Antes de pasar a la exposición de los distintos concilios
ecuménicos nos parece necesario precisar algunos aspectos más genéricos, que
ayuden al lector a captar mejor la naturaleza y el desarrollo histórico de la
institución conciliar.
Comencemos por la noción misma de concilio ecuménico. Como tal se
entiende el ejercicio de la plena y suprema potestad de toda la Iglesia mediante
actos estricta o propiamente colegiales. Esta potestad suprema del colegio de
los obispos debe ser promovida o libremente aceptada, en su caso, por el romano
pontífice. Se ejerce mediante la acción conjunta de los obispos dispersos por
el mundo, y significa, de hecho, el acto supremo de la communio episcopal. Es
una institución de origen apostólico —recordemos el Concilio de Jerusalén (Act
15, 6)—, que se va desarrollando a través del tiempo.
El adjetivo «ecuménico» tiene el sentido primigenio de significar
la participación de los obispos de la oikumene, es decir, del mundo grecolatino
existente en la Antigüedad. En la época actual esta denominación está reglada
específicamente por el Código de derecho canónico (cc. 337-341), y convendrá
distinguir estos concilios de los concilios provinciales y de los sínodos
diocesanos, que también aparecen regulados por el derecho de la Iglesia.
Digamos igualmente, que la palabra «ecuménico» no la empleamos aquí con el
significado y las connotaciones modernas derivadas del término «ecumenismo».
Ciñéndonos a los concilios ecuménicos, que surgen en la historia
de la Iglesia, puede llamarnos la atención la discontinuidad de su cronología.
Pero si nos fijamos con mayor perspicuidad, veremos que la convocatoria de
estos grandes concilios está íntimamente ligada casi siempre a momentos
cargados de significación para la vida de la Iglesia.
También interesa considerar la realidad histórica de estas
asambleas conciliares. Así no le extrañará al lector que, a partir de la
conversión de Constantino, los emperadores tengan un protagonismo importante en
la convocatoria y realización de los concilios, como sucederá con el Concilio
de Nicea (325) o con el de Trento (1545-1563), pero no se debe olvidar que ese
protagonismo imperial está subordinado a la aceptación por el papa de tales
concilios.
Tampoco debe llamar la atención, que en los concilios se legisle
no ya sobre lemas relacionados con la vida eclesiástica, sino también sobre
cuestiones de índole política o social, dada la estrecha unión que existía en
la Edad Media y durante el Ancien régime entre la Iglesia y el poder político.
Desde esta misma óptica de la historia se comprende perfectamente
que exista una evolución en el desarrollo de los concilios ecuménicos.
Cualquier observador avisado reconocerá que, al lado de unos elementos
constitutivos de carácter esencial, existentes en todos los concilios, hay
otros muchos cambiantes, que obedecen a culturas y a momentos históricos
diversos y que enriquecen también este tipo de reuniones.
Por último, hemos de afirmar el protagonismo más relevante en los
concilios, que es el de la propia Iglesia. Los concilios ecuménicos han sido
acontecimientos eclesiales, por excelencia. En ellos la Iglesia se ha
interrogado a sí misma sobre su propio actuar en la historia.
Concilio de Nicea (325)
Este concilio es el primero de los llamados ecuménicos. Su
convocatoria por el emperador Constantino (306-337) está motivada, sobre todo,
por el arrianismo y, en menor medida, por el problema de la fecha de la Pascua.
En cuanto al número de los participantes suele aducirse el de 318, en clara
alusión a los 318 siervos de Abraham (Gen 14, 14), aunque en realidad debió de
oscilar entre 250 y 300, si nos atenemos al testimonio del historiador Eusebio
de Cesarea y de san Atanasio. La mayor parte de los asistentes procedían del
Oriente cristiano; de Occidente sólo fueron cinco representantes, entre los que
; destacaba Osio de Córdoba y los dos legados del obispo de Roma. Algunos de
los obispos asistentes llevaban en sus cuerpos los estigmas martiriales de las
últimas persecuciones, como el obispo Pablo de Neocesarea y el egipcio Pafnucio.
La reunión de este considerable número de padres conciliares se vio facilitada
por Constantino, que puso a su disposición el servicio de postas imperiales.
Las sesiones conciliares se celebraron en Nicea de Bitinia, en el
palacio de verano del emperador. Comenzaron el 20 de mayo y terminaron el 25 de
julio del 325. Constantino ocupó el lugar de más alto rango en la inauguración
y pronunció un discurso en latín para exhortar a la concordia; luego dejaría la
palabra a la presidencia del concilio. Parece que la presidencia eclesiástica
fue desempeñada por Osio, por ser hombre de confianza del emperador. '
Las primeras actuaciones corrieron a cargo de Arrio y sus
secuaces, que expusieron su doctrina sobre la inferioridad del Verbo de Dios.
Tras largas deliberaciones logró imponerse la tesis ortodoxa sobre la
consubstancialidad del Verbo propugnada por el obispo Marcelo de Ancira
(Ankara), por el obispo Eustacio de Antioquía y por el diácono Atanasio de
Alejandría. Sobre la base del credo bautismal de la Iglesia de Cesarea se
redactó un símbolo de la fe, que recogía de forma inequívoca que el Verbo es
«engendrado, no hecho, consubstancial (homousios) al Padre». Este símbolo fue
aprobado por el concilio el 19 de junio del 325, a excepción de Arrio y de dos
obispos que, al no suscribirlo, fueron excluidos de la comunión de la Iglesia y
desterrados.
En relación con otros temas de menor cuantía hubo unanimidad de
acuerdo. Así sucedió con la determinación de la fecha de la Pascua, que se fijó
en el primer domingo siguiente al primer plenilunio de primavera —o domingo
siguiente al 14 de Nisán en el calendario hebreo—, que era la praxis de la
Iglesia de Roma y de la mayor parte de las Iglesias.
El concilio se ocupó también de algunas cuestiones disciplinares,
dando unas breves disposiciones (cánones) sobre ellas. Son en total veinte
cánones, que tratan de aspectos relacionados con la vida intraeclesial, y
tienen el carácter de reafirmar normas canónicas anteriores. Así, el canon 1 prohíbe
a los eunucos que sean promovidos al clero. El canon 2 confirma una prohibición
ya existente, según la cual los recién bautizados no podían acceder al
presbiterado o al episcopado. Según el canon 4 se necesitaba la presencia de
tres obispos para que se pudiera celebrar la ordenación de un obispo. El canon
6 establece —reafirmando también una antigua costumbre— la subordinación a la
autoridad del obispo de Alejandría de todos los metropolitanos de Egipto, Libia
y Tebaida. Hay también otros cánones que se ocupan de la disciplina
eclesiástica de los clérigos (cc. 15-18), y dentro de ellos destacaríamos el c.
17 contra la usura. Los padres de Nicea legislaron igualmente sobre la
readmisión en la Iglesia de cismáticos y herejes (cc. 8 y 19), así como sobre
la penitencia pública (cc. 11-14) y la liturgia (cc. 18 y 20).
Una vez concluidas las reuniones conciliares, el emperador
Constantino, que celebraba por aquel entonces las fiestas del 20 aniversario de
su elevación a la dignidad imperial, invitó a los obispos a un banquete
solemne, en el que pronunció el discurso de clausura.
Concilio I de Constantinopla (381)
Este concilio fue convocado por el emperador Teodosio (379-395) y tuvo
su comienzo en mayo del 381. Lo más recordado de este sínodo es el símbolo. No
han llegado hasta nosotros las actas conciliares; sí, en cambio, conocemos
algunas listas de obispos asistentes y los cánones disciplinares conservados en
algunas colecciones canónicas antiguas.
Desde el punto de vista doctrinal, este concilio supuso el golpe
de gracia contra el arrianismo, que —a pesar de la condena del sínodo niceno—
había tenido una amplia difusión al amparo de los emperadores Constancio
(337-361) y Valente (364-378). Pero, sobre todo, se enfrentó a una nueva
herejía: el macedonianismo y sus seguidores llamados también «pneumatómacos»,
que derivan del error arriano, y que negaban la consubstancialidad del Espíritu
Santo. Al lado de estos planteamientos dogmáticos se suscitaba también una
cuestión de carácter más bien honorífico, pero que con el tiempo adquiriría
mayor envergadura: la dignidad de Constantinopla, la nueva Roma, de cara a
otras sedes apostólicas, como Roma, Alejandría, Antioquía y Jerusalén.
El concilio fue inaugurado en mayo del 381 y duró hasta julio de
ese mismo año. Se reunieron unos ciento cincuenta padres conciliares, todos
ellos orientales. No asistieron obispos de Occidente. El papa Dámaso (366-384)
no asistió ni envió representantes. Los obispos de Occidente habían celebrado
un concilio en Aquileya, ese mismo año, para condenar los últimos focos de
arrianismo detectados en el mundo latino. Ocupó la presidencia Melecio de
Antioquía, a cuya muerte asumió la presidencia Gregorio de Nacianzo, recién
elegido como obispo de Constantinopla, y confirmado como tal por el propio
concilio. Poco duró la presidencia de Gregorio, que se vio obligado a renunciar
a la sede constantinopolitana a causa de una serie de intrigas. En su lugar fue
elegido Nectario, un viejo senador, que fue bautizado y recibió seguidamente la
consagración episcopal.
El documento más importante de este concilio es, sin duda, el
llamado «símbolo niceno-constantinopolitano», que tendrá un gran influjo
posterior por su utilización litúrgica como profesión de fe. Este símbolo
parece que tiene su origen en el que se utilizaba en la Iglesia de Jerusalén
para la colación del bautismo, con algunas adiciones relativas al Espíritu
Santo: «Señor y vivificador, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo
es igualmente adorado y glorificado, que habló por boca de los profetas.» Este
símbolo fue leído en el concilio durante la celebración del bautismo y la
consagración episcopal de Nectario.
También han llegado hasta nosotros cuatro cánones disciplinares.
El c. 1 reafirma la fe de Nicea y condena todas las herejías, y en particular
menciona a algunas de ellas, como las de los arríanos y pneumatómacos. El c. 2
señala los límites en los que debe ejercitarse la potestad episcopal. En concreto,
establece que los obispos de una diócesis no deben ocuparse de las cuestiones
de las otras. El c. 3 afirma que «el obispo de Constantinopla, por ser ésta la
nueva Roma, tendrá el primado de honor, después del obispo de Roma». La razón
que se invoca en este canon no es de índole eclesiástica, sino política. La
Iglesia occidental rechazó siempre este canon, que originaría futuros enfrentamientos
y disensiones. El c. 4 declaraba nula la ordenación episcopal de Máximo, el
intrigante colaborador de san Gregorio de Nacianzo. A estos cuatro cánones se
suelen añadir otros tres: dos de ellos provenientes del sínodo constantinopolitano
del 382, y el tercero de una carta enviada por la Iglesia de Constantinopla a
la de Antioquía.
A la vista del desarrollo histórico de este concilio es fácil
deducir que se trata de un concilio exclusivamente oriental. Entonces, ¿por qué
se le considera ecuménico? La respuesta nos la da la historia misma de los
concilios. Será el Concilio de Calcedonia (451) quien declarará que el concilio
constantinopolitano I es ecuménico.
Concilio de Éfeso (431)
Este concilio tuvo lugar en Éfeso (Asia Menor), del 22 de junio al
31 de julio del 431. Con él se abren una serie de concilios de índole
cristológica. La motivación del concilio surge de un conflicto doctrinal.
Nestorio, obispo de Constantinopla desde el 428, comenzó a predicar que María
no se la podría llamar Madre de Dios (theótokos) porque entendía que Cristo era
sólo el hombre en el que habitaba el Hijo de Dios y, en consecuencia, María era
sólo Madre de un hombre. Esta doctrina fue considerada herética por Cirilo de
Alejandría y por el papa Celestino (422-432), que en sendos sínodos la
condenaron explícitamente. A pesar de esas condenas Nestorio persistió en su
error. Para conseguir la paz en la Iglesia, el emperador Teodosio II (408-450)
convocó un concilio ecuménico en Éfeso.
El concilio se reunió con un cierto retraso sobre la fecha
prevista, aunque todavía no habían llegado los obispos antioquenos, ni los
representantes del papa. Tomó esta iniciativa Cirilo de Alejandría, en contra
del parecer de Candidiano, comisario imperial del concilio. Nestorio, a pesar
de encontrarse ya en Éfeso, se negó a comparecer ante la asamblea sinodal. En
la sesión de apertura se leyó un documento doctrinal de Cirilo sobre la unión
hipostática de las dos naturalezas en Cristo. También se leyeron otros
escritos: un florilegio de obras de los Padres de la Iglesia, las cartas
intercambiadas entre Cirilo y Nestorio, la carta de Celestino a Nestorio y la
carta de un sínodo de Alejandría del 430, seguida de doce anatematismos.
También en esta sesión se dictó una sentencia condenando a Nestorio a deponer
la dignidad episcopal. En la segunda sesión del concilio se incorporaron los
legados romanos y aprobaron las actas de la sesión anterior. Entre tanto,
llegaron los antioquenos con Juan de Antioquía a la cabeza, que molestos por la
condena de Nestorio, reunieron un anticoncilio y declararon fuera de la
comunión a Cirilo y a Memnón de Éfeso. A todo esto, el emperador pensó resolver
esta embarazosa situación deponiendo a los principales responsables: Nestorio,
Cirilo y Memnón. Después de varias sesiones el emperador disolvió el concilio y
permitió a san Cirilo y a Memnón regresar a sus respectivas sedes, mientras que
ordenó a Nestorio que se recluyera en un monasterio antioqueno y que Maximiano
le sucediera en la sede de Constantinopla.
En resumen, se puede afirmar que la única decisión propia de este
concilio fue la condena de Nestorio. Pero conviene tener en cuenta que dicha
condena fue emitida después de la lectura de una serie de documentos
doctrinales, cuya síntesis podría ser la siguiente: Cristo es un solo sujeto
que resulta de una verdadera unión entre el Verbo de Dios y la naturaleza
humana; por tanto, todo lo que realiza la naturaleza humana debe atribuirse al
único sujeto, que es el Verbo de Dios encarnado, y de ahí que María pueda
llamarse con propiedad Madre de Dios.
Concilio de Calcedonia (451)
El cuarto concilio ecuménico se celebró en Calcedonia, metrópoli
de Bitinia, y desarrolló sus actividades desde el 8 de octubre al 1 de
noviembre del 451. Fue convocado por el emperador Marciano (450-457) el 17 de
mayo del 451. Asistió un considerable número de obispos, oscilando entre unos
quinientos en las primeras sesiones y ciento ochenta en la última. Los
representantes del papa fueron tres obispos y un presbítero.
La reunión conciliar viene justificada por la necesidad de salir
al paso de los errores de Nestorio que, a su vez, habían propiciado el
monofisismo de Eutiques. Podemos decir que fue el complemento del concilio
ecuménico de Efeso y la superación del seudoconcilio de Efeso (449). Es cierto
que el símbolo de unión propuesto por Juan de Antioquía y suscrito por Cirilo
de Alejandría, aceptando los puntos sustanciales del concilio efesino, supuso
una cierta pacificación de los espíritus, pero, con todo, no se había alcanzado
una plena unidad doctrinal.
La primera sesión tuvo lugar en la iglesia de Santa Eufemia y se
comenzaron a juzgar las actuaciones irregulares de Dióscuro, que fue depuesto
en la tercera sesión. En la segunda sesión fue leída una «carta dogmática»
(Tomus ad Flavianum) del papa León Magno (440-461) sobre las dos naturalezas de
Cristo, que se recibió con aclamaciones de los padres asistentes: «ésta es la
fe de los Apóstoles. Pedro ha hablado por la boca de León». En la quinta
sesión, el 22 de octubre, se aprueba una fórmula de fe redactada por 25 obispos
y que está en perfecta armonía con la «carta» del papa León, en donde se
declara: «Todos nosotros profesamos a uno e idéntico Hijo, nuestro Señor
Jesucristo, completo en cuanto a la divinidad, y completo en cuanto a la
humanidad en dos naturalezas, inconfusas y sin mutación, sin división y sin
separación, aunadas ambas en una persona y en una hipóstasis.» Esta fórmula fue
aprobada y firmada por todos los obispos. El día 25 del mismo mes se celebró la
sexta sesión, presidida por el emperador Marciano y su esposa Pulquería, que
también suscribieron solemnemente la citada fórmula. Por deseo del emperador se
examinaron en el concilio algunos asuntos disciplinares, como la plena
rehabilitación de Teodoreto de Ciro y de Ibbas de Edesa, cosa a la que accede
el concilio, y veintiocho cánones en los que se abordaban cuestiones
disciplinares. Así, el c. 6 prohibía las llamadas ordenaciones absolutas, es
decir, no destinadas a una determinada comunidad. Se dan disposiciones
concretas sobre la vida de los clérigos y de los monjes: la prohibición de la
simonía (c. 2), la de ejercer funciones civiles o militares (c. 7), la de vagar
de una ciudad a otra (c. 5). El c. 28 suscitó una gran dificultad de aceptación
por parte de los legados papales. En este canon se decía que «justamente los
padres han atribuido el primado a la sede de la antigua Roma, porque esta
ciudad era la capital del imperio», y de ahí deducían que la sede de la nueva
Roma (Constantinopla) debía gozar de las mismas prerrogativas que la antigua
Roma y ocupar el segundo lugar después de ella. Ante tales pretensiones los
representantes del papa hicieron constar que la razón del primado era la
sucesión apostólica de Pedro y no la importancia política de la sede. El papa
León no aprobó nunca este canon, que daría lugar a una larga serie de gestiones
e intercambios epistolares entre el emperador, el papa y algunos prelados.
El Concilio de Calcedonia supuso un hito desde el punto de vista
doctrinal, y representa una línea de equilibrio entre las erróneas ideas
cristológicas de los nestorianos y de los monofisitas, gracias en buena medida
a la actuación del papa León.
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