las actas de la sesión anterior. Entre tanto, llegaron los antioquenos con Juan de Antioquía a la cabeza, que molestos por la condena de Nestorio, reunieron un anticoncilio y declararon fuera de la comunión a Cirilo y a Memnón de Éfeso. A todo esto, el emperador pensó resolver esta embarazosa situación deponiendo a los principales responsables: Nestorio, Cirilo y Memnón. Después de varias sesiones el emperador disolvió el concilio y permitió a san Cirilo y a Memnón regresar a sus respectivas sedes, mientras que ordenó a Nestorio que se recluyera en un monasterio antioqueno y que Maximiano le sucediera en la sede de Constantinopla.
En resumen, se puede afirmar que la única decisión propia de este concilio fue la condena de Nestorio. Pero conviene tener en cuenta que dicha condena fue emitida después de la lectura de una serie de documentos doctrinales, cuya síntesis podría ser la siguiente: Cristo es un solo sujeto que resulta de una verdadera unión entre el Verbo de Dios y la naturaleza humana; por tanto, todo lo que realiza la naturaleza humana debe atribuirse al único sujeto, que es el Verbo de Dios encarnado, y de ahí que María pueda llamarse con propiedad Madre de Dios.

Concilio de Calcedonia (451)

El cuarto concilio ecuménico se celebró en Calcedonia, metrópoli de Bitinia, y desarrolló sus actividades desde el 8 de octubre al 1 de noviembre del 451. Fue convocado por el emperador Marciano (450-457) el 17 de mayo del 451. Asistió un considerable número de obispos, oscilando entre unos quinientos en las primeras sesiones y ciento ochenta en la última. Los representantes del papa fueron tres obispos y un presbítero.
La reunión conciliar viene justificada por la necesidad de salir al paso de los errores de Nestorio que, a su vez, habían propiciado el monofisismo de Eutiques. Podemos decir que fue el complemento del concilio ecuménico de Efeso y la superación del seudoconcilio de Efeso (449). Es cierto que el símbolo de unión propuesto por Juan de Antioquía y suscrito por Cirilo de Alejandría, aceptando los puntos sustanciales del concilio efesino, supuso una cierta pacificación de los espíritus, pero, con todo, no se había alcanzado una plena unidad doctrinal.
La primera sesión tuvo lugar en la iglesia de Santa Eufemia y se comenzaron a juzgar las actuaciones irregulares de Dióscuro, que fue depuesto en la tercera sesión. En la segunda sesión fue leída una «carta dogmática» (Tomus ad Flavianum) del papa León Magno (440-461) sobre las dos naturalezas de Cristo, que se recibió con aclamaciones de los padres asistentes: «ésta es la fe de los Apóstoles. Pedro ha hablado por la boca de León». En la quinta sesión, el 22 de octubre, se aprueba una fórmula de fe redactada por 25 obispos y que está en perfecta armonía con la «carta» del papa León, en donde se declara: «Todos nosotros profesamos a uno e idéntico Hijo, nuestro Señor Jesucristo, completo en cuanto a la divinidad, y completo en cuanto a la humanidad en dos naturalezas, inconfusas y sin mutación, sin división y sin separación, aunadas ambas en una persona y en una hipóstasis.» Esta fórmula fue aprobada y firmada por todos los obispos. El día 25 del mismo mes se celebró la sexta sesión, presidida por el emperador Marciano y su esposa Pulquería, que también suscribieron solemnemente la citada fórmula. Por deseo del emperador se examinaron en el concilio algunos asuntos disciplinares, como la plena rehabilitación de Teodoreto de Ciro y de Ibbas de Edesa, cosa a la que accede el concilio, y veintiocho cánones en los que se abordaban cuestiones disciplinares. Así, el c. 6 prohibía las llamadas ordenaciones absolutas, es decir, no destinadas a una determinada comunidad. Se dan disposiciones concretas sobre la vida de los clérigos y de los monjes: la prohibición de la simonía (c. 2), la de ejercer funciones civiles o militares (c. 7), la de vagar de una ciudad a otra (c. 5). El c. 28 suscitó una gran dificultad de aceptación por parte de los legados papales. En este canon se decía que «justamente los padres han atribuido el primado a la sede de la antigua Roma, porque esta ciudad era la capital del imperio», y de ahí deducían que la sede de la nueva Roma (Constantinopla) debía gozar de las mismas prerrogativas que la antigua Roma y ocupar el segundo lugar después de ella. Ante tales pretensiones los representantes del papa hicieron constar que la razón del primado era la sucesión apostólica de Pedro y no la importancia política de la sede. El papa León no aprobó nunca este canon, que daría lugar a una larga serie de gestiones e intercambios epistolares entre el emperador, el papa y algunos prelados.
El Concilio de Calcedonia supuso un hito desde el punto de vista doctrinal, y representa una línea de equilibrio entre las erróneas ideas cristológicas de los nestorianos y de los monofisitas, gracias en buena medida a la actuación del papa León.

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